Quimera Revista de Literatura | Número 499/500 | Julio/agosto 2025

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ColaboraN eN este Número:

David Aliaga, Fernando Arrabal, John Banville, Juan Bartre, Walter Benjamin, Thomas Bernhard, Roberto Bolaño, José Manuel Caballero Bonald, Pablo J. Casal, Julio Cortázar, Douglas Coupland, Mia Couto, Antón Díez, Thomas Dozol, James Ellroy, Katia Feltrin, Rodrigo Fernández, Jon Fosse, Carlos Gámez, Antonio Gamoneda, Pedro Juan Gutiérrez, Toni Hill, Iván Humanes, Thomas Kauf, Charlotte Joël - Adorno Archiv, Lafrentz, Stanislaw Lem, Luis Mateo Díez, Dámaso Merino, Czeslaw Milosz, Ignacio Molina, Monozigote, Cinta Moreso, Ana Nuño , Agata Orzeszek , Cynthia Ozick, Carolina Pareja, Xavier Pla, Magda Potok-Nyez, Sergio Ramírez, Miguel Riera, Pilar del Río, Noemí Sabugal, Miguel Sáenz, Eva Sala, José Saramago, W. G. Sebald, Eduardo Suárez Fernández -Miranda, Ngũgĩ wa Thiong'o, Juan Vico, Enrique Vila-Matas, Juan de Vojníkov, Andrzej Wajda.

IlustraCIóN de portada: Celsius Pictor © edItor: Miguel Riera

dIreCtores: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol

JeFe de redaCCIóN: Jordi Gol dIseño: Xavier Balaguer maquetaCIóN y CubIerta: Jordi Gol

CorreCCIóN: Cinta Moreso Galiana Web y redes soCIales: Eva Díaz Riobello

IssN: 0211-3325 dl: B 38779 /1980

edIta: Ediciones de Intervención

Cultural S. L.

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ImprIme: Gráficas Gómez Boj

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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – julio-agosto 2025

Hace casi cuarenta y cinco años, Miguel Riera Montesinos encendió la luz de Quimera, y desde entonces su brillo ha atravesado más de cuatro décadas con dignidad y firmeza. En un entorno cada vez más incierto, la revista ha sostenido su vocación: custodiar una literatura plural en miradas y exigente en criterio; páginas abiertas al verbo consagrado y a la promesa naciente, donde el canon y la intuición dialogan sin jerarquías. Hoy, el número 499-500 rinde homenaje a ese linaje: no como cierre, sino como umbral. El Consejo de Redacción actual ha querido saldar una deuda con la memoria y ofrecer al lector una breve muestra —inevitablemente parcial— de un vasto legado. Que Quimera cumpla 500 números no es efeméride menor, sino el testimonio de un empeño constante por la excelencia y la diversidad, la prueba de un pulso constante por la literatura viva. En esta cifra redonda resplandece una historia que no cesa, una llama que sigue ardiendo.

Especial número 499-500

Sobre Szymborska, por Czeslaw Milosz – 4 (artículo publicado en el núm. 157, de abril de 1997)

¡Silencio! Se asedia a un editor, por Miguel Riera – 6 (artículo publicado en el núm. 164, de diciembre de 1997)

Del sentir invisible de Marga Clark, por Antonio Gamoneda – 8 (artículo publicado en el núm. 187, de enero de 2000)

Sobre literatura, compromiso y transformación social, por José Saramago – 12 (artículo publicado en el número 207-208, de octubrenoviembre de 2001)

Mi Austria feliz, por Thomas Bernhard – 15 (artículo publicado en el número 80, de septiembre de 1988)

Una profecía sobre la novela, por Julio Cortázar – 19 (artículo publicado en el número 115, de noviembre de 1992)

Velada con Monsieur Albert, por Walter Benjamin – 30 (artículo publicado en el número 42, de octubre de 1984)

Bajo la ducha, de Stanislaw Lem – 33 (artículo publicado en el número 221, de octubre de 2002)

¿Por qué trabajo en el teatro?, por Andrzej Wajda – 34 (artículo publicado en el número 221, de octubre de 2002)

Moments musicaux, por W. G. Sebald – 36 (artículo publicado en el número 274, de septiembre de 2006)

Sabios de Sodoma, de Roberto Bolaño – 41 (artículo publicado en el número 277, de diciembre de 2006)

Entrevista a John Banville – 44 (entrevista publicada en el número 361, de diciembre de 2013)

Viejo loco, por Pedro Juan Gutiérrez – 49 (relato publicado en el núm. 373, de diciembre de 2014)

Entrevista a Enrique Vila-Matas – 52 (entrevista publicada en el número 374, de enero de 2015)

Entrevista a Sergio Ramírez – 57 (entrevista publicada en el número 383, de octubre de 2015)

Entrevista a José Manuel Caballero Bonald – 60 (entrevista publicada en el número 382, de septiembre de 2015)

Entrevista a Cynthia Ozick – 67 (entrevista publicada en el número 385, de diciembre de 2015)

Entrevista a Mia Couto – 71 (entrevista publicada en el número 385, de diciembre de 2015)

Entrevista a Jon Fosse – 76 (entrevista publicada en el número 397, de diciembre de 2016)

Entrevista a Douglas Coupland – 79 (entrevista publicada en el número 401, de abril de 2017)

Entrevista a Ngũgĩ wa Thiong'o – 81 (entrevista publicada en el número 415-416, de julio-agosto de 2018)

Una carta inédita de Josep Pla a Montserrat Roig de 1972, por Xavier Pla – 86 (artículo publicado en el número 433, de enero de 2020)

Entrevista a James Ellroy – 90 (entrevista publicada en el número 463-464, de julio-agosto de 2022)

Entrevista a Luis Mateo Díez – 94 (entrevista publicada en el número 480, de diciembre de 2023)

Entrevista a Fernando Arrabal – 97 (entrevista publicada en el número 480, de diciembre de 2023)

Sobre Szymborska

Artículo publicado en el número 157 de Quimera (abril de 1997)

He dicho a menudo que la poesía polaca resalta decididamente en el contexto de !a poesía mundial por unos cuantos rasgos, los mismos que están presentes en la obra de un grupo destacado de poetas polacos, que incluye a Wislawa Szymborska. Su premio Nobel es un triunfo personal para ella, pero al mismo tiempo viene a confirmar el lugar que ocupa la escuela poética polaca.

Quizá sea innecesario recordar que la lengua de esta poesía es !a de un país donde el crimen de genocidio se perpetró a escala masiva. Los vínculos entre la palabra y la experiencia histórica pueden ser de muy diversa índole, y no existe tal cosa como una simple relación de causa a efecto. Sin embargo, no deja de ser significativo que Szymborska, al igual que Tadeusz Rózewicz y Zbigniew Herbert, escriba en lugar de la generación de poetas que debutó durante la guerra pero no sobrevivió.

¿Qué relación puede haber entre la poesía de Szymborska, señalada precisamente por su liviandad, escéptica, sonriente, lúdica, y la historia del siglo XX, o de cualquier otro siglo? En sus comienzos sí tuvo mucho que ver, pero en su fase de madurez se ha ido alejando de las imágenes de ese tiempo lineal que se precipitaba hacia la utopía o hacia una catástrofe apocalíptica en el que quiso creer este siglo que acaba. La dimensión de su poesía es personal, la de alguien que reflexiona sobre la condición humana. Es cierto que esta actividad va acompañada por una extraordinaria reticencia; como si la poeta se hallara de pronto en un escenario decorado para una vieja pieza de teatro, una obra que transformaba al individuo en nada, en una cifra anónima, y como si, en estas circunstancias, hablar de sí mismo no fuera lo más indicado.

Los poemas de Szymborska exploran situaciones personales, pero son a la vez tan genéricos que permiten a su autora evitar las confidencias. En su conocido poema acerca de un gato en un apartamento vacío, en lugar del lamento por la pérdida del marido de una

amiga, leemos: Morir I eso no se le hace a un gato. La reticencia y la distancia irónica consigo misma son sin duda reveladoras de las tendencias más marcadas de la poeta. Pero como en esto se parece a algunos de sus contemporáneos polacos, podría sostenerse con éxito la tesis de que lo que Szymborska tiene en común con ellos es el intento de exorcisar el pasado. Para lo cual se sirven de una extraña destilación, y es a menudo difícil detectar su materia prima.

Para mí, Szymborska es, ante todo, una poeta de la conciencia. Ello quiere decir que a sus contemporáneos nos habla como si fuera uno de nosotros, reservando y guardando para sí sus asuntos personales e interviniendo desde cierta distancia, pero sin dejar de remitir a todo lo que cada quien sabe de su propia vida. ¿Quién no recuerda las veces que se ha desvestido para pasar una visita médica, o la perplejidad que nos producen las coincidencias, o haber leído las cartas de quienes se han ido? Así, como en un dibujo que registra escenas cotidianas a las que estamos acostumbrados, en estos poemas nos reconocemos como seres unidos por lazos de parentesco, dotados de una subjetividad que fluctúa de persona a persona, pero que existe, por así decirlo, entre paréntesis. También nos sentimos cercanos porque somos contemporáneos, y estamos por tanto sometidos a un mismo circuito de información. Las palabras —esas señales indicadoras— significan casi lo mismo para nosotros: la teoría de la evolución, las naves espaciales, Hiroshima, y también Homero, Vermeer y el principio de incertidumbre —todo ese repertorio de nociones que recibimos en la casa, en la escuela, en los medios de comunicación.

Los poemas de Szymborska son el producto de un juego malabar, en el que intervienen no unas bolas de colores, sino los elementos que constituyen nuestro saber común. Sorprenden por sus paradojas, y son capaces de mostrar el lado tragicómico del mundo. La conciencia que se expresa en ellos es la conciencia del después —después de Darwin, después de Einstein, después de muchos otros—, ya que, después de todo, la

civilización en la que estamos inmersos conserva todas estas huellas. Ante una poesía que es danza despreocupada, escrita diríase que sin esfuerzo, puede parecer vano mencionar los hitos de la ciencia, pero, precisamente porque estos hitos existen, el pensamiento de Szymborska y el nuestro, querámoslo o no, es complejo y tortuoso. Nada lo ilustra mejor que los poemas donde Szymborska interroga el lugar que ocupa el hombre en la cadena evolutiva. Así, en «Cuatro de la mañana», la ansiedad que nos impide dormir se opone a la actividad febril de las hormigas.

Nadie se siente bien a las cuatro de la mañana. Si las hormigas se sienten bien a las cuatro [de la mañana, pues tres huiros por las hormigas. Y que las cinco de la mañana llegue si hemos de seguir viviendo.

En otro poema, «Desaprobación», se traza una frontera entre la ausencia de remordimientos característica de la naturaleza y los tormentos morales que son nuestro destino:

El chacal autocrítico no existe. Langosta, caimán, triquina tábano viven como viven y están contentos con ello.

El poema «Autotomía» comienza así:

Cuando amenazada la holoturia se divide en dos, y el argumento que sigue reivindica el privilegio humano, el de crear obras de arte, contra y a pesar de la muerte:

Sabemos cómo dividirnos, cuan cierto, [también nosotros.

Pero sólo en un cuerpo y un susurro [interrumpido.

En cuerpo y poesía.

Szymborska no sería la poeta de una época cargada de grandes dudas si no invocara la salvación a través del arte. «La venganza en manos mortales» aparece variadamente en sus poemas, incluso como burla de sí misma.

Hace un par de años, en una lectura pública que hice de sus poemas traducidos al inglés, descubrí que la brillantez intelectual de éstos y la seriedad de la que están cargados podían ser comprendidas y aplaudidas sin dificultad por un auditorio compuesto en su mayoría de jóvenes. Quisiera revelar lo que más les gustaba. A los oyentes de uno y otro sexo les hacía mucha gracia (y a mí también) el poema «Elogio de mi hermana»:

Mi hermana no escribe poemas, y es poco probable que de pronto comience a escribir poemas.

Pensé entonces que la mitad al menos de los presentes habría querido alguna vez escribir poemas, y que por eso les resultaba tan divertido.

Traducido por Ana Nuño. Czeslaw Milosz, “On Szymborska”. The New York Review of Books, vol. XLIII, n° 18 (November 14,1996), pág. 17.

Wisława szymborska (2010). Fotografía: Juan de Vojníkov

¡Silencio! Se asedia a un editor

Artículo publicado en el número 164 de Quimera (diciembre de 1997)

Hace unos años el editor Mario Muchnik, uno de los pocos, poquísimos editores de verdad que tiene este país, decidió asociarse con profesionales del mundo de la industria editorial para fortalecer su sello, Muchnik Editores, asediado entonces por las dificultades inherentes a todo proyecto que defienda el rigor y la calidad frente a la banalidad generalizada que impera en el mercado de la edición. La experiencia finalizó en desastre: Mario Muchnik vio como se le arrebataba —eso sí, con toda legalidad—su editorial, que siguió su rumbo en otras manos.

Semejante disgusto hubiera destruido el ánimo de cualquiera, pero la adicción al trabajo editorial debe ser tan fuerte como a la de los opiáceos: quien prueba ese veneno no lo abandona nunca. Muchnik no lo abandonó, y creó un nuevo sello que puso bajo las alas del colosal imperio Anaya. La nueva editorial, denominada Anaya & Mario Muchnik, se convertía así en la heredera espiritual del sello anterior a través de la fuerte personalidad que Muchnik le otorgaba.

Encajar a un editor independiente en un gran conglomerado industrial siempre se me ha antojado un empeño ilusorio destinado al fracaso. Tarde o temprano algún ejecutivo diligente descubre que los buenos libros no producen suficientes réditos económicos, y se inicia una operación de acoso y derribo del insensato que se haya atrevido a apostar por una línea exigente

en cuanto a calidad. Mario Muchnik constituía una excepción a esa regla. Aun con pequeñas concesiones de carácter comercial —muy de vez en cuando editaba algún título con vocación de best-seller—, la línea que Anaya & Mario Muchnik impulsaba era coherente y rigurosa. De alguna manera era un lujo cultural para una empresa mastodóntica como Anaya que, salvo en las ediciones de clásicos, jamás había conseguido imponer una imagen de editorial preocupada por la literatura o el pensamiento de su tiempo. El matrimonio parecía, pues, perfecto: el editor podía mantener a flote su proyecto, y el volumen económico del mismo —insignificante en un grupo editorial tan poderoso— permitía a Anaya presumir sin riesgos de que por fin defendía algo más que los simples números del haber. Pues bien, nuestro gozo en un pozo.

Al bueno de Muchnik le han explicado que su proyecto ya no interesa. Que no vende lo suficiente. Conclusión: Muchnik está en el paro.

Hoy, el Sistema (literario, mediático. político, educativo, etc.) defiende con verdadero entusiasmo la más bobalicona mediocridad. Entroniza a Isabel Allende y margina a Canetti. Celebra a Pérez Reverte pero se olvida de Julien Green. Eleva a las alturas cualquier memez juvenil y desprecia todo lo que, utilizando palabras de la nefasta movida madrileña, pretenda que nos comamos un poquito el coco. El Sistema, a través de sus medios, ensalza la labor editorial inocua de las editoriales de «moda» y ningunea al resto. Es obvio, pues, que un editor como Mario Muchnik no puede encajar, no lo hará nunca, en el Sistema.

El cierre —si no inmediato, no hay duda que próximo—de Anaya & Mario Muchnik es solo uno más en la larga cadena de desapariciones o desnaturalizaciones que se han producido en los últimos años. Cada día que pasa la industria cultural es más industria y menos cultural; parece ser un signo de los tiempos. Pero resulta chocante que esa destrucción sistemática de lo más valioso del mundo editorial se vaya efectuando en medio de la resignación y el silencio. Si el cese de Muchnik se hubiera producido en Francia, Alemania o en cualquier país europeo, en la prensa habrían aparecido columnas de opinión, los editores —principalmente los independientes, claro— se habrían solidarizado con el cesado, y con toda seguridad se habría iniciado un debate sobre la labor del editor, su responsabilidad en tanto que inte-

lectual, el peso de las grandes empresas y su influencia en el mundo de la cultura, etc. Aquí, silencio. O, como mucho, una calificación que es casi una imputación: al publicarse un breve con la noticia, algunos medios señalaban a Muchnik como «editor judío», evidenciando como mínimo el profundo desconocimiento tanto de lo que significa «judío» como el de una labor editorial en la que sobresalen obras de Chatwin, Canetti, Green, Kadaré, Cossery, Coetzee, Cortázar, Gracq, Émile Habibi, Primo Levi y Jesús Pardo, por citar sólo unos cuantos nombres de entre los muchos títulos excelentes que Mario Muchnik nos ha ido ofreciendo a lo largo de su irreprochable trayecto editorial.

Con la desaparición de Anaya & Muchnik todos perdemos. Una vez más.

miguel riera (editor de quimera) y elisa N. Cabot (alma de la revista) en China. Fotografía: cedida por Miguel Riera ©

Del sentir invisible de Marga Clark

Por a ntonio g a Moneda

Artículo publicado en el número 187 de Quimera (enero de 2000)

«El cuerpo poético es constantemente bello, alto en su grado estético, libre hasta entrar en una hermosa y eficaz ilogicidad. La poeta sabe dosificar ese componente “irracional” en el mejor de los sentidos posibles; en el de constituirse en un lenguaje otro, un superlenguaje que se desentiende de convenciones léxicas y atiende a misterios semánticos».

Acabo de recuperar estas palabras mías que estaban para mí perdidas, pero no olvidadas y que tienen que ver con la escritura de Marga Clark cuando yo todavía no conocía personalmente a Marga, pero sí algo de su escritura. Un algo que ahora está, por así decirlo, cerrado para que lo abramos en forma de libro; un algo que me ha llevado a una lectura apasionada y a una especie de escritura paralela que está aquí en dos o tres folios de mala caligrafía. Traigo estas notas, pero yo acabo perdiéndome casi siempre; hoy me gustaría no perderme, porque yo hice un seguimiento que, siendo apasionado, no dejaba de ser, sin embargo, muy fiel, muy puntual. muy ceñido a la escritura de Marga Clark. Voy, pues, a intentar no extraviarme demasiado en mi exposición.

la visibilidad del sentimiento.

El título del libro ya nos pone en una situación de excitante y hermosa perplejidad: Del sentir invisible. Parece que lo invisible está negando las posibilidades de sensibilidad, pero no; Marga afirma precisamente el sentir, y va a hablar del sentir invisible. Veamos como he entendido yo esta comunicación de Marga.

Primero, me permitirán hablar de la zona más antipática (por mi parte, se entiende) de la lectura, que consiste en unas anotaciones relativas a aspectos formales. Yo no voy a explicar con todas sus dimensiones,

rasgos y matices cómo es la poesía de Marga Clark, pero no quiero ahorrarles mis anotaciones respecto a este seguimiento de la forma; tendrán Uds. que perdonármelo; por cariño y por admiración hacia Marga me permitirán que me extienda en estos aspectos.

Digo que, en la mayoría de las modulaciones, de las formaciones poéticas que aparecen en el libro de Marga, no rigen las tradicionales simetrías métricas y tampoco, en muchas de ellas, el versolibrismo, tan practicado desde hace no menos de cuarenta o cincuenta años. Esto no quiere decir que estas modulaciones estén descartadas o eliminadas, no; en este sentido Marga es ecléctica y abarcadora. Pero a mí me interesa poner muy de relieve que es dominante otra modulación, de la que les hablaré dentro de unos instantes, que puede concertarse con la métrica o el versolibrismo por necesidades de «respiración» del poema. ¿Qué quiero decir con «respiración»?, quiero decir, que hay una relación física, en el sentido más noble de la palabra, entre el poeta y su escritura. Entonces, el poeta —la poeta en este caso— sabe que esa no es una relación cualquiera, sino una relación que ha de acomodarse a un hecho compositivo que tampoco puede ser cualquiera. Así, de esta manera no constantemente igual. es lo que podríamos llamar el cuerpo físico de los poemas; pero, insisto, no es por casualidad, no es por capricho: existe una voluntad de acomodación expresiva, y también de acomodación con la especie de la materia poemática que se genera en el propio poema, y consiste en acomodar la forma al imaginario (al visionario, me gusta a mí decir) que actúa y rige dentro de la pieza poemática. Espero que no les parezca esto demasiado especializado; yo no soy un crítico, pero sí tengo una relación con la escritura que es una relación adivinatoria, de simpatía profunda, y que me lleva a darme cuenta de la importancia de este aspecto configurativo de la poesía de Marga Clark.

«En poesía todo es posible. Lo que fuera de la poesía es irrealidad, incoherencia, en poesía puede convertirse —si el poeta es capaz de ello— en realidad y en coherencia de un grado altísimo.»

la forma poética

Yo habría pecado de trivialidad y de ligereza lectora si, por la vía fácil, diese en decir que esta mayoría de piezas son poemas en prosa. No: no me quedaría conforme. Sí parecen poemas en prosa, Uds. lo van a ver en el libro, pero sólo lo parecen.

¿Quiero decir que son poemas en verso? No. Quiero decir otra cosa; quiero decir que la distinción entre verso y prosa es cada vez más delgada, y diría que cada vez más convencional, y Marga ha visto esto. Entonces, el aparente poema en prosa está habitado por una rítmica que puede ser tan poderosa y sensible como en cualquier modulación versal, es decir, en cualquier organización de tipo tradicional. Y aún ocurre otra cosa: que se dará en el poema una acomodación de la frecuencia «respiratoria» que algo tendrá que ver con los contenidos emocionales, con los datos de sensibilidad del mismo poema. En resumen: el aparente poema en prosa, el poema en verso libre, incluso los poemas basados en endecasílabos y eneasílabos, es decir, los poemas de organización métrica, todos están dentro de una sólida fraternidad formal. La diversidad conlleva una fraternidad formal.

He preferido fijarme en estos aparentes poemas en prosa y voy a utilizar una fórmula que no es mía (sería un poco complicado dar la referencia del autor, simplemente les digo que no es mía), que quizá les indique algo. Cuando en un poema, insisto, aparentemente en prosa, además de esa rítmica que les vengo diciendo que lo habita y lo potencia, advertimos que tiene una especie de contorno que no suele darse en la prosa discursiva, estamos ante una especie de hecho estrófico que parece que tendría que ser propio únicamente del verso tradicional. Pues no; el que la prosa tenga una organización binaria, ternaria, hecha de aparentes párrafos que son también, insisto, periodos rítmicos, y se nos manifieste como una unidad dotada de una espe-

cie de contorno, quiere decir que no es, perdónenme la machaconería, poema en prosa, sino prosa en poema: prosa puesta en poema, prosa que adquiere las virtudes de organización y de composición que son propios de los poemas, con independencia de que estos estén en verso o no lo estén, Esto es lo que, afortunadamente, empieza a traerle un poco sin cuidado a Marga Clark, Yo le felicito por ello.

la poesía en sí misma

He terminado ya con esta intromisión en aspectos formales; tenía que hacerla; es una especie de confidencia, pero quizá yo no sea el más indicado para exponerla. Voy a hablar del libro, de la lectura emocionante que a mí me ha proporcionado, Voy a hacer una brevísima referencia a mi escritura, y me la van a perdonar porque no es sólo a mi escritura, es a la escritura de todos. Yo suelo decir que la poesía, en definitiva, y queramos o no queramos, es un relato de cómo avanzamos hacia la muerte; incluso en las circunstancias de mayor felicidad y vitalidad, resulta que avanzamos hacia la muerte, y la poesía es la explicación de nuestra manera de avanzar. Bien, en este libro, y con esta anotación, que no debiera entenderse en sentido pesimista, yo creo que también Marga nos explica cómo avanza hacia la muerte (vas a estar avanzando durante muchos años todavía, no te preocupes) y esta es la sustancia poemática: el cómo lo hace. Y lo hace amando, con un amor que necesaria y bellamente está atravesado por el placer y también por el sufrimiento.

Creo que esta podría ser una manera abreviada, y, desde luego, insuficiente, de decir lo que es el libro. Voy a tratar de extenderme un poco más. Alguien, amado hasta el dolor (y yo a veces diría que hasta el temor, porque me parece que alguna forma de temor es inseparable siempre del amor); alguien amado llega, como

en sueños, al espacio existencial de la poeta. Me voy a permitir hacer lectura de uno de los poemas de este libro. Del primero. (Espero que me perdones esta apropiación, quizá indebida; lo hago con la mejor de las voluntades). Y me lo voy a permitir porque pienso que en este poema hay algunas claves (hay cuanto menos una, muy poderosa) que posibilitan una lectura más apasionante, quizá, del libro. El poema dice así:

Y así perseguían mis ojos las estrías agrietadas de las noches. Y así me sorprendiste en un momento de debilidad amordazada

Y fue ese grito violento, ese grito aterrador e [inesperado

lo que provocó el silencio nocturno de las aves. Y me encontré rodeada de grillos durmientes y ángeles desvanecidos mientras tu cuerpo desnudo avanzaba [perdido entre las aguas abrasadas. Y así, lentamente, sentí la luz abandonarme toda.

Sentí la luz abandonarme. Creo que en lo que digade aquí en adelante van a encontrar uds. algunas referencias a este segmento poemático. Uds. no deben tomar el segmento de manera aislada, sino incorporarlo, contextualizarlo, en la totalidad del libro.

Pienso que no convienen a la poesía interpretaciones lógicas, ni demasiadas explicaciones, ya que la poesía es un hecho, es una realidad por sí misma que se hace inteligible en la medida en que se hace sensible. El libro se titula Del sentir invisible, y es a partir de esa sensibilidad como se llega a la inteligibilidad. Ocurre entonces que las explicaciones parecen estar fuera de lugar, pero este es un aspecto del que yo tengo que darme cuenta y recordárselo a Uds.

En esta desaparición de la luz a que alude Marga en su primer poema, en esta desaparición que por una parte sugiere nocturnidad, hay más cosas; en ella se crea el ámbito y la condición de todo el poemario; la invisibilidad conlleva la generación del sentir, el misterio sensible en que, paradójicamente, se suceden las visiones.

Pero Uds. dirán: este hombre se está contradiciendo; ¡naturalmente que me estoy contradiciendo!, y Marga también, ¡afortunadamente! Porque yo pienso

que la sustancia verdaderamente decisoria de la poesía, la que hace que algo sea o no sea poesía, aparece precisamente cuando la palabra alcanza a decir a la vez lo uno y lo otro, lo uno y lo contrario, y no resulta incoherente. Pues bien, es en la invisibilidad donde se engendra la visión.

Voy a tratar de reconciliarme con Uds, por plantearles este problema con una solución seguramente insuficiente; yo pido que, por favor, distingan Uds. entre visión y mirada. La mirada es un hecho físico que se produce en el espacio iluminado: la visión puede producirse dentro de lo que pudiéramos llamar la invisibilidad, La visión es algo que está más allá de la mirada, algo que se genera con potencias que no son únicamente visuales.

El libro, en buena medida, es un relato en el que hay que entrar sin prejuicios realistas, porque, como ocurre con la mejor poesía, —ya se lo he dicho antes—, está sujeto a principios de paradoja y de contradicción; y este relato es el de unos movimientos que se producen unas veces en espacios físicos y otras en espacios soñados, pero siempre con calidad visionaria. Y es el relato de los movimientos del ser amado; ese ser amado que se acerca o se aleja.

Aquí hay que tener otra cautela con la poesía con la poesía de Marga Clark, en concreto—, una cautela relativa a algo que pudiera ser entendido como un equívoco y resulta que no, que es una virtud más de su poesía. Es en esta sigilosa desconfianza donde, por otra parte, hay que instalarse y partir de ella para gozar de los poemas, para gozarlos en el sentido de advertir toda su potencia transmutadora, Y sucede otra cosa; sucede, o al menos a mí me lo ha parecido, que hay una especie de movilidad de los movimientos personales; «movilidad de los movimientos personales, ¡qué disparate!, quería decir ¡movilidad de los pronombres personales!», o como decía otro poeta, de las personas del verbo. Y esto sucede porque, —lo tengo anotado de una manera especial— el tú y el yo, que suelen estar muy claros en la escritura convencional, no lo están tanto aquí. A veces el tú se implica en el yo y viceversa: a veces el tú está internalizado en el yo, y es este yo el que parece que se aleja o que viene, y así se da esa gloriosa confusión del ser amado y del ser que ama, y es en ese espacio donde se produce la desaparición, o, como les decía antes «la confusión de los pronombres personales». En todos los casos, se trata de un

relato al que no se añaden explicaciones para que sea leído como se lee una columna de prensa (con todo mi cariño y respeto a las necesarias y, a veces, espléndidas columnas de prensa) sino como una escritura en la que hay que entrar con potencias adivinatorias, en la que hay que ser un lector cómplice, en la que hay que ser poeta con Marga Clark. Pues bien, desde mi complicidad lectora, el libro de Marga se resuelve. a mi modo de entender (resolver quizá sea una palabra excesiva), en el penúltimo poema, que no les leeré. Pero del cual haré una pequeña cita. Otra vez estamos ante la bella fertilidad de la paradoja y la contradicción. En este poema penúltimo Marga dice No a casi todo: a la noche y al amanecer, al mediodía y al crepúsculo, al sueño y a la luz. Pero decir No simultáneamente a unos contrarios como pueden ser el mediodía y el crepúsculo, o el sueño y la luz, decir «No» así parece (aquí otra pequeña broma con la que pretendo explicarme un poco), puede entenderse, digo, como una especie de fascinante operación algebraica (cuando se multiplicaban los elementos con signos contrarios ocurría que el signo resultante era de una especie para mí siempre imprevisible). Pues esta misma fascinante ley matemática reaparece en el No de Marga Clark, en esas circunstancias de sueño, en esas que, a la vez, son circunstancias existenciales.

En poesía todo es posible. Lo que fuera de la poesía es irrealidad, incoherencia, en poesía puede convertirse —si el poeta es capaz de ello— en realidad y en coherencia de un grado altísimo. Y esto es lo que sucede aquí finalmente. El No de Marga resulta ser una afirmación. Ella dice: diré no a mi despertar, pero este No equivale a un sí en la permanencia, a un sí a la pasión del relato sonambúlico que es libro en su conjunto. Es un sí a la sucesión de la ausencia y de la presencia, a la sucesión del sufrimiento y del placer, un sí a la turbulencia y al cansancio y a la esperanza presentes en la existencia y también en el alto nivel del sueño.

Así es la materia y la envoltura del amor: No al sueño y simultáneamente No al despertar. Diré no a mi despertar. Marga no quiere despertar de una intensidad pasional que es a la vez existencia y poesía. De acuerdo, Marga, no despiertes, permanece en el sentir invisible, quédate para siempre en él, que en él se alimenta la fecundidad de tu escritura. Yo sé que vas a hacerlo, y por ello te doy las gracias para siempre, y termino.

Texto tomado de la presentación del libro Del sentir invisible hecha por Antonio Gamoneda en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, el 10 de mayo de 1999.

antonio Gamoneda. (león, 2007) Fotografía: Lafrentz ©

Sobre literatura, compromiso y transformación social

Por José s a R a M ago

Artículo publicado en el número 207-208 de Quimera (octubre-noviembre de 2001)

Aunque pueda humillar a ciertas vanidades literarias más inclinadas de lo que aconseja la modestia a magnificar su papel, no tenemos más remedio que reconocer que la literatura no ha transformado ni transforma socialmente al mundo, y que el mundo es el que ha transformado y va transformando, y no sólo socialmente, a la literatura.

Repito estas palabras lentamente —literatura, compromiso, transformación social—, pronuncio las silabas como si en cada una de ellas todavía se escondiese un significado secreto a la espera de ser revelado o simplemente reconocido, intento reencaminarlas para la integridad de un sentido primero, restauradas del desgaste del uso, purificadas de las vulgaridades de la rutina, y me encuentro, sin sorpresas, ante dos vías de reflexión, quién sabe si las únicas posibles, recorridas ya mil veces, es cierto, pero a las que nuestro ineludible destino regresa siempre, cuando la continua crisis en la que viven los seres humanos —seres en crisis, por excelencia, y humanos quizás por eso mismo— deja de ser crónica, habitual, para volverse aguda y, al cabo de un tiempo, culturalmente insustentable.

Como parece ser la situación de este hombre que hoy somos y de este tiempo en que vivimos.

La primera vía de reflexión, que desde ahora, y pidiendo perdón a quien piense lo contrario, me atrevería a calificar de ingenua sería la de una tendencia muy corriente que consiste en incluir a la literatura entre los agentes de transformación social, entendiéndose tal denominación, en este caso, no tanto como referida a las consecuencias sociales de los factores estéticos, pero sí a supuestas influencias determinantes, en el orden

ético y en el orden axiológico, independientemente del carácter positivo o negativo de sus manifestaciones. De acuerdo con este modo de pensar, y extrapolando, en beneficio del raciocinio, contenidos y formas históricamente diferenciados, para poder abarcar en una única visión la enseñanza, la literatura y la cultura en general, tendríamos que coincidir hoy, a pesar de los desmentidos trágicos de la realidad, con la panglosiana convicción de nuestros ochocentistas y optimistas abuelos, para quienes abrir una escuela equivalía a cerrar una cárcel. Que vengan las estadísticas escolares y judiciales a decirnos si la masificación de la enseñanza se ha configurado, de hecho, como suficiente prevención o antídoto eficaz contra la masificación de los crímenes, que es, sin duda, una de las características de nuestro fin de siglo...

Dejemos entonces las escuelas a un lado, dejemos a otro lado la cultura en general, dejemos el arte, la filosofía y la ciencia, para cuya adecuada ponderación me faltarían el saber y la autoridad, y volvamos a la literatura y a su relación con la sociedad. Vamos a mantenernos discretamente en los dominios de lo ético y lo axiológico (sin los cuales hay que reconocer que cualquier examen de una transformación social determinada, sea cual sea su época, tendría que satisfacerse con poco más que una tabla de pesos y medidas) y reconozcamos, por mucho que esa verificación castigue nuestra confianza, que las obras de los grandes creadores literarios del pasado, de Homero a Cervantes, de Dante a Shakespeare, de Camoens a Dostoievski, a pesar de la excelencia de pensamiento y la suerte de belleza que diversamente nos propusieron, no parecen haber originado, en sentido pleno, ninguna transformación social efectiva, aun teniendo una fuerte y a veces dramática influencia en comportamientos individuales y generacionales. En el plano de la ética, de los valores, del respeto humano, apetece decir, sin cinismo, que la humanidad (me estoy refiriendo, claro está, a lo que solemos designar mundo occidental) sería exactamente

lo que es hoy si Goethe no hubiera venido al mundo. Y que, reforzando esta idea, no consta que la lectura de los Fioretti de San Francisco de Asís hubiese salvado siquiera a una sola de las víctimas de la Inquisición... Es admisible, entonces, afirmar que la literatura, aun cuando por razones religiosas o políticas se dedicó a un misionarismo de buenos consejos y a una ingeniería de almas nuevas, no sólo no contribuyó, como tal, a una modificación positiva y duradera de las sociedades sino que provocó, muchas veces, insanos sentimientos de frustración individual y colectiva, resultantes de un balance negativo entre las teorías y las prácticas, entre lo dicho y lo hecho, entre una letra que proclamaba un espíritu y un espíritu que no se reconocía en la letra.

Bastante más fácil sería, para quien se empeñe en descubrir en todas las cosas mutuas relaciones de causa-efecto, reunir pruebas de la maléfica influencia de la literatura (de una parte de ella, por lo menos) en las costumbres y en la moral, y por lo tanto en la sociedad, tarea, además, bastante favorecida por la presencia obsesiva, por ejemplo, de algunas de esas obras y algunos de esos autores en el imaginario sexual de millones de personas, alimentando fantasmas y fantasías a los que, de otro modo, faltarían referencias, abono, modelos, en otras palabras, una completa filosofía de la vida... Entendidas así tales relaciones, y adoptando la actitud, más común de lo que se imagina, de aquéllos que creen que algo sólo tiene verdadera existencia a partir del momento en que existe la palabra que lo nombra, el sadismo se habría revelado al mundo cuando el Marqués de Sade, siendo un niño, le arrancó por primera vez las alas a una mosca, y el masoquismo también tuvo que esperar el día en que la pequeña alma de Sacher-Masoch, tal vez a la misma edad, e imitando, sin saberlo, el ejemplo de los místicos de todas las religiones, entendió que era primero posible, y después deseable pasar del sufrimiento en el placer al placer en el sufrimiento. Al cabo de milenios, después de una larguísima espera, de tanto tiempo perdido, el sádico y el masoquista pudieron finalmente encontrarse, reconocerse como complementarios y, de esta forma, inaugurar la felicidad. Este camino, tan breve, por la primera de las vías de reflexión que se nos presentan, aquélla que se asentaba en el presupuesto de que la literatura, independientemente del significado moral o amoral de sus expresiones, habría ejercido o ejercería todavía influencia en la sociedad, al punto de constituirse como uno de sus agentes transformadores, nos ha conducido, creo,

a una conclusión pesimista y aparentemente no extrapolable: la de su irresponsabilidad esencial. Irresponsabilidad, digo, en el sentido restringido de que no será legítimo atribuir al ciclo de La Guerra de las Dos Rosas de Shakespeare, tomemos este ejemplo, la culpa de un eventual aumento, en número y en gravedad, de los crímenes públicos o privados en general, como de la misma manera no tendremos derecho a acusar al autor de Ricardo III de no haber podido lograr, gracias a lo que se espera sea la lección amonestadora y edificante de toda la tragedia, que los reyes y los presidentes se mataran menos y los particulares se respetasen más. Unos a otros y a sí mismos, debe añadirse.

Si la literatura es de hecho irresponsable, en la doble acepción de que no le puedan ser imputados, aunque sólo sea parcialmente, ni el bien ni el mal de la humanidad, y por lo tanto no está obligada, ya sea para hacer penitencia como para felicitarse, a prestar declaración en ningún tribunal de opinión, si, por el contrario, actúa, en su hacerse, como un reflejo más o menos inmediato del estado mental de las sociedades y de sus sucesivas transformaciones, entonces, la segunda vía de reflexión propuesta, aquella que, quizá con excesivo radicalismo, precisamente acabaría por mostrar a la literatura como mero y obediente sujeto, incluso en sus aparentes rebeliones, se interrumpe cuando aún no habíamos dado los primeros pasos, reconduciéndonos así irónicamente al punto de partida, a la bifurcación de los caminos, a la eterna interrogación sobre lo que debe ser y para qué debe servir la literatura cuando, en la vida cultural de los pueblos, se instala el sentimiento inquietante de que, no habiendo aparentemente dejado de ser, manifiestamente ha dejado de servir.

Aunque el determinismo de la conclusión puede humillar ciertas vanidades literarias, más inclinadas de lo que aconsejaría la modestia a magnificar su papel en la República de las Letras y en la sociedad en general, pienso que no tendremos más remedio que reconocer que la literatura no ha transformado ni transforma socialmente al mundo, y que el mundo es el que ha transformado y va transformando, y no sólo socialmente, a la literatura. Puesta así la cuestión, en términos simples, se objetará que después de que nos han cerrado los caminos, ahora vienen a cerrarnos las puertas y que, encerrado en este círculo, vicioso y perverso como ninguno, al escritor, como tal, no le quedará nada más que trabajar sin esperanza de influir realmente en la vida de su época, limitado a producir los libros que la

necesidad de diversión de la sociedad, sin su parecer, le va encargando, y con los cuales se satisfacen él y ella, o, en el caso de haber sido reconocido al proyectarse sobre el cosmos, como poseedor del talento suficiente, escribir obras que su tiempo comprenderá mal o a las que será hostil, dejando al futuro la responsabilidad de un juicio definitivo que, eventualmente seguro y justo en ese caso específico, incurrirá, infaliblemente, en errores de apreciación cuando, en el presente, sea llamado a pronunciarse sobre las obras contemporáneas. En verdad, el escritor cuando escribe no se encuentra solo, está también rodeado de oscuridad, y creo que no abusaré de mi limitada facultad de imaginar si digo que hasta la propia luz de la obra —poca o mucha, todas la tienen— lo ciega. De esta particular ceguera no lo podrá curar ninguna crítica, ningún juicio, ninguna opinión, por más fundamentadas y útiles en algunos planos que se le presenten, ya que son emitidos, todos ellos, desde otro lugar.

¿En qué quedamos entonces? Si las sociedades no se dejan transformar por la literatura, aunque ésta en alguna que otra ocasión pueda haber tenido en las sociedades alguna influencia superficial, o si por el contrario, es la literatura la que se encuentra permanentemente acosada por sociedades como éstas de hoy, que no exigen más que las fáciles variantes de una misma anestesia del espíritu que llaman frivolidad y brutalidad, cómo podremos nosotros, sin olvidar las lecciones del pasado y las insuficiencias de una reflexión dicotómica que se limitaría a hacernos viajar entre la hipótesis, nunca satisfactoriamente verificada, de una literatura agente de transformaciones sociales, y la evidencia de una literatura, esta otra, que no parece ser capaz de hacer más que recoger los destrozos y enterrar las víctimas de las batallas sociales, ¿cómo podremos, insisto, aunque provoquemos la burla de las futilidades mundanas y el escarnio de los señores del mundo, volver a un debate sobre literatura y compromiso, sin que parezca que estamos hablando de restos fósiles? Espero que en un futuro próximo no falten respuestas a esta pregunta y que cada una de ellas, o todas juntas, puedan hacernos salir de la dolorosa y resignada parálisis de pensamiento y acción en que parecemos complacernos. Por mi parte, me limito a proponer, sin más rodeos, que regresemos rápidamente al Autor, a esa concreta figura de hombre o mujer que está detrás

de los libros y sin la cual la literatura no sería nada, no para que nos diga cómo escribió sus grandes o pequeñas obras (lo más probable es que no lo sepa), no para que nos eduque y nos guíe con sus lecciones (que muchas veces es el primero en no seguir), sino, simplemente, para que nos diga quién es, en la sociedad en que estamos él y nosotros, para que se muestre todos los días como ciudadano de este presente, aunque, como escritor, crea estar trabajando para el futuro. El problema no está en que, supuestamente, se hayan extinguido las razones y las causas de orden social, ideológico o político que, con resultados estéticos tan variables en cuanto a las intenciones, llevaron a lo que se llamó literatura de compromiso, en el sentido moderno de la expresión; el problema está, más crudamente, en que el escritor, por regla general, ha dejado de comprometerse y que muchas de las teorizaciones en que hoy nos dejamos envolver no tienen otra finalidad que constituirse como evasiones intelectuales, modos de ocultar, a nuestros propios ojos, la mala conciencia y el malestar de un grupo de personas —los escritores— que, después de haberse observado a sí mismos, durante mucho tiempo, como luz divina y farol del mundo, añaden ahora, a la oscuridad intrínseca del acto creador, las tinieblas de la renuncia y de la abdicación cívicas.

Después de muerto, el escritor será juzgado según aquello que hizo. Reivindiquemos, en cuanto está vivo, el derecho a juzgarlo también por aquello que es

José saramago y pilar del río. Fotografía: cedida por Pilar del Río ©

Mi Austria feliz

Por t H oM as B e R n H a R d Traducción de Thomas Kauf Artículo publicado en el número 80 de Quimera (septiembre de 1988)

Thomas Bernhard enviaba esta carta al director del Die Zeit hace algún tiempo para mostrar así su opinión respecto al mundo teatral de Austria. Escrita a modo de furiosa diatriba, de monumental pataleta, no por ello exenta de una fina y demoledora ironía que a veces incide de lleno en el insulto, el texto nos habla de una supuesta obra de teatro que le fue rechazada por el señor Peymann, mandamás del tinglado teatral vienés. Con la excusa de esa obra —Mi Austria feliz— Bernhard arremete contra los clásicos y las instituciones, nos cuenta que en su obra intervienen como actores el Papa de Roma, Bruno Kreisky, Kurt Waldheim, Vranitzky, el arzobispo de Viena y trescientos actores más.

Mientras la lectura matinal de El País, tomándome un café negro grande en la plaza del Mercado de Pollensa, me colmaba de felicidad con la precisión de un reloj suizo, bastó el mero hecho de abrir el número de Die Zeit de esta semana para que toda mi persona rebosara de consternación y aborrecimiento contra todo y contra todo lo que imprimen los diarios, debido a que usted no ha dejado de cometer la estupidez de concederle un lugar en su periódico al telex del señor Peymann, el más horrible de todos los directores del Teatro Nacional, donde anuncia que va a montar el Tartufo. El señor Peymann, como Ud. ya sabe, padece la incurable enfermedad de los clásicos, la cual, como usted también sabe,

se le ha desarrollado de forma maligno-galopante en el transcurso de los últimos meses, y, según veo, no va a parar, hasta el final de sus días, de montar a toda esa pandilla de clásicos ingleses, franceses y españoles tan repulsivos, primitivos y ordinarios, que se conocen y son tristemente célebres por los nombres de Shakespeare, Molière, Lope de Vega, etc., y a los que, a pesar de su primitivismo, vulgaridad y poca consistencia no hay manera de liquidar de una vez. Yo soy de la opinión que esos escritores de dramones espeluznantes han envenenado totalmente los teatros de toda Europa y, efectivamente, los de todo el mundo hasta dentro de un futuro impredecible, ya que desgraciadamente no se librarán nunca de esta epidemia de clásicos. Chernóbil, esa insignificancia ortodoxa soviética, no es nada comparado con una de esas obras de Shakespeare que por lo menos una vez al día, en algún lugar de la tierra, impregna la atmósfera. ¡Una tormenta shakesperiana hace más daño en Europa que diez catástrofes de Chernóbil juntas! ¡O que diez catástrofes como la de Basilea, puede usted creerme! ¡Así que el señor Peymann hace saber que en marzo representará el Tartufo, una de las obras de teatro, dicho sea de paso, más tontas que jamás se hayan escrito y representado en un escenario, puede usted creerme. Por lo demás, independientemente de cuál sea su autor, las obras de teatro son lo más tonto que se puede llevar a un escenario, puede usted creerme, ya que sé cuán maravilloso resulta el que se lleve un vaso de cerveza al escenario, puede usted creerme, ¡pero jamás de los jamases una obra de teatro! Así que, como ya se ha dicho, el señor Peymann quiere estrenar en marzo el Tartufo en el Teatro Nacional, y precisamente es éste u no otro el motivo de mi desesperación o incluso hasta de mi anonadamiento, puede usted creerme, ya que el señor Peymann me prometió que en este

mes de marzo sólo se representaría una única obra en el Teatro Nacional, concretamente mi Austria feliz, puede usted creerme. ¿Acaso ha olvidado el señor Peymann que el Estado austríaco ya ha desembolsado treinta y ocho millones de chelines en subvenciones para mi obra y para mi propio montaje, para, por decirlo de algún modo, resarcirme de todo lo que el Estado austríaco, como él muy bien sabe, ha hecho en contra de mí, atentando contra todo lo que se podía atentar? ¿Ha olvidado acaso el señor Peymann que me había prometido la fecha del 11 de marzo de 1988 para mi obra y mi montaje en exclusiva como fecha de estreno? Si efectivamente el señor Peymann monta el Tartufo (con el elenco anunciado, dicho sea de paso, será todavía más ridículo de lo que ya lo es en sí), esto significará con toda seguridad, mi perdición absoluta, puede usted creerme, como muy bien sabe el señor Peymann. Llevo aquí en Mallorca cinco meses ensayando mi obra, mi Austria feliz, para la cual, puede usted creerme, he encontrado el reparto completo. Habida cuenta del hecho de que ahora el señor Peymann hace el Tartufo con el señor Waldheim, no me queda más remedio que desvelar lo que, hasta la fecha y de común acuerdo con el señor Peymann, había mantenido en el más profundo secreto: llevo cinco meses ensayando aquí, en Pollensa, en la finca católica, mi Austria feliz con, usted no se lo va a creer, el señor Waldheim y el señor Kreisky en los papeles principales. En mi obra, el señor Kreisky asume el papel del gran dubiosus, el señor Waldheim el del guinda del entremés, y al señor Heller le he obligado a representar el papel del porquerizo. El señor Heller representa su papel sin cobrar, el señor Waldheim ha recibido ya un anticipo de seis millones de chelines, el señor Kreisky sólo tres, según los convenios que se suelen aplicar, y, puede usted creerme, ambos caballeros querían cobrar sus honorarios absolutamente libres de impuestos. El señor Waldheim en una cuenta en Lichtenstein, el señor Kreisky en una cuenta en Andorra. Los importes correspondientes ya fueron transferidos en el pasado mes de octubre. Al señor Heller le he pagado tres millones para los ciegos en Hamburgo, y, puede usted creerme, los ha aceptado muy agradecido. ¡Él es para mí el austríaco más importante, puede usted creerme! El señor Waldheim quiere dinero negro a toda costa, al igual que el señor Kreisky. En vista de que, como usted ya sabe, el señor Kreisky está aquí en Mallorca en su casa, tomé la

decisión de ensayar aquí mi obra. Por cierto, el viejo zorro no lo dudó ni un segundo y aceptó en el acto. Empecé ensayando sólo con él, después con Waldheim, y después también con Vranitzky. Y además contaba aquí con unas condiciones de ensayo inmejorables. ¡Por fin por una vez una de mis grandes obras bajo mi propia dirección en una atmósfera rayana a la ideal! Además, aquí ha estado nevando casi ininterrumpidamente durante las últimas semanas, un hecho extraordinario aquí, en Pollensa, y la finca católica me recuerda, las más de las veces, una cabaña situada a más de dos mil metros de altura en los Alpes. Las condiciones de ensayo ideales: sumido en una isla mediterránea, y sin embargo como en las cumbres de los Alpes. ¡Imagínese! Lamentablemente aparecen tantos actores como en mi Austria feliz que no los puedo aquí nombrar a todos, pero son más de trescientos, creo que suman trescientos veintinueve, aunque a los más importantes ya los he mencionado. Waldheim, Kreisky, a los que hay que añadir Vranitzky, al señor Mock y al Papa, quien ha aceptado participar en los ensayos finales, y puede usted creerme, el Papa ya ha estado aquí tres veces y ha interpretado su papel de forma excelente. Llegó aquí conociendo ya perfectamente su texto, con nocturnidad, se entiende, al igual que el señor Waldheim, al que, a diferencia del Papa de Roma, hago venir por vía aérea tres veces por semana desde Viena. Hay que mencionar al respecto que los gastos ocasionados por los viajes en avión han corrido por cuenta de los Estados austríacos y el Vaticano respectivamente, ya que éstos hubieran sido excesivos para mí. El señor Waldheim siempre llegaba aquí muy puntualmente alrededor de las seis, es decir, al anochecer, para poder salir a montar un poco antes del ensayo. Pude observar al respecto que el señor Waldheim, si es que sabe montar lo hace muy mal, y eso que alardeaba de ser tan buen jinete, y ¡vaya si en mi obra tiene que montar, montar y montar! No se lo va usted a poder creer. El Papa, en mi obra, sólo tiene un papel secundario y sólo sale a escena una vez, besando el suelo austríaco. ¡Pero eso también tiene que ensayarse, puede usted creerme! Con este fin ya le he hecho venir hasta aquí en avión unas siete veces. Lo de besar el suelo austríaco, puede usted creerme, ya empieza a hacerlo bastante bien. El señor Vranitzky, al que usted conoce en calidad de canciller federal austríaco, puede usted creerme, ya empieza a hacerlo bastante

THOMAS BERNHARD. MI AUSTRIA FELIZ

bien. El señor Vranitzky, al que usted conoce en calidad de canciller federal austríaco, baila con el señor Kreisky lo que podría llamarse un vals de izquierdas, cosa que por el momento no domina ninguno de los dos, pero espero que lo consigan también de aquí hasta el once de marzo. Si le dijera que el señor Kreisky se dedica con entusiasmo a la tarea, así como el señor Waldheim, al igual que lo están haciendo el Papa y el señor Vranitzky, probablemente usted no se lo podría creer. Mi obra consta sólo de dos actos; el primero se desarrolla en la penumbra de la madrugada en la plaza de Ballhaus, el segundo en la oscuridad del anochecer en el Hofburg. En la penumbra de la madrugada, quien asume el papel protagonista es el señor Kreisky. En la oscuridad del anochecer, el señor Waldheim. El señor Vranitzky está presente en escena durante toda la obra, aunque no tenga absolutamente nada que decir. Pero como usted ya sabe, son los así llamados papeles mudos los más difíciles de representar, por esto llevo ensayando con el señor Vranitzky en la finca católica desde el mes de octubre. El señor Vranitzky ha declinado cualquier oferta de pago de honorarios alegando que él ya tiene más dinero del que jamás se pueda llegar a suponer, cosa que realmente le creo. El señor Vranitzky es la persona ideal para representar el así llamado papel mudo, ya que,

como usted sabe, le cuesta hablar, y tampoco quería obligarle a decir medias o cuartos de frase, cosa que en mi obra hace un hombre al cual hasta ahora había olvidado mencionar: el arzobispo de Viena, señor Groher. Este hombre, puede usted creerme, ha demostrado ser aquí —el nomen es el omen— el mayor talento teatral con el que me haya topado jamás. He reescrito muchas escenas que en una primera versión estaban destinadas a Vranitzky, para dárselas luego a Groher. El señor Groher se entiende bien incluso con el Papa, ya que ambos, después del ensayo, se toman juntos una botella de Coca-Cola (helada) que sólo beben hasta la mitad, pues se les ha metido en la cabeza la idea de enviar la botella medio vacía a los sedientos de Eritrea. Como puede usted ver, aquí se ha pensado efectivamente en todo, incluso en el altruismo, que en cierta medida desempeña en mi obra el papel principal, no se lo va usted a poder creer. En un principio también le había asignado uno de los papeles principales de mi obra a su presidente federal, von Weizsacker, pero al final no acabé de decidirme. El señor Waldheim sale en la primera escena a caballo, y el señor Kreisky la concluye yéndose hastiado de Austria a Mallorca y diciéndole a su mujer, que se está despertando en su tumbona, junto al muro que rodea la casa: Austria feliz. Al comienzo del acto segundo,

thomas bernhard (1987). Fotografía: Monozigote ©

el señor Vranitzky se tira dentro de la piscinita donde chapotea la familia Kreisky, salpicando a todos los Kreiskys de arriba a abajo, de modo que éstos emprenden la huida. El segundo acto se llama Crepúsculo porque queda bien patente para todos que Austria está perdida. Es decir que Austria feliz no es sino una alusión cargada de ironía. En ese sentido constituye también una obra clásica, como las obras de los clásicos. Con la salvedad de que mi obra es una obra clásica de actualidad, cuando las demás obras clásicas indiscutiblemente pertenecen al pasado. Si tiene usted en cuenta que los siete meses que llevo ensayando con Waldheim, Kreisky, Vranitzky, Groher y consortes (sin olvidar al obispo auxiliar de Viena, en mi obra desempeña el papel de raticida arzobispal) me han conducido casi al borde del agotamiento total, y que han llevado casi hasta su total desaparición mis treinta y ocho millones de subvención estatal, espero sabrá usted comprender mi ira en contra del señor Peymann, que quiere ahora representar el Tartufo en lugar de mi obra. Mi trabajo está casi concluido, y para el once de marzo hubiera alcanzado su punto ideal; hubiera subido al escenario del Teatro Nacional el 11 de marzo de 1988 como para una fiesta para toda Austria. ¡En mi obra he asumido para mí el papel de aguafiestas! Pero ahora, al leer su noticia de prensa del 26 de febrero, se me aparece con toda claridad que la totalidad de mi empresa, como siempre de una dedicación total por disposición natural propia, ha sido en vano. Es una pena, no sólo por el tiempo dedicado a ensayar con este reparto, el más fantástico de todos los repartos de teatro, sino también por los treinta y ocho millones de la subvención del Estado austríaco que, debido a que Peymann monta el Tartufo en lugar de montar mi Austria feliz en el Teatro Nacional, se dilapidan inútilmente. ¡Una gran ocasión teatral, y el teatro representa sencillamente el mundo, se echa a perder, y precisamente por culpa del señor Peymann!

P.S. ¡Le alquilé al señor Peymann el Teatro Nacional para todo el mes de marzo de 1988, pero el señor Peymann no cumple sus contratos! El señor Waldheim está en situación de excedencia durante todo el mes de marzo frente a sus obligaciones en el Hofburg para poder

representar en mi obra el papel del guinda del entremés, al igual como sucede con el señor Vranitzky frente a sus obligaciones en la plaza del Ballhaus. Y en la catedral de San Esteban, durante todo el mes de marzo, no se dirán misas, ni sermones de cuaresma, porque a los señores Groher y Krenn los tengo contratados yo en exclusiva para mi obra, no se lo va usted a poder creer, ¡por cuatro duros! En el Crepúsculo Waldheim (de guinda del entremés) y ya en camisón de dormir de franela es estrangulado por Kreisky (de gran dubiosus) y por los Niños Cantores de Viena conjuntamente. Seguidamente la Filarmónica de Viena interpreta media Sinfonía Heróica. La señora Waldheim (en mi obra se le llama Frühnazisse (literalmente Ex-nazi o Nazi-prematura, Nota del traductor) se precipita de la habitación presidencial del Hofburg a la plaza de Ballhaus. El señor Peymann, como en miles de ocasiones anteriores, en lo que a mi Austria feliz se refiere, también ha vuelto a incumplir su contrato, y también, como han hecho miles de personas antes que él, no ha cumplido su promesa. ¡El señor Peymann no cumple con la palabra dada y cínicamente hace caso omiso de los contratos firmados! ¡A mí me hunde con su Tartufo para el 11 de marzo! ¡No volveré jamás a montar ninguna Austria feliz, aunque el señor Peymann, en un futuro, me lo pidiera con manos y pies, pues no volveré a encontrar y a poder reunir un reparto tan ideal, ni volveré a tener ganas jamás de montar mi propia obra, lo que, puede usted creerme, sólo me ha ilusionado una vez! ¡He echado a perder siete meses de mi vida por culpa de la falta de palabra y del incumplimiento de contrato del señor Peymann! Puede usted creerme. ¡Con este Tartufo, el señor Peymann no sólo ha arruinado mi obra, sino también toda mi existencia! No me queda más remedio que quemar el manuscrito de Austria feliz en el horno de pan negro de la finca católica, olvidar mi montaje de la obra, subir hasta lo más alto de los acantilados de Formentor y tirarme al mar desde la punta más espantosa de los acantilados de Formentor por culpa de la inmortal desfachatez del señor Peymann. ¡Siga usted bien, muy señor mío, usted no es más que un redactor mientras yo, el que escribe la carta a los lectores, soy un escritor de teatro golpeado, arruinado, por un avieso director de teatro!

Una profecía sobre la novela

Por J ulio C o RtÁ za R

Artículo publicado en el número 115 de Quimera (noviembre 1992)

Este ensayo, inédito en España, fue publicado por la revista Cuadernos Americanos de México en 1949. Desde entonces muchas de sus profecías (o sospechas, como prefiere llamarles el autor) se han ido cumpliendo. En esa primera versión un salto de cuatro líneas en el texto atribuyó a Franz Kafka el relato de William Faulkner «Todos los aviadores muertos». Se corrigió el error, pero no se reconstruyó el párrafo: Cortázar no conservó el original. En cambio, sugirió esta aclaración cuando este artículo fue publicado de nuevo en Argentina en 1968.

con un tiempo ficticio los incesantes desencantos del tiempo propio, y se ingresa en la edad analítica en dónde el contenido de la novela pierde interés al lado del mecanismo literario que lo ordena, descubre uno que cada libro lleva a cabo la reducción a lo verbal de un pequeño fragmento de realidad, y que la acumulación de volúmenes en nuestra biblioteca se va pareciendo cada vez más a un microfilm del universo; materialmente pequeño, pero con una proyección en cada lector que devuelve las cosas a su tamaño mental primitivo. Es así que mientras las artes plásticas ponen nuevos objetos en el mundo, cuadros, catedrales, estatuas, la literatura se va apoderando paulatinamente de las cosas (eso que después llamamos temas) y en cierto modo las sustrae, las roba del mundo; así es como hay un segundo rapto de Helena de Troya, ese que la desgaja del tiempo.

Alguna vez he pensado si la literatura no merecía considerarse una empresa de conquista verbal de la realidad. No por razones de magia, para la cual el nombre de las cosas (el verdadero, oculto, ese que todo escritor busca, aunque no lo sepa) otorga la posesión de la cosa misma. Ni tampoco dentro de una concepción de la escritura literaria según la entendía (y preveía) Mallarmé, especie de abolición de la realidad fenomenal en una progresiva eternización de esencias. Esta idea de la conquista verbal de la realidad es más directa y por supuesto menos poética; nace sobre todo de la lectura de tantas novelas y también, probablemente, de la necesidad y la ambición de escribirlas. Tan pronto se pasa la etapa adolescente en que se leen novelas para desmentir

Puestos a mirar de tal manera la literatura, su historia consistiría no tanto en la evolución de las formas como en las direcciones y estrategia de su empresa de conquista. Si de lo que se trata es de apoderarse del mundo, si el lenguaje puede concebirse como un superalejandro que nos usa desde hace 5.000 años para su imperialismo universal, las etapas de esta posesión se dibujan a través del nacimiento de los géneros, cada uno de los cuales tiene ciertos objetivos, y la variación en las preferencias temáticas, que revelan la toma definitiva de un sector y el paso inmediato al que le sigue.

Así, es fácil reconocer las grandes ofensivas como aquella, por ejemplo, en la que el mundo cartaginés sucumbe ante el lenguaje en Salambó. Y al hablar de novela histórica cabe incluso sugerir con alguna travesura que lo que llamamos historia es la presa más segura y completa del lenguaje. Las pirámides están allí, claro, pero

la cosa empieza a tener sentido cuando Champollion rompe una lanza contra la piedra, la piedra de Rossetta y hacer surgir la historia en las evocaciones del Libro de los Muertos. Por eso la literatura no es demasiado feliz en un dominio de reconstrucción total que compete a su aliado el historiador, y se entrega con mayor fruición a otros temas; pronto se advierte que se prefiere las zonas más recortadas en el tiempo y los objetos más inmediatos al interés humano en cuanto cosas vivas y personales. Por eso, y desde que Narciso sigue siendo la imagen más cabal del hombre, la literatura se organiza en torno a su flor parlante y empeña (está en eso) la batalla más difícil y azarosa de su conquista: la batalla por el individuo humano, vivo y presente, ustedes y yo, aquí ahora, esta noche, mañana. Los temas, por comprensibles razones estratégicas, se vuelven más inmediatos en el tiempo y el lugar. Ya la Iliada está en este sentido más próxima a la literatura actual que la Odisea donde el tiempo se diluye y los hombres van por los sucesos; mucho tiempo había pasado ante las puertas de Ilión, pero el relato empieza en un momento dado y el transcurso cobra un valor de jornadas repletas de acaeceres. Nada se diluye allí, Aquiles y Héctor son la prefiguración del individuo que se asume íntegramente en la hora, en su hora, y juega su juego. También Fausto, después. Y bastará un día en la historia de la ciudad de Dublín, Irlanda, para que el lenguaje se apodere del señor Leopold Bloom y su entera circunstancia. Parecería que, apretando el tiempo, la literatura expande al hombre.

Dejando a un lado los temas, vale la pena probar nuestra concepción de lo literario en la forma en que evolucionan los llamados géneros. Interesa aquí observar la vigencia especial de cada género con relación a las distintas épocas, porque en este juego de sustituciones y renacimientos, de modas fulminantes y largas decadencias, se cumple el lento ajuste de lo literario a su propósito esencial. El vasto mundo: he aquí una calificación que amanece temprano en el asombro del hombre frente a lo que lo envuelve y prolonga.

Vasto y vario teatro para una inacabable cacería. Entonces hay como un reparto vocacional y de ese reparto surgen los géneros: está el nefelibata y el nomenclátor, el arponero de los conflictos internos, el que urde las mallas de las categorías, el que trasciende las apariencias, el que juega con ellas; de pronto es la poesía o la comedia, la novela o el tratado. Primero (siempre ha sido igual, véase la marcha de la filosofía o la ciencia) se atiende a lo de afuera. Hay que nombrar (porque nom-

brar es apresar). Ahí está todo: esa estrella esperando que la llamemos Sirio, esas otras ofreciéndose a los lapidarios para que monten las constelaciones. El mar, para que le digan que es purpúreo, o nuestro río para que le enseñen que es de color de león. Todo espera a que el hombre lo conozca. Todo puede ser conocido. Hasta el día en que surge la duda sobre la legitimidad de ese conocimiento; entonces la literatura favorece la revisión previa e interna, el ajuste de instrumentos personales y verbales. A la ingenua alegría de la épica y el salto icario de la lírica, sucede la cautelosa palpación del terreno inmediato, el estudio de si la alegría es posible, de si el trampolín ayudará al salto.

Pues bien, esta lúcida conciencia presente en la entera literatura moderna, para la cual nada es más importante que el hombre como tema de exploración y conquista, explica el desarrollo y el estado actual de la novela como forma predilecta de nuestro tiempo. Pero aquí me interesa disipar un malentendido que podría confundir todo lo que sigue. Actualmente nos hemos curado del riguroso concepto apolíneo del pasado clásico, y nos es fácil advertir las sombras que proyectan claras columnas áticas y los serenos paisajes virgilianos. En las figuras aparentemente más objetivas de la literatura antigua descubrimos una subjetividad que la psicología contemporánea saca a la luz con toda su riqueza. Mirando así las cosas se podría suponer que Edipo —como personaje novelesco; no quiero atarme académicamente al concepto preceptivo de la novela— es tan contemporáneo nuestro como un héroe de Mary Webb o de François Mauriac. El malentendido, sin embargo, estaría en detenerse en las figuras ya dadas y no en el proceso causal que les confiere nacimiento. Es en ese proceso, precisamente, donde reposa la diferencia capital entre nuestra novelística y la línea novelesca del pasado. Esquilo nos da en Edipo un producto de ocultas intuiciones míticas y personales; privilegio de poeta es prescindir de la verdad discursivamente buscada y hallada. Esquilo también puede decir que no busca, sino que encuentra. Edipo salta a escena como saltan en el corazón de Rilke los versos de su primera elegía de Duino.

Y si tomamos a Aquiles, mucho más primario, sencillo y objetivo que Edipo, se advierte enseguida que sus movimientos psicológicos se dan como una cosa vista, o experimentada, o supuesta por Homero, pero que el acento del novelista (no se me negará que la Ilíada es una espléndida novela) está puesto no en el análisis de estos movimientos, sino sólo en su comprobación y su

traducción en actos, en sucesos. He aquí la épica en su raíz misma. Y la épica es la madre de toda novela, como se puede leer en los tratados escolares. «Canta, oh Musa, la cólera del Pelida Aquiles...» Pero lo que se canta no es la cólera sino sus consecuencias. En tanto que toda novela significativa de nuestro tiempo termina allí donde principia el novelista épico: lo que importa es saber por qué Aquiles está enojado y una vez sabido esto, por qué la causa provocaba cólera en Aquiles, y no otros sentimientos. Y luego, ¿qué es la cólera? Y además, ¿hay que encolerizarse? El hombre, ¿es cólera? Y también, ¿qué oculta por debajo de sus formas aparenciales, la cólera?

Este repertorio de preguntas constituye la temática esencial de la novela moderna, aunque interesa establecer dos etapas sucesivas en su desarrollo. De pronto, y por causas que entroncan con el descrédito de los ideales épicos de la Edad Media, la novela renace de sus esbozos clásicos, pasea incierta por el Renacimiento dónde le llenan las alforjas de abundante material discursivo y de desecho (la grandeza de la novela, su abarcabilidad infinita, es a veces su peor miseria), y luego de enderezarse con Cervantes y los autores del siglo XVII, inicia en el XVIII la primera de sus dos etapas modernas, que llamaré gnoseológica para prolongar la comparación que hice antes con la evolución de la filosofía. La novela enfoca los problemas de siempre con una intención nueva y especial: conocer y apoderarse del comportamiento psicológico humano, y narrar eso, precisamente eso, en vez de las consecuencias tácticas de tal comportamiento. Las preguntas en torno a cómo es posible la cólera de Aquiles empiezan a ser contestadas, y cada novela representa o intenta un nuevo aporte al conocimiento del mundo subjetivo; conocimiento imperfecto, por fallas en el instrumental (como se verá luego) pero que interesa al novelista en cuanto operación preliminar de toda vuelta a la narrativa lisa y llana. Sin que ellos mismos lo adviertan a veces, parecería que en el novelista del siglo XVIII y especialmente del siglo XIX se da una conciencia vergonzosa, un sentimiento de culpa que lo lleva a explorarse como persona (Rousseau, el Adolphe de Benjamín Constant) y explorar el mundo de su héroes (Prévost, Stendhal, Dickens, Balzac) para asegurarse de que el hombre como tal puede llegar a conocerse lo bastante para de allí, por proyección sentimental e intelectiva, reanudar sobre bases sólidas la empresa de conquista verbal de la realidad que los clásicos habían intentado con su libre desenfado.

Esta primera etapa de la novela moderna es, pues, de tipo marcadamente gnoseológico, y se diría que el espíritu de Manuel Kant la sobrevuela como exigencia del autoconocimiento previo. Por fortuna, el novelista es ese hombre que no se asusta del número, aunque lo sospeche agazapado y fuera del alcance, de sus palabras. Por eso, dentro de la etapa que busco caracterizar, al sondeo intensivo de la subjetividad humana, exaltada a primer plano y gran tema novelesco con el romanticismo, se agrega luego el análisis de cómo esa subjetividad se vierte sobre el contorno del personaje, condiciona y explica sus actos. Así nace Emma Bovary, que lleva la provincia consigo hasta en el afán ridículo y patético de desprovincializarse. Así se ordena la teoría de los Rougon-Macquart, las vidas dolidas de Oliver Twist y de David Copperfield, la carrera de los muchachos balzaquianos que suben al asalto de París. Creo poder afirmar que, al margen de sus inmensas diferencias locales y personales, la novela del siglo XIX es una polifacética respuesta a la pregunta de cómo es el hombre, una gigantesca teoría del carácter y su proyección en la sociedad. La novela antigua nos enseña que el hombre es; los comienzos de la contemporánea indagan cómo es, la novela de hoy se preguntará su porqué y su para qué Pero esta última etapa nos alcanza y nos envuelve, es nuestra novela, y todo lo que he de decir sobre ella tenderá a elucidar su diferencia y lo que creo —en un sentido extraliterario— su progreso sobre la etapa ocho y novecentista. Ya en el umbral de nuestro tiempo quiero hacer el alto necesario para plantear esta cuestión previa. ¿Por qué hay novelas? O mejor: ¿Por qué entre todos los géneros literarios, nada parece hoy tan significativo como la novela?

Me veo precisado a repetir una noción que, a causa de su uso indiscriminado y entusiasta, va tomando cada vez más la dudosa vigencia de los lugares comunes. Es ésta: lo que llamamos poesía comporta la más honda penetración en el ser de que es capaz el hombre. Sedienta de ser, enamorada de ser, la poesía cruza por las capas superficiales sin iluminarlas de lleno, centrando su haz en las dimensiones profundas. Y entonces ocurre que como el hombre está fenomenalmente en relación con sus esencias como la masa de la esfera en relación a su centro, la poesía incide en el centro, se instala en el plano absoluto del ser y sólo su irradiación refleja vuelve a la superficie y abarca su contenido en su luminoso continente. La esfera humana brilla entonces porque hay una opulencia, una superabundancia de luz que la

empapa. Pero la luz va al centro de la esfera, al centro de cada objeto que la atrae o la suscita. Por eso, aunque todo pueda ser motivo de poesía, y todo espere a su ser materia de poesía, el hombre precisa, sin embargo, de la novela para conocerse y para conocer. Poesía es sumo conocimiento, pero las relaciones personales del hombre consigo mismo y del hombre con su circunstancia no sobreviven a un clima de absoluto; su escala es por principio relativa, y si esta hoja de papel guarda el misterio de la esencia que inquietaba a un poeta como Mallarmé, yo necesito de ella ahora en cuanto fenómeno, en cuanto suma de propiedades que probablemente le pongo con mis sentidos: la blancura, la suavidad, el tamaño. El misterio de su ser me llamará acaso un día y me arrancará el poema que lo busque y quizá lo encuentre y nombre. Pero hoy ha pasado esta hoja por el rodillo de una máquina, y le he puesto encima cientos de manchas de tinta que forman palabras. Esto es ya visión de novelista, tarea de novela, objeto de novela. Digo, entonces, que la presencia inequívoca de la novela en nuestro tiempo obedece a que es el instrumento verbal necesario para el apoderamiento del hombre como persona, del hombre viviendo y sintiéndose vivir. La novela es una mano que tiene la esfera humana entre los dedos, la mueve y la hace girar, palpándola y mostrándola. La abarca íntegramente por fuera (como lo hacía ya la narrativa clásica) y busca penetrar en la transparencia engañosa que le cede poco a poco un ingreso y una topografía. Y por eso —digámoslo desde ahora para volver después en detalle— como la novela quiere llegar al centro de la esfera, alcanzar la esfericidad, y no puede hacerlo con sus recursos propios (la mano literaria, que se queda afuera), entonces acude —ya veremos cómo— a la vía poética de acceso. Por el momento, considerémosla sola y con los recursos narrativos tradicionales, frente a su propósito básico: el de llegar a comprender (en el doble valor del término) la totalidad del hombre persona, del hombre Julien Sorel, Antoine Roquetin, Hans Castorp, Clarissa Dalloway.

Se me dirá que, aparte de la poesía, existen otros medios de conocimiento antropológico. Pero el teatro no pasa de explorar la persona, y el territorio de su compleja acción en tiempo y espacio le está cerrado por razones de obligación estética. Y por razones análogas, el cuento queda ceñido en su básica exigencia estructural, sólo capaz de cumplirse con un tema y una materia previamente adecuados a esa regla áurea que le da belleza y perfección. Pero toda regla áurea exige ele-

gir, separar, valorar. Todo cuento y toda obra de teatro importan un sacrificio; para mostrarnos una hormiga deben aislarla, levantarla de su hormiguero. La novela se ha propuesto darnos la hormiga y el hormiguero, el hombre en su ciudad, la acción y sus consecuencias últimas. El desenfado de la novela, su inescrupulosidad, su buche de avestruz y sus hábitos de urraca, lo que en definitiva tiene de antiliterario, la ha llevado desde 1900 hasta hoy a partir por el eje (bellísima expresión) toda la cristalografía literaria. Profundamente inmoral dentro de la escala de valores académicos, la novela supera todo lo concebible en materia de parasitismo, simbiosis, robo con fractura e imposición de su personalidad. Poliédrica, amorfa, creciendo como el bicho de la almohada en el cuento de Horacio Quiroga, magnífica de coraje y desprejuicio continúa su avance hacia nuestra condición, hacia nuestro sentido. Y para someterlos al lenguaje les arrima el hombro y los trata de igual a igual, como a cómplices. Adviértase que ya no hay personajes en la novela moderna; hay sólo cómplices. Cómplices nuestros, que son también testigos y suben a un estrado para declarar cosas que —casi siempre— nos condenan; de cuando en cuando hay alguno que da testimonio en favor, y nos ayuda a comprender con más claridad la exacta naturaleza de la situación humana de nuestro tiempo.

Si esto explica por qué la novela supone y busca con su impuro sistema verbal el impuro sistema del hombre, será fácil seguirla ahora en su evolución formal, que me parece mucho más significativa y reveladora que el enfoque histórico de sus temas, sus escuelas y sus representantes. Es tradicional, en efecto, partir de las intenciones y los propósitos del novelista, mostrando luego su técnica y su oficio. Sin ponerme en una rigurosa postura estilística, propongo que miremos la novela por el lado de su relojería, su maquinaria; como tumbar una tortuga en la arena para espiar su aparato locomotor. Y así —en líneas muy generales— se verá que la novela moderna se abre paso por los siglos XVIII y XIX sin alterar de manera fundamental su lenguaje, su estructura verbal, sus recursos aprehensivos; lo cual es comprensible porque la riqueza de temas, el mundo que se ofrece como material para el novelista es de una abundancia y una variedad tan asombrosas, que el escritor se siente como excedido en sus posibilidades, y su problema es sobre todo el de elegir, escoger, narrar una cosa entre cien igualmente narrables. Lo que se cuenta importa siempre más que el cómo se lo cuenta.

El problema es de exceso, y semejante al de los primeros viajeros en América o en África; se avanza en cualquier dirección, hacia los cuatro rambos. El pasado se deja exhumar para delicia del romanticismo medievalista; el presente lo da todo: las costumbres, el exotismo, Pablo y Virginia, el buen salvaje, Amalia, las penas de Werther, la provincia que encantará a George Sand y a José María de Pereda, la crítica social, la comedia humana, la burla al burgués, la bohemia, Rodolfo y Mimí, el vicario de Wakefield, la casa de los muertos, los misterios de París, la guerra y la paz. Cito unas cuantas e insuficientes referencias a títulos y contenidos de novelas famosas; podríamos seguir así durante horas: Gogol, las hermanas Brontë, Flaubert...

La variedad de intenciones y temas es infinita; pero el instrumento, el lenguaje que sostiene cada una de estas innúmeras novelas, es esencialmente el mismo: es un lenguaje reflexivo, que emplea técnicas racionales para expresar y traducir los sentimientos, que funciona como un producto consciente del novelista, un producto de vigilia, de lucidez. Si la técnica de cada uno diferencia y distingue planos y acentuaciones dentro de este lenguaje, su base continúa siendo la misma: base estética de ajuste entre lo que se expone y su formulación verbal más adecuada, incluyendo y perfeccionando todos los recursos de la literatura para crear las ilusiones verbales de la novela, la recreación del paisaje, el sentimiento y las pasiones, por medio de un cuidado método racional.

Convengamos en llamar estético este lenguaje de la novela de los siglos XVIII y XIX, y señalemos sintéti-

camente sus características capitales: racionalidad, mediatización derivada de la visión racional del mundo, o en el caso de novelistas que inician ya una visión más intuitiva y simpática del mundo, mediatización verbal ocasionada por el empleo de un lenguaje que no se presta —por su estructura— para expresar esa visión.

Un último rasgo: prodigioso desarrollo técnico del lenguaje; como en la pintura del Renacimiento, estudio, aplicación de las más sutiles artimañas técnicas para mimar la profundidad, la perspectiva, el color y la línea. Así, por muy sutil que sea la indagación psicológica —y pienso en el Adolphe de Constant y en todo Stendhal— se trata en realidad de una disección anímica; lo que se quiere es comprender, entender, revelar, e incluso catalogar. Balzac, y más tarde George Meredith, logran sutilísimas aproximaciones a los movimientos más secretos del alma humana. Pero su intención última es racionalizar esos movimientos, y por eso los tratan con un lenguaje que corresponde a esa visión y a esa intención. Son los novelistas del conocimiento; cuentan explicando, o (los mejores de ellos) explican contando. Y nombro de nuevo a Stendhal.

Por eso, cuando en medio de esta novelística surgen las páginas de ciertas obras como Hyperion y Aurelia; cuando, simultáneamente, pero en su territorio aislado y hosco los poetas alemanes y franceses lanzan una primera embestida contra el lenguaje de uso estético, aspirando a un verbo que exprese un orden distinto de visión, la novela da señales de inquietud, rechaza e indaga, inicia tímidos ensayos de apropiación y entra en nuestro siglo con evidentes manifestaciones de inquietud

Julio Cortázar. Ministerio de Cultura de la Nación Argentina ©

formal, de ansiedad, que habrá de llevarla a dar por fin un paso de incalculable importancia; la incorporación del lenguaje de raíz poética, el lenguaje de expresión inmediata de las intuiciones. Pero esto sólo podría ocurrir cuando el novelista, alejándose del estudio del mundo y del hombre, de la observación voluntaria de las cosas y los hechos, se sintiera sometido por otro mundo que esperaba ser dicho y aprehendido; el de la visión pura, el contacto inmediato y nunca analítico; lo que, precisamente, había rozado Nerval con la prosa del siglo anterior, y que la más alta poesía de Europa proponía como objetivo y padecimiento del hombre. Por primera vez y de manera explícita la novela renuncia a utilizar valores poéticos como meros adornos y complementos de la prosa (según lo hacían un Walter Scott o un Enrique Sienckewicz), y admite un hecho fundamental: que el lenguaje de raíz estética no es apto para expresar valores poéticos, y a la vez que esos valores, con su forma directa de expresión, representan el atisbo más profundo de ese ámbito total de conquista por el cual se interesa la novela: lo que cabe llamar el corazón de la esfera.

Al entrar en nuestro tiempo, la novela se inclina hacia la realidad inmediata, lo que está más acá de toda descripción y sólo admite ser aprehendido en la imagen de raíz poética que la persigue y la revela. Algunos novelistas reconocen que en ese fondo inasible para sus pinzas dialécticas se juega el juego del misterio humano, el sustentáculo de sus objetivaciones posteriores. Y entonces se precipitan por el camino poético, tiran por la borda el lenguaje mediatizador, sustituyen la fórmula por el ensalmo, la descripción por la visión, la ciencia por la magia.

Pero ella es la novela, la cosa impura, el monstruo de muchas patas y muchos ojos. Todo vale allí, todo se aprovecha y confunde. Es la novela, no la poesía. Y si bien (mirando la cosa desde el lado opuesto) esta evolución importa un avance de la poesía sobre la prosa, no es menos cierto que la novela no se deja liquidar como tal, porque la mayoría de sus objetivos continúan al margen de los objetivos poéticos, es material discursivo y aprensible sólo por vía racional. La novela es narración, lo que por un momento pareció a punto de olvidarse y ser sustituido por la presentación estática propia del poema. La novela es acción: y además es compromiso, transacción, alianza de elementos dispares que permiten el sometimiento de un mundo igualmente transaccional, heterogéneo y activo. Lo importante es que el avance de

la poesía sobre la novela que tiñe todo nuestro tiempo significó un calado en profundidad como ninguna narrativa del periodo estético había podido alcanzar por limitación instrumental. El golpe de estado que da la poesía en el territorio mismo de la prosa novelesca (de la que hasta entonces había sido mero adorno y complemento) revela en toda su magnífica violencia las ambiciones de nuestro tiempo y sus logros. El siglo se abre con el impacto de la filosofía bergsoniana y su correspondencia instantánea en la obra de Marcel Proust prueba hasta qué punto la novela esperaba y requería las dimensiones de la intuición pura, el paso adelante que fuera fiel a esa intención. Aquí quiero señalar, para evitar ambigüedades, que la irrupción de la poesía en la novela no supuso necesariamente la adopción de formas verbales poemáticas, ni siquiera eso que tan vagamente se llamaba en un tiempo prosa poética o el denominado estilo artista al modo de los Goncourt. Lo que cuenta es la actitud poética en el novelista (que justamente no tenían los Goncourt, tan finos estéticamente); lo que cuenta es la negativa a mediatizar, a embellecer, a hacer literatura. Esta actitud puede llegar a formas extremas, a la casi total sustitución del relato por el canto; ejemplo admirable, Naissance de l’Odissée de Jean Giono, la entrega al libre juego de las asociaciones, como en tantos capítulos de Ulysses; el aprovechamiento de la fórmula con valor a la vez aforístico y mágico, como en Les enfants terribles, de Cocteau, y Le diable au corps, de Radiguet; o a la salmodia con valor de poema in extenso, que actúa por acumulación y nos gana por cansancio (frase que en el orden de la poesía tiene un sentido profundísimo): vayan como ejemplo tantas novelas de Gabriel D’Annunzio (Le Vergini dalle Rocce, y un relato como Notturno), parte de la obra de Gabriel Miró, y nuestro Don Segundo Sombra, cada uno con su especial manera de morder en la materia poética.

Por supuesto que la presencia de lo irracional ha iluminado en todo tiempo la novela, pero ahora, en las tres primeras décadas de nuestro siglo, nos hallamos frente a una deliberada sumisión del novelista a los órdenes que pueden conducirlo a una nueva metafísica no ya ingenua como la inicial, y a una gnoseología, no ya analítica sino de contacto. El expresionismo germano, el surrealismo francés (donde no hay fronteras entre la novela y el poema, donde el cuento, por ejemplo, enlaza y anula lo que antes constituía géneros prolijamente demarcados) avanzan por esas tierras en las que el tiempo del sueño alcanza validez verbal con no menor

importancia que el tiempo de vigilia. De la empresa sinfónica que es Ulysses, especie de muestrario técnico, se desprenden por influencia o coincidencia, las muchas ramas de este impulso común. Hay que pensar que de 1910 a 1930, los novelistas cuya obra nos parece hoy viva y significativa son precisamente los que extreman, de una u otra manera, esta tendencia a ceder el primer plano a una atmósfera o, a una intención marcadamente irracional. Joyce, Kafka, Proust, Gide —tan lúcido, tan artista, pero el padre de Lafcadio, de Nathanael, de Michel y Ménalque—; D. H. Lawrence, cuya Plumed Serpent es magia ritual pura; Faulkner, el hombre que intenta la metafísica de guerra del 14 con ojos de alucinado, que deslumhró la adolescencia de los hombres de mi generación con un relato traducido por la Revista de Occidente: Todos los aviadores muertos; Thomas Mann, que pone su dialéctica al servicio de una danza macabra. La Montaña mágica, indagación de la muerte desde la muerte misma; Fedin, con el caleidoscopio de Las ciudades y los años, acaso la última consecuencia coherente de la filiación dostoiewskiana en Rusia; Hermann Broch, ya en el filo de la segunda guerra, y Virginia Woolf, flor perfecta de este árbol poético de la novela, su última Thule, la prueba exquisita de su grandeza y también de su debilidad. En este recuento de grandes nombres se habrá notado la ausencia de Henry James, Mauriac, Galsworthy, Huxley, Conrad, Montherlant, Forster, Sholojov, Steinbeck, Charles Morgan. Faltan porque estos magníficos novelistas son continuadores de la línea tradicional, novelistas al modo en que se entendía el término en el siglo pasado. Viven nuestro tiempo, lo comparten y padecen profundamente; nada tienen de pasatistas, pero su actitud literaria es la de continuadores. Son en la novela actual lo que Paul Valéry en la poesía francesa o Bonnard y Maillol en su plástica. Son también pruebas luminosas de que la novela dista de haber agotado sus objetivos tradicionales, su captación y aún explicación estética del mundo. En la enorme producción novelística de nuestro tiempo, la línea de raíz y método poético representa un salto solitario a cargo de unos pocos en quienes el sentido especial de su experiencia y su visión se da a la vez como necesidad narrativa (por eso son novelistas) y suspensión de todo compromiso formal y de todo correlato objetivo (por eso son poetas). Lo que una obra como la de Virginia Woolf pueda haber aportado a la conciencia de nuestro tiempo, está en haberle mostrado la poca realidad de la realidad entendida prosaicamente, y la presencia ava-

sallante de la realidad informe e innominable, la superficie igual pero jamás repetida del mar humano, cuyas olas dan nombre a su más hermosa novela.

En general cabe situar entre 1915 y 1935 la zona de desarrollo e influencia de esta línea; pero los resultados formales de tan brillante heterodoxia se prolongan hasta hoy, al punto que me parece posible sentar como hecho indubitable que la prosa tradicional de la novela (cuyas limitaciones señalamos) no puede merecer ya la menor confianza si pretende exceder su función descriptiva de fenómenos, si busca salirse de lo que por necesidad es un órgano expresivo del conocimiento racional. Lo que importa es mostrar una vez más que en la novela no hay fondo y forma; el fondo da la forma, es la forma. Lo prueba el hecho de que el lenguaje de raíz poética no se presta para la reflexión, para la descripción objetiva, cuyas formas naturales están en la prosa discursiva.

(Quizá la herencia más importante que nos deja esta línea de poesía en la novela reside en la clara conciencia de una abolición de fronteras falsas, de categorías retóricas. Ya no hay novela ni poema: hay situaciones que se ven y resuelven en su orden verbal propio. Creo que Hermann Broch y Henry Miller representan hoy la faz más avanzada de esta línea de liberación total.)

Tocamos ahora nuestro tiempo circundante. Desde 1930 eran visibles los signos de inquietud en la novela, los saltos a derecha e izquierda traduciéndose en obras tan dispares, pero tan comunes en la inquietud, como las primeras de André Malraux y cierta escuela dura en los Estados Unidos. Ya en posesión de la extrema posibilidad verbal que les daba la novela de raíz poética; libres para ahondar en la liquidación final de géneros, incluso de la literatura misma como recreación (en el doble sentido del término), es visible en escritores de todas las filiaciones y lugares que su interés se acendra en algo distinto, que parecen hartos del experimento verbal liberador; casi diría que están hartos de escribir y de ver escribir las cosas que se escriben; y que lo hacen por su parte para apresurar la muerte de la literatura como tal. Si aplicamos la fórmula de Jean-Paul Sartre: «El prosista —digamos el novelista— es un hombre que ha elegido un cierto modo de acción secundaria», advertiremos que la cólera de estos jóvenes de 1930 en adelante es precisamente la de no hallar en la literatura más que una acción secundaria, casi diría vicaria; siendo que a ellos les interesa la acción en sí; no la pregunta sobre el qué del hombre sino la manifestación

activa del hombre mismo. La gran paradoja es que su cultura y su vocación los tira en el lenguaje como a las mariposas en la llama. Escriben abrasándose, y sus libros son siempre el ersatz de algún acto, de alguna certidumbre por la cual se angustian.

Doy por supuesto que el lector conoce el libro de René-Marill Albérés sobre la rebelión de los escritores actuales; este lúcido ensayo en torno a algunos escritores franceses —Malraux, Bernanos, Camus, Sartre, Aragón y otros— me exime de toda prolijidad al considerar la novela que ellos, junto con sus análogos de otros países, representan. Usaré a modo de llave, una fórmula que creo eficaz. Se diría que la novela, en los primeros treinta años del siglo, desarrolló y lanzó a fondo lo que podríamos denominar la acción de las formas, y de ahí la batalla de Ulysses, la empresa intuitivo-analítica de Proust, el inaudito experimento surrealista, el fusilamiento por la espalda de Descartes. Mas es innegable que esta conquista de un lenguaje legítimo influyó sobre sus actores y que en buena parte de su obra los logros valen como producto formal, están indisolublemente amalgamados al lenguaje que permitió alcanzarlos.

Existe ahí una acción de las formas; pero la novela que sigue, y cuyo salto a escena ubico a partir de 1930, se propone exactamente lo contrario: entraña y corporiza las formas de la acción. Los tought writers de Estados Unidos, el grupo existencialista europeo, los solitarios como Malraux y Graham Greene, proveen las ramas y las modalidades de esta novelística a disgusto, esta especie de resignación a escribir —acción secundaria que encubre la nostalgia y el deseo de una acción inmediata y directa que revele y cree por fin al hombre verdadero en su verdadero mundo. En un estudio sobre qué es la literatura, Sartre afirma con toda claridad: «La literatura es, por esencia, la subjetividad de una sociedad en revolución permanente. En una sociedad (que hubiera trascendido ese estado de cosas) la literatura superaría la antinomia de la palabra y de la acción». Uno se pregunta, claro está, si superar la antinomia palabra-acción no acabaría con la literatura misma, sobre todo con la novela que tiene su aliento central en esa fricción y ese desacuerdo. Pero en el fondo —parecen pensar estos rebeldes— la liquidación de la novela bien valdría su precio, si recordamos que las novelas se escriben y leen por dos razones: para escapar de cierta realidad, o para oponerse a ella, mostrándola tal como es o debería ser. La novela hedónica o la novela de intención social dejarían ambas de tener sentido al cesar lo que Sartre llama

sociedad en revolución permanente, primero, porque el hedonismo volvería a los géneros que le son naturales, las artes en primer término; lo segundo porque la sociedad funcionaría eficazmente y no le daría al novelista más que el tema de lo individual. Pero, aunque todo esto sea asaz ocioso, me interesa sesgarlo al pasar porque revela el desprecio a la novela que subyace en las novelas de nuestros últimos años. Desprecio tanto más rabioso cuanto que el novelista está condenado a serlo. Como el pobre héroe de Somerset Maugham, vive haciendo escenas para acabar tomando al lado de esa amante que a la vez quisiera matar y no perder.

La plataforma de lanzamiento de estos novelistas está en el deseo visible de establecer contacto directo con la problemática actual del hombre en un plano de hechos, de participación y vida inmediata. Se tiende a descartar toda búsqueda de esencias que no se vinculen al comportamiento, a la condición, al destino del hombre, y lo que es más, al destino social y colectivo del hombre. Aunque se indague la esencialidad de seres solitarios e individuales (los héroes de Graham Greene, por ejemplo) al novelista le interesan sobre todo los conflictos que se producen en la zona de roce, cuando la soledad deviene compañía, cuando el solitario entra en la ciudad, cuando el asesino empieza a convivir con su asesinado en la vida moral. Como un tácito homenaje a lo alcanzado por la novelística de las tres primeras décadas, parece dar por sentado que la vía poética ha hecho lo suyo, ha desentrañado las raíces de la conducta personal. Todos ellos parten de ahí en adelante, quieren tratar con el homo faber, con la acción del hombre, con su diario batallar. Y nada es más revelador de este camino que el itinerario de André Malraux, desde la prueba del individuo que expone una novela como La voie Royale hasta el progresivo ingreso en la confrontación que anuncia Les conquérants, que se juega con La condition humaine y adquiere dimensión histórica con L’Espoir. Es aquí donde quiero agregar otra fórmula, reveladora por venir de quien viene; en 1945 dijo André Bretón: «Es preciso que el hombre se pase, con armas y bagajes, del lado del hombre». En esta frase no hay ilusión alguna, pero hay, como en Malraux, esperanza, aunque quepa pensar que la esperanza puede ser la última de las ilusiones humanas. Lo importante está en no confundir aquí el avance hacia el hombre que traduce esta corriente, con esas formas que suelen englobarse bajo la denominación de literatura social, y que consisten, grosso modo, en apoyar

una convicción previa con un material novelesco que la documente, ilustre y propugne.

Novelistas como Greene, Malraux y Albert Camus no han buscado jamás convencer a nadie por vía persuasiva: su obra no da nada por sentado, sino que es el problema mismo mostrándose y debatiéndose. Y como esa problematicidad en plena acción es precisamente la angustia y la batalla del hombre por su libertad, de la duda del hombre frente a las encrucijadas de una libertad sin decálogos infalibles, ocurre que en torno a este movimiento que nada nos impide llamar existencial se agrupan los hombres (novelistas y lectores) para quienes ningún poder es aceptable cuando del hombre como persona y como conducta se trata; para quienes —según tan bien lo ha visto Francisco Ayala— todo dominio impuesto por un hombre sobre otro es una usurpación.

El hombre es una naturaleza innoble, parece decir Jean-Paul Sartre; pero el hombre puede salvarse por su acción, que es más que él, y porque la acción que el hombre espera del hombre debe comportar su ética, una praxis confundida y manifestada en la ética, una ética dándose, no en decálogo sino en hechos que sólo por abstracción permitan deducir los decálogos.

Y Camus, que al igual que Malraux marcha progresivamente de la negación orgullosa a la confrontación,

y por fin a la reunión, dice esto tan hermoso en sus cartas a un amigo alemán: «Sigo creyendo que este mundo no tiene un sentido superior. Pero sé que hay algo en él que tiene sentido, y es el hombre, porque es el único ser que exige ese sentido». Frase que se ahonda todavía más en La Peste donde se habla de «aquellos a quienes les basta el hombre, y su pobre y terrible amor».

Me permito insistir en que esta situación del hombre en tanto hombre, que marca la más inquieta novelística de estos días, no tiene nada que ver con la novela social entendida como complemento literario de una dialéctica política, histórica o sociológica. Por eso provoca tanta indignación en aquellos que escriben o estiman la novela como una prueba a posteriori de algo, un pro o un contra con relación a un estado de cosas, siendo que esta novela es en cambio el estado de cosas mismo, el problema coexistiendo con su análisis, su experiencia y su elucidación. La novela social marcha detrás de la avanzada teórica. La novela existencial (pido perdón por estos dos términos tan equívocos) entraña su propia teoría, en alguna medida la crea y la anula a la vez porque sus intenciones son su acción y presentación puras. Se dirá que la novela existencialista ha venido a la zaga de la correspondiente exploración filosófica, pero lo que ha hecho esta novela es mostrar y expresar lo existencial en sus situaciones mismas, en su circunstancia; vale decir, mostrar la angustia, el combate, la liberación o la entrega del hombre desde la situación en sí y con el único lenguaje que podía expresarla: el de la novela, que busca desde hace tanto tiempo ser en cierto modo la situación en sí, la experiencia de la vida y su sentido en el grado más inmediato. El mismo Kierkegaard, acudiendo a símbolos y narraciones, entreveía ya lo que un Sartre desarrolla hoy con el despliegue simultáneo de sus tratados, su novela y su teatro; la experiencia del personaje de La Nausée sólo puede aprehenderse mediante una situación como la suya, y una situación como la suya sólo puede comunicarse al lector mediante una novela. Ahora bien, como este tipo de novelas no se presta a la inducción, tan cara a los amigos de la literatura social, estos últimos la acusan de individualismo (gran reproche de algunas bocas) y de que pretende aislar al hombre de su circunstancia. La novela social favorece la inducción porque está basada en ella; el soldado de Sin Novedad en el Frente tipifica a todos los soldados del mundo; Roubachof, el héroe de El Cero y el Infinito de Koestler, vale por todos los antiestalinistas sometidos a situaciones análogas a la suya;

Cortázar en su juventud. HistoriadelaLiteraturaArgentina Vol. I

en cambio Garine, el jefe de Les conquérants de Malraux es sólo Garine, un hombre ante sí mismo; y con todo yo afirmo que Garine es también cualquiera de nosotros, pero no por una cómoda inducción que nos pone a su lado, sino cada vez que uno de nosotros repite personalmente, dentro de su situación humana individual, el proceso hacia la autoconciencia que emprende Garine. Naturalmente, en el estado actual de la sociedad, los hombres capaces de esta confrontación son pocos, y las vías docentes y persuasivas de la novela con intención social resultan más eficaces en un sentido político. Por mi parte —y en materia de novelas no cabe regateo porque es materia entrañablemente humana— mi elección está hecha: pienso con André Gide que «el mundo será salvado por unos pocos», y agrego que esos pocos no estarán instalados en el poder, ni dictarán desde la cátedra las fórmulas de la salvación. Serán tan sólo individuos que —a la manera de un Gandhi, por ejemplo, aunque no necesariamente como un Gandhi— mostrarán sin docencia alguna una libertad humana alcanzada en la batalla personal. Lo suyo no será una enseñanza sino una presencia, un testimonio. Y un día, lejanísimo, los hombres empezarán a tener vergüenza de sí mismos. El clima de las novelas existenciales es ya el clima de esa vergüenza. Quiero decir en este punto que la novelística de extrema tensión existencial, de compromiso con lo inmanente humano, es la que señala con más claridad la interrogación de nuestro tiempo. Repito que si la novela clásica relató el mundo del hombre, si la novela del siglo pasado se preguntó gnoseológicamente el cómo del mundo del hombre, esta corriente que nos envuelve hoy busca la respuesta al por qué y al para qué del mundo del hombre.

Paralelamente a su curso marchan otras líneas novelísticas dignas de consideración porque representan, no exactamente posiciones antagónicas, sino más bien la aprehensión de aspectos correlativos del hombre contemporáneo. Una de esas líneas parecería darse en la obra de los novelistas italianos que, terminada la larga insularidad del fascismo, interesan hoy al mundo entero. Pero la rama más significativa (no hago cuestión de calidad sino de peculiaridad) me parece ser la que los tough writers de Estados Unidos, los escritores duros criados en la escuela de Hemingway (alguien podría decir que, más que escuela, eso fue un reformatorio), novelistas como James Cain, Dashiell Hammett

y Raymond Chandler. Parto de la advertencia de que ninguno de estos novelistas es un gran escritor: ¿cómo serlo, si todos ellos representan una forma extrema y violentísima de ese repudio consciente o inconsciente de la literatura que señalábamos antes? En ellos se hace intensa la necesidad siempre postergada de tirar el lenguaje por la borda. La abundancia del insulto, de la obscenidad verbal, del uso creciente del slang, son manifestaciones de este desprecio a la palabra en cuanto eufemismo del pensamiento y el sentimiento. Todo sufre aquí un proceso de envilecimiento deliberado; este escritor hace con el idioma lo que sus héroes con las mujeres; es que ambos tienen la sospecha de su traición. No se puede matar el lenguaje, pero cabe reducirlo a la peor de las esclavitudes. Y entonces el tough writer se niega a describir (porque eso da ventaja al lenguaje) y usa apenas lo necesario para presentar las situaciones. No conforme con esto, se rehusa a emplear las grandes conquistas verbales de la novela psicológica, y escoge una acción novelesca de la piel para afuera. Los personajes de Hammett no piensan jamás verbalmente: actúan. No sé si se ha reparado en que sus mejores obras

The Glass Key, The Maltese Falcon, Red Harvest— son acción pura, creo que el primer caso de libros donde en vano se buscará la menor reflexión, el más primario pensamiento, la más leve anotación de un gesto interior, de un sentimiento, de un móvil. Y lo que es más asombroso, algunos de estos libros (como también los de Chandler) están escritos en primera persona, la persona confidencial por excelencia en toda literatura. Estas novelas, además, pertenecen a las llamadas policiales. Pero a la vez representan una reacción total contra el género, del que sólo guardan la estructura en base de un misterio que resolver. Roger Caillois ha estudiado la especial fisonomía de estos detectives de Hammett, casi delincuentes ellos mismos, enfrentando a los criminales con armas análogas, con la mentira, la traición y la violencia. Aquí también la novela policial baja de sus alturas estéticas —desde Conan Doyle a Van Dine— para situarse en un plano de turbia y directa humanidad. Lo paradójico es que el lenguaje, rebajado en la misma proporción, se venga de los Hammett y los Chandler; hay momentos en sus novelas donde la acción narrada está tan absolutamente lograda como acción, que se convierte en el virtuosismo del trapecista o del volatinero, se estiliza, se deshumaniza, como las

peleas a puñetazos de las películas yanquis, que son el colmo de la irrealidad por exceso de verismo. No hay acción sin titubeos de cualquier orden; lo que es más, no hay acción sin premeditación o, por lo menos, sin reflexión. En el cine no vemos ni oímos pensar; pero los rostros y los gestos piensan en voz alta, eso va por cuenta de los actores. Aquí no hay siquiera eso; la novela ha llegado a su punto extremoso; queriendo eliminar intermediarios verbales y psicológicos, nos da hechos puros; pero es que no hay hechos puros; se ve que el deseo está, no en decir el hecho, sino en encarnarlo, incorporarse e incorporarnos a la situación. Entre la cosa y nosotros hay un mínimo de lenguaje, apenas el necesario para mostrarla. Lo curioso es que la narración de un hecho reducida a la presentación pura del hecho obliga a un Hammett a descomponerlo como los muchos cuadros que forman un solo movimiento cuando se recomponen en la pantalla cinematográfica. Huyendo del lujo verbal, de las esfumaduras y las sobreimpresiones en que abunda la técnica de la novela, se cae en el lujo de la acción; vemos a un personaje llegar a una casa, tocar el timbre, esperar, ajustarse la corbata, dialogar con el portero, entrar en una sala cuyas paredes y moblaje son consignados como en un inventario. El personaje pone su mano derecha en el bolsillo derecho de la chaqueta, extrae un paquete de cigarrillos, escoge uno, se lo lleva a la boca, saca su encendedor automático, lo hace funcionar, enciende el cigarrillo, inhala el humo, lo expele lentamente por la nariz... No exagero; léase como prueba Farewell, my Lovely, de Raymond Chandler. Esta novelística (que menciono, por supuesto, en sus formas extremas) responde claramente a una reacción contra la novela psicológica, y a un oscuro designio de compartir el presente del hombre, de coexistir con su lector en un grado que jamás tuvo antes la novela. Tal coexistencia supone el alejamiento de la literatura en cuanto ésta represente un escape o una docencia; supone la búsqueda de un lenguaje que sea el hombre en vez de —meramente— expresarlo. Esto último puede sonar a demasiado intuitivo, pero todo lo dicho más arriba evidencia que los lenguajes literarios están liquidados como tales (al menos en las novelas representativas, ya que los doctores Cronin siguen por su lado y gozan de muy buena salud); liquidados cuando son infieles o insuficientes para la necesidad de inmediatez

humana; es esta inmediatez la que lleva al novelista a ahondar en el lenguaje (y de allí sale la obra de un Henry Miller, por ejemplo) o a reducirlo resentidamente a una estricta enunciación objetiva (y éste es Raymond Chandler); en ambos casos lo que se busca es adherir; no importa si la obra de Albert Camus es más importante que la de Dashiell Hammett, si el hombre al cual adhiere un relato como L’Etranger es más significativo para nuestros días que el hombre cuyo turbio itinerario explora The Maltese Falcon. En cambio, sí me parece importante que ambos, Mersault y Sam Spade, sean nosotros, sean inmediatez. No como contemporáneos sino como testimonios de una condición, una humillación, una siempre esperada liberación. En la novela del siglo XIX, los héroes y sus lectores participaban de una cultura, pero no compartían sus destinos de manera entrañable; se leían novelas para escaparse o para esperanzarse; nunca para encontrarse o preverse; se las escribía como añoranza de la Arcadia, como pintura social crítica o utopía con fines docentes; ahora se las escribe y se las lee para confrontarse hoy y aquí; con todo lo vago, nebuloso y contradictorio que pueda caber en estos términos.

No en vano la frase de Donne sobre el doblar de las campanas ha tenido entre nosotros tan enorme valor simbólico. No en vano el mejor individualismo de nuestro tiempo entraña una aguda conciencia de los restantes individualismos, y se quiere libre de todo egoísmo y de toda insularidad.

René Daumal escribió esta frase maravillosa: «Solos, después de acabar con la ilusión de no estar solos, no somos ya los únicos que estamos solos». Por eso el guillotinado de L’Etranger, el sórdido jugador de The Glass Key, los bailarines de The Shoot Horses, Don’t They?, el chico bañado en vitriolo de Bringhton Rock nos incluyen en tan gran medida; su culpa es la nuestra y no es que lo sepamos a través del autor, sino que lo vivimos. Tan lo vivimos, que cada una de esas novelas nos enferma, nos vuelca hacia nosotros mismos, hacia nuestra culpa. Creo que la novela que hoy importa es la que no rehúye la indagación de esa culpa; creo también que su futuro se anuncia ya a través de obras en las que la tiniebla se espesa para que la luz, la pequeña luz que tiembla en ellas, brille mejor y sea reconocida. En plena noche, esa lumbre alcanza a iluminar el rostro de quien la lleva consigo y la protege con su mano.

Velada con Monsieur Albert

Por walte R Ben Ja M in Artículo publicado en el número 42 de Quimera (octubre de 1984)

Traductores al alemán de Proust, Benjamin y Franz Hessell descubrieron, en los «baños» de Albert Jupien, el criado de Proust, la vida secreta de éste. En ese peculiar ambiente, Proust era conocido como un sádico de mote «el hombre de los ratones». ¿Quién lo iba a suponer?

aire travieso, una actitud de desafío que me recuerdan mucho a Haubinda y me rememoran subrepticiamente cosas de un pasado muy lejano.

Martes 21 de enero. Por la mañana Dausse en mi hotel me ruega que esté libre para la noche. Vendrá a buscarme a las siete, me presentará al Sr. Albert. Irá, según sus palabras, a visitar al Sr. Albert a su establecimiento. «Decrit ça comme énormément pittoresque». Por mi parte, aviso a H[esse]l. Por varias razones. Temor, no carente de fundamento, de que la velada esté por encima de mis medios. A las siete, H. llega poco antes que Dausse; tengo que apresurarme a rogarle que me apoye en mi estrategia respecto a la factura. En efecto, este establecimiento de la calle Saint-Lazare es pintoresco. (Los vicios serios, verdaderos, o sea socialmente inquietantes, adoptan un aspecto modesto, evitan, por supuesto, cualquier apariencia de actividad; incluso pueden por ello volverse conmovedores. Proust debió saber algo de esto.) En cualquier caso, así es en casa del Sr. Albert. Difícil describir la atmosfera de este establecimiento de baños. Más o menos: puerta contigua con la familia, pero dándole la espalda como todos los vicios verdaderos. Lo que destaca, sobre todo, y durante toda la velada: la extraordinaria «franchise» de los chicos. En cualquier caso, los que vi aún conservaban, pese a su pose ostensiblemente afectada, una ingenuidad, una rebelión juvenil, un

De entrada, el patio que hay que cruzar: paisaje de adoquines y paz sobre el que dan pocas ventanas iluminadas. Pero: luz tras los cristales de vidrio esmerilado del despacho de Albert y en una mansarda a la izquierda con forma de pináculo que asciende al cielo. «Presentation». No estamos solos; somos fastidiosamente presentados, desde luego, como los traductores de Proust. Sorprendente confirmación de lo que H. me confiaría sobre Dausse días después: especie de dios marino, mezclándose con todo, salpicándolo todo (lo que, por lo demás, las muñecas de porcelana, en los conjuntos de personajes, reflejan mejor: la porcelana es el material mediador por excelencia, el que se emplea para las parejas de enamorados; me imagino a Dausse como dios fluvial y alcahuete, en porcelana), se creyó obligado esta mañana a explicarme que tenía reputación de homosexual en estos medios, e incluso a invitarme ocasionalmente a no manifestar tendencias personales anormales. Entre los figurantes, ocurrió que le correspondía un lugar preponderante al Sr. Maurice Sachs. Este hombre ha contribuido, sobre todo, por su vivacidad y el impacto de sus anécdotas, visiblemente comprobado ya muchas veces, a hacerme desconfiar, en consecuencia, de ciertos episodios, de ciertas informaciones. Y cuando, apenas instalado en el coche con H. y conmigo, estableció una especie de lista o catálogo de muestras de las principales historias de Albert, me pareció descubrir con cierto malestar las huellas de una «tournée des grands-ducs» que ya le había traído aquí. Cristales de vidrio esmerilado en la sala de recepción, separados mediante estores de todas las habitaciones contiguas y de cualquier escena escabrosa, y el Sr. Albert tras el mostrador o la caja, en resumen, un «arrangement» de guantes de limpie-

«La obra de Proust me parece que hace evidentes los rasgos generales, aunque muy disimulados del sadismo.»

za perfumes, «pochettes-surprises», tickets de baño y muñecas putanescas. Muy cortés, muy discreto en su salud, pero nada «pompier» y además muy simpáticamente ocupado al mismo tiempo en los trabajos pendientes del día. Proust lo conoció, si recuerdo bien, en 1912. En aquel tiempo no debería tener más de veinte años. Y puede hacerse una idea de su aspecto actual si decimos que se ve por su actitud que, en la época en que era ayuda de cámara vinculado a la persona del príncipe de Radziwill como antes a la del príncipe Orloff, debía ser increíblemente bello. La perfecta mezcla del mayor servilismo y la más extrema determinación que caracteriza al lacayo (como si a la casta de los amos sólo le gustara dar órdenes a seres que no tienen aspecto de poder dar órdenes), una mezcla que habrá dado que pensar a Proust, había entrado, por así decirlo, en fermentación en sus rasgos, de tal forma que algo como encorvado, un excedente de energía no aprovechado, le da en algunos momentos el aspecto de un profesor de gimnasia. El programa de la noche se había montado por todo lo alto. En cualquier caso, teníamos la intención, tras la cena, de consolidar esta nueva amistad en el segundo establecimiento del Sr. Albert, el «Bal des Trois Colonnes». Habíamos aparentado, quizá sólo para guardar las formas, estar por un momento indecisos respecto al lugar donde cenar. En seguida nos pusimos de acuerdo acerca del «Oustiti», ese local por delante del cual, si no me equivoco, H. y yo pasamos una vez hace tres años sin molestarnos en escrutar su interior. Ahora, provisto de un mejor conocimiento, en especial del dueño, puedo afirmar que este sitio tiene todas las posibilidades de mantener la relación más estrecha imaginable con la «brigade mondaine de la Súreté générale». De no ser así, sería justo afirmar que el dueño es alérgico a la policía. En este local había chicos increíblemente bellos. Entre ellos, un príncipe indio, al parecer auténtico,

Walter benjamin (1928). Fotografía anónima.

que interesó a Mauríce Sachs hasta tal punto que no pudo llevar a cabo su proyecto de provocar confidencias especialmente íntimas del Sr. Albert. No creo tampoco que estas confidencias hubieran superado nunca los límites marcados por el Sr. Albert cuando afirmó que sus relaciones con Proust no habían sido carnales. Tampoco sé si, más allá de ese límite hubieran tenido para mí un interés mayor que algunas observaciones muy secundarias, casi involuntarias, que hizo. Como se sabe, Proust instaló una «casa de citas» para el Sr. Albert algún tiempo después de que se conocieran. Esta fundación le servía a la vez como «pied a terre» y como laboratorio. Allí, él se informaba, al parecer espiando, de todas las variantes de la homosexualidad; allí se hicieron las observaciones que luego explotó en su descripción de Charlus encadenado; a este lugar donó los muebles de una tía fallecida que en A l’ombre des jeunes filles en fleur lamenta que terminaran groseramente como mobiliario de burdel. Allí, donde su personalidad burguesa permanecía por supuesto incógnita le bautizaron con el mote de «el hombre de los ratones». Ya que solía invitar a los jovencitos que conocía en casa del Sr. Albert a torturar con largas agujas, y de manera completamente abominables, ratones metidos en una jaula. Junto con las manifestaciones más inconvenientes de su sadismo, el Sr. Albert, sin buscar este asombroso contraste, contó ésta tan conmovedora: pasando Proust una tarde, en su fiacre cerrado, delante de una carnicería, vio un joven carnicero que le gustó, troceando carne; hizo detener su vehículo y permaneció en el lugar durante horas. No me interesa demasiado saber lo que resultaría si se empleara esta pasión del autor (y otras, que se parecen, de modo casi idéntico, a ciertas escenas con Madame Vinteuil) para interpretar su obra. Pero, al contrario, la obra de Proust me parece que hace evidentes los caracteres generales, aunque muy disimulados, del sadismo. A este respecto, me baso en la insaciabilidad de Proust en el análisis de los más mínimos acontecimientos. Asimismo, en su curiosidad, que se parece mucho. Que la curiosidad, en forma de insistente pregunta, hurgando sin cesar en los mismos hechos, puede convertirse en un temible instrumento en manos de un sádico (el mismo instrumento que los niños manejan con toda inocencia),

lo sabemos por experiencia. La relación de Proust con la existencia tiene algo de esta curiosidad sádica. Hay pasajes en los que, con sus preguntas, lleva la vida en cierto modo a su paroxismo, otros en los que se coloca ante un estado de ánimo como un profesor sádico ante un niño intimidado, para obligarte mediante gestos ambiguos, un tirón y un pellizco, entre la caricia y la tortura, a librar un secreto sospechado, quizá imaginario. En este ser singular coinciden, en cualquier caso, las dos grandes pasiones del hombre, la curiosidad y el sadismo: no poder obtener ningún sosiego de ninguna constatación, hallar encajonado en cada secreto otro más pequeño, y en éste un tercero aún más minúsculo, etc., hasta el infinito, en tanto que la importancia del descubrimiento aumenta a medida que su talla disminuye. Realmente esto no me pasó por la cabeza cuando el Sr. Albert no se entretenía, sino más tarde. Pues esta noche ya tenía bastantes dificultades para captar su voz débilmente articulada, a causa de un gramófono continuamente alimentado con nuevos discos por una belleza elegíaca que no podía bailar porque tenía un agujero en el fondillo del pantalón y estaba amargada por la rivalidad, coronada por el éxito, del príncipe indio. Ni que decir tiene que la factura corrió a cargo de H. y de mí, pese a nuestras astutas maniobras. No teníamos ganas de ofrecer al Sr. Albert la oportunidad de una revancha «chez-soi» —es decir en el Trois Colonnes— y quizá tampoco la completa certidumbre de que no habrá una nueva factura que pagar. Dausse nos devolvió a casa en auto.

Carnet de la biblioteca Nacional de Francia a nombre de Walter benjamin (1940-1941).

Bajo la ducha

Por s tanislaw l e M

Traducción de Magda Potok-Nyez y Agata Orzeszek. Artículo publicado en el número 221 de Quimera (octubre de 2002)

La capacidad de transferencia o, más bien, de absorción informativa del ser humano es exactamente la misma hoy en día que hace cuarenta mil años, cuando nuestros antepasados pintaban osos y bisontes en las paredes de sus cuevas. De manera que el acto de conectar nuestros sentidos a las redes electrónicas encierra el peligro de un diluvio informativo. En teoría, el receptor-espectador de hoy dispone de cientos de películas, y si una no le convence puede encargar otra. Al mismo tiempo, la sola orientación en la actual oferta informativa exigiría un estudio exhaustivo de varios volúmenes gigantescos. La guía telefónica de Cracovia no es demasiado gruesa. En Viena, en cambio, tienen tres volúmenes espesos y en Berlín, cuatro. ¿Y en Nueva York ...?

En lo tocante a la recepción sensorial, nuestra situación podría compararse a la de unas personas equipadas con cucharas y cazos, ante las cuales se extiende un océano.

Nos llenan a rebosar los depósitos informativos y nos crean la ilusión de un nuevo Schlaraffenland al grito de: ¡Coged a manos llenas!; basta que abráis la boca: los pichones asados acudirán solos. Lo malo es que son veinte mil. ¡Y nadie es capaz de comerse veinte mil pichones! El comunismo también prometió tres mil pares de zapatos por persona.

Lo que ponen en evidencia utopías semejantes es, en el fondo, la vanidad de las cosas de este mundo. Cuando se llega a una edad como la mía se sabe ya que el poseer es algo efímero. De mis padres no me ha quedado más que sus anillos de boda, que, gastados por el uso de varias décadas, se han vuelto extremadamente finos. Cada vez que los miro me acuerdo del fragmento de La montaña mágica en el que Thomas Mann describe el ineludible desaparecer del hombre: nos disipamos como la niebla, no dejamos atrás sino objetos...

Sin embargo, por medio de la infernal lluvia de publicidad, arrecia la tendencia a machacamos la cabeza a fuerza de repetir que esos objetos nos son absolutamente imprescindibles. Aquí sólo estamos en los tímidos comienzos, pero en Occidente andan mucho más

adelantados. Ya ni siquiera quiero hablar de los escándalos que monta Benetton con el único fin de vender un dentífrico o un líquido para quitapecas; en las pantallas, el mar se traga icebergs enteros y volcanes entran en erupción mientras unas mujeres hermosas, sobre un fondo espectacular, enseñan en un abrir y cerrar de ojos —¡no vaya a ser que alguien se ofenda! — los fragmentos más interesantes de su anatomía. El aluvión de imágenes corre sin cesar y el espectador siente como si se hubiese metido en una bañera con el chorro de la ducha a plena potencia y después arrancase el grifo... De ahí la televisión de pago, institución que también ha aparecido en nuestro país. Paga, querido, paga; si aflojas la mosca no tendrás que permanecer bajo una ducha de anuncios.

Otro peligro se vislumbra cuando la persona se enfrenta en solitario a la elección, totalmente libre, de esta u otra información. En contra de las apariencias, incluso la compra de un libro representa un acto social que le impone ciertas limitaciones. Es difícil imaginarse a alguien que entre en una librería y, en presencia de otros clientes, pregunte por un manual de erotismo que trate sobre todo de la sodomía, o sea, de las relaciones sexuales con los animales. En cambio, la persona dejada a solas con su ordenador, aislada y encerrada en el capullo de las redes informativas y con la agradable sensación que le da la libertad de dar se vuelve potencialmente encerrada en el capullo de las redes informativas y con la agradable sensación que le da la libertad de dar que le da la libertad de dar rienda suelta a sus instintos, se vuelve potencialmente peligrosa. Puede, por ejemplo, encargar un manual que la instruya sobre como eliminar, sin correr riesgos, a parientes que le dejen una buena herencia. La frase: «No nos dejes caer en la tentación» tiene un sentido amplio y profundo. En verdad que no se debe dejar que la gente caiga en la tentación; algunas limitaciones —no sé cuáles—deben existir. Nuestra breve conexión informativa con el mundo proyecta una luz lóbrega —o, más bien, una sombra— sobre las inclinaciones humanas. El espectro de desenfreno planeó sobre los últimos años del siglo XX. Me parece que en el XXI no sólo se producirá una crisis del capitalismo clásico, sino también de la democracia de tipo permisivo. La naturaleza humana, mal que nos pese, necesita que se la ate corto.

¿Por qué trabajo en el teatro?

Por a nd R ze J wa J da Traducción de Magda Potok-Nyez. Artículo publicado en el número 221 de Quimera (octubre de 2002)

En primer lugar, porque el teatro me ofrece por norma el trabajo con un texto que ha superado su tiempo histórico, convirtiéndose en un texto inmortal. Lo que intento es aplicar todos los medios posibles para entender lo que me está diciendo Shakespeare, Chéjov o Strindberg. No modifico sus textos, no trato de «mejorar» las escenas, cambiar los diálogos o adaptarlos. Junto a los actores dedico semanas enteras a leer los textos con la esperanza de encontrar una respuesta. Esta labor me hace ser mejor, más atento y también más ambicioso. Soy consciente de que antes lo han hecho otros, con la misma esperanza de descubrir el secreto; yo sólo represento un ejemplo entre muchos más. Varias semanas de ensayos analíticos en silencio y tranquilidad nos permiten acercamos a Hamlet, entender la desesperación de Las tres hermanas cuando en el final de la obra gritan: «A Moscú, a Moscú...», o captar la férrea consecuencia de la caprichosa y destemplada construcción del Peer Gynt de Ibsen.

En el teatro, el director tiene que seguir el texto. Todas las posibles revelaciones que surjan serán producto de la comprensión profunda de lo que había escrito el autor... Este es el papel del director; en el cine su papel es por fuerza exagerado.

En el teatro tengo al actor ante mis ojos. Debo resistir esa mirada. Responder a cada pregunta que me haga (a veces también debo responder: «No sé»). Allí no puedo ocultarme detrás de la cámara, cosa que a veces hago en una película, o mandar a otros, tan numerosos en los lugares de rodaje.

El actor en el teatro es consciente de que su decisión de salir a escena significa aceptar la responsabilidad de un posible fracaso del espectáculo. Esta

responsabilidad individual proporciona un valor que nunca llegan a tener actores cinematográficos, que con frecuencia se sienten un elemento más en la inmensa maquinaria del cine.

Los debates analíticos previos, los ejercicios, los ensayos, las interminables conversaciones en el teatro y fuera de él me acercan a los actores, me permiten conocerlos mejor, descubrir algo más de lo que pueda percibir en el contacto que se produce en un rodaje, cuando, muy atareado, ni siquiera tengo tiempo para proponerles que nos tuteemos. Sin más distancia que la que proporciona la mesa —lo único que me separa de los actores en el teatro— les miro a los ojos; sé que no voy a poder ocultar mi ignorancia. Los actores que trabajan en el cine por regla general saben arreglárselas perfectamente en cualquier situación, enseguida le proponen al director soluciones, son flexibles y decididos al mismo tiempo.

No siempre se trata de los mejores actores que uno podría encontrar en nuestro país. Muchas veces este grupo es reducido y en todas las películas trabajan literalmente las mismas personas. Por eso a veces está bien introducir a alguien nuevo. Pero el conocimiento práctico del mercado de actores es sólo un motivo adicional de mi trabajo en el teatro. El teatro me ofrece mucho más: la verdad de la relación con el actor. Aquí debo olvidarme de expresiones que tanto significan en el cine: «esto se arreglará en el montaje», «aquello lo reforzaremos con la música», «eso en la pantalla no se verá». El tercer saber que intento conseguir con el teatro es la contradicción que percibo entre la «naturalidad» del cine, que está imitando la realidad, y la «artificialidad» del teatro. El teatro exige que el director tenga un perfecto sentido de la forma, que demuestre una capacidad de fundir de un modo estilísticamente íntegro todo lo que ocurre en la escena. Hace años dirigí Los demonios, un espectáculo basado en la novela de Dostoievski. En el ensayo

general, durante un diálogo, uno de los actores, de pronto y por sorpresa, agarró artificialmente el respaldo de una silla que estaba frente a él y luego, de un modo igualmente falso, cayó sobre el escenario. Estuve observando lo ocurrido desde la sala. Enseguida me di cuenta de que estábamos ante un desastre y sin pensármelo dos veces salí corriendo a socorrerlo. ¿Por qué el gesto auténtico de un actor que había sufrido un infarto me pareció sospechoso y artificial? Porque esa «naturalidad» no era escénica, no contenía una transformación necesaria; había imitado la muerte en vez de imponerle una forma. Si una escena semejante se diera en el rodaje de una película, estoy seguro de que nadie habría salido a socorrer a su protagonista, pues todos estarían convencidos de que el actor, simplemente, estaba interpretando su papel de manera convincente.

Ésta y muchas más experiencias vividas en el teatro me han enseñado a distinguir entre lo meramente «natural» y lo auténtico. El teatro es el arte de la forma. La imitación de la vida, consustancial al cine, le resulta

andrzej Wajda (1974). Fotografía anónima.

repugnante. El lugar que ocupa se divide en la escena y el patio de butacas. El actor y el espectador son dos elementos imprescindibles de su existencia. El papel del director, por consiguiente, es modesto: ayudar a los actores, animándolos y siendo su primer espectador en la sala vacía de los ensayos. Lograr que unos no estorben a otros, sacar los acentos que permitan entender el argumento y el sentido de la obra. Mucho y poco, según se plantee uno estas tareas.

Me preguntan a menudo por qué trabajo en el teatro, cuando sus obras tan fácilmente caen en el olvido y desaparecen con el tiempo, teniendo la posibilidad de rodar películas que quedan para siempre y permanecen, ofreciendo a futuras generaciones la oportunidad de emocionarse y entretenerse.

Precisamente es lo pasajero y fugaz lo que verdadera y profundamente me une con el teatro, porque el deseo de perdurabilidad e inmortalidad no es la única aspiración del hombre; creo que la conciencia de la vanidad y de la muerte nos atrae con la misma fuerza, y con los años, quizá, más y más.

Moments musicaux

Por w. g. s e Bald Traducción de Miguel Sáenz. Cortesía de Anagrama. Artículo publicado en el número 274 de Quimera (septiembre de 2006)

Poco antes de empezar a trabajar en Austerlitz, Sebald tomaba notas para un libro sobre Córcega. Los fragmentos de ese proyecto frustrado —reflexiones a menudo desencadenadas por la contemplación de un paisaje o una postal— son parte ahora de Camposanto, un conjunto de 16 piezas ensayísticas escritas en su mayoría de manera paralela a sus obras de ficción. A continuación, un adelanto exclusivo de este volumen en cuyas páginas la prensa anglosajona ha encontrado ya algunas claves de la obra sebaldiana. Camposanto aparecerá por primera vez en español en Anagrama el próximo año.

En septiembre de 1996, en una excursión a pie por Córcega, estaba sentado una vez, en mi primer día de descanso, en un campo de hierba al borde del monte alto de Aitone. Por encima de hondonadas y valles azul oscuro, en sus profundidades casi negros, veía un semicírculo de riscos y picos de granito, muchos de los cuales se alzaban hasta una altura de dos mil quinientos metros o más. Al oeste había una pared de nubes que cada vez se volvía más oscura, pero el aire estaba tan tranquilo aún que no se movía la menor hoja de hierba. Una hora más tarde, después de haber llegado a Evisa precisamente cuando descargaba la tormenta y haber encontrado allí refugio en el Café des Sports, estuve mirando afuera largo tiempo, por la abierta puerta, la lluvia que caía oblicua sobre la calle. El único huésped además de mí era un anciano, equipado ya para los meses de invierno con una chaqueta de lana y un gastado anorak militar.

Su ojos nublados por las cataratas, que él orientaba hacia la claridad y un tanto hacia lo alto, eran del mismo color gris helado de pastis de su copa. No me pareció que hubiera percibido a la mujer de aspecto extrañamente teatral que, al cabo de un rato, pasó por fuera bajo su paraguas abierto, ni al cerdo semiadulto que le seguía los pasos.

Se limitaba a mirar hacia arriba con fijeza y, mientras tanto, hacía girar poco a poco entre el pulgar y el índice

el pie hexagonal de su copa, de forma tan regular como si tuviera en el pecho, en lugar de corazón, el engranaje de un reloj. De un casete que había detrás del mostrador venía el sonido de una especie de marcha fúnebre turca, y de vez en cuando una aguda voz masculina, arrancada a una laringe, me recordaba los primeros sonidos musicales que escuché en mi infancia. Porque en realidad, en el pueblo W. del margen septentrional de los Alpes, inmediatamente después de la guerra, no había prácticamente música, salvo las actuaciones ocasionales del grupo de cantos tiroleses, muy diezmado, y la solemne música de una banda, igualmente reducida a algunos miembros de edad, que tocaba en las procesiones de los campos y del Corpus Christi. Ni nosotros ni nuestros vecinos teníamos entonces un gramófono, y la nueva radio Grundig, que nos compró la tía Therés de Nueva York por la fabulosa suma de quinientos marcos, apenas se encendía durante la semana, probablemente porque estaba en el cuarto de estar y en el cuarto de estar no se entraba en los días laborables. Los domingos, sin embargo, yo escuchaba temprano al conjunto de Rottachtal o a otros músicos locales, con sus salterios y guitarras, porque mi padre, que sólo estaba en casa los fines de semana, sentía especial afición por esa música bávara tradicional, que para mí ha cobrado en retrospectiva un carácter horrible que me perseguirá hasta la tumba. Así, por ejemplo, hace unos años, después de una mala noche pasada en el hotel Kaiserin Eüsabeth de Stamberg, me sacó del sueño que había logrado conciliar por fin al amanecer un radiodespertador, en cuyo interior repiqueteante dos de esos cantores populares de Rottachtal que, a juzgar por los sonidos que producían, sólo podía imaginarme como deformes o enfermizos, cantaban una de sus alegres canciones rimadas, en la que aparecían martas, zorros y toda clase de animales, y cuyas numerosas estrofas terminaban siempre con un holadriyihí, holadriyó

La impresión fantasmal que me hicieron los cantantes de Rottachtal encerrados en el radiodespertador aquella mañana de domingo cubierta por espesas nieblas del lago se vio reforzada unos días después, tras mi vuelta a Inglaterra, de la forma más siniestra, cuando, en una tienda de cachivaches de las proximidades de la estación

de metro de Bethnal Green, en el East End londinense, al rebuscar en una caja llena de fotografías antiguas, tropecé con espanto, casi puedo decir, con una postal editada hacia principios de siglo por la Unión Postal Universal, que mostraba, ante el paisaje pintado de las montañas nevadas del Allgäu, a los bailarines populares de Obertsdorf, con su atuendo típico adornado con ramitos bordados de edelweiss, mechones de pelo de gamuza, plumas de gallito, táleros de plata, incisivos de ciervo y otros distintivos tribales. Encontrar aquella postal, que no llevaba ningún texto en el reverso y, sin duda, había hecho ya un largo viaje, fue realmente como si los diez bailarines tradicionales de Oberstdorf me hubieran acechado hasta allí, en su polvoriento exilio inglés, para recordarme que nunca podría escapar a mi historia anterior en mi patria, en la que, al fin y al cabo, los trajes tradicionales desempeñaban un papel no desdeñable. Desde que, en diciembre de 1952, con el coche de la mudanza del transportista Alpenvogel, nos mudamos de nuestro pueblo natal W. a la pequeña ciudad de S., a diecinueve kilómetros de distancia, mi horizonte musical comenzó a ampliarse paulatinamente. Escuchaba a Bereyter, nuestro maestro, que en las excursiones escolares que hacíamos con él, llevaba siempre consigo, como Wittgenstein, su clarinete en una vieja media, y tocaba piezas y melodías diversas, evidentemente sin saber si eran de Mozart o de Brahms, o de alguna ópera de Bellini. Cuando, muchos años más tarde, por una de esas casualidades que realmente no lo son, encendí la radio del coche al ir a casa, precisamente cuando sonaba el tema del segundo movimiento del quinteto de clarinete de Brahms, que Bereyter había tocado tantas veces, y lo reconocí a pesar del tiempo transcurrido, me sentí afectado, en ese instante de reconocimiento, por la sensación, tan rara en nuestra vida sentimental, de una ingravidez casi perfecta. Entusiasmado como estaba por el maestro Bereyter en aquella época, verano del cincuenta y tres, me habría gustado aprender el clarinete. Pero en nuestra casa no había ningún clarinete, sino sólo una cítara, y por ello tenía que ir dos veces por semana, a lo largo del muro interminable de los cuarteles de los cazadores, a la Ostrachstrasse, donde vivía el profesor de música Kerner, en una casita adosada de techo de ripias, detrás de la cual, a una distancia de cinco o seis metros escasos, fluía un canal de serrería, turbulento y oscuro, del que, con frecuencia, como me venía siempre a la mente cuando lo veía, sacaban algún ahogado; últimamente a un chico de seis años cuyo hermano iba conmigo al colegio. Kerner, el profesor de música, hombre más bien malhumorado y premioso, tenía una hija de mi edad llamada Kathi,

que era una niña prodigio conocida hasta en el extranjero, había actuado en Múnich, Viena, Milán y dios sabe dónde, y siempre, cuando yo iba a mi clase de cítara, permanecía invisible tras una puerta cerrada, sentada ante un piano que llenaba todo el cuarto de estar y bajo la vigilancia de su mamá. Las cascadas de notas, que ascendían y descendían majestuosamente, de las sonatas y conciertos que ella estudiaba llegaban hasta el gabinete estrecho y encajonado en el que yo me afanaba ante la cítara, mientras Kerner, a mi lado, golpeaba impaciente con la regla en el canto de la mesa cuando mi digitación no era la adecuada. Tocar la cítara fue para mí un auténtico suplicio y la cítara en sí una especie de caballete de tortura en el que me retorcía inútilmente y que me dejaba los dedos engarabitados, por no hablar de la ridiculez de las pequeñas piezas escritas para ese instrumento. Sólo una vez, al final, como se vería luego, de mis tres años de clases de cítara, saqué de su caja voluntariamente aquel instrumento cada vez más odiado, cuando mi abuelo, al que quería más que a nadie, durante la primera tormenta de fóhn que siguió al siberiano invierno de 1956, estaba muriéndose y, cuando se encontraba ya casi inconsciente, toqué para él algunas de las piezas que básicamente no me repugnaban; lo último, como recuerdo aún, un lento ländler en do mayor, que ya mientras lo tocaba, así lo recuerdo ahora, me pareció que se desarrollaba con movimiento retardado, como si no fuera a acabar nunca. No creo que entonces, a los doce años, pudiera adivinar lo que leí mucho más tarde, si no me equivoco en uno de los estudios de Sigmund Freud, y me convenció enseguida: concretamente, que el secreto más íntimo de la música es ser un gesto para rechazar la paranoia, y que hacemos música para defendemos y no vemos desbordados por el espanto de la realidad. En cualquier caso, desde aquel día de abril me negué a seguir yendo a clases de cítara y a coger siquiera el instrumento. Entre esos moments musicaux acompañados de una primera sombra arrojada sobre los sentimientos que no he podido olvidar hasta hoy se encuentra también, significativamente, una escena muda. En la construcción de un piso de la semiderruida vieja estación de S, cerrada tras la guerra, el director de coro Zobel daba lecciones de música dos veces por semana, a última hora de la tarde. Especialmente en los meses de invierno, cuando alrededor todo estaba ya oscuro, me detenía con frecuencia al ir hacia casa, en la antigua y pequeña sala de espera, para ver en el interior, a la clara luz de las lámparas, al director del coro, una figura delgada y algo encorvada, que dirigía una música amortiguada casi hasta la inaudibilidad por la doble ventana, o se inclinaba sobre el hombro de

alguno de sus alumnos. Entre esos alumnos había dos que me atraían especialmente: Regina Tobler, que al tocar inclinaba la cabeza contra su viola tan bellamente que yo sentía un extraño tirón en la zona del pecho, y Peter Buchner, que con expresión de total felicidad movía el arco de un lado a otro sobre las cuerdas de su contrabajo. Peter, que a causa de su fuerte presbicia tenía que llevar unas gafas que hacía que sus ojos de color musgo parecieran dos veces más grandes al menos de lo que realmente eran, llevaba año tras año los mismos pantalones bombachos de piel de ciervo y la misma chaqueta verde. Como no tenía una verdadera caja para su instrumento, muchas veces remendado con esparadrapo, ni la hubiera podido llevar de todas formas desde la urbanización de Tannach donde vivía hasta el centro de la ciudad, ataba firmemente con una cuerda el contrabajo, casi siempre cubierto para el transporte con un hule de flores, a un carrito cuya lanza colgaba del portaequipajes de su bicicleta, de forma que varias veces por semana se podía ver a Peter, antes o después de la lección de música de la noche, pedaleando de la urbanización de Tannach a la vieja estación o de la vieja estación a la urbanización de Tannach, mientras, sentado de una forma curiosamente erguida en el sillín, con el sombrero tirolés torcido sobre la cabeza y la mochila, de la que sobresalía el arco del contrabajo, al hombro, tiraba de su traqueteante carrito, subiendo o bajando por la Grüntenstrasse.

Zobel, el profesor de música y director del coro fue también, por cierto, organista de la iglesia parroquial de St. Michael, de la que apenas pudo escapar con vida cuando el domingo 29 de abril de 1945, durante la misa mayor, la torre sufrió un impacto directo. Durante una hora, me contaron, el director de coro vagó entre las bombas que explotaban por todas partes en la parte baja de la ciudad y entre casas que se derrumbaban, hasta que, cubierto de pies a cabeza de polvo de yeso, precisamente cuando sonaba la señal de cese de la alarma, entró, casi como el espectro de la catástrofe que había caído sobre S., en la sala de enfermos donde su mujer llevaba meses. Un decenio largo más tarde hacía tiempo que las campanas colgaban otra vez de la torre reconstruida, yo subía siempre durante la misa del domingo a la galería superior, para ver tocar el órgano al director de coro. Según recuerdo, él, el director, me dijo una vez que en el canto de la comunidad congregada en la nave de la iglesia había siempre algo que se arrastraba desagradablemente, y que se podía distinguir siempre entre todos a los que desafinaban. Con gran diferencia, el más ruidoso de esos desafinadores era un tal Adam Herz, monje que había colgado los hábitos, según se de-

cía, y que se ganaba la vida como mozo de cuadra en la granja de su tío Anselm.

Todos los domingos, Herz, Adam se sentaba totalmente a la derecha tras la última fila de bancos, es decir exactamente en el lugar más próximo a la escalera de la galería, donde en otro tiempo estuvo el llamado cobertizo de los leprosos, en el que, durante siglos, se los encerraba durante la misa. Con el fervor de un hombre enloquecido por terribles dolores anímicos, Herz berreaba los himnos católicos, todos los cuales conocía de memoria. Al hacerlo, su rostro se alzaba con expresión de tormento, echaba hacia adelante la barbilla y cerraba los ojos. Lo mismo en verano que en invierno, metía los pies desnudos en unas toscas botas de clavos y llevaba unos pantalones de trabajo manchados de excremento de vaca que apenas le llegaban a los tobillos y, además, incluso con el tiempo más helador, no llevaba camisa ni chaleco, sino sólo un viejo abrigo, bajo cuyas solapas asomaba su pecho anguloso, cubierto de rizado pelo gris, exactamente, pienso hoy, como el del pobre Barnabas, bajo su traje de mensajero, en El castillo de Kafka. El dirigente del coro, que tocaba siempre más o menos dormido, acompañado por los alaridos de la comunidad, las mismas dos docenas de cánticos, se recuperaba al final de la misa, cuando barría por la puerta de la iglesia al rebaño de feligreses con una tempestad que desencadenaba en el órgano, improvisando libremente. Mientras, en aquella casa de Dios pronto vacía y por ello doblemente resonante, introducía variaciones de la forma más audaz, incluso más desconsiderada, en algún tema de la Creación de Haydn, de una sinfonía de Bruckner o de otra de sus obras favoritas, movía su flaco tronco de un lado a otro como un metrónomo y sus zapatos de charol, brillantes como espejos, interpretaban en los pedales, con independencia del resto de su persona, según me parecía, un auténtico pas de dewc. Una y otra vez tiraba de los registros, hasta que las oleadas de sonido que salían de los tubos del órgano, como a veces me temía, amenazaban derribar el edificio mismo del mundo y entonces, con un último crecimiento desmesurado de los acordes, se llegaba al punto culminante, después del cual el director de coro, con una extraña rigidez que lo acometía sin querer en ese momento, se interrumpía con brusquedad, por decirlo así, para, con expresión de felicidad, escuchar un rato aún el silencio que refluía hacia él en el aire trepidante. Si se sube desde la iglesia parroquial por la antigua Ritter von-Epp-Strasse, hacia el centro de la ciudad de S., se pasa junto a la posada Ochsenwirt, en cuyo salón de fiestas, vacío durante la semana, se reunía todos los sábaW.

dos la llamada Liedertafel. Recuerdo que una vez, cuando todo estaba densamente nevado, atraído por los sonidos, desconocidos para mí, que salían de la Ochsenwirt en el silencio invernal, entré en la sala de fiestas y allí, totalmente solo en la penumbra presencié cómo, en un escenario que databa de la época de la primera guerra y me parecía estar a miles de millas, estaba ensayando precisamente la última escena de la ópera que próximamente, como había sabido ya, se estrenaría allí.

Qué ópera era no lo sabía entonces, ni podía imaginarme qué podía tener que ver con aquellas tres figuras disfrazadas y con el centelleante puñal que primero sostenía el destilador Zweng, luego el tapicero Gschwendtoer y por último la tabaquera Bella Unsinn, pero que sólo podía tratarse de una catástrofe que se desarrollaba ante mis ojos lo supe por aquellas voces que se entrecruzaban con desesperación, antes aún de que el Gschwendtner, Franz se quitara la vida, e inmediatamente después Bella cayera al suelo desmayada. Y qué sorpresa me llevé treinta años después cuando volví a ver aquella trágica escena final, que hasta entonces había olvidado por completo, en un cine londinense, increíblemente casi con los mismos trajes. Klaus Kinski, al que el cabello de color paja se le levanta de la cabeza como electrizado, mira fijamente al escenario desde el fondo de la platea del Teatro Amazonas de Manaos, donde la trama, que se desarrolla en el siglo XVI entre grandes de España y salteadores de caminos, acaba de dar el último de sus múltiples giros. Silva, envuelto en una capa negra, ha entregado el puñal a Hernani, interpretado por Caruso, vestido con una especie de blusa de embarazada; Hernani se lo clava a sí mismo en el pecho, escala otra vez aún, heroicamente, las más altas regiones del canto y cae luego de costado a los pies de la inconsolable Elvira, o mejor de Sarah Bernhardt, que poco antes, en un acto de bravura sonámbula sin precedentes, ha bajado por las escaleras de piedra del castillo con su pata de palo.

Maquillada de blanco de cal y ataviada con un vestido de encaje gris azul un tanto deteriorado, tenía exactamente el mismo aspecto que, en su época. Bella Unsinn en el escenario de la Ochsenwirt, lo mismo que Enrico Caruso —que Fitzcarraldo cree le ha señalado en el último momento de su vida—, con su sombrero de bandido de ala ancha, el bigote atusado hacia arriba y sus calzas de color púrpura, se parecía por completo al tapicero Gschwendtner, tal como yo lo recordaba.

También la escena final de la película Fitzcarraldo tenía para mí una asociación especial con momentos especiales de mi vida. Con indecibles esfuerzos, abren un camino por la jungla y llevan el buque de vapor sobre

la cresta de la montaña que hay entre los dos ríos, hasta que, por fin, cuando el plan demencial casi se ha realizado, el vapor vuelve a balancearse plácidamente en el agua. Sin embargo, en la noche de la fiesta, los jíbaros, que quieren hacer un viaje distinto, cortan la amarra, y otta vez desciende el barco sin control por el valle, entre las paredes rocosas del Pongo das Mortes. Fitzcarraldo y su capitán holandés no ven ante sí más que la inevitable avería, mientras que lo jíbaros, congregados en cubierta, se limitan a mirar mudos hacia adelante, creyendo no estar lejos ya esa tierra mejor que ansían.

Realmente, el barco escapa como por milagro a las cataratas de la muerte. Un tanto golpeado desde luego, y escorado, pero con la elegancia de una prima donna, sale de la oscura jungla describiendo un gran arco por el río deslumbrante de radiante luz. Es la hora de la salvación en la que, otro milagro, reciben la noticia de que una compañía italiana ha llegado a Manaos para representar una ópera de Bellini, y sus miembros vienen ya por el agua en varios botes, suben a bordo y comienzan a tocar y cantar. Tras los puntiagudos sombreros puritanos se alza el decorado de cartón de las montañas, que el libreto afirma se encuentran en la región de Southampton. Indios de hinchados carrillos soplan en cuernos de caza mejor que los propios ángeles, y Rodolfo y la demente Elvira, que gracias al feliz cambio de las circunstancias ha recuperado la razón, unen sus voces en un dúo que suprime la separación de los cuerpos convirtiéndola en pura felicidad, y concluye con las palabras Benedici a tanto amore. Mientras tanto, la nave de los locos se desliza por el río plateado y, de esa forma, el sueño de Fizcarraldo de una ópera en medio de la selva se cumple por fin. Él mismo está de pie, apoyado en una roja butaca de teatro, fuma un enorme puro, escucha la maravillosa música y siente en la frente la ligera brisa del viaje.

Conocí I Puritani por primera vez a los veintidós años en casa de un colega entusiasta de Bellini, en la Fairfield Avenue de Manchester, no lejos de la Palatine Road, en la que el joven estudiante de ingeniería Ludwig Wittgenstein vivió en 1908. Fue un día tan hermoso como aquel en que, más de veinte años más tarde, tras terminar un trabajo sobre la tortura que se había prolongado demasiado, estaba sentado en el jardín con un mal dolor de cabeza y, a través de la ventana abierta, escuché por segunda vez la misma ópera en una transmisión desde Bregenz. Todavía recuerdo cómo, cuando los analgésicos comenzaron a hacerme efecto poco a poco, sentí la música de Bellini, que se mezclaba con ese efecto, como un alivio y una bendición. El que además viniera desde Bregenz a través del éter azulado del verano casi no podía creerlo,

porque el Festival de Bregenz estaba en mi memoria inseparablemente unido con el singspiel Zar y carpintero1, que se representa constantemente en el escenario del lago.

El Festival de Bregenz y el Baile de los zuecos eran para mí, hasta donde recuerdo, una misma cosa. Si se iba desde S. con el autobús Alpenvogel a Bregenz, se iba para ver el Baile de los zuecos. En su época, ese baile, junto con algunas piezas de Flotow y la famosa aria de El evangelista2 eran las obras que, en los discos solicitados de los domingos de la Bayerisch Rundfimk, escuchados también en casa regularmente después del programa infantil, ocupaba siempre los primeros lugares. Todo lo más los cosacos del Don y El soldado a orillas del Volga3 podían equiparársele, o el coro de los cautivos de Nabucco4

En aquel tiempo no podía explicarme a qué se debía ese popurrí, pero hoy me parece como si esas dudosas preferencias alemanas pudieran tener algo que ver con la época en que se enviaba a los hijos de la patria al este. Los gigantescos campos de trigo ucranianos eran tan cegadoramente luminosos, he leído no hace mucho, que muchos de los soldados alemanes que los atravesaron en el verano de 1942 llevaban gafas de sol y de nieve para no dañarse los ojos. Cuando el 23 de agosto, con luz ya decreciente, la 16ª División Acorazada llegó al Volga en Runok, al norte de Stalingrado, sus hombres vieron, más allá de la orilla opuesta, un país de prados y bosques de un verde profundo, que aparentemente se extendía hasta el infinito. Algunos, eso se sabe, soñaron con poder establecerse allí después de la guerra; otros sabían ya, quizá, que nunca regresarían de aquella tierra distante.

Teure Heimat, wann seh’ ich dich wieder (Patria querida, ¿cuándo volveré a verte?), las palabras alemanas del coro Va pensiero, son en cierta medida la clave de la vaga sensación, que no se debía expresar, de que las verdaderas víctimas eran los alemanes. Sólo en el curso de la llamada reparación se ha tenido la idea de reconocer también a los hebreos su razón, como se hizo por ejemplo en una representación en Bregenz de Nabucco a mediados de los noventa, haciendo de los esclavos anónimos auténticos judíos con traje de presidiario. Poco después de la inauguración de aquella temporada, participé, lo que todavía lamento, en uno de los actos del programa marco del Festival, recibiendo por mis esfuerzos, además de mis honorarios, dos entradas de ópera para aquella misma noche. Con las entradas en la mano, anduve indeciso por allí delante, hasta que el último espectador hubo entrado, in-

1. Ópera cómica de Albert Lortzing (1837). (N. del. T).

2. Ópera popular de Wilhelm Kienzl (1897). N. del T).

3. De la opereta ElZarevich de Franz Lehár (1927). N. del T.).

4. Ópera de Giuseppe Verdi (1842). (N. del T.).

deciso porque cada año me resulta más imposible mezclarme con un público; indeciso porque no quería ver al coro vestido de recluso de campo de concentración, e indeciso porque veía venir una gran tormenta por detrás del Pfänder y a diferencia de otros visitantes del Festival, no había pensado en traer un paraguas. Mientras estaba allí, se me acercó una joven, probablemente porque tema aspecto de alguien a quien han dado plantón, y me preguntó si no tendría por casualidad una entrada que me sobrase. Había venido desde muy lejos, dijo, y se había sentido decepcionada al no conseguir nada en la taquilla. Cuando le di mis dos entradas, deseándole una velada agradable, me dio las gracias, un tanto asombrada de que no quisiera ver a su lado, como hubiera sido posible, la representación de Nabucco en Bregenz.

Media hora después de esa oportunidad perdida, estaba sentado en el balcón de mi habitación de hotel. Los truenos retumbaban en el cielo, pronto cayó la lluvia a raudales y de pronto, hizo mucho Mo, lo que no me sorprendió porque el día anterior había nevado en el alto Engadin en pleno verano. De vez en cuando caían rayos, iluminando por unos segundos el jardín alpino que, detrás del hotel, se extendía por la ladera. Había sido creado, con esfuerzo de años, por un hombre llamado Josef Hoflehner, con el que aquella tarde, cuando lo vi ocupado en su jardín de piedras, había entablado conversación. Josef Hoflehner, que debía de tener mucho más de ochenta años, me dijo que en la última guerra había estado prisionero en una escuadra de leñadores en Escocia, en Inverness, y por todas las Highlands. De profesión había sido maestro de escuela, me dijo, primero en la Alta Austtiay luego en el Voralberg. Ya no recuerdo por qué se me ocurrió preguntarle dónde había estudiado, pero me acuerdo todavía de lo que me contestó: en la Kundmanngasse de Viena, en la misma institución que Wittgenstein por entonces. Calificó a Wittgenstein de persona difícil, pero no quiso decir nada más sobre él. Antes de acostarme aquella noche en Bregenz, leí las últimas páginas de una biografía de Verdi y quizá por ello soñé por la noche en cómo la población de Milán, cuando el Maestro agonizaba en enero de 1901, esparció paja ante su casa para amortiguar el sonido de los cascos de los caballos de forma que él pudiera morir en paz. En mi sueño veía las calles de Milán cubiertas de paja, y coches y calesas que las recorrían sin hacer mido. Sin embargo, al final de la calle, que ascendía abruptamente de una forma extraña, vi un cielo profundamente negro, atravesado por relámpagos, exactamente como el que Wittgenstein, siendo un chico de seis años, vio desde el balcón de la casa de verano de su familia en el Hochreith.

Por Ro B e Rto Bolaño

Sabios de Sodoma

Artículo publicado en el número 277 de Quimera (diciembre de 2006)

El texto que reproducimos a continuación forma parte de El secreto del mal, una recopilación de relatos inéditos de Bolaño cuya edición y cuidado ha estado a cargo de Ignacio Echevarría. Las dos partes que conforman el relato fueron escritas con varios años de diferencia, pero ilustran de manera ejemplar el proceso creativo de su autor. El libro aparecerá en Anagrama en los primeros meses del año ad portas

IEs 1972 y puedo ver a V S. Naipaul paseando por las calles de Buenos Aires. En realidad, a veces pasea y otras veces se dirige a encuentros pactados con antelación, a citas concertadas, y entonces su andar es rápido y sus ojos sólo ven aquello que le allane el camino para llegar sin mayores problemas al lugar de la entrevista, que puede ser una casa particular, pero que también puede ser un restaurante o una cafetería, pues muchas de las personas que acceden a hablar con él prefieren reunirse en un local público, como si ese inglés tan extraño los intimidara o como si de pronto la presencia física del autor de Miguel Street o de Una casa para Mr Biswas los retrajera y pensaran: bueno, no me había imaginado este tipo de encuentro, o: no era con él con quien pensaba hablar, o: nadie me lo había advertido. Y allí está Naipaul, que da la impresión de no captar más que los movimientos exteriores, pero que también capta los movimientos interiores, aunque luego los traduzca a su manera, a veces arbitrariamente, moviéndose por Buenos Aires en el año 1972 y escribiendo mientras se mueve, o tal vez sólo deseando la escritura mientras sus piernas se mueven en esa ciudad extraña, joven aún, cuarenta años, pero ya con una obra importante a sus espaldas, una obra que carga a sus espaldas pero que no

le impide moverse por Buenos Aires con presteza, sobre todo si tiene que acudir a una cita, el peso de la obra, eso es algo sobre lo que tendremos que volver, el peso y el orgullo de una obra, el peso y la responsabilidad de una obra, aquello que no impide que las piernas de Naipaul se muevan con agilidad y que su mano se alce y con un gesto detenga a un taxi, en un momento en que él actúa como lo que es, es decir, una persona que llega puntual a sus citas, pero también aquello que pesa, el peso de la obra, cuando pasea por Buenos Aires, sin citas a las que acudir con puntualidad inglesa, sin compromisos inmediatos, sólo caminar por esas avenidas y calles extrañas, por esa ciudad del hemisferio sur que se parece tanto a las ciudades del hemisferio norte, y que al mismo tiempo no se parece en nada, un hoyo, un vacío que de pronto alguien ha hinchado, una representación únicamente válida para los nativos, entonces el peso de la obra sobre su espalda se hace efectivo, cansa caminar con ese peso, agota, es molesto, es vergonzoso.

II

Hace muchos años, antes de que Naipaul obtuviera el Premio Nobel, pensé en escribir un cuento que se titularía Sabios de Sodoma y cuyo personaje principal sería, precisamente, Naipaul, un escritor que, por otra parte, me parece admirable. El cuento empezaba en Buenos Aires, ciudad a la que Naipaul había llegado para escribir el largo reportaje sobre Eva Perón recogido en un libro que en España publicó, en 1983, la editorial Seix-Barral. En el cuento Naipaul llegaba a Buenos Aires, creo que era su segunda visita a la ciudad, y tomaba un taxi, y ahí me quedé atascado, lo que no habla muy bien de mi capacidad de inventiva. En la cabeza tenía otras escenas que no llegué a escribir. Sobre todo, visitas sociales. Naipaul en la redacción de un periódico. Naipaul en la redacción de otro periódico. Naipaul en casa de un escritor comprometido. Naipaul en casa de una escritora de la alta burguesía. Naipaul haciendo llamadas telefónicas, volviendo tarde a su hotel, desvelado, tomando notas, disciplinado. Naipaul observando a la

gente. Sentado en una silla alrededor de una mesa en una conocida cafetería tratando de no perderse una sola palabra. Naipaul en casa de Borges. Naipaul regresando a Inglaterra y revisando sus notas. El seguimiento, sucinto pero no carente de interés, de una serie de acontecimientos: la elección del hombre de Perón, el regreso de Perón, la elección de Perón, los primeros síntomas de enfrentamiento en el interior del peronismo, las bandas armadas de la derecha, los montoneros, la muerte de Perón, la presidencia de su viuda, el inefable López Rega, la actitud del ejército, el recrudecimiento del enfrentamiento entre el ala derecha y la izquierda del peronismo, el golpe de Estado, la guerra sucia, las matanzas. Puede que me equivoque en el orden. Tal vez Naipaul cierra su crónica antes del golpe de Estado, probablemente publicó el texto antes de que se supiera el número de los desaparecidos, antes de que se confirmara la magnitud del mal. En mi cuento, simplemente, Naipaul recoma las calles de Buenos Aires y, de alguna manera, presentía el infierno que se cernía sobre la ciudad. En este aspecto su crónica era una profecía modesta, menor, que no llegaba a la profecía de Abaddón el exterminador, de Sábato, pero que, vista con buena voluntad, pertenecía a la misma familia, la familia de las obras nihilistas e inmovilizadas por el horror. Cuando digo «inmovilizado por el horror» no lo digo en un sentido peyorativo sino literal. Pienso en los niños que se quedan inmóviles ante el asalto del horror imprevisto, incapaces hasta de cerrar los ojos. Pienso en las niñas a las que les da un ataque al corazón y mueren antes de que el violador termine su tarea. Algunos artistas de la escritura son como esos niños y niñas. En mi cuento, pese a sí mismo, Naipaul era así. Tenía los ojos abiertos y la lucidez que suele caracterizarlo. Tenía algo que los españoles llaman mala leche y que sirve de antídoto para combatir los embates de la canalla sentimental. Pero también captaba, o sus antenas captaban, la estática del infierno en las noches callejeadas de Buenos Aires. El problema era que ignoraba cómo descifrar ese lenguaje y eso es algo que suele desconcertar a ciertos escritores, a ciertos artistas de la escritura. La visión que Naipaul tiene de Argentina no puede ser menos favorecedora. Conforme pasan los días el país, y no sólo la ciudad, se le hace más insufrible, más insoportable. Uno diría que con cada nueva persona que conoce, con cada visita que hace, se

acrecienta su malestar con respecto al lugar en donde se encuentra. En mi cuento, creo, Naipaul se citaba con Bioy en el club de tenis al que Bioy solía acudir, aunque ya no para jugar al tenis sino para tomar un vermouth y conversar con los amigos y tomar el sol, y tanto Bioy como los amigos de Bioy y el club de tenis le parecían a Naipaul un monumento vivo a la estupidez humana, una performance de la cretinización de todo un país. La misma impresión sacaba de sus contactos con periodistas o políticos o sindicalistas. Por las noches, mientras dormía después de cada jornada agotadora, Naipaul soñaba con Buenos Aires y con la pampa, de hecho, soñaba con Argentina, con toda Argentina, y los sueños indefectiblemente se transformaban en pesadillas. No es que los argentinos sean excesivamente apreciados en el resto de Latinoamérica, pero puedo asegurar que ningún escritor latinoamericano ha escrito páginas más demoledoramente críticas que las que Naipaul escribió. Ni siquiera los chilenos han escrito nada semejante. Una vez, mientras charlaba con Rodrigo Fresán, le pregunté qué le parecía el texto de Naipaul. Fresán, que conoce como nadie la literatura en lengua inglesa, apenas recordaba la crónica de Naipaul, pese a que éste se cuenta entre sus autores favoritos. En fin, Naipaul escucha y transcribe sus impresiones y, sobre todo, camina por Buenos Aires. Y de pronto, sin que el lector de su crónica esté avisado, empieza a hablar de sodomía. La sodomía como una costumbre argentina. Una práctica que no se limita a las relaciones homosexuales, de hecho, ahora que lo pienso no recuerdo que Naipaul mencione la homosexualidad. Él habla de relaciones heterosexuales. Uno imagina a Naipaul sentado en la silla más anónima del bar (incluso puede que de la pulpería, si a eso vamos) escuchando conversaciones de periodistas, que primero hablan de política, el país se encamina confiada y alegremente hacia el precipicio, y luego, para aligerar el ánimo, de lances sentimentales, de conquistas, de amantes. Esas amantes sin rostro, sin excepción, recuerda Naipaul, en algún momento han sido sodomizadas. La tomé por el culo, escribe. Algo que, en Europa, reflexiona, provocaría vergüenza o al menos un discreto silencio, en los bares de Buenos Aires se vocea como señal de virilidad, de posesión final, pues si no le has dado por el culo a tu amante o a tu novia o a tu esposa, en realidad no la has poseído realmente. Y así como la vio-

ROBERTO BOLAñO. SABIOS DE SODOMA

lencia y la inconsciencia en materia política le aterran, la costumbre sexual de «tomarla por el culo», que implica, según cree Naipaul, en cierto sentido una violación, sólo puede provocarle repulsión y desprecio. Un desprecio hacia los argentinos que va creciendo a medida que avanza el texto. Por supuesto, de esta nefanda costumbre no se salva nadie, o sí, se salva una sola persona, a quien cita, alguien que, sin el énfasis de Naipaul, también rechaza la sodomía. Los demás, en mayor o menor grado, la aceptan y la practican o la han practicado, lo que lleva a Naipaul a concluir que Argentina es un país recalcitrantemente machista (un machismo que recubre ligeramente una puesta en escena de sangre y de muerte) y que Perón, en ese infierno de hombres sin freno, es el supermacho, y que Evita es la hembra poseída, totalmente poseída. Toda sociedad civilizada, piensa Naipaul, condenaría esta práctica sexual por aberrante y vejatoria, menos Argentina. En su texto o tal vez en mi cuento, el vértigo que acomete a Naipaul es cada vez mayor. Sus paseos se convierten en interminables singladuras de sonámbulo. Su estómago se debilita. Diríase que la sola presencia física de esos argentinos que visita y que le hablan le produce una náusea que a duras penas puede contener. Busca explicaciones. La que le parece más lógica es achacar la afición nefanda al origen de los argentinos, tierra de emigrantes cuyos abuelos fueron campesinos depauperados de España e Italia. Los campesinos españoles e italianos, de costumbres bárbaras,

traen a la pampa no sólo su miseria sino también sus costumbres sexuales, entre las que está la sodomía. Esta explicación parece satisfacerlo. De hecho, es tan evidente que la da por buena sin pensárselo mucho. Recuerdo que cuando leí el párrafo en donde Naipaul expone lo que cree que es el origen de las costumbres sodomíticas argentinas, quedé un poco sorprendido. La explicación, además de inconsistente, carecía de fundamentos históricos o sociales. ¿Qué sabía Naipaul acerca de las costumbres sexuales de los labriegos y terronis españoles e italianos de los últimos cincuenta años del siglo XIX y de los primeros veinticinco años del siglo XX? Tal vez, en sus correrías por los bares de Corrientes, a altas horas de la noche, oyó a un periodista deportivo contar las hazañas sexuales de su abuelo o bisabuelo, que se follaba a las ovejas en las noches de Sicilia o de Asturias. Puede ser. En mi cuento Naipaul cierra los ojos y, en efecto, se imagina a un pastorcillo meridional follándose a una oveja o a una cabra. Después, el pastorcillo acaricia a la cabra y se duerme. Bajo la lima el pastorcillo sueña: se ve a sí mismo, muchos años después, con muchos más kilos y centímetros, dueño de un gran bigote, casado y con numerosos hijos, los varones trabajando en el campo, con el rebaño que ha crecido (o menguado), las hembras trabajando en la casa o en el huerto, sometidas a sus tocamientos y a los tocamientos de sus hermanos, y su mujer, reina y esclava, sodomizada cada noche, tomada por el culo, estampa admirable que corresponde más a los deseos erótico-bucólicos de un pornógrafo francés del siglo XIX que a la cruda realidad, que tiene cara de perro castrado. No digo que no se practicara la sodomía en los buenos matrimonios campesinos de Sicilia y Valencia, pero no con la asiduidad de una costumbre destinada a perdurar allende los mares. Si los emigrantes de Naipaul hubieran provenido de Grecia, bueno, nos lo podríamos pensar dos veces. Es posible que con un general Peronidis Argentina hubiera salido ganando. No mucho, sólo un poquito, pero algo es algo. Ay, si los argentinos hablaran demótico. Un demótico porteño, a medias influido por el lunfardo del Pireo y de Salónica. Con un gaucho Fierrescopulos, copia feliz de Ulises, y con un Macedonio Hernandikis arreglando a martillazo limpio el lecho de Procusto. Pero, para bien o para mal, Argentina es lo que es y viene de donde viene, que es, sépanlo, de todo el mundo, menos de París.

esténcil de roberto bolaño en barcelona.

Entrevista a John Banville

Por n oe M í s a Bugal

Fotografías de Pablo J. Casal.

Entrevista publicada en el número 361 de Quimera (diciembre de 2013)

Banville tiene el humor socarrón del que te habla en serio pero se ríe por lo bajo. Y, últimamente, insomnio. Dice que lo combate bebiendo y escuchando audiolibros. Ahora mismo está con La copa dorada: veintidós horas de grabación. Confiesa que Henry James es su escritor de cabecera y en su última y apurada visita a España (para recoger el Premio Leteo en León y participar en los Encuentros del Instituto Cervantes en Madrid) tuvo un hueco para esta entrevista. En ella cuenta cómo su doble personalidad literaria —John Banville y Benjamin Black, para sus novelas de género negro— ha sumado una tercera incorporación al asumir el papel de Chandler y escribir una nueva novela de Philip Marlowe. También desvela que su próxima obra se titulará La guitarra azul, una historia sobre un pintor fracasado y el robo como «pasatiempo erótico».

en alguna ocasión ha dicho que «es duro ser escritor en el país de Joyce, que lo metió todo en los libros, y de beckett, que lo sacó todo». Bueno, cada uno debe encontrar su propia voz, escoger su propia dirección. No puedes quedarte bajo la influencia de los grandes escritores del pasado, tienes que intentar ser independiente. En mi caso se suele hablar de Beckett y Nabokov, aunque creo que si tengo alguna influencia es sin duda de Henry James y de W. B. Yeats. Pero sí, es difícil ser escritor en un país que ha producido tantos buenos escritores; aunque también te estimula.

¿el ulises de Joyce es el libro seminal de toda la literatura irlandesa que vino después?

Para cualquier escritor es complicado lidiar con la tradición y en Irlanda más, a causa de estos grandes autores. En el caso del Ulises ocurre que además tengo una relación difícil con esta obra. Cuando lo leí tenía diecisiete años y estaba enamorado de una chica de Liverpool con la que mantenía una relación a distancia. Sólo la veía una vez al año. Una vez fui a visitarla, pero las cosas no salieron como yo esperaba y ella me dejó. Ese día había comprado mi primera edición del Ulises, así que sobre sus páginas aún hay rastros de mi llanto.

¿se puede escribir sobre Irlanda sin hablar de la Iglesia católica?

Es difícil. Pero la verdad es que muy pocos de los grandes escritores irlandeses eran católicos. La mayoría de los grandes eran protestantes: Beckett, Yeats, Oscar Wilde, Swift. Todos protestantes. Joyce es casi el único gran escritor católico. Quizás la gente no se dé cuenta de ello, pero así es.

tal vez ahora la cuestión religiosa no tiene tanto peso.

Es verdad, los jóvenes escritores no se preocupan demasiado por la Iglesia. Creo que la religión se ha convertido en algo irrelevante para la juventud. A ellos no les han hecho sentir tan culpables como a mi generación, aunque yo creo que la culpa es muy útil para escribir. Es bueno para los escritores reflexionar sobre la culpa.

la culpa parece algo muy propio de Irlanda y de su historia.

En realidad yo no escribo sobre Irlanda. Creo que mis libros podrían ocurrir en cualquier sitio. Tal vez mi reputación aquí no es la misma que en mi país, porque allí no soy visto como un escritor muy irlandés. Es más, creo que no soy una persona muy popular en Irlanda.

Como escritor no me preocupa la crisis económica u otros problemas similares; aunque como ciudadano sí, claro. La verdad es que a mí no me interesa lo que la gente hace, me interesa lo que la gente es.

¿y todo escritor es una isla? lo digo por la incomunicación que produce el trabajo creativo. Escribir es un negocio extraño. Cuando era pequeño mi madre me dijo que me volvería ciego de tanto leer. En Irlanda —creo que también en España— se dice que hay otra cosa que te deja ciego. Sin duda la literatura tiene algo de onanismo. El escritor se sienta solo en un sitio durante meses o años, fabricando sueños. El escritor crea sus sueños y ese es un asunto privado. Lo raro es que después otra gente los comparta.

¿Hace apuestas sobre el premio Nobel con sus amigos o cree que da mala suerte?

Mi contable sí. Apuesta por mí todos los años, pero ya se está desanimando. Creo que no hay forma de adivinar quién ganará, todo el mundo suele equivocarse en sus predicciones.

¿qué le fascina de los científicos para que haya hecho tantos libros sobre ellos (Copérnico, Kepler, Newton) y para que la ciencia esté presente en muchas de sus novelas?

Cuando era joven quería escribir sobre el proceso creativo. Pero no quería escribir sobre arte y entonces decidí escribir sobre ciencia porque descubrí que en este campo el proceso creativo era el mismo. El resultado es diferente, pero el proceso es igual. Siempre he querido escribir una gran novela sobre Einstein o Heisenberg, pero nunca he tenido valor para hacerlo.

¿y por qué no sobre pintores, ya que a usted siempre le ha gustado la pintura?

La pintura aparece en mis libros, pero es verdad que nunca he escrito sobre pintores. Aunque sí es el caso de la novela que estoy escribiendo ahora, que habla sobre un pintor fracasado. Se llama La guitarra azul. Trata de un pintor que ya no pinta y se dedica a robar cosas, lo que me parece un pasatiempo muy erótico.

¿Cuándo espera publicarla?

No lo sé. Me gustaría tenerla acabada para finales del año que viene, pero el mío es un proceso muy lento.

¿qué escritores en lengua española son sus favoritos?

He leído a Javier Marías y me gusta mucho su humor, es muy sutil y algo excéntrico. Creo que en mis libros hay un humor muy parecido. Ahora estoy leyendo Dublinesca, de Vila-Matas, porque aparezco en el libro, aunque me resulta raro ver mi nombre en él.

Creo que también le gusta bolaño.

Sí, aunque en mi opinión está sobrevalorado. Creo que es buen escritor, pero no entiendo la locura que hay por Bolaño.

todos los escritores quieren ser traducidos al inglés, pero a veces la literatura anglosajona parece mirarse sólo a ella misma.

El inglés es casi como una lengua franca, está por todo el mundo. No se traducen muchos autores, así que no sabemos muy bien qué está ocurriendo fuera y nos estamos perdiendo toda esa literatura. Me parece algo terrible, la verdad, porque casi parece que la literatura en inglés es la única que existe y eso no es así. También es un problema para otros países, que se ven empujados a leer la literatura anglosajona. Incluso los franceses están siendo invadidos por el inglés. Y eso tiene como resultado que los escritores en otros idiomas corren el riesgo de quedarse en esa periferia.

¿Ve alguna solución?

Creo que los Gobiernos deben apoyar que se traduzca la obra de su país. Los políticos dirán que hay cosas más importantes, que hay que invertir en escuelas y hospitales, y estoy de acuerdo; pero si lo mejor que se está escribiendo en tu lengua no se está leyendo fuera, me parece un desastre.

en su último libro, antigua luz, dice que madame memoria es una gran y sutil fingidora. ¿pero en cuántas historias ha solicitado la ayuda de esta insigne dama?

Todas las historias se escriben en pasado y por lo tanto recuerdan lo que ya ha ocurrido. Y supongo que a medida que me hago mayor me voy obsesionando más. La infancia me parece más vívida que la semana pasada. Aunque en realidad yo siempre he estado obsesionado con el pasado. Incluso cuando era joven y no había vivido nada. Creo que con cinco años ya era un nostálgico.

No es bueno mezclar la política o los problemas sociales con el arte. No

suele funcionar y se suele hacer mala política y mal arte a la vez.

el paso del tiempo siempre es un tema importante en su obra. Es importante para cualquiera. De alguna manera vivimos en el pasado, es lo que nos sostiene. Pasamos mucho tiempo pensando en el pasado. La memoria es la acumulación de experiencias, es la vida en sí misma.

usted ya tiene su propio Jekyll y Hyde al escribir como John banville y como benjamin black. y ahora va a triplicar su personalidad literaria al ponerse en el lugar de Chandler para escribir una novela de philip marlowe. Sí, en cierta manera voy a ser Chandler. Siempre he sido un gran fan y leo a Chandler desde los diez años. Estaba un poco preocupado por no poder imitar su voz, pero creo que he sido capaz; o quizás me equivoco, no sé. Al principio me costó, pero después lo disfruté mucho. La novela será la secuela de una de sus obras, aunque prefiero no decir de cuál. Se titulará La rubia de los ojos negros, uno de los títulos de Chandler, que dejó anotados como veinte o así, aunque a mí no me gusta demasiado.

¿Cómo le convencieron los herederos del escritor estadounidense para aceptar este encargo?

Los herederos de Chandler me preguntaron hace cinco años si estaba interesado y les dije que no. Pero hace un año decidí que sí porque pensé que podía emular la voz de Chandler. Además me gustan las aventuras, me producen la emoción de ser joven. Y

Chandler es un gran estilista, siempre admiré su estilo. Cambió la novela negra.

el año pasado se publicaron en españa «la puerta de bronce» y otros dos relatos de género fantástico que Chandler escribió y que seguían inéditos en nuestro país. ¿por qué la literatura que solemos llamar «de género», como la negra o la fantástica, no suscita las alabanzas de la crítica?

No he leído esos relatos, pero respecto a lo que dice de la crítica no sé qué decirle porque yo no creo en los géneros. Los libros deberían estar ordenados en las librerías por orden alfabético, sin más, no divididos por temas. No me gusta la idea del género, hay buena literatura y mala literatura, eso es lo único que importa. Algunos de los mejores escritores del siglo XX están en la novela negra, como Simenon o Chandler. Por otra parte, en la novela negra suele haber un crimen, pero creo que también se puede hacer una novela negra sin un crimen. Esa es mi ambición.

Como en en busca de april. Es lo más cerca que he estado de conseguirlo.

supongo que pueden ser novelas tan buenas o tan malas como aquellas que se consideran más «literarias».

Sí, claro. Aunque en mi caso mis novelas negras son muy diferentes de las otras. Y tampoco espero que sean iguales porque, como he dicho en varias ocasiones, Black es un artesano y Banville intenta ser un artista.

Son dos enfoques distintos y supongo que eso también hace que la crítica las considere de forma diferente.

Hace poco dennis lehane se quejaba de esto. de cómo los autores «de género» no parecen tener permitido el acceso a los círculos más «literarios».

Bueno, los escritores de novela negra siempre se están quejando de eso. Pero lo cierto es que Dennis Lehane es muy buen escritor y creo que merece tener mayor atención por parte de la crítica. Como ya he comentado, Simenon me parece uno de los mejores escritores del siglo XX, en cualquier género, porque él trascendió el género. Simenon ha sido una inspiración muy importante para mis novelas como Benjamin Black.

en esas obras retrata el depresivo dublín de los cincuenta. Con lo que está ocurriendo en el ámbito socioeconómico, ¿regresaremos a esos años?

Tengo sesenta y siete años y ya he pasado por muchas crisis. La gente joven parece que piensa que esta es la única crisis y no es así. En los ochenta éramos más pobres de lo que somos ahora, la diferencia entonces era que no teníamos la experiencia de ser ricos. La crisis parece más terrible porque durante algún tiempo nos ha parecido que teníamos dinero. Hemos vivido una fiesta salvaje durante algunos años y ahora tendremos resaca durante otros tantos, pero lo superaremos. Las resacas se acaban y estos ciclos suelen ocurrir.

¿el género negro puede ayudar a hacer un buen diagnóstico de esta crisis económica?

Puede ser. Pero creo que no es bueno mezclar la política o los problemas sociales con el arte. No suele funcionar y se suele hacer mala política y mal arte a la vez.

¿quizás la exigencia del compromiso estorba a la libertad de la creación?

Si yo siento que quiero escribir una novela en la que se trate la crisis económica, puedo hacerla, pero la idea no es escribir un libro sobre cómo es la crisis económica. Los libros tratan sobre la vida y en la vida hay muchos aspectos a los que hay que hacer frente, pero mi labor no es decir cómo.

la serie de la bbC basada en quirke, el protagonista de las novelas de black, se estrena a finales de este año. ¿Ha visto ya algún capítulo? ¿le gusta?

Hay tres episodios grabados y he visto el primero. Creo que es muy buena. No he escrito el guión, pero puedo decir que está muy bien. Es muy atmosférica y creo que realmente capta los años cincuenta tal y como yo los recuerdo.

dígame, ¿por qué banville escribe a mano y black en un ordenador?

Porque Banville quiere escribir lentamente y lo consigue con un bolígrafo y un papel, pero eso es muy despacio para Black. Por tanto son dos maneras de escribir totalmente distintas y producen libros completamente distintos. Cuando empecé a escribir la primera historia de Black lo hice a mano, pero me di cuenta de que era demasiado lento y cambié.

¿qué le ha aportado el trabajo periodístico a su literatura?

Nada. Supongo que trabajar como editor en un periódico me hizo ser aún más cuidadoso con el lenguaje, pero eso es todo.

Escribir es un negocio extraño: el escritor crea sus sueños y es raro que otra gente los comparta.

¿sabe que en españa más de diez mil periodistas han perdido su empleo en los últimos cuatro años?

¿De verdad? Qué desastre. Lo cierto es que el periodismo siempre ha dependido mucho del momento en el que se produce y ahora, en el caso de la prensa, si vas a un parque o entras en un autobús, no ves a nadie leyendo periódicos como antes. También los periódicos de Irlanda están teniendo problemas muy serios porque la información ya está disponible en otros sitios

¿qué opina del periodismo que se está haciendo en Internet?

No lo sé porque no lo leo. Mando emails pero del resto no sé nada. Tengo teléfono móvil y reconozco que es útil, en lo demás soy un dinosaurio.

entonces ni hablamos del libro electrónico… Soy demasiado viejo para esas cosas. Y adoro el libro, para mí es uno de los inventos más hermosos del mundo. Por eso no puedo leer en kindle ni en ninguno de esos aparatos, aunque mis hijos sí lo hacen. Pero hay que recordar que Umberto Eco predijo en los sesenta que la cultura en el futuro sería en imágenes y sin embargo ahora todo el mundo está leyendo en esos aparatos y en los móviles. Eso me parece muy importante.

por cierto, ¿ha aceptado ya su cerebro the little museum of dublin (el pequeño museo de dublín)?

¿Cómo sabe eso?

lo he leído.

Sí, dije que les donaría mi cerebro para que así todo el mundo pudiera ver lo pequeño que es en realidad. Pero al final parece que resulta demasiado grande para The Little Museum.

Viejo loco

Relato inédito publicado en el número 373 de Quimera (diciembre de 2014)

Yo ya tenía cincuanta y cinco años, pero me sentía muy bien. Como si tuviera cuarenta. O menos. No me dolían ni los callos. Seguía adelante, con mucha energía, como siempre. Sin pensar en lo que hacía. Un poco frenético y ansioso. Ella era una mulata de unos veinticinco años. Tal vez veintisiete. Bonita, con un cuerpo espectacular y cara de buena gente. Era mecanógrafa. Todavía existía ese oficio. Escribía y escribía sin parar, en una oficina. Fui dos veces a solicitar un documento. Ella no atendía al público pero era quien rellenaba aquellos papeles. Y se demoraban. Fui tres veces. Cuatro. No están, tenemos atraso, compañero, venga dentro de dos o tres días. Entonces me acerqué a la mulata y le pedí que hiciera algo por mí. Me miró dulcemente, cogió un papel y un bolígrafo y me dijo:

–Voy a sacar su documento. Deme sus datos.

Anotó mi nombre. Me miró aún con más dulzura:

–Venga mañana y hable conmigo.

–¿Cómo te llamas?

–Bety.

Al día siguiente fui a una hora prudencial. Casi a las doce del día. Cuando me vio se levantó de su silla, sonriendo dulcemente, y me dio los papeles. Ya estaban acuñados y legalizados.

–Revíselos bien. Si hay algún error...

Le puse un billete de veinte pesos en la mano. Me dijo muy bajo y sin convicción:

–No, no. Gracias, no.

Le cogí la mano y le puse el billete. Bajó la vista muy recatada y guardó el dinero hábilmente.

–¿Te puedo invitar a tomar algo?

Sorprendida:

–¿A tomar qué?

–Una cerveza, no sé. Lo que quieras.

–Yo no bebo.

–Bueno, una botellita de agua, jajajajá.

–No, no.

–Podemos pasar un buen rato. Conversar un poquito. ¿A qué hora terminas?

–A las cinco.

–¿Te recojo a esa hora?

–¡No, aquí no!

–¿Dónde?

Resistió un poquito más. Aceptó. Quedamos en vernos a las seis en un bar cercano. Tomó un helado. No quería cerveza. Decía que se mareaba. Me contó algo de su vida. Lo que le convenía. No me dijo que tenía un hijo de cinco años, un marido celoso y violento, a punto

de entrar en la cárcel para cumplir una condena de seis años, y que su vida en ese momento era un desastre. No. Nada de problemas. Ya habría tiempo.

En aquel primer encuentro Bety era un remanso de paz. Dulce, complaciente, femenina, educada. El ideal perfecto. A mí no me interesaba mucho ese lado espiritual. Me fijé en que físicamente sí era perfecta, desde el pelo hasta el dedo gordo del pie. Bueno, ya eso lo tenía claro desde la primera vez que la vi. Ahora era evidente que quería hipnotizar al macho con sus encantos, como algunas serpientes hipnotizan al conejo y lo inmovilizan para tragárselo cómodamente. Entonces la invité a compartir con más intimidad. Se hizo la de rogar media hora. Pero eso formaba parte del juego. Era muy erótico, así que me ponía en tensión. Al fin aceptó. Fuimos a una casa donde alquilaban habitaciones por horas.

Cuando la vi desnuda por poco me da un infarto. Ella lo sabía. Vio que mis ojos brillaban y se puso oronda, orgullosa. Primero nos dedicamos a jugar y chupar mutuamente. Cuando al fin la penetré empezó enseguida con orgasmos múltiples. Muchos. Creo que era un solo orgasmo interminable. Yo me contenía. Había que prolongar aquello. Entre los jadeos y suspiros empezó a susurrar:

–¡Ayyyy, viejo loco, viejo loco! ¡Ayyyy, viejo loco, por Dios, qué es esto! ¡Viejo locoooooo!

Me encabroné:

–¡No me digas más viejo loco!

–¡Ayyyy, papi, si eres un viejo loco, viejo loco, trastornao!

No sé cómo lo logré pero me dije: «Pedrito, control y pa’lante». Una hora después habíamos terminado felizmente. Nos vestimos, nos despedimos muy amorosos y me pidió que al día siguiente pasara por la oficina porque si no me veía se pondría muy triste. Estuve a punto de decirle: «Deja el teatro, mamita». Pero me callé. Regresé para mi casa. En shock. ¿Yo, viejo? No puede ser. Entré y fui directo para el baño. Me paré delante del espejo. Y sí. Por primera vez en mi vida vi mis arrugas, las cejas completamente blancas, la calva en toda la cabeza, la piel manchada por el exceso de sol, los labios estrechos y ya nada carnosos, los ojos un poco hundidos. Y ya no había músculos. Todavía los hombros más o menos se mantenían alzados pero nada de músculos. Así que era cierto. El envejecimiento estaba ahí.

Fui hasta el cuarto de mi madre. Padecía un cáncer de pulmón y había entrado en la fase final. Me miró y se sonrió un poco. Débil y triste. Me eché a llorar. Sollozando como un bebé. Regresé al baño para controlarme. Mi sobrina me ayudaba a cuidar a mi madre. O más bien, la cuidaba en todo. Yo poco hacía más allá de acompañar, mantener mi presencia y traerle algo agradable para comer. Sólo le apetecía tomar helados y jugos de frutas. No había mucho más que hacer. Esperar el desenlace. Y no pensar, para quitarle hierro a la situación y aceptar que la vida es un río que fluye, a veces turbio, a veces limpio y transparente. Eso es todo. Ahora tocaban las turbulencias.

Después de refrescarme la cara me senté en el portal. Unos minutos. Volví al baño a mirarme. Con detenimiento. Sin prisas. La dentadura, sana, aunque más bien amarillenta, la barriguita, los muslos ya bastante fláccidos. Por suerte, los pies todavía se mantenían duros. Ah, y el sexo también. Al parecer quedaba algo de testosterona. No todo se había perdido.

Y repetimos, por supuesto. Igual. Veía a Bety en su oficina, nos poníamos de acuerdo y nos encontrábamos por la tarde. Era entretenido. Aunque ella seguía obsesionada con la frasecita y la repetía hasta el cansancio durante su éxtasis infinito:

–¡Hay viejo, viejo loco!

–Bety, ya, ¡cállate!

–¡Ayyy! ¡Es que eres un viejo locoooo!

Me lo machacaba en el alma. Pero no me podía rebajar a decirle que me ofendía. Tenía que tragar para no darle importancia. Por nada del mundo iba a protestar. Se burlaría de mí. Aquello me tenía que resbalar. La vejez no es para cobardes, Pedrito, así que sonríe y sigue pa’lante.

Creo que salimos unas cuantas veces en un par de semanas. En una de ellas, después del sexo me dijo:

–Hacer el amor contigo es ohhh, no sé. Muy especial.

–Hacer el sexo. No hacemos amor ninguno ni un carajo.

–¡Ahhh! No te pongas grosero.

Abrí la nevera que había junto a la cama. Cervezas. Saqué un par de latas y nos quedamos acostados, bebiendo, desnudos y tranquilos. Me gusta el silencio pero Bety necesitaba hablar continuamente:

–Esta cerveza me va a marear. ¿No hay música aquí? ¡Qué silencio!

–No.

–Me gusta la música, bailar

–El ruido.

No contestó. Quizás las turbulencias de mi vida en aquel momento me tenían furioso y agresivo, con ganas de aprovechar cualquier cosa para formar una bronca. Entonces dijo:

–Mi marido me está haciendo la vida imposible. Ya nosotros terminamos hace meses, pero cada día está más celoso.

–¿Estás casada? No habías dicho nada.

–Estoy casada y tengo un niño.

–Ahh

–¿Te molesta, papi?

–No, me da igual.

–Yo le he dicho que tenemos que divorciarnos, pero quiere joder y darle largas.

Instintivamente miré a la puerta. Lenguaje corporal. Quería alejarme rápido de aquella cama. Lo último que necesitaba en aquel momento era buscarme más problemas.

–Él tiene una condena por seis años. Le queda poco en la calle. Está reclamando pero sabe que es por gusto, para ganar tiempo.

–¿Qué hizo?

–Era administrador de un restaurante. Y tuvo líos con un dinero que cogió. No sé. Y está mal de la cabeza. Le ha dado por amenazarme con un revólver.

–¡¿Ehh?!

–Sí. Pero es un pendejo. Una cosa es apuntarte con un revólver y gritar te voy a matar. Y otra es halar el gatillo.

–¿Te ha amenazado?

–Casi todos los días.

–¿Por qué no vas a la policía?

–Él fue policía. Y me dicen que ese es un asunto privado y que ellos no se pueden meter.

–¿Y por qué tiene ese revólver?

–Quizás lo consiguió cuando era policía. No sé. Lo tenía bien escondido. Lo ha sacado ahora, hace poco.

–Ahh

–Cuando nos hicimos novios era policía. Yo era muy jovencita.

–Serías una niña.

–Catorce años. Y de niña nada. Ya era una mujer hecha y derecha. Llevamos juntos doce años, casi trece. Mucho tiempo. Ahora va para la cárcel, por ambicioso. Todo le parecía poco. Se lo dije muchas veces. Pero se cree muy inteligente. Y ya ves. Se jodió. Él solo, porque cuando esté adentro que no espere de mí ni una caja de cigarros. Nada. Yo lo que quiero es terminar y que se aleje.

Acabé la cerveza. Me levanté, me vestí. Ella habló un poco más, pero no escuché bien lo que decía. Ya no me interesaba. Comentó algo sobre su hermana, que tenía un marido camionero:

–Él tiene su familia en La Habana. Y la tiene a ella aquí. Le hizo una casita. Tienen dos hijos. Y viven bien. Él viene cuando puede porque ella no le exige nada. Eso es lo que necesito, papi. Yo no te exijo nada.

Nos despedimos tranquilamente. Le dije que pasaría por la oficina al día siguiente. Pero jamás la vi de nuevo. Mi madre murió una semana después. Cuando regresamos del cementerio me despedí de mi hermano. Él era el heredero universal. Y yo sólo recogí unas pocas fotos. No me interesaba nada más. Me despedí de aquella ciudad y no he vuelto. No me queda nada allí. Entre las fotos hay una ampliación de 18 por 25 centímetros, coloreada a mano. La tengo sobre mi mesa de trabajo. Yo estoy sentado y debo tener dos o tres años. Y mi hermano, un año menor, acostado boca abajo a mi lado. Él sonríe a la cámara. Yo no. Estoy serio y miro fijamente. Interrogando. No entiendo bien qué pasa. Creo que nunca entiendo bien ni rápido. Soy lento. Me cuesta llegar al fondo del asunto.

pedro Juan Gutiérrez. Fotografía cedida por el autor ©

Entrevista a Enrique Vila-Matas

Texto y fotografía: i vÁ n Hu M anes y Juan v i C o ©

Entrevista publicada en el número 374 de Quimera (enero de 2015)

qué relación guarda Kassel no invita a la lógica con tu cuento «porque ella no lo pidió», incluido en exploradores del abismo?

En cada nuevo libro siempre tengo en cuenta dos o tres libros anteriores que aparecen de alguna forma, aunque no visiblemente. En este caso me propuse trabajar con la mezcla de realidad y ficción de la misma forma que lo había hecho en el cuento de Sophie Calle. En París no se acaba nunca también se puede decir que había utilizado ese recurso. Ahora bien, no sé hasta qué punto se parecen estos dos libros o no a Kassel. Una persona me dijo, y me agradó mucho: «¿Cómo continúa después?». Me gustó porque parece que le había interesado lo que

había contado y quería saber lo que me había ocurrido en la realidad. En parte demuestra que está bien lograda la verosimilitud, porque se parece muy poco lo que cuento a lo que me sucedió y lo que vi. Trabajo en la ficción, y no hay que olvidarlo nunca. Juego con el documento de lo que ha podido ocurrir, pero mi trabajo no tiene nada que ver con los de Cercas o Emmanuel Carrère, para entendernos; son propuestas diferentes, en las antípodas.

¿No tienes la sensación de que hay cierto miedo por parte de muchos lectores a la hora de asumir que en un texto con elementos au-

tobiográficos puede haber más ficción que realidad?

Es un tema complejo. Le pregunté a Sergio Pitol respecto a un libro suyo titulado El viaje, que sucede en Georgia, si una escena donde todos cagan en un comedor, una escena pantagruélica, sucedió o no sucedió. Él sonrió. Y me di cuenta de que no tenía respuesta. Lo que importa es la verosimilitud. Tú te crees o no te crees una historia que te cuentan. Vas a ver Hamlet, ves una serie de televisión bien hecha en ningún momento piensas que te están engañando. Me remito a Baroja, que decía que la única verdad de una novela es lo que se cree el lector. Es ridículo eso de «basado en hechos reales». «Ficción es ficción», decía Nabokov.

me refería sobre todo a esa lectura ingenua en la que se siguen confundiendo, a estas alturas, autor y narrador.

Depende de cómo se haga. Si se hace bien o no, de forma que sea difícil averiguarlo. Pero cuando tú escribes un recuerdo tuyo necesitas inventar, sin duda. Hay que tener la experiencia de escribir para saber que es imposible escribir aquello que pasó. A través de la historia de Kassel intento contar lo que a mí me parece que pasó. Intento aproximarme por la vía literaria a lo que fue un estado de ánimo, una historia de cinco días. En el fondo, a través de la ficción busco la verdad, la relativa verdad de los hechos. Por eso la gente tiende a leerlo como algo que pasó. Luego viene esa ridiculez de acusar a uno por la práctica de la autoficción, porque es algo supuestamente ya muy manido, pensar que soy yo quien habla de mí mismo, cuando es totalmente al revés. Desde mi punto de vista, yo no sé nada de mí gracias a haber escrito tanto y al tener tantos personajes que son figuraciones de mi personalidad. Así se lo dije a Fresán en una entrevista para Letras Libres, donde me definí sin definirme: «creía que escribir era empezar a conocerse a uno mismo, pero, a medida que ha ido pasando el tiempo y me he ido creando tantos personajes e historias que yo siento de verdad aunque sean falsas, voy viendo que nunca sabré quién soy por culpa de escribir.» Hace poco estuve en Chile, como público, en un coloquio en el que cuatro escritores chilenos, entre los que estaba Alejandro Zambra, hablaban de la literatura del yo, y llegaron a la conclusión de que se ha creado un falso problema, de que cada cual puede optar por lo que quiera hacer, que hablar en primera persona a veces es más fiable aunque inventes; que no hay una regla fija.

¿es tu obra más optimista?

[Largo silencio] Sí... Intenta trasladar alegría, entusiasmo, al lector. Pero no estaba previsto de antemano. Creo que surgió en el momento en que pensé que me iba a cansar mucho si el protagonista tenía que oscilar entre estados de ánimo opuestos. Le di la vuelta y decidí que estuviera entusiasmado todo el día sin tomar tipo de droga o de bebida. También quería comunicar lo que yo sentí cuando vi El impulso invisible de Ryan Gander, obedeció únicamente a una necesidad del alma. Estaba solo, con cinco días por delante. Me enseñaron aquella obra, compuesta por una simple corriente de aire, y me dije que era el impulso necesario para animarme, para no estar aburrido esos cinco días. Pensé que quizás daría para contarlo después.

literalmente se habla de la alegría como núcleo de la creación, como motor.

Basándome un poco en aquella frase de Montaigne de que «no hago nada sin alegría». Se ha de entender como que no hagas las cosas sin ganas porque te saldrán mal. Puesto que la situación en Kassel era aquella, lo único que podía hacer era superarla lo mejor posible. Entronca con lo que me pasó en el 73, cuando fui a Melilla a hacer de soldado colonialista, y tenía todo el día por delante en el cuartel, que era la cosa más absurda, no podía hacer nada salvo estar con el fusil por la mañana y por la tarde en el colmado haciendo de dependiente, así que decidí escribir un libro. Llego a la literatura por pura asfixia y por la necesidad de encontrar algo que me ayude a sobrevivir, así de sencillo. En Kassel seguramente se reproduce el mismo movimiento.

esa idea de apertura que estás comentando aparece también en la novela con respecto al arte contemporáneo, como si fuera un punto de escape o una ventana que se abre en la literatura para que entren cosas nuevas. Está abierta, pero no le voy a sacar excesivo partido. Ha ido bien abrirla y en la vida cotidiana me sirve para divertirme en ocasiones, porque me comunico con Dominique González-Foerster, por ejemplo, y preparamos siempre cosas, colaboro en lo que hace, en sus instalaciones... De hecho, ahora trabajo intensamente en un libro sobre mi relación con ella, que me ha encargado en Francia la editorial Christian Bourgois. Resulta que Dominique va a tener en septiembre de 2015 una retrospectiva en el Pompidou, y ahí aparecerá ese libro acerca de mi comunicación con su mundo. Se trata de una

especie de deslizamiento editorial hacia Francia, a este paso acabaré siendo francés. Creo que ha sido bueno que se haya producido todo esto, a partir de aquella llamada de Sophie Calle. No sabe lo que hizo. Me vino muy bien, pese a que ella en realidad quería hacerme daño, impedir que escribiera. Yo lo veo así: de una forma inconsciente trata de bloquear, se lo había propuesto a otros autores que yo conozco, Echenoz, Auster , que son delicados y se tuvieron que defender de la propuesta. Me defendí escribiendo la historia, ella no sabía que yo era tan «animal literario». Auster me dijo que él hacía cine porque salía del despacho, de la soledad. Es cierto que estas iniciativas son buenas para salir del encierro excesivo que se produce con la escritura. La gente no nos ve escribir, tu imagen es la imagen pública, que no tiene que ver nada con la real, la que se reduce más bien a una persona solitaria y encerrada trabajando durante horas.

No puedo evitar sospechar que ese hipotético escritor español citado en tu novela, proclive a cuestionar la validez del arte contemporáneo, a ridiculizarlo sistemáticamente, practicaría sin duda un tipo de literatura mayoritaria y convencional.

Los ataques que hago con cierta frecuencia, cada vez menos, al realismo español, por ejemplo, son como un chiste, están hechos como un juego, es como una especie de enemigo entrecomillado: «los realistas españoles». Ya sé quiénes son y los críticos que sólo saben leer ese tipo de literatura, todos los componentes de la crítica que se reúnen alrededor del Premio de la Crítica, todas esas visiones tan limitadas. Lo de «los realistas españoles» sólo es una tocada de huevos a una casta, a un tinglado madrileño que siempre me ha hecho reír, pero ya estoy bastante alejado de eso, de ese juego, porque mis libros ya se han publicado en muchos lugares, las críticas que han recibido, si se comparan con las recibidas aquí, van por un lado distinto. El mundo es ancho y grande, y ha sido una suerte no tener que estar pendiente del tingladillo de unos cuantos.

eres un continuo renovador, un ejemplo para la nueva narrativa. ¿Cuál es tu visión del futuro del sector? en perder teorías hablabas de cinco propuestas…

Imaginaba una literatura donde el ensayo, la inteligencia, apoyaba lo narrativo, una narrativa que elevaba el nivel. Y pensaba que el futuro iría más por ahí, porque el lector sería más adulto y estaría menos interesado en que le cuentes sólo una historia, que preferiría más esta mezcla

de ensayo y ficción que tan bien han realizado Calasso, Sebald, Piglia, Pitol, Luiselli y Magris, entre otros. Pero no, va por otro lado: va hacia el desastre. Ahora bien, tú te refieres a una serie de textos teóricos, que no son muchos, como «Chet Baker piensa en su arte», un relato que ha quedado algo difuminado al aparecer dentro de una colección de cuentos de Mondadori, mientras que en Francia ha sido mucho más leído, al aparecer como libro. En todo caso, esos textos teóricos, que no son muchos, me han servido para intentar explicar mi escritura. En un momento determinado me di cuenta de que era necesario explicar algo de lo que hacía, que tenía que defenderme y explicar. Pero no han sido muy leídos. Por otra parte, la gente insiste en preguntarme por qué cito tanto, así que cuando hablo en público tengo que explicar de nuevo que se trata de un método de trabajo y que no lo hago por capricho, sino por convicción. Al ser lo más llamativo, es lo más discutible. Los que quieren atacarme encuentran ahí el punto débil. Pero sin esas «anomalías» no sería el escritor que soy, sería un escritor plano. Por lo tanto tengo que defenderme de lo que obviamente es discutible, pero ahí está la lucha, si hay innovaciones que yo he planteado en la narrativa son precisamente esas, puntos que se presentan como débiles aunque a la vez son muy fuertes. Con ellos he construido mi propuesta narrativa y al mismo tiempo constituyen buenos flancos por los que atacar, precisamente porque no he copiado nada. Pero para quien esté interesado en el tema de las citaciones, les remito a un texto que está en mi web, Intertextualidad y Metaliteratura. Claro que no sé si a mis detractores les interesa escuchar cómo me explico, cómo justifico por qué hago las cosas.

todo esto, relacionándolo otra vez con el terreno del arte, recuerda a lo que se dice en la novela a propósito de la necesidad del arte contemporáneo de tener una parte discursiva que complete la visual, que nos dé las herramientas necesarias para su correcta comprensión. ¿Necesita también la literatura un apéndice documental, son precisos con ciertos libros otros libros que «los expliquen»?

Es fascinante esta parte del arte contemporáneo, porque depende de ti lo que decides qué es aquello, y a mí Kassel me creó la sensación de que podía imaginar y decir lo que quisiera: lo que coloco en el libro es la imaginación pura, pese a que en realidad parece que esté contando lo que había allí. El vacío de significación me permite poner lo que quiera, por eso disfruté; porque suponía un territorio abonado para la imaginación.

Hace tres semanas, en Santiago de Chile, mencioné a Pierre Huyghe, el francés que ha hecho lo del perro de la pata rosada... Para mi sorpresa entre el público estaba su novia chilena, que vino a saludarme y me dijo que Pierre leyó el libro y que se había reído mucho. Eso es lo mejor que puede pasar, porque seguro que no se imaginaba que alguien interpretaría lo que hizo de esa manera A los artistas les debe hacer gracia ver que lo que se ha entendido es otra cosa. A mí también me gusta cuando una crítica entiende otra cosa, porque me lleva a un territorio distinto.

quizás la literatura debería aprender más de esa imbricación entre gozo estético y reflexión sobre el propio dispositivo… Cuando saqué el libro en febrero también me pasó que la gente confundía Kassel con ARCO y me preguntaban si me gustaba ARCO. Yo no digo que me guste el arte contemporáneo, digo que en Kassel vi unas cosas que me interesaron para contarlas, y que si vas a ver arte contemporáneo con prejuicios no vas a ver nada. A veces hay cosas que te pueden interesar muchísimo, pero has de romper esos prejuicios. Y eso sirve para todo, ¿no? Te dicen que un libro es muy malo, pero Borges aseguraba que en todos los libros malos había algo muy bueno siempre. Y estoy seguro de que es así, depende de si sabes encontrarlo. Es curioso porque después Bolaño también lo dijo a su manera. Bolaño contaba que estaba leyendo unos libros porque le habían nombrado jurado de un premio, y eran malísimos todos, pero que era impresionante porque la gente había vivido lo que contaban, tenían una historia, no la habían sabido contar, pero las historias eran buenísimas... De alguna manera encontraba algo que podía servirle. Es un mal no sólo español, el escepticismo absoluto ante todo lo que se hace en arte. Pero aquí desde un tiempo remoto siempre ha habido una falta de interés total. Mi libro sobre Kassel se levantó un poco frente a este estado contagioso de la crisis que era una coartada perfecta para no mover nada ni hacer nada más, la crisis servía para todo, para estar desanimado y no arriesgar. Cuando fui a Kassel se vivía el mayor estallido de la crisis, estaba en el centro de Alemania. Yo quería comentar también que no había muerto nada, ni la novela ni el arte.

de hecho hablas de tu identificación con el leitmotiv de documenta 13, «Colapso y recuperación», que no deja de evocar el movimiento pendular de la historia de las artes y de la estética.

Dio la casualidad que yo llamaba colapso también a lo que me pasó, mi enfermedad de hace unos años, cuando entré al hospital y todo eso. Llamarlo colapso era una forma literaria de denominarlo. Me hizo gracia conocer el lema de Kassel. Pero también está el texto Tal como yo lo veo de César Aira, que aparece en mi web. En él argumenta que después de Flaubert y el resto de clásicos, llega un momento en que el artista profesional ya ha llegado a un límite, ha hecho lo mejor que podía hacer... Pero para ir un poco más allá de lo que hicieron estos quizás no vale la pena, quizás es mejor volver a los comienzos; seamos vanguardistas en el sentido literal de la palabra: volver a empezar. Eso también tranquiliza, porque se puede ir por otro lado, hacer obras de arte que corresponden más a nuestros tiempos, porque son más fragmentarias, etc., pero no una excusa para hacer una cosa peor. No creo que haya que comparar a Picasso con Velázquez. En el prólogo de Borges a La invención de Morel de Bioy Casares, dice que el siglo XX es mejor en tramas que los anteriores, y cita tramas que nunca imaginó el siglo XIX para quitarse cierto complejo de encima.

Citas precisamente a un autor, César aira, que sostiene una obra muy emparentada con lo performático, un work in progress…

Se ha montado un proyecto que me recuerda al de Macedonio Fernández, La novela de la Eterna. Es Duchamp puro.

¿tu literatura tiene también algo de performático, de puesta en escena de recursos que se van repitiendo?

Trabajo con el libro anterior como trabajaba Bolaño, en este sentido sí que hay un parecido: Bolaño sacaba del anterior libro el siguiente. Está todo bastante ligado, quizás involuntariamente. En este sentido hay una cosa muy clara para mí que empieza en Bartleby y compañía. Cuando lo publiqué algunos amigos me preguntaron: « ¿Y ahora que harás?». Porque en definitiva había llegado a un límite, a reflexionar sobre el abandono de la escritura. Así que busqué la salida en lo contrario: un tipo que está enfermo de literatura en El mal de Montano. Pero a propósito de esta novela volvieron a decírmelo, volvieron a interesarse por saber cómo lo haría para continuar, pues había llevado todo a un cul de sac, y salí entonces con la idea de la desaparición en Doctor Pasavento. Desde entonces, me quedo con esta idea de llevar los libros hasta un punto extremo, un lugar desde donde prácticamente no puedo seguir escribiendo. Por eso los libros

no se parecen en el fondo, porque todos surgen de la necesidad de escapar del anterior. No hay nada que me guste más que me pregunten si estoy preparando algo para responder que no, que no estoy preparando nada. Así me encuentro muy cómodo, porque voy a parar al comienzo de todo, cuando no escribía prácticamente y aún no había publicado ningún libro, y me despedía de los bares diciendo que esa noche había decido no escribir nunca más. La escena de despedirme de la escritura es perfecta porque esa carga me obliga a seguir escribiendo y a disfrutar, aunque por otro lado es una carga terrible.

¿Cuánto tienen tus argumentos de mcGuffin, de pretexto para contar otras cosas?

Ha llegado un momento en el que todo lo que veo, leo, escucho, todo es literaturizable para mí. Podría hacer un libro entero con lo que me dieran, porque el estilo está ahí ya y la maquinaría para llevarlo a mi terreno también. Lo que no significa que esté acomodado, al contrario. En el caso de Kassel, el McGuffin es absoluto, porque realmente el libro está escrito para ver lo que pasa. Encuentro el cuento de Pulgarcito cuando me pierdo en la noche de Kassel, allí lo escribieron los hermanos Grimm y es el primer cuento que conocí en catalán, que recitaba en familia cuando llegaban visitas. Visto así, todo el viaje a Kassel sería el viaje de un hombre maduro que va al lugar donde se escribió el primer cuento que leyó y recitó y se pierde ahí, como en el cuento...

«mezclar perplejidad y vida suspendida para describir el mundo». ¿Ves la literatura como una suspensión de la vida o como una acotación que la explica?

Lo de la vida suspendida lo dijo Jordi Llovet y me gustó, dijo que yo escribía sobre la vida suspendida. Conan Doyle definió la escritura como el oficio más noble que puede hacer un hombre. Con eso está dicho todo. Bueno, está dicho por Conan Doyle

¿resultó útil tu «cabaña para pensar» en Kassel? ¿por qué aparece en la novela?

Fue porque hubo una exposición en La Coruña de «cabañas para pensar». Con poca repercusión, porque como es La Coruña nadie informa de lo que se hace allí Editaron un librito al respecto. Cuando hice el viaje a Kassel pensé que como tenía mucho tiempo lo que podía hacer era trabajar en «mi cabaña», en el hotel. Luego resultó que fue al revés, que cuando estaba

en «la cabaña», en la habitación del hotel, no pensaba, no era el lugar. Encontré ese lugar para pensar en la instalación de Pierre Huyghe, es decir, al aire libre. Y en los paseos, sobre todo. La idea de tener una cabaña en la habitación era bonita, pero la trama luego hizo que no fuera así.

parece que tu persona se haya fundido con la ficción, uno duda si es real eso de que hiciste el servicio militar en melilla… Yo cuento que el comandante que tenía me dijo que investigara quién robaba las botellas de güisqui, que era el propio comandante. Pero esto lo he descubierto con el tiempo. Y si no es así, pues está bien visto. Sé que la historia parece inventada, pero ocurrió así.

¿en algún momento Vila-matas tuvo miedo al fracaso?

Cuando tienes veinte, veinticinco, treinta, no tienes miedo a fracasar. Por eso escribí todos los libros que escribí, porque si me iba mal siempre podía continuar por otro lado. Tienes tiempo para fracasar. E intento mantenerme así, a pesar de que ahora si hago un libro que no interese pueda parecer una hecatombe. Si tienes el miedo a que te pase esto no puedes hacer lo que yo siempre he hecho, que es probar, arriesgar y ensayar y jugártela. Por eso intento mantenerme igual que entonces, tratando de arriesgar lo máximo posible, y que pase lo que sea. De lo contrario estaría atenazado, que me da la impresión que es lo que buscan los que están en contra de uno, metafóricamente hablando: que estés acojonado y que no des un solo paso nuevo y entonces dejes de arriesgar. La suerte es que se puede probar y probar y no pasa nada si va mal. ¿Para qué sirve hacer una cosa muy educada, muy comedida, eso de no romperse las rodilleras de los pantalones cuando juegas a fútbol y llegar, además, a casa impoluto? Eso ya lo han hecho muchos autores españoles. No apetece copiarles ese sistema tan limpio.

es una estupenda forma de acabar la entrevista. Hace muchos años me hicieron una entrevista en la televisión, en América, y no sabía que el programa duraba una hora. Cuando llevábamos cuarenta minutos pensé que iban a hacerme la última pregunta, subí el tono y contesté a la perfección. Así que estuve otros quince minutos respondiendo a cada pregunta con la idea que era la última, fue muy gracioso. Y es que no se puede cerrar ninguna entrevista, más allá del final hay siempre otra cosa.

Entrevista a Sergio Ramírez

Texto: Ca R los gÁM ez Fotografía: Rodrigo Fernández © Entrevista publicada en el número 382 de Quimera (septiembre de 2015)

Con motivo de la concesión del reciente premio Carlos Fuentes en su segunda edición al escritor nicaragüense Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) y la publicación de sus dos últimos libros: Juan de Juanes (La Pereza y Alfaguara México) y Sara (Alfaguara), hemos charlado con este narrador de largo aliento que ha publicado más de cuarenta libros a lo largo de su vida, entre novela, relato, ensayo, misceláneas y cuento infantil, de los que cabe destacar Margarita, está linda la mar (1998), Sombras nada más (2002) y Adiós muchachos (1999). Teniendo en cuenta su pasado como vicepresidente de Nicaragua tras el triunfo de la revolución sandinista, resulta evidente que cuestiones sobre la política, el poder y la literatura se entremezclan en esta charla.

le acaban de dar el premio Carlos Fuentes en su segunda edición por toda su carrera literaria y, sobre ese tema, resulta curioso leer en su libro Juan de Juanes no solo la cercanía que tuvo usted con Fuentes, sino que incluso fue él quien le anunció la concesión de otro premio de mucho prestigio como fue el alfaguara, y que consolidó su carrera literaria. ¿qué ha significado Fuentes en su carrera?

La verdad es que yo tengo con Fuentes una deuda literaria permanente que empieza mucho antes. Cuento también en el libro que mencionas cómo, en 1988, cuando Fuentes ganó el Premio Cervantes, precisamente en el día de la ceremonia de entrega, yo me encontré en El País con un artículo de una página entera suyo sobre mi novela Castigo divino, que acababa de publicar en España la editorial Mondadori. Fue un espaldarazo muy grande que me abrió las puertas de las traducciones porque los editores de Fuentes de otros países, de Inglaterra por ejemplo, que estaban presentes en la ceremonia del premio, me empezaron a traducir a raíz de ese artículo. Después está lo que mencionas: el Premio Alfaguara, donde él era el presidente del jurado. De manera que tuvimos una relación de muchos años y vino a desembocar tras su muerte en la concesión de este premio que lleva su nombre.

sí me pareció paradójico que fuera usted el galardonado de un premio que recuerda a una persona que estuvo tan cerca de usted, o del que usted estuvo tan cerca. Incluso por amistad. Eso es por la conjunción de los astros. Yo lo llamo así, porque en la concesión de este premio estuvo de por medio Mario Vargas Llosa, que había ganado la primera edición y, por lo tanto, era jurado también de este llamamiento; ya ves cómo se van dando todos estos elementos. Me propuso para el premio la Fundación García Márquez de Cartagena. En el jurado estaba Vargas

Llosa. Y me lo conceden en el año del centenario del nacimiento de Julio Cortázar. Así que en este premio se juntan estos cuatro escritores que fueron fundamentales en mi vida de escritor.

ya que han salido esos nombres, usted se considera un autor del pos-boom, y eso lo observo en sus novelas. sin embargo, usted tiene una relación directa con algunos de los autores de boom. me gustaría preguntarle, ahora que se habla de la superación del boom, ¿qué significó el boom? ¿qué significó esa estética para su literatura y para su formación como escritor?

La verdad es que yo tuve un acercamiento muy grande. Yo estaba colocado inmediatamente detrás de ellos. El Boom no es concretamente una generación, porque Julio Cortázar era un hombre mucho mayor que el resto, se están cumpliendo cien años de su nacimiento. Pero hacían una conjunción por otras razones que todos nosotros conocemos. Yo me sentía muy próximo a ellos porque el quiebre que su literatura significó en América Latina era muy drástico para los que estábamos en ese tiempo en la adolescencia, empezando a escribir, y entonces surgieron caminos muy diversos, cada uno por su propio lado. De manera que en mi generación, que no se componía de muchos nombres, al menos los que yo puedo mencionar (Bryce Echenique o Manuel Puig), no hubo un choque con los escritores del Boom. No fue eso de que los hijos siempre quieren asesinar a los padres, sino que hubo un entendimiento. Yo siempre me sentí como un alumno frente a sus maestros, de los cuales tenía mucho que aprender.

y volviendo a la concesión del premio alfaguara, ¿qué significó para su carrera literaria, que ya entonces era larga, el libro margarita, está linda la mar con el que a usted le conceden el premio? Se trató más que nada de un parto porque no hay que olvidar que yo venía del terreno político. Había estado comprometido con la política. Había abandonado la escritura por muchos años. Había escrito Castigo divino después de muchas vueltas, de dificultades en medio de la situación que vivía Nicaragua entonces. Y luego, cuando dejé el gobierno después de la derrota electoral de 1990, había escrito una novela, que fue la primera que me publicó Alfaguara y se llamaba Un baile de máscaras. Fue entonces cuando Juan Cruz me dijo: «Tenemos que hacer de ti un escritor». Eso quería decir que debía quitarme el barniz político frente a los ojos de los

lectores. No porque no perteneciera a mi pasado, o a una tradición que yo aprecio y respeto, y es parte de mi vida; sino porque el político delante de la escritura no funciona editorialmente, y eso yo lo tenía muy claro. Entonces, fue con la concesión del Premio Alfaguara cuando tomó forma la idea de Juan: ahora éste es un escritor. Su visión política ha quedado atrás y el público tiene que verlo como un escritor. Me parece que eso fue clave para este cambio fundamental en la percepción que el público pudiera tener de mí.

querría ahondar en el papel del editor. en Juan de Juanes usted habla de esa obra como si fuera una especie de parto, como dice usted. pero entonces ya tenía diez libros publicados. me interesaría mucho esa relación que se conforma a partir del consejo de Juan Cruz, que usted relata en Juan de Juanes, porque además, como su propio nombre indica, ese libro es un homenaje a Juan Cruz. en este sentido, ¿cuál cree usted que es la importancia del editor para un escritor?

En la figura del editor hay dos papeles muy diferentes: el del editor anglosajón, que es un interventor en el manuscrito, y el del editor hispanoamericano o latino, que no interviene, porque pertenecemos a otro tipo de cultura. Y aquí hay que ver lo que comenta Juan en su libro, Egos revueltos: cómo el escritor hispanoamericano no tolera que manipulen su obra. El editor anglosajón dice: «Mira vamos a cambiar este capítulo de lugar, o vamos a suprimir todo este capítulo, este otro hay que reescribirlo, este libro no funciona». Un poco en el proceso, en el making-off de una película, en que todo se va juntando. Eso sucede mucho en Inglaterra y en Estados Unidos. Esta experiencia nosotros los hispanoamericanos no la tenemos. El editor hace sugerencias, da consejos, pero no interviene. Si el escritor quiere cambiar o no lo que se le comenta, es su propia decisión, incluso estas sugerencias muchas veces ni siquiera existen. El editor acepta o rechaza el libro. Pero no se pone a trabajar junto al escritor diciendo esto sí o esto no. Yo creo que esto no ocurre ni siquiera con los escritores más jóvenes.

sin embargo, en la actualidad, con Internet y los cambios que hoy hay, ahora existen autores que se autopublican ellos mismos y parece que la figura del editor se está perdiendo, y en su libro notaba que con Juan Cruz usted había forjado una amistad, y que a partir de esa amistad usted también había crecido como escritor.

«La escritura era adonde yo pertenecía. No tuve

nunca que escoger»

Efectivamente, hay que tomar en cuenta este papel de editor, porque en España y en América Latina ha habido grandes editores, entre ellos el propio Juan Cruz, Herralde, los editores que han creado escuela. Aquí el asunto se extiende un tanto más, porque yo recuerdo que cuando había publicado Margarita, está linda la mar, estuve con Juan y le hablé de la novela que yo estaba planeando escribir. Y entonces me dijo: «Por el momento yo quisiera que no publicáramos una novela tuya sino que ya llegó el momento de que escribas una memoria de la revolución. Eso le va a interesar al público». Es el editor el que está hablando. Porque el editor está pensando en lo que al público le va a interesar. Y me dijo: «Una memoria tuya personal, íntima de lo que viviste. ¿Por qué te metiste en la revolución? ¿Cómo la viviste? Los desengaños... Todo lo que ocurrió desde tu punto de vista. Si escribes ese libro. Me parece que eso sería lo mejor». Ese era un consejo que yo tomaba si me interesaba. Si yo no quería no aceptaba ese consejo, y él seguramente hubiera publicado mi siguiente novela. Pero me pareció un buen consejo. Era un consejo que valía la pena tomar en cuenta, porque de todas maneras, la revista Granta en Inglaterra me había pedido algo similar en el año 1990, recién pasada la derrota electoral, para que yo escribiera no un libro sino una crónica sobre esta experiencia. Yo escribí esa crónica. Ya se había publicado en Granta, en el mismo número donde apareció el escrito de Mario Vargas Llosa sobre su derrota electoral, en el mismo año de 1990, que es lo que dio pie a El pez en el agua (1993). Yo diría que este lejano antecedente de Granta y el comentario de Juan me empujaron a escribir Adiós muchachos, que es un libro que compuse enseguida. Yo sabía que tenía un libro allí, a la vista, que no tenía más que utilizar mis propios recuerdos sin necesidad de ir a buscar ninguna documentación sobre mi época en la vicepresidencia ni nada de eso, sino escribir lo que yo recordaba, lo que yo había vivido entonces. Y resultó un libro que quería ser un libro testimonial pero que fue escrito por un novelista, es decir, por los ganchos de un escritor de narraciones, no un libro documental que se pudiera haber

publicado como algo aburrido o adocenado. Yo quería escribir un libro que el lector tomara como si fuera una novela.

su mención al libro adiós muchachos me permite comentar un tema que me parece muy significativo. usted siempre ha tenido una posición muy equidistante en el tema del poder. No ensalzó la revolución como escritor cuando estaba implicado en ella, y tampoco la defenestró cuando se salió de la política. desde españa siempre se le ha considerado a usted como un intelectual, un escritor que estuvo muy implicado en política pero llegado el momento la dejó y se dedicó en exclusiva a su carrera literaria. sin embargo, me interesa mucho su perspectiva del análisis del poder. esas experiencias suyas con el poder, que muestran que tiene muchas caras y es complejo, ¿le ayudaron a ser mejor escritor? ¿a observar la realidad que le rodeaba de otra forma?

A la hora de entender el poder, porque viví el poder. Ejercí el poder yo mismo, sé lo que es ejercer, sé cuáles son las trampas, los ardides, cuál es la erótica del poder, aprendí a entender también lo que son las razones de estado. La razón de estado es algo muy útil para la literatura. Cuando un político toma una decisión, que habitualmente está convencido de que le conviene al estado, conviene a la razón política, no a la razón sentimental. Eso provoca una separación que solo en política existe, que el poder, la razón de estado está por encima de todo. Eso es una pena, uno de los malos aspectos que tiene el poder. Sin embargo, yo ejercí el poder, viví dentro de sus entrañas. Pero la verdad es que yo nunca fui ese animal político del que he oído hablar. El que ejerce el poder con esa frialdad, al que no le importa más que mantenerse en el poder, y lo sacrifica todo por las razones de estado. Yo no fui de ese tipo de personas. En 1996, cuando yo fui candidato a la presidencia por el Movimiento Renovador Sandinista (ya había dejado atrás mi pertenencia al Frente Sandinista), no alcancé mis objetivos, no saqué casi ningún voto y quedé lleno de deudas. Pero eso a ningún político lo arredra. Un político sabe que cae y se puede volver a levantar. Ese es su oficio en la vida, y ocurre. Yo no estaba preparado para eso, yo estaba preparado para la escritura. Y yo creo que esa derrota electoral fue un camino para regresar a la escritura, que era adonde yo verdaderamente pertenecía. No tuve nunca que escoger.

Entrevista a José Manuel Caballero Bonald

Texto: Álex C H i C o Entrevista publicada en el número 383 de Quimera (octubre de 2015)

Conocí a Caballero Bonald en el año 1997. Fue el autor que inauguró el Aula de Literatura José Antonio Gabriel y Galán de Plasencia, un ciclo de lecturas y de charlas dirigidas a alumnos de instituto. Nunca me cansaré de señalar el extraordinario valor que han ejercido esos encuentros en las nuevas generaciones de lectores extremeños. Más aún en los alumnos que comienzan a escribir. De aquel primer encuentro guardo un recuerdo bastante nítido: una conversación con Caballero Bonald y con Álvaro Valverde alrededor de temas diversos: el vago concepto de patria, la extraña fisonomía del pasado, los viajes por medio mundo o los viajes inmóviles a través de los libros. Bastantes años después, aunque haya sido en la distancia (correo electrónico mediante), vuelvo a acercarme a Bonald, a sus libros ya releídos y a una obra siempre inagotable.

José manuel Caballero bonald. Fotografía: Katia Feltrin ©

su padre es cubano, de Camagüey, y su madre, descendiente del vizconde de bonald, un contrarrevolucionario… ¿a qué raíces se siente más próximo?

Pues aunque no parezca muy coherente, me siento más unido a mi rama materna, la del vizconde de Bonald, el filósofo tradicionalista. Ya se sabe que este señor era un ultracatólico que se opuso a cualquier avance progresista de la época, defendiendo la más retrógrada moral ciudadana. Pero nada de eso prevaleció en los descendientes españoles de esa familia, la de mi madre, los Bonald, que eran en general personas muy tolerantes, muy liberales, muy alejadas de convencionalismos y beaterías.

por trazar un perfil biográfico, o aproximarnos al menos, me gustaría traer de vuelta algunos pasajes de su libro la novela de la memoria. por ejemplo, el de aquella sociedad secreta de la serpiente amarilla y el de cómo se enteró del estallido de la Guerra Civil. Esa sociedad secreta o como se quiera llamar era un invento infantil que, de una manera completamente fortuita, copiaba las que proliferaron durante el Romanticismo. Éramos cuatro o cinco amigos, teníamos doce, trece años, y nos habíamos juramentado para luchar contra las injusticias. Nada menos que eso. Creo que fue por entonces, algo antes quizá, cuando me enteré de que el ejército se había sublevado. Pero yo apenas fui consciente de lo que pasaba, mi educación católica me impidió juzgar todo eso hasta bastantes años después.

en otro momento, nos habla de su noche en los calabozos de sevilla, después de ser arrestado en un bar del arenal. ¿Cómo recuerda aquellos días?

Fue una experiencia que yo exageré de algún modo con el tiempo, pero que en cualquier caso me afectó mucho. Sentí esa primera sensación de estar sometido a una opresiva injusticia. Cuando estaba en el calabozo me torturaba la idea de que se iban a olvidar de mí, de que iba a morirme de viejo allí solo.

son interesantes, de igual modo, las páginas que dedica a su primer contacto con madrid. sus paseos con Carlos edmundo de ory o su trabajo en la bienal de la mano de leopoldo panero… ¿Cuáles fueron sus primeras impresiones de la ciudad?

No sé, se me emborrona un poco la memoria de aquel tiempo. Pero conservo una impresión general bastan-

te desapacible, eso sí; el encontronazo con un Madrid oscurecido por las restricciones eléctricas, maltratado por el hambre, el frío, lleno de silencio y hostilidad... Yo anduve bastante solo aquellos primeros meses, con algún brote inicial de depresión; no fueron buenos tiempos.

¿qué significó Camilo José Cela? ¿y su trabajo en papeles de son armadans?

Camilo José Cela no significó nada. Pero mi trabajo en Papeles sí fue bastante provechoso, una experiencia cultural de lo más positiva. Logré canalizar a través de la revista la obra de los escritores republicanos del exilio y de mis compañeros de generación. Eso me compensó de otras complicaciones, otras discordias...

en un momento de su vida, se establece en parís. su primera toma de contacto fue un suceso aún no resuelto: una enigmática llamada telefónica en un hotel próximo a saint-lazare. Todavía me acuerdo con absoluta precisión. Fue un enigma que nunca se ha resuelto. Llegué a la estación, le pregunté a un mozo si sabía de un hotel económico por allí cerca. Me indicó uno en la Rue Amsterdam y para allí me fui. Justo antes de registrarme me llamaron por teléfono. Nadie sabía que yo estaba allí. Repitieron el aviso: Monsieur Cabalego Bonald, au téléphone. Fue como un aldabonazo. No me contestó nadie. Ya digo, nunca he sabido entender qué pasó, no me lo explico. ¿Quién puede explicarse eso?

más adelante, se instala en bogotá. ¿Influyó la ciudad en el nacimiento de su primera novela, dos días de septiembre?

No, Bogotá no influyó para nada en la gestación de Dos días de septiembre. Lo que sí ocurrió fue que, con la distancia, se me avivaron ciertos recuerdos de mi experiencia personal y familiar en Jerez y empecé a darle forma novelada a todo eso. Supuse que era una buena idea para iniciarme en la narrativa.

Hacerse escritor para imitar a los personajes de sus primeras lecturas, los de melville, Conrad, london… o espronceda, a quien se ha referido como su primer héroe. ¿se convirtió en escritor por imitación o como aventurero frustrado?

Sí, me gusta repetir que yo me hice escritor porque soy un aventurero frustrado. Algo así. Pero creo que en realidad me hice escritor porque leía bastante y me parecía que escribir me emparentaba con los escritores que tanto

me habían conmovido. Además me hacía sentirme satisfecho conmigo mismo, como si el cultivo de la literatura me justificara y me compensara de otras carencias.

resulta muy interesante su acercamiento a un autor: Juan ramón Jiménez, concretamente a su segunda antolojía poética, un libro que tomó prestado de don teo. ¿qué papel jugó Juan ramón en su formación literaria? ¿Cree que es un autor no suficientemente valorado en la poesía contemporánea española?

Juan Ramón es un paradigma, un eje maestro en el desarrollo de la poesía en lengua española. Su sentido casi religioso de la creación poética, su pensamiento ético-estético, me han servido durante muchos años de ejemplo. El último tramo de su obra, a partir de Animal de fondo, que se convertiría en la primera parte de Dios deseado y deseante, sigue siendo una referencia muy viva en mi formación. Espacio es probablemente el mejor poema narrativo publicado nunca en lengua española.

si hay autores que han desempeñado un lugar esencial en su poesía, son sin duda los escritores barrocos, con quevedo y Góngora a la cabeza. Ha vuelto a ellos en su último libro, desaprendizajes. ¿se trata de la mayor y más profunda referencia en su obra?

En cierto modo, sí. El magisterio de Góngora, la potencia de su lengua poética, han sido para mí una guía muy constante. Ha habido otras, claro, pero soy consciente de que he resuelto muchos códigos expresivos, muchas claves lingüísticas, gracias a la poética gongorina.

en una ocasión, comentó que se encontraba en un tiempo de relecturas. ¿alguna obra redescubierta? ¿alguna con la que se haya reconciliado con el paso de los años?

Todo escritor ha sido antes, y debe seguir siendo, un lector. Yo, con los años, me he quedado en relector. Mis últimas relecturas han sido Onetti, Cunqueiro, Primo Levi, Octavio Paz Y un descubrimiento tardío: Fugitive pieces, de Anne Michaels, por cierto muy bien traducida por Eva Cruz. También intenté el otro día leer la versión en castellano moderno que ha hecho Trapiello del Quijote. ¡Qué ocurrencia, por Dios! Me parece un auténtico dislate suprimir de esa gran novela los estatutos primordiales de la lengua, sus claves sintácticas,

léxicas, morfológicas, incluso fonéticas... Si al Quijote se lo priva de todo eso ¿en qué se queda?

más allá de esas referencias, es inevitable hablar de su relación con otros autores coetáneos. se ha dicho de aquella promoción de autores de los años cincuenta que eran, ante todo, un grupo de amigos. sin embargo, hay algún caso que, tal vez, nos aleje de esa percepción. me refiero al boicot de Gil de biedma para que Castellet no incluyera a Costafreda en la antología Veinte años de poesía española. ¿Cómo interpreta, pasado el tiempo, la relación que mantenían entre ustedes?

Bueno, sí, éramos un grupo de amigos, unos más amigos que otros, claro; había de todo. También en términos poéticos había de todo. Yo era muy amigo de Ángel González, de Barral, de Valente, de Crespo. De Gil de Biedma o de Goytisolo también, pero menos. Con otros, como Brines o Claudio, mantuve una relación afectuosa, pero no de amistad íntima. También aprecié mucho a otros poetas coetáneos que no figuran en la lista canónica: Gamoneda, Luis Feria, Manuel Padorno

alguna vez se ha referido a los escritores de la escuela de barcelona como autores petulantes, frívolos, brillantes pero a su vez hoscos. ¿Cómo se percibían desde madrid, el otro foco poético más importante durante aquellos años?

Vamos a ver... Yo no vivía en España durante esos años en que el grupo del 50 se consolida. Creo que en Madrid existía cierta susceptibilidad hacia esos poetas catalanes tan cultos y petulantes, aparte de lo que podía significar la filiación política. Pero antes y después de mi ausencia frecuenté mucho a Costafreda y a Barral, que me parece un gran poeta y un excelente memorialista. A Goytisolo y Gil de Biedma también los veía bastante, pero no tanto, aparte de que su poesía nunca me interesó gran cosa.

Volviendo a Costafreda, recuerdo unas palabras que le dedicó barral: «estaba definitivamente decidido a quitarse la vida, pero no quería morir». usted le dedica el poema «desposesión», en desaprendizajes.

El suicidio de Costafreda me afectó mucho. Comparto el juicio de Barral y ese poema mío es un tributo lejano

a un amigo que eligió la soberana estupidez de matarse para resolver sus conflictos Eso nos marcó a todos.

a menudo se ha hablado de cierta, digamos, tendencia a la autodestrucción, al desencanto que existía en aquella promoción de autores. al suicidio de Costafreda, se le suma el de Ferrater, por citar dos casos. ¿en qué medida existía una pulsión de muerte en ellos?

Sí, eso es muy evidente, no hay más que echar un vistazo a los que se han ido quedando en el camino. Las contradicciones sociales, las tensiones históricas, el alcohol, los propios conflictos educativos propiciaron algo parecido a eso que usted llama tendencia autodestructiva. A la vista está: suicidios, enfermedades terminales, excesos... Yo soy un superviviente.

además de la lucha antifranquista o su formación universitaria, había algo que les unía a todos: su ingesta de grandes cantidades de alcohol, como si tuvieran bien aprendidas aquellas palabras de buñuel: «quien no fuma ni bebe, en principio, es un cabrón». ¿bebieron, más que vivieron? ¿les consiguieron quitar lo bebido? Bueno, sí, seguro que bebimos algo más de la cuenta. El hecho de beber era como una contraofensiva frente a los biempensantes, frente a los convencionalismos y las

beaterías de turno. Una especie de ilusión óptica: nos sentíamos más libres si hacíamos todo aquello que la moralina de la época consideraba desaconsejable. Decía Ángel González que habíamos aportado a la literatura española una nueva manera de vivir y de beber.

si uno lee la novela de la memoria, descubre el papel tan importante que ha ocupado la amistad a lo largo de su vida.

Un amigo vale más que cien camellos, dicen los tuaregs, y añaden que un camello vale tanto como la vida.

leemos en el poema «regla de la excepción», de manual de infractores: «Vida y literatura, ¿en qué coinciden?». en alguna ocasión se ha referido a la literatura como un mecanismo para interpretar la vida. en otros, como un simulacro. ¿Cuáles serían en su caso los nexos que las unen?

La literatura puede ser muchas cosas, menos una copia de la realidad. La literatura interpreta la realidad, ofrece una versión nueva de la realidad. La literatura consiste en el lenguaje con que está escrita. Los que no tienen en cuenta nada de eso no son escritores, serán en todo caso escribientes.

«la linde entre una historia vivida y una naturaleza muerta es a veces imperceptible», nos dice en otro momento. ¿Cómo reconstruir, entonces, nuestra experiencia personal?

¿Cómo...? Esa es una cuestión muy compleja. En términos literarios, la experiencia se reconstruye efectivamente con palabras, se transfigura en palabras. Pero hay que seleccionar esas palabras, hay que juntarlas de manera que el lector pueda descubrir así un mundo nuevo, asomarse a una realidad desconocida. La literatura, y en especial la poesía, es un acto de lenguaje, y ese acto, a medida que se desarrolla, inventa la realidad. La poesía busca los límites del lenguaje, es justamente una construcción verbal.

quizás sea la memoria uno de sus grandes temas, si no su gran tema. lo que resulta llamativo es el tratamiento que hace de ella, con una idea que parece crucial para entender su forma de afrontarla: «evocar lo vivido equivale a inventarlo», escribe en diario de argónida. ¿l a realidad no puede ser sustentada

José manuel Caballero bonald. Fotografía: Dámaso Merino ©

sin aportar su parte de ficción, como nos dice en laberinto de fortuna?

Ya le digo, la literatura no puede consistir en una copia de la realidad. Esas copias se llaman reportaje, crónica periodística, cosas así. La realidad se va convirtiendo en otra realidad, en otra experiencia de la realidad, a medida que se articula el poema y las palabras adquieren el rango de innovadoras, de insustituibles. Suelo repetir que, en literatura, las palabras deben significar más de lo que significan en los diccionarios.

usa el término «memorias» y no el de «autobiografía». ¿la novela de la memoria formaría parte de una invención literaria, igual que el personaje que allí aparece?

Por supuesto, mis memorias tienen mucho de novela donde yo soy el protagonista. Lo que no recuerdo, me lo invento, es decir, hago literatura. Las memorias también son un género de ficción. Y además lo que a la larga importa es la calidad del hecho literario consumado. El tema es lo de menos, el tema es un ingrediente superfluo, digamos que una excusa para poder armar el texto literario.

¿es el recuerdo o el segmento del recuerdo el que impulsa su escritura? ¿recuperar incluso lo que no hemos vivido?

Los recuerdos, como la verdad, pueden inventarse. También la verdad se inventa, decía Machado. Incluso uno puede apropiarse de recuerdos ajenos.

ese interés por la memoria se centra, en ocasiones, en la pérdida. «Vuelvo a quedarme a solas con lo que ya se ha ido», escribe en diario de argónida. Como ese tren que, aun habiendo partido, continuamos esperando, en un poema de laberinto de fortuna. ¿la poesía como una forma de restituir una ausencia?

Pongamos que la poesía también puede consistir en eso. La poesía tiene muchas propiedades, desde las curativas a las consoladoras, desde las iluminativas a las placenteras. También puede servirle a alguien para recuperar algo perdido.

«el mar no tiene memoria», decía Coleridge. para alguien que ama tanto el mar sorprende que su gran tema sea justo ese.

Pues eso es lo que me ocurre, más o menos.

existe un juego entre el pretérito y el porvenir, desde el «niño entre emboscadas» de pliegos de cordel hasta ese ser que funda su existencia en el tiempo que le queda. «el que soy y el que fui se juntan, se interfieren a menudo y fingen ser el mismo. pero es sólo un amago de conformidad», escribe en desaprendizajes. ¿Cómo escribir desde el presente?

Pues no sé muy bien cómo funciona eso. Cuando yo escribo, lo único que me preocupa es sacar a flote un texto estéticamente válido. Eso es lo único que me importa, encontrarle una estricta equivalencia lingüística a una experiencia real o ficticia, que eso da igual.

entre la publicación de pliegos de cordel, en 1963, y descrédito del héroe pasan 14 años, algo similar a lo que sucede entre laberinto de fortuna y diario de argónida. Ha comentado que de cuando en cuando pierde su fe en la poesía, que a veces le resulta un género poco tentador. Pienso que la poesía requiere un estado de ánimo peculiar, una especie de conexión interior con los secretos expresivos de la palabra, con el revés enigmático de la palabra, diría Lezama. Luego sólo hay que esperar a que esa mezcla de música y matemáticas en que consiste la poesía comience su trabajo. A veces hay que esperar años, décadas. A veces toda la vida.

el refinamiento, el ingenio o la solemnidad pueden llegar a ser muy perniciosos en la configuración de un poema, ha sostenido en alguna ocasión. Igual que, cito, «la tan cacareada sencillez también puede ser, a efectos estéticos, la coartada de los incapaces». ¿se sigue sintiendo cada vez más alejado de la prosa plana, de ese pretendido sencillismo?

El sencillismo, o sea, la prosa, y la poesía, explícita, coloquial, plana, la que reproduce sin más la realidad, pertenece a un género que, aparte de que no me interesa en absoluto, tampoco tiene mucho que ver con lo que debe entenderse por literatura. Toda escritura poética que se precie indaga, sondea en los límites expresivos de la realidad, busca esa situación límite desde la que se manifiesta la otra cara de la realidad.

¿es esa la razón por la que ya no le convence su primera novela, dos días de septiembre? me refiero a su tratamiento de la realidad.

Algo de eso hay. Dos días de septiembre es una novela realista, alejada en parte de mis gustos de hoy. La escribí cuando mis ideas estéticas diferían de las actuales. Hoy escribiría esa novela, no toda, pero buena parte de esa novela, de otra manera. Siempre se escribiría de otra manera lo que ya está escrito.

la poesía es esencialmente un acto del lenguaje, nos dice. ¿el único compromiso que debe adoptar un escritor es con su propio idioma? ¿el contenido de un poema siempre está supeditado a su forma, a su estructura lingüística?

Pues yo diría que en poesía no hay historias, no hay temas, o si los hay su incidencia en el poema es muy tangencial. Lo que hay son imágenes, ideas, descubrimientos repentinos por medio del lenguaje. La poesía depende de su construcción verbal.

en descrédito del héroe inicia su interés por el poema en prosa, una forma de escritura a la que vuelve en su último libro. ¿qué le aporta ese género? ¿diría que existen más nexos entre estos poemas y su obra narrativa?

En cierto modo, sí. Lo único que importa en literatura es la lengua poética que la moviliza. Pero yo no uso nunca ese apelativo de poema en prosa, no me gusta esa expresión, que es además muy difusa, muy inconcreta.

Un poema será o no un poema con independencia de que se escriba como si fuera prosa, sin cortar las frases, o cortándolas en forma de versos.

uno de sus libros más singulares es entreguerras, un poema torrencial o un poema río, por llamarlo de alguna forma. ¿lo juzga como una de sus obras más ambiciosas, al menos en lo que a su estructura se refiere?

Sí, supongo que es el libro mío de poesía con el que sigo estando más de acuerdo. Pensé mucho en cómo iba a estructurarlo, cómo iba a desarrollarlo formalmente, y me llevó su tiempo organizar el trabajo, distribuir los capítulos, engranar los fragmentos. Creo que es mi libro poético preferido. En él se filtran todas mis ideas estéticas, todo lo que pienso.

si hay un recurso que cohesiona buena parte de su obra, es el empleo constante de la interrogación. Cada respuesta, ya nos advirtió, irradia un nuevo cerco de preguntas. ¿la duda o la incertidumbre como motores esenciales de su obra?

Las dudas son como incentivos que te ayudan a buscar soluciones. La literatura y el arte en general tiene mucho de preguntas que el autor se hace durante todo el tiempo. Y esas preguntas incluyen normalmente otras tantas dudas. Me gusta repetir que el que no tiene dudas es lo más parecido que hay a un imbécil.

en desaprendizajes sigue existiendo un compromiso ético y estético con la poesía y con la sociedad en la que vivimos. por ejemplo, el poema «seguridad ciudadana», que me resulta una impecable contestación a ese tipo de aberraciones de nuestros gobernantes, como la ley mordaza.

Ese poema es en efecto una respuesta a la llamada ley mordaza, uno de los atentados a la libertad más notorios propiciados por el Sr. Fernández, discípulo aventajado del Sr. Fraga. Lo que pasa es que ese tipo de contestaciones poéticas a los desmanes de la historia no necesariamente se canalizan de modo directo.

otro aspecto que no deberíamos pasar por alto es su relación con otras disciplinas artísticas. en primer lugar con la música, especialmente con el flamenco, una conexión que

José manuel Caballero bonald. Fotografía: Eva Sala ©
«Siempre se escribiría de otra manera lo que ya está escrito»

viene de lejos y que se materializa en libros como anteo o en la creación de un sello musical propio, pauta. ¿qué le unió al flamenco y qué le desune hoy en día de él?

Me unió el interés por un arte popular propio de gentes marginadas, perseguidas, que malvivían en auténticos guetos. En tan pobre cuna nació y cristalizó uno de los más apasionantes fenómenos musicales heredados de Oriente. Me interesó mucho todo eso y lo viví muy a fondo. Luego, las cosas se desviaron bastante de esas raíces populares, tan parecidas a las del jazz, y yo me fui distanciando un poco. Respeto esa evolución, tan coherente además con la propia libertad expresiva del flamenco, pero no la comparto del todo.

de igual forma, existe una influencia muy palpable de la pintura, desde durero hasta Velázquez. o un retablo de Jaume Huguet con el que mantiene una relación muy curiosa.

La pintura me ha interesado mucho desde siempre. Y lo del retablo de Huguet tiene su miga. En un cuadro suyo que vi en el Museo de Arte de Cataluña aparecía un grupo de personas alrededor de un símbolo eucarístico y entre ellas había una que era mi vivo retrato. Incluso comprobé luego, en una ampliación, que lucía en la sien derecha, como me ocurre a mí, una marca rosada de nacimiento. El parecido era asombroso y llegué a pensar que el personaje iba a envejecer al mismo tiempo que yo. O lo que era peor, que se iba a mudar de cuadro para que yo me confundiera todavía más. No sé qué habrá sido de ese personaje del retablo de Huguet, he preferido no volver a verlo, a lo mejor anda por ahí hecho un vejestorio.

Hay un último tema sobre el que me gustaría hablar, porque tiene una importancia capital en su obra. me refiero a la cuestión del lugar, a sus diversas geografías escritas. principalmente el Coto de doñana («la otra banda» convertida en argónida). o sanlúcar de barrameda y Jerez… Yo elegí como predilectos esos lugares sobre todo el Coto de Doñana porque fue allí donde descubrí el

mundo. Y el lugar donde se descubre el mundo ya es para siempre el compendio simbólico del mundo. Doñana es también una de mis patrias, quizá la más amenazada; bueno, si se entiende por patria lo que se ve desde la casa donde uno vive a gusto.

¿sigue pensando que la concesión del Cervantes es el reconocimiento que más alegría y satisfacción le ha causado? ¿ese galardón palia, de alguna forma, una de sus grandes decepciones: no haber entrado en la real academia española?

No sé, puede que sí El Cervantes viene a ser como una meta, se llega hasta ahí y punto, ya has cubierto lo que puede ser una etapa decisiva. Lo de la Academia es otra cosa, se trata más bien de una recompensa social, valga la expresión. Me ilusionaba ingresar, no lo niego, pero pronto perdí todo interés y hoy no me tienta para nada compartir tareas con ciertas personas que no me ofrecen el menor crédito ni profesional ni humano.

aunque sea, como dijimos, un tiempo de relecturas, ¿qué impresión le causa la poesía española contemporánea? Hay autores jóvenes a los que se siente cercano, como antonio lucas, a quien le dedica un poema de desaprendizajes. Hay dos o tres poetas jóvenes que me interesan bastante. Los demás, o sea, los ya no tan jóvenes, que son multitud, sólo me atraen si se aproximan a mi propia concepción de la poesía. O sea, otros dos o tres.

un par de cuestiones más. Corríjame si me equivoco. ¿Ha pensado alguna vez que la novela Ágata ojo de gato es la obra que más le sobrevivirá?

Sí, eso creo. En Ágata me siento muy bien expresado y además ahí está todo lo que yo pienso de la literatura, esa manera de verbalizar el pensamiento, de fundar a través de la palabra un mundo. Mi poética consiste en Ágata.

Ha sobrevivido a dos naufragios. un tercero, ya lo sabe, le haría inmortal. ante esa perspectiva, ¿cómo responder a la pregunta que se formula en los versos finales de entreguerras?: «¿eso que se adivina más allá del último confín es aún la vida?»

Esa pregunta no tiene contestación. Es la pregunta que se hace quien sabe que no tiene contestación.

Entrevista a Cynthia Ozick

Por d avid a liaga

Entrevista publicada en el número 385 de Quimera (diciembre de 2015)

Cynthia Ozick (Nueva York, 1928) es autora de novelas como Cuerpos extraños o El Mesías de Estocolmo. Ha recibido alguno de los galardones más prestigiosos de las letras estadounidenses como el PEN/Malamud Award, el premio nacional de la crítica y ha conquistado el O. Henry de relato en tres ocasiones. Ninguna entrevista que yo haya realizado ha tenido un resultado tan singular como el texto en que ha fructificado la conversación mantenida durante un mes y medio con Cynthia Ozick. Comenzó con un cuestionario que le hice llegar a través del Departamento de Prensa de Lumen a propósito del volumen de Cuentos reunidos que ha publicado recientemente en España y terminó con un intercambio casi diario de correos electrónicos en los que terminamos charlando sobre temas como la condición judía, el antisemitismo… En algún momento, perdí las riendas de la conversación, la autora de Cuerpos extraños me preguntaba a mí y yo respondía. Las perdí o las dejé caer más interesado por lo que pudiese explicarme la señora Ozick que por la entrevista que me había propuesto hacerle. Me gustó descubrir qué había en mí que hubiese podido suscitar su interés y qué quería saber yo, sin el gorro de periodista puesto, de ella. Se diluyó la entrevista. Así que no me ha sorprendido recibir un último correo de la señora Ozick en el que me explicaba que había decidido responder finalmente al cuestionario que le había enviado inicialmente, pero no de forma ordenada, ni breve, sino dar una respuesta extensa y holística, que le permitiese tratar todas las cuestiones por las que me había interesado. Así que lo que sigue es la experiencia de la entrevista escrita por el entrevistado en lugar de por el periodista.

ga me las ha formulado de forma tan meditada, me he tomado la libertad de responderlas como si fuesen una sola. En consecuencia, quizá el texto que sigue pueda ser considerado por quien lo lea como un ensayo o una conversación más que como una entrevista, pero me ha parecido la única manera de tratar de dar respuesta a todo lo que me planteaba el señor Aliaga.

Antes de responder, explicaré por qué he encontrado particularmente difícil enfrentarme a su cuestionario. En primer lugar, las preguntas son más profundas que las que una suele encontrarse cuando conversa con periodistas; claro que el señor Aliaga no es tanto un periodista como un compañero escritor y los escritores partimos de nuestras propias percepciones y convicciones, imaginaciones y suposiciones. Por otra parte, y como es natural, las preguntas del señor Aliaga vienen marcadas por su experiencia ubicada en el contexto español, su contexto de origen, mientras que la mía se ha desarrollado en una sociedad muy diferente. España y Estados Unidos, a pesar de participar de lo que llamamos civilización occidental, no tienen nada en común. Pero el señor Aliaga y yo tenemos muchas cosas en común: la bendición de la literatura y, sobre todo, tenemos el Quijote, ese gran explicador de la ilusión, como patrimonio común, ese regalo perdurable (y entrañable) que España ha legado a la humanidad.

A pesar de que a lo largo de los últimos años he respondido a incontables entrevistas, nunca me había enfrentado a unas preguntas tan desconcertantes como las de David Aliaga. Sucede, además, que muchas de ellas están estrechamente relacionadas y en lugar de responderlas una a una en el orden que el señor Alia-

Sin embargo, comencé a sentirme inquieta cuando el señor Aliaga me preguntó si los judíos en Estados Unidos, «a pesar de la firmeza de su identidad cultural, eran todavía percibidos como el otro». Una podría responder de forma rápida y sucinta citando el célebre chiste de Irving Kristol, el reconocido pensador político: «En Europa», dijo, «querían matarnos. En América, se quieren casar con nosotros».

Ese chascarrillo describe, en esencia, la gran brecha que separa la percepción española del señor Aliaga con la realidad que vivo en América. Simplemente comparen ese chiste con el que publicó Guillermo Zapata en Twitter: «¿Cómo meterías a cinco millones de judíos en

un seiscientos? En el cenicero». Aquí resultaría inconcebible que un cargo público pronunciase unas palabras tan estúpidas, vulgares y maliciosas como ésas. América ha tenido, tiene (compruébenlo en internet) y seguramente tendrá por siempre sus propios sinvergüenzas y groseros, pero nunca han sido escogidos para un cargo de relevancia. Ni siquiera el infame y abusivo senador McCarthy, en su peor día, recurrió al antisemitismo. Y dadas la actual recurrencia del antisemitismo en Europa y el crecimiento del difamatorio y deslegitimador movimiento BDS (que también se ha infiltrado en las universidades americanas, tanto entre la izquierda radical como entre sectores musulmanes acaudalados), el señor Aliaga pregunta (y detecto cierta urgencia en la cuestión): «¿Piensa que los judíos estamos explicándonos adecuadamente al resto del mundo?» Y me fijo en que se incluye al usar la primera persona del plural. Desearía que la respuesta pudiera ser algo así como «No lo suficientemente bien, los judíos deberíamos hacer una mejor defensa de uno de los más grandes y gloriosos esfuerzos del siglo veinte: el movimiento de liberación nacional judío que resultó, después de doscientos años de denigración y opresión, en la recuperación de la ancestral tierra soberana de Israel». Y, por supuesto, una podría intentar informar a los masivamente desinformados difamadores de Israel de la historia de Oriente Medio, comenzando por el final de la primera guerra mundial, cuando el Imperio Otomano fue disuelto y Gran Bretaña y Francia decretaron las fronteras de diversos Estados árabes, las mismas fronteras que ahora están siendo sangrientamente modificadas. Una también podría enumerar las muchas oportunidades de conseguir una vecindad pacífica que el Estado palestino ha rechazado agresivamente una y otra vez: el plan de partición de 1937, bajo mandato británico, y el de 1947 de las Naciones Unidas, que obtuvo como inmediata respuesta el intento de destrucción del Estado judío por parte de cinco ejércitos árabes bien armados que fueron derrotados por la resistencia de un grupo de gente harapienta. De nuevo en 1967 se produjo un esfuerzo militar unificado de los árabes para destruir Israel —lo que desde entonces ha sido llamado «la ocupación»—, cuyo único propósito fue «expulsar a los judíos hacia el mar». O en 1973, cuando llevaron a cabo una despiadada invasión en la víspera de Yom Kippur, el día más sagrado en el calendario litúrgico judío. Y así una y otra vez desde entonces, incluyendo los atentados suicidas al inicio de los esperanzadores Acuerdos de Oslo o las decenas de miles de cohetes lanzados desde Gaza, hasta llegar al

momento actual en el que el genocida Irán y sus aliados parecen estar preparados.

Una podría continuar con el recital de agresiones, así como de negativas de aceptar un Estado palestino —sin omitir la más reciente, cuando Abbas se levantó de las negociaciones promovidas por Estados Unidos y se alió con Hamás—. Esta es la llana e innegable verdad: la voluntad de los Estados árabes, y más concretamente la voluntad de los palestinos, de hecho, la de los Estados musulmanes de todo el mundo, no es, ni lo ha sido nunca, la de construir un Estado palestino, sino la de acabar con el Estado judío.

Esta realidad y esta historia (de la que sólo he dado cuatro pinceladas), son irrefutables. Y pese a ello, han sido deliberadamente olvidadas o desestimadas. Además, lo que he descrito es historia árabe, no historia judía; la historia de una guerra pertenece a quien la promueve, no a quien defiende a su pueblo de la aniquilación. A los difamadores y sus mentiras, no podemos pedirles honestidad. Una no puede subsanar la ignorancia de quienes quieren permanecer en ella. Una no puede hacer desaparecer el antisemitismo endogámico, promovido por culturas religiosas e inculcado a los niños.

Regresando a lo que preguntaba el señor Aliaga, ver a los judíos como el otro, es una evidencia clara de esa inculcación. «Explicarnos bien a nosotros mismos» no contrarrestará el odio. Los que odian deben limpiarse a sí mismos. Ni siquiera los horribles sucesos del Holocausto —y el eslogan fútil de «Nunca más»— han transformado a quienes odian. El Holocausto, como ejemplo brillante del poder del odio, les enseñó cómo de fácil era y, por lo tanto, lo fácil que sería hacerlo de nuevo.

Y así me parece pertinente que el señor Aliaga me pregunte si me creo que el discurso xenófobo debería estar protegido por la libertad de expresión. En Estados Unidos uno es libre de vomitar su odio y sus mentiras, pero no quedan exentos de encontrar la firme protesta de una robusta oposición. Como dijo una vez el juez del Tribunal Supremo Louis Brandeis, las malas palabras serán respondidas con más palabras, que es lo que deseo haber hecho hasta aquí.

Como sea, nunca hubiese esperado estar charlando sobre asuntos tan lamentables en lo que debía ser una entrevista literaria, así que volvamos a la escritura.

Debo agradecer al señor Aliaga su atenta y generosa lectura de mis relatos, que en España han sido publicados recientemente en el volumen de Cuentos reunidos, ordenados más o menos cronológicamente, así como su interesante apreciación sobre las influencias que en

ellos lee. Debo explicar que en la «vida real», por llamarla de alguna forma, estoy del lado del racionalismo y del rigor intelectual, a excepción de cuando escribo ficción. En lo que se refiere a los cuentos, estoy enteramente abierta al misticismo y a lo irracional, a los dioses y las hadas, al lado poético de la vida. Más allá de la escritura, soy impaciente con la nebulosa seducción de las emociones religiosas, como las que se pueden encontrar en la obra de Abraham Heschel, a quien el señor Aliaga ha identificado como una de mis posibles influencias. El rabino Heschel es más un poeta que un filósofo (su pensamiento filosófico es, de hecho, una forma de poesía), y suelo leerlo como el poeta lírico que es en esencia, pero no como a un mentor. Si debo situarme entre los jasidim —los pietistas extáticos— y los mitnagdim —los talmudistas académicos racionalistas—, lo hago radicalmente con los últimos. La espiritualidad atañe fundamentalmente al yo, trata sobre la elevación, la búsqueda del sentimiento trascendente de Dios en nuestro interior, persigue la fusión de lo mortal con lo divino. Y esto huye de los retos más exigentes de la vida ética, que exige precisamente lo contrario a la fusión, el establecimiento de distinciones. Y es precisamente el establecimiento de distinciones el rasgo más característico del judaísmo. Se dice en el Génesis que, en el principio,

la luz se separó de la oscuridad. Y la palabra hebrea para «sagrado» es kadosh, que significa ‘separar, apartar’: lo sagrado de lo profano, sí; pero también la comprensión de que una mentira no es una verdad, de que el Estado no es Dios, de que el hombre no es Dios.

Pero en cuanto a la escritura, el judaísmo no es y no ha sido nunca mi tema. No soy una rabina o una teóloga, ni siquiera una filósofa. No tengo capacidad para desempeñar esos oficios y, en dicho sentido, no soy una escritora judía, es decir, una escritora de libros judíos. Así es como lo expliqué en una ocasión:

¿Qué es un libro judío? Una definición estrecha — pero también conceptualmente la más amplia— incluiría la Torá y el Talmud (la Biblia hebrea y el océano de comentarios éticos y transformadores de la misma), así como el resto de textos que se esfuerzan por desentrañar los caprichos del corazón humano desde un punto de vista moral. Un libro judío es liturgia, ética, filosofía, ontología. Un libro judío habla del intento de crear un mundo a imagen de Dios, sin pretender reproducir la imagen de Dios. Un libro judío sería La guía de los perplejos de Maimónides, escrito en el siglo XII, o The Lonely Man of Faith de Joseph Soloveitchik, escrito en el XX, que deriva en última instancia del mandamiento radical de Levítico: «Ama al prójimo como a ti mismo», o incluso del mandato más radical de la Shemá, la unidad de credo.

Un libro judío es didáctico. Está dedicado a la promoción de la virtud alcanzada a través del estudio. Implica obligación. Parte del presupuesto del Creador y su creación. ¿Lo que popularmente hoy se llama Jewish-American novel (si es que, de hecho, existe dicha entidad) se parece a un libro judío?

Continué describiendo el credo del novelista —«apoderarse del desenfreno y de la libertad, incluso de la libertad demoníaca, dejar que la imaginación se desboque»— y finalmente declaré que el término «escritor judío» debería ser un oxímoron. «Lo que queremos de las novelas», concluí, «no es lo que queremos de la liturgia trascendente de la sinagoga. La luz que se desprende de una novela genuina es apagada por la pesadilla del cálculo en el arte: el relato, la lengua (especialmente la lengua), la ironía, el humor, los senderos torcidos del deseo y el engaño».

¡Y pese a esto, soy una judía obsesionada con la historia de los judíos, los conceptos judíos, el destino de los judíos! Así que, ¿cómo pretendo no ser considerada,

en el habla coloquial, como una escritora judía? En mis relatos intento escribir sobre la naturaleza humana y, muy a menudo, mis personajes son judíos porque, como ejemplo concreto de la naturaleza humana, los judíos me interesan. El inglés es mi lengua materna, pero el ídish, una lengua judía que ha producido una literatura rica y abigarrada, me emociona. Es el único idioma que ha sido deliberadamente asesinado a partir del asesinato de sus hablantes y, en último término, me suscita interés lo que se desprende de su intimidad y de su vitalidad, ingenio e ironía, además de una capacidad emotiva poco común; y también, claro, su destino trágico. Sobre mi relato «Envidia; o el ídish en América», el señor Aliaga pregunta: «¿Cree que un lector español no judío se sentirá concernido por lo que explica en esa historia?». Y le respondo que sí, pero sólo si está preparado también para sentirse concernido por el contenido, qué sé yo, de La muerte de Ivan Ilich de Tolstói o cualquier otra ficción del autor ruso. La novela rusa está repleta de localismos y escenas que no son familiares para los lectores extranjeros. ¿Qué es, por ejemplo, un «día del Santo»? ¿Cómo comprender todos esos patronímicos alienígenas que aparecen página tras página? ¿Es Colodya el mismo personaje que hemos conocido como Vladimir? El propósito de la literatura no es confinarnos en lo que ya sabemos, sino permitirnos conocer otras vidas, culturas, ropajes y tradiciones; otras almas. Un lector localista difícilmente será un lector completo.

En una pregunta relacionada, el señor Aliaga menciona el glosario que incluye esta antología de relatos; me cuestioné su necesidad. Cuando encuentro un glosario en una novela rusa, me siento infravalorada, como un estudiante torpe que recibe una advertencia de un profesor condescendiente. El contexto hace magia: dejemos que las palabras y los usos que nos son extraños se filtren en nuestras mentes sin ayuda, la historia por sí sola nos los presentará. Kafka les gritaba a los germanoparlantes de Praga: «¡Sabéis más ídish de lo que pensáis!». Y cuando yo leo una traducción de una novela rusa, sé más de lo que creo de la sociedad rusa del siglo XIX, así que espero que un lector español que lea «El rabino pagano» sepa también más sobre paganos y sobre rabinos de lo que nunca antes había creído. Antes he decidido llamar conversación a todo esto; una conversación con David Aliaga. Hubiese deseado que tuviese lugar mientras tomábamos un poco de té, un entorno en el que la charla tiende a apartarse de su propósito original hacia otras y más fantásticas regio-

nes. Así que permítanme, con una taza de té imaginaria delante, que recuerde lo que mi abuela me dijo cuando yo era una niña muy pequeña. Ella había nacido en 1862 en un entorno judío y pobre en época de la opresión de la Rusia zarista y en 1906 emigró a América con su familia. Las familias judías, y así sucede en la mía, poseen un gran sentido de la historia y no era infrecuente que, un día cualquiera, ella empezase a hablar de la Inquisición española, que para ella era algo tan vivo como si hubiese sucedido la semana pasada. Explicaba que había un jérem, una prohibición religiosa, contra España: a ningún judío le estaba permitido entrar en un país que había cometido crueldades tales como la expulsión, la conversión forzosa, los autos de fe

Tiempo después aprendí que mi abuela estaba equivocada; nunca había existido dicho jérem. Era una creencia popular. Pero una creencia popular contiene su propia verdad, su propia metáfora reveladora: la herida, la indignación, seguía enquistada después de tantos años. Esta España que en la actualidad está ofreciendo la posibilidad de lograr la ciudadanía española a los descendientes de los doscientos mil judíos que fueron expulsados en el siglo XV es, cuando menos, desconcertante.

Pero lo que me fascina incluso más que la persistencia de una falsedad histórica nacida del horror es el destino de los conversos, aquellos que pasaron por la pila bautismal. Sin duda, algunos acudirían voluntariamente ante la disyuntiva de arriesgarse a hacerse a la mar en busca de refugio o quedarse en casa en relativa tranquilidad. Como fuese, no obtuvieron paz; los conversos fueron perseguidos en busca de pruebas que demostrasen que continuaban practicando el judaísmo en secreto: por ejemplo, ¿se ponían ropa distinta en la víspera de shabat ? Algo así era motivo suficiente para quemarlos en la hoguera. A la larga —muy a la larga—, la paz que conocieron los conversos fue la del olvido de su judeidad. Hoy, ellos —o sus partículas de ADN— viven como ciudadanos españoles corrientes y, ¿por qué no?, tal vez algunos recorren las calles con pancartas contra el Estado judío. Algunos podrían ser miembros del clero católico. Otros quizá ocupen cargos en el gobierno. O intelectuales que editan o escriben para revistas literarias. Y David Aliaga, mi dedicado interlocutor, tal vez lleve consigo los genes de alguno de los judíos que en 1492 escogió quedarse en casa. En España, debería ser peligroso pensar en el judío como en una figura extranjera. Uno podría mirarse al espejo y encontrarse con ese otro al que ha estado intentando despreciar.

Entrevista a Mia Couto

Por Cinta Mo R eso y Jo R di g o l

Fotografías: Cinta Moreso © Entrevista publicada en el número 385 de Quimera (diciembre de 2015)

Mia Couto (Beira, Mozambique, 1955) es sin duda el escritor africano en lengua portuguesa más conocido y uno de los mejores autores del continente. Periodista y biólogo, militó en el movimiento FRELIMO (que luchó para derrocar el gobierno colonial) y dirigió la Agencia de Información de Mozambique. Ha recibido numerosas distinciones, como el Premio Nacional de Literatura en Portugal (1993), el Premio Nacional de Literatura en Mozambique (1995), el Premio Vergílio Ferreira (1999), el Premio Africa Hoje en Maputo (2002), el Premio Unión Latina de Literaturas Románicas (2007), el Premio Eduardo Lourenço 2011 y el Premio Internacional Neustadt de Literatura (2014). En 2013 recibió el Premio Camões (el Cervantes en portugués). También es miembro de la Academia Brasileña de las Letras. Su obra aúna la tradición europea y africana con una prosa lírica fuertemente influida por las tradiciones mozambiqueñas. Hablamos con él sobre su trayectoria y sobre su última novela, La confesión de la leona (Alfaguara, 2016), que ha sido finalista del premio Man Booker International en 2015.

usted es biólogo, pero empezó estudiando medicina. ¿qué le impulsó a escribir literatura?

Comencé a escribir mucho antes. Sobre todo poesía. Por entonces yo tenía una gran dificultad para hablar, para relacionarme con el mundo. Mi padre era poeta. No sólo porque escribía poesía, sino porque vivía la poesía. Se podría decir que la poesía vivía en nuestra casa. Ese estado poético me contaminó desde el inicio, así que yo fui un poeta antes de ser un estudiante.

entre sus referencias literarias siempre destacan las de sophia de mello breyner andresen y la de Guimarães rosa. ¿en qué sentido le han influido? ¿Hay algún otro autor del que se sienta acreedor?

Aparte de los que mencionas, también Fernando Pessoa ha sido una gran influencia para mí, porque conocí la poesía de Pessoa en un momento en el que yo pasaba por esa crisis existencial, ontológica, que es la adolescencia: un momento en el que volverse adulto implica de alguna forma morir, porque tienes que escoger un futuro. La poesía de Fernando Pessoa fue para mí una terapia, porque me enseñó que somos siempre muchos, y que somos diferentes, plurales. Quiero hacer referencia a esto porque la poesía no es sólo un género literario, no es simplemente escribir bonito: es mostrar el lado invisible del mundo y de nosotros mismos. De Sophia de Mello Breyner Andresen me ha influido la luz que hay en su poesía. Su forma de entender la frontera entre la luz y el mar es mediterránea, pero se puede trasladar a Mozambique. En Guimarães Rosa encontré una oralidad semejante a nuestra forma de hablar portugués; una articulación del idioma portugués con otra lógica, que se puede trasladar al texto, que puede incorporarse a la escritura. El resultado es una prosa más hermosa y más rica, que se embellece en la frontera entre la oralidad y la escritura.

usted aúna la voz occidental, europea, a la voz africana. ¿qué aportan una y otra en la obra de mia Couto?

Mi voz europea tiene relación con la tristeza. A mí me gusta estar triste porque mi tristeza es productiva, es una ventana que se abre para contemplar el mundo de una determinada manera. Yo sólo consigo entender ciertas cosas a través de la tristeza. África no me da eso, pero me proporciona una visión de la vida más

«Me gusta que mi escritura discurra entre fronteras»

luminosa, más solar. Podríamos decir que la europea es mi parte lunar y la africana mi parte solar, abierta a la vida, abierta a gozar, escrita como una danza, para bailar. Otra cosa que África me ofrece es la habilidad de conectar con el silencio, que mi lado europeo no tiene. En Europa el silencio significa vacío. Es incómodo. Cuando se hace el silencio en una sala todo el mundo trata de decir algo para interrumpirlo. En África el silencio es una forma de hablar. No hay vacío en el silencio, y eso, para quien escribe poesía, es importantísimo porque, como en la música, el silencio (la pausa) es tan importante como la palabra.

sus libros contienen fábulas, relatos, anécdotas… ¿es este mosaico de subhistorias, esa perspectiva múltiple, la única forma de abarcar la realidad?

Es la única manera en que yo sé transmitirla. La realidad africana que yo vivo —porque no existe una única realidad africana—, la que yo conozco, está muy fragmentada, tiene muchas facetas contradictorias... Hay muchos mundos en África, muchas culturas conviviendo, muchas lenguas que se mezclan, muchos valores religiosos en conflicto; pero es un conflicto positivo, porque genera una dinámica capaz de producir historias, historias dentro de historias, historias que convergen con otras historias...

usted empieza en la narrativa escribiendo relato y luego se pasa a la novela, pero esta siempre está integrada por conjuntos de relatos...

Sí, eso es porque yo soy una criatura de frontera: de la frontera entre el blanco y el negro, entre el ateo y el religioso, entre oriente y occidente (Mozambique es casi oriente), entre la escritura y la oralidad. Soy un científico que no cree a pies juntillas en la ciencia. Me gusta que mi escritura discurra entre fronteras, también las de los géneros literarios.

muchas veces utiliza el contraste entre los personajes europeos y los personajes africanos...

Sí. En realidad, esos personajes, ambos, forman parte de mí. Podría decirse que me puedo identificar plenamente con los dos.

¿Cómo se puede ofrecer al mundo occidental una imagen de África que no esté mediatizada por el racionalismo?

No sé hasta qué punto el mundo occidental se da cuenta de cuánto está mediatizado por elementos que no son racionales. Ponte por un momento en la piel de un africano que no conoce Europa ni América, pero que viaja a estos países esperando encontrar un cierto racionalismo. Sin embargo, allí descubre que los libros más vendidos versan sobre vampiros, y las películas y las series más vistas son sobre hombres lobo, zombis, muertos... No sé si vería tan claro el pretendido racionalismo occidental. No creo que Occidente sea tan racionalista como él mismo se cree. Pero tu pregunta tiene su razón, porque este es el concepto que se transmite: se exporta a África la idea de que nosotros somos los racionales y ellos tienen una racionalidad distinta, un pensamiento mágico. Y sí, África los tiene, pero también tiene un pensamiento moderno. En realidad, somos mucho más parecidos de lo que nos creemos.

usted afirma en sus libros que no escribe «realismo mágico» sino realismo real (el de África). sin embargo, en su obra es muy importante el mundo onírico, la evocación mítica, el trasmundo, lo que subyace a la realidad visible… ¿Cómo se conjuga esto con el realismo? Creo que, si tenemos que hablar de realismo mágico, tenemos que coincidir en que habitamos un realismo mágico. No sólo es una cuestión de literatura. Por ejemplo, en África, los rituales religiosos pasan por la posesión (el abandono del cuerpo y de la conciencia para que los ocupe un espíritu). Suele pensarse que eso es cosa de africanos o de indios sudamericanos; pero es algo que nos acontece a todos. Por ejemplo, cuando nos enamoramos somos totalmente poseídos por otro (persona, causa, paisaje, etc.). Quiero decir que, en ciertos momentos, todos permitimos que una entidad ajena tome el control sobre nosotros. Y eso es fantástico porque nos despierta a otra forma de comprender el mundo. Nosotros mismos vemos en nuestro interior algo que hasta entonces no era visible. Yo a veces me sumerjo en un estado de semivigilia en el que sueño con los muertos

y entablo conversaciones con ellos. Eso es una forma de conocimiento. Y no es extraña: también en occidente los sueños se entienden como un lenguaje oscuro, críptico, que tiene que ser interpretado por especialistas (los psicólogos). Seremos más felices cuando perdamos el miedo de acceder a esas otras formas (la posesión, el sueño) de entrar en contacto con otro mundo.

¿Necesitamos tantas terapias?

Para mí, todas ellas tienen una ventaja fundamental: a través de ellas perdemos el miedo. En el fondo, todos tenemos miedo de dejarnos llevar, dejarnos poseer, pero cuando lo hacemos somos más felices.

los animales tienen una importancia fundamental en su obra, casi siempre como símbolo o alegoría de las actitudes, motivaciones o pensamientos de los protagonistas. ¿es un rasgo particular de su narrativa o es una herencia de la tradición animista africana?

Como seres humanos, llevamos millones de años cazando (en todo el mundo, tanto en Europa como en África). La memoria del cazador es una memoria ancestral que tratamos de esconder. Pensamos que es un atavismo de la prehistoria, que está obsoleta. Pero el lenguaje, los códigos simbólicos, la religiosidad, el sentido de familia, los grandes hitos de nuestra cultura, algunas de las más grandes conquistas humanas datan de nuestra época de cazadores. No comenzaron en Grecia o en Roma, son anteriores. Fue en ese periodo en el que

comenzamos a contar historias. Los cazadores, antes de cazar, se convertían en los animales, tenían ritos para pensar y mirar a través de los ojos de los animales que iban a cazar. Esa frontera entre lo humano y lo animal se resolvió de una forma casi religiosa que continúa viva hoy en día. Desde que en las cavernas se evocaba su espíritu, tenemos necesidad de los animales para recrear nuestra propia humanidad. Aunque el racionalismo nos ha limitado mucho en este sentido.

Háblenos de la importancia que tienen en su obra los muertos o, mejor dicho, el espíritu de los muertos. porque el mundo de sus personajes parece girar siempre en torno a ellos, cuando no son directamente protagonistas. Eso no es una creación mía, es algo que prevalece en la religiosidad africana, que afirma que los muertos no sólo no están muertos, sino que acompañan a los vivos en su cotidianidad, y a veces incluso la gobiernan. Es ese consenso entre vivos y muertos el que nos trae la felicidad. Uno sólo tiene que estar atento para escucharlo y poder transmitirlo, narrarlo. Por ejemplo, mi padre murió hace tres años y mi madre hace dos; fue un golpe tan terrible que pensé que no lograría superarlo, pero mi lado africano me salvó al convencerme de que ellos no estaban muertos, sino que tenían otra forma de presencia que me acompaña y que auspicia mi felicidad.

el lenguaje de sus obras pretende tanto reproducir la oralidad típica de la narrativa africana como integrar de alguna forma las lenguas bantúes mozambiqueñas dentro del portugués

escrito. ¿Cómo se logra esto? ¿a través de que técnicas estilísticas se puede conseguir?

No sé si es una técnica. O al menos yo no sé identificar esa técnica. Es más bien fruto de mi propia vivencia, de cómo esas lenguas se han mezclado en mí. No diría que es una búsqueda estilística, sino que es algo que surge de forma natural, como una parte de la oralidad que hay en mi escritura. Podríamos decir que es una forma de respetar una verdad que está dentro de mí. La poesía me ayudó mucho a ello. Así como en mi adolescencia la poesía de Pessoa me ayudó a revelarme contra la obligación de encontrar una única identidad, de tener un solo yo, la vida ecléctica de Mozambique me ha ayudado a crear este estilo, a ser capaz de mezclar y combinar elementos que a simple vista parecen incompatibles.

en muchas ocasiones utiliza el aforismo, la sentencia. por ejemplo: «donde hay sangre no hay palabras» o «Contar una historia es echar sombras a la lumbre». ¿es un recurso para resumir, para concretar la anécdota que narra o, por el contrario, pretende multiplicar sus posibles sentidos?

Las dos cosas a un tiempo. El aforismo, como género literario, es contradictorio, porque por un lado resume una sabiduría antigua, pero por otro lado tiene un sentido de afirmación de una determinada moral. Yo intento trabajar los aforismos subvirtiéndolos, para que sean abiertos, para que cada uno encuentre en ellos su propio significado.

en la confesión de la leona —como en muchas de sus obras— se concede gran importancia al paratexto: las citas que abren cada uno de los capítulos se convierten casi en una clave de interpretación. ¿es una manera de incluir otras voces dentro de la novela?

Yo escucho muchas voces, voces muy diferentes, voces de mi infancia. El paratexto es una forma de integrar en el conjunto de mi obra todas esas voces, todas esas sentencias o ideas que he venido escuchando a lo largo de mi vida. También utilizo muchas veces citas poéticas para indicar que los textos que escribo viajan siempre entre la poesía y la prosa.

la guerra, con sus devastadoras consecuencias, es el tema central de sus primeras novelas. tras tratar un tema literariamente tan poderoso, ¿cómo se afronta la literatura en tiempo de paz?

No sé si diría que el tema de mis novelas era la guerra. Su escenario sí, claro, pero más bien como una situación que invita a la deshumanización. En Tierra Sonámbula , por ejemplo, escribo sobre la búsqueda de identidad, sobre el poder del sueño, aunque el espacio y el tiempo en el que se desarrolla la obra sea el de la guerra. Diría que en mis libros hay un único tema, que es la huida o el rechazo de ese espejismo que nos han inculcado de que cada uno tiene una única identidad. Como si la finalidad del viaje de la vida fuese llegar a un determinado puerto. Lo que nos enriquece, lo que nos hace felices, es la propia travesía.

las figuras femeninas de el corazón de la leona cuestionan el papel de la mujer en la tradición africana. ¿es en ese sentido un libro reivindicativo?

Efectivamente. Las condiciones de vida de la mujer en Mozambique son muy duras y muy tristes. Hemos librado una guerra colonial terrible por la autodeterminación, por la construcción de una nueva nación; pensamos en los pobres, pensamos en las clases sociales, pero no supimos ver que transformar las condiciones de vida de las mujeres era lo más urgente. Seguramente porque la revolución fue pensada fundamentalmente por hombres. Yo me hice poeta junto a la cocina, escuchando las historias de las mujeres cuando cocinaban. Porque ellas contaban muchas más historias que los hombres. Me fascinaba (era mi Facebook). Allí entraba en contacto con una parte del mundo. Incluso hoy, en mi narrativa, la mayoría de las historias surgen de las voces femeninas. No es difícil para mí escribir a través de estas voces.

¿Cree que la literatura puede tener algún poder para cambiar la situación de las mujeres en mozambique?

Creo que sí, aunque trato de no escribir haciendo una apología ideológica o política. Al principio yo escribía sobre figuras femeninas, pero no sabía «ser» ellas. Creí que tendría que meterme más en círculos femeninos para poder captar su voz, pero, finalmente, volviendo la mirada a esa infancia que antes comentábamos, junto a la cocina, comprendí que esa voz estaba dentro de mí, que brotaba de una forma natural. Aunque pertenezco a una generación que construyó su masculinidad sobre la ausencia (o la no demostración) de sentimientos, he intentado «deconstruirla» transformándome en mujer a través de la escritura.

en dos de sus libros, tierra sonámbula y el último vuelo del pelícano, aparece un mismo personaje, estêvão Jonas, un administrador del partido que surge de la guerrilla anticolonial. ¿es la evolución de este personaje un paradigma del poder poscolonial?

¿De veras que hay un personaje que se repite? Debe ser un error mío. Te puedo asegurar que nunca he reparado en ello. Es extraño porque, cuando acabo un libro, me tengo que distanciar de él completamente, ya que mi escritura está conducida por los personajes, son ellos los que me cuentan las historias. Yo no soy capaz de definir una estructura previa, ni quiero saber lo que va a acontecer al final de la novela. Por eso, cuando acabo un libro, tengo que matar a esos personajes. Por eso me sorprende que uno aparezca en dos libros diferentes. Y es curioso que sea el administrador: la figura del administrador en Mozambique genera muy buenos personajes, porque su autoridad surge de una lógica que él mismo no acaba de entender. Está gobernando en representación de un poder que no ha asimilado. Es una figura muy contradictoria que crea personajes literarios de una gran riqueza. A veces ridículos, porque representan a una autoridad que se cree muy poderosa pero que, en realidad, es muy frágil.

españa no tiene una especial predilección por las obras en portugués. de hecho, algunas de sus obras no están traducidas en españa y las que sí lo están tardan bastante en llegar (por ejemplo, la confesión de la leona es de 2012). ¿por qué cree que, estando tan cerca, somos tan indiferentes a la tradición lusófona?

No sé qué responder. Tal vez es una pregunta que debería hacerse a los escritores españoles. Para mí es una sorpresa. Podría entender que el lector español no conociese la literatura africana, por ejemplo, porque España no tiene un pasado colonial tan ligado a África (al menos a la subsahariana), pero me extraña mucho que no conozca bien a los escritores portugueses, siendo como son dos países ibéricos, tan próximos no sólo geográficamente, sino también en ideas y tradiciones comunes. Creo que ahí hay algo que resolver, pero no podría decir qué [risas]. Lo contrario, que en Portugal sí que se conozca bien la literatura española, se explica por ese sentimiento que tienen los países pequeños por los que consideran mayores. En el caso de Portugal, Inglaterra, Francia y España han sido siempre los referentes.

Entrevista a Jon Fosse

Fotografías:

Entrevista publicada en el número 397 de Quimera (diciembre de 2016)

Quedamos con Jon Fosse en una terraza, a pocos pasos de Slottsparken, el parque en el que se encuentra el Palacio Real de Oslo. A Fosse se le concedió una residencia honorífica justo allí, en las instalaciones del palacio. Quizás por eso estar delante de él es como encontrarte con un clásico, ese tipo de autores que, a pesar de todo, perdurarán a lo largo del tiempo. Poseedor de una obra extensa y variada, su universo literario aborda infinidad de géneros, desde la narrativa hasta la poesía, el ensayo, la dramaturgia o la literatura infantil. Sus apariciones públicas se miden, ahora, a cuentagotas. Tampoco concede apenas entrevistas. Afortunadamente, con nosotros hace una excepción. Un privilegio del que disfrutamos durante un buen rato, antes de que vuelva a adentrarse en los jardines del palacio.

¿Sabes? Siempre he sido más bien vergonzoso y cuanto más famoso me hago más cerrado me vuelvo. Ahora ya digo que no a todas las lecturas y a las apariciones públicas. Le digo que no a todo el mundo. Normalmente digo que no hasta a las entrevistas que me proponen. Intento mantener cierta distancia. Probablemente por eso vivo en Austria. Soy de la parte oeste de Noruega. Crecí en un pueblo muy pequeño, en una comunidad rural, cerca de los fiordos, al sur de Bergen. Fui allí a estudiar y acabé viviendo varios años. Estudié Literatura Comparada y Filosofía. Hace ya muchos años de eso. Nos hacemos viejos, y muy rápido.

Comencemos hablando de tus primeras referencias literarias. ¿Cuáles son los autores que más te influyeron al inicio?

Creo que, principalmente, me influyeron dos noruegos: Knut Hamsun y Tarjei Vesaas. Aún los admiro mucho. Si tuviera que escoger a otro que me haya influido de una forma positiva o negativa, sería Samuel Beckett. Esos, diría, son los que más me han influenciado. Tarjei Vesaas conocía muy bien la lengua noruega, era de Telemark. Intentó escribir teatro, pero no era un buen dramaturgo, para ser sincero. Sin embargo, han conseguido hacer teatro muy bueno basándose en sus novelas. En ese sentido, su novela más famosa se llama Fuglane [Los pájaros]. No es tanto una dramatización de la novela. Se trata, más bien, de situarla sobre el escenario, de leerla y actuar a partir de ella. Eso es lo que se ha hecho en París o en Estocolmo. Yo también tengo una obra con la que se está haciendo lo mismo. Ahora está en el teatro de Oslo, se llama Morgen und Abend

¿Cómo fueron tus primeros días de huésped honorario en el palacio real de oslo? ¿Cambiaste mucho tus hábitos?

escribes novelas, teatro, poesía… tienes una obra muy extensa. ¿Cómo trabajas? ¿tienes una rutina especial para abordar al mismo tiempo tantos géneros?

Prefiero escribir por la mañana. Yo era un gran bebedor, pero lo dejé hace cinco años, del todo. Nunca he podido escribir bebido, ni tan sólo habiendo tomado una copa de vino. Por eso siempre he escrito por la mañana y completamente sobrio. Eran las condiciones básicas. Necesitaba al menos una semana por delante para meterme en el universo del libro. Dejé de beber por las noches. Me voy a dormir temprano y me levanto también muy temprano. Ahora mismo empiezo a escribir a las cinco de la mañana, que es un momento fantástico para escribir. El día está limpio y tú también. Es el momento perfecto para escribir. Esa fue una de las mayores ventajas de haber dejado de beber.

Hay una cita tuya, entresacada de una entrevista, en la que dices: «escribir es como rezar». ¿podrías desarrollar un poco más esa idea?

Sí, eso lo dije una vez. Creía que había dicho algo original y provocativo y luego descubrí que ya lo había dicho Kafka. Para mí, escribir es un acto de concentración, o mejor: una contemplación muy profunda. Es el acto de escuchar más que de expresarme. Tienes que

escuchar lo que ya has escrito y al mismo tiempo debes prestar atención a la nada que le sigue. Tiene algo que ver con Dios. Dios también es nada, es vacío. En este escuchar y en esta contemplación intentas salir de ti mismo para entrar en alguna otra cosa, en algo que sea nuevo. Cuando escribo una novela o una obra de teatro, todo es nuevo y sorprendente, incluso para mí. Esa es la fascinación básica de escribir y de ser escritor. Detesto la fama, pero no esa actividad mágica de la escritura. Crear algo para el mundo, algo que no existía antes, un universo, unos actores, todo eso es tuyo...

¿te reconoces a ti mismo cuando lees los textos o es como si fueras otra persona?

Me concentro mucho cuando estoy escribiendo. Me meto muy profundamente. Cuando acabo de escribir, me separo por completo. No me gusta releer. No me gusta ver producciones de las obras que escribí hace veinte años. Intento evitarlo. Además, como ahora soy bastante conocido, si acudo a una de esas producciones, prefiero ir a un ensayo que a la noche del estreno. Es un principio que tengo ahora.

le hicimos la misma pregunta a antónio lobo antunes. Nos dijo que nunca lee sus novelas, que no se acuerda de ellas y que prefiere no hacerlo. Yo no llego a ese extremo. Conozco a muchos actores y todo el mundo piensa que sé mucho de literatura. Pre-

tenden que lo sepas todo de Shakespeare, de Ibsen o de Chéjov. La verdad es que sólo me acuerdo de uno de ellos. Me acuerdo de todo Shakespeare, pero he eliminado todo lo otro. Hay que dejar espacio.

reconoces la influencia de Heidegger y Wittgenstein en tus obras. ¿qué supuso para ti el estudio de la filosofía?

Creo que, de algún modo —especialmente Heidegger (evidentemente también Wittgenstein)—, son las mayores influencias en mi vida. No sólo en mi escritura. Eso no lo puedes ver directamente, porque elimino todo el concepto filosófico de mis novelas. Creo que aprendí de ellos a separar el lenguaje académico del literario. Son tipos de lenguaje diferentes: uno que intenta crear un mundo y otro que pretende hacer un mundo comprensible. Hay muchísimas cosas, sobre todo de Heidegger... Vivimos en universos que han sido creados por el lenguaje y a los que se les ha permitido crecer gracias a los poetas. Para mí eso es una evidencia. Los libros que escribes te hacen ver el mundo de forma distinta a como lo veías antes. Crean una realidad, no del todo ficticia. Una dichtung, que se diría en alemán. No sé muy bien cómo traducirlo. Sería como decir poesía, supongo. Lorca, para mí, tiene una gran dichtung, una gran literatura, un estilo, no lo sé... Lorca tiene la mejor definición que jamás haya oído sobre qué es el teatro. Para él, «el teatro es la poesía que se levanta».

«Escribir es el acto de escuchar más que de expresarme»

tienes una forma muy especial de usar el silencio en tus obras. ¿Cómo lo llevas a cabo? ¿en qué momento es importante?

Cuando era joven me gustaba mucho el rock and roll, y cuanto más ruidoso, mejor. Ahora ya no soy joven y prefiero el silencio. Incluso en mi escritura. Si de alguna forma consigo escribir un silencio que salga de las palabras, estoy contento con lo que he conseguido de mi libro. Diría que con el silencio puedes escuchar a Dios, tanto en la literatura como en la naturaleza. Nos da miedo Dios porque, de alguna forma, representa a la muerte. Por eso intentamos silenciarlo con sonido en todo momento.

Has hablado de la influencia de los autores luteranos antiguos, los llamados cuáqueros. ¿de qué manera influyeron en tu obra? Los cuáqueros hablan de lo que hay de divino en cada ser humano. En sus reuniones se sentaban en círculo en silencio, se quedaban tan callados como podían para buscar esa chispa de Dios que tenían dentro. La comunidad cuáquera se fundó en el siglo XVII en Inglaterra, pero encuentras los mismos discursos si lees a los dominicos antiguos y en algunas partes del cristianismo, las que no son tan estáticas, las que son más místicas. Encuentras ideas similares. Y los cuáqueros tienen esa idea de que la luz interior es completamente única y al mismo tiempo absolutamente universal. Harold Bloom, el crítico estadounidense, ha elaborado una especie de teoría sobre cómo la literatura podría ser esa luz interior, que se transforma en un lenguaje, un lenguaje que resulta único en cada persona y al mismo tiempo tiene algo de universal. Estás trayendo algo nuevo y único al mundo como artista. Ofreces una nueva mirada al universo.

durante mucho tiempo trabajaste en hacer una revisión de las tragedias griegas. Sí, cuando estudiaba literatura y filosofía. Durante una temporada estuve muy interesado en la cultura de la Grecia antigua, sobre todo en los filósofos presocráticos y en las tragedias. Había hecho versiones sobre traducciones. Intenté encontrar la esencia práctica de las tragedias de Sófocles o Eurípides, y me sentía muy cerca, así que creo que no cumplí tan mal trabajo. Intenté hacer que las palabras hablaran.

algunas de tus obras se han representado en españa. No sé si han tenido una recepción distinta a la que han seguido tus obras aquí en Noruega.

Para ser honesto, no entiendo el castellano. Ninguna lengua latina, la verdad. Sólo hablo inglés y alemán, y las lenguas escandinavas, claro. De lo que estoy totalmente fascinado es de la antigua lengua de los vikingos. Sé escribirla, aunque evidentemente no sé hablarla. Acabo de hacer la versión escrita de sus antiguos poemas épicos, que se presentarán aquí el año que viene. Lo promueve la fundación de Robert Wilson, el gran dramaturgo y director de teatro de Texas.

y, para terminar, ¿qué nombres subrayarías de la literatura noruega contemporánea?

Dag Solstad tiene cerca de setenta y seis años. Tuvo cáncer no hace mucho, no sé cómo estará ahora. Es un gran autor, aunque no lo conocen tanto en el extranjero. No sé por qué hay algunos autores que tienen un tipo de escritura que viaja fácilmente y hay otros que escriben de una forma que apenas se deja traducir o sacar de su país de origen. Creo que Solstad forma parte de este segundo grupo. Es imposible de traducir, por eso no se le reconoce en otros países. Es una pena. Yo tengo la suerte de ser del otro grupo. Mis obras están traducidas a una veintena de lenguas y creo que funcionan muy bien, sobre todo en inglés. También en francés, en sueco hasta en chino y japonés he oído que han funcionado muy bien. No sé si funcionan bien en español. En italiano sí.

Extraño mi cerebro preinternet

entrevista a douglas Coupland

Entrevista publicada en el número 401 de Quimera

(abril de 2017)

Si escribimos «Douglas Coupland» en Google es probable que nos aparezca esta frase: «Extraño mi cerebro preinternet». Es una de esas citas que este escritor canadiense gusta arrojar en charlas y entrevistas. ¿A qué se refiere con ella? Tal vez a la neurosis de tener que estar siempre conectado. Un asunto que ha tratado en libros como JPod, You Know Nothing of My Work!, Generation A y Bit Rot

«Las personas se hastiarán muy rápido con la tecnología. Si le describieras Google a alguien de 1990, pensaría que vivimos en una era dorada de infinitas opciones e hiperinteligencia; en cambio, sólo esperamos a ver qué nuevas cosas puede hacer el próximo iPhone», dice Coupland, vía Gmail, en entrevista con Quimera

En 1991, cuando la MTV, Winona Ryder y las pizzas lo eran todo, Coupland fue aclamado como el Salinger de nuestros tiempos. La crítica estableció que con su novela debut, Generación X, había logrado capturar la apatía y el hastío de aquella época a través de un trío de veinteañeros que iban contando su vida y su manera de ver el mundo.

El libro, estableciendo la cultura popular como eje, estaba además «plagado de alusiones a signos de consumo y discursos publicitarios», como escribe Vicente Verdú en el prólogo de la edición española publicada en Ediciones B.

Tras su segunda novela, Planeta Champú, de la que se confiesa arrepentido, y La vida después de Dios, una colección de relatos que pasó casi desapercibida, Coupland publicó la obra que perfilaría la dirección de su posterior literatura: Microsiervos. El canadiense había logrado capturar otra vez un tema contemporáneo: cómo la tecnología protagonizaba nuestras vidas. Y recuerda: «Ese libro miraba al mundo de culto de Microsoft y de las startups de tecnología de principios de los noventa. Comencé a investigar el impacto de la tecnología a gran escala con You Know Nothing of My Work!, la biografía sobre Marshall McLuhan».

Cuando iniciaste tu carrera literaria, a comienzos de los noventa, a la crítica le llamó la atención la importancia que le otorgabas a la cultura popular en tus novelas. Hoy en día ese asunto se ha convertido en un tema, digamos, popular. ¿qué fue lo que ocurrió?

No sé si es un tema popular. Puede que sea el único tema. Ya no es posible delimitar lo popular de la cultura. Pero para mí todo se fundió alrededor del 2012.

¿qué ocurrió ese año?

Un montón de personas realmente improbables me mandaron mails con enlaces a vídeos de charlas TED. Entonces me di cuenta de que todas esas personas estaban absorbiendo y esparciendo un montón de contenidos sin ningún tipo de filtro. No había puntos de vista: sólo ciento por ciento puras absorciones crudas. Eso me perturbó. Habiendo vivido en un mundo pregeek, predispositivos, me sorprende un poco que la gente quiera estar siempre conectada. La verdad es que habría esperado mucho menos alcance.

y tú, ¿cuántas horas al día pasas conectado?

Déjame pensar... Escribo, así que se hace difícil dividir mis horas frente al portátil en modo hoja de cálculo. Diría que... ¿tres horas?

douglas Coupland. Fotografía: Thomas Dozol ©

¿y en qué redes sociales participas durante esas tres horas?

Estoy en Twitter [@DougCoupland] y en Facebook, pero sólo porque otras personas se hacen pasar por mí, así que tengo que tener esas cuentas con mi nombre. Rara vez uso las dos: sería como transformar mi vida en un trabajo. Además, cada vez que entro en Facebook, salgo de mal humor.

¿qué te molesta de Facebook?

Que las personas sólo publiquen lo que ellas creen que representa la felicidad de sus vidas. Pero la naturaleza humana es la naturaleza humana, así que la felicidad de otras personas hace sentir mal al resto. Todo el mundo quiere que el resto de personas sean felices, pero no demasiado, la verdad.

¿Cómo ves los cambios en el lenguaje considerando el protagonismo de las redes sociales en la comunicación?

El lenguaje sólo evoluciona, nunca involuciona; que involuciona es lo que pensaría alguien de ochenta años. La rápida mutación del inglés —asumo que del español también— sólo refleja nuestros cambios colectivos. Es fascinante. Sólo pensar en la palabra unfriend [acto de eliminar a alguien de una lista virtual de amigos], por sí sola, te dice cuán lejos hemos llegado.

en tus novelas usas ese tipo de palabras. ¿es posible que se vuelvan anacrónicas y las siguientes generaciones no las entiendan?

No lo sé. Creo que tengo muy buen olfato para detectar qué es lo que se queda y lo que no. Pienso que Microsiervos se ha transformado en una novela de culto precisamente porque apunta al cerebro de mitad de los noventa. Es como la cápsula de un tiempo que ya no existe.

«Cada vez que entro en Facebook, salgo de mal humor.»

ya que hablas de cápsulas de tiempo: ¿has pensado en escribir una novela que recopile tus tuiteos?

Cory Arcangel ya lo hizo: es un artista fantástico. Escribió una novela epistolar, The Gum Thief, publicada en 2007, que era una mezcla de correos electrónicos y, en menor medida, cartas tradicionales. Es uno de mis libros favoritos.

¿de qué trata?

Cory, mediante Twitter, buscó y grabó cientos de tuits que contenían la frase «trabajando en mi novela» e hizo una secuencia de esas frases. Partió siendo gracioso y después se convirtió en algo desesperado y triste. Me refiero a cómo él pudo registrar cuán ciegamente es la gente que pone a la novela como el ápice de la experiencia humana.

¿Conoces a tao lin?

No.

es un escritor que es continuamente comparado contigo. y que pone a la novela en el ápice y que escribió una basada en sus chats de Gmail.

Pues ahora realmente quiero leerlo.

¿existe algún libro que te hayas arrepentido de haber escrito?

Sólo mi segunda novela, Planeta Champú. No tenía editor y fui mal aconsejado por personas en las que confié equivocadamente. Pero, tras hacer ese segundo libro, pude continuar escribiendo sin toda la presión que representa la pregunta: «¿Cuál será tu siguiente libro?».

Entrevista a Ngũgĩ wa Thiong'o

Por J oR di g ol y g inés s. Cutillas

Fotografías: Jordi Gol ©

Entrevista publicada en el número 415_416 de Quimera (julio-agosto de 2018)

Ngũgĩ wa Thiong'o (Limuru, Kenia, 1938) es uno de los escritores africanos más reconocidos internacionalmente. Es autor de novelas, obras de teatro y relatos que reflejan los conflictos vividos en Kenya en la guerra de la independencia entre el Gobierno imperialista británico y la guerrilla Mau Mau (que los kenianos denominan «El ejército de la tierra y la libertad»). Eterno candidato al Premio Nobel, este autor, que ha conocido la cárcel y el exilio debido a sus escritos, es un activo luchador por las culturas y las lenguas africanas y por los derechos humanos. Su obra ensayística, entre la que destacan Desplazar el centro, Descolonizar las mentes y Globalectics, está centrada en las problemáticas culturales y sociales del África neo y poscolonial. Nos encontraos con él en el marco del festival MOT de Girona y Olot para charlar —con la inestimable ayuda de Laura Huerga, editora de Rayo Verde, que ha publicado obras fundamentales del autor como Sueños en tiempos de guerra, En la casa del intérprete o Desplazar el centro— sobre literatura, lengua y compromiso.

¿qué le empujó a convertirse en escritor?

En mi libro Sueños en tiempos de guerra (Rayo Verde, 2017) hablo sobre mi infancia y sobre cómo yo crecí en un entorno de contadores de cuentos, de literatura oral. En mi casa, al anochecer, siempre se explicaban relatos, historias. Mis padres las explicaban por la noche porque decían que por el día las historias se iban y no regresaban hasta el ocaso del día siguiente, cuando la gente ya había terminado sus tareas y podía prestarles atención. A mí me gustaban tanto estos relatos que quería explicármelos a mí mismo también durante el día. Y fue así como, cuando fui a la escuela y aprendí a leer y a escribir, descubrí que podía contarme cuentos a mí mismo a cualquier hora. No obstante, aunque yo era un oyente atento y un buen lector, no era muy buen narrador oral. A través de la escritura descubrí que po-

día ser un buen narrador, no sólo para mí mismo, sino también para los demás.

una de las lecturas que le marcaron en su infancia fue la isla del tesoro. ¿qué descubrió en esa lectura?

Yo primero aprendí a leer en kikuyu a través de una traducción del Antiguo Testamento. Para mí eran historias mágicas: Jonás entrando y saliendo del vientre de la ballena; personajes como Daniel surgiendo indemne de la hoguera. Todo ello era un mundo mágico y fantástico. Después aprendí inglés y puede leer textos en esta lengua y así llegar a otras historias como la que comentas, La isla del tesoro de Stevenson. Eso me permitió redescubrir el sentimiento de aventura, la tensión de la expectativa, de esperar lo que va a ocurrir a continuación. Era fascinante. Siempre me han gustado los escritores que pueden explicar historias de una forma tan emocionante. Historias como La isla del tesoro, que te descubren lugares, personajes... Yo no había visto nunca el mar, sólo ríos, así que la lectura me permitía imaginarme a mí mismo en el inmenso océano, entre piratas.

¿Cuáles son sus escritores de referencia?

Todos los escritores que lees, si son buenos, te dejan una huella. Toda la literatura con la que he tenido la suerte de entrar en contacto me ha marcado. La literatura inglesa, desde Shakespeare hasta Dickens; escritores españoles, como Cervantes, con su Quijote; escritores franceses; rusos como Dostoyevski o Tolstói; también los escritores americanos... Pero los que han dejado mayor impronta han sido especialmente los escritores caribeños, como George Lamming (In the Castle of my Skin), y todos los escritores africanos que han escrito antes de mí: Peter Abrahams, Chinua Achebe, etc.

¿qué importancia tiene la cultura oral en su obra?

La cultura oral no es importante sólo en mi obra, es fundamental en cualquier cultura. En realidad, cuando escribimos intentamos imitar la oralidad. Casi todas las historias son orales antes de acabar siendo relatos escritos. Hoy en día, a través de los medios de comunicación se explican muchas más historias de las que se leen. Cuando hablas con un amigo le cuentas o te cuenta una historia, un relato. Le preguntas: «¿De dónde vie-

nes?». Y él te cuenta un relato de su trayecto. Si viene del mercado, te explicará su experiencia en el mercado: a cuál ha ido, qué ha comprado; el tendero se convierte en un personaje. El noventa por ciento del tiempo que pasamos hablando nos estamos explicando historias los unos a los otros.

usted ha pasado del inglés al kikuyu. ¿qué elementos formales le aporta el kikuyu frente al inglés?

Empecé escribiendo en inglés porque el inglés era el idioma del poder en la era colonial y poscolonial; era el idioma de la educación y de la Administración, así que lo natural era escribir en ese idioma. Pasé a escribir en kikuyu tras mi encarcelamiento. De todas formas, para mi imaginación, escribir en cualquier idioma, inglés o kikuyu, es siempre un desafío. Lo que realmente me interesa de cualquier lengua es su peculiar musicalidad, que resulta única. Una lengua es como un instrumento musical, tiene sus propios sonidos, sus propias posibilidades. Por ejemplo, existen construcciones que se pueden hacer en una lengua y no en otra. Así que cuando escribo en inglés trato de extraer todas las posibilidades que el inglés me ofrece, que me ofrece ese sistema sonoro; y lo mismo cuando escribo en kikuyu. No se trata de que una lengua sea más musical que otra, sino que cada una es única y posee su propia melodía: volviendo al ejemplo de los instrumentos, uno no diría nunca que un violín es más musical que un piano. ¡Incluso cada piano tiene sus pequeñas diferencias que lo vuelven único!

¿Ha observado usted algún rasgo que caracterice la literatura africana frente a la literatura europea y americana?

Voy a hablar de las literaturas africanas en inglés (aunque podría ser también en francés). Cuando eres africano y escribes en inglés, pero quieres dejar claro que eres africano, tiendes a incluir una serie de palabras y elementos específicamente africanos en los textos. Eso no pasa cuando escribes directamente en lengua africana: el lenguaje fluye más natural. En una novela en inglés, si dos personajes africanos discuten se les ponen marcas de estilo para que se sepa que son africanos. Y el escritor también se ve obligado a traducir el contexto, el ambiente. Cuando escribes en lengua africana, esas marcas y traducciones no son necesarias, así que el resultado es más natural, más verosímil. Yo, cuando escribo en inglés, como escribo sobre personajes africanos que obviamente hablan una lengua africana que no es el inglés, tengo que estar traduciendo todo el tiempo y eso le resta espontaneidad a mi prosa. A no ser que escriba sobre personajes ingleses, claro; entonces lo que me sale espontáneamente es escribir esos diálogos en inglés.

sus obras están siempre marcadas por el conflicto. ¿es la tensión un ámbito privilegiado para analizar al ser humano?

El conflicto es parte de la vida. La lucha forma parte del devenir. En el propio cuerpo hay células que nacen y mueren, elementos que se alimentan unos de otros. En nuestra vida social sucede lo mismo y la literatura intenta reflejar esta lucha. Como la lucha es inherente al ser humano debe ser un elemento que la literatura ha de tratar. No se podría entender (ni escribir) el Quijote sin describir los conflictos inherentes a su locura.

su libro matigari habla de un guerrero mitificado, matigari ma Nijirũũngi [el patriota que sobrevivió a las balas], ¿Hay algo de su hermano Good Wallace en ese personaje?

Esencialmente sí. Mi hermano (que tiene un importante papel en el libro Sueños en tiempo de guerra) fue muy importante en mi vida. Ha sido mi héroe. Aprendí mucho de él y me inspiró mucho. Sin embargo, aunque algunos elementos recuerden algunos rasgos de mi hermano y de su vida, Matigari es fundamentalmente una ficción.

«El monolingüismo es el monóxido de carbono de las culturas, mientras que

el multilingüismo es su oxígeno.»

además de novelista, está usted considerado un maestro del ensayo. ¿qué le ofrece este género que no le ofrezca la novela?

Mi primer amor es la ficción: las novelas y los cuentos. Para mí no hay discusión posible [ríe]. Cuando escribo ficción veo cómo entender el mundo, lo veo todo muy claro, todo conectado. Pero también me gusta el ensayo como género porque representa un reto para mí, me permite aclarar mi visión y mi pensamiento, hacerlo más transitivo para la gente. También escribo obras de teatro [por una de ellas lo encarcelaron] y todo ello me permite usar diferentes recursos para acercarme a la realidad. A veces utilizo diversas formas para expresar el mismo contenido porque me interesan las posibilidades que me ofrece cada una de ellas. He disfrutado mucho escribiendo Desplazar el centro, Descolonizar las mentes y Globalectics. Pero con la ficción es más fácil llegar al público, porque este se relaciona mucho más directamente con las historias que con la teoría; la ficción es más empática. Con el ensayo has de pensar en lo que estás leyendo; sin embargo, en la ficción la historia te envuelve, te transporta, te dejas llevar. Las historias son la comunicación real entre seres humanos. Nos reconocemos en ellas porque forman parte de nuestras vidas, es una forma de conocimiento más familiar. Uno no está filosofando todo el día.

Por eso, mi gran amor es la ficción. Cuando escribe, uno siempre está a la búsqueda de la perfección, de la novela perfecta. De hecho, uno la ve en su cabeza, pero cuando la plasma en el papel ya no es tan perfecta (o no lo es en absoluto) y, entonces, ha de volver a intentar escribir de nuevo para tratar de conseguir esa perfección que se le ha escapado. Yo siempre me quedo a medio camino, así que tengo que seguir intentándolo a ver si algún día puedo conseguirlo. De todas formas, si llegásemos a esa perfección, ya no habría ninguna razón para seguir escribiendo.

usted también escribe libros infantiles. ¿Cómo cambia el discurso cuando se lo explica a un niño? ¿qué recursos emplea? Escribir para niños es muy diferente que escribir para adultos. Yo respeto mucho la literatura infantil y a sus autores. Para mí resulta muy difícil escribir para niños, aunque mi intención es llegar a escribir una novela para ellos. Tengo unos cuantos libros publicados, pero no soy muy bueno en la literatura infantil. Bueno es Pippi Långstrump [Pipi Calzaslargas]. Yo observo una gran diferencia entre lo que yo escribo y los libros infantiles que realmente han trascendido. Tengo un cuento que no es específicamente para niños pero del que estoy muy satisfecho, sobre todo de cómo se está distribuyendo. Se llama La revolución vertical y está escrito en kikuyu para una de mis hijas, como regalo de Navidad. Trata de cómo los seres humanos empezaron a caminar. En principio tenía que ser sólo para ella, pero una asociación de Kenia llamada Jalada (escritores africanos que promueven las lenguas africanas), me pidió una historia original para llevar a cabo una acción de traducción del cuento a varias lenguas africanas (lo que no es nada común) y pensé que esa sería una buena historia. Actualmente está traducida a sesenta y ocho

«África se lo ha ido regalando todo a los países occidentales.»

idiomas de todo el mundo. Es el relato africano más traducido de todos los tiempos. Es una especie de fábula que tiene por tema la igualdad y que está protagonizada por las distintas partes del cuerpo humano.

¿de dónde saca el tiempo para escribir?

¿Cuáles son sus rutinas de escritura?

Yo no tengo rutinas de escritura. Lo que necesito es una idea, eso es lo más importante, lo que más me cuesta y lo que me toma más tiempo. Pero una vez que tengo la idea puedo escribir en cualquier sitio y de cualquier forma. Lo principal es que se me ocurra la idea, ese es el verdadero reto, mi motivación fundamental.

¿qué escritores africanos actuales destacaría?

¡Muchos! Sobre todo mi familia [ríe]. Cuatro de mis hijos son escritores. Mũkoma wa Ngũgĩ, Wanjiku wa Ngũgĩ, Dojo’o wa Ngũgĩ y Thiong’o wa Ngũgĩ. También la generación posterior a la mía, a cuyos escritores también considero mis hijos, mi familia, autoras de mucho talento como Chimamanda Ngozi Adichie o NoViolet Bulawayo. Siempre son las mujeres escritoras las que dominan la escena.

en su ensayo descolonizar las mentes habla del África colonial y poscolonial. ¿Cuáles son, a su juicio, los principales problemas de África actualmente?

El problema es el mismo desde hace doscientos años, desde los orígenes del capitalismo. África se lo ha ido regalando todo a los países occidentales. Os hemos dado nuestro oro, nuestros diamantes, nuestros recursos naturales, para que aquí se pueda consumir muy barato. África ha estado dando y dando, permanentemente. Da la impresión de que son las estructu-

ras coloniales las que están ayudando al desarrollo de África, pero en realidad es África la que está ayudando a los países occidentales. Es una relación asimétrica. Y aún parece que estemos pidiendo limosna. África es el continente más grande del mundo y Europa es muy pequeña, toda ella es más o menos del mismo tamaño que un país africano grande. De hecho, Europa, América del norte, China e India cabrían dentro de África. Pero en los mapas África parece más pequeño. Esto es una consecuencia directa de la historia colonial, como el hecho de que la salida de riqueza de África hacia Occidente supere con mucho la entrada de riqueza de Occidente hacia África. La mayoría de los países europeos estuvieron involucrados en el espolio y el esclavismo de África, y gracias a eso han podido crecer económicamente: los privilegios de unos pocos fueron construidos sobre la base de la explotación del resto.

Cuando habla de las relaciones de poder de las lenguas en África, hay muchas personas en todo el mundo que se sienten identificadas. ¿Cree usted que esta identificación es un factor en el éxito de sus libros en todo el mundo?

Obviamente. En muchas ocasiones lo que yo cuento refleja la realidad de su propio país. Hay una desigualdad de poder en las relaciones entre las lenguas y las culturas. Es algo global. Se han organizado las relaciones entre lenguas de forma jerárquica: una lengua tiene que ser mejor, más útil, más universal que otra. Son también jerarquías culturales, que no son sino el reflejo de jerarquías económicas y políticas subyacentes. Las lenguas deben relacionarse en términos de red, como un tejido. Cuando las culturas y las lenguas se relacionan de esta manera existe una relación de igualdad en la que todas ellas dan y toman elementos y de esa manera se enriquecen. Una relación que también debería darse en economía, en política, en la sociedad... pero que es especialmente fructífera en la lengua. Don Quijote es un libro escrito en español, pero que se puede leer en cualquier lengua del mundo. El monolingüismo es el monóxido de carbono de las culturas, mientras que el multilingüismo es su oxígeno.

¿usar una lengua minoritaria es una forma de subversión?

Ninguna lengua es minoritaria: yo hablo de lenguas marginadas (no marginales), porque la marginación es una cuestión de poder. Por ejemplo, el yoruba tiene cuarenta millones de hablantes; ¿cómo puede ser una lengua minoritaria? Sin embargo, ha sido marginada por el inglés. Así que me gusta más hablar de lenguas marginadas y lenguas marginadoras. Escribir en estas lenguas marginadas es importante porque es la forma de subvertir esa jerarquía. Tenemos que rechazar la tiranía de la jerarquía en favor de la democracia de la cooperación.

«Debemos salvar esta literatura»

Una carta inédita de Josep Pla a Montserrat Roig de 1972

Por x avie R Pla

Artículo y carta publicadas en el número 433 de Quimera (enero de 2020)

La irrupción de la obra de Montserrat Roig en la cultura catalana de los años setenta del siglo pasado fue rápida, potente y obtuvo de inmediato el favor del público y de la crítica. Desaparecida prematuramente en 1991, a los cuarenta y cinco años de edad, la figura de esta novelista y gran periodista no hace más que acrecentarse; muchos son los aspectos de sus reflexiones que se avanzaron a las grandes preocupaciones políticas, sociales y culturales que inundan hoy el mundo real y no digamos ya el de las redes sociales. Roig ya escribió anticipadamente, ¡hace más de cuarenta años!, sobre la llamada memoria histórica, sobre la participación e incorporación de la mujer en el mundo del trabajo, sobre las identidades nacionales y sociales, sobre las víctimas, los refugiados y los marginados del sistema.

El año 1970 fue decisivo en su trayectoria: abandonó el PSUC, participó en Montserrat en el encierro de intelectuales en protesta contra el proceso de Burgos y ganó el premio de relatos Víctor Català con el libro Molta roba i poc sabó i tan neta que la volen, que la catapultó al humilde y todavía reprimido parnaso de la literatura catalana. Sin embargo, su obra periodística, en clara competencia con su obra narrativa de ficción, atrae hoy a miles de jóvenes lectores, impresionados por su inolvidable reportaje Els catalans en els camps nazis, publicado en 1977, un ejemplo modélico de periodismo narrativo, investigación histórica y también de historia oral con centenares de entrevistas a deportados y supervivientes de Mauthausen y de otros campos de concentración. Pero fueron quizás sus entrevistas las que le concedieron la popularidad deseada. Docenas de retratos e interviús publicados en catalán en la revista Serra d’Or y en castellano en Des-

tino, mayoritariamente con hombres y mujeres de la generación de antes de la Guerra Civil, siendo la gran preocupación de la entrevistadora la desmemoria colectiva obligada por el franquismo y la necesidad de las nuevas generaciones de conocer y entender el pasado político inmediato. Sus impactantes entrevistas, por ejemplo, a Joaquim Amat-Piniella, el novelista catalán de los campos nazis, a Eugeni Xammar, el legendario periodista que asistió al auge del nazismo en los años veinte y treinta, o a Josep Pla forman parte ya de la memoria cultural de generaciones de lectores catalanes y españoles.

No se sabe exactamente cómo o a través de quién Montserrat Roig expresó sus ganas de entrevistar a Pla, que en aquel momento vivía una situación incómoda y agridulce: por una parte, gozaba de un alto reconocimiento literario, había publicado El quadern gris en 1966 y llevaba ya casi dos docenas de volúmenes publicados de su Obra Completa con los más altos elogios de la crítica. Sin embargo, su visión del mundo se había ido haciendo inmovilista, más agria y, quizás también, amarga; sus críticas contra los países comunistas y contra nuevas formas de expresión social, a las que atacaba provocadoramente, le habían convertido en el centro de duras polémicas con los sectores más jóvenes, catalanistas y progresistas. Montserrat Roig, que entonces colaboraba en el periódico barcelonés Tele-exprés, que dirigía Manuel Ibáñez Escofet, se hizo eco de los debates en un breve artículo, titulado «Algo sobre la irritación que provoca Josep Pla», publicado el 16 de enero de 1972. Roig argumentaba, siguiendo a Josep M. Castellet, que había que aceptar la filosofía vital de Pla tal como era, realista y antiromántica, y que «me parece excesivamente dogmático querer encorsetar la obra de Pla dentro de unos límites doctrinarios absolutos». Parece que Roig envió el recorte al Mas Pla de Llofriu y un ejemplar de Molta roba i poc sabó. El escritor pareció razona-

blemente satisfecho y aceptó, por intermediación de su editor Josep Vergés, hablar con la joven escritora en una larga entrevista que se publicó en la revista Destino con el título «Conversación con Pla en un día frío de finales de enero» el 4 de marzo. Después de un inicio más que frío, Roig admitía sentir «pavor» ante el inminente encuentro con «un escritor con una insondable aureola mítica, inasequible a nuestra delgadísima realidad de posguerra, me corroe la incertidumbre de cómo va a recibir ese gran escritor a una persona joven y, quieras que no, representante, por la edad, de conceptos muy poco seculares. Alguien dijo, en cierta ocasión, que es mejor no conocer nunca a los escritores que se admiran». Y un Pla nervioso, definitivamente incómodo ante la mirada inquisitiva de la joven y bella periodista, se exclamaba: «Y usted escribe? ¿Tan joven...? Usted, señorita, está muy flaca... No me gusta la juventud asexuada de hoy, no me gusta nada. ¡Y es que en diez años ha cambiado mucho el mundo! Y usted, ¿qué escribe? ¿Sobre las personas o sobre los pájaros? Hágame caso, señorita, cobre poco por sus escritos. Es mejor cobrar poco y siempre, hasta la muerte ». La conversación, densa, pero a pesar de todo fluida y amena, avanzó entre la alta cultura y el chismorreo, pasando desordenadamente de la belleza del paisaje a las ansias de libertad de la juventud, de Salvador Espriu a Stendhal y, por encima de todo, por su preocupación compartida por el presente y el futuro de la literatura catalana. Según Pla, «Parece que la gente joven es consciente de una continuidad. La literatura catalana está mejor que nunca. En la posguerra se han hecho cosas que nunca se habían hecho. Se venden más libros, hay más propaganda». Al final del día, Pla, Vergés i Roig se desplazaron en coche hasta Pals, Calella y Palamós, donde, entre grandes cantidades de café y whisky, con un Pla quizás ya ligeramente devastado, se despidieron con una inesperada complicidad. Roig escribió: «Pla será un escritor tan conservador

como se quiera. Pero es extraordinario cuando leo sus descripciones de lugares, me apasionan, me subyugan tanto, que me entran ganas de visitarlos. Me fascina su dominio, su agilidad lingüística. Creo que todos los que nacimos en la dura y rígida posguerra y nos muerde el gusano de las letras tenemos la santa obligación de empaparnos, de impregnarnos, de su sabiduría literaria. ¡Quién pudiera escribir como él!».

En el fondo Montserrat Roig del Arxiu Nacional de Catalunya de Sant Cugat se conserva una única carta que el escritor Josep Pla envió a su joven interlocutora. Ha permanecido inédita hasta ahora y la presentamos en su lengua original y traducida al castellano. Da testimonio del reconocimiento y el afecto que el venerado prosista sintió por la novelista, quien pocos días después publicó, también en Tele/expres, una elogiosa reseña del libro planiano Les hores, el volumen número 20 de su Obra Completa. Pla se sintió obligado a responder cortésmente, todavía a la espera de ver publicada la entrevista, quizás retóricamente avergonzado por «la inanidad de mi pobre e interminable monólogo». Pero la misiva puede sorprender por dos razones: la preocupación de Pla por la continuidad de la literatura catalana le lleva a ofrecer sin lugar a dudas el relevo cómplice a Montserrat Roig, a quien anima con insistencia a escribir más, tal como lo hizo también en aquellos años con Joan Fuster, Baltasar Porcel o Terenci Moix. «Debemos salvar esta literatura» fue su motto desde 1939, pero quizás nunca Pla lo expresó con esta contundencia. Y, en segundo lugar, la singular propuesta, desconocida hasta ahora, de escribir una novela a cuatro manos, o más bien una novela que Pla llevaba «en la cabeza» pero escrita por la misma Roig, que no llegó a concretarse y que desconocemos de qué habría tratado. Si Roig la hubiera llegado a escribir, Pla, según reconoce abiertamente, la habría promocionado al premio que, creado por la editorial Destino en 1968, llevaba su nombre.

Mas Pla, 20 febrer 1972

Montserrat Roig Barcelona

Molt apreciada Montserrat, Vaig rebre la carta amb el retall del seu article del Tele/expres. Està molt bé, però és, com tota la crítica d’avui, una mica superficial, etc. Li agraeixo moltíssim.

La conversació que tinguérem al domicili de Vergés a Palamós consistí en una sèrie de llocs comuns sense importància. Ara veurem —quan surti el seu paper— quina utilització n’ha fet. De tota manera, no sap quan li estimo la seva paciència davant de la inanitat del meu pobre i interminable monòleg.

Sóc un gran admirador de vostè —del seu llibre. Sembla un fenomen típic de la seva timidesa que, en un moment determinat, es despenjà amb una nerviosa explosió d’anticonvencionalisme i de cinisme. És un gran sistema per escriure. M’agradaria molt de parlar amb vostè del seu llibre sarcàstic i desaforat. És un mètode no gaire corrent en aquest país —mètode que jo admiro. Vostè té una gran capacitat d’expressió i moltes coses al cap. En aquest país, no és pas gaire corrent. S’hauria de remoure una mica aquesta literatura en vista a l’època d’avui. Podria fer un gran bé.

Si jo fos jove, la vindria a veure a Barcelona. Si vostè tingués un medi de locomoció —qualsevol—, hauria de venir vostè. Els joves no solen tenir temes.

M’agradaria d’explicar-li una novel·la que tinc al cap des de fa ja molts anys i que mai escriuré. L’hauria potser d’escriure vostè i, si sortís, tindria el premi —sempre, és clar, que li agradés de fer-la. Tot això és entre vostè i jo, naturalment. Hem de salvar aquesta literatura, no ho creu?

Passi-ho bé. Affm.

Josep Pla

Mas Pla, 20 de febrero 1972

Montserrat Roig

Barcelona

Muy apreciada Montserrat,

Recibí la carta con el recorte de su artículo del Tele/ eXpres. Está muy bien, pero es, como toda la crítica de hoy, un poco superficial, etc. Se lo agradezco muchísimo.

La conversación que tuvimos en el domicilio de Vergés en Palamós consistió en una serie de lugares comunes sin importancia. Ahora veremos —cuando salga su papel— qué utilización ha hecho. De todos modos, no sabe cuanto le estimo su paciencia ante la inanidad de mi pobre e interminable monólogo.

Soy un gran admirador de usted —de su libro. Parece un fenómeno típico de su timidez que, en un momento determinado, se descolgó con una nerviosa explosión de anticonvencionalismo y de cinismo. Es un gran sistema para escribir. Me gustaría mucho hablar con usted de su libro sarcástico y desaforado. Es un método no muy corriente en este país —método que yo admiro. Usted tiene una gran capacidad de expresión y muchas cosas en la cabeza. En este país, no es muy corriente. Se debería remover un poco esta literatura en orden a la época de hoy. Podría hacer un gran bien.

Si yo fuera joven, la vendría a ver a Barcelona. Si usted tuviera un medio de locomoción —cualquiera—, debería venir usted. Los jóvenes no suelen tener temas. Me gustaría explicarle una novela que tengo en la cabeza desde hace ya muchos años y que nunca escribiré. La debería quizá de escribir usted y, si saliera, tendría el premio — siempre, claro, que le gustara hacerla. Todo esto es entre usted y yo, naturalmente. Debemos salvar esta literatura, ¿no lo cree?

Hasta pronto. Affm.

Josep Pla

xavier Pla (Girona, 1966) es el director de la Cátedra Josep Pla de Literatura y Periodismo de la Universitat de Girona.

de 1972.

Entrevista a James Ellroy

Texto: toni Hill

Fotografías: Jordi Gol ©

Entrevista publicada en el número 463-464 de Quimera (julio-agosto de 2022)

Que James Ellroy vuelva a España siempre es un acontecimiento. Probablemente el autor de novela negra más importante del momento, sus más de cuarenta años de carrera literaria avalan una obra construida a base de coherencia y trabajo, ajena a modas pasajeras, única y cargada de obsesiones propias. El autor de L.A. Confidential, La dalia negra o el true crime Mis rincones oscuros, por citar solo tres de sus obras más emblemáticas, nos trae ahora bajo el brazo un nuevo título, Pánico (Literatura Random House, 2022), y un nuevo personaje, Freddy Otash, que parece tener ganas de seguir viviendo en más novelas pese a estar contándonos su historia desde el Purgatorio: el lugar donde acaban todos los muertos que, como él, han cometido múltiples y gravísimos pecados.

Conocí en persona a James Ellroy en abril de 2015, en un Sant Jordi memorable en el que me tocó firmar a su lado. Él, gratamente sorprendido por el revuelo que se organiza en Barcelona en ese día, se dedicó a llamar la atención de los numerosos transeúntes que aquel día recorrían la Rambla de Catalunya para que compraran su libro Perfidia (Literatura Random House, 2014), el primer volumen de su «Segundo Cuarteto de Los Angeles». Contradiciendo su fama de persona difícil, estuvo encantador, tanto durante la firma como en el paseo que nos llevó hasta la sede de Penguin Random House, donde se celebraba la habitual comida de Sant Jordi. Recuerdo que íbamos con prisa (Claudio López Lamadrid, que era su editor, James Ellroy y yo, acompañados de alguien más que no logro recordar, probablemente Eva Cuenca) y nos teníamos que parar a menudo porque James se detenía a hacerles carantoñas a varios perritos que encontramos por el camino, demostrándonos que quien se ha ganado el sobrenombre de «el perro diabólico» de la ficción criminal, siente una especial simpatía por los canes menos fieros.

Ahora, a sus setenta y cuatro años, Ellroy mantiene ese aullido que a mí me recuerda más al de un lobo melancólico que al ladrido de un cánido furioso, y, en conferencias y presentaciones, sigue cultivando esa imagen irreverente y descarada de autor que avanza por los márgenes del canon. Cita con orgullo la frase que dijo de él Joyce Carol Oates, quien lo definió como el «Dostoyevski americano», pero a renglón seguido admite que, en las listas de autores norteamericanos de prestigio, su nombre nunca aparecerá al lado de los de Saul Bellow o Philip Roth. Tal vez por eso, Ellroy, un autor con un proyecto de ficción único en la novela negra, un estilo absorbente, meditado y reconocible, y unas tramas de una complejidad técnica apabullante, ha optado por ensalzarse a sí mismo, añadiendo así titulares y frases inolvidables que han ayudado a cimentar su leyenda de autor rabioso

Sin embargo, en esta su última visita a España para promocionar su nueva novela, Pánico, publicada este mismo año por Literatura Random House, Ellroy ha mostrado su cara más tranquila y afable. La afabilidad y la parquedad de

palabras serían los rasgos que mejor definirían la entrevista que mantuve con él en uno de los salones del hotel donde se hospedaba en Barcelona, y en la que hablamos de su carrera y, sobre todo, de este último libro, cuyo protagonista absoluto es Freddy Otash, alguien que, aunque parece un típico personaje del imaginario de Ellroy, fue una persona de carne y hueso. Ex policía corrupto y violento, luego detective privado y matón a sueldo de la revista Confidential, una publicación célebre en el glamuroso Hollywood de los años cincuenta, el Freddy de ficción (no me atrevo a asegurarlo del Freddy real) alterna con Elizabeth Taylor y James Dean, con Nicholas Ray, Rock Hudson y el mismísimo J. F. K., mientras intenta sacudirse de encima un merecido sentimiento de culpabilidad. Pánico quizá no posea la complejidad argumental de otras obras de Ellroy, pero a cambio nos trae un sofisticado registro de comedia negra y una exploración de la cara más viciosa de ese Hollybufo brillante y mentiroso.

su primera novela, brown’s requiem, apareció en 1981. ¿recuerda al James ellroy de esos años? ¿Cómo se sintió al verse publicado por primera vez?

Claro. Estaba a punto de cumplir treinta y un años cuando empecé a escribir y tenía treinta y tres cuando salió el libro. Trabajaba de cadi en un campo de golf de Los Angeles y me mudé a Nueva York en septiembre de 1981, justo para la salida del libro. Fue un momento alucinante para mí. Vivía en un sótano y básicamente pasaba todo mi tiempo libre escribiendo.

en esa época, ¿se imaginaba escribiendo y publicando más de cuarenta años después?

Sí. Nunca pensé en dejar de escribir.

el personaje protagonista, Fritz brown, es un ex policía aquejado por problemas de alcoholismo y, además, un gran aficionado a la música de beethoven. Creo que usted también lo es.

Sí. Es un genio, sin duda. Me maravilló desde la primera vez que escuché la Quinta sinfonía

en alguna entrevista anterior he leído que lo toma como referente… Ah, sí. He dicho que soy el Beethoven de la novela negra... [Sonríe, con pocas ganas de dejarse arrastrar a esa clase de declaraciones.]

avancemos hasta la última novela, pánico. ¿Cuándo conoció al auténtico Freddy otash? En 1989. Se me ocurrió que podía usar a ese personaje para mi libro América. Llegamos a un acuerdo económico y le pagué. No me cayó especialmente bien. Me di cuenta de que era capaz de timarme y salir luego en televisión para contradecir algo de lo que aparecía en el libro. Así que lo despedí. Al poco tiempo, murió. Si me hubiera esperado un poco más, podría haberlo usado gratis.

en realidad, ahora que lo dice, el Freddy otash de la novela es un tipo que, al menos a mí, me cae relativamente bien. ¿Cómo lo describiría usted?

Estúpido, inconsciente, desatento, corrupto, oportunista, machacado por la culpa, golfo con las mujeres y amante de los animales.

es todo eso, sí, pero al mismo tiempo, dado que el libro es enteramente una confesión que otash nos escribe desde el purgatorio, una vez muerto, también se aprecia en él una cierta conciencia del bien y el mal.

Sí. Otash cree en el crimen y en el castigo, en el pecado y en la redención.

el personaje me hizo pensar en William Holden en el crepúsculo de los dioses, que cuenta la historia a partir su muerte en la piscina. ¿siempre pensó que la novela tendría esta forma confesional, por llamarlo de algún modo?

Sí. Planeé la novela de principio a fin, hasta el más nimio detalle. Pero en realidad es una comedia. Una comedia que me ha permitido tomar a algunos personajes famosos del mundo del cine a los que aborrezco, como James Dean o Nicholas Ray, y meterme con ellos.

Cierto. James dean queda fatal en el libro, aunque diría que Nicholas ray sale aún peor parado…

Es posible. Era un tipo que corrompía a todos esos actores y actrices jóvenes que tenía alrededor.

en cualquier caso, lo que es indudable es que muchos de los personajes del libro —rock Hudson, Natalie Wood, elizabeth taylor— fueron grandes estrellas. Ni siquiera las revistas como Confidential consiguieron acabar con su fama. En realidad, Confidential lograba hacerlos accesibles para la audiencia. Los bajaba del pedestal mostrando sus defectos y eso transmitía a los lectores la idea de que, a lo mejor, en algún momento, si se dieran las circunstancias adecuadas, existía la posibilidad de acostarse con cualquiera de ellos. Esa es mi teoría sobre el éxito de revistas como esa: hacer accesibles a las estrellas. Por eso sus escándalos no jugaban tanto en su contra. Rock Hudson traicionó a sus novios, por ejemplo, para evitar que lo sacaran públicamente del armario, lo cual fue muy poco noble por su parte. Y hubo otros actores y actrices cuyas carreras se truncaron a raíz de publicaciones de una revista como Confidential

No era una época fácil, desde luego. también estaba toda la persecución contra los supuestos comunistas que había en la industria del cine. ¿qué piensa de eso?

En su mayor parte fue justificada. No hablo de Mc Carthy y de todo lo que hizo, pero muchos de los comités de investigación que lucharon contra el comunismo estaban conformados por personas honorables. Y existía

una conspiración comunista para socavar la industria cinematográfica, eso es un hecho.

de acuerdo. pasemos al estilo. los lectores reconocerán al ellroy de siempre en esta novela; sin embargo, hay en ella algunas variaciones. Sí. Para empezar, está escrita en primera persona. Suelo escribir en lo que se conoce como tercera persona subjetiva, de manera que cada capítulo está narrado desde el punto de vista de un personaje. Normalmente, tres o cuatro personajes distintos. Pero en este caso yo quería usar solo una voz. Necesitaba que Freddy apareciera en todas y cada una de las escenas. Por otro lado, hay muchísimos juegos de palabras, como corresponde a una comedia.

sí, y le aseguro que están perfectamente traducidos por Carlos milla. la novela en castellano mantiene todo ese juego y, a ratos, es muy divertida. otro de los personajes célebres que aparece en la novela es John Fitzgerald Kennedy. ¿qué opinión tiene usted de él?

Fue un presidente de segunda fila; no era un mal tipo, pero estaba consumido por las pasiones. De hecho, se le recuerda más ahora por sus amoríos y su trágica muerte que por otra cosa.

Hablando de J. F. K., tengo entendido que uno de sus libros de cabecera es libra, de don delillo (que trata precisamente sobre lee Harvey oswald, el asesino de Kennedy). ¿puede decirme los títulos de algunos otros libros que salvaría de la hoguera?

Compulsion, de Meyer Levin, sobre el célebre caso criminal de Leopold y Loeb, y True Confessions [Confesiones verdaderas], de John Gregory Dunne, que trata sobre el asesinato de la Dalia Negra.

para terminar, sus seguidores estábamos en la mitad del segundo Cuarteto de los Ángeles, después de perfidia y esta tormenta. ¿podremos leer el tercer libro pronto?

No. Ahora mismo estoy escribiendo otra novela con Freddy Otash de protagonista. Algo totalmente distinto, con una voz mucho más trágica.

Entrevista a Luis Mateo Díez

Texto: e dua R do s uÁR ez Fe R nÁ ndez-Mi R anda

Fotografía: Antón Díez © Entrevista publicada en el número 480 de Quimera (diciembre de 2023)

La entrevista que se reproduce a continuación fue concedida por Luis Mateo Díez unos días antes de la concesión del Premio Miguel de Cervantes. Sirva, pues, como un sincero homenaje que le rendimos desde la revista Quimera. Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) es uno de los más importantes narradores contemporáneos. Autor prolífico, la obra del escritor leonés destaca por su «técnica y lenguaje poético de extraordinaria riqueza y una preocupación constante por la dimensión moral del ser humano». Novelas como La fuente de la edad (1986), El expediente del náufrago (1992), La mirada del alma (1997) o El reino de Celama (2015) —trilogía formada por El espíritu del páramo, La ruina del cielo y El oscurecer— son muestra de su talento narrativo. Su obra ha recibido importantes galardones, entre los que destacan el Premio Nacional de Narrativa, el Premio Miguel Delibes, o el Premio Café Gijón. En el año 2000 fue elegido miembro de la Real Academia Española, donde ocupa el sillón I; su discurso de aceptación, titulado La mano del sueño (algunas consideraciones sobre el arte narrativo, la imaginación y la memoria) es una excelente muestra de su pensamiento literario. La obra de Luis Mateo Díez está ampliamente traducida, y algunos de sus cuentos han sido adaptados al cine y al teatro. Hemos tenido la oportunidad de compartir unas preguntas con el autor leonés sobre su obra y sobre ese espacio ya mítico de su creación: Celama.

el limbo de los cines es un volumen de relatos que quiere ser un homenaje a «esos palacios de los sueños que tanto significan en la vida de los espectadores». para algunos escritores de su generación, el cine fue una experiencia que marcó su obra. es el caso de manuel puig o Guillermo Cabrera Infante. ¿qué ha significado para usted y para su literatura?

Por una parte, el séptimo arte supone un encuentro popular, masivo, con lo imaginario, a través de un invento tan insólito como el de las imágenes animadas.

Esa experiencia a mí me marcó muy tempranamente. La narración de las imágenes en el cine de mi pueblo, el relato de la oralidad, la lectura. Ámbitos de la imaginación y de la creación de ficciones entrelazados, concomitantes, que se ampliaban al asumirse. El cine también invade la literatura y tengo la impresión de haberme enriquecido con él como narrador literario.

el libro cuenta con las ilustraciones de emilio urberuaga. antes habían publicado Gente que conocí en los sueños, con los dibujos de mo Gutiérrez serna. ¿Cómo surgieron estas colaboraciones? ¿qué cree que aportan las ilustraciones a su obra narrativa?

Son ilustradores que admiro mucho. Aportan su mundo y su mirada y hacen el libro más atractivo. Siempre me he relacionado intensamente con los creadores plásticos.

usted es el creador de ese territorio imaginario que es Celama. un espacio literario que es un «cómputo de vidas apasionadas, melancólicas, exuberantes o secretas». William Faulkner, Gabriel García márquez, Juan rulfo o Juan benet también lo hicieron. ¿Cómo surgió Celama, qué la originó?

La originó la experiencia de vivir muchos veranos en un paisaje de páramo, donde quedaban muchos residuos de la antigüedad campesina, y la necesidad de tener un territorio, un espacio imaginario para mis ficciones, que siempre suceden en Celama y sus aledaños, una suerte de provincia del hombre donde están mis Ciudades de Sombra.

Celama es imaginario, pero a la vez está perfectamente demarcado: «una tierra situada en el centro de la mitad meridional de la provincia, una franja perfectamente delimitada del resto de la meseta por los Valles de los ríos urgo y sela». ¿por qué eligió ese espacio concreto, trasunto del páramo leonés, para desa-

rrollar el espíritu del páramo, la ruina del cielo y el oscurecer, entre otras obras?

Por esa experiencia que digo, por esa iluminación para trastocar lo real en irreal, por la consistencia de símbolos y metáforas que se entrelazaban y surgían al inventar las historias. Las fábulas de Celama tienen mucho que ver con la desaparición de las culturas campesinas.

algunas de las historias extraídas de las novelas que forman el reino de Celama fueron publicadas con el título de Celama (un recuento). ¿qué criterio siguió a la hora de elegir los relatos que forman este libro? ¿reescribió alguno de los textos?

Fue una idea y sugerencia de la profesora Ángeles Encinar, que es una de las mayores especialistas en mi obra. Ella detectaba la presencia de cuentos en la trilogía, lo que se llama novela compuesta en muchos estudios literarios contemporáneos. Repasé las historias para darles mayor individualidad, quedaron temáticamente ordenadas, recuperé inéditos. Todo ello en manos de Ánge-

les Encinar adquirió una dimensión de Viaje a Celama, un pórtico para llegar a ella.

mis delitos como animal de compañía es, quizás, su libro más humorístico. en él aparecen elementos de la novela picaresca. ¿qué nos puede contar de esta obra?

Se trata de un viaje mental, el relato de alguien que asume el trastorno como un ámbito de lucidez desquiciada y, desde esa perspectiva, a veces humorística y otras dramática o patética, hace una radiografía personal del mundo trastornado que vivimos, o en el que él cree que vivimos.

en Vicisitudes se cuentan ochenta y cinco historias que, reunidas, forman una novela. ¿qué elementos ha considerado comunes para conformar esta unidad? ¿podemos hablar de novela compuesta, a la manera de Winesburg, ohio?

Formarían una novela u ochenta y cinco posibles novelas, alguna de ellas ya escrita posteriormente. La idea de novela compuesta me parece acertada y muy interesante. Lo que hay es un mundo, un compuesto de mis Ciudades de Sombra, mi universo imaginario y una suerte de comedia humana, un entramado de vicisitudes que indagan en lo más significativo de la vida de muchos personajes.

usted ha reconocido que, como escritor, se siente heredero: «asumo la herencia de todos los grandes escritores que han llegado a mí y que he leído». ¿puede hablarnos de esos escritores que han influido en su obra?

Heredero como forma de reconocer tantos débitos, ya que me considero un lector poroso y agradecido. Hay una línea de aprendizaje y admiración que viene de muy lejos, de los clásicos griegos y latinos, de nuestro siglo de oro, de Cervantes, de la picaresca. Todo me concierne, nada me es ajeno. Las influencias son más nebulosas comprometidas. En su día leí con mucha atención y rendimiento a Valle Inclán, a Galdós y a Clarín. Pavese y Bassani fueron puntos de referencia entre otros tantos. En lo cercano la influencia siempre amistosa de Juan Eduardo Zúñiga, Manuel Longares y José María Merino.

el mundo rural está muy presente en su obra. la cultura y la sabiduría de pueblos y aldeas

se pierden con la desaparición de sus habitantes. ¿son sus novelas una forma de rescatar una vida que parece llegar a su final?

No tengo excesivos intereses sociológicos y el mundo rural tiene en mi obra una dimensión legendaria, acorde a mis vivencias, aunque en Celama existan muchas metáforas sobre el crepúsculo de las culturas campesinas. Lo que heredé en mi infancia fueron las tradiciones orales, el patrimonio de una literatura popular que en mi tierra tenía mucha fuerza y presencia, siempre a mil años luz de referentes costumbristas.

Celama pasó de los libros a los escenarios teatrales. ¿qué siente un autor al ver representada su obra en los teatros?

Es una experiencia muy importante y que se actualiza, ya que ahora hay un nuevo montaje sobre Celama que rememora y estiliza el anterior. Me fue posible comprobar la eficacia de la palabra en el escenario, la dimensión de lo que se representa y escucha, cuando uno meramente lo narró. Una experiencia muy enriquecedora, ya que el Teatro Corsario entendió Celama en su dimensión más expresionista.

su cuento «los grajos del sochantre» o su novela la fuente de la edad fueron llevadas al cine. ¿quedó satisfecho con el resultado de la adaptación? ¿suele participar en estos proyectos?

No me interesa mucho participar en los proyectos, pero en ambos hubo manos amigas. Chema Sarmiento hizo con «Los grajos» una adaptación muy expresiva y acorde al cuento, y Julio Valdés hizo con La fuente lo que buenamente pudo y le dejaron.

«siempre pensé que la memoria del narrador es el depósito que mejor contiene los elementos literarios de su experiencia, ese humus que salva del olvido lo que merece perpetuarse en la escritura mientras se macera, que rescata lo más significativo de lo que vivimos y recordamos para poder nutrir la fabulación.» estas palabras forman parte de su discurso de ingreso en la real academia española, en el año 2001. desde la perspectiva que da el tiempo, ¿considera que ha logrado, con una obra tan extensa, el objetivo de «rescatar lo más significativo de lo que vivimos»?

Sería demasiado petulante reconocerlo, pero no me resignaría a decir que no lo intento, ya que mi reto es ambicioso, no escribo para complacer y complacerme sino para ahondar en esa experiencia de lo imaginario que ofrece un contraste iluminador de la vida, de nuestra condición, de las contradicciones y contrariedades.

lleva más de veinte años en la real academia española, ocupa el sillón I. ¿qué puede contarnos de su experiencia en esta institución?

¿Cuáles cree que han sido sus aportaciones más destacadas como académico?

Mis aportaciones son sin duda los trabajos en las Comisiones donde se nutre y revisa el Diccionario, una labor muy refinada y cuidadosa, que los académicos y trabajadores de la casa abordamos con mucho compromiso. Anotar y revisar las palabras, estudiar las que van llegando, tomar decisiones, en lo personal pone a prueba la experiencia verbal que uno tiene y no hay que olvidar que los escritores somos un poco francotiradores en ese sentido, muy cercanos al sentido creativo de la lengua. Por otro lado, la Academia, las Academias hermanas americanas han contribuido de forma efectiva a que tengamos una conciencia común del español.

su obra ha sido merecedora de importantes galardones. además, es un firme candidato para recibir el premio miguel de Cervantes. ¿qué supone este reconocimiento para un escritor en lengua española?

Recompensas propicias al agradecimiento, avales generosos para seguir escribiendo.

en alguna ocasión ha declarado que «la escritura es mi refugio desde hace mucho tiempo, ha sido un territorio personal muy comprometido con la vida». ¿tiene algún nuevo proyecto en mente?

Soy escritor prolífico, puedo decir que a mis años ya solo vivo para escribir, pues la escritura es mi forma de vida, la experiencia de lo imaginario que tanto repito, leyendo o viendo películas, dada también mi condición de cinéfilo. En mente tengo infinitas historias, novelas a las que no daré abasto y, como irremediable consecuencia, quedará más de lo debido cuando me vaya. Ser prolífico no es aval de nada, pero puedo jurar que da gusto serlo, qué le voy a hacer.

Entrevista a Fernando Arrabal

Texto: i vÁ n Hu M anes

Fotografía: Galeria Cayón de Madrid. Foto de Juan Bartre. Dibujo de F. Arrabal ©

Entrevista publicada en el número 480 de Quimera (diciembre de 2023)

Fernando Arrabal (Melilla, 1932) publica nueva novela-inventario en Libros del Innombrable. Un gozo para siempre (Zaragoza, 2023) es un viaje a sus orígenes. Fuente de conocimiento de donde beberá tanto el lector experimentado en Arrabal como el iniciado. Reflejo del pasado, pero también del presente. Origen de los temas que han acompañado al autor en su trayectoria. Memorias noveladas. ¿Novelas memoriadas? Un texto de pulcritud matemática y universos paralelos, de paraísos y patrias personales: su propia historia.

...había tantos enigmas que me quedaron por resolver: la tortuga de la clase ¿por qué se despertaba tan tarde incluso cuando madrugaba?

si tuviésemos que (lamentablemente por su simplicidad) dar un breve resumen, machacar unas cuántas líneas, sobre… ¿de qué va su nueva novela?

...el sapo ¿se considera ¡tan hermoso! ...y el puerco-espín ¡tan inteligente!  que guarda sus aforismos con su grasa ¡de histricomorfo!

¿Cómo es posible que, nonagenario, recibiese la carta de la madre mercedes unceta —¿profesora? ¿maestra?— que da origen a su novela-inventario? tantos años después… ¿memoria? ¿azar? ¿Confusión? ...cuando nada lo resolvía todo ...los párvulos mirobrigenses si hubiéramos sido  instrumentos de cuerda  la madre

¿nos hubiera tratado como instrumentos de viento?

Fue esa carta ¿milagrosa? que recibió de la hermana de la madre mercedes —donde esta se preguntaba si no sería el momento de volver la sierra de Francia, las Hurdes, la batueca— la que activó su necesidad de regreso al origen. ¿la perspectiva es algo más que los recuerdos? ¿Cómo se ha ido construyendo Fernando arrabal a través del tiempo?

No creo que me haya recuperado, tras leer su novela, de su forma y fondo. es decir, como lector pero también (algunas veces) como escritor, creo que es apabullante. muy complejo de diseccionar cómo fue escrita, su proceso y estilo. mecanismo que tiende al infinito y resultado de una vida. ¿acaso esta es la novela donde usted logra ser big bang? ¿Gran explosión? ¿Comienzo y final de todo?

no meresco, no lo aue dicem ñe doy tanta repugnancia aue eñpiezo a concerme

por cierto, siempre mujeres. la madre mercedes mujer. odile mujer. publicó dos libros con esta misma editorial donde escribió con admiración, amor y ternura de todas ellas. ¿los ángeles siempre han estado de su lado?

...¡qué hubiera sido de mi primer viaje a los Estados Unidos  sin Louise, Pamela Moore, Chocolates for Breakfast, Berta...!; ...cuando Pamela en Cornell cayó en la cuenta  gracias al Minstrel Island de Pynchon,  que antes de inventar las elecciones ¿los chimpancés elegían su reina al strip-poker?

odile: «los testículos no son imprescindibles al amor» y «el impacto de la castración fue aún más beneficioso para su vida amorosa» (refiriéndose al filósofo abelardo y su amor sublime con eloísa). y abelardo (sin eloísa) fue el personaje favorito de louise bourgeois. Hablemos de ella y de la madre mercedes, de ambas. ¿Fueron ellas dos los pilares de Fernando arrabal?

...el amor repetía Louise es únicamente una experiencia salvaje

¿si provoca conceptos inesperados?;  algo parecido pero muy diferente decía la  madre que repetía

¿solo arrebatado por la pasión excesiva   se alcanza el invento trascendente?

peggy Guggenheim y beckett. Comente esa relación y la creación de su himno «mi idolatrada felatriz». es una delicia volver a encontrar su texto entre estas páginas y su motivo.  ...con sus imprescindibles gatos  Peggy me dijo en Venecia años después:  «ya no se vilipendia se subvenciona  ...quien pierde el don de gozar  o el de las lágrimas  ¿necesita pelar cebollas para llorar?».

más beckett. ¿Cuántas cartas le dirigió beckett? ¿a Kundera o beckett les hubiera entusiasmado conocer las batuecas?

...les hubiera arrebatado el escrupuloso  ciempies mirobrigense ...que en su merodeo por la Sierra de Francia  no daba pie con cola  ¿andando con cien ojos?

porque  un gozo para siempre son los lugares donde regresa con este libro. la novela es el relato de un viaje mental-espiritual, pero también físico, a las Hurdes, las batuecas, la sierra de Francia y Ciudad rodrigo. ¿qué ha almacenado su alma de esas localizaciones?

...después de haber recorrido los atolladeros del oscurantismo   con amigos nos previno de que  no atravesáramos los senderos de las mistificaciones luminosas

regresemos a Ciudad rodrigo. al palacio de los Águila. y al «museo-de-las-cuatro-maravillas». ¿es el palacio de los Águila la cima de sus ilusiones?

...las cuatro maravillas solo  ¿pueden ser misteriosas e incluso fantásticas?;  ...con la lógica neutral   ¿la ciencia enloquece?

¿Cuál de los dos sabe que no sabe lo suficiente para afirmar que no sabe nada?

...cuando la ternura infantil del mito  ¿planea más allá de la luna?   fue evidente que la prudencia exigía y exige  silenciar todo descubrimiento controvertido

acabemos con el misterio, el tohu bohu, lo-sin-género. Gaia y uranus. destrucción y asolamiento. ¿su novela es su  yesod hapashut, elemento simple, donde todo está unido como uno?

...la única proposición probada matemáticamente  de un concepto filosófico  ¿es el teorema de incompletitud?

¿por ello es tan limitado el pensamiento respecto a la trascendencia?;

...pues el tiempo ¿tiene una realidad objetiva?

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