Quimera Revista de Literatura | Número 496 | Abril 2025

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Cuaderno de trabajo, I (1955-1974) y II (1975-2001)

Ingmar Bergman

(Traducción de Carmen Montes Cano)

Nórdica Libros: Madrid, 2024 464 y 528 págs.

Entre la agonía y el éxtasis

Desde 1938 hasta 2001, el cineasta Ingmar Bergman fue volcando, en pequeñas libretas de veinte por dieciocho, ideas aisladas e imprecisas, borradores y planes de trabajo, así como algunos de sus sentimientos más ocultos. Un continuum indivisible que explica el empleo del singular en el título: Cuaderno de trabajo. Tan imponente conjunto heterogéneo, que reproduce la edición sueca de 2018, conforma el íntimo laboratorio donde el artista va pergeñando, sobre todo, sus fabulaciones y proyectos, al tiempo que elabora una especie de diario íntimo en el que plasma las incertidumbres, gozos y tribulaciones del arduo proceso creador. Nos encontramos ante una tensa pugna entre la agonía, en su sentido etimológico y unamuniano, y el éxtasis (por recoger los dos conceptos que dieron título a la célebre novela de Irvin Stone).

No sería adecuado concebir este Cuaderno de trabajo como un recuento de angustias, miedos, hipocondrías y depresiones del cineasta, ya que sobrepasa con creces tal aspecto. Su lectura es atractiva por los datos que nos ofrece para fijar la cronología creativa de una de las filmografías más sólidas de la historia del cine, pero asimismo estas páginas resultan apasionantes, a mi juicio, por adentrarnos en los entresijos de algo tan encarnizadamente humano como la génesis artística. Para Bergman, tanto la disciplina personal como la fantasía son el camino más certero para ahondar en el corazón del hombre e impedir que enloquezca: «A lo largo de toda mi vida la creatividad me ha sostenido y me ha lanzado por encima de todos los obstáculos, las transiciones y los abismos», confiesa en 1987, año en el que estuvo al borde del suicidio.

No existen en este Cuaderno ideas de puesta en escena para ser trasladadas luego a la pantalla, ya que Bergman concibe la inicial confección de sus películas

igual que una narración literaria, tal como plasmará, por ejemplo, en el guion de Persona, reeditado también por Nórdica este año y que merece comentario aparte. Le interesa la sola confección humana de sus criaturas, con las que convive hasta el punto de que, por momentos, no sabemos si habla el autor o el personaje. Una escritura esta que es antesala de otra escritura, de otra fase más depurada y próxima a lo definitivo. Sin embargo, a veces, los rudimentos del primer esbozo fijan milagrosamente la esencial e inamovible arquitectura de la obra (tal es el caso de Fanny y Alexander). La escritura, cualquier película o la maquinaria teatral constituyen un todo indisoluble. De ahí que, en 1965, Bergman no hable de su cine sino de su arte, al que se dedica «no por evasión y como juego adulto», sino como praxis existencial que «puede procurarnos a mí y a mis semejantes unos instantes de alivio o de reflexión». Un arte que implica sustento personal, a la vez que supone un acto de supervivencia que emana de la sabia fusión interior de la mirada del niño asombrado con la de un hombre que zozobra. Por ello, en la última etapa, Bergman se dedicará a la elaboración de sus memorias (La linterna mágica e Imágenes) y la trilogía novelística de sus padres (Las mejores intenciones, Niños de domingo y Encuentros privados). No se trata de recordar, sino de seguir amando con intensidad al ser humano: «Yo no soy una persona lógica, lo que soy es sobre todo un montón de sentimientos que van por ahí tratando de sacar el máximo partido a la vida y al arte».

Evidentemente, tan fascinante recorrido hubiera sido imposible sin la esmerada y hermosa traducción de Carmen Montes, lo que posibilita que el lector tenga el privilegio de asistir al proceso creativo, polifónico, de uno de los más indudables genios de nuestra época.

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