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MEDIDAS QUE PRIVILEGIAN A LA INDUSTRIA FARMACÉUTICA RECIBEN EL AVAL DE LOS ESTADOS CON DEMOCRACIAS LIBERALES EN CRISIS Y CORROMPEN EL ESPÍRITU VOCACIONAL DE EMPRESARIOS, INVESTIGADORES Y PROFESIONALES DE LA SALUD
sustancia inocua a la que se le ha denominado “placebo”–; es probable que tampoco advierta en qué grupo puede correr mayores riesgos de los que tendría si continuara con la medicación habitual.
La falta de entendimiento por parte del sujeto que participa en un EC no siempre es corroborada por los investigadores, ni por el CEI, ni las agencias reguladoras (AR), ni los promotores de la investigación. Este fenómeno, con grandes implicaciones éticas en la práctica, se traduce en acciones u omisiones que vulneran tanto la integridad de los pacientes o sujetos de investigación y su dignidad, como otros principios éticos que son la fuente de validez de los derechos de quienes participan en un EC (Minaya, Fuentes, Ugalde y Homedes, 2017). A propósito, es imprescindible estudiar qué tanto pueden influenciar en su decisión de aceptar o no participar en un EC las insinuaciones, tanto de médicos e investigadores como de otros sujetos, sobre los beneficios indirectos que recibirán por participar en un EC –una mejor atención en los servicios de salud, prerrogativas especiales, la promesa publicitaria de vencer el cáncer con la ayuda de los nuevos medicamentos–. Este estudio pretende evidenciar la fuerza simbólica de dichas transmisiones.
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Las historias de médicos, pacientes y de la industria a favor de la participación e inversión en EC para nuevos medicamentos contra el cáncer se transforman en relatos míticos que ofrecen extender los límites de la condición humana, al tenor de una ilusión suficientemente convincente como para pensar que la ciencia puede prolongar la existencia; no permiten percibir que el problema de fondo para los Estados es el de velar por las conquistas sociales que propendan por una “igualdad política y social real” (Bourdieu, 2002).
Se han identificado los modos en que la ciencia provee nuevos medicamentos de la mano de empresas que fijan normas a las AR de medicamentos mediante el lobby para la instauración simbólicamente violenta de las BPC (Ovalle, 2017), cuyas normas son tan solo operativas y guían a los miembros de los CEI para avalar una IC (Bourdieu y Passeron, 2001); estas significaciones devienen de las creencias y valores de los distintos actores que intervienen en la IC, principalmente de aquellas fuerzas empresariales que inciden en la formulación e implementación de las políticas o los lineamientos de la investigación, en cuyo diseño las expectativas de los pacientes que participan en EC no tienen cabida alguna.
Medidas que privilegian a la industria farmacéutica reciben el aval de los Estados con democracias liberales en crisis y corrompen el espíritu vocacional de empresarios, investigadores y profesionales de la salud
La tendencia global, como ya se dijo, se impone mediante una iniciativa privada que se extiende y se transforma en ideología dominante con la aplicación de las normas y las BPC. De manera natural, un beneficio aparente para quienes participan en los EC es suplantado por el beneficio particular de la industria. Informar adecuadamente a los usuarios de los medicamentos –pacientes, sujetos de investigación– sobre “la transparencia de la economía o el valor médico real de los bienes y servicios” (Love, 2019, párr. 4) es peligroso, tanto para los gobiernos, como para las empresas. Cuando se denuncian las políticas injustificadas o las alianzas inapropiadas con la industria, por parte de quienes se preocupan por los costos excesivos de los medicamentos y, en general, por el bienestar de los usuarios (Love, 2019), estos pueden verse acallados con la amenaza de la pérdida de sus empleos.
Homedes y Ugalde (2014) anotan que los gobiernos protegen los intereses de las empresas farmacéuticas y las AR ven limitadas sus acciones en pro de la protección de quienes participan en las investigaciones; así, se pueden enumerar varias ventajas competitivas y, en ocasiones, privilegios de la industria; por ejemplo,
que requieren de pocos recursos humanos para su funcionamiento y pueden subcontratar con las universidades y fundaciones, además de tener un gran poder político y económico. Estas industrias presionan a las AR y a los CEI para establecer mecanismos, como se vio, que den celeridad a los procesos de aprobación de los EC y realizan convenios con el sector público para el suministro de infraestructura, transporte y otros servicios; incluso, se han reportado acuerdos de cooperación en los cuales la empresa se instala en el mismo hospital donde se realizan los EC, usando insumos, talento humano y en general, recursos públicos que no retornan a este sector.
El poder simbólico que se instaura con violencia por su supuesto beneficio, con la esperanza de “democratizar los servicios de salud”, puede favorecer el engaño a miles de pacientes, médicos e instituciones, por parte de poderosos políticos que influyen en las políticas de salud de sus países, incluso de aquellos considerados ricos.
Este es el caso del escándalo que ha acaparado la atención de la prensa de los Estados Unidos y que ha inspirado el documental The Inventor: Out for Blood in Silicon Valley (Gibney y Harutyunyan, 2019), en el cual se recoge la historia del mayor fraude que en materia de dispositivos médicos se haya podido documentar. Una joven, Elizabeth Holmes, con tan solo 19 años fundó su empresa Theranos en el año 2003, con la expectativa de que a un paciente, con tan solo una gota de sangre, se le pudieran diagnosticar cerca de 200 enfermedades, entre ellas el cáncer. Esta novedosa tecnología, todo un laboratorio contenido en una pequeña caja denominada “Edison” que, se vaticinaba, sería una de las mayores revoluciones biotecnológicas que cambiaría el mundo de la atención médica, que aspiraba a introducirse en todos los hogares de los Estados Unidos y que alcanzó a estar disponible en los centros de bienestar instalados en las farmacias (Walgreen) en Palo Alto (CA) y Phoenix (AZ), resultó ser un fraude. Este elaborado timo, que salpicó a varios inversionistas, mentores e, incluso, al Silicon Valley, por ser el centro que acogió a esta ávida inventora, consistía en una serie de mentiras sobre el desempeño financiero de su empresa y sobre la precisión de los exámenes diagnósticos que se podían realizar con la ayuda de Edison, cuya eficacia, se afirmaba, habría sido comprobada con personal del ejército de los Estados Unidos. Esta fue una posibilidad tecnológica que recibió los aportes de grandes empresarios, políticos, abogados y militares, quienes, al creer en el ambicioso proyecto, le aportaron individualmente capitales de riesgo hasta por 400 mil dólares; así, el valor de la empresa en la bolsa ascendió a unos 9000 millones de dólares. Holmes se presentaba como científica y técnica, pero principalmente como empresaria: “Creo que soy empresaria, me formé como ingeniera, pero ahora dedico mi tiempo a hacer lo posible por cumplir mi misión: que menos gente tenga que decir adiós demasiado pronto a las personas que ama” (Gibney y Harutyunyan, 2019, 1:30). Las preguntas sobre el mecanismo de funcionamiento de su nueva invención suscitaban en ella una reacción de reserva y protección de la información ante las empresas con las que competía en el mercado, pero aseguraba que esta tecnología impactaría en la vida de las personas. Hoy, a sus 35 años, Elizabeth, quien fuera considerada como la próxima Steve Jobs, enfrenta, junto con el director de Operaciones de Theranos, un juicio penal que se prevé para 2020 en el Tribunal Federal de San José; los fiscales presumen que pueden recibir penas hasta de 20 años por fraude a inversionistas, médicos y pacientes.
Mensajes alusivos a sueños realizables en un futuro próximo, hazañas que hasta la fecha no habían sido narradas o frases que alientan a seguir una actividad vocacional de alta estima por sus aportes a la humanidad –como en este caso, “la más joven y multimillonaria mujer hecha a sí misma en Estados Unidos”, “eliminar la necesidad de usar largas agujas para una amplia gama de análisis de sangre”, “todos adoraban el suelo que ella pisaba” o “habrá un mayor acceso a la información sanitaria” (Gibney y Harutyunyan, 2019)– son utilizadas para enmascarar los intereses meramente instrumentales, utilitarios y, lo que es peor, fraudulentos, como el que se acaba de reseñar, que son impuestos de manera simbólica por fuerzas que apenas son percibidas por las personas.
Así como en los relatos del documental citado, palabras del gran inventor Thomas Alva Edison –“nuestra mayor debilidad es rendirnos, la mejor manera de triunfar es siempre intentarlo una vez más”– han sido grabadas en el imaginario colectivo de empresarios, investigadores, médicos, universitarios y, en general, en todas aquellas profesiones valoradas como sustanciales para el desarrollo de una nación. James Love (2019), director del Knowledge Ecology International, una ONG que se dedica a la gobernanza del conocimiento, afirma a propósito: “Una forma de corrupción particularmente corrosiva con respecto a los productos farmacéuticos consiste en vender la noción de que los gobiernos comparten intereses comunes con las empresas” (párr. 1), intereses que no se muestran transparentemente y que favorecen los precios excesivos de los medicamentos, justificados en la idea de que se pagan “salarios altos” o que se requiere de “alta tecnología”. Para este activista, «en los análisis de datos, el argumento de “proteger los buenos trabajos» es generalmente flojo. Este se introduce, en gran medida, como un llamado emocional, para influir en los gobiernos inseguros y preocupados sobre su capacidad de competir en un mundo que cambia rápidamente” (Love, 2019, párr. 2).
Así, para Love (2019), las dinámicas globales de la industria interfieren localmente en los países al capturar a funcionarios públicos y modificar sus normas mediante la imposición de una política exterior de comercio o de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) u otras multilaterales que neutralizan posibles amenazas a sus intereses en I&D, como la regulación y transparencia de precios de los medicamentos o la limitación a la asimetría de la información. En esta misma línea, ya otras investigaciones han concluido que el diseño del sistema de patentes farmacéuticas y, en particular, las prácticas jurídicas y económicas influyen negativamente en el acceso a los medicamentos (Terlizzi, 2015).
Al respecto, la economista Mariana Mazzucato (2019), profesora de innovación en economía, valores y bienes públicos en el London College, anota que el 75 % de las nuevas entidades moleculares son financiadas por el sector público, concentrándose la gran inversión de la industria en la mercadotecnia y en la recompra de sus acciones para incrementar sus bienes. Entre tanto, el Estado se preocupa por corregir las fallas del mercado y financia tanto la investigación básica como la aplicada. Se hace uso de los dineros públicos como “capital de riesgo” que espera el retorno de su inversión a más tardar en cinco años; sin embargo, la innovación en el campo farmacéutico puede demorarse de 15 a 20 años. Al respecto, esta autora se interroga: ¿cuál es la recompensa estatal de haber asumido tales riegos?
En consecuencia, la industria se ve recompensada, sus utilidades se convierten en rentas de capital en otras áreas mediante acciones en la bolsa. Entre tanto, los Estados, los pacientes, los investigadores, los médicos y otros profesionales de la salud ven limitadas sus expectativas y su espíritu vocacional es corrompido por “valores” empresariales. Esta tendencia global no ha sido sometida a un juicio ético claro; es necesario denunciar al “gran nuevo imperio” –la fuerza conjunta de las multinacionales y transnacionales– que controla las decisiones políticas que les son de especial interés según el sector en que tengan sus empresas: alimentación, salud, ambiente, medicamentos, inversiones extranjeras, servicios esenciales, etc.
Se asume una posición neutral ante los modos y las estrategias con los que la industria moldea las normas y los valores sobre los que descansa. Para un Estado social de derecho es primordial que los derechos individuales se ejerzan, pues esto genera en el sentir colectivo y, particularmente, en el de los funcionarios públicos, que la tarea se está cumpliendo. A propósito, Morales (en Guerrero y Patiño, 2018) afirma:
Nuestro sistema de salud, que ha sido bueno en general y que ha sido una silenciosa revolución social, invita al sector privado a ser parte de la garantía del derecho a la salud y las EPS deben ser gestoras del riesgo, competir entre ellas y ofrecerle a los ciudadanos servicios diferenciados entre sí, para que los ciudadanos puedan elegir entre una EPS u otra, para que esa EPS administre su riesgo en salud. (07:27)