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Reír desde abajo. El lado B de lo cómico // Giampiero Bucci

EN EL HABLA DE ROMA, mi ciudad, la palabra faccia, “facha”, latín facies tiene una inmediata relación metafórica con la palabra “culo”: al tramposo que se escuda tras la inexpresividad se le dice: faccia de culo, que se endulza en faccetta de culetto frente al bambino rechoncho y simpático. Claro, así habla un plebeyo o quien quiere parecerlo, pero ¿quién no es alguna vez plebeyo en un país que tiene idioma oficial y dialectos (más de veinte) que se hablan en las relaciones íntimas o informales?

Este eje cara-culo une sí, pero no permite mezclas. Reímos de y por muchas cosas, pero desde arriba o desde abajo. Tal vez el mecanismo sea el mismo, pero lo cierto es que se ríe por un sonido involuntario como por una ocurrencia inteligente. De ese tipo de inteligencia que se despierta en las volteretas lógicas de los hermanos Marx, de Allais y de Woody Allen, de lo absurdo en suma, no hablaré. Aquí pasaremos al lado del oro, para ir hacia la nigredo. Me limito a recordar que las dos comicidades conviven, dialécticamente, en las parejas de los clowns del circo, el Blanco y el Augusto, dos tipos opuestos y complementarios: uno altivo, precioso, moralista y el otro infantil, sucio, rebelde.

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El tipo del cómico “bajo” lo encontramos en profusión, terrenal, telúrico, como lo revela su contacto con lo obsceno, lo escatológico, lo grotesco. Lo que ahora llamamos comedia es la pálida descendencia de esos espectáculos llenos de obscenidades, palabrotas y flatus ventris que fueron las farsas griegas y romanas. Aristóteles, cuyas noticias sobre lo cómico son las más antiguas que tenemos, afirma que la comedia se origina de “los cantos de los que cargaban el Falo”, y que lleva en su mismo nombre el kómos, la exaltación que sigue al banquete dionisiaco, el nombre del cortejo en las Bacantes de Eurípides. Por algo los primeros actores de comedias, los flýakes, llevaban puesto un falo postizo, y las comedias de Aristófanes son muestras de pirotecnia natural.

La comedia que Aristóteles presenta en su Poética es la comedia ática, que no era la única forma de representación cómica griega. Como lo atestigua Ateneo de Naucratis (II-III siglo d. de C.), citando a Sosibio (III siglo a. de C) y a Semo de Delos (II siglo a. de C.) existía también una comedia dórica, representaciones de tipos y escenas chistosas ejecutadas por actores enmascarados. Tipos que tuvieron que pasar a la comedia ática, si la viejita borracha y desdentada que baila una danza báquica se encuentra también en Aristófanes. De todos modos, lo poco que Aristóteles nos dice en el primer libro de la Poética sobre la comedia, nos guía a un examen de los orígenes del género (éidos), que, según él, es uno de los seis géneros de la poética: la epopeya (epopoía), la tragedia (tragoidía), la comedia (comodía), el ditirambo (canto coral dionisiaco), la aulética y la citarística (música con palabras, acompañada por cuerdas o flauta), todas imitaciones (mímesis) de hombres en acción (práttontas). Estos géneros difieren relativamente a lo que imitan, a los medios con los cuales imitan, y a la manera en que lo hacen. En cuanto a los medios, por ejemplo, se puede imitar con las formas y con los colores como con la palabra, con el ritmo, la armonía y la danza. Tanto Homero como el drama imitan utilizando palabras, pero Homero lo hace contando (contar: apanguelo: doy noticia, refiero) algo que no es presente, mientras que el drama (de dran, “acción” en dialecto dórico) imita presentando directamente a gente que actúa. Tenemos así, de un lado la imitación narrativa, la épica, y del otro la dramática, en la cual el narrador desaparece para dar lugar a los actores, y la representación, de directa, se hace indirecta. Ahora bien, estos hombres en acción pueden ser buenos o malos: la tragedia representa los buenos, la comedia, los malos, y esta dicotomía moral pasa también entre los poetas, los creadores, porque la primera es obra de poetas de alma noble, la segunda de gente grosera: “los más nobles representaban acciones y personajes nobles, los más corrientes representaban acciones de gente baja”. En origen, los poetas de ánimo noble componían himnos y cantos épicos, y los otros invectivas y parodias en metro yámbico, el metro del Margites, parodia del género épico que Aristóteles atribuye a Homero y cuyo nombre se hace remontar al verbo iambízein, “insultar”. La comedia, en sustancia, nacería del desarrollo de dos géneros que consisten en deformaciones, la deformación física de la parodia y la moral de la invectiva. Por esto Aristóteles afirma que “el Margites es para la comedia lo que la Iliada y la Odisea son para la tragedia” (1148 b) y define lo ridículo (geloion) “un defecto y una fealdad falta de dolor y daño”, cuyo ejemplo es “una máscara fea y torcida, pero sin dolor”. Sobre el valor de los géneros, Aristóteles no tiene duda: épica y tragedia son géneros “más elevados y dignos que los demás” (1449 a).

En suma: cómico, obsceno y escatológico son los bárbaros que esperamos para liberarnos de la sensatez, del buen gusto y de lo oportuno. Y para poder reír, entre otras cosas. Por esto los persigue la censura. Ahora bien, se puede censurar en muchas maneras. Una consiste en cancelar, cubrir, desaparecer. Otra, más liberal e hipócrita, en obligar a reglas una acción que consiste en la suspensión de las reglas. Como cuando la maestra dice a los niños: “diviértanse, pero no brinquen, no griten, no corran”. Aquí la sensibilidad del censor recuerda que lo cómico es también esto: gritar, alborotar, correr tumultuosamente. A cierto punto el cortejo que acompañaba la estatua del dios Falo se alborotaba y echaba a correr, cantando y mofándose de cuantos encontraba a su paso, “llevando los falóforos una visera de acanto, todos coronados de violas y hiedras”.

Son estos tumultuosos estados de ánimo, lo que Platón quiere evitar en sus estados ideales.

Otra censura es poner la comicidad al servicio de reglas filantrópicas, educativas, utilitarias. En este caso la maestra permite correr y brincar porque es bueno para la salud. El bien triunfa a expensas de lo cómico: al presentarse la escena lagrimosa con Chaplin o Tin Tan y la muchacha desamparada, ya no hay quien pueda reírse. Venganza de la mente burguesa, sentimental, higienista y humanitaria. ¿Qué ganamos al buscar la comicidad junto con lo escatológico y lo obsceno? Esencialmente la posibilidad de identificar lo que tienen en común. Que es el develamiento: la exhibición de genitales, un chiste y un sonido no ceremonial son especies del develamiento. Muestran cosas escondidas y que además es bueno esconder. Y las muestran de manera súbita y explícita, sin rodeos ni tapujos. A esta revelación se responde con emoción. De repente el infierno de las bajas entrañas proyecta llamas y azufres en el cielo celestial de la razón y la moral. Se perciben equilibrios restablecidos: contra un discurso pomposo o una cursilería empalagosa, un pedo esgrima excelentes argumentos. Es el concretismo que reacciona al exceso de estilización.

Pero ahora cabe notar las diferencias. Lo obsceno y lo escatológico no necesariamente hacen reír. Sólo cuando lo hacen pasan a ser cómicos. Lo que los distingue es el tipo de reacción emotiva que provocan. Lo obsceno puede provocar deseo o repugnancia, la misma repugnancia, teñida de atracción, que provoca lo escatológico. Lo cómico hace reír. De esto se trata, de reír. Lo cómico es la develación que provoca la risa.

Se ríe por el contraste repentino, pero también cuando el contraste es aparente. Se ríe y algo se descubre. Cuando la sátira castigat ridendo las convenciones sociales, no lo hace con intención moralista, el ejercicio de la sátira es divertido en sí mismo, el premio está en la acción misma.

Con la erupción de un flatus ventris, lo escatológico nombra a su manera la verdad de la materia, el destino final de todo arte culinario y esfuerzo vital. Es la peste de la realidad ofuscando los inciensos de la abstracción. El pedo sonoro, usado como comentario, en Aristófanes o en Fellini, llega a tener dignidad de argumento. Se trata de mostrar las secretas razones del otro, pero reduciendo, rebajando, humillando, bajo el supuesto de mostrar lo que realmente es. A partir de esta revelación el nombre de las cosas cambia. En el submundo se habla así, así se entienden los diablos de Dante:

ma prima avea ciascun la lingua stretta

coi denti verso lor duca, per cenno

ed elli avea del cul fatto trombetta

(Inferno, XXI, 137–139)

pero ya cada uno se había apretado la lengua

[con los dientes

mostrándola a su duque, como una señal y

éste había del culo hecho trompeta

Habla con el cuerpo esa parte del alma que, como dice Aristóteles, no obedece a la razón, y habla de profundis. Su verdad es un materialismo negativo, el hombre ya no es lo que come, sino lo que caga. Estamos al otro extremo del proceso generativo, al de la destrucción, la nigredo de los alquimistas. El crepitus, una parodia del spiritus con el cual, sin embargo, nos podemos defender del pánico, controlar el miedo: es apotropaico. Por esto Agnolino Gaddi (en Cellini, Vita) escarmienta así a los diablos en el Coliseo: Il ditto Agnolo... fece una strombazzata di corregie... la qual potette molto piú che la zaffetica: “ese Agnolo… hizo un concierto de truenos… que pudo mucho más que la peste.”

Todo crecimiento tiene su abono, y todo abono tiene noble origen. El optimismo de Gargantúa se manifiesta en la clara y directa relación entre la comida y su resultado final, como ha de ser en un universo bien construido, que no conoce la angustia de la entropía. Aquí, donde Rabelais no ríe en contra de las cosas, su mundo está justificado ya antes de la risa. Ésta es como un acompañamiento leve, una espuma espiritual que no emborracha. Lo cómico es más frecuente cuando Rabelais condena, y desde el fondo llega el eco del rencor de una razón ofendida.

Lo obsceno parece ser la parodia de las idealizaciones que el amor hace del cuerpo. Lo que revela es el peso del cuerpo. A la gracia schilleriana de los movimientos despreocupados opone la fatiga del deseo, en sus imágenes siempre hay algo de afán y de urgencia, la pena de una carne que está más acá de la belleza, en el territorio indefinido del deseo. Es como si revelara el constante conato que todo amor es, y que esconde a sí mismo. Tiempos fóbicos como la edad media, tienen dos versiones del amor y del cuerpo, y también dos relativas literaturas, la cortés y la realista. Ahora que lo obsceno se asoma desde el arte alto, se hace menos visible, al hacerse aceptable. Pero lo paga caro. Los putas de Kirchner o los cuerpos borrosos de Bacon apenas rozan obscenidad, más una obscenidad que nunca ha pasado por las manos del placer. Huelen a sábanas sucias.

El coito puede ser casto, casi nunca lo son la masturbación y la exhibición. Esta contamina lo escatológico con lo obsceno, cuando lo exhibido es el anus, con toda su carga destructiva. A pesar de sus modales rudos, la exhibición es social, necesita del otro, para ser. La masturbación, en cambio, tiene más relación con la conciencia lunar, con los espejos. Por su familiaridad con lo imaginario, activa lo obsceno, en la fantasía, con imágenes mórbidas, como los arcanos negros del arte renacentista de la memoria. Por todo esto, obsceno y escatológico son sagrados a Pan, cuyo estilo de pensamiento, el concretismo, consiste en violar la conciencia etérea. Pan es el dios del estupro. Lo cómico también es un estupro, de alguna inflación, por ejemplo: al pinchar la pompa del Poder, éste se queda desnudo, y hace reír.

Que la verdad se encuentre en tan mala compañía no sorprende: sólo a los esclavos se les puede hacer libres. La verdad no es lo evidente, es lo escondido que de repente se hace visible. Fuera de su epifanía, vivimos en un mundo segurísimo, pero basado en la mentira, ese tipo de mentira que es una verdad consueta. Esto porque las cosas se retiran, no son, cuando esperamos que sean de tal o cual manera. Dejan de ser en el momento en que dejamos de verlas, para sustituirlas con esquemas mentales. Vuelven a ser solamente cuando nos sorprenden, cuando algo llega a penetrar nuestra escasa atención, esa pereza que siempre ve lo mismo y no ve nada. Lo cómico es uno de los medios que las cosas usan para imponerse a la atención. Una estrategia de la realidad para no ser olvidada.

Uno de los aspectos de lo cómico es la continua transformación del pavor en risa. Muchas de sus situaciones nacen dentro de catástrofes toreadas en una feliz inconsciencia. Ves a Harold Lloyd colgando de una manecilla de reloj, en el vacío, y sabes que no se caerá, y si lo hará no se hará daño, y sigues riéndote. Más allá de la gravedad y la muerte, alguien contempla con asombro feliz cómo las tenazas de la Necesidad se mueven en vano; ve cómo el mundo quisiera, pero no puede, triturarlo todo.

La verdad cómica se toca con mano en esa paradoja que es el carnaval, donde uno, al enmascararse, se revela. En este sentido el carnaval es Apocalipsis: revelación. Bachtin llama carnavalización ese don que tiene Mishkin, el príncipe Idiota de Dostoievskij, de disolver las ficciones, de revelar la verdad de cada persona. Y así es: el carnaval es un apocalipsis periódico. No el último y único, apenas un momento en la rueda de un mundo sin redención. Pero un momento que retorna, lo que más se aproxima a lo eterno. Entre los dos ciclos el orden se recompone, vuelven las máscaras sociales.

La repentina percepción de una incongruencia entre lo abstracto y lo intuitivo

-SCHOPENHAUER

Nuestra verdadera tarea no es tanto la de determinar la naturaleza de lo cómico, sino la de aclarar las relaciones entre argucia y comicidad

-FREUD

Lo cómico se hace parásito de la historia, para defenderse de sus efusiones. Como la propaganda intenta atraparlo y usarlo, lo cómico se esfuma, porque no se puede reír conservando al mismo tiempo las certezas, siendo la fuerza y el tamaño de la risa directamente proporcional a la carga, ahora inútil, de la cual libera. Resultado: o la sátira es total, radical, o no es. En las sombras, lo cómico de todos modos sigue reproduciéndose. Stalin y Mussolini, que despreciaban a los coristas de su misma propaganda, se reían de los chistes de la vox populi.

Según Schopenhauer se ríe por “la repentina percepción de una incongruencia entre lo abstracto y lo intuitivo”, por la victoria de lo intuitivo “natural” que “satisface inmediatamente la voluntad”. El esfuerzo de pensar es penoso, la risa es la liberación de esta pena.

Freud, cuya teoría sobre lo cómico se parece a ésta, primero se declara fuera de juego: “nuestra verdadera tarea no es tanto la de determinar la naturaleza de lo cómico, sino la de aclarar las relaciones entre argucia y comicidad”, pero luego da una explicación dinámica y económica: reímos “por un ahorro de inhibición”, porque “un gasto que habitualmente hacemos para inhibir algo… pierde su utilidad y se descarga por medio de la risa”. Cómico es el efecto de este gasto placentero. Los dos, Schopenhauer y Freud, ven la risa como momentáneo abandono de obligaciones que nunca suscribimos y que sentimos como una pesada carga social. Pero permiten también ver que el retorno al caos sólo es aparente, porque la risa acompaña la percepción de una relación, una proximidad entre cosas, aunque sea por contraste. La risa es el festejo que hacemos a un orden, a una correspondencia entre ideas, hechos, situaciones, cuya visión sana una vieja herida. Ve un orden que salva y lo ve donde menos era de esperarse. El primer orden restaurado se encuentra en nosotros: reír es gozoso, físico, y acompaña el placer intelectual del descubrimiento. Es una fiesta de los sentidos y de la razón.

Como chispazos, como fuerzas esclavas fugitivas y alborotadas, en Atenas corrían al culto de Dionisos esclavos y mujeres. Lo que lo cómico revelaba era el secreto social mejor custodiado y universalmente conocido: que la civilización se basa sobre la represión de los instintos, y que estos son de natura erótica o agresiva. En Hesíodo, en Tucídides, en Freud, es una constatación reforzada por experiencias y pesimismos milenarios. Lo que cuenta no es ver o no la fiera, sino cómo verla. Aquí es donde lo cómico puede reafirmar su relación con lo trágico: el llanto y la risa como situaciones extremas, pequeños éxtasis, destellos de lo indiferenciado. En ambos, la conciencia se da con todo el cuerpo.

Falstaff es más que un personaje cómico, es la actitud cómica frente a la vida, lo cómico como manera de ser. Su simple presencia impide que cualquier situación sea otra cosa que cómica. Hasta lo trágico se esfuma, como cuando aparece frente al cadáver aún caliente de Hotspur. Habla, y se lucen todas las volteretas del pensamiento gozoso: humor, ironía, absurdo. El gordo Falstaff tiene la suprema ligereza del clown, que trasforma en fuentes de placer todos los posibles reveses. Hasta los reveses fatales, seguro: él es un sexagenario “muy avanzado” en su juventud:

We, that are in the vaward of our youth...

Un tipo así tenía que ser censurado o castigado, de alguna manera. Las alegres comadres de Windsor, donde se le reduce a hazmerreír de damas, es la sofisticada censura parida del seno de una reina virgen.

Al identificar la risa con la dépense, con el gasto derrochador, Bataille ha revelado la fuerza anti-dialéctica de lo cómico, su resistencia al orden, a cualquier orden. Se ríe en oposición, y en un mundo pacificado positivo-racional no habría porque reír, ni de qué. Se ríe desde el dolor y la imperfección. La risa del niño de Nietzsche no viene de lo cómico, viene de más allá del dolor. Lo cómico, en cambio, está más acá del dolor, es su parásito, vive de él, y se resiste, con optimismo secreto, al Optimismo Oficial, aumentando así la entropía de cualquier sistema. De aquí su secreta relación con la muerte: una risa inmensa acabaría con el mundo.