Quimera Revista de Literatura | Número 501 | Septiembre 2025
ColaboraN eN este Número: José Abad, Ademarista, Ateneo de Córdoba, Bel Carrasco, Ianire Doistua, Blanca Estela Domínguez, Alejandro Duque Amusco, Jonathan Alexander España Eraso, Arturo Espinosa Seguir, Silvio Fabrykant, Rodrigo Fernández, Noe Férnandez, José Ignacio Fernández Dougnac, Albert Ferrer Flamarich, Fundación BBVA, Moisés Galindo, Alberto García-Teresa, Paulo Gatica Cote, Jr. Korpa, Dionisio López, Mario Martín Gijón, Pablo Martínez Rosado, Sol Mussons, Lucas Nine, Cristina Oñoro, Chus Pato, Ana Pizarro, Jorge Quispe Correa Angulo, Paolo Remorini, Miquel Rof, José de María Romero Barea, Soledad Sánchez, Ángela Sayago Martínez, Ana María Shua, Eduardo Suárez FernándezMiranda, Juan Trejo, Sara Trejo.
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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Septiembre 2025
El final del verano se acerca y, aún con la resaca del número 500 latiendo en nuestras sienes, encaramos el otoño (la llegada del «tiempo de los graves estudios» en palabras del padre Feijóo) con un número refrescante, el 501, que se inaugura con una serie de entrevistas que, tras una destacada conversación con la microrrelatista Ana María Shua, abordan voces diversas del joven panorama literario actual: Juan Trejo, Pablo Martínez Rosado, Cristina Oñoro, Ianire Doistua y el ilustrador Lucas Nine, que ha trasladado al lenguaje gráfico la obra de Mariana Enriquez. En la sección de creación, incluimos el relato «Un arco de medio punto», de Soledad Sánchez, acompañado por microrrelatos inéditos de Jorge Quispe Correa Angulo y una selección de poemas de Ángela Sayago Martínez. El apartado ensayístico reúne cuatro textos que invitan a la reflexión crítica: José de María Romero Barea examina las claves identitarias en «Juan Bernier: escondites del ego»; Moisés Galindo plantea una lectura filosófica sobre los límites de la existencia en «Una aproximación al concepto de vida-muerte-supervivencia en Humberto Maturana y Jacques Derrida»; Sol Mussons propone una mirada comparada en «Gamoneda y Moga: muerte y claridad»; y Alejandro Duque Amusco cierra la sección con «Un disparo de poesía», una aproximación crítica al libro Ley de Fugas de Juan Lamillar. Como es habitual, completamos esta edición con nuestras secciones de reseñas, el cómic «La letra suicida», de Miquel Rof, y un conjunto de recomendaciones sobre novedades editoriales.
JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA
El salón de los espejos
Entrevista a Ana María Shua – 4
Entrevista a Juan Trejo – 7
Entrevista a Pablo Martínez Rosado – 11
Entrevista a Cristina Oñoro – 17
Entrevista a Ianire Doistua – 21
Entrevista a Lucas Nine – 25
La vida breve
Soledad Sánchez. Un arco de medio punto – 30
Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de Jorge Quispe Correa Angulo – 37
El castillo de Barba Azul
Poemas inéditos de Ángela Sayago Martínez – 38
Einstein on the Beach
José de María Romero Barea. Juan Bernier: escondites del ego – 40 Moisés Galindo. Una aproximación al concepto de vida-muerte-supervivencia en Humberto Maturana y Jacques Derrida – 43
Sol Mussons. Gamoneda y Moga: muerte y claridad – 47
Alejandro Duque Amusco. Un disparo de poesía – 51
El ambigú
Paolo Remorini: Estigia, de Ángel Olgoso – 53
Bel Carrasco: Venecos, de Rodrigo Blanco Calderón – 54
Paulo Gatica Cote:
Área metropolitana, de Tirso Priscilo Vallecillos – 55
Albert Ferrer Flamarich:
Maria Callas, el adiós a la diva, de Fernando Fraga – 56
José Abad: Un viaje por el cine fantástico y de terror Vol. 1 y 2, de Lluís Vilanova (coord.) – 57
José de María Romero Barea: El espejo de lo maravilloso, de Pierre Mabille – 58
José Ignacio Fernández Dougnac: La era espacial. Aforismos y fragmentos (2000-2025), de Juan Varo Zafra – 59
Alberto García-Teresa: La mano en el fuego. Poesía íntegra, de Juan Antonio Bermúdez – 60
Blanca Estela Domínguez:
Conjunción de las aguas, de Goya Gutiérrez– 61
Chus Pato:
Vigilia: conjeturas sobre la ilusión, de María Beleña – 62
Dionisio López: Lecturas a poniente, de Álvaro Valverde – 63
En un juego de espejos entre su historia personal y su formación literaria, la escritora argentina Ana María Shua, la reina del microrrelato cuya obra ha revolucionado el género de la minificción, construye una genealogía propia que nace de su ser lectora. Sus raíces están en la memoria de páginas olvidadas que siguen constituyéndola, demostrando que el escritor nace de un universo de lecturas. Ana María Shua se sitúa en el umbral entre el decir y el silencio, en una frontera que no divide, sino que conecta. En su invención, la escritura traza el rastro de lo inasible, convirtiendo la literatura breve en una experiencia límite. El lenguaje, en sus manos, oscila entre la presencia y la ausencia, desdibujando el sentido narrativo en un juego que desafía al lector a encontrar significado en los márgenes del silencio. Los microrrelatos de Ana María Shua dimensionan un acto creativo que apunta a sugerir lo que reposa más allá de las palabras, ese espacio en el que las cosas apenas comienzan a revelarse, como sombras que emergen en la penumbra. En cada historia, Shua explora las noches de la escritura, habitadas por lo imaginado y sus lenguas. Para Shua, la ficción es más que un relato; es un acto de fundación ontológica. Como en el mito, sus textos reconfiguran el interior de la cotidianidad, sosteniendo el ser en su fragilidad y, al mismo tiempo, insinuando su disolución. La voz en su obra proyecta la luz de la fantasía que llueve sobre nosotros. En esta entrevista, nos sumergimos en las iluminaciones de su literatura, donde la ficción funda y narra mundos.
para ti, ¿qué aromas y tonalidades definen el mapa de tu patria personal?
Fui a una escuela pública de un barrio de Buenos Aires. En esa época era inconcebible que las alumnas o las maestras usáramos pantalones. La escuela no tenía calefacción. Todo el calor provenía de una estufita a kerosén que la maestra se dejaba sobre la tarima, muy cerca de su escritorio, para calentarse las piernas. Todos los inviernos de mi infancia tuvieron olor a kerosén. El delantal blanco era obligatorio, pero la exigencia de blancura absoluta llegaba al delirio en las fiestas patrias. Teníamos que estar en el patio, al aire libre, paradas durante un par de horas en las gradas (era una escuela de mujeres). Usábamos guantes blancos, zapatos blancos, y unos artilugios que nos rodeaban el cuello y entraban en el delantal para asegurar que no quedara a la vista ni la más pequeña franja de color de la ropa. Como estaba prohibido usar abrigo sobre el delantal (los tapados tenían peligrosísimos colores), las madres nos embutían la mayor cantidad posible de prendas de lana por debajo. Pero también estaban los olores y los colores del verano, adonde me llevan otra vez, cada año, la carne fragante de los duraznos, el color sin nombre de la arena.
en Cartas a un Joven poeta, rilke propone que la infancia es la patria originaria, un lugar del que jamás partimos del todo y al que no podemos volver. la patria es un exilio interno, una geografía emocional que nos acompaña. los olores y colores de la infancia funcionan como signos, fragmentos del tiempo detenido que nos devuelven a la trama de lo que fuimos.
al llegar a este punto, pienso que quien se dedica a escribir literatura infantil comprende que se trata de un viaje que nos devuelve a lo humano. me refiero a un texto tuyo, literatura infantil: de dónde viene y a dónde va. No quiero detenerme en los aspectos pedagógicos o didácticos que propones. más bien, me interesa volver a una patria que ya no existe, a ese territorio perdido que, paradójicamente, es el que mejor revela nuestra fragilidad. en esa sintonía, ¿qué pasa cuando la literatura infantil se convierte en un puente entre la infancia y la literatura misma?
La necesidad de retener la infancia hasta la muerte puede ser un deseo más o menos satisfecho para toda la humanidad, pero es una necesidad intrínseca para los que ejercemos este oficio que pretende ser arte. Si no logramos sostener algo de esa mirada de asombro previa al lenguaje, naturalizamos lo que es humano, dejamos de entender, dejamos de sentir. Creo que la mejor respuesta a tu pregunta es una parte del microrrelato que introduce mi libro Botánica del caos:
La tierra es informe y está desnuda pero no vacía. No vemos su desnudez porque nos ciega piadosamente la palabra. Antes y por detrás de la palabra, es el caos. El lenguaje nos consuela con la falsa, platónica certeza de una Mesa que representa todas las mesas, un concepto de Hombre que antecede a los múltiples hombres. En la realidad multiforme y heteróclita solo hay ocurrencias, la babélica memoria de Funes. Cuando un niño dibuja por primera vez una casa que nunca vio pero que significa todas las casas, ha conseguido escapar a la verdad, se ha tapado los ojos para siempre con las convenciones de su cultura y sale del caos, que es también el Paraíso, para entrar al mundo creado.
en su ensayo Ideología y ficción, ricardo piglia nos recuerda que en borges se observa un juego de espejos: su escritura emerge en la intersección de dos genealogías. por un lado, el linaje familiar —donde figuras como su madre y su abue-
lo se transforman en los pilares de su imaginario narrativo—, y por el otro, un linaje literario, el universo de libros y autores que tejen su proceso de «autoformación». al respecto, ¿cómo se configura tu propia genealogía literaria? ¿de qué manera tus raíces familiares dialogan con tu relación con la tradición literaria que te ha formado y, a su vez, definido como escritora?
No recuerdo casi nada de la mayor parte de los libros que leí y, sin embargo, cada una de sus olvidadas páginas me constituyen. No hay un libro, ni cinco libros, ni diez libros que podrían haber cambiado mi destino si no los hubiera leído. Y al revés, se podría quitar de mi historia uno, cinco o diez libros, o incluso autores, sin que eso modificara mi historia. Ningún escritor nace de un libro. Nacemos de una biblioteca. Nunca me pregunté por mi linaje literario. Tampoco encuentro una relación entre mi genealogía literaria y familiar. Soy nieta de inmigrantes pobres, que leían poco y trabajaban mucho. En la biblioteca de mis padres había muchos libros del secundario encuadernados, muchos libros de la universidad: tristes historias de molares cariados en el caso de mamá, que estudió odontología y después psicología; conmovedores consejos para la cría de conejos en el caso de papá, que estudió agronomía, amó la botánica y se dedicó a la fabricación de cables.
también me parece importante pensar en los escenarios de tu literatura, no solo desde tu papel de madre sino también desde tu papel de abuela, porque yo creo que, y de nuevo evoco a ricardo piglia, un narrador, como una madre y como una abuela, debe ser detallista, minucioso e incapaz de condenar lo que hacen los otros, es decir, los personajes de su historia. entonces, ¿cómo tu historia familiar actual moldea la forma de tu propia vida y también la forma de tu literatura por venir?
Un narrador debe ser detallista y minucioso en ciertos momentos de su narración y sobrevolar minucias y detalles en otros. De eso (entre otras cuestiones) se trata el arte de narrar. Debe incluir esa minúscula observación que dará verosimilitud a su personaje y omitir la información sobre la familia, la forma de vestir o las motivaciones de otros. Pero sí creo que la literatura es mejor si no hay condena, tal vez por eso nunca pude escribir sobre la represión de la dictadura en mi país. Lo están haciendo mejor, hoy, escritores que no vivieron esa época. Mi historia familiar actual moldea, por supuesto, mi vida. Soy una abuela muy presente, como fui una madre muy activa. Pero eso es parte de mi personalidad, que las circunstancias, a esta altura, cambian poco. Un autor siempre trata de escribir el libro que le gustaría leer. Cuando escribo para chicos, trato de escribir eso que me hubiera gustado leer a esa edad. Cuando escribo para adultos, trato de llegar a ese libro que podría darme felicidad como lectora. Nunca lo consigo del todo y siempre vale la pena intentarlo.
en el prólogo a tu libro Contra el tiempo, samantha schweblin te recuerda escribiendo garabatos a los tres años, convencida de que tus palabras tenían un sentido claro, aunque nadie más pudiera entenderlo. esa certeza in-
terior, ese impulso de escribir sin lector, fue el germen. el teatro y la poesía te dieron luego el espacio para descubrir que la palabra transforma y narra lo invisible. el verdadero acto literario, comprendiste, es ese cruce entre lo que queremos decir y lo que las palabras realmente logran capturar: una tensión entre lo vivido y lo escrito. ¿Cómo fue que el teatro y la poesía, con sus intensidades, te hicieron ver que las experiencias humanas podían ser narradas a través de las palabras?
Muchas gracias por traer a la memoria esos recuerdos, por evocar el viaje de mi espíritu narrativo a través de la infancia. Debo decirte que ni el teatro ni la poesía fueron mis fuentes de acercamiento a la narrativa. Amé la narrativa desde siempre. Lo que más me gustaba en el mundo, lo que más me gusta hoy, es que me cuenten historias bien contadas, inesperadas, sorprendentes, originales, con ese trabajo del lenguaje que solo el aliento poético permite alcanzar. Hoy ya no leo teatro ni poesía, solo leo narrativa, pero en su momento el placer de la poesía me llevó a depurar mi lenguaje, me sirvió para encontrar el ritmo y la sonoridad de mi voz propia, para intentar que cada texto sea único y necesario. No todas las cosas humanas pueden narrarse. Si fuera posible narrarlo todo, no existiría la literatura, que es el arte de acercase con la palabra a lo indecible, a lo que no hay palabras para expresar.
las narrativas convencionales suelen someter la estructura a la intriga, y ésta, a su vez, a la ficción; una dinámica que nos lleva a pensar en la historia y el mito, que se entrelazan. ahora bien, si la retórica modela la historia y la historia se subordina al mito, ¿hacia qué impulso primigenio crees que se orienta el microrrelato?
La poesía usa la palabra para cruzar el cerco que separa el mundo creado, el mundo humano, de esa asombrosa realidad previa a la palabra que olvidamos al abandonar la infancia: se clava en la corteza de palabras abriendo heridas que permiten entrever el caos como un magma rojizo. En esas grietas, en ese magma, hunden sus raíces los microrrelatos, estas brevísimas narraciones, estos ejemplares raros. Pero su tallo, sus hojas, crecen en este mundo, que es también el Otro.
Juan Trejo (Barcelona, 1970) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Escritor, traductor y profesor, fue miembro del consejo de redacción de la revista Lateral y codirector de Quimera. Tiene publicadas varias novelas: El fin de la Guerra Fría (La otra orilla, 2008) y La máquina del porvenir (2014), X Premio Tusquets de novela 2014; La otra parte del mundo (2017); La barrera del sonido (2019), y la última, Nela 1979 (2024), todas ellas con Tusquets Editores.
«la memoria es más omisión que recuerdo», dice eduardo ruiz sosa en su anatomía de la memoria. ¿Cuáles han sido las dificultades para recomponer la historia de Nela?
Cuando yo inicié este proyecto disponía de muy poca información sobre mi hermana Nela. Debido a la ley de silencio que se impuso en la casa familiar desde su muerte, poco a poco se había ido borrando su recuerdo hasta no quedar apenas más que unas pocas anécdotas, algunos detalles más bien marginales e impresiones fijadas por el paso del tiempo. Como durante décadas no contrastamos dichos recuerdos, además, quedaron solidificados en la mente de cada uno sin atender siquiera a cuestiones cronológicas. Es decir, mi hermana Carmen y mi hermano Paco, bastante mayores que yo, a pesar de haber vivido de manera más consciente aquellos años, desde que Nela se fue de casa hasta su muerte, en 1979, apenas pudieron ofrecerme datos precisos; unos datos que tenían que ser la base desde la que empezar esta reconstrucción. Así pues, antes de adoptar narrativamente hablando el punto de vista de Nela, tuve que reconstruir un contexto histórico, un lugar y una época, para que sus vivencias tuvieran un sentido y una repercusión que la memoria no podía en ese momento aportar. Esa primera fase de la escritura fue muy frustrante, porque por mucho que buscaba no lograba encontrar testimonios directos que hubiesen conocido a mi hermana.
¿por qué esa voz limpia, sencilla y sin artificios?
La narración de esta historia nació motivada por la necesidad, pero incluso cuando no era más que una idea en mi cabeza, tuve muy claro que en ningún momento podía traicionar el profundo respeto que sentía por mi hermana Nela. Supe desde el principio que no quería valerme de su vida y sus circunstancias para contar algo «interesante» o «potente», sino que mi intención era aportar algo de dignidad a su existencia, encontrar algo de luz en lo que, a pesar de lo que indicaba lo poco que recordábamos todos, tenía que ser también una historia de esperanza, de ilusión y de alegría. No podía, por lo que he dicho antes, ni quería escribir una crónica o un testimonio al estilo de Emmanuel Carrère o Delphine de Vigan, en el que el narrador apareciese en primerísimo plano o el estilo llamase tanto la atención que pudiese desplazar el foco de interés. Mi ambición, curiosamente, era mucho mayor: quería que diese la impresión de que la historia, de algún modo, se contaba sola, para que el personaje de Nela brillase con la intensidad que esta historia requería.
«tu hermana murió hace cuarenta años. ¿para qué vas a desenterrarla ahora? está bien dónde está. tú encárgate de cuidar de los tuyos, de tu mujer y de tus hijos. deja a tu hermana tranquila.» ¿qué miedo tienen los que quieren que no se conozca el pasado?
En uno de los capítulos del libro he intentado responder a esa pregunta. Yo creo que ese miedo fue, en nuestro caso, o mejor dicho en el caso de mi madre, una mezcla de dolor, de profunda tristeza, con un inevitable sentimiento de culpa. No quiero decir con esto que mi madre o mi padre se sintiesen explícitamente culpables, pero cuando una hija muere a una edad muy temprana debido a ciertas nefastas elecciones que llevó a cabo, sin que sus padres fuesen en ningún momento conscientes de su situación, resulta inevitable que esos padres sientan que, a pesar de haberse esforzado, a pesar de haber hecho todo lo que creían que tenían que hacer, sientan que podrían haber hecho algo más, que tal vez podrían haberla ayudado o incluso salvado y evitado su muerte. Por otra parte, estoy convencido, porque conocía a mi madre, que si bien mostró ese inicial rechazo a que yo escribiese esta historia, habría acabado ayudándome en todo lo posible, porque habría entendido, como creo que queda reflejado en el libro, que no era mi intención juzgarla a ella o a mi padre, sino, como he dicho, aportar algo de dignidad a la historia de mi hermana Nela.
«Solo voy a poder hablar de mi hermana y de la época que le tocó vivir a través de la ausencia. A partir de las sombras».
das a conocer alguna de las lecturas de Nela: la familia de pascual duarte, lolita y Hojas de hierba. de alguna manera, todas ellas guardan relación con la historia de tu hermana. en la novela citas más libros, pero ¿qué otras tres obras podrían haber formado parte de la historia de tu hermana?
Hay otros tres autores que sé que ella leyó con mucho interés y que, de algún modo, debieron de conformar
su todavía insegura y tentativa visión del mundo. Lecturas, como se entenderá, muy propias de aquellos años y muy populares entre los jóvenes más inquietos y buscadores. Sé, por ejemplo, que leyó al menos uno de los libros de Lobsang Rampa, el sospechoso escritor inglés, siempre de temática religiosa; lo sé porque mi hermano Paco me dijo que se lo recomendó. Sé también que leyó a Herman Hesse, también muy de moda entonces, aunque hoy prácticamente olvidado. Mis hermanos me hablaron de El lobo estepario, un libro sobre los primeros pasos de lo que podría ser entendido como un camino espiritual. Y también leyó a Carlos Castaneda. Mi hermana Carmen leyó, por indicación de Nela, Las enseñanzas de Don Juan. Libros que, como se ve, denotan un interés, digamos esotérico, muy en consonancia con una parte de la contracultura barcelonesa.
en Hojas de hierba, en la página anterior a la portadilla, Nela escribe ese «tal vez porque sí», título de la última parte de las tres en que se divide la novela. en uno de los primeros versos del poemario de Whitman leemos: «¿y escribiría alguno así mi vida cuando yo haya muerto? / Como si, en realidad, alguno supiera algo de mi vida». ¿Casualidad, premonición, o un estímulo más para escribir la historia de tu hermana?
En este caso concreto, remitiendo a Walt Whitman, yo creo que mi hermana Nela buscaba en él otra cosa, una visión del mundo o un estar en el mundo desde una posición propia. Creo que lo que le ayudó a conseguir Whitman fue afianzar su criterio, a eso es a lo que adjudico esa misteriosa frase que escribió en la primera página del volumen de su poesía completa. Pero ampliando la perspectiva, son muchísimas las casuali-
dades, si se quiere, o las coincidencias o la serendipia que ha rodeado no solo la escritura de este libro, sino su fase de edición y lo que ha ocurrido también una vez publicado. Yo creo que mi hermana Nela tenía visión y, sobre todo, capacidad y estilo para haber sido escritora. Creo , si ella hubiese tenido más tiempo para desarrollar una vida, seguramente habría dedicado una parte de la misma a escribir o a algún otro ámbito relacionado con la creación. El hecho de que muriese joven, de que se impusiese el silencio en la familia, por otra parte, creo que fue uno de los motores de que yo sí pudiese dedicarme a esto.
Hablando de casualidad, ¿qué importancia adquieren las fotografías de Nela en la novela? En todo proceso de reconstrucción memorística, y siempre que sea posible hablar de ellas, las fotografías tienen un peso fundamental. Las fotografías fijan el tiempo, lo petrifican y, al hacerlo, parecen apropiarse de algo esencial. No voy a ponerme estupendo ahora y a convocar a Walter Benjamin o Susan Sontag, pero mucho de lo ellos que dijeron sobre la fotografía tiene que ver con ese proceso. Además, las instantáneas de mi hermana eran casi tan escasas como los recuerdos personales que teníamos de ella. A mí me sirvieron mucho para reconstruir una figura, casi para animarla en mi cabeza y darle movimiento, como uno de esos programas de inteligencia artificial. Desde el primer momento, por ejemplo, supe que quería que la fotografía de portada fuera la que finalmente utilizamos; una fotografía muy pequeña que también ha sido mejorada. Es ahora, meses después de la publicación del libro, cuando dispongo de más fotografías de Nela, pues han sido varios los amigos de mi hermana de aquella época que, al saber del libro, se pusieron en contacto conmigo y me pasaron cartas y fotografías de ella. Un acto de generosidad que nunca voy a poder corresponder.
«aquella época estuvo marcada por un exceso de inocencia y un exceso de transgresión.»
Nela 1979 habla de emigración, de soledad, de sentimiento de culpa.
Lo que dices del exceso de inocencia y el exceso de transgresión es algo que me comentó Pep Bernades en relación con aquellos años y que me parece la síntesis perfecta para definir a los que creyeron en la contracultura. En la Barcelona de mediados de los años setenta se dio un cóctel de circunstancias que ayudó al establecimiento de esa suerte de corriente, nacida del
jipismo pero macerada en el ámbito urbano, en la que se gozó de una extrañísima libertad antes incluso de la muerte de Franco. Una ciudad con muchas capas, pero donde los jóvenes más inquietos tenían la oportunidad de encontrarse en ciertos lugares con sus iguales, jóvenes llegados de barrios altos pero también del ámbito de la inmigración, como mi hermana. Un movimiento, el de la contracultura, que duró muy poco, que murió de golpe, casi al mismo tiempo que llegaba a España la democracia representativa y con ella el régimen de partidos. La soledad, o el desamparo, o la decepción, si se prefiere, llegó después y con ella, en buena medida, la irrupción de la heroína y el sentimiento de culpa de los que vieron como morían sus seres queridos sin saber siquiera por qué habían caído en eso.
Nela era una joven fuerte: no tenía miedo en una sociedad encorsetada que huía de los grises tras años de oscuridad; pero, al llegar a génova, «Nela notó una extraña punzada en el estómago». ¿es la constatación del miedo uno de los puntos de giro de la novela?
Sí, pero de un miedo muy particular. El miedo a comprobar que ciertos sueños no iban a transformarse en realidad. Los jóvenes que creyeron en la cultura, ingenuos y transgresores al mismo tiempo, soñaban con un mundo diferente, no solo con un cambio de régimen político. Soñaban con que cambiasen las relaciones familiares, las relaciones de pareja, la relación con el dinero y lo material, las relaciones de poder entre hombres y mujeres… Sin embargo, con lo que se toparon bien pronto fue con que iban a cambiar los collares, pero no los perros. Habían apostado fuerte por un modo de vida alternativo y, de repente, veían truncado su futuro y también la aceptación que, socialmente, habían recibido. Quedaron fuera de juego y una buena cantidad de esos jóvenes no supieron adaptarse a las nuevas circunstancias. De ahí también que cambiase el sentido del consumo de las drogas. De lo comunitario y lo expansivo, como habían sido el hachís o los ácidos, se pasó a una droga refugio, que aislaba del mundo y ensimismaba, por decirlo de un modo amable; a la heroína, me refiero.
«la heroína es una droga que no solo facilita el olvido, sino que favorece la resignación, la aceptación de lo supuestamente irresoluble.» ¿es el olvido la heroína de este país?
En la historia reciente de este país hemos tenido que olvidar muchas cosas para poder seguir adelante
sin matarnos unos a otros; o tal vez sin inmolarnos. Hubo que olvidar qué sucedió durante la guerra civil y también inmediatamente después. Y una vez muerto Franco, hubo que olvidar que habíamos vivido cuarenta años de dictadura y que los promotores del cambio a la democracia provenían, al menos en un cincuenta por ciento, del franquismo sistémico. De no haber olvidado el pasado reciente, tal vez nadie, o muy pocos, habrían aceptado la versión oficial sobre la Transición y su carácter modélico. Por otra parte, este país ha sido propenso al consumo de drogas, pero la elección de una u otra ha tenido mucho que ver con la época. Yo diría que no es tan extraño como puede parecer que los años ochenta fueran los de la heroína, en cierto sentido por lo que acabo de comentar. Pero al llegar los noventa, cuando España parecía ya montada en una especie de tren de alta velocidad, la droga de consumo masivo también cambió: pasamos a la cocaína, la droga de la euforia, de la hiperactividad y de la eficiencia. Ahora, me temo, las drogas son otras, más peligrosas y masivas incluso, pero aceptadas y prácticamente invisibles.
ahora que has descubierto el sentido que tenía contar la historia de tu hermana, ¿hacia dónde tienes pensado dirigirte? ¿qué quieres buscar?
Siempre tengo dos o tres proyectos en la cabeza, siempre ando tomando notas y planificando. Pero, de momento, estoy dedicando mis energías a asimilar todo lo que ha ocurrido con el libro, que es mucho. Desde que se publicó, no he dejado de recibir mensajes de lectores y lectoras de toda España (también incluso alguno de fuera) para darme las gracias por haber escrito esa historia o para compartir recuerdos personales relacionados con esa época o con la heroína o, sobre todo, con el sentido de pérdida. He recibido decenas de ellos. Por otra parte, han contactado conmigo nueve antiguos amigos de mi hermana Nela, afincados en los más variopintos lugares. Varios de ellos ni siquiera tenían la certeza de que mi hermana hubiese muerto, pero curiosamente conservaban recuerdos de ella, a pesar de no haber vuelto a saber de ella desde hacía más de cuatro décadas: cartas, fotografías o dibujos que, con una generosidad desarmante, han querido compartir conmigo. La oleada de emoción que he recibido debido a la publicación de Nela 1979 todavía no parece haberse apagado y, la verdad, siento la responsabilidad de hacerme cargo también de todo eso.
Nacido en Málaga y residente en el muy literario pueblo de Duino, Pablo Martínez Rosado (1978) es autor de una obra narrativa corta, de apenas dos títulos. Son trabajos que sorprenden por tratarse de ficciones de difícil clasificación, situadas en el extranjero (Belgrado o la India) y, al tiempo, alejadas de cualquier exotismo, donde se aprecia un gusto por la literatura entendida como juego y descubrimiento. Hablamos con él con motivo de la aparición de la segunda edición de su libro de relatos Savamala o la eternidad (Polibea).
tu primera novela, Vahana (el toro Celeste, 2017) se sitúa en la India, donde residiste durante dos etapas que, según parece, para ti fueron muy significativas. me llama la atención que un país tan enorme y fascinante como la India, pero tan poco presente en las letras españolas, haya despertado el interés de tres escritores malagueños (de nacimiento o adopción), como Chantal maillard, Jesús aguado y tú. sé que los conoces y admiras, pero tu novela es muy distinta al acercamiento de ellos, pues tú lo que consigues es ponernos en la mirada de personajes nativos con trasfondos muy distintos (rené, que nunca ha salido de la India; eleanor, que ha vivido en parís y londres) pero también del extranjero en la India, con la británica lila. ¿podrías explicarnos algo de la génesis de esta novela? y, dado que publicaste Vahana con casi cuarenta años, ¿hay una prehistoria inédita del escritor pablo martínez rosado o es la escritura en ti una vocación tardía?
El deseo, la pulsión narrativa es algo que me ha acompañado desde pequeño. Me recuerdo contando historias y, a veces, escribiéndolas o dibujándolas. A partir de ahí, la obra no visible, por hacer la broma borgiana, fue construyéndome, sobre todo desde el final de la adolescencia. Parte de ella era —y es— una obra borrosa: aparecieron cosas en fanzines y —literalmente— colgadas de unas curiosas cuerdas de la ropa con las que unos amigos y mi alter ego intentaron llevar nuestras palabras a las calles de mi ciudad. Ya entonces nos preocupábamos por la vivencia en las aceras y plazas, por el discurrir urbano y público, que es algo que creo que sigue presente en mi escritura publicada. Escribí textos para un proyecto de spoken word: un grupo de palabras efímeras y cierto rock and roll, divertido y algo de andar por casa, con el que salí de mí mismo y comprendí qué es eso de estar
en una banda fantasma sin tener, en mi caso, ningún talento musical. La otra parte de esa obra, cuentos y esbozos de otras prosas, también me conforma, pero se quedó en discos duros y cuadernos.
En la Málaga de entre siglos teníamos la inmensa fortuna de que las obras de Chantal Maillard y Jesús Aguado se hicieran cuerpo y conversaran. Ambas abren caminos y se preguntan por el otro, nos descubren y se escabullen. Uno, ingenuamente, cree comprenderlas, porque nos estimulan. Vahana es el fruto de una juventud lectora y extranjera. Había dejado Málaga y me había instalado en Londres, primero, y en una pequeña ciudad del sur de la India, después. La novela parte de la fascinación por un edificio —un rascacielos acristalado y vacío, aparentemente inaccesible— cuya presencia nos hace imaginar y especular sobre su interior y sobre su relación con quienes lo rodean. Sospecho que nuestras vidas quedan atravesadas por nuestras arquitecturas, y siento que esta es una sospecha recurrente en lo que escribo. El motivo del edificio se convierte en la novela en un vehículo —vahana en sánscrito— para la imaginación y para el desvío: para ser otros. En la India sentí una suerte de corriente fabuladora con cada nuevo encuentro personal, cuando narración e improvisación se entrelazan en gestos y decisiones: un mundo en el que siempre se escribe. Así, me pareció natural dejarme llevar por esos otros que tratan de construirse en un espacio tan lleno de desafíos y de estímulos. Escribir la novela fue intentar ser esos otros y escucharnos frente al espejo. En ella, Lila y René se (nos) cuentan. Terminé un primer boceto en 2009 y a partir de ahí la dejé descansar, y entre correcciones me dio tiempo a pasar otros tres años no lejos de Pune, en el Estado indio de Maharastra. Después, la novela se tomó su tiempo en encontrar editorial.
tu segundo libro, savamala o la eternidad, publicado por polibea en 2023 y que acaba
de tener una segunda edición, con prólogo de José antonio garriga Vela, está formado por siete relatos, todos ellos situados en belgrado. Cada uno de ellos parte de una de las viviendas evocadas por milorad pavić en su obra siete pecados capitales. sus personajes viven vidas enigmáticas, paralelas a los grandes conflictos, que sin embargo se reflejan, de ese modo indirecto, con mayor potencia. Vives desde hace muchos años en duino, ciudad italiana pero muy cercana a eslovenia y con mucha relación con los países de la antigua yugoslavia. No sé si podrías contar un poco cómo surge este libro y qué recepción está teniendo. me consta, por ejemplo, que lo presentaste en la propia belgrado. Trasladarme a Duino, un lugar tan marcado por la literatura, me acercó a un territorio que siempre me había interesado. A mis ojos, la antigua Yugoslavia tenía un carácter casi mítico durante mi infancia, ya fuera por la sonoridad de sus nombres y topónimos, como por las imágenes que nos llegaban de su cultura popular y de sus éxitos deportivos. Su desmembramiento coincidió con el inicio de mi adolescencia, y con sus noticias vivimos una violencia terriblemente familiar: la televisión nos enseñó que también nuestras paredes pueden ser demasiado frágiles. Cuando llegué a este rincón del Adriático hice amistades que habían nacido en un país que ya no existía, durante el mismo año en que yo lo había hecho, con quienes, si bien no compartía una guerra, sí que descubrimos que habíamos sido atravesados por un mismo proceso cultural: la liberalización de los medios de comunicación en los noventa. A veces teníamos referentes comunes concretos —la música anglosajona— o estructurales —la aparición de multitud de canales de televisión privados—.
Así, durante mis primeras vacaciones me decidí a viajar por la zona. Y antes de llegar a Belgrado recordé
Siete pecados capitales, de Milorad Pavić, que había leído unos años antes, y el hecho de que cada uno de sus cuentos partiera de una vivienda distinta de la ciudad. Me propuse un juego algo mitómano: visitar cada una de aquellas casas, siguiendo las direcciones indicadas en el propio libro. Frente a la primera de ellas, el juego se ensanchó: me encontré haciéndole fotos a una fachada mientras otros ojos más jóvenes repetían ese gesto, y tales ojos me contaron, ya con palabras en inglés, la historia y el presente del barrio en el que me encontraba, Savamala. Aquellos jóvenes eran arquitectos, y buscaban la preservación cultural del barrio con distintos proyectos de resistencia a la gentrificación. Fue entonces cuando surgió la primera semilla de este libro: una posible exposición con fotografías hechas por aquel grupo activista, y acompañadas de unas líneas de mi cosecha. Nunca recibí sus fotografías, pero poco a poco comencé a plantearme un nuevo proyecto de escritura. Concebí unas primeras líneas exploratorias: los cuentos debían partir de las casas mencionadas por Pavić, y, al tiempo, permanecer distantes a las tramas y personajes de sus relatos; cada historia debía mantener su singularidad, apuntar a un lugar distinto, pese a pertenecer a un mismo mundo —a un mismo barrio—; y entre ellas, además, se advertiría un hilo, una cierta solidaridad. El barrio de Savamala me ofrecía un microcosmos a partir del cual imaginar, y así, poco a poco, sus personajes comenzaron a tomar cuerpo y palabra, hasta llegar a los cuentos que hoy completan sus lectores. Siento que son personajes inconformistas, aunque, tal vez, también vulnerables: atisban maneras de estar. Tuve la suerte de encontrarme con Juan José Martín Ramos —mi editor en Polibea—, que apostó desde el inicio por estas historias, y con unos lectores que apoyaron su primera edición, y es así como podemos contar con la visión lúdica de la literatura de José Antonio Garriga Vela en el prólogo de esta segunda, además de con un epílogo
—casi un octavo cuento— y las fotografías de cada una de las viviendas, a cargo del misterioso PMR. Gracias a uno de esos lectores, el balcanólogo y traductor del serbocroata al español Miguel Roán, pudimos también compartirlo en Belgrado. Eso sí, todavía en español.
la verdad es que tu escritura, en estos dos libros que son, hasta ahora, los únicos que has publicado, no me recuerda a la de ningún otro autor español. en cada uno de los relatos nos sumerges, sin preámbulos, en las preocupaciones y sueños de personajes muy distintos. No sé si podrías hablarnos de algunas lecturas, de cualquier literatura (supongo que también literaturas extranjeras, como la italiana, habrán tenido un peso en tu trayectoria) que creas que han contribuido a formar tu estilo. No sé hasta qué punto pueden resultar singulares mis textos; siento que me mueve un entendimiento de la escritura como una forma de conocimiento, y que, proyecto a proyecto, voy descubriendo caminos. Me interesan las obras que confían en los lectores, así como mi escritura puede confiar en una mirada distraída, creativa, hacia nosotros mismos y a cuanto nos rodea. En Savamala o la eternidad aposté por alejarme de cualquier realismo mimético, por leer el barrio, cuando menos, de un modo oblicuo. El barrio de papel que componen sus cuentos me daba la oportunidad de ensanchar aquello que tenemos por realidad, de explorar y explorarnos. Sus habitantes cuestionan sus convicciones, su propia identidad, sus deseos. A veces, hasta se cruzan en distintos cuentos, multiplicando lecturas.
Uno es lector antes que escritor y, de algún modo, también la consecuencia de sus lecturas. Como tal, algunos autores se vuelven referentes, por supuesto, y con suerte, quizá algo de ellos se filtre en cada propuesta. Por ahí, sospecho, lo ideal sería partir desde ellos y no emularlos sin cuestionamiento. Para mí ha sido central la lectura intensiva de Kafka, como también las propuestas de Beckett —a quien llegué desde Auster— o las miradas de McCullers o Tsvietáieva. Cortázar y Borges cambiaron mi manera de leer; los cuentos de
Bruno Schulz, tan plásticos, me acompañan allá donde vivo. Pero los impactos también han llegado de otros muchos lugares: de la lectura inquieta de literaturas orientales y eslavas y de la de las obras de Rulfo y Paz; de la clarividencia de Camus; del cine de Antonioni y el arte del novecento italiano, o de mis incursiones en textos filosóficos, por citar solo algunos ejemplos.
te criaste en málaga y, después de algunos años en gran bretaña y la India, llevas mucho tiempo viviendo en duino, en el litoral adriático de Italia. sin embargo, has ambientado tus libros en la India y serbia. No sé si hay para ti alguna dificultad en escribir sobre lo más conocido y necesitas ese elemento de extrañamiento de los lugares nuevos, o si has escrito también, aunque no se haya editado, sobre esas dos ciudades mediterráneas que enmarcan tu biografía.
Sí, hay una relación ahí entre la vivencia y la escritura que, por momentos, a mí mismo me resulta misteriosa. Quizá, de la misma manera en la que como lector disfruto esas obras cuya comprensión total resulta inaccesible —y tal vez indeseable—, como autor necesite detectar huecos, potencialidades, en los espacios que frecuento para volverlos ficción, de ahí la ambientación de mis textos. Es un fenómeno que relaciono con lo que Vicente Luis Mora ha llamado, creo, el escritor desajustado geográficamente: aquel que, por circunstancias, habita un espacio en el que debe aprender a encontrarse, en el que la carencia se vuelve posibilidad creadora. En cualquier caso, la perspectiva de quien escribe, si bien importa, también puede desplazarse, y encontrar el asombro en lo familiar. Hace un par de años tuve la oportunidad de emplazar un relato en mi ciudad, como consecuencia de una colaboración con el volumen Derivas, que reunió a decenas de autores locales en una suerte de revisión de miradas sobre el presente urbanístico de Málaga. Intenté ser otro, cambiar mi estilo. Me sirvió, al menos, para conjurar algún fantasma. También observo una tensión en mi atracción por lo ajeno como punto de partida. No me interesa lo ajeno como lo exótico, lo exuberante, aquello que nos abruma:
la imagen de catálogo. Me interesa más como espejo y exploración, como escritura-puente, como un «estar con».
a todo esto, no sé cómo ves la situación de la literatura en general, y la española en particular, desde esa atalaya rilkeana de duino… Procuro que mi posición periférica no me aísle del todo, puesto que, dentro del océano de producción literaria contemporánea, surgen —afortunadamente— iniciativas genuinas y estimulantes. Las distintas «conversaciones» se entrecruzan, aunque casi siempre haya algunas más dominantes que otras. En última instancia, dependemos del (escaso) tiempo libre, y de nuestro criterio, para seguir disfrutando y creciendo con nuestras lecturas. Creo que es importante alejarse de la complacencia y tener presente que nuestras elecciones cuentan. Hay muchos mundos literarios por construir que no pueden depender de decisiones industriales.
Probablemente sea más difícil imaginar el fin de la narratividad, de la pulsión contadora de historias, que el del propio capitalismo. En esa línea creo que, siguiendo a Piglia, nos corresponde preguntarnos cómo leemos incluso más que quién lo hace o cuánto se lee. Como lector, y como profesor de Literatura, intento interpretar las señales que recibo y me descubro asumiendo que a mis estudiantes les cuesta más que antes embarcarse en obras complejas. Ellas serán las futuras contadoras de historias, las hacedoras de nuestros mundos, y al tiempo, son el síntoma del mundo que, o bien hemos construido, o bien hemos permitido construir. Dentro del aula hay un salto entre el lamento del «no entiendo nada», bien estéril, y el «no entiendo del todo». Y en esos «no entender del todo» hay un potencial casi infinito.
trabajas desde hace bastantes años en un colegio internacional bastante exigente con sus docentes y, para los que no nos dedicamos en exclusiva a la literatura, ya sabemos que no es fácil compaginar la vocación creativa con la obligación docente, aunque muchas veces pueden retroalimentarse. ¿Cómo lo llevas tú?
Por un lado, creo que sentimos que la literatura está en todas partes, que es una forma de vida: leemos nuestros días, y a veces, incluso los escribimos. En un sentido amplio, la construcción continúa, y los estímulos se suceden. Me veo inscrito en un microcosmos donde me desenvuelvo en tres idiomas y dentro del cual, en clase, advierto distintas lecturas de los textos que compartimos, lecturas que, en ocasiones, resultan muy nutritivas, luminosas. Así parece difícil no vislumbrar futuros escenarios y tensiones, inquietudes, posibilidades. Es un entorno proclive a una cierta especulación, a la reflexión sobre ciudadanías posibles, pero limitado, al estar alejado de las problemáticas más comunes del mundo urbano y adulto.
Por el otro, las condiciones de escritura importan. Kafka, como sabemos, se entregó a la literatura a pesar de todo, y ese pesar la condiciona —y podemos decir, también a nuestro favor, generando tensiones—, pero también admiramos a autores que pudieron dedicarse en exclusiva a sus proyectos. Desde luego, frustra no encontrar la relación entre tiempo y energía necesaria para dar rienda suelta a esos estímulos. Es ese dar rienda suelta lo que extraño, esa búsqueda de diálogo que supone escribir. Me centro en el deseo de seguir aprendiendo y, entretanto, se me asoma el verano. Y entonces los proyectos en marcha se someten a nuevas lecturas y, con suerte, evolucionan.
de igual modo, vivir lejos del país, y de la lengua materna, tiene sus ventajas e inconvenientes. No sé qué predomina en ti, si la nostalgia o el estímulo de lo diferente. Sí, volvemos al desajuste del que hablábamos antes. La experiencia del expatriado también cambia y hoy queda muy atravesada por el desarrollo tecnológico: las distancias con nuestros orígenes no son las mismas de antes, particularmente cuando hablamos del acceso a la información. El microcosmos del que hablábamos antes siente también la intensidad de esta experiencia,
tan contemporánea, que fluctúa entre la repetición de ideas y hábitos y la velocidad con que afrontamos, o nos sobrevienen, estímulos, percepciones e identidades. Yo decidí marcharme de España, curioso por otros mundos, primero, y llamado por nuevas oportunidades laborales, después, gracias a unas circunstancias que no tuvieron nuestros padres: la apertura de la Unión Europea y la creación de las becas Erasmus. En ese marco se despertaron el niño que leía los viajes de Tintín con entusiasmo y el joven que descubrió que Joyce se había ganado la vida compartiendo su idioma en el extranjero. Ahora pienso que aquellos mitos me han guiado de manera inconsciente.
Si nos entendemos como seres que repiten hábitos, creo que entonces nos interesa ser conscientes de ellos, y cuando corresponda, desafiarlos. Me parece que ahora esa es la tensión en la que me muevo. Continúo encontrando retos en la experiencia de vivir entre las tres lenguas con las que intento comunicarme, y al tiempo, me vuelvo su objeto; asimismo, me estimula la mundanidad más allá de mi entorno laboral, el quehacer de las gentes, sus formas de vida. Pero no me engaño del todo: extraño la naturalidad mediterránea, la jovialidad que caracteriza a mi lugar de origen —el cual encuentro, por otro lado, cada vez más domesticado, voraz consigo mismo y, a menudo, como una ficción desleal—; y admiro nuestra capacidad para el encuentro y la amistad, el fraseo de nuestra lengua.
Finalmente, no sé si quieres contarnos algo de tus proyectos, si tienes algún nuevo libro entre manos…
Tengo un par de proyectos iniciados, a la espera del balance necesario entre tiempo y energía que me ayude a retomarlos. Acumulo notas mentales y garabateo otras en mis cuadernos. Me propongo caminos distintos, formas con las que caer en la ilusión del que cree aprender.
A principios del pasado siglo La Residencia de señoritas y el Instituto Internacional de Madrid fueron dos focos de intensa actividad pedagógica que potenciaron el feminismo y la educación superior de la mujer. Situados en edificios contiguos, en las calles Fortuny y Miguel Ángel, se establecieron entre ambos centros potentes vínculos, un puente marítimo entre España y Estados Unidos. Tras un profundo trabajo de investigación posible gracias a una beca Leonardo de la Fundación BBVA, Cristina Oñoro relata una apasionante historia que involucra a un gran número de mujeres ansiosas de enseñar y de saber. En el jardín de las americanas, mezcla de ensayo y novela con notas autobiográficas de la autora, es una pieza esencial de la memoria histórica y confirma la voluntad de recuperar el pasado en clave feminista que Oñoro ya mostró en su anterior título: Las que faltaban
el detonante de esta historia fue una visita que hiciste a la residencia de señoritas en la primavera de 2021. ¿pero qué te hizo persistir en tu empeño investigador en los momentos de fatiga?
Desde que conocí la historia de amistad transatlántica que había existido entre la Residencia de Señoritas y el Instituto Internacional sentí que estaba ante un verdadero historión que merecía la pena contar. Además de por la aportación decisiva que hicieron a la educación femenina en España estas dos instituciones pioneras, lo que me cautivó desde el principio fueron los elementos tan novelescos que había: misioneras protestantes, viajes en barco, lucha feminista, historias de amor, construcción de edificios… Además, la historia transcurría en un periodo apasionante. Así que lo que me hizo perseverar fue el convencimiento de que tenía entre manos una historia poco conocida que merecía narrarse como una gran épica, feminista y colectiva.
¿una vez decidida a emprender la travesía trasatlántica, cómo planificaste las etapas del viaje?
Las dos grandes estancias de investigación en Estados Unidos y en Inglaterra las llevé a cabo a comienzos de verano, en 2023 y 2024 respectivamente. Durante el resto del tiempo, trabajaba en los archivos de Madrid, como el archivo de la Residencia de Señoritas, en la Fundación Ortega-Marañón, o el de la Fundación Fernando de Castro-Asociación para la Enseñanza de la Mujer. Realicé también desplazamientos a Santander, a San Sebastián, a Biarritz y a Jijona, en Alicante. En estos lugares consulté archivos, recabé testimonios y realicé muchas fotografías. Como el tiempo era muy ajustado, no esperé a terminar la investigación para ponerme a escribir. Recuerdo que, en el mes de diciembre de 2022, apenas un mes después de que me concedieran la beca, ya estaba tecleando ideas y esbozando las principales líneas del libro. Y prácticamente no paré ni un solo día hasta terminar el libro.
¿Cuáles fueron las etapas más arduas y las más gratificantes?
Cuando me concedieron la beca no tenía nada escrito, ni siquiera una muestra. Solo tenía el proyecto, muchas intuiciones y un índice provisional. Así que lo más arduo fue sacar el libro adelante en un lapso de tiempo relativamente corto. Planificar el viaje a Estados Unidos también fue todo un desafío. Sabía que había mucha información relevante en los archivos de Harvard, Smith College, Holyoke, Middlebury y Wellesley. Pero una cosa es saberlo y otra muy diferente diseñar una estancia y traer de vuelta toda la documentación relevante. Recuerdo que entré en pánico cuando llegué a los archivos y encontré tantísimos papeles valiosos. No quería dejarme nada sin consultar. Para organizar el viaje fue muy importante el apoyo que recibí del Real Colegio Complutense en Harvard. Lo más gratificante fue encontrar auténticas joyas en los archivos de Harvard y de Smith College: diarios, cartas, mapas e incluso flores secas llegadas desde Santander hacía siglo y medio… Todo me hablaba y me llegaba al corazón. Llevaba un año leyendo sobre el Instituto Internacional y la familia Gulick, así que fue muy conmovedor para mí.
alice gulick, susan Huntington y Caroline bourland fueron las tres decanas del Instituto Internacional de madrid cuya trayectoria describes en tu libro. ¿podrías trazar sus respectivos perfiles?
Alice Gulick era una misionera protestante estadounidense que procedía del entorno de mujeres feministas de Nueva Inglaterra. Llegó a España con su marido, el reverendo William Gulick, para hacerse cargo de una misión protestante en el norte del país. Fue ella quien fundó el Instituto Internacional como un modesto internado para niñas en su casa de Santander. De una generación posterior, Susan Huntington adquiere protagonismo tras la muerte de Alice, en 1903, pues se encarga de dirigir el Instituto Internacional a comienzos de los años veinte. Pedagoga, moderna y decidida, desvincula definitivamente el Instituto Internacional de su connotación religiosa y aboga por la colaboración con los intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza. Aunque no llegó a dirigir el Instituto, Caroline Bourland vino en numerosas ocasiones a
Madrid y lo representó en los acuerdos que se firmaron con la Junta de Ampliación de Estudios para colaborar. Su aportación fue decisiva para lanzar los programas de intercambio académico entre ambos países. Era una hispanista enamorada de la cultura española, muy amiga de Menéndez-Pidal, con quien estudió a comienzos de siglo XX, y también de Navarro Tomás. Fue ella quien situó Smith College en el mapa del hispanismo internacional, pues tras formarse en Madrid se puso al frente del departamento de español. Fue la primera catedrática de esta especialidad en Estados Unidos.
¿Cuáles fueron las mayores aportaciones de las «americanas» al feminismo y a la enseñanza de la mujer en españa?
Mi libro transcurre a lo largo de sesenta años, así que las aportaciones fueron numerosas y variadas. Cuando los Gulick se instalaron en España en 1872 y pusieron en marcha el primer internado femenino en Santander y San Sebastián, la aportación principal fue que utilizaran el aprendizaje experimental o las excursiones como métodos de enseñanza en la misma línea de renovación pedagógica que la Institución Libre de Enseñanza. En 1894, cuatro alumnas del Instituto Internacional recibieron el título de bachiller en el Instituto de Guipúzcoa; y unos años después se inscribieron en la Universidad Central para estudiar farmacia, por lo que también les debemos a aquellas americanas que preparan a algunas de las pioneras universitarias de nuestro país. Establecido el Instituto Internacional en Madrid, la principal aportación fue la construcción del edificio de Miguel Ángel y la compra del edificio de Fortuny con los fondos que habían recaudado de universidades americanas femeninas. Este último es el edificio que acabarían vendiendo en 1923 al Estado español para que lo ocupara la Residencia de Señoritas. De este modo, la estrecha colaboración que surgió entre estas instituciones a partir de 1915 fue el mejor fruto de la misión que Alice Gulick había iniciado al salir de Estados Unidos.
¿qué sinergias se establecieron entre la residencia de señoritas y el Instituto Internacional?
Compartieron edificios, proyectos, luchas, la biblioteca y un bonito jardín. Lanzaron los primeros intercambios académicos de mujeres con Estados Unidos, fundaron asociaciones, y en los salones del Instituto Internacional comenzó su andadura el Lyceum Club Femenino, antes de mudarse a la Casa de las Siete Chimeneas.
¿qué enseñanzas se impartían en ambos centros y qué tipo de alumnas albergaba cada uno?
A comienzos del siglo XX, en el Instituto Internacional se ofrecían estudios de bachillerato, magisterio y un jardín de infancia. También clases de inglés y, más adelante, cursos de biblioteconomía. Mary Louise Foster, una de sus más insignes directoras, puso en marcha un laboratorio para universitarias, en el que muchas de nuestras primeras científicas se formaron. La Residencia de Señoritas seguía el mismo modelo que la de Estudiantes, pues ambas fueron creaciones de la Junta de Ampliación de Estudios y portan su espíritu en cada detalle. Resumiendo mucho, podemos decir que era una residencia para universitarias de provincia, donde encontraban no solo alojamiento sino una auténtica comunidad en la que vivir y estudiar. María de Maeztu organizaba clases y conferencias, así como excursiones. Las alumnas procedían en su mayoría de familias
liberales que apoyaban la educación de sus hijas. En cuanto a las americanas que convivieron con las españolas de la Residencia de Señoritas en esta época, procedían de todo Estados Unidos, especialmente de las universidades de mujeres de la costa este, como Smith College. Muchas querían ser profesoras de español, una lengua cuya enseñanza floreció especialmente en el periodo de entreguerras, y venían a estudiar al Centro de Estudios Históricos, otra de las grandes creaciones de la Junta de Ampliación de Estudios.
¿la alicantina maría teresa Ibáñez, hija de un empresario turronero de Jijona (alicante), puede considerarse como una de las alumnas representativas, chicas de clase media y familia culta?
Me emocionó especialmente recuperar la historia de María Teresa porque, a diferencia de otros personajes del libro, no tuvo una vida pública y no aparece en los listados que se han elaborado sobre residentes. Llegó a Madrid en 1916, el segundo año que la Residencia abrió sus puertas, con poquísimas estudiantes. Efectivamente, procedía de una familia turronera que había prosperado y quería dar a sus hijos una educación de calidad. Cuando visité Jijona para conocer a su nieta me maravilló que, de un pueblo pequeño, con poco más de siete mil habitantes, saliera aquella joven en 1916 camino de la capital para continuar sus estudios de música.
«dos mariposas salieron al mediodía»... el poema de emily dickinson planea sobre la odisea de las misioneras protestantes. es evidente tu pasión por esta poeta, al igual que la que sientes por Virginia Woolf y la pintora estadounidense mary Cassatt. ¿por qué las incluyes en esta epopeya pedagógica?
Quise que el ensayo descubriera muchos nombres nuevos e historias desconocidas al lector, pero también que este pudiera asociar lo que leía con elementos culturales reconocibles. Emily Dickinson me acompañó en muchos tramos del libro. Estudió en Holyoke, el mismo centro para mujeres en el que se formó Alice Gulick, la misionera con la que empieza la narración y una de sus grandes protagonistas. También la escritura secreta de Dickinson, y la manera tan asombrosa en la que se descubrieron sus poemas, me parecía muy simbólica y representativa de la reflexión que yo misma hacía sobre la memoria femenina y los archivos
que nos falta por encontrar. Woolf ya me acompañó al escribir Las que faltaban, donde aparecía en cada capítulo ofreciendo su opinión. Esta vez di un paso más y me animé a viajar a Cambridge para seguir las huellas de la escritura de Un cuarto propio, pues este clásico feminista que tanto me ha marcado tuvo su origen allí, precisamente en dos centros de educación superior femenina, Newnham y Girton. El jardín feminista que Mary Cassatt pintó para la exposición de Chicago de 1893, en unas fechas cercanas a la obtención del título de bachiller de las alumnas del Instituto Internacional, me dio la idea para el título y todo un vocabulario simbólico relacionado con la educación, el árbol del conocimiento y la reescritura feminista del mito bíblico de la caída.
después de este trabajo debes ser experta en el manejo de archivos. supongo que te habrá servido de mucho la enseñanza de tu madre sobre lo importante que es saber lo que hay que guardar y lo que hay que tirar.
En El jardín de las americanas se van superponiendo tres planos narrativos. Por un lado, hay una reconstrucción histórica del Instituto Internacional y de la Residencia de Señoritas. Por otro, incluyo mi propia memoria de investigación por los archivos de Estados Unidos, Inglaterra y España. Finalmente, salpico el ensayo de algunos recuerdos familiares y de infancia, entre los que está el que mencionas. Todo el libro está atravesado por una reflexión de carácter filosófico sobre lo que guardamos y lo que desechamos, lo que recordamos y lo que olvidamos, como individuos y como sociedad. Y, sí, la primera persona que me atormentó con que aprendiera a ordenar mis papeles fue mi madre. ¡Ahora se lo agradezco!
¿Cuál es tu visión de feminismo contemporáneo? He sido feminista desde que tenía uso de razón. Siempre cuento que cuando tenía unos doce años tuve que preparar una pequeña charla en el colegio, la primera, para la clase de lengua. Escogí La discriminación de la mujer en el lenguaje. Debía de parecer Lisa Simpson o Hermione Granger. Hoy entiendo el feminismo como uno de los movimientos emancipatorios más importantes de la historia. Para mí todas las aportaciones que ha habido, desde Christine de Pizan a Malala Yousafzai, suman y cuentan. El feminismo tiene una agenda para toda la humanidad.
Ianire Doistua (Bilbao, 1980) es, además de escritora, profesora de escritura creativa, pero antes fue redactora publicitaria. Las diferentes profesiones y roles que desarrolla en su día a día quizá la llevaron a observar la vida desde lugares que no esperaba. Tras la publicación de Una casa de verdad, su primera novela, sorprende al público con el recopilatorio de relatos De qué se esconden las tortugas, editado también por el sello Tres hermanas. En estos quince relatos las intimidades de los personajes serán reveladas con honestidad y nobleza. El lector se verá envuelto en situaciones cotidianas que le resultarán familiares gracias a la pluma de Ianire Doistua.
la publicación de de qué se esconden las tortugas supone un registro distinto a tu publicación anterior. ¿Fue el proceso de escritura diferente?
Cuando escribí la novela, estuve varios años centrada en ella y, durante ese tiempo, hubo cambios importantes en mi vida. La escritura de Una casa de verdad fue muy exigente y esa exigencia sumada a esos cambios, entre ellos la maternidad, hizo que, al terminar la novela, sintiese la necesidad de volver al relato corto. La escritura del relato breve me parece más abarcable, sobre todo con el ritmo de vida que llevo, y eso que hay relatos cuyo proceso de escritura ocurre en un tiempo más largo que el de la novela. Esto se debe a que escribo una primera versión y la dejo dormir, luego reescribo, la vuelvo a dejar dormir… y así puedo estar meses, o incluso años en algún caso, hasta que le doy el aprobado final.
entiendo que dedicarte a los relatos te llevó un tiempo mayor y que no todos forman parte de este recopilatorio. ¿la selección fue una cuestión de la editorial o fue pensada previamente por ti?
Ha sido un poco de todo. Llevaba años escribiendo relatos, algunos los escribí incluso antes que la novela y siempre tenía el fantasma de «¿para cuándo el libro de relatos?». En principio, veía que eran demasiado dispares: unos de corte fantástico, otros más costumbristas, incluso había un par que eran distópicos… No encontraba el punto en común, así que pedí ayuda. Aunque dicen que el trabajo de escritura es solitario, yo tengo la suerte de contar con personas en las que me apoyo bastante en cada uno de los procesos de escritura. En este caso, una amiga me hizo ver que todos los relatos que había seleccionado estaban protagonizados por mujeres y que descubrían una parte íntima de ellas. A raíz de ahí, los vi de otra manera. Me di cuenta de que compartían temáticas e inquietudes, sobrevolaban obsesiones cercanas. La selección cambió, reescribí relatos e incluso se me ocurrieron nuevas historias. Después, con Cristina, mi editora de Tres Hermanas, terminamos de seleccionar aquellos que combinaban mejor. Fue un proceso muy enriquecedor.
tras esta primera selección, ¿el orden guarda un significado?
Me volví loca con el orden porque quería que los cuentos dialogaran entre ellos y que conformaran una uni-
dad a pesar de ser tan distintos. No quería que fuera una simple compilación de cuentos, sino un libro conformado por cuentos. Tuve en cuenta los tipos de narradores, el estilo, la intensidad narrativa, las extensiones Entre relatos más intensos, por ejemplo, intercalé otros que ayudan a coger aire; también tuve cuidado de que no hubiera dos voces infantiles seguidas, ni dos madres, etc. El primer y el último relato tampoco son casuales. El primero, «El puente», es el aperitivo, una especie de adelanto de lo que vendrá después. «Sal», el último, es el más diferente a los demás y también el más onírico. Quería que el libro fuera un viaje desde un relato más contenido, tanto en sintaxis como en historia, hasta esa pérdida de control que hay en el último.
¿Cómo llegaste a escoger el título?
Escribo haciéndome preguntas, así que me gustaba la idea de que el propio título lo fuera. No escribo para dar respuestas: ¿cómo dar algo que no tengo? Me gusta explorar aquello que me inquieta, preguntar a la historia, a los personajes, a mí misma y lanzar esas preguntas sobre las páginas. Por eso me gusta tanto asistir a los clubs de lectura, ahí es donde te das cuenta de lo diferente que puede ser el mismo relato en función de cada persona. Cada relato es, en potencia, infinitos relatos, tantos como lecturas tenga.
También quería que estuviera relacionado con el concepto de esconderse y de lo íntimo. La metáfora que utilizaba en el relato «Tortugas» recogía bien estas ideas y, además, era extensible al resto de cuentos, así que tiré por ahí hasta dar con De qué se esconden las tortugas. Se lo conté a Cristina y le gustó, lo que terminó de convencerme, ya que me fío mucho de su criterio literario.
aunque cada lector encuentre diferentes respuestas es evidente que en los relatos la presencia femenina es mayor; además, las casas juegan un papel protagonista. ¿las localizaciones surgen de manera orgánica o es un elemento premeditado?
Es cierto, hay muchas casas. Incluso en uno de los cuentos que está ambientado en un cementerio, este funciona como un hogar, como la casa que protege el cuerpo después de morir. No es algo que decidiera intencionadamente. No buscaba que la casa estuviera tan presente, pero, cuando escribimos, hay temas y elementos que siempre salen de una forma u otra, sea cual sea la trama.
Da igual de lo que quieras hablar porque acaban apareciendo. Es casi imposible escapar de ellos. En mi caso, el hogar es uno de esos elementos. Supongo que es por su simbolismo, ya que representa la familia, la pertenencia, lo privado. El hogar es donde se guarda y se protege, pero también donde se oculta. Y, a veces, lejos de proteger, se convierte en una amenaza. Es donde ocurre lo que no se ve fuera. La realidad frente a las apariencias. Donde no tienen cabida imposturas de ningún tipo.
el hogar como unidad familiar nos lleva a pensar en la unión, o en la falta de esta, entre las personas que habitan ese mismo espacio. sin embargo, en el relato «Hormigas de ciudad» la situación que se plantea es diferente al resto. Escribí «Hormigas de ciudad» para un concurso que gané en la Universidad de Nueva York. La temática de la convocatoria era la migración. Generalmente, cuando escribo, suelo partir de una imagen, unos personajes, una pregunta… Rara vez lo hago a partir de un tema concreto. Digamos que el tema lo suelo descubrir durante el proceso de escritura. Sin embargo, en este caso, fue al revés. Además, era un tema del que hay mu-
cho escrito. Así que, una vez más, empecé a hacerme preguntas. Entre ellas, resonaba con fuerza qué pasaría si los que tienen que migrar son los otros y no los de siempre. Y a partir de ahí, surgieron otras: ¿qué tendría que pasar antes para llegar a ese punto?, ¿cuál sería el contexto?, ¿cómo lo viviría una adolescente?, etc. De nuevo el hogar está presente, ya que la familia protagonista ha tenido que abandonar su casa y va en busca de otra, y, cuando lo consigue, el desenlace dista de ser un final feliz. A veces me dicen que termina abrupto, y puede ser, entiendo que haya gente a la que se lo parezca, pero a mí no me interesaba contar lo que pasa después, yo quería llegar a ese momento preciso, donde termina la búsqueda. Otras veces me dicen que es una historia muy dura. Sin embargo, ahí sí que discrepo. En la realidad, hay infinidad de personas viviendo situaciones como estas y muchísimo peores. Lo que resulta duro no es la historia, sino la posibilidad de que eso te ocurra a ti, ya que estamos acostumbrados a que estas cosas pasen siempre a otros, como si el dolor de los demás fuera menos importante.
en cambio, en otro de los relatos, «lentejas», el cierre es mucho menos abrupto. es un texto especial por la descripción de lo cotidiano. ¿Cómo decides los cierres de las historias?
Doy mucha importancia a la última frase. Se suele resaltar la importancia del comienzo, pues es lo que invita a seguir leyendo. Pero, para mí, la última es igual de importante. Puedes escribir un relato maravilloso, pero, como la pifies en la última frase, el relato entero se va al garete. El mal sabor de boca no te lo quita nadie. Por eso, doy muchas vueltas a la última frase y también a la última palabra. Me gusta que vaya cargada de significado. Por ejemplo, en «El puente», la última palabra es fin y eso no es azaroso. Además, busco que esas últimas palabras cierren el relato no solo desde el plano de la trama, sino también en otros planos de sentido. En «Lentejas», por ejemplo, quería mostrar un día de tantos en la vida de la protagonista y para ello elegí una receta cotidiana. Pero también quería dar a entender que cualquier otro día será igual. A lo largo del relato ves cómo ella busca vincularse con su hija, cómo se aferra a esa luz, a esa posibilidad, pero no coinciden: cuando una demanda algo, la otra no puede dárselo, y cuando esta por fin lo puede dar, la otra ya no lo quiere. El final, aquí, es clave para terminar de construir el subtexto de la historia.
esto nos lleva a otra característica común de tus personajes: ninguno se parece a otro, pero todos coinciden en la carencia de comunicación.
Sí, la incomunicación está presente en la mayoría de los relatos. De nuevo, está ligado a la intimidad compartida, en especial, dentro de la familia. A veces las personas con las que convivimos son con quienes peor nos comunicamos: damos cosas por hecho, las etiquetas y experiencias pasadas ejercen influencia, hay miedo a despertar viejos rencores, etc. En ocasiones, hay cierto pudor a abrirse del todo, una especie de vergüenza que nos acomoda en la superficialidad y el silencio.
a veces nos da miedo mostrarnos vulnerables porque al final convivimos y nos da miedo que nos vean sufrir, nos creamos el caparazón y nos refugiamos dentro, como las tortugas. Totalmente. Es difícil romper con el papel que asumimos o que se nos asigna dentro de la familia y, a veces, eso nos lleva a escondernos bajo esa etiqueta, a no mostrarnos como realmente somos. Esto se ve bien en el relato «Montaña Rosa», donde las tres hermanas tienen una versión muy distinta de sus padres, en función del papel que ha tenido cada una. Entre las tres se ven forzadas a deconstruir esa familia que tenían asumida y a escucharse para crear una nueva versión conjunta. El problema es que los padres ya no viven, no están ellos para dar su propia versión, así que esa reconstrucción seguirá siendo limitada, incompleta.
la infancia es una de las etapas más complejas y la relación con nuestros cuidadores, o responsables, define la vida adulta. lo reflejas a la perfección en «mamamá». utilizas el monólogo interior para representar a una madre coraje que termina adaptándose al entorno por pura supervivencia. Más allá de lo impactante que pueda resultar la trama, quería reflejar un problema social, el de algunas mujeres que se encargan en soledad de unos hijos que son absolutamente dependientes por sus circunstancias físicas y mentales. A la madre del relato la ayuda que recibe no le resulta suficiente y tiene que decidir entre trabajar y cuidar a su hijo. Quería mostrar una realidad y llevarla al límite, ver hasta dónde podría llegar esta mujer, pero quería hacerlo sin juzgarla. Ese relato apasiona u horroriza. En los clubs de lectura hay dispa-
ridad de opiniones. Ella tiene que tomar una decisión y desde fuera siempre se ve más fácil; por eso, quería entrar dentro de su cabeza y mostrar la realidad desde su punto de vista, sin victimismo ni dulcificaciones.
es parte de la tarea del escritor situarse en un rol distinto para imaginar qué sienten los personajes y observar el entorno.
Sí, escribir no es solo teclear. Cualquier momento es bueno para escribir, aunque sea de cabeza para dentro. Escribir es vivir situaciones y no conformarte con qué piensas tú, sino plantearte cómo lo puede estar viviendo otra persona. Consiste en salir de ti constantemente. De otra forma, todos los personajes serían réplicas de una misma. De hecho, las cabezas que más me atraen son justo las que más me cuesta comprender. En la novela Una casa de verdad yo sentía más afinidad con cualquiera de las mujeres que rodeaban al protagonista, pero era él quien más preguntas me despertaba, así que tenía claro que era su mundo en el que me quería adentrar. La maternidad también me ayudó mucho a escribir sin teclear, a macerar las ideas, a estar más despierta ante el entorno, a tomar notas mentales… a reconocer que eso también es escribir. Cuando nació mi hija, tenía más tiempo para pensar que para teclear, así que lo aprendí por la fuerza. Recuerdo pasear con ella durante horas para que no se despertara mientras reescribía partes de la novela en mi cabeza. Al final, cuando quieres escribir, encuentras la forma de hacerlo.
mantienes las ideas madurando por días antes de proyectarlas en la página en blanco, tus relatos trasladan al lector ese mismo ejercicio. las historias son sencillas pero su profundidad lleva a mantenerlas en la cabeza durante un tiempo.
Gracias. Me hace ilusión que me digas eso porque, como lectora, a mí me encanta cuando no puedo olvidar una historia que he leído o visto, y le voy encontrando nuevos significados. De hecho, a veces no me doy cuenta de cuánto me ha gustado un libro o una película hasta que ha pasado cierto tiempo. Me ocurrió con la película Melancolía. La vi hace bastante, pero últimamente ha vuelto a mí con frecuencia en distintas circunstancias y es ahora cuando soy consciente de cuánto me ha permeado. A veces, no se trata tanto de cuánto te ha gustado en el momento, sino de cuánto te ha marcado y, para eso, hace falta tiempo.
Lucas Nine (Buenos Aires, 1975) es ilustrador e historietista. Estudió Realización Cinematográfica en la Escuela de Cine de Avellaneda y llegó a dirigir una de las historias del largometraje de animación Ánima Buenos Aires (2012). La editorial Salamandra Graphic acaba de publicar Las cosas que perdimos en el fuego, una adaptación, en viñetas, de cuatro de los cuentos que forman el inquietante libro de Mariana Enriquez. Su trabajo como ilustrador ha aparecido en publicaciones de tanto prestigio como Rolling Stone, Inrockuptibles, Orsai o Latido. Hemos conversado con él sobre la adaptación de la obra de una de las escritoras más interesantes del panorama literario internacional, y sobre su fascinante trabajo como dibujante.
en el cómic las cosas que perdimos en el fuego (salamandra graphic, 2024), adaptas cuatro de los cuentos que mariana enriquez publicó, con ese mismo título, en la editorial anagrama en 2016. ¿Cómo surgió este proyecto?
Hace algunos años, la revista argentina Orsai me propuso realizar una adaptación de «Bajo el agua negra», uno de los cuentos de Mariana que componen ese libro. No lo había leído aún. Me impresionaron las imágenes que sugería y su potencia gráfica (o su gráfica en potencia). Luego descubrí que lo mismo se aplicaba a los otros relatos. También me llamó la atención cómo el libro conectaba con una tradición literaria rioplatense que juega con cierto terror a las masas, llamémoslas, «aluvionales». En «El matadero», un autor del siglo XIX como Esteban Echeverría las presenta como una amenaza de violencia directa contra el orden en el cual se inscribe el narrador. En el XX, Julio Cortázar sugiere (en «Casa tomada», pero también en «Las puertas del cielo») que su sola presencia ya constituye todo el peligro. Curiosamente, estos cuentos que menciono fueron adaptados a la historieta (por Enrique Breccia y por Carlos Nine, respectivamente) y,
sin grandes modificaciones en el texto original, ambos autores cuestionan su sentido inicial, gracias a la ambigüedad intrínseca a las imágenes. Me parecía que algunos cuentos de Mariana (pienso en «El chico sucio» y «Bajo el agua negra») funcionan como una actualización al siglo XXI de estos viejos terrores rioplatenses. De manera que pensé en sumar otros cuentos del mismo libro a la historieta ya dibujada para redondear esta sensación y ponerla en clave gráfica. La editorial Salamandra fue receptiva al proyecto.
¿Hasta qué punto ha estado mariana enriquez vinculada a esta adaptación?
Más allá del hecho obvio de que se trata de una incursión en su universo, Mariana leyó todos los guiones que escribí y me dio una gran libertad para trabajar, cosa que es fundamental en este caso. No se trataba de producir una versión ilustrada de los cuentos sino de lograr otra cosa algo que, al menos en ese momento, se hallaba en un estado embrionario, saliendo a gatas del barro (un poco como las criaturas de alguno de sus cuentos). Trabajé con ella bastante el nexo de los relatos, la idea central que los articula; hubo todo un ida y vuelta por email. Este eje pasa, yo diría, por la ciudad de Buenos Aires, el gran escenario del libro, que es casi un personaje más. Algo que también tuvimos en cuenta a la hora de elegir de la imagen de tapa.
el cómic está formado por cuatro cuentos: «el chico sucio», «pablito clavó un clavito: una evocación del petiso orejudo», «el patio del vecino» y «bajo el agua negra». ¿por qué elegiste precisamente estos cuatro relatos? El primer relato fue «Bajo el agua negra», como decía, y a su torno se articularon los demás. Lo difícil fue decidir cuáles quedarían fuera. Era como cuando uno entra en una juguetería: no puede llevarse todo; una desgracia, en suma. De entrada, sabía que «El chico sucio» estaría sí o sí. «Pablito » es un cuento atípico dentro del
libro original, creo, pero lo necesitaba porque me ayudaba a organizar la adaptación, poniendo el eje sobre la ciudad y su trasfondo histórico. Por otro lado, es un cuento bastante cómico, si bien se mira; de un humor negrísimo a lo Ambrose Bierce, pero que me permitía introducir una variación en el tono.
Y «El patio del vecino» entró simplemente porque quería dibujarlo. Existe un nexo interesante entre los cuatro: resultan una variación inquietante sobre la idea del chico, el hijo, el otro monstruoso engendrado por el cotidiano. Es como si esa tradición del terror rioplatense a la que antes me refería se centrara aquí en la potencialidad de estos otros, en su voluntad de seguir existiendo.
¿puedes contarnos cómo fue la labor de adaptación al cómic de los textos de mariana enriquez? ¿qué materiales y técnicas pictóricos has utilizado?
De entrada, decidí conservar ese doble registro que tenían los cuentos originales. Es por eso que aparecen paisajes y calles muy concretos de Buenos Aires en donde suele terminar desplegándose una imaginería de pesadilla. Tenía en claro que las narradoras de las historias (nuestro punto de vista) debían ser un lugar seguro y reconocible; una especie de «casa» donde el lector pudiera refugiarse. Es por eso que trabajé con modelos para darles forma: el de «Bajo el agua negra» es mi mujer, Nancy Giampaolo; la protagonista de «El chico sucio» es mi hermana, María; y la de «El patio del vecino», una amiga, la abnegada Micaela Sáez. Entre ellas, el terror, salpicando para todos lados.
En cuanto a mi técnica de trabajo, realizo las viñetas por separado, en varias hojas de papel (a veces con diferentes versiones del mismo dibujo), a gran tamaño. Buscando un trazo particular para este libro (dado que trato que ninguno de ellos se parezca al anterior), realicé todo el pasado a tinta con una esteca, un útil de metal, de cierta flexibilidad, que se usa para modelar en escultura.
Ninguno de mis dibujos es digital, pero suele serlo el armado final de la página (edito un poco como un montajista de cine), así como el color.
la literatura de terror de mariana enriquez tiene su germen, en ocasiones, en la realidad ar-
gentina. en la novela gráfica incluyes fotografías. ¿es una forma de resaltar esa realidad? Sí, es una manera de dotar de un entorno concreto a formas que tienen una fragancia fantasmagórica. Creo que la fuerza de los cuentos de Mariana surge de anclar lo fantástico a lugares precisos. Que, al menos en «El chico sucio», son los sitios donde yo vivo, de manera que todo lo que tenía que hacer era salir a dar una vuelta para situar a los personajes en el espacio. O para encontrar la casa justa para «El chico sucio»; algo que no logré: recuerdo haber consultado a Mariana sobre el tema y tampoco tenía un modelo puntual en mente. Es decir, esa casa, aparentemente fotográfica, no existe en la realidad, es una ilustración. Este tipo de juego se repite a lo largo del libro: aunque «dibujo» y «foto» se leen como dos planos diferenciados, técnicamente no lo están: muchas de las supuestas fotos son ilustraciones y muchos de los dibujos están realizados a partir de modelos, que en algunos casos fueron fotografiados. Por otro lado, este tipo de montajes remiten también a la influencia de Alberto Breccia, un maestro del collage expresivo.
¿Ha sido complicado trasladar a viñetas unos cuentos en los que, en ocasiones, el terror y el miedo es más cuestión de sensaciones que de algo físico?
En esa dificultad está la gracia. ¿Cómo dibujar el terror? Una simple ilustración del texto no alcanza. Hace un tiempo, realicé una adaptación de «El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga, donde figura un monstruoso parásito escondido. La cuestión es, ¿hay que dibujarlo o no? Toda descripción tiene algo de pueril: los verdaderos terrores son abstractos. Tememos aquello que no tiene forma. Y dibujar lo que no tiene forma es todo un desafío.
las cosas que perdimos en el fuego iba por la trigésima primera edición en 2022. es decir, es un libro muy leído. ¿Crees que tu adaptación será mejor entendida por aquellos que ya conozcan el libro de mariana enriquez? ¿Has contado con ese conocimiento del lector para realizar tu adaptación?
Por supuesto, a pesar de que cuento con que mi lector no dependa de haber leído el original. Pero en el
caso de textos conocidos, uno debe esperar lectores que establezcan contrastes entre original y adaptación. No estaba interesado en buscar lecturas radicalmente nuevas o divergentes de los cuentos (creo que su fuerza está en la sucesión de imágenes que proponen), sino potenciarlos desde lo gráfico, pero buscando alguna variación que los alejase de la simple ilustración. Con esto quiero decir que el adaptador debería tener alguna tesis sobre el texto que está adaptando, pero, al mismo tiempo, la astucia necesaria para que esta tesis no resulte evidente (porque en ese caso mejor sería que escriba un ensayo). Ese es el placer especial de trabajar sobre el texto de otro autor: cómo poner la sensibilidad propia al servicio de otro mundo. Hay algo de actoral en eso, supongo; relacionado con el interpretar un papel. Otro punto importante para mí fue el evitar dar explicaciones que el original no daba, esquivar la tentación de cerrar aquello que Mariana dejaba abierto. Mi circuito ideal es que un lector que no haya leído los cuentos originales vaya a ellos tras haber pasado por esta adaptación. A diferencia de un
restaurant, nuestros comensales deben quedarse con un poquito de hambre.
el cómic arranca con una imagen muy potente: la explosión de un coche. en su interior se encuentra una mujer con un ejemplar del libro de mariana enriquez. ¿es un homenaje, por tu parte, al cuento que da título al libro?
Es un homenaje y varias cosas más. Quisiera poder decir que se trata de una visión que tuve en sueños, pero hay demasiado diseño y planificación en ella. Tengamos en cuenta que los cuatro cuentos pertenecen a un libro llamado «Las cosas que perdimos en el fuego», cuyo cuento titular no figuraba en esta adaptación. Por otro lado, estaba la cuestión de la naturaleza de esta obra: la etiqueta de «novela gráfica» sería difícil de justificar en una simple adaptación de relatos cortos. Pero ocurre que estos relatos integran un mismo ciclo, forman parte de una mitología común; no se trata de una antología caprichosa. De manera que preferí centrarme en estos conectores, en pensar los cuatro cuentos como si fueran capítulos de una misma historia. Por otro lado, recordando ciertas películas de terror inglesas (las de la Hammer), decidí utilizar un episodio del cuento que da título al libro original para interconectar el todo; de allí el comienzo y el epílogo.
Hay algo más: creo que Mariana da pistas suficientes como para que pensemos que los terrores de su libro son en verdad uno y el mismo; un elemento, llamémosle, «lovecraftiano», mitológico. Quise potenciar eso, usarlo como factor unificador. Lovecraft se sirve de las palabras (Cthulhu y compañía); yo tengo, en cambio, las imágenes. Desafío a los lectores a que encuentren ese equivalente gráfico.
Nuestra parte de noche (anagrama, 2019) es la última novela publicada por mariana enriquez hasta el momento. en esta obra «el terror sobrenatural se entrecruza con terrores muy reales». son temas afines a los cuentos que tú has adaptado. ¿Has pensado en volver a trasladar al cómic algún otro libro de la escritora argentina? Me encantaría hacerlo, aunque no hay planes por el momento. Pero una novela requeriría un tipo de adaptación distinta a la de una colección de cuentos cortos.
No es la primera vez que te enfrentas con un tema literario en tus cómics. en 2017 publicaste borges, inspector de aves, un libro que tiene su origen en una anécdota relacionada con el escritor argentino, ¿no es así? Sí, Borges trabajaba en una biblioteca pública en 1946 y en razón de sus declaraciones en contra del Gobierno fue trasladado al área de la inspección de aves en los mercados municipales. El Borges real renunció a su puesto, mientras que mi Borges ficcional se viste como un inspector de novela policial y resuelve casos relacionados con gallineros, que paradójicamente terminan vinculados con el mundo de la literatura más de lo que se podría creer en un primer momento. Mi Borges habla como el Borges que conocemos, pero evidentemente es un anti-Borges. O, mejor dicho, es un Borges que intenta salir al mundo real. Se trata de una sátira del mundo literario y del intelectual libresco intentando aplicar aquello que conoce sobre la realidad que lo rodea, con resultados particulares, por cierto. Pero si reducimos el libro a esta premisa, debería reconocer que llegué tarde. No sé si oyeron hablar de un tal Cervantes…
dingo romero y el Circo Criollo han sido otros de tus trabajos en el mundo de la ilustración. ¿qué puedes contarnos de estos dos títulos?
Dingo Romero fue el primero de mis libros como autor integral, un encargo del gran Paco Camarasa para sus Ediciones del Ponent. Digamos que Paco inició mi carrera. El Circo Criollo es en cambio un álbum de ilustraciones en torno a nuestro viejo circo popular, que mezclaba variedades y números musicales con pantomima. Ese libro es una incursión en un terreno que me gustaría explorar más: el libro-álbum ilustrado, un género que hoy parece reducido al libro infantil. Pero mi carrera está hoy centrada en los libros de historieta que estoy publicando en Francia, un mercado con una apertura y variedad que resulta impresionante y muy difícil de hallar en otros lados. Acabo de terminar, para ediciones Les Revêurs una serie de dos tomos (Delicatessen tout est bon y La peur émeraude), una sátira sobre la Belle Époque.
Has realizado estudios cinematográficos en la escuela de Cine de avellaneda. Fruto de tu interés por este medio es la realización de uno de los capítulos del largometraje de animación Ánima buenos aires (2012), donde fuiste director y guionista. ¿puedes hablarnos de tu intervención en esta película?
Mi otro gran amor es el dibujo animado. En ese film dirigí un episodio basado en una historia de mi padre, Carlos Nine. Fue un privilegio poder trabajar con sus diseños y con el gran equipo de dibujantes que reunimos para esa ocasión.
para finalizar, nos gustaría saber qué proyectos tienes en mente para un futuro próximo. En este momento estoy trabajando en un par de libros de historieta, que saldrán justo para el próximo festival de Angoulême. Francia sigue siendo el gran espacio donde se puede ver todo lo que hago. La mecánica particular de mis proyectos hace que tenga varios en la incubadora al mismo tiempo. De pronto, uno toma la iniciativa por sobre el resto, vaya a saberse por qué, y termina convertido en libro. Lo que ya no me preocupa, por suerte, es encontrar un editor para los más personales. Tarde o temprano, terminan apareciendo.
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—No sé —me respondió la casera el día que vino a cobrarme por última vez—, yo no veo ese tipo de series.
Que después del martes pase el miércoles y que mientras llamo al ascensor me digan eso de ya juernes eh. Pero también hay viernes y hay noche, un sofá abierto y el ronquido de Polilla entre mis piernas. En mi pantalla de sesenta y cinco pulgadas, el desastroso final de lo que parecía un mundo distinto. ¿De verdad, después de dragones y dioses de fuego, no había un desenlace mejor?
Debería haberme imaginado la respuesta de la casera cuando me llamó para decirme que vendría en persona a recoger el dinero.
Polilla y yo llevábamos viviendo en ese apartamento minúsculo por casi cinco años. Las paredes acumulaban humedad en las esquinas y la distribución era destartalada: para acceder al baño había que pasar por mi cuarto y, para entrar en él, había que cruzar el salón y, antes del salón, la cocina, y ahí estaba la puerta principal, junto a la lavadora y el cubo de basura. Pero los muebles eran una joya: «Algunos los conservo de mi abuela», me dijo el día que me lo alquiló. Yo me fijé en su melena de octogenaria y calculé que el aparador por el que pasaba la mano debía de rozar los doscientos años: «Es de madera de roble», añadió. Era una estantería de vetas oscuras colocada bajo la ventana del salón, frente al sofá. Justo donde había instalado al mudarme la pantalla 4K Ultra HD y los altavoces con sonido envolvente. Ahora ella estaba parada ahí con las facturas en la mano.
—¿Un qué? —insistí.
—¡Erbee nee bee! —me repitió más alto, haciendo énfasis en las vocales finales.
Se me vino a la cabeza la imagen de dos adolescentes rosados de pelo naranja que habían intentado abrir mi puerta unas semanas atrás. Como era tarde, bajé el volumen y les pedí disculpas. No sé si llegaron a entenderme, yo tampoco a ellos. Se habían confundido de casa. Así que volví al sofá y aumenté de nuevo el volumen. Los guiris tienen cosas buenas como esta: nunca les molesta el ruido y, si les molesta, no dicen nada o lo dicen en su idioma, que para el caso es lo mismo. También son ordenados en su desorden. Desde que la planta baja había pasado a ser un alquiler vacacional, los maceteros de la entrada del edificio se habían convertido en un vertedero de reciclaje: el ficus era para las latas; la costilla de adán, para el papel; el cactus se había llevado la mejor parte porque servía como compostera. Verlo crecer fuerte y lustroso me generaba sentimientos contradictorios sobre el tipo de turismo que estaba colonizando el barrio. A veces quería ser ellos, otras deportarlos. Pero el cactus prefería la basura a la sequedad del olvido, incluso le había salido una flor magenta en la coronilla. Ahora decoraba mi salón, junto al aparador.
—Pero, ¿y los muebles de tu abuela?
No podía creer que durante años nunca hubiera llamado a un técnico ni pasado una mano de pintura, pero ahora decidiera hacer una reforma para que mi casa la disfrutaran personas que no diferencian un macetero de un punto de reciclaje.
—Todo a la basura, envejecen el diseño interior. —Pero lo envejecen ahora que me mudo, me habría gustado decirle. Acarició el aparador de roble con cariño—. Menos este, claro, este me lo llevo.
Cuando me despedí de la casera, lo primero que me preocupó fue qué les iba a contar a mis padres cuando apareciera en el pueblo, con treinta años y las maletas en la puerta: He tenido que dejar el trabajo, en esa ciudad no hay quien se pague un alquiler, me imaginé diciéndoles. Lo del trabajo en cierto modo me alivió, lo que me agobió más fue pensar en cómo iba a organizar las cosas que había ido acumulando durante años en solo un mes. Bajo mi cama guardaba una maleta grande y otra de mano. ¿Dónde iba a meter la pantalla de sesenta y cinco pulgadas y los altavoces? Polilla olfateaba el suelo entre el cactus y el aparador. Fue entonces cuando me di cuenta del verdadero problema. Los cancanitos debieron de llegar por esas fechas, porque de haber llegado antes, Polilla se habría dado cuenta. Primero fueron sus maullidos durante la noche. Pensé que alguna gata en celo estaría avivando su espíritu conquistador, así que me limitaba a cerrar la puerta y lo acostaba conmigo. Pero Polilla insistía. Se había dado cuenta de que alguien más dormía, comía y respiraba en nuestra casa.
Escuchábamos pasos en la madrugada. No eran las zancadas fuertes y rápidas de los guiris; eran más bien saltitos agudos, como el traqueteo de uñas largas sobre una mesa de madera. Pero después empezaron las puertas, que yo cerraba y amanecían abiertas. O alguna luz encendida que había apagado antes de acostarme. Por no hablar de los restos de la cena esparcidos por el suelo. Una madrugada, el ovillo de Polilla nos despertó al chocar contra los pies de la cama: un hilo de lana marcaba el trayecto desde mi dormitorio hasta el salón. Se habían extendido por toda la casa. Lejos de amedrentarme, me habitué a ellos como a cualquier compañero de piso más. Si los cancanitos estaban ahí, tenía la esperanza de que se revelaran de manera espontánea. Les brindé tiempo, espacio e intimidad. No fue el caso de Polilla.
Una noche de sábado me desperté en el sofá con el ruido de una explosión. En alta definición una pareja acercaba sus caras al congelador antiguo de su nueva casa, donde una civilización a pequeña escala pasaba del nomadismo a la agricultura. Ahora asistían como dioses a la destrucción nuclear del diminuto mundo. No sé en qué capítulo de la temporada
me había dormido, pero debían de haberse reproducido varios episodios sin darme cuenta. Sin embargo, no fue el sonido de las bombas atómicas lo que me sobresaltó, sino el choque de mis altavoces contra el suelo. Sobre el aparador, Polilla estaba en su postura inerte de escultura egipcia que adopta siempre que intuye una regañina. Pero en lugar de permanecer quieto, se lanzó hacia las patas del mueble y empezó a dar zarpazos. Pensé en la fianza: no podía devolver el aparador centenario esculpido por las garras de Polilla. Así que lo agarré por la piel del cogote y lo encerré en el dormitorio. Maulló durante un rato. Yo coloqué el altavoz en su sitio y terminé de ver el capítulo. Al final, la civilización de la nevera sobrevive a la catástrofe y se adentra en el espacio —la cocina, la ventana, la calle— en busca de un nuevo hogar.
Miré el aparador.
Me agaché cuidadosamente y escudriñé entre el bosque de pelusas, polvo y pelo de gato que había debajo. Un hueco en la oscuridad hacía intuir lo que parecía un agujero en la pared. No recordaba cuándo había sido la última vez que lo había movido de allí. Así que me levanté, puse en el suelo la pantalla y los altavoces, apoyé las manos en el lateral del aparador y empujé con fuerza. La casera tenía razón: era roble macizo. Al final, conseguí arrastrarlo lo suficiente como para dejar al descubierto la minúscula entrada.
Para que en mi salón hubiera un arco de medio punto, fue necesario que Babilonia brillara junto a Hammurabi, que tras su muerte fuera invadida por casitas al este y hurritas al norte, que fuera saqueada, destruida, construida y destruida otra vez, que los asirios la tomaran y los arameos y caldeos lucharan por ella, que los asirios la volvieran a conquistar, que se sellara una alianza con el matrimonio de una princesa asiria, o con dos, que hubiera una doble monarquía —una capital en Babilonia y otra en Nínive— y una traición entre hermanos, que el rey asirio mandara a asesinar a todos los habitantes babilónicos, que Nabopolasar la liberara del poder asirio y dejara Nínive en ruinas, y que a éste lo sucediera su hijo Nabucodonosor el Grande, que hizo de Babilonia una de las maravillas del mundo antiguo, para lo que necesitó arquitectos que diseñaran en sus cabezas y plasmaran sobre tablas de arcilla unos Jardines Colgantes o, mejor, ya que aún se conserva, una Puerta de Ishtar, o sea, una estructura de defensa y entrada a la ciudad, construida de ladrillos de adobe y vidriado azul, cuyo peso cayera sobre dovelas cortadas con precisión en una estructura semicircular coronada por una clave o dovela central, que transformara las fuerzas verticales de compresión en fuerzas laterales que se transmitieran a través de sus estribos. Un armazón de materiales que se sostiene sobre un vacío casi circular mediante la colocación exacta de sus piezas o, lo que es lo mismo, un vacío que sostiene una mole arquitectónica por medio de piedras estratégicamente cortadas en forma semicircular. Un arco de medio punto que fue reproducido por esos que los helenos llamaban tirrenos que se asentaron al norte de Grecia y huyeron a Etruria con la llegada de los Dorios, de los que —o junto a los que— importaron la arquitectura oriental, traspasada a los romanos, que la aplicaron en el Coliseo y como sostén de la cúpula de hormigón del templo romano dedicado a todos los dioses, el Panteón de Agripa, y que llevaron también con ellos a nuevas tierras a través del que bautizaron como Mare Nostrum, hasta llegar a Segovia, donde se yergue su acueducto con un total de 167 arcos de medio punto. Piedra esculpida que se equilibra en un vacío vertical que también construyeron los omeyas en Damasco y que expandieron por el que llamaron Bahr al-Rum —el mar de los
romanos— hasta llegar a Córdoba y allí crear un nuevo califato y erigir la única mezquita en el mundo que no mira a la Meca y la única que se apoya en un total de 365 arcos de herradura, que no es más que la prolongación por debajo de la línea de arranques de un arco de medio punto, que puede verse también en la Puerta de Elvira, que permitía el paso a la que fue la última ciudad nazarí, protegida por un castillo fortaleza donde en un patio de doce leones y 124 arcos de medio punto se eleva una torre en la que, cuenta la leyenda, un sultán hizo prisionera a una princesa cristiana a la que quiso hacer su esposa. Tres arcos de medio punto que componen el Pórtico de la Gloria, hacia el que se dirigen desde hace casi nueve siglos los peregrinos —unos quinientos mil este último año— para inmortalizar con sus cámaras la catedral que se abre a través de un arco de medio punto central coronado por el Cristo Pantocrátor, que recuerda la existencia de un cielo y un infierno. Arcos de medio punto que simbolizan triunfos bélicos que nacen del deseo de posesión de nuevas tierras, de nombrar dioses y sentarse junto a ellos en su iconografía. Arcos de medio punto en puertas y torres, que encierran ciudades o cuerpos de mujeres —el pretexto siempre es el amor—: más vale destruir a desposeer. Arcos de medio punto esculpidos, transportados, construidos, loados, visitados y fotografiados por viajantes, o viajeros, que perpetúan mundos que son —que podrían haber sido— distintos.
Un arco de medio punto tras el aparador antiguo del que iba a dejar de ser mi salón en menos de un mes. Uno en el que no cabía mi puño cerrado ni el hocico de Polilla. Entré en pánico. Retrocedí. Ahora sí, no había duda: los cancanitos estaban allí. Pensé que nunca más volvería a encontrarlos. Sabía que eran ellos porque en mi infancia ya había convivido con algunos en la casa centenaria de la abuela. «Les encanta el olor a rancio», me decía, mientras daba escobazos en las paredes para ahuyentarlos y rociaba el suelo con lejía perfumada. A mí, a diferencia de ella, no me preocupaban los desechos que dejaban por cualquier lugar o el robo esporádico de restos de comida. Yo lo que siempre quise fue conocer qué había al otro lado. Tendía a imaginarlos como seres primitivos que roían manzanas de mi frigorífico, se vestían con jirones de mis ropas o se acurrucaban sobre camas de pelo de Polilla. Pero no era posible construir una puerta en arco de medio punto y esperar que ese fuera el culmen de sus avances como civilización. ¿Acaso no sufrían globalización ni guerras mundiales?, ¿habría emigrantes o turistas?, ¿existirían las bajas por depresión, las pagas extra y las vacaciones? Mi vida no volvió a ser la misma y la de Polilla tampoco. La que había sido una discreta espera, se convirtió desde aquel día en una irrefrenable necesidad de posesión. Pasábamos las noches acechando el aparador de roble. Quería encontrar el modo de presentarme ante ellos y descubrir su mundo. Mi intención no era alterarlos. Solo conocer. Cruzar unas palabras. Pero sé que empezaron a sentirse espiados. Los pasos y los restos de comida en el suelo eran cada vez menos frecuentes. Empecé a temer por sus vidas, así que decidí fingir que dormía para darles más privacidad. También obligué a Polilla a permanecer en el cuarto durante la noche o cuando iba al trabajo. Pasaba las madrugadas arañando la puerta y maullando ante cualquier movimiento que viniera del exterior, incluso si lo que se escuchaba eran las habituales zancadas de los guiris en las escaleras del edificio, o su banda sonora techno en una fiesta de reciclaje de latas en la costilla de adán, o incluso los gemidos colectivos en una competición arrítmica de twerking sobre camas de muelles.
Durante la madrugada, bajo el eco de las latas, los muelles y la pulsión electrónica, llegué a dudar de mí. Quizás había delirado al achacar los sonidos comunes de un bloque de vecinos a unos seres de mi infancia. Cuando los pájaros se despertaban y el edificio volvía al silencio de la mañana, Polilla y yo caíamos en un sueño profundo que me impedía escuchar la alarma. Me imaginé que los cancanitos, conmovidos por la placidez de nuestro descanso, la desconectaban para que pudiéramos dormir en paz. Una mañana me desperté al escuchar el móvil contra el suelo. La puerta seguía cerrada y Polilla, sobre la mesilla de noche, me miraba en su postura inerte de escultura egipcia. La alarma seguía sonando. Últimamente olvidaba hacer la compra y mis faltas continuadas al trabajo habían provocado el tercer aviso del jefe: «A la próxima, a la puta calle, ¿te enteras?». Yo asentía y aparentaba trabajar. Mi falta de sueño me hacía estar en un perpetuo sonambulismo. Fui al médico en varias ocasiones para conseguir justificantes por enfermedad: fingía tos, fiebre, contracturas o cualquier indisposición que me permitiera quedarme en casa. Cuando los compañeros me preguntaban, yo me regodeaba en la tragedia de mi mudanza: «Un alquiler turístico, ¿te lo puedes creer?», me lamentaba. Hubo compañeros amables que me dieron palmaditas en la espalda o me ofrecieron un garaje para guardar cajas. Pero yo no pensaba desprenderme de mi pantalla de sesenta y cinco pulgadas Ultra HD ni de mis altavoces con sonido envolvente. Algunos hasta se ofrecieron a ayudarme con la mudanza: «Mis padres vienen a echarme una mano esta semana», me excusaba. La verdad era que aún no los había llamado y tampoco había sacado las maletas de debajo de la cama. La idea de tener que abandonar a los cancanitos ahora que estaba tan cerca de ellos me impedía mover un solo objeto. Mi cabeza solo pensaba en formas para acceder a través del arco de medio punto. Una vez incluso traté de introducir a Polilla con mi móvil atado a la espalda. El pobre, que apenas consiguió meter el hocico, se asustó tanto que no se acercó a mí en varios días. Solo ahora, cuando echo la vista atrás y lo recuerdo sobre la mesilla de noche en su postura estática de delatada culpabilidad, pienso que quizás él también padeció algo de sueño, hambre y sed.
—Polilla, no podemos seguir así. —Lo acaricié y me ronroneó.
Si esa mañana el comportamiento de Polilla me dio el empujoncito que necesitaba para salir de la cama y abrir las maletas, la llamada de la casera me terminó de estampar contra la mudanza.
—¿Mañana, dices? —Mi primer impulso fue poner el manos libres para comprobar el calendario en el móvil. No me iba a dejar engañar. Era veintiocho, justo lo que pensaba: esta usurera pretendía echarme antes de lo que me correspondía. O no: tenía que ser precisamente el único mes al que le faltaban días.
—Y te devuelvo la fianza —me dijo, como si fuera un obsequio de despedida y no mi dinero en su cuenta bancaria.
Colgué y me dejé caer en el sofá con la cabeza entre las manos. Intentaba aclarar el orden en que debía organizar mis ideas: ¿llamar a mis padres?, ¿renunciar al trabajo?, ¿meter la ropa en la maleta?, ¿y qué iba a hacer con la pantalla y el altavoz? Aún no me había dado tiempo de cancelar la línea wifi, seguramente me la cobrarían a mí hasta fin del contrato mientras los guiris la usaban. Fui a mi habitación, cogí la maleta grande, la arrojé abierta sobre el suelo del salón, desenchufé el módem instalado junto al sofá y lo metí dentro. No pensaba dejarlo aquí. Después miré alrededor, ¿qué sería lo próximo?
Polilla saltó del sofá y caminó hacia el aparador. Imaginé el vacío que el mueble dejaría en mi pared, que ya no estaría llena de humedades porque la habrían pintado de un blanco nuclear. Visualicé también la tarima flotante que sustituiría las baldosas desgastadas en las que ahora Polilla se sentaba y sobre las que se erguía el diminuto arco de medio punto tras el aparador. ¿Cómo iban a encontrar los cancanitos la privacidad que necesitaban para sobrevivir con los muelles en el dormitorio y el techno en el salón? Polilla olfateó el espacio entre el mueble y el cactus. No me había dado cuenta hasta el momento de que la enorme flor magenta se había marchitado. No podía creer que le fuera mejor como compostera de guiris que conmigo. Lo imaginé florecer entre cáscaras de plátano y envoltorios de hamburguesa. Quise llevármelo también, pero el espacio de mis maletas me devolvió a la realidad. Fui a la cocina y busqué entre los cajones alguna bolsa para continuar la mudanza, pero no había. ¿Cuántas semanas llevaba sin hacer la compra? Sentí una punzada de culpabilidad al ver el plato de Polilla vacío; después me fijé en la caja de cereales abierta: era un gato espabilado.
Cogí el cactus, el móvil, las llaves y cerré la puerta. Dejé a Polilla con sus maullidos a lo lejos. Pensé en volver, pero vi la hora y me dio miedo de que las tiendas cerraran sin haber comprado cajas. Aún tenía que guardar la pantalla y el altavoz. Al pasar por el vestíbulo del edificio, coloqué el cactus junto al resto de las macetas-vertedero. Le deseé suerte como compostera, si esa era su voluntad. Pero al abrir la puerta, vi que dos asiáticas con mochilas al hombro se detenían en la esquina de la calle y sacaban un palo de selfie. Sus cabezas se unieron frente a la pantalla mientras sonreían con los dedos en forma de uve. Las imaginé agachadas con la cámara frente al arco de medio punto: los cancanitos posarían ante la foto y al cactus le habría salido otra enorme flor.
No. No iba a rendirme así como así.
Entré de nuevo al vestíbulo, cogí mi cactus y me fui en busca de un bazar, pero no para comprar cajas: compraría un palo de selfie y lo colaría por la diminuta entrada para grabar el interior a máxima resolución. Sería youtuber. Dejaría mi absurda rutina laboral para dedicarme a transmitir la vida indocumentada de los cancanitos. No tendría un salario digno, pero al menos me libraría de mi jefe: a la puta calle, pensé. Era el inicio de una nueva era: los cancanitos, el palo de selfie y yo. Mi sonrisa se reflejó en el escaparate de la tienda de animales. Me acordé de la comida de Polilla, pero no podría arrastrar durante mucho tiempo el peso del saco de comida, el cactus y además el palo de selfie. Calculé la hora: si me daba prisa, llegaría antes de que cerraran. Pero el bazar estaba más lejos de lo que había imaginado y, cuando por fin llegué, el dependiente estaba echando las persianas. Le pedí el favor de varias formas, creo que incluso llegué a llorar. Puede que también lo amenazara con el cactus. Pero el dependiente cerró la persiana y se fue sin mirar atrás. Faltaban menos de doce horas para que la casera llegara y yo no iba a marcharme de mi casa hasta ver a los cancanitos. Convencerlos para que se mudaran conmigo iba a ser más difícil. Di vueltas por el barrio hasta que todas las tiendas cerraron, incluso la de animales. Abriría cualquier lata de conservas para Polilla. El cactus me pesaba, me arrepentí de no haberlo dejado en el vestíbulo. Así que desistí y regresé a casa. Estaba subiendo las primeras escaleras cuando vi salir a tres guiris blanquirrojas de una de las puertas. Corrí hacia ellas y, antes de que cerraran, les pregunté si tenían un palo de selfie. No sé cómo llegaron a entenderme, supongo que leyeron mi desesperación en el juego de manos: imité como
pude —ni siquiera recuerdo si llegué a soltar el cactus— los movimientos exactos de las asiáticas que había visto antes. Cuando vi que una de ellas entraba, estuve a punto de creer que había perdido mi última oportunidad. Pero allí estaba: a salvo, gracias a una turista encantadora a la que prometí devolver su palo enseguida. No recuerdo si llegué a hacerlo. Puede que lo perdiera aquel día. Como todo lo demás.
Sí recuerdo escuchar los maullidos de polilla a lo lejos, el eco de un golpe duro como el roble expandirse por las escaleras del edificio, tropezar con mis propias piernas, caerme de rodillas y pincharme los brazos al intentar salvar la planta. Recuerdo que me sudaran las manos y que las llaves se me escurrieran al meterlas en la cerradura. También se me resbalaba el cactus, que sujetaba con las espinas la arrugada flor magenta que amenazaba con tirarse al vacío. Tuve que secarme las manos varias veces en la camiseta. En aquel momento no era consciente de hasta qué punto la ansiedad había nublado todo lo que me rodeaba. Llave. Cerradura. Puerta. No había nada que pudiera interponerse entre los cancanitos y yo. O eso creía. Hasta que empujé la puerta y me estampé con el desastre.
Dejé caer el cactus.
El aparador, con las patas completamente esculpidas por las garras de Polilla, se había caído sobre mi pantalla de sesenta y cinco pulgadas Ultra HD 4k y mis altavoces de sonido envolvente. Había vidrio, sangre y restos de madera de roble. Fibras de tela despedazadas. Pelos. Pintura de pared en el suelo. Polilla sobre el sofá en su postura estática de escultura egipcia. Ni un maullido. Arrastré a un lado el mueble, el altavoz y los restos de la pantalla. Quizás aún estuvieran ahí. Recuerdo el temblor de mis manos: no sé cómo conseguí instalar el móvil en el palo de selfie. Los estribos se habían abierto y la dovela central se había venido abajo. Lo introduje torpemente por aquella estrechez. No parecía chocar con ningún objeto en miniatura. En algún momento sí me pareció que se trababa con algo; tal vez había dado con las cuerdas de un pequeño columpio. Saqué el móvil y observé la grabación. Solo vacío y los cables del sistema eléctrico. Nada más en una cavidad oscura. Un maullido a mis espaldas captó mi atención. Me volví hacia él. Traidor. Polilla deshacía su postura egipcia y caminaba hacia mí bailando su rabo con coquetería. Se detuvo a mi lado, impasible, sacó las uñas y se lamió las zarpas. Después me acarició con el ronroneo paternalista de quien abraza mientras susurra: te lo advertí. Como el sultán que encierra a su princesa en una torre o como el gobernante que destruye su ciudad para no perderla: mi destino desmembrado en las garras de Polilla. Me arrodillé sobre mi verdugo. Miré a mi alrededor: la mudanza se mezclaba con las ruinas. El macetero del cactus se había roto, pero la flor magenta aún se amarraba a las espinas. Un eco de música electrónica se expandía por el edificio.
soledad sánchez es doctora por la Universidad de Granada en cotutela con la Universidad Federal de río de Janeiro. ha publicado investigaciones en el ámbito de la narrativa brasileña actual y su traducción al español. ha sido finalista de certámenes de relato breve, como el de energheia 2024, que le permitió la realización de un curso de escritura internacional en la ciudad de matera. actualmente es docente de lengua y literatura, actividad que combina con la creación literaria.
Microrrelatos inéditos de Jorge Quispe Correa Angulo
Fuego
En el Parque Nacional del Monte Popa, en Myanmar, habitan los tres últimos dragones orientales según mencionan en sus cánticos los monjes del Monasterio de Lat Pan Eai. Allí los describen como grandes culebras voladoras de múltiples colores. Sin embargo, una tradición más antigua les atribuye una medida similar a la de una abeja común. Podría tratarse, creo, de una forma de confundir o despistar a posibles cazadores de seres mitológicos.
A pesar de su tamaño y de la naturaleza benévola de éstos, pueden ser voraces si es que sienten que están en peligro. Se dice que ese es el motivo por el que varios expedicionarios que se aventuraron a buscarlos nunca regresaron cuando se internaron en los enigmáticos bosques birmanos. Caso contrario, pueden incluso ser amables, como aquella última vez en que uno de ellos fue avistado cerca al río Irrawaddy en 1911 donde ayudó a un niño extraviado al guiarlo hacia la salida con su fuego luminoso o, como hoy, que a falta de cerillos uno de ellos tiene la gentileza de encenderme un cigarrillo mientras me advierte en lengua karénica que el tabaco mata.
Casillas
Obsesionado por escribir un poema sobre el ajedrez se sumergió entre aperturas, enroques y fianchettos para aprender las bondades de dicho juego. Aprendió a volar sobre el dragón de la defensa siciliana, a meditar enclaustrado en la protección que le otorgaba la defensa Caro-Kann o a probar su audacia romántica en un Gambito de Rey.
Sin embargo, por más que lo intentó, nunca pudo escribir el ansiado poema. Las palabras siempre fueron huidizas como peones inalcanzables rumbo a la octava fila. Quienes han reproducido las escasas partidas que de él se conservan aseguran que éstas son poesía pura.
proyecto inmobiliario 4
A la convocatoria para discutir el proyecto que les había hecho la empresa inmobiliaria para demoler la vieja quinta y reubicarlos en otro lado sólo asistieron tres propietarios, todos mayores de setenta y cinco años.
A la treintena de fantasmas que convivían con ellos parecía no interesarles el tema.
Jorge Quispe Correa angulo es peruano. Escribe microficciones, cuentos y poesía. Entre sus publicaciones se encuentran Pasajeros de lo efímero (microrrelatos; Ed. Saxo, Perú, 2019), Jardín de levedades (microrrelatos; EOS Villa, Argentina, 2022), Visitando a la abuela Estela (poesía; Laia, Argentina, 2023), Soñábamos con naves a propulsión (cuentos; Omicrón Books, Ecuador, 2023) y Zumo del tiempo (microficciones, Editora BGR, España, 2024).
Poemas inéditos de Ángela Sayago Martínez
No me gusta que el aire me revuelva el pelo, pero en la trenza, agradezco la brisa que mueve los árboles y algunos mechones sueltos.
Contemplar cómo empuja la superficie del agua, los destellos de la ciudad en la vibración discontinua de las ondas. Las corrientes supuran olor a verde y a humedal. Me gustan los pares de farolas que definen la longitud del puente; Puerta de Palma y el fragor ensordecedor de los grillos cerca de las terrazas.
Las hojas entrechocar en una especie de melodía en contraste con las ruedas y el asfalto.
Agradezco la bohemia a mis espaldas, la soledad comprometida, me viene como anillo al dedo. Minerva da vueltas y olisquea humores en la tierra, el pasear escoltado de otros perros en la marea diurna que me cierra dentro de casa. Muerde un palo. No cenamos aún este martes anodino y la brisa eriza algunas partes de mi cuerpo. Unos pájaros, de pronto, discuten algo en la fragilidad de las ramas en la orilla del Guadiana, un graznido misántropo resuena como si estuviera en vuelo y no percibo estrellas que contar. Nos vamos a casa.
Anhelaba un respiro.
Todo el mundo necesita, a veces, alejarse.
Es como salir al aire, caminar varios kilómetros, sentir la brisa en el rostro, el sol en los párpados.
Él me da libre albedrío poniendo su destino en la palma de mi mano cuando no depende de la ruta que tomo.
Se contradice en los actos y no soporta la presión de mi derecho a elegir en qué me convierto.
Encuentro fugaz
La noche abriga nuestro entusiasmo, el secreto de tu cálido roce, y palabras dóciles cruzadas ajustan nuestra piel bajo los astros.
Tu honda luz atraviesa los velos que componen mi oscuridad abierta, el viento entre los eucaliptos viejos y el aliento extraordinario despierta.
Ángela sayago Martínez (Zafra, 1981) es licenciada en Filología Francesa, poeta, traductora y gestora cultural. Ha publicado varios poemarios: Amorfosis, Astrolabios, Cabeza de Chicharra. Memoria de la senda negra, Capricho Fluido. 13 Poemas eróticos y dos relatos mojados y Une peur (Un miedo). Ha colaborado en antologías y revistas literarias y ha sido finalista en certámenes como Artgerust y Diversidad Literaria. Está muy implicada en el ámbito editorial, y organiza recitales poéticos y eventos culturales en Madrid y Extremadura.
Juan Bernier: escondites del ego
Por José de m aría romero Barea
Leemos para encontrar nuestra identidad, para llegar al centro de nosotros mismos a base de diluirnos en la alteridad de las palabras. Pero ¿es esa búsqueda del yo un impulso meramente narcisista o, por el contrario, una práctica que nos permite conectar con el prójimo, para amarlo como a uno mismo?
Una sensación de liberación domina estos poemas, en los que el poeta incurre en sí mismo, capturando momentos eternos que, a su vez, se elevan hasta entendernos a los demás como entes interdependientes, valiosos más allá de nuestros invaluables productos, de nuestros activos mensurables: «¡Ah! La vida es bella como un crepúsculo de otoño / cuando el alma y la niebla se juntan en los ojos» («Pero él llamaba a la muerte»).
Redunda la Poesía completa (2011) de Juan Bernier (La Carlota, Córdoba, 1911-Córdoba, 1989) en las valoraciones del afecto como un recíproco afán, un empeño que aporta maneras no solo de brindar consuelos, sino de aliviar angustias, ayudándonos a apreciar lo que nos rodea, lo que nunca será reivindicado en su justa medida: «Un mar que puede encerrarse a veces en una lágrima furtiva / o derramar su crecida flagelante sobre multitudes enteras» («Aquí en la tierra»).
A su vez, las entradas de su Diario (1918-1947), gracias a la variedad de sus registros (enojados, amorosos, tristes o profundos) suponen un punto de partida para un acto radical de imaginación colectiva: «Es legítimo que los perpetuamente callados hablemos algunas veces; aunque no sea más que para dar motivos al desprecio de los demás». Aquí se redactan las formas en que el trauma temprano se repite o perdura, encontrando nuevas formas de adaptarse a cada nueva iteración.
Adscrito al grupo Cántico, Juan Bernier supo crear un espacio en la segunda parte del siglo XX para ha-
bitar solidaridades traducidas al esfuerzo compartido junto a aquel grupo de poetas cordobeses. En pleno siglo XXI, tres décadas y un lustro después de la desaparición del literato, su literatura sigue entonando himnos perecederos a una pulsión tristemente mortal: la de tratar por todos los medios de encontrar la palabra adecuada antes de quedarnos sin ellas.
lo bello humano
Una dinámica debidamente grupal reúne información privilegiada sobre las individualidades sometidas al lírico escrutinio: «No soy sino unos ojos donde se petrifica toda tristeza, / un agua límpida que recibe acaso el temblor de una esquila lejana» («Crepúsculo»). Es a través de las intuiciones, las aprensiones y los errores de esta poesía que emerge un retrato de las alegrías y los desafíos de una relación pormenorizada y sensible con lo novedoso y lo desconocido: «Córdoba / de sombra y cal, ciudad de espasmo y vidrio» («Ciudad»).
Estos versos forman el palimpsesto de una tradición fallida, mientras dan testimonio de las autenticidades de lo renovado: En esta Poesía completa (2011) se revela la falta de fiabilidad del poeta no en sí mismo, sino en el turbio empeño de la lírica: «Voz de Málaga metales desparrama / en vitrales de tarde y sombras incipientes» («Catedral de Málaga»).
Aflora en ella la noción de que los poemas son zonas inconstantes en las que es difícil encontrar respuestas, significados e incluso eventos definitivos de «lo perenne, / en cristales partidos / de pura sensación / desnuda» («Donde el sol viva»). Este libro de poemas reunidos no solo muestra una cara diferente del poeta a cada nuevo lector —e incluso, en ocasiones, las nuevas facetas de un discurso que creíamos conocer— sino todo un estilo que trasciende sus propias limitaciones, en el poema homónimo: «Lo bello humano. El arque-
tipo de carne, / lo que extasía y arrastra la mirada / lo que llama a besar».
En él, sentidos y significados escapan de sus nichos, infiltrándose, haciéndose eco unos de otros, liberándonos: «Filtros de luz / vagas resurrecciones / de lo ido con los años» («Torremolinos»). Lo que se obtiene a cambio de su frecuentación es un símbolo solipsista de los caminos no tomados en esta era de identidades y certi-
dumbres huecas, «el pensamiento ido / por lenguas de tiempo hasta encontrar la nada» («Sólo el hombre»).
No se intenta habitar estados mentales, sino ahondar en las sentimentalidades en busca de hogar de su interlocutor, que sustituye la libertad perdida por el recuerdo de la juventud evocada: «La poesía de Bernier va adelgazando en la forma y aumentando en aire metafísico», sostiene en el prólogo el doctor en Lenguas y Culturas y licenciado en Filología Hispánica Daniel García Florindo (Córdoba, 1973), «como una cuerda que va deshilachándose conforme gira en el tiempo de vida hasta convertirse en una hebra luminosa y esencial».
a la luz pura
Estas historias dentro de la Historia de España en la crisis (no solo) económica de la Posguerra Española (por cierto, todas ellas convincentes; dignas de novelas en sí mismas) desempeñan una variedad de funciones y plantean una cantidad ingente de preguntas: «Esta tragedia muda de la sensualidad reprimida, sufriente», afirma el interlocutor, «me hace sentir, a la par que la angustia, una voluptuosidad espesa».
Se establecen el dictado de la intimidad, el espacio compartido de los momentos de creatividad que favorecen la conexión perpetua: «Haré que mi senda escondida triunfe unida a este mar y tierra de belleza sobre el escenario humano de cuchillos». La decisión lúdica de huir hacia la lírica permea una prosa natural, continúa, precisa, que se deleita en jugar con el doble de sí misma: «Escribo para los demás, sí. Para los demás y para mí. Late en estas notas un interés que casi todos encuentran injustificable, por algo feo, horrible».
De las entradas de este diario se desprende que, en cierto sentido, emerger de ellas es una forma de acceder al interior: diferentes, si complementarias, formas de crecer hacia adentro implican maneras de florecer
hacia lo profundo, de afirmarnos en lo que se disgrega, «la alegría [que] brota bajo el cielo, bajo el sol. Un baño tibio, en el río, termina por llenar mi cuerpo de una animal y sana felicidad».
Serpentea introspectivamente la narrativa en primera persona. Soliloquios reflexionan sobre conversaciones los demás, con los que «no hacemos sino buscar paralelismos y contrastes, siempre con una duda sobre nosotros mismos». Una música puramente verbal patrulla una fisicidad que controla lo que se mueve libremente, conectada a una algarabía interior, felizmente intachable: «¡Qué amargo ser diferente! ¡Cambiar de vida! He aquí un deseo inconseguible. Libre albedrío. ¡Qué sarcasmo!».
Contra la pasividad, la sumisión, la paciencia y la conformidad avanzan las estrategias de supervivencia de esta escritura. Intrínsecamente móvil, el Bildungsroman se desarrolla trazando caminos hacia la maduración de «la belleza repartida entre la luz y la sombra; calles, barrios, jardines, río, cielo; todo en unos ojos que constituyen la única parte viva de mi ser sin voluntad».
¿Cómo hablar de elección cuando no es posible elegir? ¿Qué legado dejar atrás cuando vemos mermada la capacidad de ejercer nuestra voluntad?: «La naturalidad, lo virginal de los contactos, hace derrocharse en soledad o mutuamente la felicidad del orgasmo o la encantadora lujuria del toque, el beso o el abrazo, a la luz pura».
En este intemporal Diario (1918-1947), logra el cofundador de Revista Ardor, en la que colaboraba el también poeta Ricardo Molina, que el tiempo avance y retroceda a voluntad, lo que contribuye al sentido último de una literatura zig-zag que nos sigue transportando en círculos, en lugar de arrojarnos a la conclusión en línea recta.
escondites del ego
Se sabe que el grupo Cántico fue experto en combinar arte, actuación y destreza: los mejores libros de dicha generación exploran significativamente las distintas
conexiones entre las diferentes habilidades. En las mejores páginas de Pablo García Baena, Ricardo Molina o Vicente Núñez la importancia de la escena queda cristalizada en la metaliteraria reflexión sobre el escenario.
A su vez, la naturaleza revela y oculta la identidad de Juan Bernier en sus libros de poemas: «¿Qué hay en los olimpos de la ceguera, / tras los números sacros, los laberintos de cálculos, / la nada fría del mito, el dedo cercano de la muerte?» («Nada»). En sus poemarios, el creador se conmemora trascendiendo la experiencia de crecer en un mundo que insiste en arrojarlo a los márgenes.
Frente a los rechazos de la sociedad, este outsider de sí mismo alude a su propia, intrínseca e intransferible peripecia, dirigida al «tú» ausente de la presión interna. Plagado de anhelos paganos y sagrados desdenes, el camuflaje sensual diríase más propicio que trasnochado, más necesario que frívolo, en paralelo a un homoerotismo abigarrado: «Su doble carácter, íntimo y artístico a un tiempo, es el que impulsa a su autor a modelarlo hasta alcanzar una formulación lo más próxima posible a la belleza y a la verdad», sostiene Juan Antonio Bernier (Córdoba, 1976) en la nota previa a la edición de 2011.
A los treinta y cinco años del fallecimiento del escritor andaluz, seguimos devorando las palabras que escribiera como si fueran frutos prohibidos, que saben más de lo que cuentan, que omiten más de lo que revelan. Quién sabe qué encontrará cada lector entre sus páginas: lo único que podemos decir con seguridad es que el viaje de descubrimiento que nos proponen merece la pena.
Sus mejores poemas y las entradas de su dietario, reeditados por Pre-Textos en su colección La Cruz del Sur, son, en esencia, escondites del ego: revelan y ocultan al mismo tiempo. La realidad, asaltada por el poeta como si fuera una caja de sorpresas, ofrece al prosista los medios necesarios para disfrazarse. Las teorías estéticas que ambos volúmenes postulan dan paso a las prácticas de la trascendencia, mientras se aportan indicios de que algo elevado y esperanzador está a punto de tener lugar.
Una aproximación al concepto de vida-muerte-supervivencia
en Humberto Maturana y Jacques Derrida
Por moisés Galindo
El cuestionamiento de la metafísica tradicional y la crítica a determinados presupuestos epistemológicos está en la base de la obra de Humberto Maturana y Jacques Derrida. No deja de ser curioso que desde ámbitos e intereses aparentemente alejados —Maturana desde la biología, y Derrida desde la postmetafísica— se interroguen por aspectos similares, si no coincidentes en muchos casos. Se trata, en los dos casos, y esto es aquello que los une, de pensar la entidad de lo vivo/el vivir de forma diferente a como normalmente estamos acostumbrados. Si nos ceñimos al concepto de lo vivo y el significado de la supervivencia —o sobrevida como se la designa también— veremos que, tanto Maturana como Derrida, comparten determinados intereses y prestan especial atención a conceptos que sus respectivas ramas del saber ignoran o desestiman.
En el caso de Maturana es central tener en consideración dos experiencias de la infancia que marcaron su futuro como biólogo y epistemólogo. El descubrimiento de la posibilidad de lo vivo y no-vivo en un ser: «Varias veces tuve tuberculosis y la gravedad de esta enfermedad fue lo que muy tempranamente me hizo reflexionar sobre la relación entre la muerte y la vida. Me acuerdo que a los catorce años escribí un poema sobre la diferencia entre un cadáver y una piedra; el cadáver no es igual a la piedra porque estuvo vivo. El hecho de ser vivo, por tanto, no es una cualidad de la materia. ¡Pero qué es el ser vivo, me preguntaba yo, si uno puede dejar de serlo?». Y la segunda experiencia, dentro de un contexto hospi-
talario, la lectura de Así habló Zaratustra de Nietzsche: «… descubrí esa historia bellísima de la metamorfosis del espíritu, donde el espíritu se transforma primero en un camello, luego en un león, y finalmente en un niño. El niño es descrito como el primer movimiento: si alguna vez salgo vivo de este sanatorio, me dije, seré como un niño, será un inicio, un nuevo comienzo».1
En el fondo, estos dos acontecimientos prefiguran la pregunta fundamental que a Maturana le hizo un alumno, y que en su momento no supo contestar: « qué fue lo que empezó hace cuatro mil millones de años como para poder decir hoy que fue el comienzo de la vida». La respuesta en diferido de la comprensión de los sistemas vivos —de «aquella dinámica molecular cuyo resultado es un ser vivo»— y de esa forma común de organización, fue la «autopoiesis molecular»: «Los sistemas vivos se producen a sí mismos en su dinámica cerrada; tienen en común su organización autopoiética a nivel molecular. […] Entonces, cuando a nivel molecular nos encontramos una red de este tipo, cuyas operaciones tienen como resultado producirse a sí misma, tenemos por delante un sistema autopoiético y por ende un sistema vivo».2
Véase aquí cómo Maturana, en el fondo, nos acerca a una nueva epistemología —«un giro ontológico» lo define Francisco Varela en El fenómeno de la vida
1. Maturana, Humberto & Pörksen, Bernhard, Del Ser al Hacer, Santiago: J. C. Sáez, 2004, pág. 52. 2. Ibid., pág. 54.
MOISÉS GALINDO. U NA APROXIMACIó N
(2000)— más preocupada del hacer que del ser; del funcionamiento de lo vivo, que de su entidad trascendente según la filosofía clásica. Lo que apunta Maturana en este desplazamiento de intereses es la imposibilidad de pensar ese exterior —trascendente, metafísico, sagrado…—, como si estuviera ya dado, al margen de los procesos internos que lo fundamentan: «La formulación de la pregunta por el ser implica la aceptación por parte del observador que aquello que él o ella llama lo real existe con independencia de su operar, y pide una respuesta que revele que lo real es el fundamento trascendente último de todo su reflexionar y todo su hacer. Sin embargo, en tanto la pregunta por el ser es una interrogante que busca su respuesta en el ámbito de lo trascendente, es una pregunta que no se puede contestar porque en el estudio de la percepción la biología nos muestra que en el acto de observar y distinguir lo observado, el observador, como ser vivo humano, solo puede traer al existir, es decir, a la mano de su operar, lo que surge con su operación de distinción, y no lo que supuestamente habría ya ahí con independencia de su acto de distinguirlo».3 Un movimiento que desplaza la representación, desde la invención y pregunta por el ser, la esencia, o lo trascendente, a un nivel mucho más pragmático como es la pregunta por el vivir y el funcionamiento del organismo vivo: «La vida, me decía yo, no tiene significado, no tiene sentido, no sigue ningún programa de progreso evolutivo. Mi conclusión, que suena tautológica, era que el sentido y fin de un ser vivo consiste en ser lo que es. El fin de un perro es ser un perro, el fin de un ser humano consiste en ser humano. Me di cuenta que todo lo que le pasa a un ser vivo tiene que ver con él mismo».4 El conocido tat twan asi, «eso eres tú» de los Upanishads —llegar a ser lo que uno es—, parece respirar en el fondo de esta circularidad conceptual del vivir y lo vivo donde la autorrealización, la autoproducción o la autocreación funcionan como piedras angulares, en ausencia de las cuales los organismos mueren: «Un ser vivo es, por tanto, un ente
3. Maturana, Humberto & Dávila, Ximena, El árbol del vivir, Santiago: escuelamatríztica/MVP editores, 2015, pág. 38. 4. Maturana, Humberto & Pörksen, Bernhard, Del Ser al Hacer, Op. cit., pág. 52.
discreto que existe como una totalidad en interacciones recursivas con el medio que lo hace posible, y que surge congruente con él en el fluir continuo de la realización de su autopoiesis molecular en la arquitectura dinámica de la unidad ecológica organismo-nicho que integra, de modo que cuando esto deja de suceder la autopoiesis molecular y el ser vivo muere». O, también: «El vivir de un ser vivo ocurre solo mientras los cambios estructurales que se producen en la unidad ecológica organismo-nicho que integra siguen un curso en el que no se interrumpe la realización de su autopoiesis molecular. Cuando esto deja de suceder la unidad organismo-nicho se desintegra, el nicho desaparece y el ser vivo muere».5
Supervivencia y continuidad, en el caso de Maturana, como algo inscrito estructuralmente en el vivir; en el fluir recursivo de los organismos vivos, y que la biología intenta explicar alejada de todo significado trascendental; manteniéndose fiel a la pragmática del método científico y a las coherencias operacionales que intenta desentrañar.
Es sobradamente conocido el impacto que sobre el pensamiento contemporáneo ha tenido la obra de Jacques Derrida. Como confiesa al final de su vida de forma ambivalente a Jean Birnbaum en una excepcional última entrevista, Derrida duda de la pervivencia de su obra: «> tengo la sensación de que quince días después de mi muerte ya no quedará nada. Excepto aquello que ha sido guardado mediante depósito legal en la biblioteca». Pero también de que aún «no se ha comenzado a leerme»; de que su herencia continúa viva en todos los grandes lectores que ha convocado y acompaña a su obra6. La propuesta del autor de La voz y el fenómeno (1967), La escritura y la diferencia (1967) o De la gramatología (1967) pone patas arriba la metafísica tradicional con otro giro epistemológico —comparable al de Maturana, aunque con intereses diferentes— que torpedeaba los fundamentos del pen-
6. Derrida, Jacques, «Estoy en guerra contra mí mismo. Entrevista con Jean Birbaum», (Le Monde, 19/08/2004), A parte Rei. Revista Electrónica de Filosofía, n.º 37, 2005, pág. 5.
samiento filosófico predominante hasta entonces. Derrida subvierte la forma de pensar tradicionalmente el ser, lo que es, cuestionando los acólitos que lo acompañan: el logos —la cercanía y presencia del yo en la conciencia a través del habla—, la identidad como juego de oposiciones, simulacros y repeticiones en ausencia de un origen ideal; la arbitrariedad del signo —en la línea de Saussure y el estructuralismo— que pone en tela de juicio el concepto de representación al estar vinculado a la articulación de sus relaciones y diferencias; el privilegio de la voz en detrimento de un inacabable juego perturbador de la escritura que muestra la imposibilidad de transformar lo exterior en sentido. Ese hueco, esa brecha o desfase entre la constante apelación a la identidad de un origen perdido y su equivalencia traducida en permanente diseminación de simulaciones, efectos y huellas, estaría en el núcleo del pensamiento deconstructivo, y de esa palabra que lo simboliza y sintetiza: la différance
En diferentes lugares de su obra, Derrida relaciona los términos vida/muerte/supervivencia —o sobrevida— para referirse a un concepto estructuralmente inscrito en nuestro vivir. En La voz y el fenómeno, en el apartado IV, «El querer-decir y la representación», Derrida escribe lo siguiente en relación con la concepción del signo en la fenomenología de Husserl: «La relación con la presencia del presente como forma última del ser y de la idealidad es el movimiento por el que transgredo la existencia empírica, la facticidad, la contingencia, la mundanidad, etc. Y en primer lugar, la mía. Pensar la presencia como forma universal de la vida trascendental es abrirme al saber de que en mi
ausencia, más allá de mi existencia empírica, antes de mi nacimiento y después de mi muerte, el presente es […] Es, pues, la relación con mi muerte (con mi desaparición en general) lo que se esconde en esta determinación del ser como presencia, idealidad, posibilidad absoluta, de repetición. La posibilidad del signo es esta relación con la muerte». Y en el apartado VII, «El suplemento de origen», esto otro que lo completa: « no tengo necesidad de la intuición del objeto Yo para comprender la palabra Yo. […] La idealidad de la Bedeutung [Significado] tiene aquí valor estructuralmente testamentario. Y del mismo modo que el valor de un enunciado de percepción no depende de la actualidad ni incluso de la posibilidad de la percepción, igualmente el valor significante del Yo no depende de la vida del sujeto hablante. Que la percepción acompañe o no al enunciado de percepción, que la vida como presencia a sí acompañe o no al enunciado del Yo, esto es perfectamente indiferente al funcionamiento del querer-decir. Mi muerte es estructuralmente necesaria al funcionamiento del Yo. Que esté además “vivo”, y que tenga certeza de ello, esto viene por añadidura al querer-decir».7 Es a través de este juego de espejos entre la realidad y su representación, en donde la dicotomía vida-muerte (la vida la muerte, para Derrida, sin ningún tipo de signo entre ambas que las separe: «… donde la muerte define la esencia como proceso dialéctico de la vida conservándose en vida, como vida, produciéndose y re-produciendo, etc.») operará como núcleo duro en el proceso de nuestro vivir, que Derrida se referirá al término supervivencia como una cuestión que no solamente lo ha obsesionado de forma personal, sino que atraviesa constantemente su obra: «Siempre me interesé por esa temática de la supervivencia, en la cual el sentido no se añade al vivir o al morir. Es originario a: la vida es supervivencia. Sobrevivir en sentido corriente quiere decir continuar viviendo, pero también vivir tras la muerte. […] Todos los conceptos que me han ayudado a trabajar, destacadamente aquellos como el trazo o lo espectral, estaban ligados a “sobrevivir” como dimensión
7. Derrida, Jacques, La voz y el fenómeno, Valencia: Pre-Textos, 1985, págs. 104 y 158.
estructural. Esta no deriva ni del vivir ni del morir».8 Cristina de Peretti, buena amiga de Derrida y una de esas grandes lectoras de su obra, lo sintetiza de forma magistral en su imprescindible Jacques Derrida. Texto y deconstrucción: «La vida ha de sobrevivir por medio de la economía de su propia muerte, repitiéndose inerte, constituyendo conciencia. Pues las rupturas que amenazan la vida solo pueden ser contenidas repitiéndolas por medio de un rodeo. La memoria, la defensa, es así lo que constituye originariamente a la vida […]. No hay vida metafísicamente originaria y luego defensa sino que la vida está ya originariamente constituida por la muerte. La vida es originariamente huella, diferición, retraso, rodeo».9
En La vida la muerte (Seminario 1975-1976) (2022), Derrida profundiza en la cohabitación vida/muerte y el estatuto de lo vivo, releyendo, entre otros, el libro de François Jakob La lógica de lo viviente (1977). Derrida y Maturana parecen aproximarse al pensamiento de lo vivo alejándose de un discurso científico impregnado de logocentrismo que apela constantemente a la referencia de una esencia —Vida, Génesis…— que desborda su objeto de estudio. Como si, en el caso de Derrida, la posibilidad/dificultad de ensamblar términos como producción/reproducción (según él, esa cualidad de lo viviente ya desde Hegel), reproducción/auto-reproducción, nos volviera a situar en su cadena infinita hasta un origen esquivo a la manera de un texto donde autor y firma aparecen tachados. Así describe las contingencias a que se enfrenta la genética: «Sucede con el código genético lo mismo que con una lengua: aunque las relaciones entre “significante” y “significado” sean producto del azar, una vez establecidas no pueden cambiarse. Estas son las cuestiones a las que la biología molecular intenta dar respuesta. Pero nada indica que alguna vez se conseguirá analizar la transición entre lo orgánico y lo viviente. Quizás ni siquiera se pueda apreciar la probabilidad que tenía un sistema vivo de aparecer sobre la Tierra».10 La imposibilidad de poder fijar ese acontecimiento, de que la lógica del discurso de la ciencia pueda explicarlo completamente, es consustancial a la forma de una exteriori-
8. Derrida, Jacques, «Estoy en guerra contra mí mismo. Entrevista con Jean Birbaum», Op. cit., pág. 2.
9. Peretti, Cristina, Jacques Derrida. Texto y deconstrucción, Barcelona: Anthropos, 1989, pág. 100.
10. Derrida, Jacques. La vida la muerte, Op. cit., pág. 173.
dad irreductible y todo el tejido de simulacros, trazos y huellas que desencadena.
En el caso de Humberto Maturana, el desplazamiento conceptual consiste en permanecer —una vez establecida la incapacidad de acceso a una supuesta realidad independiente al margen de los mecanismos cognitivos que la generan— lo más pegado posible a la praxis del vivir, y describir sus relaciones y congruencias: «[…] es solo de los haceres de nuestro vivir de lo único de lo que podemos hablar en el hacer del hablar porque lo que, en último término, está en juego siempre, son los haceres del vivir-convivir en los distintos espacios sensoriales-operacionales-relacionales de la realización de nuestro vivir».11 Y la muerte de un individuo, la desaparición de un linaje o la extinción de una lengua tiene que ver precisamente con la quiebra de la unidad de su flujo dinámico, con la imposibilidad de conservar las coherencias internas que lo constituyen. De la coimplicación vida/muerte —aunque Derrida parece otorgarle un significado mucho más enraizado a lo constitutivamente originario, a lo estructuralmente inscrito en nuestra existencia— deriva el concepto de supervivencia. Expresión que, tanto en el caso de Derrida como en el de Maturana, apunta a una afirmación incondicional de la vida, a una continuidad sin reservas que nos sostiene, finalmente —¿inconscientemente?—, desde la emoción de un amar orientado al porvenir.
Antonio Gamoneda y Eduardo Moga son amigos desde hace tiempo. De hecho, fue Gamoneda quien en 2008 envió a Moga un sobre que contenía un libro, Poemas (1927-1987) de un autor desconocido no solo para él sino para el gran público, con una breve nota que decía simplemente: «Lee esto». Un libro desconocido de un autor también desconocido, Basilio Fernández, publicado en una editorial, Llibros del Pexe, ya desaparecida en aquel entonces. Ese fue el germen de la tesis doctoral de Eduardo Moga, cuya poesía comparte temática, tropos y pensamiento con Fernández y Gamoneda.
Antonio Gamoneda nació en Oviedo en 1931. Al cabo de un año quedó huérfano de padre y la pequeña familia, su madre y él, se trasladó al extrarradio obrero de León, que era también una zona rural en los tiempos anteriores a la guerra. Debido a los apuros económicos familiares el autor no pudo completar sus estudios y en 1945 entró a trabajar de recadero en una oficina bancaria, donde permaneció veinticuatro años ocupando distintos puestos. Marcan su poesía la formación literaria autodidacta, la militancia antifranquista, la desaparición de sus amigos bajo circunstancias trágicas y la vida retirada, lejos del mundillo poético nacional.
Eduardo Moga, poeta, escritor y traductor, nació en Barcelona en 1962, es licenciado en Derecho, doctor en Filología hispánica y habla varios idiomas.
¿Qué podían tener en común estos dos hombres de distinta generación, uno rural, otro urbano y cosmopolita, que escriben bajo el influjo de sus respectivos paisajes leonés y mediterráneo y cuyas vivencias son radicalmente distintas? ¿Qué les une además de la luminosa, profunda poesía que los dos escriben y de su asombrosa prolificidad? A primera vista, muy poco y, sin embargo, tienen muchas características comunes y algunas diferencias.
La similitud más obvia sería el uso de la imposibilidad lógica, como ya señaló Casado, en el epílogo a Esta luz, la poesía reunida de Gamoneda publicada en Galaxia Gutenberg. Hay en ambos un continuo emparejamiento de opuestos. Oxímoron, sí, pero en realidad va mucho más allá porque la luz oscura, la esperanza en medio de las calamidades vitales, exógenas y endógenas, no es solamente una imagen, sino una manera de pensamiento en simbiosis con una poética meditada, estructurada y descrita.
Pareciera que en poesía confesional no se pueda escribir desde la felicidad y, sin embargo, su tristeza, «que se encendió como la noche» (Moga; Hombre solo, 2022) es luminosa. La aflicción es deseada o invocada para encontrar el estado de ánimo que resolverá el verso con imágenes de contraste, de claroscuro barroco, como por ejemplo: «solo vi luz en las habitaciones de la muerte» (Gamoneda; Descripción de la mentira, 1977) y «El resplandor y la sombra existen en la misma sustancia» (Gamoneda; Lápidas,1986). Y es que los dos autores escriben desde la biografía de luces y sombras, y la escritura se ancla en los sucesos que ocurren a su alrededor y en la experiencia vital que incide directamente en sus libros.
Al adentrarse en su poesía se hace constante la presencia de la muerte que revolotea sobre sus cabezas y se posa en sus versos, igual pero distinta: para Gamoneda es algo presente desde la infancia, la orfandad del padre, los amigos torturados o muertos por suicidio, las filas de presos republicanos que pasaban por delante de su balcón cuando era niño y que nadie volvía a ver, aunque, a medida que envejece aparece en sus libros la angustia de la desaparición definitiva: la suya. Para Moga es producto del existencialismo con el que se enfrenta a la vida y a su propia muerte presentida a cada paso, a veces deseada: «el cuerpo se desprende de sus asideros y me exhorta a claudicar» (Moga; Tú
S OL MUSSONS. GAMONEDA Y MOGA : MUERTE Y CLARIDAD
no morirás, 2021) e incluso ponderada en sus ventajas e inconvenientes en el poema «Ventajas del suicidio» o «Pero no hay nada». La angustia del fin está en todas partes, hasta el punto que incluso «el asfalto está rabiosamente muerto» (Moga; Hombre solo, 2022) El fallecimiento de los padres de Moga ha dado lugar a Mi padre (2019), en el que el dolor desnuda los versos de imágenes como en ningún otro de sus libros, y a un hermoso poema, «Mientras mi madre se moría» (Moga; Hombre solo, 2022), que aborda la indiferencia del mundo y la banalidad de la vida diaria ante la pérdida profunda y desoladora, tema también recurrente en Gamoneda y por supuesto en clásicos españoles como Jorge Manrique. En la poesía de ambos la muerte, siempre protagonista, envuelve los versos desde la raíz, ya sea en el León de posguerra o en un cruce de semáforos de Madrid, como una constante amenaza fruto del dolor por los finales pasados y futuros. La muerte se escribe como el final del tiempo y es de hecho una losa anticipada: «Eso es el tiempo, una lápida líquida, un monstruo intangible» (Moga; Hombre solo, 2022) y «siéntate ya a contemplar la muerte» (Gamoneda; Lápidas, 1986) o «solo vi luz en las habitaciones de la muerte» (Gamoneda; Descripción de la mentira, 1977).
El miedo visceral es en ambos fruto del camino hacia la muerte inexorable. Sin embargo, el miedo en Gamoneda es un temor cercano que ronda el paso de los días: miedo a los soldados franquistas, a la policía de posguerra, a los secretos necesarios para sobrevivir que obligan a acatar un régimen dictatorial en silencio y que, por otra parte y en irresoluble paradoja, produce remordimientos por no alzar la voz contra la injusticia. El temor de Moga, hijo de la Transición, es intangible: no hay enemigos excepto la muerte misma y el vacío vertiginoso que la sigue. Lo que la antecede sin embargo es para ambos la decrepitud de la vejez: «Queda poco de ti: vértigo, uñas / y sombras de recuerdos» (Gamoneda; Arden las Pérdidas, 2003); «Advertimos el desfallecimiento, la sonrisa deforme, la mugre de los años, los escombros de cuanto creíamos indestructible, el estupor de la vejez» (Moga; Tú no morirás, 2021).
La vejez es traidora, solo apta para valientes, sorprende aunque se espere desde los años verdes, es podredumbre del cuerpo y del espíritu angustiado que
necesita seguir habitando las condiciones físicas y mentales de las que disfrutaba sin darle vueltas a su transitoriedad. La pérdida de la juventud no es solo física, conlleva además la muerte de padres y amigos, la desaparición de interlocutores, «porque lo pasajero es inmutable» (Moga; Hombre solo, 2022) y «Amé todas las pérdidas. / Aún retumba el ruiseñor en el jardín invisible» (Gamoneda; Libro del frío, 1992).
La vejez, avanzada en Gamoneda e incipiente en Moga, «es como el vaso del arrepentimiento», «es un ruido inútil en el idioma que sucede a la juventud» (Gamoneda; Descripción de la mentira, 1977) y «prever lo terrible es fácil: solo hay que mirar dentro» (Moga, Hombre solo, 2022). Para los dos pasan los años, pero el tiempo no pasa porque ese tiempo es el de la búsqueda incesante que no lleva a ninguna parte, dado que la pregunta, ecos de Heidegger, no puede responderse. Ante este vértigo de la nada sin respuestas, ya sea temida o anhelada, aparece la aflicción profunda y endógena que permea toda su obra. Al final, «el poema estabiliza la conmoción y distrae el pánico» (Moga; Hombre solo, 2022). Quedan la hoja de papel y el lápiz como testigos de la angustia: «Es esbelta la sombra, es hermoso el abismo» (Gamoneda; Lápidas, 1986); «la nada se hermosea de tiniebla, una tiniebla rígida» (Moga; Tú no morirás, 2021).
La vejez es, según Gamoneda, blanca; en cambio la muerte es amarilla, del color relacionado con la hiel de los animales sacrificados en el campo durante su infancia. No son los únicos colores de su paleta metafórica: el azul es el abismo, el color del agua para la mujer sin esperanza o el frío del acero de un cuchillo; la posguerra es negra, en general todo el pasado del que Gamoneda intenta huir sin éxito es negro, que es también el color del luto y la tristeza. Para el poeta barcelonés, en cambio, el negro es él mismo y su representación metafórica: «Lo negro soy yo, enharinado de virutas carnívoras» (Moga; El desierto verde, 2010). Otros colores utilizados habitualmente son el gris en todas sus acepciones ciudadanas y el verde de los parques y el campo, aunque para Eduardo Moga el paisaje es un pretexto para proyectar el interior al exterior, un vehículo para salir al mundo desde el yo, única manera en la que concibe su poesía.
Gamoneda no utiliza el paisaje para construir la metáfora, sino que es algo intrínseco, tan parte de su ser como las piernas con las que se adentra en el campo o los ojos con los que observa el cielo. El paisaje está impregnado de un silencio roto tan solo por algún ladrido o la respiración de un moribundo. El silencio es la perfección, a veces difícil de soportar pero siempre bienvenido: «Salgo al silencio y penetro en la hondura de las cosas» (Gamoneda; Exentos II, 1979). El silencio aparece como condición sine qua non para la reflexión profunda. Para Moga no hay silencio y la reflexión tiene lugar en el ruido y a pesar de él: campanas, pájaros,
ladridos, motores, trenes son una constante en su obra. No pasea por el campo; pasea en los parques de la ciudad bajo la sombra de árboles tan urbanitas como los plátanos donde habita el rumor o la algarabía: «… la noche repleta de ruidos que no respiran, de multitudes que no son nadie» (Moga; Hombre solo, 2022).
La soledad, la vejez y la muerte pueden únicamente ser conjuradas a través de la celebración del cuerpo y sus pasiones. El sexo en la poesía de Moga está normalmente separado del amor y descrito al detalle, casi al microscopio. Es la fugaz epifanía capaz de exorcizar la sombra de la muerte. En cambio, rodeado de su familia compuesta
únicamente por mujeres —madre, mujer, hijas y más tarde nieta—, Gamoneda ha de buscar la soledad y el silencio para encontrar un lugar de reflexión. Para Gamoneda la soledad es algo que hay que buscar; Moga la encuentra allá donde va porque la siente dentro de sí mismo aunque el sexo la aleje durante breves momentos: «Qué cansancio ser dos inútilmente» (Gamoneda; Lápidas,1986).
El amor y el deseo tampoco significan lo mismo en la poesía de ambos autores: para Moga las pasiones y miserias del cuerpo se imbrican en el verso y se convierten en una de las principales grandes temáticas. El sexo no sucede junto al amor; por el contrario, el amor vive y crece en el desamor y la ausencia cuando el sexo con la persona amada es inalcanzable. Ese cuerpo ausente ya no está ahí para ser celebrado y ya solamente se puede invocar su doloroso recuerdo: «Y todo queda atado y bien atado / para que no haya hormigas en el silencio, / ni asilo en el amor, / ni misericordia en la agonía» (Moga; Hombre solo, 2022).
Sin embargo, el sexo esporádico es más minuciosamente explicado y detallado cuanto más distante está el alma de la emoción amorosa: «Un milímetro de piel / contiene un infinito de pasión, pero pasión de muerte, / pasión de nada» (idem).
Para Gamoneda el deseo es parte del amor, es decir, el deseo no es deseable por sí mismo y distrae de lo verdaderamente importante: «Es nocivo el deseo; vive en la anterioridad y su virtud es cesar. / Es confusión de la memoria» (Gamoneda; Descripción de la mentira, 1977). El amor, en cambio, es el proyecto de una vida: «mi sueño vive debajo de tus párpados» (Gamoneda;
Libro del frío,1982); «He envejecido dentro de tus ojos; eras la dulzura y el exterminio y yo amé tu cuerpo en sus frutos nocturnos» (idem).
En mi opinión, lo que más une a Gamoneda y Moga son sus respectivas poéticas y su manera única de acercarse al verso. Ambos han dedicado muchas páginas al tema y conocemos bien sus ideas al respecto. Gamoneda detalló su enfoque en El cuerpo de los símbolos (Madrid, 1997), que reúne sus convicciones y las conclusiones sobre lo que es para él la creación literaria. Moga, que cree que ese libro tendría que ser lectura obligatoria en todas las Facultades de Filología, lo ha explicado en numerosos prólogos y epílogos a su obra. Para este, «la poesía ha de arrebatarnos, sin impugnar, no obstante, nuestra lucidez. La poesía es lo contrario del lugar común: es el lugar individual». Para Gamoneda, «estaríamos en que el discurso artístico resulta de la implicación de un discurso musical en un discurso significativo»; es decir, la emoción, el ritmo, las palabras dentro de una estructura sólida y meditada y la ausencia de distinciones entre géneros literarios.
Practican una poesía fluvial de gran caudal que deviene narración lírica. La poesía, aun escrita en el supuesto hermetismo del que se les tacha a veces, es inseparable de la vida y de lo que les acontece en su transcurso, ya no como autores, sino como personas. Las cucharillas que inspiraron la imagen estaban allí mientras se construía el verso, las campanas del monasterio que tocan las horas son reales, la celebración de la vida y la muerte está en sus corazones. En palabras de Moga, «la pasión no hace el verso, pero el verso tampoco se hace sin ella», la pasión no es la sustancia de la literatura, «pero sí la energía que la mueve».
Como ya dije en otro sitio, ambos son desde la aflicción, desde la visión desolada del tiempo cuya única función es acercarnos a la muerte: «Ayer y hoy son ya el mismo día en mi corazón» (Gamoneda; Libro del frío, 1982); «El tiempo no pasa: arraiga» (Moga; Poesía dispersa o inédita, 1996-2003).
Observo en ambos autores una claridad punzante y afilada. No me refiero a la claridad de dos cerebros más que despiertos bendecidos con el don de la palabra, sino a la claridad como certeza y a la certeza de la incertidumbre cuya única vía de solución es la muerte: «Así es la vejez: claridad sin descanso» (Gamoneda; Arden las pérdidas, 2003); «Y cualquier día es mañana / cualquier día es claridad» (Moga; Hombre solo, 2022). En definitiva y en palabras de Eduardo Moga: «Poesía, porque de algo hay que morir».
La llamada «Ley de fugas» fue una ley despiadada que permitía a la policía disparar por la espalda al detenido que quisiera escaparse. Al amparo de esa ley, y pretextando a menudo la huida del prisionero, muchos detenidos perdieron la vida a manos de sus guardianes. El reciente libro de poemas de Juan Lamillar (Sevilla, 1957) lleva ese intencionado título, Ley de Fugas, que es el mismo de su poema inicial; en él, Lamillar crea, a la luz de aquella ley implacable, un poema atrevido, breve y heridor como un disparo, acerca del tiempo que nos tiene atrapados y encadenados sin permitirnos una vida todo lo plena que quisiéramos. Es la lucha del hombre contra el tiempo, de Prometeo contra Cronos. Y la viva imaginación del poeta propone descargar toda la rabia y la impotencia contra ese ladrón, ese eterno fugitivo que es el tiempo, con un certero disparo por la espalda:
Sé un audaz centinela: dispara por la espalda al tiempo que se escapa.
Magnífica imagen, teñida de ironía y desesperación, porque si matamos al tiempo nos matamos también a nosotros mismos. Recuerda a la de otro gran poeta, el italiano Giorgio Caproni cuando escribe: «Si quiere alcanzar realmente / a la presa, decídase. / La presa es usted. / Dispárese». No podemos matar al tiempo, es cierto, pero podemos detener su furia destructora a través del arte. Esta es la respuesta que Juan Lamillar ofrece, como consuelo y amparo, desde sus primeros libros hasta este de hoy. Ha corrido el tiempo, y en este nuevo libro cobra una mayor presencia la «grave certeza» de nuestra fragilidad, y son frecuentes las alusiones a la nada, al vacío y la muerte. La poesía cumple aquí a la perfección con la necesidad de rescatar y preservar cuanto de belleza nos ofrece la vida, «porque a veces nos salva la belleza»,
afirma en el admirable poema «Vida y certeza», que vale por toda una elocuente poética.
La poesía de Juan Lamillar es la propia de un poeta humanista. Su sentido de la fugacidad del tiempo, sus poemas de amor, el elogio a las maravillas del arte, la atención a la piedra antigua (Salónica, Itálica, Hierápolis ), que sigue hablándonos a través de los siglos, coincide con la poesía más clásica de nuestra Edad de Oro, desde Herrera a Villamediana. Temas clásicos, pero vestidos por una nueva modernidad. La palabra poética de Lamillar vive en su tiempo, enlaza con un ilustre pasado pero reactualiza la tradición magistralmente, llevando la frontera de lo recibido hasta los límites de nuestro presente. Testimonio y actualidad a la vez.
Ley de Fugas es la coronación de toda su obra precedente. Cincuenta poemas, agrupados en cinco secciones, y distribuidos en espejo, siguiendo, como en los anteriores libros —Extraña geografía (2017) o La nieve roja (2021)—, una curiosa disposición simétrica respecto al número de poemas contenidos en cada sección. Hasta estos mínimos detalles estructurales son rigurosamente cuidados por Lamillar.
Volvemos a encontrar en Ley de Fugas los temas que le apasionan y que mejor lo representan. Para empezar, la pintura y la música, pero también —no podía faltar— algún poema que se adentra «en el milagro quieto / de la fotografía», como el dedicado a Alfred Stieglitz, y luego los consagrados a la meditación sobre la vida y la muerte, donde encontramos poemas de conmovedora intensidad, como «Un réquiem propio» y los sonetos (que son poemas antes que sonetos) «La llamada» y «El tatuaje», con los que cierra el extraordinario volumen. Y una curiosidad, si se nos permite, para los fervorosos de la métrica. Entre los sonetos que reúne Ley de Fugas, hay uno, «El laberinto», que hace honor a su nombre por la dificultad que reviste, ya que, saltándose la norma no escrita de evitar la rima aguda en el soneto, con ella precisamente terminará los catorce endecasílabos que lo conforman. Atrevimiento superado con admirable naturalidad y destreza. Veamos su primer cuarteto:
A LEJANDRO D UQUE A MUSCO. U N DISPARO DE POES í A
Resuelve el laberinto: sé pincel en la trama colmada del color, lápiz cuando el dibujo sea fulgor, tinta que deje huellas en tu piel.
La presencia del soneto era algo habitual en la obra del poeta sevillano. Recordemos, entre otros, la sección «Cuerpos» de Las formas del regreso (2015), o los seis sonetos amorosos de La nieve roja (2021). Pero otras estructuras cerradas los acompañan ahora, ampliando de esta manera la variedad formal del libro: romances, soleares y algún breve apunte próximo al haiku, como el vibrante «Silencio con nombre»:
Cuando acaba su música, el silencio que llega también se llama Mozart.
La gran sorpresa que aguarda al lector de Ley de Fugas, y muy grata por cierto, es la de encontrarse con todo un apartado, «De Filosofía», con poemas insólitos en Juan Lamillar. Quizás pueda espigarse algún antecedente por otros libros suyos, pero es aquí, por primera vez, donde se lanza con una incisiva y fina ironía a desmontar supercherías; en este caso, en torno a la razón filosófica. El humor hace acto de presencia. Todos los juegos de palabra que la retórica permite para afilar el ingenio aparecen en estos versos: la paranomasia («el plátano platónico», en «Platón certificado»), la parodia ( «y ella bajó los ojos: / desde esa misma tarde / con sabor agridulce a mermelada / fueron novios distantes, / vagamente ontológicos», donde resuenan los conocidos versos de «Adolescencia», de Juan Ramón Jiménez), el calambur («¿Será ahí donde vive / el ser-ahí?», comienzo del poema «Un tal Heidegger», y obsérvese de paso el hilarante título), y, a cada momento, la ironía más refinada, como «Ante la tumba de Kant», en la que se ejemplifica el noúmeno de la Crítica de la razón pura con una burlesca definición del matrimonio: «el encuentro de dos concretas subjetividades, / lo que no podemos conocer del amor». Estábamos acostumbrados a oír en la poesía de Juan Lamillar música sinfónica, pero ahora, en este nuevo libro, apunta también lo que él llama «la leve tarantela» (poema «Italianos»). Una tarantela que asociamos a los collages que el propio poeta realiza como extensión de su creatividad —varios ilustran el interior del libro y la portada— con un impacto original y estético muy eficaz.
El poeta ha hecho suyo este recurso, diríamos, de «entre burlas y veras», para acercarse de una manera crítica a la realidad. Y no solo en la citada sección reservada a la filosofía, sino que lo extiende a otros temas que necesitaba abordar con un mayor grado de libertad. Poemas serios y meditativos (véanse los magníficos «Las estatuas», «La música en lo oscuro» o «Naturaleza muerta») alternan con otros tocados ahora ligeramente por una ráfaga de esa alegre tarantela (caso de «Ley de fugas», «Iniciales Terminales» —que nos trae al recuerdo el poema de las vocales de Rimbaud—, y muy especialmente el romancillo heptasílabo «El viaje», donde el humor quita melodramatismo al final impostergable de cualquier vida). Estos son, con su melancólica chispa, sus últimos versos:
Se va solo el solista: no quiere figurantes. Aunque todos saludan, no lo despide nadie. Está solo en la muerte: todo normal, no es grave. Ya veréis cómo pronto se acostumbra al paisaje.
Lamillar sigue siendo perfectamente reconocible en todos sus registros, en la elegía o en la sátira. Necesitado de un diálogo más directo con el mundo, ha llegado a este estilo desenvuelto que trae un aire nuevo a su poesía. Un giro semejante al que experimentaron en su día algunos poetas de la generación del 50, un Ángel González con sus Procedimientos narrativos, un Francisco Brines con sus Composiciones de lugar o buena parte de la obra de Lorenzo Gomis. Brines dijo de su poesía satírica: «La sátira que he cultivado sigue en la línea de mi poesía en general. No hay ruptura sino continuidad». Es lo mismo que podría decirse del autor de Ley de Fugas. Ha incorporado a su obra un tratamiento nuevo en él, una expresividad distinta que le permite abordar un más amplio marco de referencia. Pero se advierte claramente la continuidad de su poesía.
Los lectores agradecerán un libro como este, en el que Juan Lamillar sabe celebrar la vida con todo lo que tiene de esplendor y belleza y, a la vez, sin cerrar los ojos, dar cuenta con resuelta naturalidad de todo cuanto el tiempo nos arrebata: juventud, fuerza, bríos, certezas… El poeta dispara, pero con la verdad de su palabra poética. El suyo es un disparo de luz que nos permite alcanzar una conciencia nueva, libre de culpas, de nostalgias y de oscuros sofismas.
Estigia
Ángel olgoso
Eolas: León, 2025
262 págs.
Territorios singulares
Por paolo r emorini
Decía Alfonso Reyes hablando con Borges que los textos se editan para dejar de darles vueltas, para dejar de corregirlos, cambiarlos, reescribirlos. Ángel tiene un relato en el que François-René, vizconde de Chateaubriand, vuelve literalmente de su muerte para seguir revisando su autobiografía Memorias de ultratumba Afortunadamente, tenemos nosotros la suerte de que no hay que esperar tanto para ver editados los cuentos completos de Ángel Olgoso, del que ahora celebramos la tercera entrega, Estigia, tras Bestiario y Sideral. Habría que buscar mucho, y posiblemente sin suerte, para saber si algo así ha pasado con anterioridad. No hay autor que vea cómo se publican, en vida, sus obras completas. Ni de los actuales, ni de los pasados (y el libro de Monterroso Obras completas y otros relatos no cuenta, claro, más allá del título).
Ángel Olgoso ha construido, a lo largo de las décadas, un universo propio: un territorio de lo insólito, de lo inquietante, de lo maravilloso y de lo monstruoso. Y, todo esto, desde la belleza más pura y luminosa del lenguaje. Desde sus primeras publicaciones, quedó claro que no era simplemente un escritor de cuentos fantásticos: era un artesano de lo imposible, un orfebre de mundos donde lo real y lo imaginario se confunden en una espiral de múltiples significados. Porque si es verdad, como dijo Borges en una entrevista, que «lo fantástico no está en el estilo, sino en el destino», también es indudable que Ángel trasciende este destino: porque ha conseguido dar a sus cuentos una profundidad existencial, una densidad lírica y un poder simbólico muy poco comunes en nuestros días.
Voy a intentar dejarlo lo más claro posible: Ángel Olgoso no es un autor de literatura fantástica, aunque muchos de sus relatos utilicen temas y recursos narrativos que los autores y autoras de lo fantástico han ido trabajando desde finales del siglo XVII. Lo que él escribe, desde hace ya unos cuarenta años, es literatura. A secas. De la más sugerente, fructífera y hermosa literatura que se haya escrito en España en el último medio siglo. ¿Como explicar si no, y solo para dar un ejemplo, la abrumadora capacidad para hablar de cuatro décadas de guerra civil y dictadura fascista en tan solo trece palabras, título incluido?
Los relatos de Olgoso comparten unas mismas características —la dimensión inquietante, la ruptura de las expectativas del lector, el hábil juego con la incertidumbre y la ambigüedad— y persiguen unos mismos fines —bucear en el lado oscuro de la realidad para desvelar lo que se oculta bajo las apariencias, conseguir que el lector cuestione las bases de la realidad y de su propia conciencia, así como los parámetros con los que suele acercarse a la realidad—. Por todo ello, Ángel Olgoso no solo enriquece la tradición narrativa en español, sino que se ha convertido en un eslabón esencial entre los grandes maestros —como Borges, Bioy Casares o Cortázar— y las nuevas generaciones de escritores que utilizan el ingenio y la imaginación como vía de conocimiento y de arte.
Estigia, este tercer tomo, es más que una recopilación: es un umbral. Quien se adentre en estas páginas cruzará el río oscuro que da nombre al libro y, como en los mitos antiguos, descubrirá los secretos de otros mundos, que en el fondo hablan de nosotros mismos. Les invito a abrir este libro con la disposición del viajero que sabe que no regresará igual que partió. Porque la literatura de Ángel no es un viaje seguro. Es una experiencia de transformación.
Venecos
rodrigo Blanco Calderón
Páginas de Espuma: Madrid, 2025 158 pags.
Venezuela: de cerca y de lejos
Por Bel Carrasco
Venecos es como llaman popularmente a los venezolanos en Latinoamérica, un adjetivo que, según el contexto y la entonación, puede ser peyorativo o afectivo. Este americanismo que comparte vocales con vencejos, ave migratoria que encaja muy bien con el exilio de casi nueve millones de venezolanos, es el que eligió Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981) para titular su quinto libro de relatos. «Venecos es una palabra simpática y sonora, que resume la historia del gentilicio venezolano del siglo XXI: un mirarnos, por primera vez, desde afuera», dice Blanco. «Yo me inscribo en esa corriente de venezolanos que hemos decidido apropiárnosla con humor, sin complejos, y reivindicarla como un modo de nombrar esas nuevas identidades que hoy nos representan.»
Venecos incluye trece historias —es obvio que el autor no sufre triscaidecafobia—, la mayoría publicadas en antologías, revistas literarias, blogs o pódcast, y cuatro inéditas. Fueron escritas a lo largo de los últimos diez años, cerca y lejos de Venezuela, algunas en Caracas, otras en París y en Málaga, ciudad en la que está felizmente instalado y desde donde colabora con ABC Cultural e imparte talleres de literatura.
Protagonizados por emigrados, perseguidos políticos, funcionarios corruptos, son relatos que rondan el mundo literario, algunos sobre cine, e incluyen trazos de autoficción. Temáticas variadas pero que remiten al país que Blanco abandonó visto de cerca y de lejos: «Un proceso doloroso y a la vez renovador de desconocerme y reconocerme en esta nueva vida. Quizás lo único que se ha mantenido firme en este proceso ha sido la escritura, el recurso a ella. Es un espejo que recoge todo, que a veces espanta pero que al final siempre reconcilia». También variado es su estilo, que se ha perfilado y depurado, más austero que en sus primeros cuentos para adecuarse a cada historia.
Los cuentos inéditos son los que más me han gustado. «La simetría escalena de los suicidios», en el que trata de forma muy original un tema delicado, evoca la Escuela de Letras de Caracas de la Universidad Central de Venezuela. Un pasillo en medio de nueve aulas donde Blanco estudió entre los diecisiete y los treinta y dos años, primero como alumno y luego como profesor. Un lugar de encuentro e iniciación fundamental para él que reconstruye sin regodearse en la nostalgia, sino como escenario de una trama sugerente. «Café Rostand» se inspira en una anécdota que vivió en un concurso literario convocado por el diario El Nacional de Caracas. Uno de los miembros del jurado del que Blanco formaba parte irrumpió totalmente borracho y convirtió el rutinario debate en un episodio surreal.
Del cadáver de la paloma solo quedaban las alas.
—Son las gaviotas, sabe?
Así empieza «El extranjero», homenaje a Albert Camus ambientado en Málaga, en el que un encuentro fortuito del narrador con un barrendero en el que reconoce a su antiguo profesor le sirve para detenerse en el drama de tantos compatriotas suyos a los que el exilio les ha hecho bajar en la escala social. El que más me ha llegado al alma es «Leer y escribir», una fábula entre cuento de hadas y de terror protagonizada por Fania, una joven analfabeta que aprende a leer para sorprender a su esposo y la sorprendida es ella al descubrir las cartas de su amante. A través de las peripecias de esta mujer de la limpieza que simula no saber leer ni escribir, Blanco ofrece una interesante visión a contracorriente de la cultura como paraíso y una sutil mirada crítica sobre su país.
Área metropolitana
tirso priscilo Vallecillos
Tenerife: Baile del Sol, 2024 158 págs.
Cartografía narrativa
Por paulo Gatica Cote
En una actualidad dominada por fakes e ¿inteligencias? artificiales, la ficción se ha convertido en el lugar propicio para el cultivo de unas verdades cuya verificabilidad consiste en el planteamiento de caminos insospechados. Ante tal confusión —o convulsión—, hay quienes prefieren trazar unos límites provisionales para indagar en su particular visión del mundo gracias a una práctica ajena a la temida obsolescencia: la escritura. Así pues, en este sentido tan viejo como nuevo, se ubica la obra de Tirso Priscilo Vallecillos (1972), y se encuadra Área metropolitana, su último libro de relatos hasta la fecha. Sin duda, el creador motrileño es un consagrado explorador de los géneros literarios, como queda sobradamente demostrado por una producción que comprende la poesía —Subway, Viejos, Los feroces años veinte, Entrevista a Albert Einstein—, la novela —El discurso—, el cuento/microrrelato —Libro de cocina tradicional caníbal, Cartografía urbana del deseo— y el aforismo —Homo Pokémons y Breve catálogo de autoridades—. Ciertamente, su versatilidad nace de un profundo inconformismo y del rechazo de esa creatividad maquínica que exhiben en la actualidad —Gabriel Zaid mediante— los «demasiados libros» de microrrelatos y de otras brevedades. Por otra parte, el rigor cartográfico de Área metropolitana —título nada inocente— nos resulta familiar, pues esta visión arquitectónica del libro como generador de sentidos había sido ejecutada con brillantez en Subway o en sus libros de aforismos. El interés por el diseño de cuidadas estructuras, en las que cohabitan múltiples formas y voces, redunda en su originalidad. En un primer nivel, dicha voluntad se va a manifestar en la manera en que los relatos están interconectados temáticamente, creando una experiencia coherente con la metaestructura de Área metropolitana. El más de un centenar de microrrelatos —algunos de apenas un
par de líneas, otros de página y media— se distribuyen en cinco secciones de forma equitativa: «Paseo de los tristes» (págs. 13-41), «Avenida de Roma» (págs. 4368), «Barrio del Pilar —Ciudad de la justicia—» (págs. 69-98), «Barrio de Venecia» (págs. 99-125) y «Alameda de Hércules —Basado en hechos reales—» (págs. 127148). En consonancia con el mapa propuesto, los relatos oscilan entre lo íntimo y lo social, lo poético y lo lúdico, lo cotidiano y lo fantástico. Se suceden historias de amor, malentendidos sexuales o afectivos, así como escenas familiares insólitas y críticas al orden económico y jurídico actual.
En un segundo nivel, tal pluralidad compositiva y la autoconciencia genérica desplegada en sus creaciones sostienen la lectura de Área metropolitana como una suerte de manual de instrucciones que, entre otros hallazgos, destaca tanto por la sutileza de los títulos como por la maestría exhibida en los comienzos y en los desenlaces: «Coma y aparte» (pág. 50) o «Un pariente lejano» (pág. 107), por mencionar dos ejemplos sobresalientes. Al respecto, «El despido» (pág. 52) supone una poética implícita del libro: además de una invitación a aprender a leer entre líneas, se nos anima a convertirnos en lectores cómplices y exigentes.
Así pues, Área metropolitana ofrece un fértil mapa de las dispares experiencias del ser humano. Apoyado en un elocuente armazón, el narrador no solo entrelaza con habilidad temas cercanos y universales en microrrelatos punzantes, sino que también nos recuerda con una sonrisa que somos animales simbólicos. Frente a un mundo cada vez más sometido a la razón económica, el lenguaje y la literatura nos proporcionan las herramientas para escapar de la lógica del rendimiento inmediato. Por esta razón, la escritura de Vallecillos nos recuerda el placer de la relectura y del juego por el juego. O, en otros términos: nos hace ganar tiempo incluso cuando la sociedad actual parece empeñada en robárnoslo.
Maria Callas, el adiós a la diva
Fernando Fraga
Fórcola: Madrid, 2017
350 págs.
El adiós a la diva
Por a lbert Ferrer Flamarich
A principios de año, el estreno de María, la película de Pablo Larraín con Angelina Jolie, reavivó el interés cultural por la figura de Maria Callas. En este contexto, recuperamos una biografía publicada hace casi una década por la validez de la perspectiva de su autor y la solidez de su enfoque, que le valió su incorporación al vasto corpus documental dedicado a la diva, enriqueciendo especialmente lo disponible en lengua castellana. Y es que la preferencia del crítico musical Fernando Fraga por Callas ya quedó clara en el último capítulo del libro Simplemente divas (Fórcola Ediciones, 2015).
En un desarrollo prosaico y locuaz en el que abundan pequeñas digresiones sobre personajes, hechos y datos curiosos, el autor elaboró un libro fermentado por su veteranía, su apasionamiento y su capacidad para hacer entrañable la evocación de un personaje único, a veces contradictorio, y que supuso una revolución interpretativa en el campo lírico. Incide en sus años de juventud y comenta las funciones y recitales a partir de testimonios escritos y de su propio conocimiento a partir de las grabaciones —oficiales y piratas—. Esto último, transversal y abundante en todo libro, Fraga lo remata en el capítulo final estableciendo un recorrido desde los documentos audiovisuales y óperas filmadas hasta la incursión de la soprano en el cine, así como del cine en el mito de la Callas. Igualmente destacan capítulos como el extenso y fundamental sobre las actuaciones en La Scala de Milán, así como los comentarios de análisis vocal y canoro que son, sin duda, lo más sugerente. Ello aparece hilvanado en un esfuerzo por contrastar datos y escrutar distintas versiones históricas de un mito que no escapó al sensacionalismo y la repercusión mediática.
Este «adiós a la diva» es uno de aquellos fértiles libros surgidos de la sabia pluma de quien el discer-
nimiento y experiencia organizan un relato fluido, intenso y que aúna espíritu crítico, divulgación e información exhaustiva, con puntuales toques de humor y sarcasmo como el dirigido a Barbara Heindricks (pág. 242). Al margen de la abundancia de capítulos de distinta extensión (veintinueve en total), cabría haber subdividido en apartados determinados sucesos para clarificar la estructura del hilo discursivo logrando un planteamiento más pedagógico para el lector. En especial para el melómano neófito o poco conocedor del mundo callasiano.
En este sentido no se trata de un libro con metodología académica en la organización del contenido a la manera de, por ejemplo, Jaume Radigales en su biografía de Victoria de los Ángeles, Una pel cant. Un cant a la vida, en el que separa la faceta profesional y personal del comentario interpretativo de los roles y su discografía. No obstante, esta monografía sobre Maria Callas no es tediosa y aburrida como otras publicadas a lo largo de la última década en torno a grandes figuras de la lírica. Muchas de ellas, por cierto, acabaron siendo una soporífera redacción de actuaciones y extractos de críticas sin aprovechar una información más propia de una base de datos. Al contrario, el texto en sí es ameno y solo puede resultar algo exigente en ciertas digresiones o en los comentarios sobre la interpretación musical. Ante esto y con absolución, cabe recordar que trabajos como el presente no solo informan, también forman. Dentro de la decorosa línea de Fórcola Ediciones, la lectura es ágil gracias a un diseño utilitario y una tipografía de letra cómodamente visible para un libro que complementa y, en parte, sintetiza lo publicado en español. Lo que se le ha escapado a la editorial —propuesto o no por el autor— es un índice onomástico de las obras citadas —no son pocas las novedades de los últimos años sin una herramienta básica como ésta—. Del mismo modo se echa de menos un listado de las grabaciones —oficiales y piratas—, por lo menos, de las muchas citadas y comentadas por Fraga con expeditivo talante. Ello fundamenta un ejercicio a la altura de lo que caracteriza a uno de los buenos comentaristas líricos españoles de los últimos decenios, no siempre suficientemente reconocido ni remunerado en este difícil campo cultural en España.
Un viaje por el cine fantástico y de terror Vol. 1 y 2
lluís Vilanova (coord.)
Applehead Team: Benalmádena, 2023 y 2025 692 y 846 págs.
Fantasías y pesadillas del siglo XX
Por José a bad
Decía André Breton que lo fantástico no existe… que todo es real. No exageraba. Las fantasías más extremas, alumbradas por nuestras inquietudes más íntimas, forman parte de la harina con que amasamos el pan nuestro de cada día, condicionando nuestra existencia. La ficción es sencillamente la pantalla donde proyectamos nuestros miedos. Así pues, cualquier recorrido por la historia del género fantástico y de terror debe forzosamente pedir cuentas a la sociedad de su tiempo. No puede hablarse de la novela Drácula sin hacerlo además de la Inglaterra victoriana que la vio nacer; sin embargo, Nosferatu (1922), pese a ser un plagio de la obra de Bram Stoker —un plagio inspiradísimo, todo sea dicho—, echa raíces en la Alemania inestable de entreguerras. La versión de Drácula de 1931 está condicionada por el paso del cine silente al cine sonoro —de hecho, este film se basa en una adaptación teatral muy aplaudida en Broadway, no en la novela—, y el Drácula de 1958 hubiera sido inadmisible en un período de menor osadía como el que vivía entonces Reino Unido. El texto no se entiende plenamente fuera de contexto. De resultas, los dos volúmenes publicados hasta la fecha de Un viaje por el cine fantástico y de terror ofrecen un doble itinerario —cinematográfico e histórico— a lo largo del siglo XX a través de esas fantasías y pesadillas que cineastas de todas las latitudes han invocado en las pantallas. El primer volumen inicia en los albores del cinematógrafo y nos lleva hasta la órbita del planeta Júpiter junto a la tripulación de 2001: Una odisea del espacio (1968); el segundo volumen recoge el relevo para continuar el recorrido por las décadas sucesivas, tan intensas. Es un viaje, sin duda, apasionante. Hay mucho y buen cine en estas páginas, y análisis pormenorizados de los momentos clave que ha conocido el género en esta centuria. En el primer volumen se trata extensa-
mente el expresionismo alemán, el ciclo con monstruos clásicos auspiciado por Universal Pictures, el boom de Hammer Films, etc. En el segundo, por su parte, se ocupa de aquel Big Bang planetario que fue La guerra de las galaxias (1977), los zarpazos del slasher o las producciones Amblin Entertainment, que parecen haber marcado a fuego a toda una generación de cinéfilos peterpanes. No hay obra de relieve o de enjundia que no esté incluida en este monumental proyecto capitaneado por Lluís Vilanova.
Hay títulos y autores que tienen un hueco asegurado en cualquier antología de estas características —pienso en Tod Browning, Val Lewton, Terence Fisher, Stanley Kubrick, John Carpenter, David Lynch et alii— pero Un viaje por el cine fantástico y de terror no se contenta con recorrer los caminos trillados por la crítica, sino que se adentra en los bosques umbríos de otras cinematografías menos conocidas, necesitadas igualmente de una revisión crítica, desde la Escuela del Terror italiana hasta las aportaciones de nuestro Fantaterror, que dio una visión oblicua muy singular de los estertores del franquismo, pasando asimismo por el cine fantástico realizado en la Unión Soviética, en tierras de México o en el lejanísimo Japón. Resulta difícil resumir en unas pocas líneas lo mucho que atesoran estos dos gruesos volúmenes. Un viaje por el cine fantástico y de terror es un auténtico festín para los cinéfilos en general, los lectores curiosos en particular y todos cuantos hayan sentido alguna vez la miel del asombro o la hiel del miedo en los labios.
El espejo de lo maravilloso pierre mabille
(Traducción de Adrià Pujol Cruelles)
Atalanta, 2024
164 págs.
En el extremo del movimiento vital
Por José de m aría r omero Barea
Casi siempre, la historia que consideramos oficial suele ser un dechado de conquistas y heroísmos, aunque la mirada omnisciente que algunos autores independientes aportan al relato estatal expone realidades ocultas a la vista: «Lo maravilloso no reside en el equilibrio racional ensalzado por los clásicos, el cual puede parecer tan extático como la muerte». Disquisiciones sobre la higiene mental informan las crónicas de simulación del escritor galo Pierre Mabille (Reims, 1904-París, 1952).
Como ocurre con cualquier desplazamiento hacia un lugar desconocido, acceder al mundo del médico y escritor francés requiere cierto grado de distanciamiento: «El afán de poder y el odio al pueblo hacen que los individuos carentes de escrúpulos y los dictadores envilezcan a la humanidad para disfrutar de la momentánea sensación de situarse por fin en un plano superior». Una vez aclimatados, sus lectores caemos bajo el hechizo de las voces del profesor de la Escuela de Antropología con la sensación de habernos aventurado en un lugar de inusual de sobrenatural entereza.
Su prolija inventiva combina cuentos y leyendas indios, árabes, finlandeses o australianos. Amalgama lo divertido y lo profundo el volumen El espejo de lo maravilloso (1940; Prólogo de André Breton), un constructo que cambia de forma mientras observa y nos escucha, abrazándonos con la ternura que los objetos muestran por los seres humanos: «El auténtico poeta, también esclavo, incapaz de soportar el horror universal, incapaz de transigir, sabe lo profundo que es el abismo».
A pesar de sus vuelos imaginativos, o gracias a ellos, este recuento surrealista alude a la historia espacial de un espacio real, que otorga al resultado una extraña veracidad: «A pesar de las derrotas, el ser humano se mantiene en pie e incluso está en camino de alcanzar lo maravilloso».
En el cruce de caminos donde se encuentran (o divergen) la antropología, la sociología, la poesía y la medicina, algunos de los hechos que relata Mabille parecen inventados: «El Maestro ha realizado el viaje simbólico más allá de la muerte para renacer en la forma purificada de su nuevo rango. Se supone que comienza una nueva existencia».
Citas de Goethe, Julien Gracq, Kafka, Ovidio o Platón envían al espacio sus mensajes de interestelar humanidad a los extraterrestres del planeta Tierra, postulando un acercamiento a la totalidad de las civilizaciones, dejando atrás los cantos de sirenas y las risas enlatadas de la posmodernidad: «Lo que el hombre había ido a buscar más allá de los siete mares no era oro. La riqueza, tan efímera, le llegó en forma de gratificación durante su viaje de regreso».
Los narradores-objeto de un afán enciclopédico (que encapsula fragmentos de Lewis Carroll, William Blake o Rimbaud) se acompasan con el lenguaje de las matemáticas, la física o la metafísica. Sus puntos ciegos y sus deficiencias no son diferentes de las nuestras: «Solo el poder de los espíritus impulsa al viajero. Tal es el extraño destino reservado a ciertos eruditos y magos».
Consciente de que expresar adecuadamente la vida en palabras supone emular con perspectiva el mutismo de la muerte, Pierre Mabille cuenta sus historias desde la mudez, como si abrir la boca fuera la aventura más audaz que podemos emprender: «El problema es que lo fantástico casi siempre cae en el orden de la ficción intrascendente», concluye Breton en el prólogo, «mientras que lo maravilloso ilumina el extremo más alejado del movimiento vital y comprende todo el ámbito de las emociones».
Se esfuerza el que fuera médico clínico en varios hospitales de la capital del Sena por describir el paisaje de la enajenación, sus luces y sombras: «¿Qué cámara es más sagrada que aquella en la que se desarrollan los procesos mágicos del amor?». Inanimados entes que han sido lanzados al espacio exterior de un libro, los interlocutores en primera persona de El espejo de lo maravilloso residen en la Estación Espacial de la Mundial Perplejidad.
La era espacial. Aforismos y fragmentos (2000-2025)
Juan Varo Zafra
Cuadernos del Vigía: Madrid-Granada, 2025 124 págs.
Pellizcar el pensamiento
Por José i gnacio Fernández d ougnac
Siempre he creído que los buenos aforismos surgen una vez que su responsable posee un importante bagaje cultural y vital, cuando ya está cicatrizado por los quebrantos y las satisfacciones de la experiencia. Sin embargo, compruebo mi errónea apreciación al leer esta cuidada antología de los punzantes «fragmentos», llamémosle así, de Juan Varo Zafra. Y digo esto porque desde que presentó, con treinta y un años, su primer título, Jugador de ventaja (2000), hasta su última entrega, El demonio meridiano (2021) —sin olvidar Desaforado (2002) y Mudo pez en el mar (2011)—, Varo ha demostrado, desde el principio, poseer una evidente madurez vital y literaria. Su voz no acusa caídas ni se estanca en el cultivo de la simple ocurrencia, una de las mayores trampas en las que se precipita el aforismo de bajo vuelo.
Jugando constantemente con las más sólidas características del género, nuestro autor lo lleva a su terreno, retorciéndolo y situándolo más allá de unos determinados límites, hasta lograr unos textos mar-
cados por su propia impronta e ingenio. Por ejemplo, pensemos en la brevedad. Para Varo no consiste en que el aforismo posea un mayor o menor número de palabras, sino en algo más sutil: que no acuse nunca sobrepeso. Nada debe ser superfluo: «El elogio de lo accesorio es el peor de los desdenes». A partir de aquí, podemos encontrar textos de media línea y de una página, lo mismo que aforismos que son dos o tres en uno, o meros bocetos para un ensayo. En cualquier caso, contienen todos y cada uno la contundencia de un dardo lanzado a la inteligencia del receptor, dejando, en la mayoría de los casos, esa obligada ventana abierta al razonamiento, al diálogo o a la sana discusión entre lector y escritura, porque «El lugar del aforismo no es el texto sino el vacío».
Por su riquísima variedad temática, La era espacial, que además añade una serie de inéditos bajo el título Tiranías serviles (2024), se convierte en otro irreverente y acertado «oráculo manual y arte de prudencia» que, tras ordenar, sabiamente distorsiona las conciencias, o distorsionándolas, las ordena. Su incisiva ironía traza un arco que va desde inventivas extraídas del mismísimo barril de Diógenes, apuntando, a veces, a una «desaforada» teología que recuerda a Cioran, hasta la clara defensa del misterio de la bondad: «El signo más difícil de interpretar es la paciencia de los hombres buenos». Todo es un constante ejercicio de transgresión, juego y honda reflexión, guiado siempre por el estimable afán de pellizcar el pensamiento revelándonos otra verdad. Evidentemente, en muchos casos sonreímos, pero de inmediato nuestro gesto se enfría, se paraliza y nos provoca la inquietud de encontrarnos ante una realidad que, por inesperada, es profundamente seria e incluso lacerante, pues «Lo que en la poesía es simbólico en el aforismo es diabólico». Varo es un sagaz provocador que activa y desafía al lector, pero es asimismo consciente de que la infracción constante camufla la ausencia de ideas.
Como afirma José Manuel Ruiz Martínez en su esclarecedor prólogo, La era espacial es un «pequeño paso textual del autor que permite un gran salto en la capacidad para comprender el mundo de sus lectores»; es, en definitiva, «aquello que Husserl llamó die Lebenswelt, es decir: el mundo de la vida». Un libro este que, como los buenos vinos, para ser saboreado impone un ritmo de lectura lento y sosegado. La excelente y elegante edición de Cuadernos del Vigía, cuya «Colección Aforismos» incluye nombres como Bergamín, C. Marzal o A. Neuman, anima a abrirlo para, de inmediato, degustarlo y releerlo inevitablemente.
La mano en el fuego. Poesía íntegra
Juan antonio Bermúdez
Libros de la Herida: Sevilla, 2024 536 págs.
Un abrazo a la vida
Por alberto García-teresa
La prematura muerte de Juan Antonio Bermúdez (1970-2022) truncó una trayectoria poética marcada por el vitalismo, la precisión léxica y la apuesta por el hermanamiento como forma de superar los conflictos. En una cuidada edición, la editorial que alumbró su primer poemario (significativamente titulado Compañero enemigo), mantenida por el núcleo de La Palabra Itinerante, el colectivo poético que fundó, agrupa toda su poesía. Esta cristalizó en cuatro poemarios publicados y, tal y como recoge este libro, abundante material inédito (casi doscientas páginas; prácticamente lo mismo que su poesía publicada).
El volumen se abre con un extenso (unas cien páginas) estudio de David Eloy Rodríguez, compañero de peripecias poéticas y editor de Bermúdez, y se cierra con varios materiales adicionales que complementan una visión total de su poesía. En cuanto a sus versos en sí, Compañero enemigo, su primer libro, contiene ya todas las claves de una escritura atravesada por el amor, la empatía y la delicadeza con el lenguaje. Sus poemas son propuestas de vida a la vez que aspiraciones y afirmaciones de un modo de estar en el mundo determinado por la compasión y el respeto por la diferencia. Proclama y exhorta al gozo de vivir y a la vida sencilla dentro de esos parámetros. Consciente de que ese planteamiento colisiona radicalmente con la construcción hegemónica de la sociedad, con su productivismo utilitarista, excluyente y hedonista (del que la ciudad aparece reiteradamente en estas páginas como símbolo o máxima expresión), Bermúdez no busca sin embargo la confrontación, sino la lenta paciencia de difundir obrando. De ahí su tono celebrativo y su posición de resistencia activa: «resistir respetando». En ese sentido, exalta la inocencia, la ingenuidad, la bondad y el afán lúdico de la infancia, interpretada como una forma
pura de existir. Anima a una vida atenta y abierta a la aventura, empujada por el asombro y la maravilla, articulada a través de la generosidad y un sentido de búsqueda calmado. De hecho, exhorta a la lentitud, al detenimiento que permite experimentar cada momento (y el deleite en él): «ejercer el derecho a la lentitud confiere casi una condición subversiva», apunta, y llega a referirse a una «militancia en la lentitud». A esa cuestión, no en vano, dedica en exclusiva el poemario Calle lenta En cualquier caso, el autor no se engaña ante el dolor y las dificultades, sino que las acoge y las integra como parte indisociable de la existencia. Su inserción en lo colectivo, en donde se funde con lo orillado, más allá de la mera solidaridad, subraya la potencia de ese caminar. Sus poemas, ricos en imágenes, con un alto grado de lirismo y cuidadas atmósferas, siembran paradojas que desmontan las contradicciones de ese sistema mayoritario («somos de fuego y adoramos la ceniza; / nos da pavor la quemadura y somos llamas») en busca de que el lector se cuestione y pueda salir de las inercias y presiones sociales que lo mantienen dentro de ese paradigma tanático. Varios textos retratan esa sociedad a través de personajes simbólicos, siempre sin atarse a la anécdota, desde una posición de denuncia de la injusticia. Es recurrente la alusión a la mentira de la apariencia y de lo estipulado como éxito («saldemos los diplomas y los ídolos»). De hecho, como filosofía, concibe el error como oportunidad de aprendizaje y no como fracaso. Progresivamente, incorpora a sus textos recuerdos y aspectos biográficos, los cuales se tienden de esa misma cuerda que une aspiración utópica y tranquila desobediencia. A su vez, explora el ceñirse a los rigores métricos: sonetos, haikus o incluso a construir una serie siguiendo la sucesión de Fibonacci en el número de versos. Acoge esas exigencias como estimulantes retos, y no con afán de alarde técnico.
De esta manera, Juan Antonio Bermúdez presenta un conjunto sugerente, poderoso en su propuesta vital y bien cincelado que nos invita a pensar y a permanecer de otra manera en medio de los otros. Queden estas páginas como recuerdo y presente de su quehacer poético.
Conjunción de las aguas
Goya Gutiérrez
Contrabando: Valencia, 2025
80 págs.
La fragilidad del transcurso
Por Blanca e stela d omínguez
Es un libro lleno de símbolos. Goya construye en este poemario un personaje desarraigado. La idea de un sujeto que no tiene historia. No hay ningún dato «personal». No tiene lugar. Su casa es el mundo. Y a través de un viaje interior descubre al pájaro cósmico y al pez de la lluvia, en los juegos de la supervivencia, metáfora del oficio de vivir. Desde ahí hace balance de todo lo sufrido y todo lo gozado, pidiendo un cierto equilibrio. Intenta ser humilde y habitar la casa de la soledad: «Aceptar, que a veces las palabras traicionan / a nuestro personaje real que entra en contradicción / con su propia corriente de agua en curso / y es humano también hacer propósitos… / Ir suavemente prescindiendo de las sedosas / tersas pieles / con que la vida te fue envolviendo y desnudando / para que te revele algún sabio principio de la oruga / Comprender que el legado que a los demás se deja / ha de ser el intento porque el resto / no figura en tu mano» (pág. 30).
Este libro me recuerda mucho a Paul Valéry y su Cementerio marino. Por su rigor ontológico. Goya, valién-
dose también de la metáfora del río o el mito del eterno retorno, conforma un todo, una unidad que conserva su coherencia interna, pero que al mismo tiempo está integrada por distintas entidades más o menos independientes. El libro se divide en cinco partes, con un hilo conductor que es el elemento líquido. Aquí hay un discurso que intenta reunir y conjugar las aguas. Una abstracción de lo anecdótico. Representación de lo uno esencial. Es una poesía de desnudez total. De testimonio vital: « Una felicidad irrepetible / y en cambio contenida en la suma poética / conciencia del presente».
La autora no se ciñe a una rigidez métrica. Pero consigue un ritmo acompasado y equilibrado muy acorde con la semántica del discurso poético. Juega con los espacios en la página al escribir los poemas. Esto lo hace para resaltar partes del texto. Tiene una libertad métrica sin limitación estrófica. Lo que nos da como resultado una poesía discursiva con abundancia del nombre o elemento, el agua, absoluto «protagonista» en esta jubilosa y amorosa influencia acuática. Así se suceden los versos, libres, líquidos, versos generalmente de arte menor, asonantes o blancos, que dan a esta poesía vitalidad y movimiento. Flexibilidad.
Versos que tienen su refugio en esta casa transitoria que es la vida misma.
Celebramos la llegada de Conjunción de las aguas con gran entusiasmo y admiración. Le damos la bienvenida a Goya Gutiérrez, autora de dilatada carrera literaria. Y de títulos como Lugares que amar y Pozo pródigo. Es también ensayista, articulista y gestora cultural, y directora de la Revista de Poesía Alga.
¡En este poemario todo es tan nítido! Las imágenes, los colores, los árboles ajenos a cualquier paraíso Nítido el recuerdo de la infancia y el abrazo extenso. El agua circula dentro de la obscuridad como un dios y multiplica los sentidos de la vida y de la muerte. Estamos ante una poesía que fluye y abre dimensiones múltiples.
Vigilia: conjeturas sobre la ilusión
maría Beleña
Olifante: Zaragoza, 2025
96 págs.
Di qué, qué
Por Chus pato
El umbral «Como nos ahuecamos…» nos acerca al título del libro. De las tonalidades propias de la vigilia resalto la indicación ascética. Conjeturar es sopesar las posibilidades y en todo caso guarda relación con aspectos mánticos, decires de la adivinación. Pocas tierras están tan vinculadas a la ilusión como las fértiles vegas de los ríos de la Mancha y la bondad de sus enebros y sus cárcavas… Conjeturamos que una de las tierras del poema es esta. Se nos viene a los ojos Dama errante sobre caballo en vigilia, en meditación extrema, y el caballo se detiene ante la plata del Segura. Dama o Niña entra en contacto y ve. Ve los imagos, imaginaciones que no son fruto de la obediencia voluntaria sino de una música que piensa y escribe y recuerda y sobre todo desobedece. La poeta nunca la llamaría Dulcinea, pero yo sí lo hago y afirmo: tal es uno de los nombres de la niña de alambrito y la leo frente a los tarros en donde el cochino se conserva en aceite o despellejando un conejo, sé su corazón tan fuerte como los huesos de la aceituna, la conozco protagonista absoluta de la mayor novela de los tiempos, esa que está a punto de empezar.
el que vuelan pensamientos, ángeles, demonios, aves, unas tijeritas, un caja de latón que guarda una trenza y un gato negro.
La x y la y son letras incógnitas a despejar en la ecuación de las álgebras. En los poemas son también preposición y cópula y modelo para la apertura de las palabras «amén[azar]», ruptura que es un rasgo de estilo como los [dikeke], que además pautan el ritmo. Y que junto al enlace de la última palabra de un poema con la primera del siguiente y la repetición —con o sin variantes— de ciertas frases en las diversas páginas del libro, atemperan el horror a que se pierda el tono; que perdamos el hálito y nos ahoguemos sin poder dar cuenta del silbo o del neuma o la medida. Decía que todo esto y más compone el carácter del poema que leemos o la fórmula de su hacer e impulsarse.
Decía que si escribimos las palabras-lazo (desde el amén inicial hasta la reencarnación del fin) una debajo de otra, en columna, tal vez comprendamos que coinciden con la coordenada que es frontera osmótica entre el caminar hacia el sol y el hacerlo hacia los veintidós arcanos que configuran la dirección inteligible. Lo intangible es lo etéreo y etc., pero igualmente es un cofre de bienes que no seremos nunca capaces de contar.
Dicho todo esto, podremos ya dirigirnos hacia la «Realidad sensible» y hacia la «Realidad inteligible». Es lo mismo que caminar hacia la orientación y hacia el oeste. Si unimos segmentos de las líneas que la poeta ha dibujado obtendremos un rombo o —mejor— una cometa. Hemos alzado un vuelo. Por si tuviésemos momentos de curiosidad o nos perdiéramos, el libro nos ofrece —«Quiso darle estrella a toda estrella»— una cartografía de notas acerca del cielo por
¿Y qué nos cuentan estos poemas? Pues hablan de todo, de lo que importa. De los tres reinos, sin excluir el mineral. De antropología, del nacer y del morir. De ese ayer en el que se desmanteló la cultura campesina de la que muchas provenimos y comenzó la migración, que es fórmula económica de expropiación y exilio. De la buena y la mala suerte, de coplas que han sido la banda sonora de las antepasadas. De muertos y de muertas, claro, solo faltaría. ¡Y de filósofos, y de patriarcado(s), y de diversas resistencias al tiempo que nos ha tocado vivir, vaya! Al capital que nos expropia y nos impide dormir y soñar y alucinar al vernos reflejados en el oro del aceite.
Me despido no sin agradecer las mimbres bien tejidas que nos regala María. Es por ellas, por las urdimbres, por lo que volamos y residimos en entrañas.
Eso sí, lo advierto: el poema, que aquí se escribe, lucha contra el acoso del referente y la significación banal. No encontraréis las desventuras de un yo. Que esto que estáis a punto de leer es un libro de poemas.
Lecturas a poniente
Álvaro Valverde
Editora Regional de Extremadura: Mérida, 2024 452 págs.
El compromiso perdurable
Por d ionisio l ópez
Lecturas a poniente, una cartografía literaria trazada con paciencia, rigor y enorme generosidad lectora, no es un libro más sobre poesía extremeña. Es el extremo de un círculo de compromiso con la creación poética que se abrió hace cuatro décadas con Abierto al aire, aquella antología que marcó un antes y un después en nuestra literatura. Además, no se trata de un círculo cerrado: la labor crítica de Valverde continúa, semana a semana, con paso marcial.
Mientras me documentaba para Los últimos del Oeste, antología sobre poetas extremeños recientes, no dejaba de encontrarme con Álvaro. «La sombra de Álvaro es alargada», me decía. Ya bromeé con el cuento de Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Pues eso: cuando buscaba, Álvaro ya había estado allí, con una reseña lúcida, escrita a veces diez o quince años antes. Y quiero subrayarlo: yo buscaba información sobre autores de las últimas generaciones. Es decir, uno de los poetas y críticos más prestigiosos del país —que eso es Álvaro Valverde— lleva años prestando atención e incluso empujando a los nuevos nombres. Algo nada frecuente. Por eso me alegró incluir Lecturas a poniente en la bibliografía de mi libro, aunque ambos salieran con apenas un mes de diferencia. Fue la primera inclusión bibliográfica que recibió, pero estoy seguro de que será la primera de muchas. Ya no puede hacerse una historia crítica de la poesía del Oeste sin pasar por estas páginas.
Como lectores enfermos que somos, sabemos que llega un momento en que la lectura desborda. Igual que, tras un viaje largo, olvidamos castillos o museos, el lector acaba confundiendo autores, versos, libros. Por eso este volumen tiene valor de archivo, de diario de lectura, de antídoto contra el olvido. Porque Álvaro no se detiene en la emoción o la estética: describe, anota estructura, señala citas, menciona cubiertas Cada reseña es cápsula de memoria. Pero Valverde no se queda en el libro reseñado. Sus textos amplían horizontes: mencionan obras y autores que conectan con lo leído. Cuando escribió sobre Los nombres de la nieve, por ejemplo, citó Los nombres del mar de Ángel Campos, Memoria de la nieve de Llamazares, Principio y fin de la nieve de Bonnefoy… También a Umbral, Bonnett, Maillard, Octavio Paz, Rimbaud, Gil de Biedma… ramificando la lectura hasta el infinito. El trabajo del crítico no es fácil. Suele ser ingrato, porque el criterio molesta, porque el silencio duele. Y, sin embargo, ahí está su gesto valiente: el de quien sigue leyendo, escribiendo, publicando más allá de compromisos oficiales, sabiendo que no todos agradecerán sus palabras. Por eso este libro es también un ejercicio de ética literaria. Porque quien critica, cuida. Y quien reseña, comparte. Leer tiene algo de íntimo, pero también de solitario. ¿Quién lee poesía? ¿Y quién ha leído justo el libro de poesía que tú has leído? Estas reseñas ocupan esa soledad y establecen una suerte de diálogo atemporal.
Por todo ello, estas Lecturas a poniente tienen tanto valor. No estaría de más —y lo sugiero aquí— que la Editora Regional reuniera también las reseñas de otros que cabalgan por el Oeste con pasión crítica, como Enrique García Fuentes o Juan Ramón Santos.
Este libro es también hermano del anterior, Porque olvido. De hecho, bien podría haberse titulado así.
Este libro no solo merece ser leído: merece ser seguido. Porque ilumina, ordena, ofrece conversación. Porque, como toda buena literatura, nos enseña a mirar mejor. Y acaso eso sea lo más valioso de Lecturas a poniente: que en este oficio silencioso, resistente y expuesto a la intemperie que es leer, hay también una forma de compañía. Y leer este libro es dejarse acompañar por una inteligencia lúcida y una sensibilidad fiel. Y eso, en estos tiempos, es un lujo.
Recomendaciones de Quimera
La lengua herida
david aliaga Candaya, 2025
Bienvenidos al universo de P. Coen, un periplo en el que la búsqueda se convierte en una persecución, a su manera, desesperada. Un viaje que es, sobre todo, una reconstrucción, un ajuste de cuentas, una memoria que trata de rellenar vacíos. Y es, también, una reflexión sobre el lenguaje y el silencio que guarda cada palabra. David Aliaga sigue demostrándonos que su propuesta literaria ha llegado para quedarse.
Los caimanes manuel Ciges aparicio Montesinos, 2025
Manuel Ciges Aparicio (Enguera, 1871 - Ávila, 1936) traza un vívido retrato de la España rural en proceso de industrialización a través del ascenso y caída de Román Castalla, un empresario textil analfabeto pero astuto y vital que, enfrentado al caciquismo industrial y aprovechando el estallido de la I Guerra Mundial, industrializa su pueblo y propicia el paso del campesinado al obrerismo. La novela, exponente del realismo social, denuncia las tensiones de clase y el atraso estructural de la España rural de principios de siglo XX, a la que no llega la revolución industrial, reflejando el compromiso político de su autor, asesinado por los fascistas en 1936.
Infarto
edson lechuga
Piel de Zapa, 2025
El atraco a un microbús en Ecatepec, un suburbio de la megalópolis mexicana, desencadena una espiral de violencia entre personajes marginales. Con estos mimbres, Edson Lechuga nos ofrece una experiencia literaria original que trasciende la sencillez argumental para desplegar una riqueza que radica en su prosa expresiva y estilísticamente audaz —con narración en segunda persona, oralidad y repeticiones deliberadas—, así como en una estructura fragmentaria que potencia la caracterización de los personajes. Crudeza sociopolítica y humor se añaden a este cóctel que destaca por su potencia narrativa y singularidad estilística.
El tuétano de tradición
Charles Waddell Chesnutt (Traducción de Mar Portillo) Montesinos, 2025
Esta obra fundamental del escritor afroamericano Charles W. Chesnutt (1858-1932) está ambientada en la ficticia Wellington, donde el asesinato de una mujer blanca y la falsa acusación a un sirviente negro enfrentan a Carteret, defensor del poder blanco, y a William Miller, respetado médico negro. La novela es testimonio literario del conflicto racial —está basada en la insurrección racista de Wilmington (1898), donde supremacistas blancos derrocaron un Gobierno legítimo y atacaron brutalmente a la población afroamericana— y revela la injusticia del sistema judicial y la fragilidad democrática en la historia estadounidense.
El pequeño libro para escribir sin faltas. Un manual de primeros auxilios ortográficos
Álex herrero
Alienta editorial, 2025
Álex Herrero lleva una larga carrera como divulgador del buen uso del lenguaje. A su faceta radiofónica se suma la literaria, en la que ya nos tiene acostumbrados a este tipo de alumbramientos que nos facilitan enfrentarnos a la corrección de textos, tanto propios como ajenos. En un estilo cercano, lejos de los anquilosamientos de la Academia, Herrero nos propone un manual rápido de consulta para esos errores tan comunes que nos asaltan de forma recurrente, y es que un texto que presente una sola falta ortográfica pierde cualquier potestad sobre el tema que trate.
Excéntricos
Gaminello alvi
(Traducción de José Moreno)
Acantilado, 2025
Recopilación de breves semblanzas, retratos literarios y ensayos de personajes históricos que piensan y se comportan de manera diferente a la esperada. Un bestiario humano que nos desvela lo que hay detrás de íconos de nuestra cultura. Desde alquimistas arruinados por el ajenjo a luchadores que se enfrentan a tigres en combates cuerpo a cuerpo antes de convertirse al ascetismo, pasando por políglotas ayunadores, aviadores infelices o inventores de cañones etéreos. Cary Grant, Lovecraft, Salgari, Pancho Villa, Buster Keaton… Cuarenta y dos personajes que blanden la excentricidad como bandera.
El libro de todos los libros
roberto Calasso (traducción de pila González rodríguez)
Anagrama, 2024
Roberto Calasso (Florencia, 1941 - Milán, 2021) culmina con este volumen póstumo su ambicioso proyecto de reinterpretación de la cultura universal, iniciado con La ruina de Kasch En esta ocasión, se centra en las figuras (patriarcas, reyes, profetas, etc.) del Antiguo Testamento y la Torá, explorando los mitos centrales del judaísmo, desde la creación del mundo hasta la llegada del Mesías, y analizando materias como el pecado original o el sacrificio y vinculándolos con cuestiones del pensamiento contemporáneo como el psicoanálisis o el holocausto. Un ensayo erudito y original que se lee con la emoción de una novela.
Vocación de náufrago
nilton santiago
Visor, 2025
Posiblemente, el mejor libro de Nilton Santiago. Todo su universo literario (alucinado, sugestivo) puesto al servicio de una introspección sumamente descarnada. El personaje poético se vuelve más profundo que nunca, mientras mira perplejo lo que le rodea y se observa y reconoce en los otros. De nuevo, los dos planos de la poesía del escritor peruano (la surrealista y la figurativa) se confunden y dialogan. Así hasta lanzarnos preguntas que se nos quedarán para siempre anudadas.
LAS VOCES DE
Desde su nacimiento en noviembre de 1980, la revista Quimera ha sido un referente en el mundo literario en lengua española. En sus páginas han tomado la palabra los más destacados escritores y pensadores en entrevistas donde no solo se han adentrado en su obra sino también en su lado más humano.
A. Buera Vallejo, Toni Morrison, Rafael Alberti, Carmen Balcells, Reinaldo Arenas, James Baldwin, Susan Sontag, Julio Cortázar, Umberto Eco, Jaime Gil de Biedma, William Burroughs, Ángel Crespo, Jorge Luis Borges, Raymond Carver y muchas otras grandes figuras literarias fueron entrevistadas en la revista dejando testimonio de su voz, lecciones irrepetibles de literatura, miedos y pasiones ante la creación y la vida.
Con esta edición, recogemos las más destacadas aparecidas en sus páginas entre 1980 y 1989. Juntas suponen, además el compendio de toda una época.