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El fundamento de las penas en la antigüedad 25 La Hoguera de las Vanidades
from Reflejos 101
Cultural
La Hoguera de
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Es posible que asociemos el tenor de la nota con una novela de autor americano, así llamada, que tuvo amplia difusión a fines de los años 80 del siglo XX. También existe filmografía que, inspirada en aquella obra literaria, fue tentada para utilizar el mismo título seductor. Sin embargo, su origen se remonta a los fines de la edad media y comienzos del renacimiento. Corría el año 1497 en la ciudad de Florencia. El martes de carnaval se había armado una hoguera de grandes dimensiones, donde los florentinos, imbuidos de los flamígeros y apocalípticos discursos de un fraile, arrojaron a las llamas los libros de Bocaccio, Petrarca, obras de arte invaluables, como las de Boticelli, vestidos lujosos, maquillajes, adornos, joyas, raros perfumes espejos y todo cuanto parecía pecaminoso. Semejante desatino se cometió en nombre de la pureza de la fe cristiana.
Fray Jerónimo Savonarola
Fue un dominico que predicaba el fin del mundo, por lo que instaba a la feligresía a arrepentirse de sus pecados, en especial de la lujuria, la codicia y el desenfreno. La creación humana por excelencia, que encarnaba tales abominaciones, era el arte. Despotricaba abiertamente contra la corrupción de la sociedad y de la clase dirigente, pero además, pretendía enmendar tales extravíos asumiendo la dirección de los asuntos públicos.
Lorenzo de Médicis
Si algo conocemos de “el magnífico” fue su condición de mecenas. Apoyó sin cortapisa a una
Cultural
las Vanidades

pléyade de artistas y pintores que, en el marco del renacimiento italiano, engrandecieron la ciudad de Florencia. Lorenzo fue no obstante un autócrata, como lo eran todos los jefes de estado de su época, pero su vocación por las bellas artes autoriza a tratarlo con lenidad y evaluarlo positivamente. Lo cierto es que Lorenzo invitó al fraile dominico a predicar y lo hizo prior del Convento de San Marcos.
A pesar de los virulentos sermones de Savonarola, contra los pecados de los hombres y los excesos de los gobernantes, Lorenzo sentía una profunda simpatía por el religioso, de modo que para nada obstaculizó los fogosos discursos del dominico contra los poderosos. Pero Lorenzo de Medicis estaba lejos de avizorar las luctuosas consecuencias que pronto habrían de desencadenarse.
Su muerte prematura en 1492 (año del descubrimiento de América, de la muerte de Piero della Francesca y del ascenso al solio pontificio del papa Borgia) llevó al gobierno de Florencia, a su hijo mayor: Pedro.
Según nos relata la historia, Pedro fue la imagen opuesta de su afamado progenitor. Era débil, inseguro, fatuo y altanero.
Por entonces, las tropas francesas, comandadas por el rey Carlos VIII, invadieron Italia. Encontrándose a las puertas de Florencia, Pedro, para congraciarse con el francés y asegurarse la continuidad de su gobierno, le ofrece varias ciudades y castillos. El pueblo florentino indignado por su actitud, lo exilia de la ciudad.
Esa fue la oportunidad que aprovechó Savonarola, para hacerse del gobierno de Florencia. A partir de entonces, sujetó al pueblo florentino bajo una rígida disciplina de sesgo teocrático y lo sometió a la estricta vigilancia de sus seguidores. En sus discursos tremendistas también apuntó al papa Alejandro VI, a quien acusó de todos los pecados.
Lo cierto es que cansado el papa Borgia de las diatribas constantes del fraile, amenazó con excomulgarlo. Savonarola replicó rápidamente, excomulgando al pontífice. Como sin duda, en el balance de fuerzas el fiel se inclinaba por la curia romana, Savonarola terminó rápidamente su aventura florentina, encarcelado.
Decretada su excomunión por Alejandro VI, fue condenado por hereje y cismático. Correspondía entonces ajusticiarlo por el fuego, extremo que tuvo lugar frente al Palazzo Vecchio, en la plaza de la “Signoria”. Una estela marca el sitio donde se llevó a cabo el martirio del fraile. Algunos historiadores señalan que previamente fue sometido a garrote vil y su cadáver arrojado a las llamas. Sus cenizas se volcaron en el Arno.
Mario Maggi