2 minute read

Diálogos en el ascensor

Next Article
Los Germanos

Los Germanos

Subir al sexto piso del edificio donde funciona la Asociación, era un imperativo cotidiano. Día tras día utilizaba el ascensor, generalmente en soledad, porque en el edificio había muy poco trasiego de visitantes. Nunca dejó de inquietarme el hecho de introducirme en un recinto hermético, que a poco de cerrar sus puertas, se transformaba en un estuche. Para aventar toda posible claustrofobia, una voz femenina, cuidadosamente modulada, daba la bienvenida. Así transcurrieron algunos años de incesante rutina. Ocasionalmente compartía con otro pasajero el breve trayecto. Luego del acotado saludo, la consigna tácita era la de eludir las miradas. Cada uno de nosotros escudriñaba con minuciosidad desde el techo hasta los rincones del ascensor. Nunca, claro está, debíamos mirar francamente al otro, apenas un cruce subrepticio con el ceño adusto. Lo cierto es que tales encuentros eran totalmente ocasionales. La mayoría de las veces, me transportaba en absoluta soledad y como el conejo de la galera, el elevador me hacía aparecer en el sexto piso. Tantas veces escuchaba la voz de bienvenida que pronto comencé, tímidamente, por expresar mi agradecimiento. Pero la repetición también hace su oficio, de modo que al poco tiempo comencé a responder con asiduidad . En más de una ocasión, cuando esporádicamente compartía el ascensor, tenía que refrenar mis impulsos de contestar. Pero a veces, como los perros de Pavlov, respondía inconscientemente al estímulo. Todavía, contando con algunos reflejos como para salvar la situación, miraba sonriente a mi compañero de viaje que me devolvía la humorada con un guiño de complicidad. Pero lo que tenía que acontecer, finalmente sucedió. Recuerdo que por aquellos tiempos subía al segundo piso del Colegio de Abogados, con motivo de participar en el Ateneo de Formación Profesional. El ascensor, mucho más confortable y moderno, permitía hasta cuatro o más ocupantes y debo decirlo, nunca me tocó transportarme en soledad. También como el otro, nos daba una bienvenida genérica, pero la voz femenina en este caso, era más seductora. Arduos esfuerzos de concentración me costaba abstenerme de corresponder al saludo, acaso para respetar las convenciones sociales o evitar el asombro de los circunstantes. Sin embargo, una vez, distraído por otras preocupaciones y apretujado por todos los transportados, nada más escuchar la bienvenida, que de viva voz agradecí, con todo comedimiento, la cordialidad del saludo. Como si lo hubieran ensayado previamente, todos los ocasionales viajeros me miraron con asombro, que pronto se transformó en condescendencia. Abrumado, no tuve mejor idea que tratar de explicar lo inexplicable. Aduje (supongo, con ironía) que, como era el único lugar donde era bien recibido, sentía imperiosamente el deber de retribuir. Pero entre los viajeros desconcertados, se encontraba una señorita muy amable y considerada. Nos conocíamos de vista, por otros ocasionales trayectos compartidos, donde sólo intercambiábamos los buenos días. “Pero Doctor, no diga eso- acotó con preocupación- su esposa seguramente debe recibirlo con alegría y además sus hijos también. Seguro que para ellos usted es una persona importante, cómo no va a ser bien recibido”. Por suerte el trayecto tocó a su fin. Como pude, me escabullí, pretendiendo invisibilizarme lo más rápidamente posible.

Advertisement

This article is from: