El holandés errante
Entrar a una casa (primera habitación) Texto y fotografía: Álex Chico Una historia, en La Habana, puede situarse en cualquier parte. En algún punto del Malecón, al lado del Capitolio o paseando por unas cuantas calles del barrio chino. Como toda historia, es posible contar con un buen número de personajes, hombres y mujeres que forman un abanico heterogéneo del ambiente cubano, mientras caminan por el Paseo del Prado o asoman la cabeza en La Bodeguita del Medio. Sin embargo, el inicio de esta historia se sitúa aquí, alejado del centro, frente a un edificio viejo de El Vedado. Un bloque medio en ruinas con siete plantas, ubicado en el cruce entre dos calles, 25 y O. Nada hace que nos detengamos. El edificio no difiere del resto de inmuebles de la zona. Su encanto es idéntico al de otras muchas viviendas que se mantienen en pie por pura inercia. Pertenece al pasado, aunque aún no sepamos por cuánto tiempo. No es la primera vez que cruzo una calle en La Habana y, al doblar la esquina, oigo cómo un edificio se ha venido abajo. El mismo que cinco minutos atrás estaba observando. Por eso siempre experimento una sensación parecida cuando atravieso la ciudad: la idea de que todo tiene un aire de acabamiento, de final de partida que, si no quiere concluir el juego por completo, está obligado a recomenzar de nuevo. Tal vez la ciudad no se venga abajo o no se caiga, pero sí se deshace, como si el sustrato de cada edificio lo absorbiera poco a poco para devolverlo a la tierra. Puede que ese sea el motivo por el que me he detenido frente a este edificio de El Vedado. Para retenerlo en la memoria, por si acaso. La mirada intenta captar cada uno de los detalles: cristales rotos, una cadena que cae por la fachada y queda suspendida en un número, el 160, los balcones endebles, la sabia lección de permanencia de las balaustradas. Un par de tablones
están clavados a una puerta. Madera sobre madera para impedir que, en época de huracanes, salgan volando. Es otro aire, otro distinto, al que se refería uno de los moradores de la casa. El aire y la luz son parte integrante de la ciudad, dijo. Eso es lo que le otorga un carácter singular. Una atmósfera parecida a la que traía de su lugar de origen. Sevilla. Andalucía. No es el primero que compara esos dos territorios. La proximidad entre La Habana y el sur de España también aparece en otros autores. En Juan Ramón Jiménez, por ejemplo. O en Lorca, que lo dejó escrito de forma muy clara: «Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez». En otra ocasión, lo compara con Málaga. Las ciudades se superponen, se mezclan unas con otras. A mí me sucedió con otro lugar, mientras caminaba cerca del Capitolio y vi cómo una calle del barrio chino se llamaba Barcelona o al cruzarme con un autobús que aún no había cambiado su ruta en la cabecera: aunque transitara por La Habana Vieja, su recorrido seguía siendo Plza. Catalana-Santa Coloma. Tiene razón Lorca: la ciudad es puro color, pura plasticidad. Los tonos son vivos y variados. Sin embargo el tiempo les acaba otorgando un filtro similar. Lo vuelvo a pensar mientras observo este edificio de El Vedado. Su grisura lo conecta con otras casas del barrio y del centro de la ciudad. Las paredes son como una piel muerta que comienza a desgajarse. Cada hueco o cada trozo de pintura que se desprende son la constatación de que los años pasan. El tiempo acaba uniformando el recuerdo, sin los matices que sólo se pueden percibir en un presente concreto. Un presente que ahora queda lejos. Casi setenta años atrás. Una placa ennegrecida nos recuerda su nombre y el tiempo que vivió en la ciudad. Parece una continuación del propio edificio. Por eso es difícil reparar en ella. Las
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