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ColaborAN en este número:
José Abad, David Aliaga, María Fernanda Ampuero, Ángel Arias Urrutia, T. O. Barlow, Louis Boulanger, Pablo Brescia, Guillermo Carnero, Homero Carvalho Oliva, Julia Cervilla Carrión, Moisés Galindo, Alberto García-Teresa, Guillermo Gómez, Federico Hernández Aguilar, Gabriel Jiménez Emán, Eduardo Moga, Guo Moruo, Josep Maria Nadal Suau, José Antonio Olmedo López-Amor, Páginas de Espuma, Juan Peregrina Martín, Javier Perucho, Marian Peyró, Juan Manuel Romero, José de María Romero Barea, Guillermo Siles, Sara Trejo, Fernando Valls, José Antonio Vila Fotografía de portada y Dossier:
Juan Rulfo y Augusto Monterroso, autor anónimo, s. f. Archivo de la Coordinación Nacional de Literatura, México. Editor:
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Noviembre 2021
En el centenario del escritor hondureño (nacionalizado guatemalteco) Augusto Tito Monterroso, uno de los máximos exponentes del microrrelato y las formas breves en lengua castellana, queremos rendirle homenaje a través de un dossier, coordinado por Javier Perucho, que aborda diferentes aspectos de su obra y que nos llega desde México, país en el que hubo de exiliarse y que se convertiría en su segunda patria. La obra de Monterroso se caracteriza por la concisión de su prosa, por su manejo de la parodia y la caricatura y, en palabras del jurado que le otorgó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras del 2000, «un cervantino y melancólico sentido del humor». Agradecemos las facilidades otorgadas a las siguientes instituciones mexicanas que nos permitieron consultar sus acervos: a la Coordinación Nacional de Literatura, la Filmoteca de la UNAM y la Cineteca Nacional. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA
Miguel Riera
Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
Imprime:
Gráficas Gómez Boj
El salón de los espejos
José de María Romero Barea. Honoré de Balzac:
Entrevista a María Fernanda Ampuero – 4
movimientos, flujos, migraciones – 50
El cielo raso
El ambigú
Especial: Augusto Monterroso
Sara Trejo: Todo lo que fuimos, de Laura Riñón – 53
Ángel Arias Urrutia. Monterroso o el arte de la
José Antonio Vila: Los papeles de Herralde.
reescritura: viaje al centro de una biblioteca – 11
Una historia de Anagrama 1968-2000,
Guillermo Siles. Monterroso y los días lejanos – 17
de Jordi Gracia (ed.) – 54
Pablo Brescia. Monterroso, lector (de Borges) – 20
David Aliaga: Voces de Extremadura, de Mario
Federico Hernández Aguilar.
Martín Gijón y Una temporada en el Danubio, de José
Vida y libertad en Monterroso – 22
Aníbal Campos (ed.) – 55
Homero Carvalho Oliva. Lo demás es silencio – 25
Fernando Valls:
Gabriel Jiménez Emán.
Italo Calvino. El escritor que quiso ser invisible,
Augusto Monterroso: el manantial de los cuentos – 26
de Antonio Serrano Cueto – 56
Javier Perucho. Monterroso y el cine – 28
La vida breve Guillermo Gómez. En busca del santo perdido – 30 Derechos reservados. Prohibida la reproduc-
Marian Peyró. Tubular Bells – 33
ción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los
Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de Tomás del Rey – 36
colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
El castillo de Barba Azul
Juan Peregrina Martín: La canción de NOF4, de Raúl Quinto – 58 José Abad: Eso no estaba en mi libro de Historia del Cine, de Javier Ortega – 59 Moisés Galindo: La luz oída. Edición conmemorativa (1996-2021), de Eduardo Moga – 60 Alberto García-Teresa: Cámara de resonancia, de David Eloy Rodríguez – 61 Juan Manuel Romero:
Fragmento de Las diosas de Guo Moruo – 38
Divina comedia, de Dante Alighieri – 62
Einstein on the Beach
La dama de Shalott, de Alfred Tennyson – 63
Guillermo Carnero. Elizabeth Barrett Browning. La
Josep Maria Nadal Suau:
construcción de la femineidad en el siglo XIX – 41
Quita tu cuello degollado de mi cuchillo,
José Antonio Olmedo López-Amor.
de Diane di Prima – 64
El paso de la luz, de Blas Muñoz Pizarro: arquitectura invisible de la música – 45
Eduardo Moga:
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a María Fernanda Ampuero Texto: Eva Díaz Riobello Fotografía cedida por la Editorial Páginas de Espuma ©
Tras la gran acogida de su primer libro de cuentos, Pelea de gallos, la escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) regresa al relato con Sacrificios humanos (Páginas de Espuma, 2021), una colección de historias que nos devuelven a su universo terrorífico y descarnado, donde en esta ocasión la autora nos obliga a mirar de frente algunos de los grandes males de nuestra sociedad: la desigualdad, el drama de la inmigración o la violencia de género.
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Escribiste este libro durante el confinamiento. Sin embargo, la pandemia de coronavirus no aparece en tus historias. Yo nunca jamás me sentí con la disposición de sentarme a escribir sobre la pandemia, aunque se podría pensar que sí, porque yo soy de Guayaquil y las imágenes de los estragos que causó aquí el Covid-19 se convirtieron en el símbolo de la desgracia global y de la
pobreza. Podría haberlo hecho, era un detonante para escribir historias terroríficas de zombis o de ladrones de cadáveres, pero nunca fue mi intención hablar de la pandemia. Lo que sí hice fue usar mis sensaciones en torno a ella para crear la atmósfera de mis historias, la sensación reinante de algo definitivo, de sinsentido o de que nada está garantizado. Creo que un poco de eso sí que hay en el libro: un sentimiento de desolación, de daño, de lo difícil que es estar vivo a veces, una especie de terror existencialista, porque lo escribí en pleno confinamiento. Sin embargo, ante ese horror que nos rodea, tú coges otros horrores que ya existían antes y nos los pones ante los ojos como diciendo: «Esto ya estaba aquí y es lo que está haciendo que la pandemia sea tan horrible». Hay varios cuentos sobre desigualdad, incluso ambientados en Guayaquil, que explican en cierta forma cómo esa progresiva desigualdad social y humana que se ve, por ejemplo, en «Invasiones» implica confinar a la gente a un estado como de apartheid que te impide el acceso a un montón de cosas básicas, como por ejemplo que venga una ambulancia a buscarte. Aunque yo no me lo había planteado así, la verdad: había unos temas de los que quería hablar, de los que siempre quiero hablar; no fue una elección muy consciente. Yo tenía mis propias sensaciones terribles, igual que cuando escribí Pelea de gallos. Entonces no había ninguna pandemia, pero en mi vida estaban pasando cosas realmente feroces, y lo que hago es usar eso, utilizar ese territorio mío que está en duelo y en conflicto para hablar de horrores que son casi tan antiguos como la humanidad. El primer relato de tu libro, «Biografía», es un puñetazo en el estómago, donde a través de la figura de la protagonista atraes la mirada del lector hacia muchas realidades silenciadas: la precariedad de los inmigrantes sin papeles, la crueldad del sistema, la violencia de género, el maltrato contra los ancianos... No das tregua. ¿Hasta qué punto te ha marcado tu propia experiencia? En primer lugar, fíjate que para hablar de la inmigración y de muchas cosas difíciles utilizamos eufemismos que, de tan repetidos, ya pierden su significado. Desde el primer mundo se hace mucho eso: quitarle significados profundos a la inmigración y a lo que significa ser
inmigrante con ese tipo de expresiones. Por ejemplo, cuando se dice que las personas «emigran en busca de una vida mejor». Ni siquiera. En realidad, tú emigras y sabes que tu vida va a ser peor, claramente peor: la gente no tiene ni idea de lo que implica no tener documentos de identidad. Te juro que yo podría usar mis palabras y decírtelo, decírtelo y decírtelo. Por ejemplo, que no puedes ir a una tienda de Vodafone a comprar un móvil, no puedes tener un teléfono propio, que no puedes tener una cuenta en el banco, que cada vez que ves una redada policial se te va el alma a los pies, porque tú puedes plantearte: ¿qué es lo peor que me puede pasar? Que me detengan y me deporten. No pasa nada, te vas a tu tierra, no suena tan espantoso. Pero no, lo que ocurre es que te meten en un centro de internamiento de extranjeros, donde a duras penas puede entrar alguna ONG: no pueden entrar tus amigos, ni tus familiares, y te pueden tener ahí encerrado hasta noventa días, con un montón de desconocidos, en las condiciones más paupérrimas que te puedas imaginar, con un frío despiadado en invierno y un calor estremecedor en verano. Y piensas: «Me van a meter presa noventa días hasta que haya un vuelo o les dé la gana de sacarme de aquí». Y luego está el hecho de que no puedes ir a tu tierra, entonces si tus padres o tus hijos están enfermos… Yo he oído casos de un montón de gente a la que se le murieron sus padres y no podían salir de España, tuvieron que vivir ese duelo solos. Y nadie les pregunta nada. La gente bienpensante cree que vivimos más o menos bien, que si un inmigrante sin documentos enferma puede ir a un centro de salud, que tiene libertad de movimientos… Sí, pero nadie pregunta cómo es que tus empleadores un día decidan pagarte la mitad de lo que te ofrecieron y tú no puedas recurrir a la Justicia. A mí me robaron el pasaporte en el metro y mi primera reacción fue acudir a la Policía. Y, en un momento dado, mientras un agente me interrogaba, comencé a caer en que me estaba preguntando por mi fecha de llegada a España, en dónde vivía, que si tenía NIE y me di cuenta de que la que estaba en problemas era yo. El hecho de que tu condición de ser humano vaya acompañada del epíteto ilegal, María Fernanda Ilegal, es terrible; yo soy muchas cosas, pero no soy ilegal. Y se ha convertido en una expresión tan repetida, «inmigrante ilegal», que nadie le da importancia, pero estamos hablando de una persona. Y como te decía, ni siquiera quiero una vida mejor, quiero una vida. ¿Por qué el ecuatoriano se fue? El ecuatoriano está muy apegado a su tierra. Pues
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a María Fernanda Ampuero
porque era imposible vivir en ese país, imposible, así que imagínate si hablamos de los sirios o los afganos. Por lo menos en Ecuador tenemos calles, hay una estabilidad aparente, pero es que los hijos no tienen nada, no hay nada. Yo pensé que España iba a aprender mucho de su crisis y de su proceso de emigración, pero no. Lo mismo le ocurre a la protagonista de «Biografía». «Biografía» tiene mucho que ver conmigo y con mi vida, con mi desesperación. Hay una frase en ese cuento terrible que para mí resume esa sensación que yo tenía todo el tiempo. Y es cuando la protagonista se sienta a tomar un café en una terraza y dice: «Soy una persona normal». En mi caso, yo soy periodista y he sido siempre una persona muy combativa: no tenía miedo de la policía, siempre estaba del lado de la denuncia. Y aquí sentía que me habían quitado las manos, la voz, porque si veía alguna injusticia no podía denunciarla. Si, por ejemplo, mis empleadores decidían no pagarme, simplemente tenía que marcharme habiendo perdido un mes y medio de trabajo. Por eso sí que llegué a hacer como la protagonista del cuento y publiqué un anuncio de «Yo escribo tu biografía». Esta historia tiene bastante de mí, con la diferencia de que yo al menos podía llamar a mis padres y pedirles dinero para comprar el billete de vuelta. Pero hay mucha gente que no puede y regresa con una deuda impagable. Ese cuento es muchas cosas: primero, es una forma de sacarme la espinita de saber si era capaz de escribir algo que realmente diera mucho miedo, usando todas las herramientas del género del terror, del suspense in crescendo —la historia de una mujer que se mete en la casa de un desconocido—, que tuviera reminiscencias de Misery, o incluso de Drácula, o Hansel y Gretel, pero también hablar de la inmigración, que fue algo muy doloroso para mí. Sigue siendo aún muy doloroso hablarlo en las entrevistas y eso que han pasado muchos años desde que fui indocumentada. Pero es que constato que no ha cambiado casi nada. Y hasta que fui legal yo corrí muchísimos riesgos. Ni siquiera creo que, con todo lo horrible que es el relato de «Biografía», el lector alcance a entender de verdad lo que yo sentía todos los días. Nadie debería sentir terror simplemente por estar vivo. «Biografía» tiene mucho de realidad: yo me fui a Sant Cugat a escribir la biografía de un hombre que respondió al anuncio. Obviamente no pasó lo
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que ocurre en el cuento, pero sí hubo muchas cosas rarísimas: su casa estaba muy retirada, tenía muchos perros, hubo drogas de por medio y una madre que él creía que le había hablado después de muerta; era un tipo muy raro que no me dio nada de comer en todo el día… Ahí yo me empecé a asustar. Hay muchas cosas que yo he tomado de esa experiencia de vida —que fue un riesgo tremendo que yo corrí— para hablar de las inmigrantes desaparecidas. Los nombres propios que aparecen en el cuento son reales, chicas que desaparecieron cuando estaban en territorio español. Sí, en nuestro país pasan esas cosas y nadie las está buscando. Son lo último de lo último, el gran sacrificio humano. Es imposible no asociar el título de «Sacrificios humanos» con los rituales paganos de las civilizaciones precolombinas, aunque estos tienen lugar en la época actual y ante la mirada impasible de un mundo supuestamente avanzado. ¿Nuestra evolución en más de dos mil años ha consistido en no mirar?
En la mayoría de las culturas se han practicado estos sacrificios por —supuestamente— el bien común. Los más famosos son los aztecas, que sacrificaban a sus enemigos, pero fíjate que durante el proceso de escritura del libro descubrí que los incas también hacían sacrificios humanos mucho más crueles que los aztecas, porque elegían a niños, los drogaban con yuca fermentada y los enterraban vivos en la montaña. También eran muy crueles los sacrificios de vírgenes, porque al dios le gustaban mucho más las mujeres puras, las adolescentes. Yo pienso que a día de hoy nos creemos muy evolucionados, modernos, ateos y todo, pero en verdad seguimos haciendo lo mismo. Mientras tú y yo estamos hablando, en algún pueblecito de Ghana o de Senegal hay un chico o una chica pensando: «Yo me voy» —porque en su familia sólo tienen una gallina para alimentar a ocho personas—, sabiendo que tal vez no volverá. El Mediterráneo donde nos bañamos en verano es un mar de muertos, nos estamos bañando sobre los hijos de otras personas. Esa es la otra cara de la inmigración. Y es que en el momento en que ves que no puedes alimentar a tu bebé, te vas. Esto no puede no entenderse. Ver a tus hijos llorar de hambre, saber que si te quedas en tu país estás condenado a nunca jamás poder soñar con nada distinto, resignarse a una vida de servicio, de precariedad, de hambre, de tristeza… sabiendo que hay otros países en los que pasan otras cosas, donde no te mueres de parto o de enfermedades curables. ¿Cómo no te vas a querer ir? ¿Cómo no vas a comprender esa sensación? Por eso yo siento que el inmigrante es el sacrificio humano contemporáneo por excelencia, es la persona que da su vida, muchas veces literalmente. Porque además hay otra cosa que pasa cuando tú eres emigrante —y sufres todos estos miedos y esta tristeza que te estoy contando— y es que nunca vuelves a ser la misma persona. Tú constatas en carne propia que sólo por haberte subido a un avión durante unas horas y aterrizar en Madrid con la intención de quedarte a vivir allí, ya te has convertido en el enemigo, en una persona a rechazar. Eso no puede no cambiarte la vida, es imposible que lleves esa daga en el corazón. Yo solamente he querido ser vecino tuyo, no he venido a robarte ni a hacer peor tu ciudad. Una de las cosas que más enganchan de tu estilo es tu capacidad para construir atmósferas
terroríficas que interpelan con fuerza los sentidos del lector. ¿Cómo las trabajas? Ahora voy viendo que tengo ciertas atmósferas obsesivas. El mal olor es algo que me obsesiona mucho porque, por ejemplo, el olor de un cuerpo en descomposición es algo de lo que no te olvidas, se te queda pegado a las fosas nasales; hay olores tan violentos que te hacen vomitar, te golpean en la boca del estómago. Obviamente ni la literatura ni el cine pueden hacer que lo percibas, pero para mí es importante que lo huelas. Por ejemplo, ahora que estoy viviendo en la playa, a veces aparecen tortugas marinas muertas o pájaros o peces. Bueno, pues eso huele a kilómetros, es algo espantoso que te revuelve y te asusta. Creo que es una cosa bien primitiva y eso es lo que a mí me gusta del género del terror, que va a una parte de ti muy primitiva. Aparte —y esto sí que es algo que he estudiado muchísimo toda mi vida, porque he sido muy friki del género del terror desde que tenía siete años—, la gente que escribe terror sabe que tú, por ejemplo, tienes un miedo visceral a los insectos. ¿Por qué? Porque cuando vivíamos en cuevas tú no sabías si la picadura de una araña iba a hacer que te murieras. Las películas de terror suelen dar esos pequeños sustos antes del gran susto, en los que aparece un insecto, o una rata... Luego, todos los monstruos con dientes, los vampiros, por ejemplo, representan a todas esas bestias que nos daban miedo. Y la oscuridad. La oscuridad, exactamente. En la oscuridad estamos vendidos absolutamente. El ser humano primitivo, cuando se trasladaba a un nuevo lugar, no sabía dónde esconderse o si estaba a salvo. Por eso nos da tanto miedo el tema de la casa nueva, que es casi un cliché dentro del género de terror. Mudarte a una nueva casa, sobre todo si está en el campo, porque el campo tiene otros peligros: los animales salvajes están más cerca, los insectos están más cerca. El hecho de que nos den miedo las calaveras es tan primitivo, porque es lo que está dentro de nosotros cuando ya no estamos aquí. Nos da miedo la vejez: hay muchos fantasmas que se representan con la figura de una persona mayor, porque eso es la despedida. Entonces, como lo sé y soy muy obsesiva con ello, quiero usarlo y para eso tengo que construir ese lugar con el lector. Y me parece necesario que huela. Mi sensación es que las cosas que ocurren en los lugares que desprenden mal olor nunca terminan bien. Algo
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Entrevista a María Fernanda Ampuero
horrible te vas a encontrar. Creo que es necesario recurrir a los sentidos para generar una atmósfera que realmente te asuste, porque el miedo viene de lo corporal: empiezas a tener sudores fríos, se te dilatan las pupilas, es una reacción realmente física que se da al ver películas o leer libros de terror y que escapa a nuestro control.
Muchos de los relatos están contados a través de la mirada de adolescentes, pero siempre outsiders: marginadas por culpa de su físico, su pobreza o ambos. ¿Hasta qué punto la adolescencia es una fábrica de monstruos? En la infancia hay también muchos dolores sobre los que también escribo y, además, pasa algo muy triste, que es que tú no sabes bien qué es lo que está pasando, todavía eres inocente. Pero el lector y la autora sí sabemos qué es lo que está viendo ese niño y eso nos genera mucha compasión, como ocurre en el relato «Los creyentes». Pero en la adolescencia ya te empiezas a dar cuenta y, si no hay nadie a tu lado, tu vida derrapa al abismo sin control ninguno. Es como estar en un lodazal y, como no hay nada a lo que puedas agarrarte, caes. Yo siento que nunca me he recuperado de la adolescencia, es como una enfermedad que padecí y me ha dejado estas secuelas que son la mujer que yo soy. Y me da rabia, creo mucho en la mirada de las adolescentes porque tengo mucha rabia de que entonces nadie me viera. Nadie. A mi alrededor había muchos adultos, yo no fui una niña abandonada, no tuve una vida catastró-
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fica: mis padres estaban vivos; tenía hermanos, abuelos, tíos, primos, de todo. En mi vida había mucha gente supuestamente cuidándome, pero ese cuidado era para el mundo exterior, en realidad eran ellos quienes estaban causándome este daño. Hasta el día de hoy aún no me explico cómo nadie me dijo: «Eres valiosa». Incluso de adulta. Yo hace unos años le pregunté a mi madre si ella me abrazaba cuando era un bebé y se echó a llorar: «¿Pero por qué me preguntas eso? ¿Por qué crees que yo no te abrazaba de bebé? Si además eras la bebé más preciosa que ha podido haber». Y yo le contesté: «Es que yo no recuerdo que me abrazaras después». ¿En qué momento dejó de abrazarme? A eso se refería la pregunta, pero no la hice de mala onda. Yo sé que es una pregunta horrible que hacerle a una madre, pero no sé tampoco qué respuesta esperaba. Me quedé pensando en qué momento dejé de ser abrazable, cuándo dejé de ser ese bebé bello, porque todo el mundo, cuando habla de mí —que es otra cosa tristísima—, lo que dice es que no hubo bebé más bello en la creación, que nací perfecta, gordita, mofletuda, expresiva. Bueno, pues yo seguí siendo una niña expresiva y era una adolescente expresiva, pero, ¿por qué ya no me querían en ese momento? ¡Hay una cantidad de dolor en la adolescencia! Porque además todo lo vives de una manera tan trascendental que se convierte en trascendental. La idea que yo tengo sobre mí misma, sobre lo «querible» o no que yo puedo ser, eso quedó marcado a fuego a través de lo que me decían cuando era una adolescente. Entonces el discurso era que yo era difícil, problemática, intensa, emocional, blablablá… Es un poco como una profecía autorrealizable, te dicen todo eso de ti misma y tú, como no sabes muy bien qué es eso de la personalidad, piensas que tienen razón. Es decir, a lo largo de mi vida mi familia me ha dicho que soy muchas cosas que en realidad no soy. Tuve que serlo para complacer esa idea predeterminada que ellos tenían sobre cómo era yo. Por eso yo escribo desde la adolescencia, porque para mí es el lugar del daño, donde se pierde toda la ternura. Por eso están muy solos los adolescentes del libro, porque es un momento en el que los padres piensan: «Ya está, lo que se hizo, se hizo, y lo que no, no se hizo». Y no se dan cuenta de que pasar la frontera entre la infancia y la adultez es como otro nacimiento, pero estás solo. Está naciendo una mujer de una niña y esa parte es muy horrible, porque te empiezan a decir cómo debe lucir una mujer, cuáles son las expectativas que debes
de tener sobre la vida, que el mundo es peligroso para una mujer, que tienes que conseguir pareja sí o sí… Y si tú no cumples todas esas cosas que están diciendo que son condiciones sine qua non para ser una mujer, entonces ¿qué eres? Si no eres atractiva, si no tienes pareja, si tienes gafas, acné y varios kilos de más… Un monstruo, eso es lo que soy. Y eso te va a acompañar toda la vida. Entre los cuentos donde denuncias la violencia contra las mujeres merece una atención especial el de «Lorena», donde rindes tributo a Lorena Bobbitt, cuyo crimen se leyó en su momento como una anécdota graciosa cuando en realidad encubría una trágica historia de maltrato. Yo toda la vida he tenido una deuda con esta historia, desde que tenía veinte años y entré a la redacción de un periódico. Lorena Bobbitt es ecuatoriana de la costa, como yo, y su caso, que se convirtió en una noticia global, para nosotros fue mucho más. Es difícil para el resto del mundo ponerse en el lugar de un ecuatoriano en relación con las noticias de nuestro país, porque no
somos como España, México o Argentina, que constantemente están en la prensa. Ecuador no tiene eso. Así que imagínate un país que es la sombra de las noticias, del que no se conoce a nadie, y que de repente se vuelve trending topic mundial. Imagínate lo que fue para las chiquillas ver la popularidad que tenía una compatriota nuestra. Obviamente lo que sucedió se convirtió en un chiste que se contaba entre risas, ella se convirtió en el símbolo de la mujer loca, pero además era ecuatoriana, así que a todas las mujeres ecuatorianas les han bromeado alguna vez con Lorena. Nosotros tuvimos un presidente muy loco y ridículo, Abdalá Bucaram, un tipo megalómano, uno de estos personajes que sólo da América Latina. Este presidente recibió con honores a Lorena Bobbitt cuando vino a Ecuador y el comentario del país era: «Mira este loco». Y efectivamente fue corrupto y terrible, pero sí hizo una cosa buena, que fue darle importancia a esta mujer como persona. Pero todo el mundo lo criticó. De la historia de ella a nadie le importaba la causa, es la invisibilidad de lo visible. Lorena vivió torturas, una violencia doméstica inimaginable de la que aún no sabemos todo, porque hay cosas que ella no ha podido enunciar públicamente. Pero yo estoy segura, por la forma en que se rompe durante el juicio, de que su marido la torturó sexualmente. Y, sin embargo, del caso de una víctima de tortura lo que quedó fue una anécdota ejemplarizante y graciosa. La gente se reía de ella y nadie ponía el foco en él. A él no sólo se le perdonó, sino que se le ensalzó. Por eso era una deuda que yo tenía. Y, hace unos años, el cineasta Jordan Peele hizo un documental sobre Lorena Bobbitt, esta vez con el enfoque correcto. Yo siempre había querido entrevistarla e incluso tenía el sueño de escribir un libro donde ella pudiese contar su historia en primera persona, así que, finalmente, utilicé la ficción. Algo tenía que hacer, aunque fuera escribir su propio nombre. Ella de hecho sólo fue Lorena Bobbitt tres años, ya no tiene ese apellido. ¿Qué proyectos tienes ahora? Mi sueño es que mis historias se lleven a la gran pantalla. Por supuesto, yo soy hija de la lectura, pero esta generación exige ir al cine. Yo le tengo un respeto inmenso a la narrativa cinematográfica y me volvería loca imaginarme que algo mío se convierta en una película de terror: poder pensar en la música, en la escenografía… que es algo que también hago cuando escribo, en realidad.
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Augusto Monterroso Monterroso o el arte de la reescritura: viaje al centro de una biblioteca
Homero Carvalho Oliva – 25
Monterroso y los días lejanos
Augusto Monterroso: el manantial de los cuentos
Ángel Arias Urrutia – 11 Guillermo Siles – 17
Lo demás es silencio
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Los pasados 8 y 9 de septiembre se celebró en el castillo delector San Servando de Toledo el I Curso de Verano 'LaMonterroso poesía y su poder transformador' Monterroso, (de Borges) y el cine bajo el lema 'Tendiendo puentes sobre el Mediterráneo'. Organizado por Universidad de Castilla-La Mancha y El Dorado AC, asociación Pablo Brescia –la20 Javier Perucho – 28responsable del Festival Internacional de Poesía Voix Vives, de Mediterráneo en Mediterráneo, el curso servía de colofón a la VIII edición del festival celebrado en el casco histórico de la Ciudad Patrimonio la Humanidad 3 al 5 de septiembre. El curso está dirigido por Ángel Luis Luján Atienza, profeVida de y libertad endelMonterroso sor de Literatura en la Facultad de Educación de la UCLM y AliciaAguilar Es. Martínez, Federico Hernández – 22directora de Voix Vives Toledo y la secretaría técnica ha estado a cargo de la poeta cordobesa Elena Román. Este dossier está formado por algunas de las ponencias presentadas durante el curso.
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El cielo raso
Monterroso o el arte de la reescritura:
viaje al centro de una biblioteca Por Ángel Arias Urrutia Me permito arrancar estas líneas con una confesión. Cuando Javier Perucho tuvo la enorme amabilidad de invitarme a participar en este número, dedicado a conmemorar el centenario de Monterroso, lo primero que se me hizo presente —junto al lógico agradecimiento— fue la proximidad de un espacio muy querido para el autor homenajeado. A tan solo veinte minutos de donde me encuentro estos días, se ubica la Biblioteca de Humanidades Alarcos Llorach, de la Universidad de Oviedo. Allí se alberga, desde el año 2008, la biblioteca personal que el escritor guatemalteco fue formando a lo largo de su vida (constituida por más de nueve mil ejemplares), así como buena parte de su archivo documental, que se completa con el material legado a la Universidad de Princeton (correspondencia, diarios, borradores, dibujos, fotografías, etc.), exceptuados algunos documentos y objetos donados a otras instituciones. Como declarara entonces Bárbara Jacobs, con motivo de la cesión, esta reflejaba «la calidad del afecto a la Asturias que cautivó a mi marido […] Un afecto agrandado por la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Letras» (El Comercio 18/4/2008). Me valgo, por tanto, de esta circunstancial cercanía para destacar un aspecto característico de su escritura: la configuración de un original universo creativo que, en su conjunto, presenta una interminable red de conexiones entre los diversos textos que lo constituyen, así como con una amplísima nómina de autores y obras, procedentes de muy diversas tradiciones culturales y literarias. Hasta tal punto se perciben este diálogo e interrelaciones constantes que, en un estudio imprescindible, An van Hecke los examina bajo la acertada denominación de «intertextualidad rizomática». Además, en ese mismo trabajo, extrae un listado de 1167
escritores, mencionados o aludidos en alguno de los once títulos que analiza; es decir, en la totalidad de la producción monterrosiana, si exceptuamos Pájaros de Hispanoamérica (2002), al que no incluye por recoger las semblanzas publicadas previamente, de forma dispersa, en sus otros libros.1 Son muchas las bibliotecas que aparecen en sus creaciones. En la de Eduardo Torres arranca esa tortuosa y pirandelliana búsqueda de un autor, que nos presenta en su novela Lo demás es silencio (La vida y obra de Eduardo Torres) (1978). En la Nacional de Guatemala se forjó su propia formación como escritor. Pero es en una de las entradas de su dietario La letra e (1987) donde nos da la clave para comprender cómo en cada uno de esos recintos, donde celosamente conservamos la materialidad de nuestras lecturas, se contiene «la diversidad de los mundos por los que cada mente navega».2 Desde esta perspectiva, propongo realizar una visita virtual a la Sala Augusto Monterroso de la universidad ovetense. La división en secciones que aparece en el catálogo confeccionado por Marta Cureses nos permitirá apreciar algunos núcleos de interés del autor que, como es lógico, se proyectan también en su obra.3 En el centro del centro, la palabra En primer lugar, se localiza un conjunto formado por diccionarios de español y otras lenguas, así como gramáticas diversas. Detrás de ellos cabe atisbar una 1. Cfr. An van Hecke, Monterroso en sus tierras: espacio e intertextos, Xalapa, Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana, 2010, págs. 113-124. 2. Augusto Monterroso, La letra e (Fragmentos de un diario), Madrid, Alfaguara, 1998, pág. 205. 3. Marta Cureses, Legado Augusto Monterroso, Oviedo, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, 2008.
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Ángel Arias Urrutia. Monterroso o el arte de la reescritura...
inclinación filológica, que se manifiesta en algunas de las actividades profesionales que desempeñó a lo largo de su vida: fue editor, corrector, antólogo y traductor; escribió artículos de crítica literaria; y trabajó en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Pero este aspecto se evidencia, igualmente, en su obra creativa. En ocasiones, desde la distancia paródica con la que aborda la sátira de la presuntuosa erudición: por ejemplo, al presentar el cenáculo formado por un sabio maestro y sus discípulos, en «Obras completas», relato de su inaugural Obras completas (y otros cuentos) (1959); por medio de la desopilante reinterpretación que deduce el psicoanalista, acerca del encuentro entre «El Conejo y el León», en La Oveja Negra y demás fábulas (1969); o en el planteamiento general y en numerosos pasajes de Lo demás es silencio… (1978).4 Otras veces, lo hallamos desarrollado de forma seria, aunque nunca exenta de humor, en un buen número de ensayos dedicados a comentar aspectos estilísticos y fuentes de autores admirados, aciertos y desvíos de los traductores, pasajes oscuros y problemas de interpretación, atribuciones erróneas, etc. A modo de muestra, selecciono tres textos de esa extraordinaria miscelánea que es La palabra mágica (1983). En «Los juegos eruditos», siguiendo el magisterio de Alfonso Reyes —Monterroso formó parte del equipo que editó sus Obras completas—, plantea una solución a la célebre «estrofa ardua» del texto gongorino Fábula de Polifemo y Galatea. De esta forma, el ensayo ofrece uno de sus frecuentes juegos intratextuales, como contrapunto simétrico al disparatado estudio de Eduardo Torres «El pájaro y la cítara», que aparecía en Lo demás es silencio. Por su parte, «Lo fugitivo permanece y dura» propone una fuente alternativa para ese endecasílabo de Quevedo. Se trata del humanista italiano Janus Vitalis, con quien descubre posteriormente —y así lo recoge en Los buscadores de oro (1993)— un posible vínculo familiar. Finalmente, «Sobre la traducción de algunos títulos», muy al estilo de su admirado Borges, expone la absoluta libertad empleada por editores y traductores a la hora de trasladar al español los rótulos originales de algunas obras extranjeras, y enfatiza, con enorme comicidad, cómo el error o la 4. Acerca de la importancia y funciones de la sátira en su obra, Francisca Noguerol desarrolló un estudio extraordinario en La trampa en la sonrisa. Sátira en la narrativa de Augusto Monterroso, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1995.
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ignorancia, paradójicamente, dan como resultado una acertada formulación.5 No quisiera pasar al siguiente bloque de libros sin detenerme en esa atención viva de nuestro escritor a los más pequeños detalles expresivos mediante los que se configura el discurso. Además de revelarnos una aguda sensibilidad para captar los matices que transmiten, su escritura da buena muestra del ingenio para explotarlos en sus textos. Piénsese, por ejemplo, en la riqueza de los registros empleados para elaborar la biografía coral de Lo demás es silencio…, tejida a partir del concurso polifónico de las más variadas voces y géneros discursivos. O en la frecuente inserción de la oralidad —bien sea ficcional o factual, siempre tamizada por una cuidadosa reelaboración— en sus narraciones breves o ensayos.6 Detrás de la aparente sencillez alejada de toda solemnidad y de esa incansable búsqueda de la concisión, late también una poética de la exigencia y el rigor. Por eso, entre burlas y veras, en la sección de aforismos de Eduardo Torres, se incluye esta máxima: «ESTILO. Todo trabajo literario debe corregirse y reducirse siempre. Nulla dies sine linea. Anula una línea cada día», El Heraldo, «La fisiología del gusto».7 En un nuevo caso de lo que podríamos llamar acierto por accidente, el apócrifo Torres regala, con su defectuosa traducción de la frase atribuida a Apeles, una acerada síntesis del ideal estético monterrosiano, ficcionalmente extraída, a su vez, de un artículo que toma prestado su título del tratado de Brillat-Savarin. Doble juego intertextual, donde la comicidad ingeniosa es la vía para presentar dos poderosas sugerencias: si el error paronomástico incide en la importancia de la reescritura por eliminación, como herramienta para alcanzar un estilo depurado; la audaz traslación, del campo culinario al literario, activa la posibilidad de establecer in5. Sobre esta recurrencia temática y su relación con el escepticismo que caracteriza la visión del autor, puede consultarse el trabajo de Marcos Eymar: «El sopor de Homero: el error y la errata en la obra de Monterroso», La letra M. Ensayos sobre Augusto Monterroso, Alejandro Lámbarry et al. (eds.), Puebla, Afínita Editorial-BUAP, 2015, págs. 223-246. 6. Recomiendo al lector interesado en este aspecto el artículo de Alejandro Palma Castro y Fernando Morales Cruzado: «El hueco en la escritura de Augusto Monterroso», La letra M. Ensayos sobre Augusto Monterroso, op. cit., págs. 199-222. 7. Augusto Monterroso, Lo demás es silencio (La vida y obra de Eduardo Torres), Jorge Rufinelli (ed.), Madrid, Cátedra, pág. 165.
teresantes analogías y coloca al lector en una posición clave, como degustador último del menú textual. Raíces de una civilización: Grecia y Roma La mención del pintor de Alejandro nos da paso natural para abordar la segunda sección de la biblioteca, formada por una amplia colección de «autores clásicos», donde se hallan reunidas las obras más importantes de la cultura grecolatina. Pese al carácter extraordinariamente innovador de la propuesta monterrosiana —o, tal vez, precisamente por eso—, a lo largo de toda su trayectoria literaria se manifiestan no solo la influencia de este gran legado, las referencias y citas constantes (su querido Horacio, Homero, Platón o Aristóteles, Aristófanes, Esopo y Fedro, Zenón, Heráclito, Ovidio, Séneca, etc.), sino una extraordinaria capacidad para revelar la actualidad de las cuestiones tratadas en sus textos, así como para aproximarlos, desenfadadamente, al lector contemporáneo. Una vez más, vida y obra se entrelazan. Es esta interrelación uno de los muchos atractivos que presenta la magnífica biografía elaborada por Alejandro Lámbarry, Augusto Monterroso, en busca del dinosaurio.8 Pues bien, allí se nos cuenta la importancia que el conocimiento del mundo clásico y el aprendizaje del latín tuvieron para el escritor desde sus años juveniles. Al tiempo que las necesidades familiares lo obligaban a trabajar, desempeñando tareas administrativas en una carnicería, dedicaba las horas libres a la lectura y comenzaba a frecuentar el grupo de escritores noveles que daría origen a la revista Acento. De hecho, será él quien anime a sus compañeros —Carlos Illescas, Otto-Raúl González, Fedro Guillén y Raúl Leiva— para que le acompañen a recibir clases de latín de un seminarista.9 Muchos años después, evocaría aquellos tiempos de arduo aprendizaje en «Mi relación más que ingenua con el latín», aparecido en su libro de ensayos La vaca (1998). Allí mismo da cuenta de cómo, posteriormente, durante su segunda etapa en México, forjaría una gran amistad con Rubén Bonifaz Nuño, destacado latinista, por quien obtendría un puesto como corrector de estilo de la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana de la UNAM. Finalmente, en 1988, vio publicada al latín la traducción de sus fábulas, realizada 8. Alejandro Lámbarry, Augusto Monterroso, en busca del dinosaurio, Ciudad de México, Bonilla Artigas Editores, 2019. 9. Ibíd., págs. 53-54.
por Tarsicio Herrera Zapién. No resulta extraño que, al referirlo, mencione la figura de Rafael Landívar, autor de la Rusticatio mexicana, el gran clásico de la literatura guatemalteca. Atisbaba Tito una cierta afinidad de destinos con el jesuita —quien también escribió su obra en el exilio— y, de este modo, veía colmados sus anhelos, más allá incluso de lo que hubiera podido concebir: «solo se cumple lo que no se ha soñado», concluía.10
Rubén Bonifaz Nuño y Augusto Monterroso, IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/RSA-05191.
Es, sin duda, en estas fábulas donde puede percibirse de manera más evidente hasta qué punto el contacto con el mundo clásico marca hondamente la trayectoria creativa de Monterroso. Su lectura, además, es una excelente muestra del modo en que el escritor alimenta su propia obra en ese diálogo continuo con la tradición literaria, a la que acude una y otra vez, la asimila, la hace suya y la recrea desde ángulos diversos —incluso contrapuestos— para ofrecerla renovada. El estudio de su corpus fabulístico y de las variaciones que este representa con respecto a las convenciones del género, así como de las fuentes que maneja, ha sido uno de los campos más frecuentados por la crítica. Desde el trabajo pionero de Corral, quien acuña el concepto de desplazamiento para explicar el proceso de 10. Augusto Monterroso, La vaca, Madrid, Alfaguara, 1999, pág. 87.
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transformación obrado por Monterroso sobre el molde genérico, se ha venido subrayando cómo en estas nuevas fábulas se produce una quiebra de los códigos de lectura acostumbrados.11 Siguiendo a Anne Karine Cleveland, puede decirse que esta trasmutación presenta aspectos que desempolvan al género del anquilosamiento al que lo había relegado la reiteración de una fórmula esquemática y cierto simplismo moralista, y que lo hace, curiosamente, entroncando con su modelo original: recobra el componente crítico con la sociedad de su tiempo y recupera la diversidad en la tipología de los personajes y conflictos que conforman las microhistorias. Supone, además, una renovación, al dar entrada a cuestiones cruciales para la cultura contemporánea (la identidad, la alienación, el relativismo, la transculturalidad, la crisis epistemológica, la metatextualidad, etc.). Por último, liberadas de la moraleja final, estas nuevas fábulas intensifican el papel desempeñado por el lector como intérprete del sentido —paradójico, en numerosas ocasiones— de estos textos.12
Augusto Monterroso, autor anónimo, s.f., archivo de la Coordinación Nacional de Literatura, México.
11. Wilfrido H. Corral, Lector, sociedad y género en Monterroso, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1985, pág. 108. 12. Cfr. Anne Karine Cleveland, «Augusto Monterroso y la fábula en la literatura contemporánea», América Latina Hoy, núm. 30, 2002, págs. 119-155.
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La reinvención de un macrocosmos literario Nos hallamos, pues, ante un caso particular de lo que Genette denomina architextualidad; es decir, la relación que mantiene una obra literaria no ya con otros textos singulares —fenómeno permanente en la producción monterrosiana— sino aquella que lo ubica dentro de una categoría determinada, por presentar una serie de rasgos comunes (1989, 9-14).13 A la luz del centenario que ahora se conmemora, con la perspectiva que ofrece el paso del tiempo, no me resulta arriesgado proponer que en este punto se halla una de las aportaciones decisivas de Monterroso al conjunto de las literaturas hispánicas contemporáneas. En efecto, este doble juego de enraizamiento en la tradición literaria y de reinvención, mediante ingeniosos mecanismos de desplazamiento y actualización, no se produce únicamente en el caso del género fabulístico. Ya desde su primer título encontramos una buena muestra de estos procesos que dan lugar a mutaciones de carácter architextual y que se reiteran en sus libros posteriores. Aunque uno lo intente —le ocurría a él mismo en todo tipo de intervenciones públicas—, resulta casi imposible hablar de Monterroso sin mencionar su celebérrimo «El dinosaurio». Este microtexto, que lleva al extremo la reducción del relato a sus mínimos elementos constitutivos, jugará, junto con el resto de sus miniaturas narrativas, un papel determinante en la emergencia y consolidación del microrrelato contemporáneo como una nueva categoría genérica, constituyéndolo, además, en eslabón imprescindible de esa cadena formada por los cultores de la brevedad: Reyes, Torri y su amigo Arreola, impulsor decisivo de su inicial despegue como escritor. Por su parte, «Eclipse», al tiempo que se suma a esta misma escritura minificcional, adelanta, en versión reducida, los mecanismos que van a caracterizar la aparición de la nueva novela histórica y ofrece una reescritura del género fundacional de la literatura hispanoamericana: la crónica de Indias. Avanzando en el tiempo, su tercer libro, Movimiento perpetuo (1972), plantea la disolución de las fronteras genéricas, desde su mismo prefacio inaugural: «La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema
13. Cfr. Gerard Genette, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, Madrid, Taurus, 1989, págs. 9-14.
de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo».14 Podríamos continuar en esta misma dirección, refiriendo la creación del libro-objeto con La palabra mágica, donde, además de reiterar y ampliar el concepto de ensalada textual (relatos, ensayos, microtextos, semblanzas, fragmentos autobiográficos), introduce la intermedialidad entre el discurso verbal y los elementos icónicos; o deteniéndonos en el análisis de la original propuesta de Lo demás es silencio…, que reformula la composición novelística como un laberinto intertextual, en el que se sugiere al lector un recorrido ad líbitum. Pero detengámonos, mejor, en el símbolo de la mosca que preside toda la arquitectura en fuga de Movimiento perpetuo. Ella constituye la perfecta imagen autoral de ese lectoescritor, voraz e inquieto, que se proyecta en el conjunto de la producción monterrosiana. Desde este ángulo concreto se comprende mejor la extraordinaria amplitud —en cantidad de obras y de autores, en la extensión de épocas y áreas geográficas— que abarca la sección de mayor magnitud de nuestra biblioteca, reunida bajo el común marbete de «Literatura universal». De entre tan abigarrado conjunto quisiera detenerme en unas pocas observaciones. Lo primero que llama la atención en nuestra virtual visita es la significativa presencia que alcanza la figura de Cervantes. Además de los numerosos ejemplares de su autoría, Cureses destaca cómo «sobre El Quijote hay muchísimos libros, bibliografía crítica, ediciones anotadas».15 No debería sorprendernos, en la medida en que toda su creación aparece trenzada de constantes alusiones, referencias y comentarios en torno a la vida y la obra del genial alcalaíno, al tiempo que, como muestra Noguerol, cumple un papel inspirador sobre numerosos textos monterrosianos.16 De hecho, Van Hecke pudo constatar que se trata, con diferencia, del autor más frecuentemente mencionado. Además de este aspecto, la sección da una imagen bastante completa de lo que podríamos denominar los clásicos españoles. Desde la Edad Media (recuérdese ese prefacio manriqueño con el que abre su dietario: 14. Augusto Monterroso, Movimiento perpetuo, Barcelona, Muchnik, 1985, pág. 15. 15. Op. cit., pág. 12. 16. Francisca Noguerol, «Los juegos literarios: El Quijote como hipotexto en la narrativa de Augusto Monterroso», Alba de América, vol. XV, núms. 28-29, 1997, págs. 118-130.
«nuestros libros son los ríos que van a dar en la mar, que es el olvido»), hasta la Edad de Plata, con la presencia de Unamuno, Valle-Inclán y, particularmente, Machado (a quien incluye en su selección de los cuatro mejores escritores en lengua española del siglo XX, junto con Darío, Borges y Neruda),17 sin olvidar la literatura áurea (Garcilaso, Quevedo, Gracián, Lope y Góngora). Como cabría esperar, la biblioteca también permite un magnífico recorrido por la historia de las letras hispanoamericanas: ediciones de textos precolombinos, autores de la época colonial, los clásicos del XIX y, sobre todo, una excepcional colección de obras del siglo XX, con numerosos ejemplares dedicados por sus respectivos autores, amigos más o menos próximos muchos de ellos, con cuya obra mantiene variados vínculos en sus propios textos, y sobre los que lega un buen número de semblanzas, recopiladas en Pájaros de Hispanoamérica.18 Pero si estas son las referencias más cercanas a su entorno cultural y, exceptuado el último grupo, las que llegaron en primera instancia a aquel joven aprendiz de escritor que frecuentaba la Biblioteca Nacional de Guatemala, paulatinamente su mundo se fue abriendo, a través de la lectura, a otras tradiciones más lejanas, cuya huella se hará particularmente presente en su obra, en el caso de algunos escritores afines. Así, en el examen del catálogo, se destaca también la figura de Shakespeare. No faltan Dante, ni su Montaigne (los Ensayos fue el único libro que retuvo Monterroso en su apresurada huida de Guatemala). Se encuentran también textos originales y traducciones de Swift, Melville, Schowb, Joyce y Kafka, a quienes el propio Monterroso reconocía como influencias determinantes. Dentro de la diversidad ya señalada, se observa una preponderancia de las literaturas francesa y anglosajona de los siglos XIX y XX. Antes de dar por concluido nuestro recorrido, la mirada se detiene en esas magníficas colecciones dedicadas al cuento y al aforismo, géneros que cultivó desde sus mismos inicios como escritor y de los que su obra ha pasado a convertirse hoy en inexcusable referencia. 17. Augusto Monterroso, Literatura y vida, Madrid, Alfaguara, 2004, pág. 65. 18. De nuevo, An van Hecke nos ofrece un sugerente recorrido por algunas de estas dedicatorias y nos reserva una última sorpresa sobre su querencia cervantina en «“Para Augusto con un abrazo de Miguel”. El maravilloso mundo de las dedicatorias en la biblioteca de Monterroso», La letra M…, op. cit., págs. 113-138.
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Observamos también la sección de artes plásticas, que nos trae al recuerdo su afición al dibujo —brevedad de la imagen—, de la que nos dio buena muestra con la publicación de Esa fauna (1992). Nos quedamos con ganas de recorrer su compilación de revistas culturales y literarias, que promete un viaje fascinante por la vida cultural latinoamericana del siglo XX. Y constatamos que, junto al conjunto formado por sus obras completas (pruebas con correcciones del propio autor, primeras ediciones, reediciones y traducciones), aparece una nueva sección, en la que fue reuniendo los estudios — monografías, libros colectivos, artículos y tesis— dedicados a analizar su creación literaria. Más allá de una modestia y timidez proverbiales que, a pesar de haberse convertido en figura pública, le acompañaron durante toda su vida, este último apartado nos muestra a un autor extremadamente atento a la recepción de sus textos. Tal vez por esa vanidad que parece acompañar a todo artista, pero, muy probablemente también, porque, como nos revela su propia poética, era muy consciente de que el destino final de cualquier obra literaria solo se alcanza cuando llega a sus lectores. Coda final: entre vacas anda el juego Al abandonar la Sala Augusto Monterroso cae la tarde en Vetusta. De pronto, me percato de una feliz circunstancia: los libros y papeles de Tito se alojan en la misma casa académica donde impartió clases Clarín, uno de los autores españoles que dejó honda huella entre sus lecturas juveniles y que le había servido de inspiración para escribir uno de sus primeros microrrelatos, «Vaca», incluido en Obras completas...: «La vaca como símbolo de algo triste y como tema literario apareció ante mí por primera vez cuando en la preadolescencia leí el cuento “Adiós, Cordera” de Leopoldo Alas, Clarín, que entonces me conmovió enormemente, y después he declarado hasta como una de mis influencias».19 En efecto, si releemos ahora la brevísima narración, resultan patentes sus afinidades. No solo en la centralidad del bovino como protagonista, sino en otros elementos comunes, como la presencia del tren, la muerte del animal y la irrupción de la atmósfera de tristeza que su alusión prospectiva (Clarín) o su constatación 19. La vaca, op. cit., págs. 14-15.
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efectiva (Monterroso) imponen sobre ambos relatos. Además, por encima de la anécdota particular presentada en el desarrollo diegético, los dos textos, merced a su hábil configuración, dejan abierto el camino hermenéutico a una lectura más profunda, que otorga valor simbólico a ambas historias. En el caso del cuento, el destino de la vaca Cordera se proyecta como elegíaco epítome de la desaparición de un mundo y de una forma de vida, ante el avance del progreso (manifestado en la llegada del ferrocarril). El microrrelato, por su parte, nos conduce hasta una de las recurrencias temáticas de la obra monterrosiana, pues aquí la vaca muerta se transforma «en símbolo del escritor incomprendido, o del poeta hecho a un lado por la sociedad».20 Como ocurre en otros pasajes de sus textos ensayísticos o de sus entrevistas, el autor nos ofrece, pasado el tiempo, las circunstancias extratextuales que estimularon o dieron origen al proceso creativo de una de sus obras. De hecho, indicará también el incidente anecdótico de un trayecto en tren, durante su etapa como agregado cultural en Bolivia (1953-54), del que partió la evocación de Clarín y del que surgiría, más tarde, la idea del relato. Habla asimismo de otros bovinos librescos que, en prodigioso palimpsesto, se incorporaron a su imaginario literario y emocional: los de Darío y Maiakovski. Por si esto fuera poco, como de soslayo, apunta la hibridez genérica de la composición (una de las señas de identidad del microrrelato contemporáneo): «... escribí una especie de poema en forma de cuento muy breve, o cuento en forma de poema en prosa muy breve».21 Valga este último ejemplo, extraído de esa biblioteca inagotable que constituye el conjunto de su creación literaria, para mostrar el movimiento perpetuo, característico de la escritura monterrosiana. Escritura que es siempre reescritura y conduce al lector, en vuelo continuo, de un texto a otro texto, de la literatura a la vida, de la realidad a la fantasía, en incesantes recorridos de ida y vuelta: «... y lo bueno es que el árbol no se agota nunca; no se agotaría, aunque lo sacudiéramos todos al mismo tiempo, aunque al mismo tiempo lo sacudiéramos entre todos».22 20. Ibíd. 21. Ibíd. 22. Ibíd., pág. 59.
Monterroso y los días lejanos Por Guillermo Siles Me invitan a elaborar un escrito sobre Monterroso y no sé con qué mirada volver sobre mis pasos hacia aquellos días lejanos. Mis primeras lecturas del guatemalteco se remontan a 1990, a instancias del crítico David Lagmanovich, quien por entonces había regresado a vivir en Tucumán contratado por la universidad. Asistí como oyente a sus clases de posgrado y pronto me invitó a integrar un grupo de estudios literarios; luego me ofreció un trabajo: organizar su biblioteca con la idea de ayudarme a finalizar los estudios de grado. Transcurridos unos meses me gradué y recibí como obsequio del profesor un ejemplar de Lo demás es silencio. Al deslumbramiento inicial por esta cuasi novela le siguieron lecturas apresuradas de La oveja negra y demás fábulas y Movimiento perpetuo. Más tarde inicié mis búsquedas hasta dar con el bellísimo ejemplar ilustrado de La palabra mágica, La letra E y las entrevistas de Viaje al centro de la fábula, publicados por Ediciones Era; el recorrido siguió por dibujos y fantasías de Esa fauna. A Los buscadores de oro lo leí durante una estancia de investigación en la Universidad de Nottingham y después llegué a leer los ensayos de La vaca y Pájaros de Hispanoamérica. Todo este fluido y sereno cauce continuó al ritmo lento con el que aparecían los libros.
Con una beca de mi universidad comencé a estudiar la obra de Monterroso; algunos años después esas tímidas y precarias indagaciones fueron integradas a un estudio más amplio —mi tesis de doctorado— sobre la configuración del microrrelato hispanoamericano en el siglo XX. Tema que me fue sugerido también por Lagmanovich hacia finales de los noventa. Sin embargo, la investigación, dirigida por Alberto Giordano y Victoria Cohen Imach, se realizó durante un tiempo prolongado y fue defendida en abril de 2007. En la carrera de grado había leído gran parte de las novelas del boom cuando me deslumbró Monterroso; frente a esos grandes monumentos barrocos de aspiraciones totalizadoras, la ironía, el humor y el estilo límpido de su prosa tenían el efecto de un bálsamo. La concisión, la sabia inteligencia, además de los juegos eruditos, invitaban al regocijo de la literatura. A los veintitrés años me había identificado, quizás, con el personaje Luciano Zamora, que pensaba con obsesivo afán en cuestiones no resueltas de la vida, mientras cumplía sus funciones de criado o secretario del inolvidable Eduardo Torres, el tonto sabio de San Blas. Una figura creada para ridiculizar con elegancia a la comunidad de críticos latinoamericanos; ese trasfondo que por entonces no alcancé a vislumbrar con certeza antes de explorar estudios críticos de relevancia como La trampa en la sonrisa, de Francisca Noguerol Jiménez. Ella y otros críticos de renombre habían abordado en profundidad los grandes temas expuestos con belleza y claridad por el autor de «El dinosaurio». La actitud hondamente especulativa, unida a la seriedad del humor, hace de Monterroso uno de los escritores críticos más celebrados de la literatura latinoamericana. Como sabemos, la obra de este autor se distingue por formular una poética de la brevedad vinculada a Augusto Monterroso, autor anónimo, s.f., archivo de la Coordinación Nacional de Literatura, México.
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una intensa variedad y exploración de géneros: cuento, fábula, ensayo, apólogo, epigrama, reseña, crónica, diario, novela. Ha creado un verdadero sistema de lectura para trascenderlos, basado en la figura del desplazamiento, en la subversión de los moldes genéricos y en un fluido devenir de la escritura. Saúl Yurkievich considera a Monterroso un clásico por su relación con el lenguaje y por su depurada concepción del estilo. Su amplia erudición no se limita a las letras españolas, sino que demuestra un conocimiento exhaustivo del latín y la literatura clásica. Al igual que Borges, es un clásico-moderno, caracterizado por su prosa exenta de ostentaciones y rebuscamientos. La aparente sencillez de su escritura esconde sutiles artificios y una asombrosa diversidad formal. En sus escritos se visualizan ciertas tensiones cuando la brevedad, más allá de ser una virtud, resulta una limitación debido a la necesidad de construir libros de indudable perfección formal. El autor manifiesta su respetuosa concepción de la literatura al insistir en la relación dual con la brevedad, convencido de que —como en la sátira de Horacio— nadie se siente conforme con su suerte, por eso el soldado envidia al mercader y el mercader al soldado. Interrogado acerca de si su preferencia por la brevedad se debe a que el humor, el chispazo, la ironía son virtualmente instantáneos y no admiten la extensión ni el despliegue temporal, Monterroso sostiene, tal vez con sinceridad, pero sin dejar de ser cáustico: «Mi preferencia por la brevedad se debe únicamente a la pereza y a la idea de que entre más largo y abundante escriba me leerán menos». En su consideración enlaza brevedad y estilo. Confiesa que tachando llega a ser conciso, respaldado en su máxima: «Tres renglones tachados valen más que uno añadido». Ser breve implica una cortesía hacia el lector y Monterroso entiende que la concisión, cuando se logra, no debe parecer afectada porque es una forma de elegancia. Él es ante todo un lector, catalogado de escritor posmoderno por el hecho de retomar una tradición, pero para superarla. Lee los clásicos españoles desde la modernidad, rechazando los modelos heredados del siglo XIX, concretamente la tradición del realismo. Se acerca a los escritores del Siglo de Oro para poner en diálogo diferentes épocas y espacios culturales. En referencia a las letras españolas, el microrrelato «Peligro siempre inminente» (Movimiento perpetuo) narra una doble operación de lectura-escritura, referida a dos de sus escritos: «El pájaro
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y la cítara» y «Los juegos eruditos». El primero es una ficción, un falso ensayo en clave satírica, atribuido al personaje Eduardo Torres, quien se propone realizar la exégesis de una controvertida estrofa gongorina. El segundo, un breve ensayo literario, en el que Monterroso intenta aclarar de una vez por todas el sentido de la llamada «estrofa reacia» («erizo es el zurrón de la castaña»). En «Peligro siempre inminente» se despliega, entonces, una operación de metalectura, expresada en el mecanismo de reducción de las dos operaciones de lectura efectuadas en los dos textos antes mencionados, que tienen como intertexto la Fábula de Polifemo y Galatea (el Polifemo), de Luis de Góngora. Además de rechazar los modelos del realismo, Monterroso, por su temática, su lenguaje y su punto de vista es un contemporáneo polémico de los narradores del boom y, más aún, un implacable crítico de esa literatura. El escepticismo lo lleva a descreer del compromiso de los intelectuales y se refleja en la necesidad de no establecer lazos inmediatos entre la acción política y la expresión literaria. Destaca que «Los versos sencillos de Martí son la obra de un escritor. Cuando Martí quiso actuar como político agarró un fusil, atravesó el Caribe, se montó en un caballo y murió brillantemente en el primer combate. Siempre supo qué estaba haciendo». En la economía de la literatura breve operan dos procesos convergentes, según Adolfo Castañón: la concentración y la miniaturización. Ambos confluyen en la concisión planteada por Borges y más adelante por Italo Calvino, a propósito de Borges, en la denominada «literatura al cuadrado». La miniaturización estaría ligada a objetos, a los libros reales e imaginarios sometidos al resumen o la reseña en el caso de Borges («El acercamiento a Almotásim»), los animales de las fábulas monterrosinas o los insectos (las moscas) de Movimiento perpetuo, (la pulga) de Pájaros de Hispanoamérica. En este último libro Monterroso retoma el motivo de la fábula «Paréntesis», que relata los avatares de aquella pulga escritora atrapada por la incertidumbre y el insomnio. El proceso de miniaturización es múltiple y se efectúa en la repetición de motivos, en la reducción o el resumen, en la alusión o en cifrados homenajes. Monterroso lee con fascinación La metamorfosis de Kafka en la supuesta traducción de Borges, entonces decide rendir tributo a ambos escritores en «La cucaracha soñadora». Detrás de la aparente sencillez y del juego verbal, el texto plantea una
Augusto Monterroso, IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/RSA-05188.
puesta en abismo reducida, focalizada en la figura del soñador-soñado. Los homenajes a otros escritores implican una reflexión sobre el humor concebido como una forma de realismo, el caso inverso al de Kafka. Según Monterroso la gente no se da cuenta del gran humorista que es Kafka porque «sus exégetas se han ocupado más de sus diarios, de sus cartas, de su tuberculosis y de su mala relación con el padre, que de examinar y gozar de sus obras sin toda esa contaminación». Al mismo tiempo, los homenajes sirven de excusa para la reflexión sobre el hecho literario, una preocupación constante que se profundiza a partir de Movimiento perpetuo y se prolonga en La palabra mágica (1983), La letra e (1987) y La vaca (1998). El humor cultivado por Monterroso proviene de una concepción escéptica acerca de la conducta humana y del funcionamiento de la sociedad. El pesimismo impregna la escritura y se condensa en la desesperanza respecto al futuro, en la condena del comportamiento social, basado en el inmovilismo y la inversión de valores. Los valores distorsionados anulan la posibilidad de que la sociedad llegue a transformarse, pues funciona a imagen y semejanza de los seres humanos. Si algunos cuentos de Obras completas denuncian el colonialismo, el imperialismo y el choque entre culturas, a la vez que cuestionan la supremacía de la razón occidental («Mister Taylor», «Sinfonía concluida», «El eclipse»), otros
satirizan el ambiente social y político latinoamericanos («Primera Dama», «El concierto»). «El dinosaurio», en cambio, se situaría en una línea satírica cercana a la de las fábulas, de acuerdo con algunas interpretaciones. Francisca Noguerol y otros críticos lo entienden como la denuncia de la incapacidad de progresar de la sociedad latinoamericana. A través de la ironía concibe una propuesta posicionada en el reverso de un género en desuso cuyo reciclaje prevé su deconstrucción, que involucra tanto la re-funcionalización como su re-fundación en la segunda mitad del siglo XX. Se prescribe la lectura de la fábula desde una perspectiva moderna: ni didáctica, ni moral, ni ejemplar. El humor, expresado a través de la parodia y la ironía, instituye una suerte de ley fundamental que disuelve el carácter didáctico impuesto por la tradición. «Cómo acercarse a las fábulas», además de condensar las postulaciones de una poética, posee la estructura, la extensión y el tipo de lenguaje identificado con una variedad de microrrelato, en este caso, emparentado con el ensayo breve. Monterroso piensa que hay que tener libertad, pero dentro de las leyes. «Una buena ley sería que el cuento no sea novela ni poema ni ensayo, y que a la vez sea ensayo y novela y poema siempre que siga siendo esa cosa misteriosa que se llama cuento.» Los escritos monterrosinos se apoyan en la competencia lectora para discernir las propiedades esenciales del género. La conciencia genérica, en este caso, no se limitaría a la dependencia entre tipos discursivos, sino que se expresaría por medio de formulaciones metadiscursivas. En las últimas entrevistas concedidas, el autor reconoce la necesidad de los especialistas en literatura de clasificar las cosas; según él, existiría una tendencia taxonómica que es ineludible para hablar de ciertos temas sin que haya confusión. Los cuentos cortos —fábulas, apólogos, cuentos de camino, cuentos de hadas— son muy antiguos y descree que deban ser objeto de tanta atención para los críticos. Sin embargo, especifica lo siguiente: «... pasar del cuento corto [...] al cuento de una línea […] eso sí ya es un fenómeno nuevo […]. Se trata de un producto literario muy moderno, que cada vez está llamando más la atención y que cada vez encuentra un público que le muestra mayor interés». Entre estas disquisiciones late todavía el recuerdo de aquellos días lejanos en que empecé leer, y después a estudiar, la obra del ineludible Augusto Monterroso.
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Monterroso, lector (de Borges) Por Pablo Brescia En mayo del 2003, Wilfrido H. Corral coordinó un dossier para el número 230 de Quimera sobre Tito Monterroso. Así, en «Escritores, escritura y un monumen(Tito)» me ocupé sucintamente de los vastos territorios del Monterroso escritor. Este 2021 se cumple el centenario de su nacimiento y se me ocurre que los que nacen (y se hacen) escritores son, ante todo, lectores. La idea que quisiera avanzar es que Monterroso leía como escribía: con aguda conciencia de la tradición literaria, con seriedad y autenticidad y con humor e ironía. Para recordar a Tito en este breve espacio me detengo en su lente de lector, específicamente en un artículo incluido en Movimiento perpetuo, de 1981. Se trata de «Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges»1. 1. Monterroso, Augusto. «Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges». En Borges múltiple: cuentos y ensayos de cuentistas. Eds. Pablo Brescia y Lauro Zavala. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1999, págs. 343-347.
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Tito se encuentra a Borges en el prólogo que este le hace a La metamorfosis, de Franz Kafka. Allí, dice, «me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno» (pág. 343). Acto seguido, por un lado, reconoce el sello Borges y, por otro, acepta la invitación a emprender nuevas lecturas (Chesterton, Melville, Joyce, Faulkner) y a renovar viejas relaciones (Cervantes, Quevedo). Su seriedad y autenticidad aparecen en la primera línea del texto —«Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó» (pág. 343)— y también en la segunda «lección» borgeana: el lenguaje. Destaca Tito ese cincelado que revive el español sepultado en los escombros del anquilosamiento, la vaguedad, la imprecisión y la digresión. Ve, como había visto antes Carlos Fuentes, que la contribución fundamental de Borges es lingüística: «Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos devuelto, a
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través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español» (pág. 344). Pasa luego el autor de «El dinosaurio» a examinar la técnica borgeana y advierte —con lupa de lector, pero también de escritor interesado en desmontar los mecanismos de la destreza borgeana— su naturaleza paradojal. Por una parte, la sorpresa se constituye en principal resorte narrativo y aquí aparece una preciosa y precisa frase para definir esa destreza: «A partir de la primera palabra de cualquiera de sus cuentos, todo puede suceder» (pág. 344). Sin embargo, y por otra parte, todo estaba fríamente calculado y esto hace de Borges un autor clásico y moderno a la vez. Monterroso va a volver a Kafka hacia la última parte de su texto para establecer un contrapunto. A partir de la primera frase de La metamorfosis estamos ante la disyuntiva de abandonar la lectura o suspender la incredulidad —el desplazamiento hacia la alegoría o el símbolo es inevitable—. En cambio, Borges tiñe de realidad «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» insertándose él y su amigo Bioy Casares en la trama del relato y ho-
radando para siempre los límites entre realidad y ficción (como dijera Ricardo Piglia, la operación esencial y revolucionaria de Borges fue invertir jerarquías y ya no buscar cuánta realidad hay en la ficción, sino cuánta ficción hay en la realidad). Las amplias lecturas de Tito, que le posibilitan tejer y destejer su relación con Borges, sumadas a su agudeza para ofrecer sus observaciones de filosofía literaria a partir de la obra del autor de Ficciones, se coronan en su humor, que siempre hace gala de la ironía y el absurdo. Advierte así contra la tentación de imitar a Borges («demasiado fácil, demasiado evidente») y propone un decálogo final de «beneficios y maleficios» borgeanos donde aparecen, por ejemplo, en el polo negativo, «seguirlo para siempre» y, en el polo positivo, «dejar de escribir» (págs. 346-347). Esa estructura paradojal es borgeana, pero también, ya lo reconocemos, monterrosiana. A cien años de Tito, lo seguimos leyendo con placer y con asombro, como él hacía con sus escritores de cabecera.
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Vida y libertad en Monterroso Por Federico Hernández Aguilar El sentido de la libertad en Augusto Monterroso es el mismo que proporciona al arte su espléndida coraza contra el tiempo y los avatares de la historia. Libre para pensar e imaginar, para auscultar las palabras y sacudirlas, Tito encarnaba la agudeza intemporal del disidente, del incómodo perpetuo, del inagotable transgresor. De él habría podido decir cualquier tirano tercermundista, «agredido» por su talante irónico y exquisito, que era el escritor más infantil que hubiera conocido. Lo cierto es que el poder político podría haberle concedido la efectividad lúcida de los fabulistas universales, que aguzan la palabra y el ingenio a tal punto de rotundidad, a tal grado de afilamiento, que su estilete atraviesa generaciones enteras sin romperse ni doblarse, clavando en cada símbolo de autoridad un mohín, una repulsa, un sarcasmo. Desde su comprensivo respaldo a Joyce, agobiado en el afán de proteger sus vértigos lingüísticos ante el escrúpulo editorial,1 hasta ese calculado desdén que mostraba por las situaciones políticas concretas, pasando por el proverbial cinismo —¿o dolorosa reticencia?— de que echaba mano cuando abordaba las mezquindades del «mundillo» literario, Monterroso se halló siempre en las antípodas del conformismo y la hipocresía. Detestaba la alabanza gratuita, el fariseísmo intelectualoide y las hemiplejías ideológicas. Como escritor no permitía que le cercenaran ni las urgencias ni las banderías. Si había quien preguntara por alguna cla-
1. «Más tarde he sabido», escribe Monterroso en la Revista del maestro (números 11 y 12, 1948-49), «de las luchas del escritor con los impresores y correctores de pruebas (plaga abominable, pero necesaria. Perdón), con quienes constantemente le “corregían” lo que ellos disputaban como descuidos».
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se de «filiación», Tito respondía que era «rojillo»,2 casi en un esfuerzo por no parecer distante de los conflictos que azotaban a la región centroamericana. Claribel Alegría (1924-2018), que fue una de sus amigas entrañables, me comentó varias veces que Monterroso huía de las conversaciones eruditas. «Creo que se sentía bien conmigo porque mi plática no le exigía ponerse a la altura de ningún compromiso, ni literario ni político», me dijo en una de las ocasiones en que hablamos largamente de su querido Tito. En el caso de Tomás Borge, el legendario comandante sandinista (19302012), cuando me lo encontré en León, Nicaragua, con motivo de un congreso de escritores, me refirió su propia versión de la famosa anécdota con el narrador guatemalteco a inicios de la década de 1980, y a la que el mismo Monterroso hace pulcra referencia en La letra e.3 «No parecía, en efecto, muy interesado en lo que estaba pasando a nivel de transformaciones políticas. Si le pedía alguna impresión suya al respecto, desviaba la conversación hacia la literatura, como si el otro tema le pusiera nervioso. Más bien le fascinaba que gente como yo, o como Sergio,4 fuéramos escritores.» 2. Y «dicho así como si quisiera atenuar su afirmación», agrega José Sánchez Carbó en su ensayo «“Soñaba con una gran insurgencia”. Centroamérica y su literatura en textos testimoniales de Augusto Monterroso» (Incluido en La letra M. Ensayos sobre Augusto Monterroso, Puebla, Afínita Editorial-Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2015). 3. Ante el líder sandinista, notorio tanto por su trayectoria en el FSLN como por su fama de frío ejecutor, Monterroso confiesa “ridículo tratar con él de cosas que no sé, de la historia de estos días que entiendo a medias o de bulto como para hablar de ellas con uno de sus protagonistas”. (La letra e, México, Era, 1987). 4. Sergio Ramírez Mercado (Masatepe, 1942), narrador y periodista, a la sazón integrante de la Junta de Gobierno de
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¿Era indiferente Augusto Monterroso a los diversos problemas que aquejaban a Centroamérica? No, desde luego, pero sabía colocarlos en la dimensión que, a un intelectual de su talla, desde el ejercicio de la libertad creativa, le implicaba. La realidad era eso: realidad; afincarse en ella, como autor, equivalía a reducirse. Desconozco si alguna vez lo hizo, pero Tito habría suscrito alegremente aquellas palabras de su admirado Borges: «Yo tenía entendido que sólo había buena y mala literatura. Eso de literatura comprometida me suena lo mismo que equitación protestante o zanahorias endecasílabas».5 Reconstrucción Nacional y que llegó a ser, también con el sandinismo, vicepresidente de la República de Nicaragua (1985-1990). 5. En Esteban Peicovich, Borges, el palabrista (Madrid, Libertarias-Prodhufi, 1995). Y que el genial argentino, al igual que Tito, sabía huir con gracia de los reduccionismos lo demuestra su opinión de Pablo Neruda: “En su etapa sentimental era un poeta muy flojo. Cuando se dejó llevar por el comunismo escribió espléndidos poemas. Él necesi-
Y ha de tenerse en cuenta que la época que vivió Monterroso fue la de las grandes apuestas históricas por el cambio, la de aquellas grandilocuencias sartreanas por la «toma de conciencia de clase» y aquel retoricismo dogmático que dividía en dos gigantescos departamentos estancos las posturas de quienes trascendían por el arte todas las fronteras y debían sentir el deber moral de adquirir «responsabilizarse» (¡¿?!). Tito había trascendido casi desde la publicación de su primer libro y estaba consciente del lugar que tendría su obra; desde esa trascendencia, sin embargo, no pareció sentirse obligado jamás a dar esa batalla ideológica que parecía arrastrar a muchos de sus contemporáneos a comprometer la vida y, en demasiados casos, la propia calidad literaria. «Él nunca habría sacrificado la luz de un buen texto narrativo por los fulgores del mejor discurso coyuntural», me ha dicho en repetidas oportunidades la poeta salvadoreña María Cristina Orantes, quien desde niña conoció al autor de Movimiento taba ese estímulo, aunque yo, como lector suyo, no lo necesito”, Ibid.
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perpetuo porque sus padres, los también literatos Alfonso Orantes (1898-1985) y Elisa Huezo Paredes (19131995) —guatemalteco él, salvadoreña ella—, fueron amigos suyos por décadas.6 La concreción ideológica, la «puesta al día» con los sucesos de su tiempo no habrían hecho mayor cosa por Augusto Monterroso, el escritor, frente a la posteridad, juicio que también se ha hecho en otro lugar,7 aunque 6. El testimonio de María Cristina es importante porque su célebre progenitor, aparte de ser compatriota de Tito, también fue perseguido y obligado al exilio durante la dictadura de Jorge Ubico (1931-1944). De hecho, ha sido profusamente atribuida a otros autores una valiente frase que Orantes pronunció ante los restos mortales del escultor Rafael Yela Günther: «¿Qué les da Guatemala a sus hijos? El encierro, el destierro y el entierro». No sería extraño que Monterroso pensara en su amigo Alfonso en uno de los diálogos recogidos en Viaje al centro de la fábula: «En aquella entrevista, cuando (Graciela) Carminatti le pregunta si hay censura en México afirma: “No lo sé. A mí no me ha tocado”, y cuando ella le dice: “¿Y en Guatemala?”, responde: “Allí la censura consiste en un balazo”» (Wilfrido H. Corral, «Tito Inquit: hablar de un crítico, literario, siempre es difícil», incluido en La letra M. Ensayos sobre Augusto Monterroso, op. cit.). 7. Cfr. Federico Hernández Aguilar, «Introducción» al tomo III de No pronuncies mi nombre. Poesía completa de Roque Dal-
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en sentido inverso, por autores cuya honestidad comprometida no lastró jamás su virtuosismo, su nobleza estética o el evidente rigor de su innovación artística. Tito sigue siendo libre en su obra como lo fue en su vida. Y sigue vivo porque bulle en sus páginas el espíritu indócil y juguetón que escapa ad infinitum a los encasillamientos, a las circunstancias, a los corsés de cualquier tipo. Al final del camino, lo sabemos, Monterroso sabía que toda obra literaria es una gota en el mar de la literatura, y que una sola gota no puede saciar la sed de la humana naturaleza. Gran conocedor de los límites del arte, admitía que una magnífica expresión está, estuvo y estará siempre limitada, simplemente porque el hombre es limitado en sus apreciaciones y tiende a justificarse en las limitaciones de otros. En consecuencia, no es casualidad que los espíritus débiles se abracen, en masa, al fanatismo. Y Tito repelía el fanatismo como a la peste. Lo que amaba era la libertad: la de la imaginación, la del arte, la de la vida misma.
ton (San Salvador, Dirección de Publicaciones e Impresos, CONCULTURA, 2008); y «Por un Roque universal. Una circunstancia llamada ideología» (Incluido en Roque Dalton. El poeta goza de buena salud, San Salvador, DPI, CONCULTURA, 2001).
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Lo demás es silencio Por Homero Carvalho Oliva Conocí personalmente a Augusto Monterroso el año 1991 en un encuentro de escritores en Madrid, España; en esa ocasión, yo era un joven que pretendía ser escritor, me acerqué y le pedí que autografiara uno de sus libros, Viaje al centro de la fábula. Él escribió una hermosa dedicatoria que guardo como uno de mis tesoros bibliográficos. Yo lo había descubierto una década antes, el año 1980, en México, en la extraordinaria revista El Cuento, que dirigía Edmundo Valadés; leer esa revista aliviaba la angustia del exilio. Hasta ese entonces creía haber leído todo lo que el inventor de grandes historias en pocas palabras había publicado, incluida su primera obra, la novela Lo demás es silencio, en la que Monterroso lleva la ironía a lugares épicos, de tal manera que no sabemos si el protagonista es un intelectual de primera o un tonto de capirote. Tengo en mi biblioteca casi todos sus libros. La muerte lo recogió en el año 2003 y me imagino, si es que la muerte existe más allá de la vida, que aún debe seguir asombrado con las sorpresas que eso le deparó; quizá esté en San Blas compartiendo con el sabio Eduardo Torres. Recuerdo que para mí fue como si hubiera muerto algún pariente cercano, quizá un tío que nos contaba historias de sus viajes. La misma sensación la volví a sentir cuando nos dejó Gabriel García Márquez, en el año 2014: me pareció que ya nadie más vendría a contarnos cuentos de niñas que se van al cielo, o de muchachas tan hermosas como Remedios, la bella. Augusto Monterroso (1921-2003) nos legó el misterio del dinosaurio. Mucho se ha escrito sobre este gran escritor de historias brevísimas. Justamente Gabriel García Márquez, refiriéndose a la aparición de La oveja negra y demás fábulas, del escritor guatemalteco que, sin embargo, era bien mexicano, escribió: «Este libro hay que leerlo manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad». Este comentario retrata a Tito —como le decían sus amigos— de cuerpo entero. Pocos escritores
como él cultivaron, en la literatura, la sátira, la ironía y el humor con tanta eficacia como la que desborda en sus cuentos y novelas. Monterroso era un espíritu libre que sentía horror por la rutina literaria y se pasó la vida cruzando de un género a otro sin inmutarse ni dejar de lado el talento y la calidad que lo caracterizaba. Autor del famosísimo y archicitado cuento «El dinosaurio», aconsejaba a los aprendices de narradores que cuando escribieran uno lo hicieran de tal manera que no fuera «novela ni poema ni ensayo, y que a la vez sea ensayo y novela y poema siempre que siga siendo esa cosa misteriosa que se llama cuento». Otra vez le preguntaron cuál era su método de trabajo y respondió: «Ninguno, porque yo no escribo, a mí me gusta pensar o divagar, que es un acto perezoso».
Augusto Monterroso, autor anónimo, s.f., archivo de la Coordinación Nacional de Literatura, México.
Un dato curioso para los buscadores de perlas en la obra de Monterroso es que el breve cuento «La vaca» (1998) se le apareció en un viaje en tren por el altiplano boliviano, entre las ciudades de La Paz y Oruro; era el año 1956 y, en esa ocasión, Monterroso ejercía de cónsul de su país en Bolivia.
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Augusto Monterroso: el manantial de los cuentos Por Gabriel Jiménez Emán Cuando el tiranosaurio rex despertó, el dinosaurio ya no estaba ahí. G. J. E.
Casi todas las conexiones que he tenido con la vida y obra de Augusto Monterroso han estado signadas por el asombro. Se produjeron de una manera tan sorprendente que no pude sino asociarlas a esa zona del espíritu donde literatura y vida encuentran su mejor camino. Cuando escribí hace casi medio siglo mi primer libro, Los dientes de Raquel (1973), aún no conocía los microrrelatos de Monterroso; tiempo después me encuentro con que él ya había escrito La oveja negra y demás fábulas (1969). Celebré no haberlo leído antes, pues quizá me hubiera predispuesto a imitar sus cuentos y los míos no hubieran tenido ninguna originalidad. Luego en otros libros suyos descubro cómo sus Obras completas (1959) eran imposibles, pues se trataba de su primer libro. Entonces ahí mismo nació en mí la fascinación hacia su obra, cuando logré encontrar otros de sus volúmenes editados en México; leyéndolos me di cuenta de que aquel señor contaba casi con la misma edad de mi padre y había tenido una existencia similar a la suya: Augusto y Elisio habían llevado vidas de autodidactas de provincia y adquirido su cultura literaria en biblio-
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tecas públicas, con una infancia trascurrida entre ríos y montañas, como lo muestra en su autobiografía Los buscadores de oro (1993). Entonces, lo quisiera o no, estaba frente a una nueva figura tutelar, más joven que Borges y Cortázar, que había puesto al día el cuento breve en el mundo, y me conectaba al universo imaginario con una gracia y una sutileza nunca antes vistas. Pero lo mejor vino después. Hallándome una vez en París en los años ochenta, coincidimos en un evento literario y me acerqué a él con la timidez del principiante ante el genio, e intercambiamos direcciones. Él no tenía idea aún de cuánto lo admiraba. Nos escribimos e intercambiamos libros. Después vino a Caracas a eventos similares y me dedicó varios de los suyos. Yo convine años después en preparar una edición de su obra para Biblioteca Ayacucho. Leí Movimiento perpetuo (1972) y Lo demás es silencio (1978). Luego él mismo me envió desde México La palabra mágica (1983) y La letra e (1987). Después ocurrió algo increíble: cuando vivía en Barcelona de España, caminando el año de 1982 por las ramblas me encontré con Juan Rulfo — que había ido a Madrid como jurado del Premio Príncipe de Asturias— y pasé con él toda una tarde. En medio de la charla, Rulfo me confesó su gran amistad con Monterroso, a quien esperaba ver en Barcelona, pero no tenía su dirección ni su número de teléfono. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando de repente
Augusto Monterroso, IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/RSA-05194.
apareció caminando por las ramblas Tito Monterroso, acompañado de su esposa Bárbara. La alegría fue inmensa. Estuve un rato con ellos y luego se despidieron, sin saber que aquel encuentro marcaría mi vida para siempre. Aquellas lecturas me sirvieron para preparar un ensayo introductorio a su obra. Lo hice, pero en esos años la editorial Ayacucho sufrió varios cambios en su directiva que perjudicaron el acceso de mi trabajo al proceso de contratación de la obra. Tito falleció poco después y no pudimos establecer nuevos contactos. De cualquier modo, parte del ensayo fue publicado1 y en él realicé un breve recorrido por aquel manantial de cuentos, poniendo como ejemplos algunos fragmentos 1. www.crearensalamanca.com Gabriel Jiménez Emán, «El cuentista Guatemalteco Augusto Monterroso y la imaginación en movimiento», 16 de enero de 2019.
significativos e incluyendo también algunos de su prosa de interpretación, como los observados en La letra e y La vaca (1998). Posteriormente, se editarían Pájaros de Hispanoamérica (2002) —aquí los pájaros son en verdad los escritores— y un breve volumen póstumo Literatura y vida (2004), donde Monterroso nos confirma que la pereza soñadora es, en verdad, la fuente de la creación literaria. El tiempo trascurrió y, como siempre, dio la razón a quienes esperamos que ocurriera lo previsible: la obra de Monterroso resultó ser una de las más innovadoras, desenfadadas y leídas de la literatura hispanoamericana. En este tributo rendido por Quimera en el centenario de su nacimiento, deseo alzar desde Venezuela y en su nombre esta copa rebosante de cariño y admiración por el maestro de la brevedad, Augusto Monterroso, por todo el manantial de frescura narrativa que mana de su obra y la nobleza de su humanidad.
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Monterroso y el cine Por Javier Perucho Es un hecho que la obra literaria de Augusto Monterroso ya fue espigada, radiografiada y documentada hasta el grado de cartografiar sus influencias clásicas, modernas y contemporáneas. No se digan sus temas, géneros o técnicas, examinadas ya con suficiencia. Empero subsisten algunos huecos en su biografía que en un futuro se irán colmando conforme se vayan explorando sus papeles privados y biblioteca personal, así como los archivos de las instituciones donde desempeñó algún empleo. Valgan para el caso su tránsito por el Banco de México, las tareas encomendadas que cumplió en El Colegio de México, sus buenos oficios como diplomático, su ejercicio como profesor universitario, las febriles tareas como editor y corrector de libros, o como animador de talleres literarios, estos dos últimos ejercidos hasta que la senectud se impuso. Todos y cada uno de estos oficios fueron desempeñados para ganarse la vida y así poder llevar las viandas a la mesa familiar. No obstante, se han apuntado aquí y allá, por biógrafos y críticos, algunos indicios relativos a estas menudencias del ejercicio profesional. Un oficio particular me interesa apuntar en este escorzo: su tentativa y seductora relación con el cine. Digo apuntar porque el régimen de la pandemia no me ha permitido emprender una pesquisa abarcadora para documentar su trayectoria por los entresijos del celuloide. Apunté también seductora porque su narrativa establece trazos con el imaginario cinematográfico en dos vertientes: la biografía y la literatura. Respecto a su biografía, el primer contacto de Monterroso con el cine se suscita por las iniciativas empresariales del padre, quien establece una sala de cine doméstico en el recinto del hogar, entonces radicada la familia en la ciudad de Guatemala. El patio de la casa fue el escenario, la platea y la pantalla donde se proyectaron y vislumbraron las películas que los vecinos concurrieron a mirar. La vertiente literaria por indagar, cuando la peste lo permita, tiende su vértice en la narrativa augusta. En sus primeros cuentos publicados en un diario centroamericano, no recogidos en su obra completa (Cuentos, fábulas y Lo demás es silencio, Alfaguara, 1996), este in-
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Folio 1 de El último pistolero, 1968. Filmoteca de la UNAM, Centro de Documentación, Inventario G.O.1078.
flujo fílmico Alejandro Lámbarry lo asienta en Augusto Monterroso, en busca del dinosaurio (Bonilla Artigas Editores, 2019). Como su biógrafo, Lámbarry sostiene que en el relato «El hombre de la sonrisa radiante (Escena infernal)» se usa la proyección de una película como técnica de tortura, entre maceraciones, mutilaciones del cuerpo y otros tormentos infernales para someter al protagonista tras su ingreso al averno. Por otra parte, ya establecido Monterroso en México, la relación de sus amigos y colegas con el cine fue intensa y pasional: elaboraron los guiones, actuaron, tradujeron, adaptaron y escribieron los diálogos, o algunas de sus obras más o menos célebres las adaptaron al séptimo arte. Monterroso, junto con el escritor puertorriqueño José Luis González, pergeñó el guión de una película dirigida por Sergio Véjar, El último pistolero (Películas Mundiales-TV Producciones, México, 1968, 90 minutos, formato en 35 mm), en la que participaron los actores Ana Luisa Peluffo, Fernando Casanova, Eric del Castillo, Jaime Fernández y Augusto Benedicto, entre otros histriones, acaso hoy desconocidos para las nuevas audiencias. Dejo constancia de que por las condiciones que impone la pandemia, no me ha sido posible contemplarla ni localizarla en los distintos acervos fílmicos que tienen asiento en la Ciudad de México. Sin embargo, la documentación existente registra la película hasta en su fecha de exhibición: 25 de diciembre de 1969; también informa de la multitud de cines de la metrópoli donde fue estrenada. Fue filmada en los Estudios Churubusco con fotografía en Eastmancolor.
Stills de El último pistolero. Autor desconocido, s.f. Filmoteca de la UNAM, Centro de Documentación, Inventario M.1824-4-1.
Para ofrecer una idea del argumento, transcribo la sinopsis de El último pistolero: «Un western pensado como parodia del género —escrito por Tito Monterroso y José Luis González— fue llevado a cabo por [Sergio] Véjar en tono más bien melodramático. Narra la vida de un pistolero [caracterizado por Fernando Casanova] quien intenta dejar su profesión pero el destino se lo impide» (Centro de Documentación de la Cineteca Nacional, exp. A-01151). El historiador y crítico del cine mexicano Emilio García Riera ponderó así dicha película: «… el western no presenta otra originalidad: como un héroe que fue un asesino sádico, de esos que ríen al matar, según los flashes traumáticos (virados en rojo, claro) que lo acometen, Fernando Casanova ilustra el ya muy visto lugar común de la regeneración frustrada pero edificante, y la película recurre sin convicción a los excesos de violencia que la moda ha hecho ya muy aburridos, sin faltar los borbotones de sangre saliendo de la boca»
(Historia documental del cine mexicano, 1968-1969, 1994, pág. 91). En la Cineteca Nacional, ubicada en la Ciudad de México, no he podido localizar aún una copia en este o cualquier otro formato, pero en la Filmoteca de la UNAM se conserva un ejemplar del guión de El último pistolero, firmado tanto por el guatemalteco como por el puertorriqueño. En el folio de apertura se perfila el semblante y carácter del protagonista: «El último pistolero. El hombre de la carreta es el Tlacuache [Fernando Casanova en el papel de Frank Dalton]. Ahora lo vemos de frente y con la luna encima. Es fuerte, duro y frío y con ese algo tan especial que tienen todos los hijos de la tiznada» (f. 1, G.O.1078). Cuando se acabe la peste, de nuevo rastrearé la copia en 35 mm de El último pistolero, para que no quede inconcluso este escorzo sobre Augusto Monterroso y su relación laboral con el cine mexicano de la década de los años sesenta, época dorada del western.
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La vida breve
En busca del santo perdido Guillermo Gómez
Mas no existen, en principio, verdades absolutas; hay, en realidad, una sola verdad absoluta, a saber: que no hay verdad absoluta en sí. Nikolái Berdiáyev
Ella quería ser una santa. Su sueño era morir cantando, bien un Domingo de Ramos o en una madrugada rezando el Rosario de la Aurora, soportando el peso de la Cruz de Cristo. Su esposo estaría a su lado, al desplomarse ella; él la aguantaría en sus fuertes brazos y lloraría por su partida. Día de ensayo. Teresa estaba en fila junto a los integrantes del coro. Se imaginaba ese momento. Cerraba los ojos y se sumergía en ese mundo de reyes, pecados y castigos. Canciones de amor, perdón y sacrificio. Himnos de barcas, oro y espadas. Su voz era una más entre decenas de voces aficionadas: desafinada y fea. Como no pudo destacar por los altos ni los bajos, sí lo hizo por su entrega. A pesar de estar casada con Jaime, Teresa vivía para su congregación. Era la mano derecha de Monseñor. Había renunciado a su trabajo en la notaría para dedicarse de lleno a las actividades de la iglesia. Disfrutaba cantando en las misas presenciales y se encontraba a gusto en las misas virtuales, alimentando el chat con íconos gloriosos y comentarios dogmáticos. Aún quería a Jaime, pero entendía que su misión era servir en vida al Señor. Poco a poco fue desapareciendo el tiempo en pareja, reemplazado por los grupos de oración. La intimidad era antiguo testamento. Él la amaba, la apoyaba en las actividades de canto en el coro; también le prestaba su cuenta en internet para que mostrara más perfiles en el chat de la iglesia; pero tenía un problema con el tema de que ella alcanzara la santidad: solo tenían sexo una vez cada seis meses y era con el camisón puesto. Yo era el Ángel Guardián de uno de ellos, estaba a su lado y lo podía ver todo. Para Jaime la situación era confusa. Dejó de acompañar a Teresa los domingos a misa. Por dentro, él estaba frustrado por su relación, se cuestionaba si estaba bien tanta lejanía: ¿cómo atreverse a debatir que ella quisiera ser santa? Si eso era el non plus ultra de la doctrina católica. Un orgullo en la familia. Lo habían hablado, pensaron en separarse, pero no estaría bien visto por la sociedad ni por la Iglesia. Ella quería evitar el bochorno de anular el matrimonio. Sabía lo que significaba ese tormento gracias a su hermana mayor, quien se había divorciado hacía unos años de su esposo. No la excomulgó el tribunal eclesiástico de la Iglesia, sino las señoras mayores del barrio, educadas para justificar el sacrificio y el dolor en el matrimonio. Se nos fue la mano, porque les enseñamos a obedecer, no a pensar. Yo lo miraba y veía confusión. Jaime se preguntaba: ¿a quién creer? ¿A Dios? ¿A las señoras mayores del barrio? ¿A Monseñor o a lo que uno vive? Teresa cantaba en la iglesia de los Sagrados Corazones, aquella que tenía parqueadero abierto y unos jardines donde la gente se reunía a hablar antes de empezar misa. Había familias que vivían
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de lo que vendían en ese lugar; algunos cantaban, otros vendían obleas con dulce de leche o empanadas de queso. Se entraba a la iglesia por una puerta de metal corrediza, dejando en evidencia una fuente de piedra blanca llena de agua bendita. Adentro las paredes estaban adornadas con vitrales que mostraban escenas de los misterios del Santo Rosario. En el segundo piso se ubicaba el coro. Esa iglesia tuvo varios párrocos con diferentes ideologías; en aquel entonces lideraba el rebaño monseñor Gustavo Jaramillo, reconocido por su afición a la tecnología. Desde su llegada, había instalado nuevos parlantes inalámbricos, eliminando los cables que bajaban del techo. Con polémica, había cambiado el altar de velas de cera por velas LED sin llama. Su última obra fue el sistema de seguridad para abrir y cerrar automáticamente las puertas de la iglesia desde un control remoto. En los confesionarios le preguntaban si algún día instalaría wifi. A mí, Monseñor no me despertaba confianza. No era el hecho de que cada año vinieran menos personas; eso era un problema mundial. Había algo más: era la manera en que se dirigía a sus feligreses. Le gustaba pedirles contribuciones especiales, diciendo que era para la maratón de caridad del Vaticano. Y es que el Vaticano necesita muchas cosas, pero no dinero. Llevo siglos viendo sacerdotes y no recuerdo haber visto a uno que insistiera tanto. Todos los días, al finalizar cada oficio, lo recalcaba una y otra vez. A los más jóvenes no les gustaba, porque sus padres se dejaban en la propina celestial las monedas para las obleas y las empanadas de queso. Llegó el domingo. Afuera de la iglesia, entre el jardín y el parqueadero, un señor sacaba una vieja guitarra. Era un padre con su esposa y sus dos hijas. No iban muy limpios, pero era una oportunidad para trabajar. Venían desde muy lejos, se notaba que habían sobrevivido un largo camino de piedras y espinas. El padre tocaba la guitarra mientras la familia entera cantaba en un idioma extranjero. Sobresalían las voces de las dos niñas, eran gemelas. Transmitían hambre en su voz con matices de miedo a un castigo en caso de no recoger suficientes monedas. Acordes y necesidad se juntaban en un canto. Las niñas tenían en su cara las marcas de la pobreza. Maquillaban la ropa sucia con el pelo mojado, como si se hubieran recién bañado. Aquella piel nunca había conocido una crema solar. Siempre erguidas, les cantaban a los transeúntes del barrio que pasaban por allí; su objetivo principal eran aquellos feligreses que salían de misa de doce. A Teresa no le gustaba verlos, le molestaba un poco que el coro de afuera robara la atención del coro de adentro. Detrás de esa rabia, la ponía triste ver la pobreza en la cara de la gente. Era confuso, Dios no podría ser tan inhumano. La misa había empezado. Habrían pasado poco más de diez minutos cuando la luz del día disminuyó por culpa de unas nubes grises, dándo protagonismo a las lámparas de la iglesia. Se escuchaban las gotas de agua golpear el techo. Monseñor no se exaltó, siguió con el oficio y dio paso al coro de la iglesia. Teresa estaba en fila junto a los integrantes del coro: «¡Tú reinarás! Este es el grito que ardiente exhala nuestra fe. ¡Tú reinarás, oh Rey bendito! Pues tú dijiste: “reinaré”». Una ráfaga de viento entraba por la puerta principal, el ruido del techo se hacía más fuerte: pam, pam, caían bolas de hielo del tamaño de canicas, rebotando en el suelo de las entradas. La gente desviaba su atención del coro, mirando preocupados hacia las puertas. La furia aumentaba: las bolas de granizo caían más grandes, eran del tamaño de una pelota de golf, rodaban hacia adentro, cubriendo el piso, como una pista de patinaje. Algunos feligreses asustados las pateaban hacia afuera. A los costados, la tormenta golpeaba los vitrales, resonando una y otra vez: pam, pam. Monseñor reaccionó activando el mecanismo para cerrar las puertas: fue puro instinto para protegerse del hielo y del viento. Como el arca de Noé, dejaron afuera a todo aquel que no pudo salvarse. Caía el granizo, macizo y frio, rompiendo las hojas de los árboles, deshojando las flores del jardín. Mojando a los vendedores de empanadas y obleas, callando a un coro que había afuera. No se les escuchó, por culpa del ruido ensordecedor del granizo unido a las alarmas de los coches. Yo lo vi y fue más triste afuera que adentro. Hubo gritos en el segundo piso. El granizo había roto vitrales y golpeado brutalmente en la cabeza a algunos miembros del coro que no habían logrado bajar por las escaleras. Las partituras estaban mojadas y chorros de agua entraban por arriba como un grifo abierto. «Amén. Gloria a Dios, gracias Señor Jesús por tener misericordia de mí», fue lo último que Teresa pensó antes de desplomarse al piso.
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La vida breve
Guillermo Gómez. En busca del santo perdido
El hielo se empezaba a descongelar por la humedad del suelo, provocando una cortina de vapor, pequeña pero visible, que subía muy despacio. Densa, ascendía como una nube en forma de elevador. Teresa murió en el acto. No tuvo tiempo de extrañar los brazos de Jaime, tampoco de reconocer las piedras de hielo que la impactaron. Fueron seis balas de granizo. La última fue la que la mató, cuando la golpeó en la sien. En una hora había llovido todo lo que llueve en un mes. Esa tormenta dejó pocos muertos. Subieron al cielo, cada uno por una ruta diferente, porque hay más de un camino para llegar aquí. Teresa estaba dichosa, finalmente llegaría al Edén: ¡las luces resplandecientes!, ¡el espacio infinito! Pronto estaría sentada al lado de los Serafines y Querubines. Con algo de suerte, podría estar cerca de San Antonio de Padua y Santa Rosa de Lima, vivir en su misma calle celestial. El alma de Teresa flotaba como si estuviera en un aeropuerto, sobre esas largas cintas encima de las que pones los pies y te llevan más rápido a la puerta de embarque. Sin techo, pero moderno. Era un pasillo largo: las cintas operaban en línea recta, entre plantajes de color violeta. Olía a lavanda. Flotaba feliz: pronto llegaría el momento en que sus amigos y familiares la recibirían con flores y música celestial. «En cualquier momento vendrán», se dijo. Miró a su alrededor y reconoció en la otra cinta de al frente al padre, la madre y las dos niñas gemelas. Verlas le amargó un poco el momento. Teresa suspiró. Desde la distancia, una de las gemelas la saludó con la mano, siguiendo su camino hacia otra puerta de embarque. Cada uno sube al cielo por un camino diferente, dependiendo de lo que le toca vivir. Teresa llegó a una puerta giratoria, que se activó cuando la vio llegar. Emocionada, entendió que era el recibimiento a toda una santa. Era mejor de lo que se había imaginado. Siguió el rumbo de la cinta, pero notó que hacía una vuelta en U: un retorno en forma de herradura de caballo. La puerta giratoria se volvía entonces a activar, saliendo de esa esquina muerta que tan solo era un retorno. Se bajó de la cinta y se subió a otra y luego a otra más. Dio vueltas por todo el aeropuerto celestial. Siempre terminaba en el mismo lugar. Duró un buen rato, hasta que una voz, desde el mando de control, mencionó su nombre y apellido; le anunció que ese no era su momento y con un chasquido de dedos, parecido a una descarga eléctrica, la despertó: ¡click! Abrió los ojos. Se vio acostada: tenía el pecho desnudo, y los pezones erguidos, mientras un extraño la reanimaba con un desfibrilador cardiaco. A su lado, ambulancias y personal de la Cruz Roja, que, petrificados, removían de debajo de los coches los cuerpos húmedos e inmóviles de una familia que, viniendo desde muy lejos, finalmente había encontrado un techo.
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Guillermo Gómez (Bogotá, 1976) estudió Administración de Empresas. Especialista en marketing, ha trabajado en diferentes países para empresas internacionales. Es alumno de la Escuela de Escritores en Madrid, donde ha completado los cursos de escritura creativa, relato breve y relato avanzado. Aficionado a la lectura y la escritura, prepara su primer libro de relatos. Vive actualmente en Zúrich.
Tubular Bells Marian Peyró
En casa de la abuela de Lucía no hay nada alegre. Hay una entrada diminuta de ningún color, y, justo enfrente, su dormitorio. Duerme en el mismo cuarto con su hijo Isaac, el tío de Lu, pero no se entra ahí. La familia de mi amiga tiene una mercería. Hoy fuimos directas del cole a su tienda, y solo estaba el mozo. Su madre dejó recado de que nos mandara donde la abuela, que vive a la vuelta, hasta que viniera a recogernos, así que caminamos esos diez pasos como si nos hubieran sacado de una fiesta. Y ahora estamos aquí. En el salón. Rezando. Algunas. La abuela sí. Lo hace con los ojos cerrados y apretando las cuentas del rosario tan fuerte como si quisiera atravesarse el dedo curtido. Ocupa el centro del sofá, entre las hermanas de Lucía. Ella es mi mejor amiga. Sus hermanas no. Son más pequeñas y bastante tontas. Su abuela empieza el sexto avemaría. Todas corremos a dar la réplica. En realidad, yo voy algo detrás. No me lo sé bien, en casa no rezamos el rosario. Echo un vistazo alrededor cuando nadie mira. Al final del salón hay una puerta normal, que no lo parece. Debe dar al resto de la casa, pero nunca la he cruzado, ni siquiera para ir a la cocina. Estoy de visita en la casa de las puertas cerradas. Empiezan los misterios gloriosos. Me los sé de alguna vez. Son los que más me gustan, sobre todo porque son los últimos. Ahora Lucía me hace muecas. Intento muy fuerte no reírme. Por lo bajo, me dice «Tengo un SúperPop». Sonrío ya sin poder disimular, temiendo volverme y encontrar a su abuela con un ojo abierto. Vuelvo al rosario con las demás aunque solo consigo concentrarme en la historia de San Agustín que mi amiga me contó deprisa antes que nos echaran de la tienda. En las partes picantes, que resumió rápido, como un tráiler de cine. A Lucía su abuela le regala vidas de santos y debe leerlas porque luego le pregunta. Aunque no le importa. Apunta en un cuaderno las hojas donde están los mejores párrafos para leérmelas después y reírnos. A sus hermanas la abuela se las lee en voz alta, saltándose a propósito cualquier cosa interesante. A fuerza de tanto escuchar y rezar se han convertido en dos niñas sin sonrisa del mismo color del sofá. Antes de venirnos hemos ido al baño para que Lucía me enseñara su compresa manchada porque yo nunca he visto una. En la tienda todo está abierto. Ni siquiera el baño tiene pestillo, así que me he tenido que apoyar en la puerta mientras ella se cambiaba, para que nadie entrara. Me ha dado bastante asco, pero si así me crecen las tetas como a ella entonces me parece bien.
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La vida breve
Marian Peyró. Tubular Bells
Creo que lo de la regla es como si se te reventara la vida por dentro. Ya me he perdido completamente con el rosario. Ha llegado alguien, pero todas son tan disciplinadas que no miran. Yo me arriesgo y tropiezo con los ojos grises de la madre de Lucía, que parecen montoncitos de cenizas. Es pequeña, tiene el pelo muy corto. Todo en ella es práctico y temeroso, como si se supiera capaz de volarse con una brisa. Lleva un bolso inmenso que le hace de ancla. La madre de Lucía desaparece por la puerta misteriosa del fondo del salón y su abuela entreabre los ojos y le lanza una mirada reprobatoria que se le pega a la espalda. Quinto misterio glorioso. Qué bien, es el último. Ya están todos en la casa. También su tío. Lo sé porque la música de Mike Oldfield atraviesa la puerta cerrada de su cuarto y acompaña el rezo sin que su madre le regañe. Esa música me marea. La abuela comienza las Letanías a la Virgen y yo me acuerdo del padre de Lucía borracho, desplomado en la entrada de su casa. Quizá por lo de los vasos. Virgen clemente, Virgen fiel, Espejo de justicia, Causa de nuestra alegría, Vaso espiritual, Vaso digno de honor, Vaso de insigne devoción, Rosa mística... Nosotras repetimos Ruega por nosotros detrás de cada letanía. El padre de Lucía no volvió más. Su madre les dijo que se había vuelto loco. También, que les había abandonado, aunque Lucía decía que no. Que sabía que no. Pero llevaba ya un año diciéndolo. La última vez que le vimos Lucía y yo nos encerramos en su cuarto mientras su madre se agarraba a la manilla de la puerta principal tan fuerte como si fuera un globo de helio. Tenía los nudillos blancos. Su padre repetía «Por favor, dame a las niñas» tantas veces como el dichoso Ruega por nosotros. Suena el teléfono. Apenas dos timbrazos, la madre de Lucía debe haberlo cogido. Enseguida oigo el golpe que hace al colgar y después su prisa por el pasillo. Nos interrumpe. La abuela tiene ahora los ojos bien abiertos y le brillan. Le brillan mal. Aún así, la madre de Lucía habla: —Eran mis vecinos del cuarto. Los de arriba les han calado. Tengo que ver si también ha pasado a mi casa. Se para. Espera una respuesta que no llega. Sigue: —Me voy. La abuela de Lucía continúa muda. —Me llevo a Isaac. Por si tengo que mover muebles o algo —añade. No puedo imaginarme al tío de mi amiga moviendo muebles ni nada. Quizá la abuela también se ha puesto a imaginarlo. Su silencio hace pliegues en el papel pintado del salón. Va a encerrarnos en un sobre. —Madre —la voz de la madre de Lucía parece suavizarse, como si rogara—, a lo mejor tenemos que pasar aquí la noche, ¿puedes mirar si hay cena para todos? Cuando acaba de hablar mira al suelo, parece oscilar, pero en realidad no se mueve. Después se dirige al hall, toca en la puerta del dormitorio de su hermano y desaparece dentro. La música para.
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La abuela también ha dejado de rezar. Las pequeñas siguen transparentando el respaldo del sofá mientras la abuela se levanta y le veo la marca redonda de una cuenta del rosario en el dedo, como un doloroso agujero de carne. Lucía y yo nos miramos. Dormir aquí quizá sea una aventura. Nos revolvemos en las sillas. La puerta del dormitorio se abre y salen la madre y el tío de Lucía. Yo casi nunca coincido con él. Es delgado, con el pelo rubio seboso, como un casco sucio. Tiene las mejillas llenitas de agujeros de haberse tocado los granos. No sé qué edad tiene, es mucho más joven que la madre de Lucía, pero lo bastante mayor para parecernos un fracasado. La abuela dice: —Vamos a comprar pan, y algo de fruta. Lucía, quédate con tu amiga en el salón. Las hermanas fantasma salen detrás de ella. Respiramos. Lucía y yo estamos solas en esa casa por primera vez. Tengo unas ganas locas de abrir la puerta del fondo del salón, pero mi amiga tiene otros planes: —¡Venga! —¿Qué? —¡Vamos a rayar el disco de mi tío! ¡El de las campanas, ese que suena a todas horas! De pronto todo corre mucha prisa, vamos a la habitación del hall, huele a orinal. —¡Mira! ¡Lo dejó puesto en el tocadiscos! Lo coge y lo escupe con furia, y yo la miro, pasmada. Luego, reacciono: —¿Y la funda del disco? ¡esa tan fea que son como unos tubos doblados! ¡vamos a pintarla con un boli! —¡No!, ¡no!, así está bien —dice Lucía. —¡Pero qué dices! ¡Echamos la culpa a tus hermanas! Miro por todas partes. No la encuentro y me agacho para buscarla bajo la cama. Estiro mucho la mano porque hay algo pero está oscuro y no lo distingo. Temo volcar el pis de la abuela, pero solo hay una caja. La arrastro y levanto la tapa, revolviendo el contenido. Al principio solo veo cajas de braguitas de la mercería. Luego, fotos de Polaroid, alguna cinta de video. De pronto me doy cuenta de lo que es. Instantáneas de su tío con niños pequeños. Cosas que no entiendo pero que me queman en los ojos y en las manos. Lucía se abalanza sobre mí y me quita la caja. Baja la mirada y busca despacio entre las fotos. Al fin, me tiende dos. Casi no reconozco a sus hermanas. Nunca las había visto desnudas. —Mi padre quería llevarnos —dice—, pero no le dejaron. Yo ya soy mayor, por suerte. La boca se le estira. No puedo llamar a eso sonrisa. —¿Pero quién hace las fotos, Luci? —le digo. Y ella me mira con ojos como los de su madre, donde adivino el fuego que ya la ha arrasado, y la resignación, y la abrazo después, para que no se vuele en cenizas.
Marian Peyró (Ávila) es licenciada en Jurídico-Empresarial y se dedica profesionalmente a la gestión y promoción inmobiliaria. Reciente escritora, ha tenido bastante suerte en premios literarios y colaboraciones en publicaciones y revistas digitales. Es coautora de Seis tonos de negro (ed. PG), un proyecto al alimón con otras cinco amigas escritoras, apasionadas del género negro. En solitario, ha publicado en 2020 El papel de un cromo con la editorial Piezas Azules, una colección de relatos en la que mediante la escritura propone una reflexión sobre nuestro lado oscuro y explora la duplicidad de las personas. Es asidua de los talleres de escritura creativa de cuyos profesores y compañeros obtiene un intercambio muy satisfactorio. También colabora con la Librería Compás en la organización de encuentros con autores. Actualmente escribe su primera novela.
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Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos
Tomás del Rey Beneficios de la censura para el progreso de los pueblos Primero prohibieron las palabras emperador y desnudo, lo que enriqueció por igual nuestro vocabulario y a los editores de diccionarios de sinónimos. Leímos titulares tan sonoros como «Nuestro jerarca va en cueros», y otros con variantes del tipo «en pelota picada» o «in púribus». Así que hubo que prohibir también las alusiones a la vestimenta o falta de ella, al igual que cualquier mención a toda clase de autoridad o jerarquía. Se alcanzaron de este modo cimas de poesía y sugerencia en las portadas («Alguien estará pasando frío»), justo antes de que se decretara el cierre de las secciones de Moda, de Política e incluso de Empresa. Los niños, sin embargo, seguían señalando con el dedo a tú ya me entiendes cuando lo veían pasar por la calle con la cabeza muy alta y las vergüenzas al aire. Es comprensible, entonces, que se optara por la extirpación preventiva del dedo índice de ambas manos en toda la población. La ventaja es que hemos erradicado la costumbre de usarlo para hurgarse la nariz en los semáforos, o la de presionar con él timbres hasta el hartazgo. Y, sobre todo, al leer periódicos que ya solo hablan de fútbol, nadie se lo humedece para pasar las páginas, menuda porquería.
Marejada a fuerte marejada Pese a ser la única mujer del tiempo que acertaba siempre, tenía poca audiencia. Quizá porque anunciaba huracanes entre sonrisas y aparecía deprimida cuando los soles inundaban el mapa. Nos enamoramos en aquella primavera tormentosa. Cuanto más felices éramos, más lluvia caía sobre nuestros besos. Solo brilló el sol al día siguiente de la primera pelea de enamorados. Luego, con la reconciliación, llegaron las inundaciones. Éramos tan felices que tuve que cortar con ella antes de que anunciara el pedrisco: un campesino debe estar dispuesto a cualquier sacrificio para salvar la cosecha.
Tomás del Rey es licenciado en Filología Hispánica y profesor de Lengua y Literatura en Sevilla. Ha publicado Yo, que tantos hombres he sido (Maclein y Parker, 2020), un libro de relatos y microrrelatos de asunto metaliterario. Ha obtenido distintos premios y participado en diversas antologías del género. Imparte cursos y talleres de lectura y escritura. Colabora como tallerista en la web de minificciones de la editorial mexicana Ficticia. Mantiene el blog Lo breve, si breve, tres veces breve (3breves.blogspot.com).
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Matar al mensajero Uno no aniquila al puñetero coach de la empresa a la salida de un curso de mindfulness para esto. Ni extingue de un hachazo, en los servicios unisex de la empresa, la matraca pseudoanglófona de nuestro CEO, empeñado en proponer un briefing sobre nuestro branding, para tener que aguantar ahora esto. Por eso esperé al locutor en el garaje de la emisora. Con mi navaja albaceteña le iba a enseñar yo cómo se dice en castizo serial killer.
...en un pajar El muchacho entendió al fin que no merecía la pena consumirse en aquella búsqueda absurda. Así que hizo caso a nuestros consejos y fue práctico. Aquellas alpacas de paja eran ideales para la alimentación del ganado. Era un negocio seguro. Hasta que un día empezaron a llegar las denuncias de los ganaderos, que referían la muerte súbita de sus reses. En todos los casos, el informe del veterinario era semejante: al examinar el animal se encontraba, brillando al fondo del gaznate y atravesándolo de parte a parte, una hermosísima aguja de oro.
Exigencias ¿No tuvieron bastante con aquella revolución tan molesta? Las barricadas en la calle afeando nuestra imagen internacional. Los largos días en que tuve que quedarme encerrado en el búnker viendo series y estropeándome el colesterol con palomitas y helados. Y en lugar de aplastarlos como insectos, les concedimos un litro de agua potable al día para cada familia. Pero, al parecer, son insaciables además de inconscientes: ¿no han oído hablar de la crisis ambiental? Ahora pretenden que también les salga gratis el aire que respiran. Con lo que costó encontrar un sistema que nos permitiera comercializarlo a precios populares.
Y el resto es silencio Mi mujer nunca me ha escuchado. Tampoco mis hijos. Ni, seamos sinceros, mis amigos me han hecho nunca demasiado caso. Así que ahora que ya ha terminado la ceremonia y siento cómo me descienden, creo que no merece la pena dar voces ni aporrear el ataúd.
Una historia de mujeres Desde nuestra casa alcanzamos a ver su patio casi entero. Viven encerradas como gatas en celo. Todas las noches escuchamos los cascos de un caballo, y sobre él una sombra, tocada con un sombrero de ala ancha, que ronda la casa sin descanso. Las niñas viven obsesionadas por esa sombra, a la que llaman Pepe el Romano, pero nadie en nuestro pueblo se llama así. Dicen que se ha prometido con la hija más fea de Bernarda. Pero yo he visto cómo muchas noches aprovecha la oscuridad para gozar entre los pechos de Adela, la más joven y guapa. Anoche se oyó un disparo de escopeta, y un caballo sin jinete salió corriendo calle abajo. Justo después, mientras Adela gritaba loca de dolor, juraría que vi a la propia Bernarda escabulléndose entre las sombras del patio, al tiempo que se quitaba un sombrero de ala ancha y unos zahones.
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El castillo de barba azul
Fragmento de Las diosas de
Guo Moruo Introducción y traducción del chino: Julia Cervilla Carrión
«El renacimiento de las diosas» (Nüshen zhi zaisheng, 女神之再生) es el primer y más importante poema del libro de poemas titulado Las diosas (Nüshen, 女神), escrito por Guo Moruo 郭沫若 (1892-1978). El poema del que hoy presentamos parte relata una historia que comienza con la aparición de tres diosas que, tras anticipar una gran destrucción, parten a algún lugar para crear un nuevo mundo; posteriormente, aparecen en el poema Gonggong y Zhuanxu, dos personajes de la mitología china que luchan por hacerse con el control del mundo. Tras el violento enfrentamiento, llega la oscuridad y vuelven a aparecer las diosas para dar la bienvenida a un nuevo sol que, sin embargo, no llega a verse. La colección, de la que forma parte nuestro poema, fue publicada en 1921 e incluye textos compuestos entre los años 1919 y 1921. De entre los más de cincuenta textos que la componen, encontramos algunos que combinan la poesía y el teatro, como es el que traducimos a continuación. La temática de Las diosas es extremadamente diversa. Además, el autor combina elementos propios de la literatura occidental y de la cultura clásica china. Así, pues, en un mismo poema encontramos referencias a autores como Spinoza o Kabir, y extranjerismos y referencias a otras culturas. Tanto el significado como la forma de «El renacimiento de las diosas» están íntimamente ligados al período en que fue escrito, un período convulso de
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la historia de China en el que se sucedieron diversos conflictos y cambios. En el ámbito literario, los cambios que ocurrieron a principios del siglo XX se conocen bajo el término Movimiento de la Nueva Literatura y son considerados por muchos el comienzo de la literatura china moderna. En esta época, tuvieron lugar numerosas protestas de estudiantes que reivindicaban el uso de la lengua vernácula o el verso libre. Dichas manifestaciones, más allá de la innovación de las formas literarias, procuraban la modernización el país y su cultura, convirtiéndose la literatura en el medio escogido por los intelectuales tanto para expresar su insatisfacción como para movilizar a las masas. En este contexto, destaca la revolución de la poesía, un género que gozaba de una larga tradición. Los autores de la Nueva Poesía no solo se enfrentaban a los cánones del género; también a la creación de nuevos modelos que resultaran innovadores sin dejar a un lado los rasgos que distinguían a este del resto de géneros. Tras algunos intentos de renovación, el cambio perseguido realmente se materializó en la publicación de Las diosas. Su autor, Guo Moruo, era un joven intelectual de la época que sufrió el drama de su tiempo y que, a pesar de haber escrito una de las obras más representativas del período, no alcanzó el reconocimiento debido a su posterior implicación en política.
[Voces de mujeres en la oscuridad] —¡Los truenos han enmudecido! —¡Los relámpagos ya han cesado! —¡La lucha entre la luz y la oscuridad ya ha terminado! —¿Y el sol ya agotado? —¡Ha sido obligado a marcharse del Cielo! —¿Finalmente se ha roto la bóveda celeste? —¿No ha regresado aquella oscuridad que fue expulsada del Cielo? —¿Qué se podrá hacer por la bóveda celeste? —¿Vamos a volver a fundir piedras de cinco colores para arreglar la bóveda? —¡Esas cosas de colores después no sirven para nada! ¡Hemos acabado con él! ¡No necesitamos arreglarlo! A la espera de que salga la estrella solar que acabamos de crear, ¡iluminará el mundo dentro y fuera Cielo! ¡Los límites de la bóveda celeste ya no sirven para nada! —¿No teméis que la estrella solar que acabamos de crear también se agote? —¡Tenemos que crear una nueva luz, un nuevo calor para suministrárselos! —¡Oh, bajo nuestros pies, por todas partes hay cadáveres de hombres! —¿Y qué hacemos con ellos? —¡Metámoslos en nichos para que se conviertan en imágenes! —¡Eso es, que entonen música silenciosa! —Hermanas, ¿cómo es que la estrella solar que acabamos de crear aún no sale? —Ella es demasiado ardiente, temo que vaya a explotar; ¡Todavía está bañándose en las aguas del mar! —¡Oh, ya sentimos la reciente calidez! —Nuestros corazones parecen una carpa dorada de tonos escarlata, ¡una carpa que salta en el interior de un jarrón de cristal! —¡Queremos abrazarlo todo! —¡Cantemos para dar la bienvenida a la estrella solar que acabamos de crear! [Cantan a coro] Aunque el sol está aún lejos, aunque el sol está aún lejos, en el mar ya suenan las campanas del alba: Ding-dong, ding-dong, ding-dong. Millares de flechas doradas lanzadas contra el Lobo Celestial,1 1. Nota del traductor . Conocida como Sirio en Occidente, es la estrella más brillante de la constelación Canis Maior. Los chinos la visualizaban como un arco cuya larga flecha apuntaba a un lobo, de ahí su nombre.
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El castillo de barba azul
Guo Moruo. Fragmento de Las diosas
El Lobo Celestial ya está en la oscura tristeza, en el mar ya suenan las campanas fúnebres: Ding-dong, ding-dong, ding-dong. Bebemos deseosas las copas de vino, brindamos porque el nuevo sol viva para siempre, en el mar ya suenan las campanas del vino: Ding-dong, ding-dong, ding-dong. [En este momento el escenario se ilumina de repente, solo se ve una cortina blanca. El director sube al escenario] EL DIRECTOR [hace una reverencia ante el público] ¡Señoras y señores! ¡Supongo que ya están cansados de encontrarse entre las tinieblas corrompidas de un mundo oscuro! ¡Están ávidos de luz! El poeta que escribió este drama poético ya ha detenido su pluma, realmente se ha marchado a ultramar para crear la nueva luz y el nuevo calor. ¡Señores! ¿Quieren ustedes ver cómo nace la nueva estrella solar? ¡Pues vayan ustedes mismos a crearla! ¡Nos volveremos a ver cuando salga la nueva estrella solar!
Notas del autor Liezi (列子), capítulo Tangwen: «Así pues, cielo y tierra son algo material (wu) y además, algo material incompleto. Por eso en la remota antigüedad Nüwa escogió piedras de los cinco colores para rellenar sus huecos y cortó las cuatro patas de una tortuga gigante para fijar los cuatro límites (bordes del cielo). Posteriormente Gonggong, al luchar contra Zhuanxu por el imperio, en un arrebato de cólera, golpeó el monte Buzhou: uno de los pilares del cielo se quebró y se rompieron los lazos que sujetaban la tierra. A causa de ello el cielo se inclinó hacia el noroeste y por eso hacia allí se dirigen el sol, la luna y las estrellas; la Tierra se hundió en el sureste y ésa es la razón de que los cien ríos discurran en esa dirección»1. Shuowen (说文). Nüwa es una antigua divinidad femenina, creadora de los diez mil seres. Además, creó los sheng y otros instrumentos de viento. Libro de los montes y los mares (山海经): Las montañas occidentales, capítulo 3: «Siguiendo trescientos setenta li en dirección al noreste arribamos al monte Buzhou o “Monte dividido”, desde el que se ve al norte el monte Zhupi y, por encima de este, al fondo, otro monte: el Yuechong. Desde él se alcanza también a contemplar, al este, el lago You, bajo el cual nace y fluye oculto el río He, cuyo estruendoso blup-blup se escucha desde la superficie. Da este monte unos magníficos árboles frutales, repletos de unos frutos que son parecidos, por la forma, a los melocotones, y de unas hojas similares a las de los azufaifos, y de unas flores amarillas y unos sépalos rojos; ingerirlo libra de las aflicciones» 2.
1. Traducción de I. Preciado. En Preciado, I. (1994). Lie Zi: el libro de la perfecta vacuidad (2a ed.). Kairós. 2 Traducción de N. Yao y G. García-Noblejas. En Yao, N., y García-Noblejas Sánchez-Cendal, G. (2000). Libro de los montes y los mares: (Shanhai Jing): Cosmografía y mitología de la China antigua. Miraguano.
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Elizabeth Barrett Browning La construcción de la femineidad en el siglo XIX Por Guillermo Carnero La profesora Carmen Manuel comienza su estudio preliminar a este volumen, imprescindible para todo anglicista, historiador de la poesía y aficionado a ella, afirmando que EBB —abreviatura que le tomo prestada desde ahora— no fue «un apéndice extirpable en la biografía de su marido», Robert Browning, poeta siempre presente en el canon de la contemporaneidad como uno de los creadores del monólogo dramático, procedimiento que la poesía inglesa aportó a la superación del Romanticismo. Ninguna escritora que lo sea verdaderamente es un apéndice de nadie, y menos quien fue interlocutora sabia e inteligente en una unión de pareja fundada en la igualdad, el respeto intelectual y un diálogo permanente y mutuamente enriquecedor. Aun así, la autora de Aurora Leigh ha estado en términos generales poco presente en la historia literaria, con excepciones como Edgar Allan Poe, Emily Dickinson, Óscar Wilde, Clarín, Carmen Conde, Virginia Woolf. A pesar de su éxito en el siglo XIX entre lectores aislados y en clubes de lectura, el poema no se reimprimió entre 1905 y 1978. Y en ese momento y desde entonces su rescate se ha producido en el seno de un movimiento profemenino cuya justicia, dadas las innegables corveas de la condición femenina decimonónica y posterior, es innegable. Pero las causas justas suelen dar pábulo a extralimitaciones que perjudican su credibilidad. Una de ellas es la renuencia de algunos a designar con la palabra poetisa a la mujer que poetiza, empleando en su lugar el masculino, desde entonces andrógino y epiceno, la poeta, un rotundo dislate gramatical. Es preferible poetisa, que rima con sacerdotisa, profetisa o pitonisa. No con sumisa, sí con sonrisa. «Su risa es la son-
risa suave de Mona Lisa», escribió con admiración el maestro Rubén Darío. A quienes rechazan la palabra poetisa con el argumento de que en el pasado se usó en sentido despectivo, les haría una pregunta. Si al liberar un campo de prisioneros se encontraran con que todas las mujeres han sido violadas y tienen sífilis, ¿qué harían? ¿Matarlas, desterrarlas, encerrarlas en un sótano hasta que murieran? ¿No sería más humano y justo curarlas, darles ropa nueva, un trabajo y respeto para que pudieran volver a la sociedad sin llevar el estigma de lo que sufrieron? Las palabras son como las personas, y pueden haber sufrido secuestro y maltrato; quienes deben ser por ello castigados y marcados son los verdugos, no las víctimas. ¿Debemos desterrar del vocabulario madre y cocina porque algunos hayan creído o crean que a la mujer sólo le cuadra ser madre y cocinera? No; debemos normalizar su uso, una vez recuperada la dignidad, como la de su referente. Sin embargo, ya que no existe al respecto Revelación inconcusa, y como decía Gonzalo de Berceo en el siglo XIII, «la materia es alta», quede el debate abierto, pues doctoras tiene la Iglesia. Por lo que sigue de antemano me disculpo, asimismo con palabras de Berceo: «Al non escribimos sinon lo que leemos». Una frase de Óscar Wilde, en su artículo «English poetesses» («Poetisas inglesas») se traduce en página 10 y entre comillas, así: «Inglaterra ha dado al mundo una gran poeta, Elizabeth Barrett Browning». ¿Será que las palabras, en el tránsito de un siglo a otro, adquieren el sexo fluido que pasa por ser una de las glorias conceptuales, ideológicas y quirúrgicas de nuestros tiempos? ¿Qué ha ocurrido a los muchos textos decimonónicos que escribieron poetisa y se han travestido aquí adoptando
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el sustantivo masculino poeta para referirse a una mujer, sinsentido equivalente a asumir, mutatis mutandis, que una mujer no pudiera asistir a la Universidad a primeros del siglo XX si no era disfrazada de hombre? Con todo, Carmen Manuel se evade en ocasiones de la presión del pensamiento totalitario que trabuca el sexo de las palabras. Así cita en página 34 de su estudio preliminar dos cartas de «la poeta» (EBB) a Henry Chorley, de 3 y 7 de enero de 1845, en las que dicha «poeta» utiliza cuatro veces, sin asomo de ironía o reprobación, la palabra poetisa para referirse a la mujer que escribe poesía; y la carta a John Kenyon de marzo de 1855 en la que la misma EBB se refiere a sí misma como «poetisa» (página 75). La señora Browning fue sin la menor duda una defensora beligerante de los derechos de la mujer, pero era demasiado culta y sensata para corromper por ello la lengua, lo mismo que lo eran sus contemporáneos. Nació en 1806 en el seno de una acaudalada familia, que debía su fortuna a la posesión de fábricas textiles y de plantaciones de caña de azúcar en Jamaica. Fue un caso de notable precocidad y voracidad lectora desde la infancia, época de la que datan sus primeros escritos: poemas, dramas destinados a la representación casera y narraciones. Desde la adolescencia se interesó por la obra de Mary Wollstonecraft y se familiarizó con el latín y el griego, y entonces se manifestaron también los primeros síntomas de las dolencias que la afligieron toda su vida, y que no han podido ser identificadas con precisión: acaso tuberculosis pulmonar u ósea, y escoliosis. Fue víctima de por vida de un tratamiento médico que incluía el uso de un corsé y la ingestión habitual de opio, del que se convirtió en adicta. Opio y corsé, obsérvese, un destino compartido con Frida Kahlo. Se dio a conocer con poemas que llamaríamos «sociales» por su denuncia del trabajo infantil en fábricas y minas, la esclavitud en los estados norteamericanos del Sur y la específica esclavitud sexual femenina. En enero de 1845 Robert Browning quiso conocerla, atraído por su erudición y su defensa de la justicia. Se casaron al poco, y vivieron principalmente en Pisa, Roma y Florencia, donde ella asumió la causa de la uni-
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ficación de Italia y su liberación del dominio austriaco, asuntos a los que dedicó los libros de poemas Casa Guidi windows, publicado en 1851, y Poems before Congress, en 1860. Tuvo tardíamente, en 1849, un hijo, trabajó entre 1853 y 1856 en Aurora Leigh, y murió en Florencia en junio de 1861. Su sepultura, un sarcófago sobre columnas, es el principal monumento del llamado Cementerio Inglés (en realidad Acatólico, como el de Roma) de esta ciudad, insólitamente convertido en una rotonda apuntalada en peligro de desmoronamiento, al haberse rebajado el terreno que lo rodea. Aurora Leigh es el poema narrativo más extenso de la lengua inglesa, con sus casi once mil versos, y «el más sobresaliente sobre lo que significa ser mujer y creadora», nos dice acertadamente su editora (pág. 65). Es una mezcla de epopeya, de tratado doctrinal sobre poesía y literatura, de censura y crítica social, de bildungsroman sobre la formación de la mujer escritora, de reflexión sobre los roles que puede asumir una mujer entre tradición, disentimiento y modernidad. Su modelo poético remoto es el verso blanco de la poesía narrativa inglesa, que asociamos a Milton. EBB hubiera sin duda hecho también suyas las palabras de Dryden en Religio laici: «this unpolished, rugged verse I chose / as fittest for discourse, and nearest prose». En páginas 93 a 95 tenemos una inteligente reflexión de José Manuel Benítez Ariza acerca de su papel de traductor, impecablemente desempeñado: adaptar el verso blanco inglés contando con la equivalencia problemática de la musicalidad en ambas lenguas y la naturaleza del español, lengua menos sintética que el inglés y que exige amplificación o eliminación de matices. La solución adoptada por el traductor ha sido una acertada y libérrima combinación polimétrica. Opina Carmen Manuel que Aurora Leigh combina la «delicadeza tradicional de la imaginería romántica» y «el lenguaje abrumadoramente realista», rozando en ocasiones lo que en su época se consideraba grosero e improcedente. No pongo en duda lo segundo, pero no afirmaría lo primero. Me explico. EBB contó sin duda con el precedente de Milton, Pope, Wordsworth y Byron, limitándonos a los auto-
Elizabeth Barrett Browning. Grabado de T. O. Barlow (1858)
res de marca mayor. The prelude hubo de ser el estímulo primordial para componer lo que puede ser considerado, a su semejanza, la exploración de «the growth of a poetess’ mind». Aurora Leigh es un poema-río, con matices de gran alcance. Su asunto, la definición y la reivindicación de la femineidad problemática, incorpora una inmensa densidad de referencias y temas colaterales, y se propone superar la tradición romántica, como había hecho Byron, cuyo hisopo vitriólico recogió y manejó EBB concienzudamente, como Espronceda en España. Siguiendo el paralelismo con Wordsworth, podría echarse en falta en Aurora Leigh1 la introspección y el ensimismamiento rousseauniano y la predilección por la naturaleza y el paisaje como vía de autoconoci1. Sobre este nombre véase nota 80 de página 652.
miento. Ello no ha de entenderse como un defecto sino como una opción, cuando la expansión del yo lírico egocéntrico da paso a un discurso narrativo que pierde intensidad poética a cambio de ganar multiplicidad de registros, adquiriendo una cierta falta de ilación, y en ocasiones una amplificación excesiva para el lector, si bien siempre sugestiva para el historiador. EBB no tuvo en su obra magna —dicho sea sin demérito— la calidez y cordialidad de Wordsworth: véase su mirada obstinada y hosca en el grabado de Tomas Oldham Barlow que se conserva en Casa Guidi, la residencia florentina de los Browning. Enumerar y desentrañar las referencias intertextuales de Aurora Leigh es una tarea ciclópea que requiere tanto la paciencia y dedicación de muchos años como una erudición infinita acerca de la época, todo lo cual ha sido resuelto por Carmen Manuel en un millar de notas que provocan la admiración y el sostenido interés del lector, al que recomiendo leer el poema dos veces, la primera deteniéndose en la riquísima anotación, la segunda soslayándola después de haberla asimilado. Esas notas iluminan las incontables alusiones a costumbres, ciencia, legislación, política, geografía, moda, mitología, monumentos y obras de arte, y demuestran un vasto y versátil conocimiento de la época victoriana en cuestiones tan diversas como el colonialismo británico, los cerramientos de baldíos y comunales y el chartismo, las técnicas de impresión, los hallazgos de fósiles y el pensamiento evolucionista, el coleccionismo de insectos y algas, la proliferación de publicaciones periódicas destinadas al público femenino en el ámbito doméstico, el medievalismo y el neogoticismo, la práctica del espiritismo y la creencia en la teosofía. Me pregunto si en alguno de sus viajes a París conocería EBB a Théophile Gautier, adepto a las teorías swenderbogianas como demuestra su novela Espírita, publicada en 1866, basada en la predestinación de parejas de hombre y mujer, almas nacidas la una para la otra y destinadas a un matrimonio que se contrae post mortem cuando no se ha podido en vida. Volviendo a las notas de Carmen Manuel, la erudición de todas ellas es brillante y admirable, tanto como
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la sutileza de algunas como la 91 de página 161, acerca de la «habitación verde». En algún caso (nota 55 a página 143, nota 160 a página 480) la interpretación supera mi limitada capacidad de comprensión. Bien es verdad que se trata de resúmenes de opiniones ajenas. En cuanto a su biblioteca ideal, EBB demuestra una sabiduría enciclopédica: la Biblia en sus dos Testamentos, Ovidio, Virgilio, Eliano, Horacio, Plinio el Viejo, Marcial, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Longo, Homero, Platón, Dante, Petrarca, Boccaccio, Spenser, Shakespeare, Rousseau, Defoe, Fielding, Goethe, Humboldt, Thomson, Richardson, Madame de Staël, Keats, Byron, Coleridge, Payne Knight, Balzac, Tennyson, Carlyle, Fourier, Burns… Algunas de estas referencias, como ocurre siempre, por boca de ganso; así Gonzalo Fernández de Oviedo. Además de los excursos, comentarios y alusiones tocantes a la multitud de temas mencionados más arriba, el asunto principal de Aurora Leigh es la peculiaridad y la dificultad de ser mujer y escritora a mediados del siglo XIX. En primer lugar, como es obvio, la afirmación del yo femenino en busca de autoconocimiento y reconocimiento frente a los patrones centrados en el modelo masculino. Así el libro I comienza con una contundente declaración autoafirmativa («yo, que he escrito mucho en prosa y verso, / en beneficio de otros, ahora escribiré en el mío»), remachada en el verso 29 («Escribo»). Esa autoafirmación de la capacidad y la voluntad creadora exige, por supuesto, respeto en la recepción de una obra que no venga definida a priori como «literatura femenina», es decir de segunda clase, y en consecuencia merecedora de la acogida cortés y protectora que se reserva a lo intelectualmente inferior: «esos elogios / que los hombres dirigen a las mujeres cuando juzgan / un libro no como una simple obra, sino como obra de una simple mujer, / mostrando ese respeto relativo / que no es sino absoluto desprecio» (libro II, versos 232-236). Un pasaje a comienzos de libro V recalca la autosuficiencia de la mujer y su derecho a no depender de la mirada y la apreciación masculina: «No me harán tropezar / estos vestidos largos de mujer; / […] ¿Será vano mi esfuerzo / si un hombre no lo aplaude? / No lo será» (versos 59-64). La misión de la mujer no consiste ni termina en ser el ángel del hogar, en teñir el mundo masculino del «color del amor» (II, 377), en servir de eco
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elogioso de las ocurrencias de un marido fatuo, como cisne enjoyado en el lago doméstico (V, 582-598). Ante pasajes como éste, o el que recuerda (IV, 187-202) la costumbre hindú de sacrificarse las viudas en la pira de su difunto, pasajes dotados de la admirable fuerza de un sarcasmo tan precisamente formulado como rotundamente expresado, es imposible no recordar el de Concepción Arenal en La mujer del porvenir, cuando denunciaba la mutilación de la personalidad de la reducida a la misión de repartir dulzura y amor, de tal modo que cuando no hay a su alcance ser humano que colme su infinita capacidad de amar se dedica apasionadamente a amar a Dios, a su perro o a su gato. La sátira de la mujer virtuosa adquiere en la pluma de EBB una calidad insuperable cuando la retrata triste, gélida, pasiva e irrelevante, llevando «una vida de pájaro enjaulado / que daba por sentado que saltar de una percha a otra / era toda la acción y alegría que un pájaro requiere», si le cambian el agua y la proveen de alpiste (I, 270-312); véase también III, 344-365. Una mujer a la que se da una educación incompleta y parcial adecuada al papel secundario que se espera desempeñe (I, 427-459): ya que es incapaz de pensamiento, debe callar, asentir, ser «femenina». Además del papel decorativo y vicario que la sociedad bienpensante asigna a la mujer, EBB denuncia las condiciones infrahumanas de las atrapadas en los trabajos de medio pelo que se les permite desempeñar, como el de modista, cuya precariedad acaba por conducirlas a la prostitución (libros IV, VI, VII, VIII). Esta lacra encaja entre las terribles condiciones de vida del pueblo trabajador (IV, 538-595) en una Inglaterra cuyo paisaje resulta tan sórdido (I, 251-269) como su mentalidad y sus costumbres. José Manuel Benítez Ariza es profesor de Instituto, novelista y poeta; ha editado y traducido a Rudyard Kipling, Joseph Conrad, Herman Melville y Henry James, y se doctoró sobre la poesía de Edgar Allan Poe. Carmen Manuel es catedrática de Filología Inglesa en la Universidad de Valencia, y miembro de número de la Academia Valenciana de la Lengua. Ha publicado un volumen sobre La literatura de Estados Unidos desde sus orígenes hasta la Primera Guerra Mundial (2006), y ediciones críticas y traducciones de Poe, Herman Melville y Emily Dickinson. La colaboración de ambos ha alcanzado cotas difícilmente superables.
El paso de la luz, de Blas Muñoz Pizarro: arquitectura invisible de la música Por José Antonio Olmedo López-Amor Cuando ya no nos queda nada, el vacío de no quedar podría ser al cabo inútil y perfecto. José Ángel Valente
Blas Muñoz Pizarro (Valencia, 1943) es uno de esos poetas que no solo prestigia a los premios que le son concedidos, también honra y dignifica a sus editores. La publicación de El paso de la luz (Valencia/Puerto Rico: Crátera Editores & Isla Negra Editores, 2021) supone un hito en la bibliografía blasmuñozniana, ya que —a excepción de los libros antológicos publicados con El limonero de Homero1— es la primera publicación de un poemario cuyo paso a la luz editorial no ha sido dado por la obtención de un galardón: aunque cabe señalar que casi todos los poemas que componen este corpus han sido premiados: (2, 3, 4) Ciudad de Archidona y (8, 9, 10, 11, 12) Laguna de Duero, ambos en 2014. Aun sin necesitarlo, la poesía de Muñoz Pizarro viene avalada por voces expertas y una trayectoria libresca que comenzó en 1981 con Naufragio de Narciso (Fernando Torres Editor) y llega hasta nuestros días. El lector cuyo primer contacto con la poesía de Muñoz Pizarro sea este libro queda emplazado a una re1. Este nombre recibe el grupo de poetas formado por María Teresa Espasa, Antonio Mayor, Vicente Barberá y Pascual Casañ, quien entró a formar parte del grupo tras el fallecimiento de Joaquín Riñón. Cuatro son las antologías que hasta la fecha han publicado (2010, 2011, 2013 y 2017) y una quinta está en preparación.
ferencia obligada que es De la luz al olvido2 (Vitruvio, 2015), obra que abarca su poesía escrita entre los años 1960 y 2013. Por supuesto, sus siete poemarios, por separado, y su única incursión en la narrativa con La caracola son un itinerario ineludible para aquel que quiera tener una visión global de su literatura. Sergio Arlandis (Valencia, 1976) es el investigador y crítico que prologa su ínclita antología3. Como buen conocedor de la obra blasmuñozniana y experto exégeta de la poesía española contemporánea, Arlandis ofrece en su proemio algunas de las claves para orientarnos en el desciframiento de su poética: «el regreso, ese volver como ejercicio de conocimiento y de urgencia de escritura» (pág. 11); «la niñez como espectro que se manifiesta constantemente» (pág. 12); «dureza léxica que viene a equilibrar la tensión del lenguaje con el desánimo de su voz interior» (pág. 13). Todas estas constantes trabajan al servicio de una prospección interior no exenta de contradicciones y descubrimientos. Según Arlandis, Muñoz Pizarro es un poeta sin generación, pero este hecho, a ojos del buen catador de versos e investigador, es un valor añadido, algo que realza todavía más su interés poético y filológico. Sobre esta circunstancia y sus explicaciones se expresó
2. Esta antología tiene un valor añadido, pues recoge poemas de Muñoz Pizarro que no han sido incluidos ni en sus poemarios ni en las compilaciones de El limonero, compuestas por poemas sueltos que han sido premiados en diferentes concursos. 3. Arlandis, Sergio. «La gran metáfora de la página en blanco: el diáfano sentido del poema». En Muñoz Pizarro, Blas. De la luz al olvido, Madrid: Vitruvio, 2015.
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Muñoz Pizarro en una entrevista4 que me concedió (2015) para la ya desaparecida revista de poesía La Galla Ciencia, por lo que adjunto a pie de página el enlace a la misma, donde puede leerse íntegra. De un tiempo a esta parte se ha registrado un florecimiento de revistas literarias en la Comunidad Valenciana. Como codirector de Crátera. Revista de Crítica y Poesía Contemporánea me congratula haber publicado hasta en dos ocasiones poemas inéditos de Muñoz Pizarro. La última de ellas se ubica en el número ocho (primavera, 2021): un poema —ex profeso— dedicado al poeta alicantino Juan Gil-Albert. Por tanto, —y para alumbrar el camino a futuros espeleólogos del verso— parte de la obra poética de este autor también puede rastrearse en diferentes publicaciones periódicas. Por orden de aparición, El paso de la luz es el corolario natural a una obra total que expone y va completando su propia poética con cada entrega. Esta última aportación se presenta enriquecida por el sugerente trabajo visual realizado por el artista plástico marplatense Pablo Santin, quien, valiéndose de tan solo tinta china, plumilla y pincel, construye un universo pictórico escindido entre la luz y la sombra que acompaña a cada poema, además de ilustrar la cubierta del libro. La síntesis visual de Santin otorga una mayor profundidad a los textos y propone una referencia física que connota sensaciones y emociones en consonancia con los textos, por lo que el goce estético se engrandece en igual proporción que la obra se aquilata. El paso de la luz se puede interpretar como el momento (tiempo) en el que la luz discurre por un lugar (espacio); pero también, como el cauce (canal) que esa luz utiliza para proyectarse: «Sólo eso: al pasar, permanecer». Si tomamos como referencia el título de la antología global, De la luz al olvido, inferimos que la luz es la vida, y el olvido, la muerte. Fijémonos en que no hablamos del par antitético luz/oscuridad, sino luz/olvido: materia/no materia. Por tanto, el paso de esa luz podría ser una traducción en verso de lo que el poeta quiere significar de esa efímera vida. La muerte como 4. https://acropolisdelapalabra.wordpress.com/2015/12/14/ el-lenguaje-poetico-transgresor-por-definicion-debe-salvar-la-realidad-transcendiendola-blas-munoz-pizarro/
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disolución, como preterición, amnesia y extravío. En este sentido, es más fácil comprender la justificación de algunas decisiones formales de esta obra, como por ejemplo, su carácter dialogístico: «No quiero hablar de mí, sino —contigo— / del mundo alrededor…», una apelación a la otredad que cambiará más tarde de oyente. «La verdad surge entre dos», decía Nietzsche. En el primer poema, la interpelación es a la soledad, ente humanizado a quien se dirige el soliloquio; y en el último, aparece de nuevo esa interpelación: «Como siempre / te miro mientras vienes…» para certificar su estructura circular, así como su naturaleza de alusión e interacción a un narratario en quien se encarnan — primero— el amante (hablante lírico amado por la soledad) y —después— el amado (encarnación del amor para el hablante lírico): «¿Quiénes somos tú y yo, si ya no somos / aquellos que aún se aman, como siempre?». Una correlación de afectos que incluye lo inefable y lo matérico; un ejercicio metaliterario que introduce la digresión y la polifonía a través de las grietas de las incertidumbres que revela en su discurso el sujeto lírico. ¿Cómo traduce Santin esta apertura y cierre en su dimensión pictórica? Unos ojos incrustados en un rostro incompleto (carece de cualquier otro rasgo) enfrentan su mirada (única y determinista) con el lector: inquietante interpelación a la soledad (primer poema) que contrasta con una perspectiva más amplia en la que confluyen hasta tres niveles: tierra, agua y cielo, como ascensión gradual para representar esa interpelación a la persona amada del último poema. Los planos de la realidad, el binomio hablante/narratario, quedan representados a la perfección en los trazos de Santin. Una posible síntesis espaciotemporal de este itinerario trazado por la palabra y la mirada como protagonistas del discurso sería comprender la enunciación en una franja temporal que se despliega desde el amanecer hasta el mediodía: «esa luz inicial que en ellos logra / su justificación y el mediodía / se acerca desde el mar, indiferente», pero no de un mismo día, pues cada poema aborda un fragmento (horas diferentes) de esa mañana virtual que es narrada de manera episódica durante un año como tiempo diegético. Hablamos, por tanto, de elipsis temporales que duran un mes entre poema y poema. Esta fragmentada evolución temporal es si-
multánea con una transición espacial en la que vemos que del espacio luminoso (luz física) que transita un paseante (hablante lírico) pasamos al interior del hogar (luz figurada: recuerdos, ideales, divagaciones); y por último, el escenario no es otro que la propia conciencia (luz metafísica: conceptos, reflexiones). Por tanto, asistimos a un viaje que va de lo general a lo particular: exterior (urbe moderna), interior del hogar (ámbito de lo cotidiano) y conciencia (figuración y metafísica), que a su vez también es gradual en lo prospectivo, pues pasamos de lo particular (un ser en su entorno) a lo general (la dimensión universal de su pensamiento). Las ilustraciones números dos, tres, cuatro, cinco y seis nos muestran a ese paseante, vértice geodésico y ente protagonista, en la suma soledad de un divagar que no es solo cartesiano. Todo a su alrededor parece contagiarse de ese deshojar y deshacer de ese ofertorio que es el cielo y su luz, un espectáculo que nadie más aprecia. La orfandad de lo urbano, la posibilidad oprimente del ágora, somos capaces de oír en sus texturas: «cómo respira, acompasada, / la fatiga del mundo, mientras llueve». Huelga decir que el oficio de Muñoz Pizarro como poeta y la hondura de su palabra poética convierten la última parte de este libro en un testimonio crepuscular. La experiencia particular se absolutiza y colectiviza en manos de un poeta verdadero que sabe hurgar en la conciencia lectora, merced a temas y emociones que atañen a la condición humana. Un ejemplo de ello es el poema que transcurre en junio, en el que el posible flâneur encuentra en su vagar a una pareja: «(Bajo el rítmico / acento de la lluvia advenediza / que cae sobre el parque, dos amantes / entrelazan sus manos silenciosas)». Los paréntesis que enmarcan esta estrofa nos indican que una nueva voz narradora contribuye a la polifonía. Los jóvenes aparecidos son todos los jóvenes, son el amor, la esperanza, el equilibrio: un idílico símbolo contenido en un mundo contrario. Esto obliga a Santin a partir su lienzo —de forma literal— en dos mitades en las que se representa esa tormenta (imagen de cubierta): rostro/no rostro; luz/oscuridad; corpóreo/incorpóreo. La paleta de colores y la pluma están atentas en todo momento para reivindicar su coautoría. Pero veamos cómo el poeta ha diseñado la arquitectura propicia
para vehicular su decir, al tiempo que el andamiaje de la palabra significa tanto o más que el propio significante o la exultante desnudez de la imagen. Cada uno de los doce poemas que componen El paso de la luz ocupan el espacio reservado a veintidós líneas, medida a la que el poeta llega con todos los poemas contabilizando tanto versos como espacios. ¿Por qué utilizar un molde numérico fijo para constreñir y encorsetar un discurso que podría ser libre? Partamos del obstáculo o desafío que representa la autocensura formal. El Loco es el arcano número veintidós del Tarot, está asociado con la cantidad y con la dualidad espacio-tiempo. En el número veintidós se repite dos veces el número dos, lo que hace que sea apreciado por las tradiciones místicas por su capacidad de reflexión (simetría). El significado del número veintidós es representativo por varias cosas, como en los veintidós capítulos que se encuentran en el Apocalipsis; las veintidós plegarias del zoroastrismo y su Avesta o los Arcanos Mayores del Tarot, de los que hemos citado uno. También fueron veintidós las creaciones principales realizadas por Dios el sexto día según el Génesis; es interpretado además como una vibración que simboliza las veintidós letras del alfabeto hebreo: la sabiduría y el conocimiento; son veintidós los cromosomas que contienen la herencia genética del padre y de la madre, y veintidós son también los aminoácidos esenciales que diseñan nuestro organismo, entre otras cosas. Hemos dicho simetría al referirnos a la capacidad reflexiva del número veintidós: no perdamos de vista este concepto especular. Muñoz Pizarro escoge otro molde para obligar matemáticamente a los versos a sumar once sílabas (mitad de veintidós): el endecasílabo. Poemas isométricos de versos imparisílabos, de rima blanca. A su vez, encontramos que todos y cada uno de los versos marcan su tonicidad en la sexta sílaba (lo que divide el verso en dos figurados y simétricos hemistiquios de cinco sílabas cada uno). De esto deviene el consabido ritmo yámbico. El yambo nació como uno de los pies métricos que se emplearon en la antigua Grecia y gracias a su natural armonía se considera como el más cercano al ritmo del habla humana (combinación de una vocal breve y otra larga). Este tipo de pie, repetido
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y combinado de manera recurrente, como un fractal, forma versos: seguimos sin perder de vista la simetría. Pero el poeta va aún más lejos. Por si no fuera suficiente aunar el fondo a una forma tan exigente, se obliga a comenzar cada poema, a partir del segundo, con el último verso del poema anterior. Es decir, utiliza la técnica del leixaprén (un concepto parecido a nuestra anadiplosis). Hemos dicho que entre poema y poema hay un presumible espacio temporal de un mes (elipsis simétrica), por lo que la utilización de esta aliteración o paralelismo de verso completo justificaría una aspiración al hilvanado, a la cohesión espaciotemporal de todas las partes que configuran el todo. El hecho de que los poemas carezcan de títulos es otro rasgo que camina en la misma dirección: propicia la sensación de poema-río, una alocución que no es continua en el tiempo, pero, dadas las elipsis y ciertos recursos utilizados, en el plano literario parece que lo es. El leixaprén, como figura retórica de dicción, cumple una de las funciones autotélicas del lenguaje: llamar la atención sobre sí mismo. Este recurso estilístico remite al origen oral y musical de la poesía popular galaico-portuguesa y occitano-catalana, ya que en algunos tratados provenzales de los siglos XII y XIII se encuentran evidencias de las llamadas coblas capfinidas: estrofas (llamadas coblas) en las que el primer verso (o parte de él) coincide con el último verso de la cobla anterior. Y es que, en la poesía de Muñoz Pizarro, tan importante es aquello que se dice como cómo se dice. La poesía siempre ha sido un ente binario conformado por lo dicho y la forma de decirlo, solo que para la mayoría de autores lo dicho prima siempre sobre la forma, o bien la forma solo aspira a conseguir o subrayar un efecto estético. En el caso del autor que nos ocupa, hay una aspiración antigua por conseguir todo ello y, además, sumar en el plano de la forma un grado de participación narradora, una adición de significado. Este rasgo estilémico puede apreciarse en otro libro suyo, La mirada de Jano (Aguaclara, 2009), donde la estructura invisible alcanza cotas de verdadera orfebrería. Según Juan José Rastrollo Torres5: «La arquitectura íntima del poema Espacio, de Juan Ramón Jiménez, 5. En este artículo se pueden apreciar algunas de las conco-
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responde a una lógica deductiva basada en un arranque poemático o elemento generador del poema», y eso mismo podríamos decir de El paso de la luz. Este salto al —ya no vacío— espacio de la página a partir de un verso —asumido— de partida invita a inferir que el autor posee una concepción de la escritura como vía de conocimiento a través del descubrimiento. Pero también podemos colegir de ello que ese verso original es propedéutico, pues condiciona por entero a la sustancia formal —y también argumental— que adquirirá el resto del poema al adaptarse a él. Es un poema organizado internamente y con una lógica estructural ordenada a partir de fragmentos engarzados con el verso inicial. Estos temas o interrogantes sucesivos y recurrentes marcan la variedad y sus momentos heterogéneos y serán las piezas que acabarán convergiendo en un corpus cuyo único propósito es la interiorización de la conciencia universal a través de la belleza6. Parece que al leer esta exégesis sobre la magnum opus juanramoniana estemos asistiendo a una disertación de El paso de la luz. No en vano, la naturaleza no funcional, no mecánica ni literal de ambas composiciones nos invita a desdeñar un enfoque lógico o científico a favor de una teoría de la verdad que nos procure una descodificación de enfoque hermenéutico: «¿Con qué fría pasión un hombre puede, / ajeno a aquel que fue, reconocerse / y, así hallado, ofrecerse desde entonces / al ser que se es ahora?». Tal como manifestó el propio Juan Ramón sobre su Espacio, ¿estamos ante un poema sin asunto? La poderosa estructura ósea que vertebra a ese ser vivo que es el poemario parece condicionar tanto al contenido, al argumento en sí, que es a priori y siempre debería ser la razón primera del poema, hace que nos mitancias formales e incluso argumentales que el poema de Juan Ramón Jiménez tiene con El paso de la luz: Rastrollo Torres, Juan José (2017). «Temas y pensamiento en el poema Espacio de Juan Ramón Jiménez: el cronotopos tiempo-espacio, Dios, el cuerpo de la conciencia y el amor». Nueva Revista de Filología Hispánica (65). Recuperado de: https:// nrfh.colmex.mx/index.php/nrfh/article/view/3104 6. Ídem.
planteemos hasta qué punto Muñoz Pizarro es un poeta-isla que no ofrece un continente a su llamarada expresiva, sino mas bien obliga al fuego a obedecer a una rima, a una medida, a un ritmo acentual: verdaderos y genésicos géiseres que contribuirán al alumbramiento del poema y, a su vez, irán reduciendo y moldeando a la desbocada inspiración. Las ilustraciones de Santin propenden a convertirse en herramientas ontológicas capaces de auscultar sin palabras la densa alma en ebullición enunciativa que intenta traslucir. Dialogan con los textos y develan toda la inmanencia que los versos obvian cual verdad contingente. La lluvia, la pasión, la infamia del tiempo y la mudez que nos provoca la deformación de los recuerdos: todo consuena y se incardina en trazos y texturas que se unen inseparable, emocionalmente a la palabra escrita. La chambre claire (1980) fue el libro en el que Roland Barthes se preguntó sobre el efecto emocional que produce una imagen en su observador. Allí, definió advenimiento, término metalingüístico diseñado para articular su discurso, como aquello que sentimos ante imágenes que generan una emoción en nosotros. También, punctum, concepto bartheano que refiere a esa fascinación no buscada que reside en una imagen que de manera inevitable nos toca, aunque quizás no haya sido concebida para causar dicha emoción. Esa emocionalidad estratificada y bautizada, esos desencuentros entre las imágenes y las desproporcionadas consecuencias que provoca su exposición están muy vinculadas a las capacidades artísticas de Santin: por la ruptura de la lógica; la imbricación del cuerpo humano en la luz y en el espacio; la oposición a la verticalidad de la página en las ilustraciones ocho y nueve, donde muestra a la vez la imperfección del cuerpo desnudo, etc. El discurso de Muñoz Pizarro deja de pertenecer al orbe privado. Aparece una apelación a los lectores en el poema de julio: «creedme»; la cual introduce a los hipotéticos lectores como oyentes del discurso lírico. Esta forma imperativa es una deixis de tercera persona, la demostración de la apertura del discurso hacia lo universal y la constatación también de la ruptura del pacto de ficción.
La palabra siempre se repite hasta cuatro veces en el último poema; en dos de ellas aparece para clausurar la penúltima estrofa y el poema: algo nada pueril si consideramos que es precisamente en este cierre en el que advertimos como lectores la circularidad total: el hablante lírico regresa al hogar —punto de inicio—, la mañana transcurre y se completa justo un año después de su nacimiento. La palabra paso también nos ofrece un amplio abanico de posibilidades interpretativas dada su anfibología. Hasta treinta y siete acepciones se recogen en el Diccionario de la Lengua Española (RAE). Podemos interpretar como una invitación a la continuación de este paso el último verso del último poema, el cual, siguiendo el método del leixaprén que vertebra el conjunto, debería comenzar el hipotético poema número trece: «… ¿aquellos que aún se aman, como siempre». Quizás otro bloque temático, otro libro que verse sobre una tarde que suceda a esta mañana y espere su noche. El aumento de los versos interrogativos conforme llegamos al final, la indeterminación ante la posible transformación del sujeto poemático: muchas son las razones por las que considerar inconclusa esta obra no sería ningún disparate. Para finalizar, expongo un hallazgo formado con los primeros versos de cada poema dispuestos en el mismo orden en el que aparecen. Que esto sea posible, es decir, que obtengamos un poema capaz de conservar gramaticalidad y sentido —obviando cierto grado de automatismo psíquico, como diría Breton para referirse a lo surrealista—, demuestra el alto grado de cohesión y unicidad alcanzados por el autor. No quiero hablar de mí, sino —contigo— como rosas de invierno se deshojan de la unión de la luz con la inocencia. Y digo sol y sombra y frío (y amo) donde crece la luz y alguien la canta: se acerca desde el mar, indiferente, la fatiga del mundo, mientras llueve. Como si nunca hubieran de morir la comunión solar que ya he vivido, mientras el sol insiste y me ilumina con un rumor de lluvia antigua al fondo: el olor a manzanas de mi infancia.
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Honoré de Balzac: movimientos, flujos, migraciones Por José de María Romero Barea Al seguir la misión que la origina, la narración redunda en su sentido de propósito: sus medios de renovación evitan el declive del mecanismo que se cumple en su obsesión por narrar al modo de la máquina moderna: «La mayoría de las disputas humanas», advierte el autor en el prólogo, «provienen de que existen a la vez sabios e ignorantes, constituidos de tal modo que jamás ven sino un solo lado de los hechos y de las ideas, pretendiendo cada uno que el aspecto visto por él es el único verdadero y el único bueno». La saga narrativa La Comedia humana (1830 – 1850) vislumbra paralelismos estéticos entre los géneros, representa la movilidad en los campos del lenguaje y la subjetividad, sus actos de ser se vinculan a los juegos del yo posmoderno. En interacción con las tecnologías de la época, el novelista francés Honoré de Balzac (Tours, 1799 - París, 1850) explora los matices del lenguaje mientras interroga los hábitos del deseo en un relato detallado, densamente imaginado, de la intrahistoria europea, da voz a aquellos que nos precedieron, nos habla de un sentido de conexión con el lugar arraigado de la humanidad que nos une. Ninguna función en la serie Los parientes pobres, perteneciente a las Escenas de la vida parisiense, es absoluta: todas ellas electrifican el presente del relato implicado en su funcionamiento protoindustrial. Su furia estética incide en un dilema: si todas las interpretaciones son contingentes, la novela que las contiene está destinada a ser un género esencial, un objeto radical, único, emblema de un país, Francia, «ebrio de igualdad, [donde se patentiza] la desigualdad de las condiciones»; una metrópoli, París, «en el que [al igual que en sus cementerios], se han dado cita todas las va-
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nidades, todos los lujos»; un dispositivo, en definitiva, que aumenta la velocidad de sus argumentos y los propulsa a través de la narración alucinada que, al tiempo que fomenta las aceleraciones del entorno estático, nos permite sentir una conexión profunda a través del tiempo con la experiencia humana reconstruida a partir de momentos unidos a lo largo. A pesar de su presencia, La prima Bette (1847) se acomoda a las carreteras secundarias de la especulación, afanada en «pensar, soñar, concebir hermosas obras [...] una ocupación deliciosa [...] la vida de la cortesana ocupada en sus caprichos». Como todo pasatiempo plagado de nostalgias, supone un lugar de recuerdos, que hunde sus raíces pretecnológicas en la superchería de los arrabales donde «se esconden muchas gentes ignaras, y, por consecuencia, desgracias, vicios y crímenes». La heroína anhela novedades pero también melancolías, se deshace en momentos desvanecidos de una juventud rebobinada en la proyección inconclusa del pasado, una recreación en la que cada nuevo viaje hacia la presuposición es un recorrido inverso en busca del tiempo perdido. La narrativa realista de El primo Pons (1847) nos espera con una especie de abandono amistoso, parecido al Zen, en la gran urbe gala, «la única ciudad del mundo en la que podéis encontrar semejantes espectáculos, que hacen de sus bulevares un drama continuo representado gratis por los franceses por amor al arte». A diferencia de esas otras tecnologías de la movilidad, a las que complementa, el relato se muestra reconciliado con sus actos de recuperación; sin ser nunca indiferente, consume por su singularidad, su poética infinita articulada en cada aparte de su entramado, que resuena con afán particular en la capital del Sena, «donde nadie
to». Artefactos de lo cotidiano desplazados, suspendidos a la revelación, recontextualizados, sometidos a los cambios de la actualidad, para «representar todas las formas que sirven de ropaje al pensamiento». Parte de la energía estética perdurable, incluso revolucionaria, del constructo balzaciano reside en las crisis a las que nos aboca: un juego radical con la tecnificación del sentido, el valor de uso y la función, todas las dimensiones del objeto contenidas dentro del objeto mismo: el libro que estamos leyendo.
Honoré de Balzac. Retrato de Louis Boulanger
es observador en sociedad, donde todo es rápido como la ola, donde todo pasa como un ministerio». Se recurre a la evidencia genómica para mostrar la migración de los pueblos, se entrelaza la interpretación científica y cultural. La arqueología detallada, el trabajo de paleta, así como la imaginación histórica, siguen siendo esenciales para comprender el pasado. Inutilidad, sinsentido, suspensión de la incredulidad, juegos aparentemente sin propósito del autor decimonónico, adjetivos aplicables a los modos característicos de la ficción en ciclos. «Mis dos novelas están», advierte el caballero de la Legión de Honor en el prefacio, «colocadas formando pareja, como dos mellizos de sexo distin-
Actos de reparación Expansivos en la heterogeneidad del instante en que fueron concebidos, difícil encontrar recuentos más completos y entretenidos de la sociedad decimonónica francesa. Un lúdico mundo interior, infinitamente generativo, proyecta su necesidad de expandirse hacia afuera, hacia un lugar donde la diferencia y el peligro acechan. Desenterrar la visión global de la memoria colectiva requiere de la determinación, paciencia y sensibilidad en que abunda el novelista que nos ocupa. Fascinado por las migraciones interminables, atraviesa las generaciones en movimientos que permanecen, coordenadas fijas en el flujo del tiempo. Conjuran las historias de su ciclo novelístico La Comedia humana el idioma en un constructo esperanzador, alegremente atentas a una seguridad fragmentaria en la que separación y enfrentamiento encuentran reparación a través de actos imaginativos. Reminiscencias en prosa, escritas en la madurez del genio, conforman el tomo XII, que cierra el ciclo de las Escenas de la vida parisiense, editadas, al igual que la opera omnia, por Hermida editores en 2021, en traducción de Aurelio Garzón del Camino. En la saga Los empleados (1838),
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José de María Romero Barea. Honoré de Balzac: movimientos, flujos...
una cualidad deliberadamente enigmática se cumple en la revelación: «Las cosas más hermosas de Francia se han hecho cuando no existía el informe y las decisiones eran espontáneas». Se respeta la mejor tradición narrativa en nombre del noble empeño del «nombramiento esperado, acariciado y mimado. ¡Cuántos sufrimientos contenidos!¡Cuántos votos dirigidos a las divinidades ministeriales! ¡Cuántas visitas interesadas!». En actos de sabotaje, se conmemora una suerte de espionaje ilustrado «de los peones del tablero burocrático. Contentos con estar de guardia para no ir a la oficina y capaces de todo por una gratificación». Las añagazas de Los pequeños burgueses (publicada póstumamente en 1854) ayudan a articular la suspensión compartida de una incredulidad interesada en los giros más amplios de una fantástica heterogeneidad: «¿Dónde se encuentra la santa vida privada, la libertad del hogar? No comienza hasta los cincuenta mil francos de renta». Abunda el relato en las anécdotas de una sabiduría popular que acecha bajo el juego de palabras: «La simpatía, cuando tiene su manantial en el corazón, deja profundas huellas; cuando es un producto del arte, como la elocuencia, produce solo triunfos pasajeros». Imposible no escuchar la voz del novelista del XIX inmerso en su antropológica peripecia, «elevándose por encima de aquellos terribles andrajos que el dibujante no sobrepasa jamás en sus más extravagantes fantasías». Se nos conduce a un viaje evocador y vívidamente descrito a través de la historia. Los avatares de Los secretos de la princesa de Cadignan (1839) intercambian palabras y hechos, aventuras que corrigen su curso hasta regresar al punto de partida; «todo lo que la soledad y el trabajo constante dejan en el corazón de la inocencia, todo lo que el amor reducido a la necesidad y hecho penoso junto a una mujer innoble desarrolla de deseos y fantasías, excita de añoranzas». Eugène de Rastignac y Maxime de Trailles y el escritor Daniel d’Arthez
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enredan un hilo de origen ficticio, cortés, pero obstinadamente resistente al desafío racional de «un amor ardiente, puro, abnegado, completo, entero, sobre todo cuando se ha buscado durante largo tiempo». Mitos de la creación, las estampas de El reverso de la historia contemporánea (1848) aúnan recuentos de maduración emocional, «ambiciones defraudadas o muertas, una miseria interior, un odio adormecido en la indolencia de una vida bastante ocupada por el espectáculo exterior y cotidiano de París». Variado en tono y forma, un mosaico de vivencias ensambladas, «uniones fieles, inexplicables por las leyes ordinarias del mundo», basadas en la persecución tenaz de pistas y contactos. Lo que sucede a los protagonistas (empeñados «en hacer tiras una abnegada empresa colectiva») es parte del devenir de la humanidad al completo, pero esa abigarrada familiaridad no merma una fascinación por derecho propio, «una irradiación comunicativa de vida y de inteligencia, ¡el pensamiento hecho visible!». En momentos de ontológica certeza, La Comedia humana aporta dañados recordatorios de nuestra intensa vulnerabilidad. Explora quiénes hemos sido, revela sobre nuestra comunidad. Se requiere imaginación, así como experiencia, para leer estas historias escritas en piedra. La cotidianeidad del constructo reúne las piezas para desplegar su extraordinaria fábula, en ejercicios especulativos de una supervivencia feroz que se consigue suprimiendo sistemáticamente «la honradez», se concluye en Los empleados, «una lucha en la que sus adversarios emplean todos los recursos de la bellaquería política, la mentira y las calumnias». La magia de la ficción consoladora de Balzac nos transporta a la realidad en actos de reparación imaginativa. En su darwiniana aleatoriedad, las criaturas se comprometen, libro adentro, en una batalla constante para evitar ser reducidas al olvido.
Todo lo que fuimos
Laura Riñón Sirera Tres Hermanas: Madrid, 2021 288 págs.
Cruce de caminos vitales Por Sara Trejo Todo lo que fuimos es la tercera novela de Laura Riñón Sirera, reeditada por el sello Tres Hermanas tras doce años desde su primera fecha de publicación. Nace de nuevo por la curiosidad del lector por conocer esta narración de la que escuchaban hablar a través de terceros. Sin duda, rescatarla es un acto reservado para los valientes que se atreven a reencontrarse con la voz literaria de sus inicios. Uno halla en estas páginas el germen de una joven narradora unida a la elegante pluma de quien es ahora, y de su conjunto brota el talento de la persona que trabaja a diario el oficio de la escritura. Podría definir a Laura Riñón Sirera como una mujer de espíritu nómada que durante más de dos décadas surcó los cielos con una maleta llena de libros y un cuaderno en blanco. Mientras leía sobre la vida de otros, las páginas de ese cuaderno fueron completándose con las suyas propias, con historias que guardaban sueños que hoy ve cumplidos. Detengo mi lectura para imaginar a todas esas personas que cruzan mares y océanos en busca de aventuras, con la esperanza de un reencuentro, embriagados de ilusión por lo desconocido. Precisamente en un lugar tan particular como un aeropuerto es donde comienza esta historia que les presento. Entre idas y venidas se hilan las vidas de cinco personas tan dispares que componen el engranaje perfecto. Alfonso es bondad y amistad, elige vivir en la calma alejado de conflictos. Daniela es la juventud guardando sus alas para desplegarlas en el momento oportuno. El refugio es Blanca, encargada de proteger a sus seres queridos. Pablo es el ejemplo de que los errores pueden enmendarse a tiempo cuando uno obedece a sus sentimientos. Y conocer a Claudia es conocernos a nosotros mismos, pues desafía al pasado guardando a su castigado corazón en un fingido olvido.
Escoger al protagonista es tarea del lector, que navegará en las emociones de cada uno de ellos para comprender el porqué de sus decisiones, de las acciones que les trasladan al punto en el que los encontramos. «Todos llevamos cargas, tenemos un camino por recorrer y nuestro anhelo de hacer el bien y alcanzar la felicidad nos guía para superar los contratiempos y los errores que nos separan de la paz», diría Louisa May Alcott. Estos cinco personajes componen el puzle de una novela que nace en una época en la que se necesita volver a creer en el amor. En este presente ensombrecido por el egoísmo y la importancia de la primera persona se requieren historias que devuelvan la fe en la incondicionalidad de la amistad, en el poder curativo de los abrazos y la generosidad de las personas que aparecen para sostenerte sin pedir nada a cambio. Palabras que nos reconcilien con las decisiones de aquellos jóvenes que éramos para que nos enseñen a perdonar y perdonarnos. Todo lo que fuimos es un paso más en el camino de una escritora a la que auguro un futuro prometedor, pues posee la habilidad de guiarte hasta el final entre tensiones y suspiros. Concentra en el relato coraje y fracasos, oportunidades malgastadas, vivencias que queman en el recuerdo y el abrigo de la soledad escogida. Un homenaje a los vínculos familiares y a los amores de una noche que sobreviven en la memoria toda una vida. Sí, esta es una historia de amor que merece ser leída, en la que el valor sobrevuela entre los impulsos que eliminan los «si hubiera». «Al fin y al cabo, ya sabemos que las razones del amor son las menos coherentes de todas. Y que es en esa incoherencia donde se concentra la única verdad de nuestra existencia.»
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El ambigú
Los papeles de Herralde. Una historia de Anagrama 1968-2000 Jordi Gracia (ed.) Anagrama: Barcelona, 2021 424 págs.
Entre bambalinas Por José Antonio Vila Eran los últimos tiempos del franquismo cuando Anagrama publicaba sus primeros libros en 1969, con los aires revolucionarios de mayo del 68 aún en el aire. Época de guerrilla editorial y filosofías contraculturales. Animado por las ansias de rupturismo cultural y político, Jorge Herralde formó parte de ese grupo de jóvenes burgueses, catalanes o afincados en Barcelona, como Beatriz de Moura o Esther Tusquets, que trasladaron el impulso revolucionario a las aventuras editoriales. Añorados tiempos en que señoritos y señoritas de la upper Diagonal ponían su esnobismo, dinero y contactos al servicio de la causa de hacer de este país un lugar más civilizado y culto. Si gran parte de la joven izquierda melenuda del franquismo tardío era un lecho de Procusto que juntaba a maoístas con partidarios de las ideologías libertarias, no es menos ecléctico el surtido de lecturas que proporcionaba Anagrama en sus primeros años, y que abarcaba desde la revolución cubana hasta el psicoanálisis, ayudando de paso a dar difusión en España a nombres como los de Althusser, Foucault, Lacan o Lévi-Strauss. En esos años finales del régimen, la editorial tal vez alcanzó el récord de títulos «desaconsejados», secuestrados o prohibidos por la censura. De ese primer perfil muy politizado y enfocado hacia el ensayo, Anagrama fue convirtiéndose, a partir de los años ochenta, en una de las editoriales de narrativa más pujantes del sistema literario en lengua española, y Jorge Herralde en uno de los editores más prestigiosos y con mayor peso de la escena internacional. El propio Herralde ha contado parte de esa peripecia en libros como Opiniones mohicanas o Por orden alfabético, que reunían textos dispersos sobre su oficio de editor y sobre autores de su predilección a los que había editado. Libros con interés, pero a menudo carentes de modestia y en cuyas páginas la expresión no
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siempre era fluida. Por eso se agradece que este Los papeles de Herralde haya quedado en las solventes manos de Jordi Gracia. Los papeles de Herralde, que se sitúa a medias entre la biografía y el ensayo historiográfico, se concibe no sólo como una historia de Anagrama, sino como retrato del panorama editorial español de los años 1968-2000 y de los cambios de orientación de los intereses lectores del público. Si el ensayo politizado y «subversivo» fue lo que interesó al lector del tardofranquismo y la Transición, será mucho de lo mejor de la novela internacional, española e hispanoamericana, lo que cautivará la imaginación del lector de la democracia española. Así Anagrama se convierte en casa de los nuevos rumbos de la narrativa británica y norteamericana, desde el posmodernismo de Donald Bartheleme (y después Kurt Vonnegut) al «nuevo periodismo» de Tom Wolfe, pasando por el llamado «realismo sucio», marbete con el que suele englobarse a autores tan dispares como el sutil Raymond Carver o el zafio Charles Bukowski. Desde popes de los míticos años sesenta como William Burroughs, Jack Kerouac o Hunter S. Thompson a referentes contemporáneos como Martin Amis, Paul Auster, Julian Barnes o Ian McEwan. Y, en tiempos más recientes, publicando mucho también de la mejor narrativa francesa contemporánea: Emmanuel Carrère, Jean Echenoz, Michel Houellebecq o Amélie Nothomb. Sin olvidar el espaldarazo que supuso la creación de la colección Narrativas Hispánicas (y el Premio Herralde de Novela) para lanzar a autores autóctonos como Félix de Azúa, Javier Marías, Vicente Molina Foix, Álvaro Pombo, Enrique Vila-Matas o el relanzamiento de la veterana Carmen Martín Gaite; y también lanzadera de autores hispanoamericanos como Roberto Bolaño, Ricardo Piglia o Juan Villoro en España. Un libro utilísimo para los estudiosos de la historia reciente del mundo literario hispánico, muy interesante para aquellos lectores que tengan curiosidad por echar una ojeada entre bambalinas al oficio del editor, y un libro que de seguro complacerá también al considerable ego de Jorge Herralde.
Voces de Extremadura
Mario Martín Gijón Libros de la Resistencia: Madrid, 2019 128 págs.
Cosecha celaniana en España Por David Aliaga Más allá de su hondura poética, del valor de la tarea filológica que emprendió su autor para recuperar el alemán de la influencia del nazismo, o de la capacidad de sus versos para expandir la comprensión del churban, la obra de Paul Celan ha ido adquiriendo interés adicional a medida que ha sido transformada en el territorio sobre el que distintas corrientes de pensamiento han desarrollado sus batallas. En la disputa en torno a la obra de Celan se juega todo el sentido de ser hombre en Occidente, escribió Yves Bonnefoy. Resulta imposible no percibir la trascendencia de la disputa en ensayos como Poesía contra poesía de Jean Bollack (Trotta, 2005), o en el aparato crítico con que Arnau Pons acompaña sus traducciones al catalán (la más reciente, Reixes de llengua, LaBreu, 2019). Con el precedente de trabajos como estos, los de Szondi, e incluso los tan criticados de Gadamer, resulta imposible no permanecer atento a las lecturas que les dan continuidad. El centenario del nacimiento del escritor en 2020 ha traído una nueva cosecha de lecturas de su obra. Más allá de las imprescindibles Lecturas de Cristal de aliento de Bollack y Pons (Herder, 2020), conviene no permitir que queden fuera del radar de los lectores dos propuestas como Voces de Extremadura, de Mario Martín Gijón, y Una temporada en el Danubio, coordinado por José Aníbal Campos. La obra de Martín Gijón parte de la referencia a Extremadura con que cierra el poema «Shibboleth» para armar un ensayo que trata de encontrar el lugar de la península ibérica en la producción del autor judío. La propuesta de establecer la relevancia de la región en lo celaniano se sostiene fundamentalmente en la identificación de lo extremeño como una «marca de afinidad» a partir de la voz que da título al poema, y que remite a Jueces 12:4-6. Expone Martín Gijón que la alusión
Una temporada en el Danubio
José Aníbal Campos (ed.) Foro cultural de Austria: Madrid, 2020 170 págs.
procede de la primera vez que Celan escuchó hablar de Extremadura, a raíz de la matanza franquista en Badajoz de 1936, y que en la pluma del judío transmutó en territorio mítico de ecos antifascistas. El estudio de la biblioteca del autor y de sus relaciones con autores y traductores de literatura en español, así como el relato de su descubrimiento y efímero interés por Pessoa, anclan la tentativa de lectura de Martín Gijón, que quizá se torna excesivamente audaz cuando afirma que «la península ibérica fue decisiva» —aunque el propio desarrollo del ensayo parece matizar esta idea— y asegura que se trata de «la primera y única vez que Celan se comprometió personalmente por una causa política». Si bien la Guerra Civil dejó impronta en la configuración ideológica del poeta, lector precoz de Kropotkin o Landauer, Celan militó en el antifascismo desde 1935 y su proyecto literario es, entre otras cosas, un acto político. Por su parte, el volumen compilado, editado y traducido José Aníbal Campos ofrece un retrato collage de los meses que Celan vivió en Viena entre diciembre de 1947 y junio de 1948, a partir de textos de distinto orden. Se trata de «un capítulo muy poco conocido y estudiado» y que, sin embargo, se afirma imprescindible. Los artículos de Karl-Markus Gauß, Evelyn Polt-Heinzl, Arnau Pons… desgranan cómo es en la capital austriaca donde Celan publicó su primer libro —un ensayo sobre el pintor Edgar Jené— y su primer poemario, o donde conoció a la poeta Ingeborg Bachmann, cuya correspondencia, como señala Gauß, es clave para adentrarse en versos como los de «Amapola y memoria». Una temporada en el Danubio incide también en la confrontación de Celan con el antisemitismo de postguerra, ejemplificado en una prejuiciosa crítica, la primera reseña de la obra de Celan de la que se tiene constancia, que Campos traduce por primera vez al español. Ambas obras coinciden en abordar con desacomplejada erudición filológica y gran ambición documental una etapa decisiva y una influencia relevante del autor, tornándose en materiales de referencia muy convenientes en cualquier biblioteca celaniana.
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El ambigú
Italo Calvino. El escritor que quiso ser invisible Antonio Serrano Cueto Fundación José Manuel Lara: Sevilla, 2000 528 págs.
Italo Calvino: visible e invisible Por Fernando Valls En la correspondencia que mantuvieron, se quejaban Américo Castro y José Jiménez Lozano de la escasa contribución de los españoles al conocimiento de otras culturas nacionales. Por fortuna, ese lamento no tiene hoy tanto sentido porque muchos investigadores españoles han contribuido en las últimas décadas al estudio de otras literaturas. Desde Francisco Rico, con sus trabajos sobre Petrarca, a María Nieves Muñiz, con sus estudios sobre la literatura italiana de los siglos XIX y XX, por no salir del país vecino. A ellos viene a sumarse, en la proporción que sea, esta atinada y amena biografía de Italo Calvino que ha obtenido un prestigioso premio. Pero cómo trazar la biografía de un escritor, cómo dar cuenta de los avatares importantes de su existencia, de sus relaciones familiares, personales, de sus intereses políticos y logros intelectuales. Calvino fue un escritor fértil, en constante búsqueda y evolución, y hoy, treinta y cinco años después de su muerte, podemos afirmar que su obra sigue leyéndose, habiendo logrado trascender las fronteras italianas. Por mucho que digan los escritores, a quienes en buena lógica no les hace gracia que se hurgue en sus vidas, exhibicionistas aparte, que cada vez hay más, estas sí tienen importancia, y mucho, para comprender mejor la obra, aunque aquella no pueda ni deba explicarse por esta, como es archisabido. El libro se compone de quince capítulos, con notas, índice de nombres y una extensa bibliografía, muy útiles, aunque me hubiera gustado que figuraran en ella las fechas de las primeras ediciones de los libros en italiano, y que La giornata d’uno scrutatore se tradujera por La jornada de un interventor electoral, según hace F. Miravitlles, en 1981, y no como La jornada de un escrutador, en la versión de Ángel Sánchez-Gijón, de 1974, que sigue el autor. La trayectoria vital de Calvino
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(1923-1985) aparece estrechamente vinculada a la historia de Italia en las cuatro décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial; a su relación con cuatro ciudades: San Remo (por sus orígenes familiares; ya era entonces una ciudad cosmopolita, con una significativa colonia inglesa), Turín y Roma (las sedes de Einaudi en que trabajó) y París; y otros tantos países: Cuba (allí nació y se casó), Italia, por supuesto, Estados Unidos (adonde viajó en 1959-1960, y luego con posterioridad) y Francia (cuando trató a los oulipianos y su literatura combinatoria, conoció a Cortázar y consolidó su amistad con el semiólogo Greimas, a quien había conocido en Urbino). Calvino era de una familia acomodada. Su padre fue un socialista de la facción reformadora, y tanto él como su madre eran científicos expertos, especialistas en agricultura y botánica, respectivamente. El joven Calvino participó en la resistencia partisana, alentado por su madre, y conoció la cárcel, pues a su padre fingieron fusilarlo hasta en tres ocasiones. También se detiene Serrano Cueto lo estrictamente necesario en sus dos principales relaciones amorosas —Citati lo describe como enamoradizo—, la que mantuvo con la actriz Elsa De’Giorgi (pág. 200), hasta 1951, y la —digamos— definitiva con Esther Singer, Chichita, a quien conoció en 1962 y con la que contrajo matrimonio y tuvo una hija. El caso es que Calvino tenía fama de lacónico y de ser algo huraño, despectivo y a veces altanero. Y respecto a sus características físicas, Serrano Cueto nos ofrece, al menos, dos retratos complementarios, el segundo de P. Citati, amén de las muchas fotos encartadas. Calvino cultivó casi todos los géneros de la escritura: la narrativa (la novela y el cuento), el ensayo (Por qué leer a los clásicos, 1991), la crítica, el artículo perio-
dístico y las adaptaciones de clásicos, como el Orlando, de Ariosto; pero también fue editor y mantuvo una correspondencia memorable con escritores, recogida en Los libros de los otros, 1991), traductor y antólogo. Recuérdese, a este propósito, los Cuentos populares italianos (1956) que recopiló, así como su interés por los apólogos, que comparte con nuestro Juan García Hortelano (Apólogos y milesios, 1975). La Biblioteca Calvino, creada por la editorial Siruela en 1998, se compone en la actualidad de treinta y cinco volúmenes, entre los que aparecen todas las obras que citamos aquí. También es necesario destacar su evolución política y literaria, que hasta cierto momento corren paralelas, y van del neorrealismo (El sendero de los nidos de araña, 1947) a lo simbólico fantástico (El vizconde demediado, 1952, su consagración como escritor; El barón rampante, 1957; o Las ciudades invisibles, 1972, su libro preferido); sin olvidar los ensayos que componen sus Seis propuestas para el próximo milenio, 1988, quizás el más influyente. Por lo que respecta a la política, en 1956 abandonó el poderoso PCI, a la vez que va gestándose una progresiva disociación del político y el escritor; no en vano, se niega a firmar una carta a favor del conflicto de Argelia, que se inició en 1954. Sea como fuere, al final de los años setenta, Calvino llevó a cabo un balance crítico de su vinculación con el estalinismo. Serrano Cueto se ocupa también del papel fundamental que desempeñó la editorial Einaudi en la cul-
tura italiana y en la vida de Calvino (fundada en 1933, a Calvino lo hicieron fijo en 1950, y de ella confiesa que fue su universidad); de su relación con Pavese y la gran conmoción que causó su suicidio; de los diarios en los que colaboró (sobre todo en L’Unità, periódico del PCI, y el Corriere della Sera) y de las revistas literarias y culturales que hoy resultan casi míticas: Il Politecnico, 1945-1947; Botteghe Oscure, 1948-1960; Nuovi Argomenti, 1953, y sigue publicándose; y Menabò di Letterature, 1959-1967. Nos dejó también testimonio de quienes consideraba sus maestros o, al menos, de los escritores que más admiraba y leía. Así, por ejemplo, los clásicos grecolatinos (Lucrecio y Ovidio), los rusos (Puskin, Tolstoi y Chejov) y algunos grandes narradores del XIX y XX, como Stendhal, Stevenson, Conrad, Hemingway, Borges, Vittorini, Zavattini, Buzzati y Landolfi. Las primeras traducciones de Calvino al español aparecen en editoriales argentinas y, al retener estas sus derechos, su obra nos llegó tarde. Si la primera traducción al castellano apareció en Buenos Aires, El sendero de los nidos de araña (Futuro, 1956), la primera española fue la de Marcovaldo (Destino, 1970), obra de Juan Ramón Masoliver. ¿Qué lugar ocupa Calvino en la rosa de los vientos de la literatura actual? Quizá junto a Pirandello, Pavese, Lampedusa, Buzzati, Eduardo De Filippo, Montale, Ungaretti (aunque Calvino no apreció la poesía), Natalia Ginzburg, Pasolini, Dario Fo y Sciascia, sea el escritor italiano más influyente, de más peso literario, dentro y fuera de su país. Pero lo que queda patente en este libro es que una biografía de Calvino debe ser también la radiografía de la fecunda cultura italiana de las décadas posteriores a la postguerra mundial. Todo ello lo cumple con creces Antonio Serrano Cueto.
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La canción de NOF4 Raúl Quinto Jekyll & Jill, 2021 120 págs.
La canción de la memoria Por Juan Peregrina Martín Los libros de Raúl Quinto aseguran, al menos, tres elementos: literatura, reflexión y disfrute. La literatura proviene del estilo del autor, reiterativo e informativo cuando le conviene, conciso al decir lo que quiere y detallado al demorarse en las consecuencias de lo expuesto: es lírico, antirretórico, proteico. Un estilo reconocible a poco de manejar alguna obra más del autor además de esta extraña maravilla que ha editado Víctor Gomollón con dedicación y oficio, pues un volumen así requiere de cariño y mimo editorial como los que el editor ha sabido impregnar, consiguiendo un libro hermoso de piel, cuerpo y alma. Quinto descubre a través de un desequilibrado artista lo que a veces no somos capaces de vislumbrar de nuestra odisea particular: la soledad la llevamos incrustada en el ADN y no hay manera de corresponder a la muerte que acecha en las esquinas. A no ser que dejemos constancia de ello: escribir, escribir todo y contra todo como ya hiciera Fernando Oreste Nannetti aunque sea en un sanatorio mental, aunque estemos en una realidad insana que es portadora de virus, pederastia, justificaciones racistas y haya en ella quienes añoren el esclavismo, la insensatez de que decidan la fuerza y la violencia en vez de la razón y el amor. Describir un libro así no es fácil: el poso de haber visitado muchos lugares permanece al terminar sus páginas y vuelve al releer una amargura ingrata por ser como somos, una ternura constante por la delicadeza con la que el autor relata la más terrible de las enfermedades entre el silencio y la ayuda psicofarmacológica,
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que se convierten en dos de los elementos carcelarios, junto con el miedo y la incomprensión: es un libro plagado de información sintetizada, en pocas páginas, muy concreto y a la par es enorme. Este es otro logro que maravilla de Raúl Quinto: nos habla de fútbol y de arte, de la historia italiana del siglo XX y de la identidad, de asesinos confesos y madres muertas sentadas desde hace días en sillas imposibles. Y todo esto y mucho más, en unas cien páginas. Aparece Buñuel y el decorado de Bedlam: aparecen la diferencia, la intolerancia hacia ella y los fascistas italianos. Es incomprensible el mundo, pero Nannetti dejó escrita en un muro parte de la explicación que, por qué no, Raúl Quinto recogería años después y poco a poco, en un espacio breve como este libro, pero extenso como su literatura, matizaría hasta conformar una pieza deliciosa, reflejo del mundo que vivimos. Pensamos que el miedo queda lejos cuando todo va bien, pero nos invade si alguna gente requiere atención de manera inusitada por quebrar la convivencia y señalar al diferente como el peligro a batir, cuando en realidad el peligro son ellas, ellos, quienes pretenden derribar a la otra persona porquen por ignorancia e indiferencia, sin la más mínima empatía, señalan colores, pensamientos, opciones sexuales diferentes. Que nunca iba a llegar, pensábamos, esa época en la que tendríamos que votar en contra de, no a favor. De todo esto habla Quinto. De la locura como metáfora de la diferencia y la diferencia como escudo protector ante el fascismo. Fernando Oreste Nannetti, a.k.a. NOF4, no podría estar más orgulloso de la melodía que ha compuesto Raúl Quinto en su memoria, porque eso es este libro: una canción hermosa para no olvidar que siempre, pase lo que pase, tenemos que recordar.
Eso no estaba en mi libro de Historia del Cine Javier Ortega Almuzara: Córdoba, 2021 350 págs.
Una educación sentimental Por José Abad Desde hace diez años imparto la materia «Cine y Sociedad en Italia» en la Facultad de Filosofía y Letras de Granada y desde hace siete me ocupo asimismo del curso de máster «Cine de género y cultura de masas» y a pesar del tiempo transcurrido no logro acostumbrarme al extremo desconocimiento del séptimo arte del que adolecen las nuevas generaciones. Al docente no le queda sino aferrarse como a un clavo ardiendo a ese alumno o a esa alumna que conoce siquiera de oídas a Roberto Rossellini o Sergio Leone, aunque jamás hayan visto una película suya, y no tuercen el gesto si uno se apasiona al hablar de neorrealismo o spaghetti western. Algunas veces he sugerido la posibilidad de introducir la historia del cine como materia optativa en los estudios de bachiller, o incluso antes, pero aquí se abre otra cuestión: ¿hay docentes con la preparación adecuada? Porque lo dicho del alumnado sirve igualmente para el profesorado. Al final, la historia del cine acaba siendo un saber tan recóndito como el de los estudios bizantinos o la lírica provenzal, con una singularidad paradójica, que el cine tiene mucha más presencia en nuestro día a día que los estudios bizantinos o la lírica provenzal, dicho sea sin menoscabo de estas disciplinas. Este preámbulo viene a cuento del volumen Eso no estaba en mi libro de Historia del Cine (Almuzara), escrito con buen gusto y conocimiento de causa por Javier Ortega, escritor, editor, jurista y, por encima de todas las cosas, cinéfilo. Estos empeños editoriales cuentan a priori con mi apoyo incondicional, pero no puedo sino aplaudir el buen hacer del autor. Ortega propone un recorrido a través del cinematógrafo desde los orígenes hasta ayer mismo enhebrando historias y anécdotas, títulos y nombres, así como juicios bien ponderados. El paisaje es forzosamente ubérrimo: todo acercamiento a la historia del cine termina por convertirse en una cornucopia ge-
nerosa que desborda los brazos abiertos del lector mejor dispuesto. No faltan (no podían faltar) bestias sagradas como Charles Chaplin (a quien, por cierto, Ortega consagró una monografía hace bastantes años), John Ford, Alfred Hitchcock u Orson Welles, pero también entran y salen de sus páginas cineastas excepcionales como Luis Buñuel, Akira Kurosawa o Ingmar Bergman, además de diosas y dioses de antaño y hogaño: Greta Garbo, Marlon Brando, Marilyn Monroe y un largo, muy largo etcétera. La parte del león se la lleva inevitablemente el cine made in Hollywood; el cine que hemos privilegiado desde siempre, para qué engañarnos. Javier Ortega reivindica lo que el cine tiene de educación sentimental: «Lo que hoy somos es el resultado de un cúmulo de experiencias, de un sinfín de sueños trasmutados en certezas, del caudal de imágenes y sensaciones que las películas han esculpido de manera indeleble en nuestro ánimo», leemos en las páginas preliminares del libro. El séptimo arte, más que ningún otro, estimula sutiles procesos de identificación en el público a fin de que haga suyas las peripecias del héroe o la heroína, o el antihéroe o la antiheroína, de turno. Ortega se refiere al cine como el arte de la empatía: «El espectador, arrellanado en su butaca. Vive en carne propia —extasiado, conmovido, fascinado…— las vicisitudes de los seres que habitan la pantalla». Así es. Desde tiempo inmemorial, la ficción cumple la función de rito de paso; la ficción (el cine, en este caso) ofrece quintaesenciados el amor y el odio, el deseo y el miedo, la atracción o la repulsa, que nos moldean como personas. También ideas e ideologías de todo signo. Téngase en cuenta: el cine puede ser inocuo, no inocente.
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La luz oída. Edición conmemorativa (1996-2021) Eduardo Moga Libros de Aldarán: Barcelona, 2021 70 págs.
Jaque a la totalidad Por Moisés Galindo Había leído otros libros de Eduardo Moga, pero no La luz oída (1996), el poemario que ganó el Premio Adonais en 1995 y que ahora Libros de Aldarán, de la mano de su editor Christian T. Arjona, reedita para conmemorar los veinticinco años de su primera publicación. A excepción de un cuaderno poético y el primerizo volumen Ángel mortal (1994), La luz oída es a todos los efectos el primer libro importante de su autor y un texto que continúa vibrando en toda su amplia trayectoria posterior. Si el estilo está unido al carácter, en La luz oída podría decirse que el poeta parece haber encontrado su voz, una especie de dicción reconocible que reaparece en otros poemarios con sus diferentes peculiaridades. Se necesita una cierta dosis de audacia y talento para enviar a uno de los más prestigiosos premios poéticos del momento más de ochocientos alejandrinos en un contexto poético cuyos protagonistas e intereses pululaban por otros derroteros. Con La luz oída Eduardo Moga nos invita a entrar en un universo donde la arrebatadora fuerza verbal y el poder de la imaginación se alían para crear un espectáculo poético donde salimos embriagados y atónitos. El libro refleja el impacto del tratado de Lucrecio, De rerum natura, y las grandes composiciones de Saint-John Perse, pero también del aliento surrealista y totalizador de los grandes poemas cosmogónicos de Pablo Neruda y Vicente Aleixandre como Residencia en tierra o Sombra del paraíso. Siendo muchas las cosas que los unen, me interesaría hablar de aquello que hace de La luz oída un volumen singular y no menor en su obra. Para empezar esa idea de continuum, de
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progresión casi orgánica desde un inicio que nos sitúa, de entrada, en el corazón del conflicto: creación y destrucción son inherentes a un ser en permanente cambio que, a su vez, se asimila a una naturaleza de la que difiere en su constante pertenencia. Lo que me gusta de La luz oída es que ese movimiento se va construyendo casi de forma palpable gracias a la constante fluctuación de un ritmo, una imaginación y un alud de recursos literarios realmente apabullante. Es como si el poema se desarrollara delante de nuestros ojos como una corriente viva. Y el hecho de utilizar como vehículo el verso alejandrino contribuye de forma sustancial no solo a unificar todo su contenido, sino a maximizar el potencial de un molde que, a duras penas, puede contener todo el flujo imaginativo y verbal. De la mano de un punto de vista omnisciente asistimos a la fundación, desarrollo y declive de un cosmos caracterizado por su fecundidad, su singularidad y magnetismo, su promiscuidad, su violencia e inexorabilidad. Desde un mundo prístino, inaugural, indiferenciado, mítico, que todavía no ha sido fracturado por la caída en el tiempo, hasta un devenir estratificado donde concurren los grandes eventos geológicos, biológicos e históricos del mundo, pasando por determinados elementos y pinceladas de un presente no demasiado prometedor. Pero La luz oída no sería el libro que es señalando el camino a seguir de su obra posterior, sin un elemento que no siempre acompaña a lo que leemos; su radical libertad, su sentida inspiración, toda la fuerza vital que desprende y que de forma encadenada contamina a las palabras, ideas, símiles, imágenes o metáforas del texto hasta lograr imponer con cierta naturalidad el aliento surrealista de una voz desbordante, visionaria y singular que nos alerta de nuestra extrema precariedad como seres. No quisiera acabar sin hacer mención especial de las ocho preciosas ilustraciones de Christian T. Arjona, su editor, que, leyendo con otros materiales expresivos La luz oída, acompañan con lucidez y generosidad el libro. Ya solo por eso —pero no solo por eso— merece la pena tenerlo en las manos.
Cámara de resonancia
David Eloy Rodríguez La Garúa: Sta. Coloma de Gramanet, 2021 132 págs.
Aspirar a la vida plena Por Alberto García-Teresa El vitalismo como resistencia, como brújula que marca las aspiraciones existenciales y políticas y también como lugar firme desde donde se denuncia el mundo. «Ser / para / la vida», en definitiva. Esa es la base de toda la obra de David Eloy Rodríguez (Cáceres, 1976), que prosigue y avanza en Cámara de resonancia. En este poemario, como a lo largo de toda su trayectoria, el autor busca celebrar la vida, pero siendo acompañado, fuera del delirio individualista, señalando las trabas materiales e ideológicas para poder llevarla a cabo y a quienes las diseñan. El poeta nos sitúa en la insostenibilidad de la situación social. La alienación y los métodos de control social han llevado su asfixiante dominación al límite. Por su parte, las aspiraciones y la formulación y la práctica de alternativas no llegan a romper la inercia ni la estructura del sistema: «Hay análisis y análisis, / hay remedios y remedios, / experimentos y experimentos. // Giros y giros en el carrusel». A esto se suma la inminencia del desastre ecológico, en donde remarca la necesidad de prestar atención a lo pequeño ante la urgencia del colapso. Desde la conciencia de esa desolación, arranca su voz, que se levanta para ejercitar ese citado vitalismo como horizonte y como praxis diaria. De este modo, Cámara de resonancia termina siendo su libro más políticamente autocrítico y radical. Emplea una dicción clara, con afán de resonancia del lirismo de sus imágenes, y consigue un ritmo fluido aunque ofrece una gran densidad conceptual. Despliega, a través de oraciones breves, toda su tensión aforística y sentenciosa, que utiliza más profusamente que en libros anteriores, pero sin perder capacidad de reverberación: «Si se espera mucho, / sucede nada. / Si se espera nada, / sucede algo». Con ella, compone sus poemas, que, en ocasiones, por tramos, parecen estructurarse como una amalgama de aforismos con una misma
orientación. En esa espesura semántica, las metáforas pueden construirse sobre paradojas («hay incendios para sofocar el fuego»). Asimismo, a veces, utiliza cierta ironía y también fulgurantes juegos de palabras. El acercamiento al mundo de David Eloy Rodríguez viene regido por un afán de revelación desde la descripción, desde el deseo de mostrar lo que existe y lo que realmente significa. De ahí la abundancia en estas páginas del verbo haber en impersonal. El poeta documenta para destapar lo que sucede, para evidenciar los mecanismos de la vida (tanto su exaltación como su represión). Como es habitual en su escritura, proliferan los versos que explican nuestras acciones con un deslizamiento metafórico o simbólico. Están enunciados siempre desde el «nosotros», pues continúa apostando por lo comunitario. En los poemas más desiderativos, o en los que plantea formas de resistencia al sistema o de aspiración a una vida plena, suele utilizar imágenes de aliento utópico construidas con paradojas. En todas las páginas se mantiene un aliento utópico, un horizonte de posibilidad de una vida plena: «Persevera, caricia de tiempo nuevo, no te vayas». Y es que se subleva contra la intención de sistematizar todo, de apresar la complejidad y el dinamismo de la vida en formatos cómodos y asumibles por el entendimiento humano. Frente a ello, expresa la intensidad de la constatación del presente e incide en la capacidad de asombrarse y de cuestionar. «Reitero mi extrañamiento / por si de algo sirviera», afirma, pero es consciente de las limitaciones y no cae ni en la soberbia ni en el autoengaño. De esta forma, escribe: «Lo que sucede es que no sabemos vivir. / Y cuando sí sabemos, / no nos dejan aplicarlo». Por ello, continúa tratando de construir y difundir una «vida viva» en este tiempo. Cámara de resonancia es un buen ejemplo de todo ello: tensión lingüística, mirada poética, propuesta vital y conciencia crítica.
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Divina comedia Dante Alighieri (Traducción de Jorge Gimeno) Penguin Clásicos: Barcelona, 2021 1408 págs.
Un Dante para el siglo XXI Por Juan Manuel Romero Considerada una de las cimas de la literatura universal, la Divina comedia cumple siete siglos fascinando a sus lectores con la historia narrada en primera persona de un hombre perdido que emprende de pronto un viaje por el ultramundo. Infierno, Purgatorio y Paraíso son los escenarios donde Dante vivirá encuentros con cientos de personajes interesantes y curiosos (desde sus tres guías: Virgilio, Beatriz y san Bernardo; pasando por Francesca y Paolo, Ugolino, Ulises, Matelda, y un largo etcétera; hasta llegar a Lucifer y al mismo Dios), todo lo cual le sirve para trazar una profunda reflexión sobre el sentido último de la existencia. La obra ha sido aplaudida por los más grandes autores: para Borges es «el ápice de la literatura y de las literaturas»; para Eliot, «la influencia más persistente y profunda» en sus versos. La intensidad de los más de catorce mil tercetos encadenados en los que se vierte esta road movie medieval (en los que se forjó a fuego lento el Renacimiento) nace de una ambición y un cálculo lingüístico extremos, pero también de una inteligencia omnímoda y una sensibilidad únicas que todavía nos seducen. La traducción de Jorge Gimeno es ideal para quienes no se hayan adentrado aún en este monumental poema. Libre de arcaísmos y de retórica trasnochada (que tanto han obstruido versiones anteriores), sus versos avanzan con una frescura y un ritmo admirables, rescatando del original la precisión y la naturalidad del fraseo, su elegancia y musicalidad, aunque también sus múltiples registros, el habla culta y cotidiana o incluso baja, la ironía y el sutil humor a veces, y la rica oralidad de los personajes, incrementando la belleza lírica del conjunto. La introducción general, los prólogos a cada uno de los cantares y las extensas notas finales (que sintetizan y explican, con claridad meridiana, cada fragmento del texto),
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abren el camino a la comprensión cabal y minuciosa de la obra, de arduo acceso por momentos sin este soporte, y vuelven esta edición en tres volúmenes una referencia fundamental. La renovación del texto en castellano es tan completa y acertada que también para quienes hayan visitado ya los mundos del insigne florentino será tentador volver a ellos por puro placer. De la lectura de la obra que plantea Gimeno destaca su aguda perspectiva contemporánea, que reintegra el trayecto geopolítico y sapiencial de Dante dentro de la tradición que le corresponde, la de la poesía mística. La historia de redención personal que Dante relata con «extrema sinceridad», y que la convierte en la raíz de la literatura testimonial posterior, tiene que ver, más que con dogmas escolásticos y estructuras alegóricas, con la deconstrucción y el aniquilamiento del yo a través de una visión holística de la realidad que surge en una experiencia «transhumana». En la Divina comedia asistimos al viaje de Dante hacia Dios, itinerario que se puede interpretar asimismo como un violento proceso de apertura de la mente, que culmina en la quiebra del ego a favor del conocimiento total. Este original análisis, que actualiza y rearma el libro de cara al siglo XXI, se expone de manera inteligente y documentada, además de con un deje satírico marca de la casa, capaz de llamar «turista de la totalidad» o «groupie de las celebridades de la historia» al mayor poeta de Occidente. Gracias a esta magistral traducción, que calificamos sin miedo a exagerar como gran acontecimiento editorial del año, la Divina comedia se convierte en lo que fue desde el principio: un poema perturbador y humano, imaginativo y emocionante, poliédrico y vivo. Una experiencia poética endiabladamente extraña y transformadora que nadie debería perderse.
La dama de Shalott
Alfred Tennyson (Traducción de Luis Alberto de Cuenca y Prado) Reino de Cordelia: Madrid, 2021 85 págs.
Una mujer muy misteriosa Por Eduardo Moga Alfred Tennyson es el poeta victoriano por excelencia, es decir, imperial, tradicionalista, fieramente británico; y laureado, además. Demostró su patriotismo en muchas ocasiones. En 1854, leyó en el Times el catastrófico desenlace de la carga de la Brigada Ligera en la batalla de Balaclava, en la península de Crimea —uno de los muchos rincones del globo donde los hijos de Albión defendían a golpe de sable sus intereses comerciales—, y allí mismo, sin levantarse del sillón, pergeñó «La carga de la Brigada Ligera» y sus versos inmortales: «¿Algún hombre desfallecido? / No, aunque los soldados supieran / que era un desatino. / No estaban allí para replicar. / No estaban allí para razonar. / No estaban sino para vencer o morir. / En el valle de la Muerte / cabalgaron los seiscientos». Pero Tennyson no solo cantó las gestas de Britania y su emperatriz Victoria. También entregó deliciosas miniaturas, como este La dama de Shalott. La escribió en 1832, aunque su versión definitiva no apareció hasta 1842. En 1978 vio la luz la primera traducción del poema en España, a cargo de Luis Alberto de Cuenca —en su libro Museo—, que ahora la recupera, revisada y mejorada. Tennyson, asiduo de la mitología y el medievo, persevera con La dama de Shalott en la tradición artúrica.
El poema, envuelto en una atmósfera mágica, plagada de símbolos, agüeros y fatalidades, cuenta la historia de una dama recluida en un castillo, en la isla de Shalott, del que, por una extraña maldición, no puede salir. Y, al igual que la esposa de Lot no puede mirar atrás cuando huye de Gomorra (y lo hace), u Orfeo no puede volverse para ver el rostro de Eurídice, a la que acaba de rescatar de los infiernos (y también lo hace), esta dama no puede mirar por la ventana (y lo hará). Pasa los días en el castillo, tejiendo en interminables tapices —como una Penélope de Homero en la caverna de Platón— las sombras del mundo que se reflejan en un espejo («enferma estoy de tantas sombras», se lamenta). Pero un día alcanza a ver el reflejo del caballero Lancelot y, fascinada, se asoma al mirador para contemplarlo. Eso la condena: el espejo se rompe, los tapices salen volando y ella baja al río, aborda una barca y se abandona a la corriente, que la conduce hasta Camelot, donde Lancelot la recibe, muerta. Los ciento setenta y un versos de La dama de Shalott —en los que De Cuenca alterna alejandrinos, endecasílabos y heptasílabos, pero preserva empeñosamente, como subraya Juan Luis Calbarro en su clarificador prólogo, los estribillos del quinto y el noveno verso de cada estrofa— se parten en una mitad de luz —hasta que mira a Lancelot, una figura solar—, poblada de flores, brillos y colores, y otra de sombra, que culmina en la muerte de la dama —que ocurre en un río, como la de la Ofelia de Shakespeare—. A ambas, la luminosa y la oscura, contribuyen las radiantes ilustraciones de Howard Pyle. La traducción de Luis Alberto de Cuenca es excelente: musical y enjoyada, como corresponde al original. En el primer poema de la tercera parte, traduce inteligentemente a red-cross knight por «un caballero inglés», y en el V reconocemos el título de una novela de Agatha Christie: the mirror crack’d from side to side, «de parte a parte se quebró el espejo». La edición, exquisita, contiene, no obstante, algún error y algunas erratas. El error consiste en haber transcrito, en la segunda mitad del primer poema, la versión de 1833, no la de 1842, que es la que traduce De Cuenca, lo que explica la disparidad entre el original y su versión: The yellow-leaved waterlily / The green-sheathed daffodilly / Tremble in the water chilly / Round about Shalott, dice uno; «las gentes van de un lado a otro, / contemplando los lirios, cómo florecen / sobre los bordes de una isla, allá abajo, / la isla de Shalott», dice la otra. Entre las erratas, la peor es haber omitido un verso del original, el penúltimo del tercer poema de la tercera parte: Some bearded meteor, trailing light, que en la traducción sí aparece: «pasa la cabellera luciente de un cometa».
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Quita tu cuello degollado de mi cuchillo Diane di Prima (Traducción, selección y prólogo de Annalisa Marí Pegrum) Torremozas: Madrid, 2021 240 págs.
Reivindicación beat Por Josep Maria Nadal Suau El nombre de Diane di Prima (Nueva York, 1934 - California, 2020) se asocia a la generación beat, y yo lo descubrí gracias a la antología Beat attitude (Bartleby Editores, 2015) que realizó la también poeta Annalisa Marí Pegrum (Palma, 1983) para reivindicar a las mujeres de aquel período. Seis años después, Quita tu cuello degollado de mi cuchillo (otra antología, esta vez consagrada a di Prima) permite varias lecturas simultáneas. En primer lugar, el libro es una nueva pieza en la trayectoria de Marí, quien además ha vertido al castellano los Diarios de Japón y la India (Varasek, 2019) de Joanne Kyger. Como Edith Grossman, albergo la convicción de que un traductor es o puede ser un escritor, una idea aplicable de forma inmediata a alguien tan comprometida, en lo personal y en lo literario, con una tradición y unos modos concretos. Estamos ante una traductora transparente que transmite el mundo poético de Di Prima sin interferencias, pero eso no es obstáculo para intuir una confesión en cada uno de sus proyectos beat: esto amo, así vivo, desde aquí canto, en estas autoras me miro. De ahí que sus logros sean tan relevantes. Un ejemplo: en la nota final a Quita tu cuello degollado…, Marí explica el intercambio de correos que propició la inclusión del colosal poema «Estufa de latón que se apaga: canción, después de un aborto». Di Prima llevaba cincuenta años silenciando esos versos, desoladores, fatales, por miedo a su tergiversación por parte de la derecha antiabortista; que hayan llegado a nuestras manos en su primera traducción autorizada es importante, y se debe a la implicación casi carnal de Marí con la voz (y la persona) que los concibió. Una escritora se mira en otra, un camino antiguo reaparece nuevo: una doble visión tiene lugar. Por supuesto, Diane di Prima es maravillosa por méritos propios: esta edición incluye la versión origi-
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nal de sus versos para comprobarlo. Y así empieza la segunda lectura. Ahora que lo beat ha conocido varios ciclos de reivindicación, mitificación, descrédito, indiferencia y vuelta a empezar, ahora que lleva tiempo convertido en «clásico», alegra mucho descubrir que esta figura tratada en su momento como secundaria (una ¡mujer! mucho más joven que los adorados líderes Kerouac, Ginsberg, Ferlinghetti, Snyder o Corso) recogió aquel espíritu de un modo cristalino, antipedante, feliz y dúctil. De ahora en adelante, si me preguntan qué fue aquello y qué razones habría para reivindicarlo, citaré a Di Prima y su poema «Keep the beat», en el que niega la naturaleza generacional o histórica del concepto y, en cambio, lo reivindica como un estado de ánimo dionisíaco, un «riesgo» o «aventura» que ya corrieron François Villon, los goliardos o los trovadores: «Une tu suerte / a la de los tipos y tipas en las calles / escribe como hablas / habla como cantas / canta como bailas / o amas». Ginsberg no me seduce como lo hace esta música. Pero sobre todo, Quita tu cuello degollado… es un recorrido por una vida de escritura que rebasó con mucho la etiqueta beat. De 1958 a 2014, Di Prima supo revisar y amplificar su propio modo de decir la libertad, el amor, la mística, la amistad. Nieta de anarquista, amiga de Audre Lorde, sus Cartas revolucionarias nacen en los setenta para llamar a la lucha por la imaginación, y su espíritu solidario llega hasta el siglo XXI en el poema «¿Dónde estás?», un recordatorio de que no hay redes sociales que valgan si no podemos abrazarnos, hacer el amor, ofrecer un caldo. El libro se cierra con la pregunta que un anciano le hace a la no menos anciana Di Prima en la sala de espera de un médico: «¿Aún puedes leer?». Esa es, en realidad, una pregunta por la vida y su energía, exactamente el tipo de pregunta que Di Prima nunca renunció a hacerse. El ritmo latió en ella hasta el final.
Recomendaciones de Quimera Trigo limpio
Juan Manuel Gil Seix Barral, 2021
Hay novelas que tienen la habilidad de ramificarse, jugar con diferentes planos, superponer tiempos y espacios y, a la vez, conservar una línea argumental que mantiene en tensión al lector. Porque ese lector de Trigo limpio tendrá entre sus manos una historia que no va a abandonar en ningún momento. Se dejará llevar por ella, por sus pasadizos ocultos y su laberinto de piezas desencajadas. Juan Manuel Gil ha escrito una novela espléndida. El último premio Biblioteca Breve no solo nos ha proporcionado un gran libro, sino a un autor al que seguirle los pasos.
El diable a la creu (El diablo en la cruz) Ngῦgῖ wa Thiong'o Raig verd, 2021
Magnífica traducción al catalán por Josefina Caball de una de las novelas más importantes de la literatura africana, en la que Thiong'o utiliza todos los recursos de la tradición oral de su tierra: refranes, leyendas, cuentos, parábolas, alegorías, etc., para narrar (desde la cárcel) una crítica despiadada del imperialismo y del neocolonialismo en Kenya (y en toda África), la satisfacción de poseer una cultura de clase propia, y para reivindicar el papel de la mujer en la lucha por la independencia y en la sociedad keniata moderna. También está traducida al castellano por Alfonso Ormaetxea en la editorial Txalaparta y en Debolsillo.
Summertime Blues Diego Prado Algaida, 2021
Nada mejor que un mito, que una buena historia que junte una buena referencia histórica con la ficción. Este es el caso de Summertime Blues, de Diego Prado, que va enhebrando la situación histórica —tras la muerte de Eddie Cochran en Inglaterra en 1960, un joven policía se quedó con el guitarra de su banda y acabó también él finalmente tocando en una banda y teniendo una carrera musical— con la ficción. En este caso, con todos los hilos narrativos que se pueden sacar de esa situación. Una trama, al fin, en la que cuesta distinguir los elementos real y ficticio, y que cuenta con un fondo de ternura y dureza que la solidifica. Un libro lleno de buenas historias e imágenes, hermoso, algo desencantado y otoñal.
Nunca fuimos más felices Carlos Marzal Tusquets, 2021
«Quienes aman son los sin culpa. Los felices», dice el autor en el prólogo del libro, toda una declaración de principios. Marzal aúna durante 531 páginas vida y literatura con el balompié como línea argumentativa. Recuerda anécdotas de su vida, de los equipos de fútbol y cuenta la cocina del escritor con la maestría a la que nos tiene acostumbrados, en un homenaje a su hijo, al que acompaña cuatro o cinco veces por semana a sus entrenamientos, lo que le sirve como prisma para desgranar la vida alrededor. Imprescindible incluso para aquellos a quienes no les gusta el fútbol: los temas cotidianos bien tratados son alta literatura.
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Recomendaciones
Palabras para la resistencia. Sobre poesía y otras trincheras
Jordi Virallonga (conversación con José Antonio Jiménez) EDA libros, 2021
En este libro-charla —en el que el estilo conversacional no desvirtúa el rigor de la reflexión— Jordi Virallonga, a través de la mayéutica de José Antonio Jiménez, reflexiona sobre su propia poética, crítica con los modelos culturales y morales impuestos por una sociedad positivista de consumo que excluye cualquier propuesta alternativa. Con un despliegue de erudición admirable por el que desfilan desde los clásicos grecorromanos hasta los más originales poetas latinoamericanos actuales, Virallonga nos descubre qué sentido tiene seguir escribiendo poesía en esta época de desencanto. Un libro para pensar y pensarnos.
Los feroces años veinte Tirso Priscilo Vallecillos Huerga y Fierro, 2021
Todavía recuperándonos de El discurso (Baile del Sol, 2019), novela de técnica, realmente original, de una narratividad inteligente e historia perfectamente trabada, regresa el autor con este poemario (el más votado en la iniciativa #eligetudestino de la Asociación de Editores de Madrid). Dividido en seis secciones que progresan desde «Está el mundo como para callarse» a «Noticiario», vapulea el mundo desde el recinto de lo cotidiano, donde lo lírico se encarama a lo narrativo, porque Tirso es un contador de historias con un estilo depurado, mucho humor, ironía... Palabra, a fin de cuentas, porque «el único mal que nos destruye es el silencio».
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Cuerdas de plata Stefan Zweig Fórcola, 2021
La editorial Fórcola se ha convertido en uno de los referentes del ensayo en España, pero también nos regala algunas joyas en sus otras colecciones. Este es el caso de este libro de poemas de Stefan Zweig, en edición bilingüe, que viene además acompañado por una amplia introducción al personaje y su obra a cargo de César Antonio Molina. Un libro en el que se puede encontrar lo que se busque: lo riguroso y hermoso de las páginas introductorias de Molina o los poemas de Zweig. Para los que puedan gustar de esta combinación el libro se vuelve total y absolutamente imprescindible.
Warburg & Beach
Jorge Carrión y Javier Olivares Salamandra, 2021
Warburg & Beach no es solo una novela gráfica, es un universo que se expande como un acordeón. No hay metáfora: ese es el libro objeto que ha preparado la editorial Salamandra para unir al ilustrador Javier Olivares y al escritor Jorge Carrión. Una pequeña joya, o artefacto literario, que nos adentra en el mundo de diversos seres fascinantes: el historiador Aby Warburg, las libreras Sylvia Beach, Frances Steloff y Adrienne Monnier, la pensadora y activista Mary Wollstonecraft o el artista Marcel Duchamp, entre muchos otros. Una manera sugerente, original y renovadora de acercarnos a la contemporaneidad y a los hilos que unen tiempos dispersos.
Tr a ss i e t ea ñosdema t r i moni o,S us a n Al l a nS e c kl e r–una a g udapr of e s or adel i t e r a t ur anor t e a me r i c a na –yFe nwi c kKe y Tur ne r–e x a g e nt edel aCI Aya ut ordeunl i br opr obl e má t i c o s obr es ue x pe r i e nc i ae ne l l a –de c i de nt oma r s eunat e mpor a da s a bá t i c aabor dodeunv e l e r o.Unv i a j equede be r í as e r v i r l e s pa r ae c ha runami r a daal osa ñospa s a dosyal osv e ni de r os ,y t oma rde c i s i one si mpor t a nt e ss obr es uf ut ur o.Pe r ona das a l e c omoe s t a bapr e v i s t o. Re c onoc i douná ni me me nt eporl ac r í t i c ac omounodel os g r a nde sf unda dor e sdel a no v e l a pos mode r na e nl e ng ua i ng l e s a ,Ba r t hnosof r e c eunano v e l aquec onj ug al aa c c i ón,l a i nt r os pe c c i ón, e l mundo s i ni e s t r o de l a sa g e nc i a s de i nt e l i g e nc i ayl osr e c o v e c osyg r i e t a smá si ns onda bl e se nl a s r e l a c i one sdepa r e j a .