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Leer la Ciudad [*] // Selene Velázquez

Érase una vez una ciudad llena de montañas, con un río que la cruzaba, arroyos y ojos de agua; una ciudad llena de árboles, de construcciones de tierra con tiros de chimeneas y patios con naranjos, nogales y granadas.

Quien lea lo anterior podría imaginar esa descripción para lugares fantásticos del centro y sur del país, porque suena a ensueño. Pero la ciudad que describo está justo en el noreste de México: Monterrey. Conste que no me lo invento: en los archivos históricos están las crónicas antiguas de la ciudad, hay todavía registros fotográficos de lo dicho y basta con preguntar a nuestros padres o abuelos y nos contarán de una ciudad perdida, que ahora se encuentra ahogada prácticamente en cemento.

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Con todo y que la modernidad, que a todos nos alcanza, ha cambiado drásticamente la cara de la ciudad, existen varias maneras de conocer y reconocer el Monterrey que existía antes de nosotros (y no precisamente con el DeLorean). Llegamos entonces al punto del que les vengo a platicar: el patrimonio arquitectónico de mi pueblo.

“¿Qué?”, me dirán ustedes. “¿Patrimonio arquitectónico en Monterrey?”

Y la respuesta es: ansina mero. Y no, no hablaré por millonésima vez del Obispado o de la Catedral, porque la ciudad está repleta de inmuebles con un alto valor histórico (o artístico, si queremos apegarnos a la Ley de Monumentos) de los que vale la pena hablar.

Pero entremos en materia. El pasado 21 de marzo fueron demolidas dos propiedades contiguas en el centro de la ciudad (en la calle Diego de Montemayor entre Ruperto Martínez y Aramberri). Una de ellas, muy probablemente del siglo XIX, por sus características estilísticas ligadas a la arquitectura norestense: muros de sillares de caliche, cubiertas de terrado, dominando en la forma el macizo sobre el vano. La otra, de mediados de la década de los cuarenta del siglo pasado, con formas orgánicas y rasgos de un Art Noveau tardío; esta construcción estaba elaborada con ladrillos de milpa (arcillas cocidas), con un domo de cristales de colores y ventanales completos. Ambas casas estaban íntegras.

Semanas atrás se había “corrido el rumor” que tirarían dichas construcciones (abandonadas por años), para hacer una clínica. En diferentes grupos de Facebook se pedía ayuda para detener lo que parecía inminente, pero poco se podía hacer siendo propiedad privada. Quien les escribe hizo incluso un video con motivo de la quinta edición del Día del Patrimonio de Nuevo León para subirlo al Facebook de Restãurika, empresa en la que trabajo en la conservación, restauración y difusión del patrimonio cultural, sobre todo, del noreste.

El lunes 21 de marzo, por la mañana, el ruido de la retroexcavadora sonó fuerte. La demolición había comenzado. Cerca de las cuatro de la tarde, después de una denuncia ciudadana, el personal que labora en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, delegación Nuevo León, se enteró de las demoliciones y fueron a detener las obras. El daño ya estaba hecho. Cerca del 60 por ciento de la construcción del siglo XX estaba desecha, y habían demolido un 40 por ciento del inmueble de tierra del siglo XIX. A la par de los trabajadores del INAH llegó prensa a cubrir el hecho. Habían demolido, pero paraban las obras.

Día 22 de marzo. Sellos de clausura por parte del Instituto, construcciones hechas polvo y una nota en el periódico El Norte: “Detienen demolición de casonas antiguas.” En el artículo hay más de 50 comentarios, algo realmente insólito para una nota del ámbito cultural en Monterrey, y en Facebook llegamos a contar más de mil reacciones en distintos foros: algunas personas pedían que se demoliera todo lo viejo y abandonado y se diera paso a la modernidad (“Eso es patrimonio, pero de los dueños, que ya las tiren, eran un peligro”. “Estaban todas abandonadas y sucias”. “¿Históricos unos ladrillos? Que tiren todo”). Por suerte eran los menos. Muchos más se sentían desolados ya que una de las construcciones, la de los años cuarenta, era la casa de sus sueños: “Solía pasar a ahí a diario sólo para verla”. “Siempre imaginé que ahí vivían duendes, desde niña”. “Soñaba con un día comprarla y vivir ahí”. “Era la casa de mis sueños y ahora, esos sueños son polvo”. “Pero si tenía un gran potencial, ¿cómo la tiraron?”. Estos fueron algunos de los cientos de comentarios lamentando dicha destrucción.

Cuando el INAH llegó a parar la obra (por cierto, sin contar con autorizaciones del Instituto para alguna demolición), los trabajadores tenían una hoja de Protección Civil en donde “recomendaban” la demolición inmediata de las casonas por estar en mal estado. Sin embargo, algunos ciudadanos subieron fotografías recientes del interior y exterior de las propiedades a las redes sociales: las construcciones no tenían un solo rastro de posible colapso, estaban en perfectas condiciones; sucias, sí, pero incluso con mobiliario de la década de los cincuenta en su interior. Nadie corría riesgo alguno.

¿Qué pasó entonces? ¿Por qué Protección Civil dio una carta “autorizando” demoliciones sin un dictamen preliminar avalado por arquitectos restauradores o estructuristas que conozcan de los sistemas tradicionales? ¿Quién autorizó qué? ¿Cuáles son los nombres de los dueños? ¿En dónde estaba el Municipio de Monterrey y por qué no fue a parar la obra? ¿Después de la demolición existirá algún castigo ejemplar por parte de la federación para quien demolió?

No tenemos respuestas aún para ninguna de las preguntas que desde aquí formulamos. Sin embargo, hay algo muy rescatable en esta crónica de demoliciones: la acción y movilización ciudadana. Años atrás, la demolición de bienes inmuebles de estas características no hubiera sido motivo de discusión o asombro. Hoy, con todo y haber perdido muchísimo del patrimonio arquitectónico, en este caso de los regiomontanos, ellos mismos son los que dicen: ya basta. Cabe recordar otro caso muy movido en las redes sociales, en donde también por una denuncia ciudadana, el INAH se enteró que estaban demoliendo una casona de su catálogo.

Es hora de ser conscientes de todo el patrimonio perdido, pero también de no permanecer pasivos, sino de observar, conservar, proteger y, sobre todo, usar la arquitectura que ya estaba aquí.

Bien valdría la pena reconfigurar la producción de inmuebles patrimoniales en Monterrey, ciudad donde existen muchos ejemplos de arquitectura de tierra (léase sillar de caliche o adobes, ode ladrillo de milpa con cubiertas como el terrado, de vigas y láminas), y dejar de hablar de fechas, de si corresponde al INAH o de si corresponde al INBA. Mejor debemos de hablar de la permanencia de los sistemas constructivos tradicionales de esta región y, sobre todo, entenderlos, pues son herencia de nuestros antepasados, quienes estuvieron aquí antes que nosotros y supieron comprender un contexto complicado al cual le sacaron todo el provecho posible. Esta arquitectura nos recuerda una forma de vivir más amigable con el medio ambiente y también un pasado que se nos está yendo como agua. Los inmuebles son documentos; si sabemos leerlos nos contarán la maravillosa historia de la ciudad que habitamos.

Posdata:

Mientras termino de escribir, sucedió algo histórico en Nuevo León. Se ha aprobado la propuesta de un fideicomiso para la conservación del patrimonio cultural del estado, gracias a Carmen Junco, quien fuera presidenta del Consejo Para la Cultura y las Artes de Nuevo León (Conarte), una de las personas más comprometidas en el ámbito de la conservación y rescate del patrimonio.

Notas

* Este texto es una reproducción tomada de: Velázquez, S. (2018). Leer la ciudad, en La zona sucia Sitio web: https:// www.lazonasucia.com/leer-la-ciudad/