Isaac Levín. La hora, llega. Dibujos: Jéssica Levín. Ed. Vagones 1a. ed. digital, 2016.

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Introducción En estos relatos de Isaac Levín, el lector encontrará sobre todo una actitud franca del autor ante su material. Quiere contar la vida, su vida y la de los otros, de manera fiel a su percepción y no a los efectos literarios. Es por ello que deja salir a la luz sus obsesiones tal y como son, principalísimas, en su manera de vivir: la educación recibida; el judaísmo; la amistad; el amor; la tragedia; la ironía; el contraste entre vivir en la ciudad y en el campo. Su amor por las palabras, su esmero por la precisión, logran hacer apasionante lo que nos platica: pasajes personales, anécdotas, puntadas de la vida repletas de ternura o de crueldad. Nada lo arredra en su esfuerzo por transmitirnos su azoro/admiración ante los vivires de los personajes que habitan estas páginas. El tiempo tiene un papel protagónico en sus narraciones; la manera desfachatada en que transcurre, por un lado, y su aspecto cronolígico, que pareciera subrayar la repetición de ciertos actos. Levín por eso no se asusta ante las repeticiones, sino que las recalca para detenernos un segundo ante el peso de las acciones, como cuando dice: “Estábamos en el desayunador, desayunando”. Hay gente que tiene el don de platicar sabroso. Algo que siempre agradecemos. Isaac Levín tiene el don de recrear con la escritura ese arte: platicar. Darse el tiempo necesario para contarnos lo que ha visto, sentido, comprendido en este asunto de andar viviendo. Su hija Jéssica, que estudia diseño gráfico, se entusiasma al leerlo y siente de inmediato el deseo de ilustrarlos, pescando un gesto aquí, una atmósfera allá, una emoción, un perfil. Lo hace con el mismo espíritu temerario del padre: la fidelidad a su percepción. Dispóngase el lector a entrar en un terreno calmo e intenso, en el que puede suceder cualquier cosa. María Luisa Puga Zirahuén, Michoacán, 2003


Nota a la edición digital Hoy tuve el valor de abrir las cajas en busca de recuerdos, de tu recuerdo. Hoy cumples 80 años, y 2 años de adentrarte en el plano de estas historias que nos cuentas. Encontré en una de ellas, esta versión en formato Indesign, fechada el 24 de diciembre de 2005, justo el día en que María Luisa cumplía un año de haberse convertido en tema de estos relatos que nos hablan de la muerte, desde esa mirada tan singular con la que tu veías la vida. El archivo, supongo, es una versión preliminar a la que fue publicada en el año 2007. Es un primer prototipo que fue formado para hacer, manualmente, la impresión en pliegos. Así que hube de re ordenar, hoja por hoja, todas las páginas para esta versión digital. Quiero dártela de cumpleaños pero me come el tiempo, son casi las 12 de la noche. Así que ofrezco una disculpa porque son evidentes los errores de formación. Irónicamente (y estoy segura que tu mano directa tiene que ver con esto), está lleno de viudas y huérfanas, y así, porque para todos, la hora, llega. Te extraño siempre Pá, gracias por seguir aquí.

Jéssica Levín Ciudad de México, 2016


La hora, llega. Isaac Levín

Zirahuén, Michoacán 2007


Índice Introducción............................................................................... Florentino................................................................................... Represa de mierda...................................................................... Chelto......................................................................................... Andràs........................................................................................ Entre ellas y yo (Cocó).............................................................. Sarah.......................................................................................... Gary............................................................................................ Don Ricardo y doña Elvira........................................................ La carrera................................................................................... Víctor y la virgen....................................................................... Of Chinese ways and Zen ways and gay ways.......................... De las maneras Zen y las de los chinos y las de los gays......................................................................... Iona............................................................................................ Índice de ilustraciones................................................................


La hora, llega. “Entonces, siempre sucede, aparece de pronto, casi siempre por sorpresa, como un ladrón, la única certeza posible: que la hora, llega”. Luis de Tavira Prólogo al libro Ahora y en la hora. Víctor Hugo Rascón Banda Textos de Difusión Cultural - UNAM


LA HORA, LLEGA

©2007, Isaac Levín Dibujos: Jéssica Levín González Formato: Héctor González Ramos PRIMERA EDICIÓN Impreso en México.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitidas por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopias, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.


A quienes me ayudaron a poner el acento: personas que, por razones diversas (a veces misteriosas), influyeron en mi ánimo para seguir escribiendo: Elías Benabib, Ricardo Braojos, Carlos Cervantes, Alma Fuertes, Diego y Héctor González, Saúl Juárez, Jéssica Levín González, Agustín Monsreal, Ivonne Morales de Juárez, Rosa y Dora Nisenbaum, Manuel Pérez Jiménez, Elena Poniatowska, Víctor Hugo Rascón Banda, Carlos Sandoval, Yanko e Israel Isaac Seligson, Carmen Simón, Aurora Suárez, George y Kit Szanto, Iván Vargas, Hugo X. Velásquez y Lourdes Villa. Va también un agradecimiento, directo o indirecto, a los personajes en los que se basaron los textos de “La hora, llega”. Y, a todas mis familias.



A MarĂ­a Luisa Puga



Florentino

A su memoria, con todo respeto.

Se casó hace como dos años. Trabajó con nosotros en la construcción de la casa en Zirahuén y trabajó duro. Callado, se limitaba a escuchar las bromas de los demás y contestar con su sonrisa, tan de él. A diferencia de muchos, vestía pulcramente y caminaba sin molestar. De Florentino era poco lo que se hablaba; de otros se chismorreaba: que si Gilberto era un borrachales, que si a Casimiro lo golpeaba su mujer; que si Don Gumaro se fue del pueblo con una hembra que no era su esposa o que si el menor de los García era un tal por cual. Florentino transcurría por la vida de Zirahuén... “Amable con todos”, como dijo un su pariente. Dejó de trabajar con nosotros simplemente porque el trabajo se acabó. Él siempre consiguió un trabajo u otro; hasta se fue de bracero al otro lado, en donde logró ahorrar. Regresó a Zirahuén y le hizo mejoras a su casita. En algo estaría pensando. Pasó el tiempo y se nos ocurrió construir algo más. Pero no pudimos contar con él, porque ya tenía su cómo y su cuándo. Sin embargo, cada vez que se le ofrecía algo a Luis, nuestro maestro de obras (un ayudante para hacer el colado de cemento, o sembrar con urgencia postes en los linderos) ahí estaba él, con esa sonrisa tan silenciosamente suya, para ayudar. Llegaba, ayudaba y se iba. Como decía, Florentino en algo estaría pensando, porque hace como dos años se casó. Fuimos a su boda. La novia linda y él, feliz. Se instalaron en la casa que Florentino estaba arreglando. Hace como tres semanas llegó Florentino a la tienda a comprar un desarmador delgadito, para componer su radio. Le dije que en la tienda no teníamos, pero que le prestaría el que tengo en casa. Eso hice. Arregló su radio y me regresó el desarmador. Como decía, hace apenas como tres semanas que pasó lo del desarmador. ......


Hoy Luis no llegó a trabajar. A veces tiene que ir a Morelia para arreglar sus asuntos, así que no me llamó la atención; le tengo confianza plena. Estaba yo arrancando la camioneta para ir a la tienda cuando llegaron las muchachas que nos ayudan con el aseo en la casa (vecinas de Luis) y me comunicaron que mañana no vendrían: ¿qué pasa?, es que murió un hermano de Luis, ¿cuál hermano?, uno que se llamaba Florentino, ¿cómo?, sí, le avisaron por teléfono a Don Leopoldo, que es el único que tiene teléfono cerca, y él le avisó a Tavo y..., pero ¿qué pasó?, pues que le cayó un rayo encima. Fuimos al velorio. Se vió que más de trescientas personas en este pueblito lo apreciábamos. Se casó hace como dos años (ya lo dije) y tuvieron un hijito. Grandote, rechoncho y chillón.

El velorio

Ayer, en el velorio, me percaté una vez más de la representación de la lealtad. Luis, siendo el hermano más cercano al difunto Florentino el difunto y debiendo atender a los dolientes que iban llegando, se aseguró de que fuéramos recibidos bien; que tuviéramos sillas en qué sentarnos y a acompañarnos -fuereños, distintos que somos-, para que, sí, nos sintiéramos en casa. Si no estuviera inundada de dolor por la muerte de su hermano, su mirada hubiera querido pedirnos que lo disculpáramos por lo que nos rodeaba: un modestísimo enclave tribal de recintos -muy limpio, enmarcado por macetas- para cada uno de los miembros de la familia. ¿Será que de tantas flores ya no las ven? Y sin embargo o, como dicen muy mucho por acá: mas sin embargo... Mas sin embargo estaba la cuestión de los ritos, que abarcan beber mientras se dispone: la familia del difunto atiende a los cercanos, familia y amigos: durante el velorio se vela y se chupa, o sea que hay que tener chupe disponible. ¡Tanta gente cuando el difuntito era bien querido! Todos intervienen apoyando: unos llevan una viga para que haya dónde sentarse. Y otro trae a la banda, pues qué carajos, al difunto le gustaba la música. Y aunque no le gustara. Se rezan los rosarios en forma, como debe ser. Se reza y se reza y a uno lo invitan a que vea por última vez al difunto; que lo acompañe


El velorio


uno un ratito. Pero si cómo no. Y verlo todo café chamuscado pero apacible, como fue en vida. Siente uno tanta pena que ni saluda a los conocidos, ni voltea uno a ver nada, más que a los pensamientos propios; ni se despide uno cuando se retira, después de que comió los frijoles con tortillas recién hechecitas, tan sabroso todo que de repente uno se pregunta ¿por qué estoy aquí? y no hay duda en pensar: Florentino, ¡tan bueno que era!

La misa.

Hoy fuimos a la misa oficiada en su memoria. El padre reconoció lo que Florentino había sido; su misa fue dicha despacio, como con la intención de que se supiera que Florentino merecía palabras meditadas. Una voz femenina entonaba cantos entre cada parte de los rezos y la congregación correspondía a coro. “Yo lo apreciaba bien harto” - dijo alguien. El cura tenía compromiso en otro lado, así que ofició la misa y bendijo al difunto en la iglesia, pero como si estuviéramos ante la fosa. Luego llevaron el cadáver otra vez a su casa para esperar a que se preparara la fosa según las instrucciones de su mamá: “Lo enterraremos en el lugar en que está su padre, mi difunto esposo”.

El entierro

Estaba lloviendo. Mi esposa y yo decidimos ir en carro hasta el panteón, sin acompañar al cortejo. Llegamos temprano. Varias personas estaban trabajando con prisa para terminar la sepultura, pues ya era el tercer día desde que Florentino había fallecido: “No se vaya a descomponer el cuerpo”. “¡Qué se va a descomponer, si está hecho carbón!” Ahora era llovizna. Hacinó a los grupos bajo distintos árboles del cementerio. Yo pensaba en el peligro, pero por otra parte estaba el hecho de que el rayo le pegó a Florentino en descampado. Los que preparaban la fosa seguían. Nos cruzamos con Amadeo, uno de los amigos cercanos del difunto. -Don Emilio, don Emilio, ¿cómo ve? -¡Qué tristeza, qué grueso, Amadeo...! Amadeo no era, en la cotidianidad, comunicativo. Difícil era


-cuando uno le encargaba un trabajo- que reaccionara. Casi con renuencia decía, si era el caso: “hace falta un amortiguador”. Siguió platicando. -Ese que está ahí es Servando, mi hermano, Don Emilio. Véalo, trae una gorra roja. Ese que va para allá. Debe traer un litrito adentro para aguantar, pero...; él, como todos mis hermanos, aguantamos el resto con la bebida, sobre todo cuando se trata de atorarle a algo especial. Amadeo también traía parte de un litrito adentro. -Con él estaba trabajando Florentino en la carretera a Guadalajara, cuando sucedió lo que sucedió. Y ahí está mi hermano Servando, dirigiendo toda esta maniobra. Nadie diría que trae el pedo adentro. Es bien chingón, hasta podría ser arquitecto. Hizo un puente en la carretera a Guadalajara -allá por Salamanca- que, por mi madre... Mi madre está enterrada ahí, mire Don Emilio; junto a mi padre. Ahí, en primer lugar. Amadeo siguió explicando. -Yo he hecho faenas para el cementerio; vea la barda que lo rodea casi todo... Sí, yo he hecho faenas... ¿Sabe cuánto cuesta un lugarcito en primer lugar? Así le decimos, pues, a lo que está cerca de la entrada. Pues yo les dije: “Si yo he hecho faenas y he puesto material y mi camión para cargar todo... ¿Cómo chingaos no voy a poder poner a mis padres en primer lugar?”. Mire, Don Emilio: primer lugar es allá, enfrente. Ahí están mi padre y mi madre. ...... - Pero mire, Don Emilio, asómese para que vea la obra que hicimos para Florentino, con todo y la prisa. Sacamos los restos de su padre de Florentino; así quiso su mamá, la viuda de Don Francisco. Ya nomás quedan los huesitos del espinazo y la calaverita con su pelo. Y las ropas. Las sacamos y yo dije, pus no, esto no debe ser, ¿cómo que estamos molestando a un muertito difunto? Pero así quiso ella y, pos... Yo no estoy de acuerdo y por eso tapé los restos con un poco de tierra. Mire, si le rasca ahí mero, ahí mero, onde resbala el montón de tierra, sale el cráneo, que todavía tiene un poco de pelo. Y los huesitos del espinazo, así, chiquitos. Están envueltos en sus mismas ropas, que todavía duran. Mire, Don Emilio, yo después de ver esto, le digo: a los veinte años de morido uno ya no es más que polvo. O sea que uno dura veinte años y después... no quedan más que unos


huesitos de espinazo y la cabeza con todo y pelo. Pero después de veinte años, ya no queda nada de nosotros. Yo creo que por eso la mamá de Florentino me dijo que hiciera una base allá abajo, más abajo de donde estaban los restos de Don Francisco, para que ahí descanse la caja de Florentino. O sea, que la caja no toque la tierra. A lo mejor piensa que así va a durar más su hijo. Y ya que la caja de Florentino descanse en las bases que le hicimos, y que le echemos un colado encima para que quede bien protegido; ya que pase todo eso, pus dijo la viuda que encima de su hijo iba a quedar su papá, el difunto Don Francisco. Ya vio cómo le hicimos, con sus paredes y la base de material. Si nosotros no somos pendejos, sabemos cómo hacer las cosas. Sobre todo mi hermano Servando, que casi podría ser arquitecto, de tan chingón. Mire, es ése de la cachucha roja. Platicábamos bajo el árbol. Un relámpago hizo a un lado lo gris de la tarde. El trueno llegó segundos después, haciendo que me encogiera, me hiciera chiquito, chiquito, como para que el rayo no me encontrara. Pensé que Florentino ni eso pudo hacer. Los gritos agudos y plañideros eran de la mamá, en un arranque de dolor; mientras, algunos amigos del difunto se peleaban: uno indicó: que el cuerpo se deposite como va: con los pies por delante. Un pariente, totalmente borracho, dijo que no, que los pies debían ir hacia el sur; varias mujeres y otro pariente lo apoyaron. Le dieron vuelta a la caja del muerto. La llovizna arreció. Luis mostraba su preocupación: tímidamente gritaba: “No dejen que se golpié, cuidado”. “Cuidado”. “Órale, miren, con cuidado, no se vaya a golpiar”. Luego se quedaba callado, mirando como miraba yo -casi con incredulidad- pues no había quien parara los rituales de la emoción, actuada enmedio de una peda monumental. Entre empellones, con empujones y convicción, acercaron el ataúd a la fosa, pero... El amigo ese, el que había dicho que al difunto había que enterrarlo con los pies por delante, insistió gritando: “así no, así no”. Entonces, los que arrimaban la caja del muerto decidieron darle la vuelta. Los pies deben ir hacia el norte, habrán pensado; o habrán escuchado que alguien dijo que así debía de ser. La llovizna nos mojaba y la tranquilidad no aparecía; pero a ninguno nos importaba: como que a todos nos valía madre la llovizna, pues el importante era, cómo no, Florentino.


Luis nomás veía, preocupado. Se preocupaba de que tantos borrachos se encargaran del ataúd de Florentino; no porque fueran malvoluntariosos: era que no fuera que lo fueran a golpear al bajarlo a esa fosa especialmente preparada por Amadeo y su casi arquitecto hermano. El agujero estaba más hondo que de costumbre porque la viuda de Don Francisco, madre de Florentino, quién sabe por qué dispuso lo que dispuso; que resultó en que el agujero estaba bien profundo, para que alojara a su hijo, allá abajo y, encima, a los restos de su esposo. Vaya usted a saber. Uno de los que ayudaba a bajar el féretro, totalmente borracho, divisó una botella de licor encajada tras el cinturón de otro -un gordoque también ayudaba. En tanto la discusión seguía, de hacia dónde debían ir los pies, quiso alcanzar la botella. Abrazaba al gordo, quien se contorsionaba, esforzándose en no soltar su extremo del ataúd. Parecía la danza de los dos hombres desnudos en la película Dos Hombres y una Mujer, pero sin poesía; como si se estuviera viendo otra película, burda, de escarceos entre homosexuales. Hasta que alguien los separó y apartó al más borracho. Se pusieron de acuerdo y el féretro empezó a bajar. Luis seguía insistiendo que tuvieran cuidado, que no se fuera a golpear... Alguién brincó hacia adentro y ayudó a que la caja llegara al lugar preciso. Le gritaron que “Cuidado, no te vayas a desbarrancar” y Amadeo murmuró que no iba a pasar nada; que ellos lo habían construido y que no eran ningunos pendejos y que “ya está seco y está firme y no le va a pasar nada”. Bajo el árbol, unos jóvenes bebían y reían y se burlaban de una que otra escena y de uno y del otro; y casi se atrevieron a echarle flores a las jovencitas que, compungidas, rezaban y rezaban. O quizá se las echaron. El ataúd estaba en su lugar. Ahora había que acomodar los restos del padre; empezaron a hacerlo. A medida que los sacaban de entre el montón de tierra y los pasaban hacia abajo, se pudo ver que lo que dijo Amadeo era cierto: unos cuántos huesitos y luego una cosa redonda con pelos colgando; y trapos y pedazos de madera. Hubo muchas opiniones de en dónde acomodarlos (que si encima, que si en una esquina). A los que efectuaron el traslado no pareció sacudirlos la maniobra. Bendito licor.


Que siguió fluyendo. Poco después ya habían puesto las tablas que descansaban sobre las bases que preparó Amadeo y estaban colocando, encima, el emparrillado de varilla y alambrón. A la voz de “¡órale!” se formó una cadena de hombres que empezaron a pasar la mezcla, preparada desde antes, en botes alcoholeros y a vaciarla sobre el emparrillado. Luis indicaba, tímidamente, que no azotaran el cemento, que tuvieran cuidado. Desde el principio hasta el final del entierro, la gente se arremolinaba alrededor del hoyo. Empecé a caminar entre gente que me ofreció bebida y que quiso decirme sus sentimientos. Sin darme cuenta me dirigí hacia la salida. Luis adivinó y, acercándose, me invitó a que los acompañara a comer; todos iban a comer en casa de la viuda de Florentino en cuanto acabara el entierro; ya no iba a tardar. No pude más. A este fuereño le faltan quizá varios años para sentir como se siente acá. Me disculpé y nos retiramos. Zirahuén, Michoacán, 1992


Represa de mierda

¿Así que crees tener problemas? Juan Pueblo

-¿Estás preocupado? No quiero que estés preocupado por mi salud. Patricia repitió: ¿Estás preocupado? -Sí. Sí estoy preocupado, y mucho. Cómo carajos no. ...... Ojalá lloviera. Ojalá cayera una tormenta. Los días lluviosos me levantan el ánimo mientras me deprimen. ...... Hace un año regresábamos de la capital ella, Miguel y yo. Ella tosía con tos ronca, profunda. Platicábamos, los tres. Patricia tosía y tosía, cada vez con más frecuencia; con tos cada vez más ronca. Patricia y yo fumábamos entre tres y cuatro cajetillas de cigarrillos cada día. Miguel también fumaba, quién sabe cuánto. Algunos kilómetros antes de Camargo, Patricia, tras un acceso de tos, se recargó en mí y lloró un ratito en silencio. Un ratito porque casi inmediatamente empezó a toser con violencia. La tos no cedió. Afortunadamente conocíamos a una ginecóloga en Camargo quien, sin tener que oír más que la tos, llamó a su hermano, médico internista: “Quiero que veas a una amiga inmediatamente”. Fue internada de emergencia en un sanatorio. Me entregó sus cajetillas de cigarrillos “para que no tenga tentaciones”. El doctor luego nos platicó: “Es común que los médicos nos demos taco, dicéndole al paciente que estaba a cinco minutos de fallecer -o cosa parecida- y que fue uno quien lo salvó. Pues quiero decirte que tú, Patricia, estuviste a cinco minutos de... Así de grave te vi, sin afán de apantallar. Afortunadamente estás viva, pero es importante que sepas: estuviste muy cerca. Llegaste con una fuerte bronquitis, enfisema y principio de neumonía. Cinco minutos más y...” Decidí dejar de fumar por solidaridad. Miguel también lo decidió, por eso de que “Cuando veas las barbas de tu vecino...” Lo que Miguel


vió y oyó “del vecino”, durante ese viaje, lo impresionó mucho. Hace un año que sucedió todo esto y sigue sin fumar. A mí, en ese momento, no me costó trabajo dejar el cigarrillo. Patricia estuvo internada cinco días, en lo que le administraban medicamentos y oxígeno y sueros y quién sabe cuántas cosas más. En ese lapso comí en restaurantes fuera del hospital y fui por ropa a Delicias. Tuve todas las oportunidades de fumar -nadie conocido me veía- pero no lo hice. Luego sucedieron “cosas” y empecé a fumar nuevamente. “Cosas” es la culpabilidad aventada hacia otro; el pretexto para hacer lo que uno hará. “Cosas”: porque Patricia me contó que, en el hospital, conservó un par de cigarrillos y que los fumó en el baño. Además fumó, sin ocultármelo, un cigarrillo (“sólo uno”) a la semana de haber sido dada de alta. “Cosas”. El coraje que sentí fue suficiente (quitando mi imbecilidad para recurrir a ese tipo de pretexto) para que yo volviera a fumar. ¿Cómo podía Patricia tener tan poca... consideración: hacer caso omiso del gusto que me daba no fumar, por ella? Pasaron varios meses. Todos los que la conocemos estábamos asombrados porque Patricia no fumaba. Pero en una ocasión en que las presiones (sí, las presiones) estaban “altas” entre nosotros, Patricia rompió el encierro de cada quien en su estudio (en donde nos refugiábamos en el licor) y confesó, llorando, que fumaba diez cigarrillos cada día. Yo debía entender su situación: las presiones de la escritura; las gigantescas presiones que yo le ocasionaba; todas las presiones que pesaban sobre ella. Probablemente lloraba por razones diferentes: por estar pensando en lo que su hermano le había platicado: que el padre de ellos había muerto por causas distintas a las que se dieron a conocer en su momento: “La verdad es otra. Murió de enfisema. La agonía fue espantosa”. (El hermano describió la agonía del padre, probablemenmte para ayudar a Patricia en su decisión de no fumar). Patricia estaba lejos cuando ocurrió el deceso. El tiempo pasó como siempre. Ella lograba ocultarle al mundo (y a mí, supongo que con la intención de no ser instigador ni cómplice),


que seguía fumando. Yo, haciéndole caso a mis paranoias, detectaba sus escapadas, adivinaba: Patricia iba al baño con más frecuencia que durante los ocho años anteriores; o se disculpaba pues tenía que hacer una llamada telefónica; o decía: “Voy a buscar al perro”. En la casa subía frecuentemente a la recámara... (luego encontraba yo las colillas allá afuera, al pie de la ventana). Y así. La tos, ronca y fuerte, volvió. “Cuando veas las barbas de tu vecino...” Pero es que muy al principio, antes de que se precipitara el final, ella y yo participábamos de un entendimiento: cada quién tiene derecho de escoger su camino, aunque éste conduzca a la muerte. Sigo fumando como antes. ...... Además, lo de la tomadera.

......

En Delicias, cerca de la estación del tren, una tienda se llama El Lago Plateado. Tengo al lago, a ese lago producto del embalse, enfrente. Sí, a veces se ve plateado. Por aquí y por allá, enmacetadas, algunas plantas de verde verdor y flores de colores, de esas que siempre quise ver cerca. Mierda. Ha pasado un año; un poco más. Llegó mi hermano del Defecal, trayendo una gripe de las de allá. Las de allá son malignas, producto de las mutaciones y degeneraciones propias de una ciudad que no se cuida. Mi hermano me contagió; yo a Patricia. Ambos empezamos a toser. Reconocí que mi tos era más perniciosa que de costumbre, pero supe que la controlaría. La de Patricia era idéntica a la que Miguel y yo tuvimos que soportar durante aquel viaje: ronca, profundamente ronca. La situación de peligro que Patricia fomentaba, por seguir fumando, se hizo presente. Yo... Yo cargaba una preocupación que sólo se hacía patente al sentir molestias en el ano. Colitis nerviosa que le dicen..., supongo. ...... La cuestión de la tomadera: ésta se vuelve ya no más preocupante, sino francamente intolerable. Quise describir, en otros escritos, el


proceso “degenerativo” pero no pude, quizá porque el licor mismo merma las fuerzas. (Por otro lado está la parte del proceso en la que, con varios tragos adentro, uno se enfrenta a -y resuelve- tareas normalmente indeseables o aparentemente superiores a tales “fuerzas”; y uno avanza; avanza mucho, descartando asuntos pendientes latosos. Uno hace labores que, de otra manera, invitarían a la desidia. Uno “mueve montañas”). A la par de la tomadera está el recurso que uso para no tener “cruda”: tomo un Saridón cuando empiezo a beber y otro en cuanto me levanto al día siguiente. Terrorífico. ¿En qué parte de la “degeneratividad” voy? Empecé a tomar a los treinta años: uno que otro “tequilazo”. Después de un truene sentimental intenso tomaba, con cada asegún, un centímetro (en el vaso) de tequila sin nada que lo acompañara. Aumenté la dosis con cada asegún. La vida siguió y sigue. Y sigue con muchos asegunes. Ya no me basta un cuarto de litro diario. Me acerco al (“estoy en”, dijo el otro) medio litro. Los auto-engaños están a la orden, como pensar que tales cantidades de licor me vencen, sin que pueda seguir (lo cual, por otra parte, es cierto: me quedo dormido sobre la computadora). ......

Mi respiración: jadeo frecuentemente. Mi memoria (antes casi siempre diabólicamente prodigiosa) empieza a fallar, sobre todo en relación a detalles nimios. Mi fuerza física (que antes me bastaba para vencer casi cualquier obstáculo), mermada. Y esgrimo la duda: ¿se deberá lo anterior a los efectos de mi edad?. Pero sé, con claridad, que me engaño: las fuerzas físicas -según estudios científicos- disminuyen, a los sesenta años de edad, no más del siete por ciento. Nada. ......

La cuestión de la tomadera: hay un asunto por demás intrigante (que me lleva a cuestionar mi actual forma de vida en Delicias): Cuando voy al D. F. (dos o tres días, una vez por mes), no tomo. No me dan ganas. Igual pasa cuando vamos a la playa o a un Congreso en cualquier ciudad. Terrorífico. Llevo diez años bebiendo diariamente. Llevo nueve meses tomando medio litro cada día. Quisiera tener veinte años de edad. No, no. Dieciseis.


Mi tomadera está peor: la tomadera de un alcohólico. Será porque no necesito pretextos adicionales para tomar: ya estoy instalado en la enfermedad incurable, progresiva y mortal. ...... Escucho la tos de Patricia -quisiera no acordarme, no oírlasiempre ronca, ronquísima. La escucho allá en su estudio; en la terraza mientras les da de comer a los perros. En cada tosido detecto su esfuerzo por limitarlo a sólo uno; que no se oigan espasmos. Está viendo televisión y, espasmódicamente, el tosido ronco, ronco, ronco. La tos que me contagió mi hermano cedió hace días. Hace días que me dejó en paz. Anoche, dormido, la oi toser. Quizá por reflejo empecé también a toser, hasta que un inminente vómito me hizo despertar; me incorporé tratando de no regarlo. Deposité mi camiseta, recipiente de todo en ese momento, en el lavabo del baño. Regresé a la cama y la abracé cariñosa y fuertemente. Fuertemente. Está en la terraza, barriendo. Le encanta barrer. Cinco o seis arrastres de la escoba y luego su tos, contenida cada vez que sale; como si quisiera que el mundo no se diera cuenta que tose. Quej. Quej quej. Ronca tos apagada con esfuerzo. Pide que escuche un texto que escribió para una revista. Comienza a leer. Tose levemente. Sigue leyendo. Tose contenidamente. Pronto la lectura se ve interrumpida por una tos ronca, muy ronca y violenta. La controla y sigue con el texto. A ratos, pues la tos la interrumpe una y otra vez. Toses contenidas, violentas, roncas. A veces leves. Pero cada vez suenan más a las que escuchamos Miguel y yo en aquel viaje. ...... Mi tomadera tiene pretextos nuevos. De un tiempo acá soy yo el que reclama: vean las presiones a las que estoy sujeto. Tomo de manera suicida, francamente suicida. Si antes tardaba seis horas en despachar medio litro, ahora lo tomo en tres o menos. Si antes la mezcla con el diluyente era en proporción de cinco a uno, ahora es de dos a uno. Y así.


Tos de mierda


...... A veces la acompaño a la alberca pública. Va de lunes a viernes porque el ejercicio le hace bien. Le gusta que la acompañe. Pero a mí me hace mal, pues escuchar (ver y escuchar) lo que sucede es como para desarrollar una úlcera: se lanza, después de los consabidos forcejeos con lo frio del agua, hacia la orilla opuesta. Llega a la orilla de enfrente y procede a “respirar”. Ahí es donde mi angustia engorda porque, cada vez que llega a uno y otro lado de la alberca, respira con espasmos, con dificultad. Pareciera que lo que hace es normal. Más bien parece que Patricia quiere que los que habitamos el mundo en torno a ella, consideremos que lo que vemos es normal. Absolutamente normal. Pero su respiración es pavorosamente dificultosa; estridentemente “jaloneadora”: Aaahhh; aah. Aaahhh; aahjjj. Aaahjj; aa, aahjjj, aahhh. Aajjjj. A veces también tose, con esa tos que conozco tan bien. ...... Ella decía, de vez en vez -al ver hacia la represa-, lo que tantos otros turistas y visitantes: ¡Qué belleza!. Pero sé, porque la acompañé durante muchas de sus (nuestras) interminables, insoportables e iluminadoras borracheras -esas en que la verdad brota incontenible-, que la represa sólo le representaba... una represa de mierda. A menudo veo, sobre esas calmadas aguas, unos atardeceres descoloridos; y veo recuerdos. Me entran ganas de aullar, de llorar. Lo que sale de mi pecho son sollozos secos; sin lágrimas. ¿Por qué? Porque lo que recuerdo son innumerables pláticas sobre la conveniencia de no fumar, seguidas de promesas y propósitos. Porque recuerdo nuestras innumerables borracheras tratando de olvidar, de dejar de... Porque, a pesar de todo, hay atardeceres sobre la represa que no son tan descoloridos. Con mi ronca, profunda y bronca tos y a pesar de todo, digo: Descanse en paz. Zirahuén, Michoacán. Octubre, 1993


Chelto

(El western en tu propio patio) A su memoria, con todo respeto. A LASV, la doctora.

Soy amigo de uno de los Cabrera del pueblo. Cuando supo lo que había pasado, me dijo “La única manera de lidiar con los Cabrera, aunque sean mis parientes, es matándolos”. Casi todos los Cabrera se fueron del pueblo. No pudieron quedarse porque, como ya debían algunas vidas, las venganzas los andaban buscando para vengarse. Pero los Cabrera regresaban al pueblo, de vez en vez, para visitar a sus queridas violadas y a la poca familia que aún los recibía. Y para echar tiros al aire en la plaza, frente a la Iglesia (al anochecer), demostrando que ellos son los Cabrera. ......

Imagino a muchos de los chavos que tocan en las bandas musicales de Zirahuén. Los imagino rechazando el chupe que otros miembros de la banda, desvelados, aburridos o acostumbrados, les ofrecen. Los imagino imaginándose consumidos, acabados o muertos, como tantos de sus parientes, amigos o conocidos a los que les ha sucedido eso. Chelto no estaba chavo, pero se enfrentaba a situaciones como las que les digo. Estaba casado, con dos hijos y tres hijas. Tocaba en una de las bandas y a veces se dejaba llevar por la bebida. Cuando eso le sucedía (siempre lograba darse cuenta), se retiraba temporalmente de la banda y se ocupaba en su otro oficio, en el que era muy bueno: la carpintería. Sus habilidades como carpintero eran reconocidas por todos. Pero además, todo el pueblo sabía que Chelto trataba, a su


manera, de zafarse de los males del alcohol. Chelto decía las cosas como las pensaba. Era derecho y no se arredraba cuando otra persona lo encaraba con sus propias convicciones (las de él o las del otro). La familia de Chelto es conservadora. Todos (padre, madre e hijos) cuidan a las niñas celosamente; todos se ayudan entre sí para salir adelante. Unos se dedican al trabajo; otros al estudio en la escuela. Doña Cuca, la esposa de Chelto, sufría cada vez que a él le daba por el chupe. Se mordía un labio y aguantaba. Pero sus fuerzas disminuían con cada episodio de… (no quería ni nombrarlo). Cada vez que Chelto recaía, a ella le entraba un desguance. Y cada vez que Chelto hacía el esfuerzo por zafarse, le crecían las esperanzas. El desguance era cada vez mayor porque la intensidad del desplome de las esperanzas, por decirlo así, se iba acumulando, acumulando. Llegó el día en que doña Cuca ya no pudo lidiar con la situación. La hija mayor, Erica, le entró al quite; se constituyó en cabeza de hogar. Toda la familia la respetaba, pues además, trabajaba fuera de su casa y contribuía con labores para la Iglesia. Luego, la esposa de Chelto ya no pudo lidiar con su vida, con la desesperanza. Ese momento se tornó en muchos momentos preocupantes para la familia. La doña no intervenía en nada; no comía. No reaccionaba. Cualquiera que la visitara se daba cuenta: se estaba dejando morir. Pero su esposo, sus hijos e hijas, no sabían qué estaba pasando; no entendían. Ella, mamá y esposa, estaba enferma. Pero… ¿qué? ¿Qué hacer? No quería comer. No quería nada. Para su familia y para doña Cuca misma, se volvió evidente la situación: alguien, algún enemigo, le estaba echando mal de ojo. El brujo resolvería todo a base de una limpia. El brujo le dio una limpia; todo debería volver a la normalidad. Sin esperar, esperaron. Doña Cuca no mejoraba.

Imagino a la familia de Chelto debatiéndose. Durante siglos, los hueseros, los brujos, las curanderas y hierberas los habían mantenido dentro de una tranquilidad convencida. Doña Cuca empeoraba.


La limpia


¿Acudir a la Clínica de Salud del pueblo? Todos sabían que ahí sólo recetan aspirinas. (Los pasantes de Medicina llegan al pueblo, a la Clínica, llenos de buena voluntad. Pero los programas del gobierno sólo están inundados de miras propagandísticas y los medios reales de atención en las clínicas de provincia son casi nulos). No, la Clínica no era una opción. Estaba la doctora. La doctora, egresada de la Universidad Michoacana, decidió sentar su base en nuestro remoto pueblo. ¿Por qué? Sepa la bola. Atendía a uno y a todos según se dejaran atender. Porque no todos (de hecho, muy pocos) confiaban en esa mujer sola que decía saber de las enfermedades y de sus asegunes. Pero ella siempre estaba ahí: a cualquier hora y aunque se tratara de cosas particulares, como curar a la esposa que había recibido una golpiza de su marido (o al revés voltiado, cosa frecuente en el pueblo), o intoxicaciones alcohólicas, pasones, o heridos de bala –por riñas callejeras o durante las fiestas del pueblo o…-. La doctora siempre estaba ahí, aunque fuera fuereña; y no era curandera. Eso la hacía sospechosa, pues quién sabe qué cosas desconocidas utilizaría en sus curaciones. Las pastillitas que recetaba… quién sabe, pues eso era distinto a sentir que la huesera te tronaba los huesos. El tronido sí lo sabías, pero… las pastillitas que te daba la doctora… ¿qué?

Imagino a la doctora enojada… No, no la imagino. Sé que cada vez que pasan estas cosas se enoja. Entiende que hay una cultura y muchas mentalidades detrás de estos episodios; pero no deja de molestarse sabiendo que las cosas podrían ser más fáciles para la gente. Tuvieron que recurrir a la doctora. De todos modos, al principio, no le hicieron mucho caso a sus recomendaciones. Pero una noche le entraron las convulsiones a doña Cuca y luego, que se queda quieta, como muerta. Corrieron por la doctora, que afortunadamente vive a media cuadra de distancia. La doctora le dio lo que le dio y todos a la espera. En la mañana, doña Cuca estaba atenta a lo que pasaba en su casa. Pendiente de los quehaceres de todos.


La doctora sabe lo que sabe. Le salvó la vida a doña Cuca. Para acabar pronto, la devolvió a este nuestro mundo tras de que estuvo verdaderamente asomada al reino de los muertos. Porque la doña, entre otras cosas, tenía insuficiencia renal, presión alta y… estaba con infarto. La depresión que cargaba desde hacía tiempo también contribuyó con su tantito. Dicen que los males no vienen solos. Porque antes de que le diera el infarto a doña Cuca… Estaba Erica trepada en una escalera de tres metros de altura, ayudando con la decoración del salón del pueblo. La escalera resbaló en el piso y la muchacha cayó, fracturándose el pie y la pierna. Estuvo fuera de circulación durante meses, adolorida y sin poder dar el apoyo al que su familia ya se había acostumbrado. Trataba, apoyada en sus muletas; pero era poco lo que lograba.

Imagino a Erica caminando sufridoramente, apoyada en las muletas como recordatorio de su mala suerte. La imagino llena de rabia. La imagino viendo mermada su condición de cabeza de familia. Viendo a una de sus hermanas menores ya casada y con bebé; viéndose soltera a pesar de todas sus virtudes. Viendo a su mamá deprimida. Dicen que los males no vienen solos. Fiesta grande en el pueblo. Misas. Baile en el Salón Ejidal: Amenizarán varias bandas de música. Fuegos pirotécnicos en la noche. Los Cabrera acostumbran venir a estas fiestas. Y vinieron. Hay muchas versiones de lo que sucedió. Una versión dice que los Cabrera, borrachos, salieron del Salón Ejidal, retando a quien quisiera vérselas con ellos. Y que Chelto, que andaba por ahí también en el chupe, les contestó que Pus yo mero. Lo que sigue, ni en las mejores películas de vaqueros: balazos, balazos, balazos… Uno de los Cabrera y Chelto resultaron con muertes simultáneas. Entonces, los momentos de la doctora (que vive enfrente del Salón


Ejidal): escuchar los balazos, refugiarse… Luego salir, para ver si podía ayudar. Ver que sus vecinos inmediatos –amigos de Chelto- lo arrastran hasta dentro de su propiedad. Ver, sentir, cómo, habiendo salido para ofrecer ayuda médica, la rechazan (sabían que Chelto estaba sin vida y… había que esconder la pistola). Luego, ver que su portón tenía seis agujeros de bala; que una de ellas había impactado a tres centímetros del tanque de gasolina de su auto.

Imagino a la doctora… En pueblos de Michoacán como éste, se acostumbra que los allegados que van a la velación –que dura toda la noche- aporten lo que puedan. Hay quienes llevan brandy o Purembe o cerveza; otros llevan arroz o frijoles. Muchos llevan veladoras o leña. Otros comparten ayudando a hacer las tortillas o sirviéndole comida a los dolientes. O lo que sea. Los allegados conllevan los pesares alrededor de fogatas, muchas de las cuales estarán afuera de la casa del difunto: en la banqueta o en la calle. Ahí en la calle, en la madrugada, estaban algunos dolientes cuando se presentaron los Cabrera. Pisoteando para apagar las fogatas, en danza macabra, amenazaron a gritos: “Vamos a matarlos a todos ustedes. Todos se van a ir a la chingada. Vamos a matar a todos los que sean familia del hijo de la chingada de Chelto”.

Imagino a la familia de Chelto, enmedio del dolor, enfrentándose al terror momentáneo… Enfrentándose a… “Pus si de eso se trata, a ver quién se quebra a quién, ¡carajo!” La iglesia estaba atestada. Pocas veces se vio tanta gente para una misa de difuntos. (Amigos y conocidos; familiares, ni se diga). Al terminar la misa, acompañamos al cortejo. Una de las hijas de Chelto iba con nosotros y se desmayó. Pedí ayuda para meterla al carro y, desmayada, la llevamos hasta la entrada del camposanto. Ahí, pudo reaccionar hasta llegar ante la fosa. Me impresionó mucho ver, no sólo a la cantidad de personas que acompañaban a Chelto, sino escuchar las manifestaciones de calor,


El entierro


solidaridad, amistad… y de pérdida. Todos como uno lloraban la pérdida: “Tan a todo dar que era. Tan buen padre. Tan trabajador. Tan buen amigo”. Me impresionó igualmente ver a una su nuera: súbitamente entró en estado de paroxismo; se tiró al suelo. Revolcándose en la tierra, gritaba y gritaba y gritaba: “Pero si apenas lo estaba conociendo. Pero si apenas empezaba a ser mi suegro. Pero si apenas lo empezaba a conocer”. Imagino, porque sólo cabe imaginar, a Erica con sus pensamientos. Mi esposa y yo la abrazamos, porque Erica sólo podía recibir eso: un abrazo. Su mente volaba en parajes de imaginación pura: estaba ida, prácticamente inerme. Se dejaba estar; se dejaba abrazar. De nuestras voces sólo escuchaba la suya, la de su vida. Se dice que un fuereño nunca deja de ser fuereño, por más que esté –aunque sea durante muchos años- enmedio de (casi inmerso en) las vidas de los que sí pertenecen: los lugareños. Ellos llegan a apreciarnos; tratan de comprendernos. Son amables con uno. Pero saben lo que uno jamás podrá vivir: Vivir la vida como la viven ellos. Imposible imaginarlo. La vida sigue. Erica, hoy, es una feliz madre soltera.


Andràs En algún texto escribí sobre las lágrimas. Una carta de Jana y Andràs, fechada en 1968, se refiere al embarazo de Jana. A ella le hubiera gustado recurrir al método sicoprofiláctico que seguimos Cecilia y yo con nuestra hija, pero el doctor y Andràs la convencieron de que mejor no, porque iban a ser gemelos. Es una carta que le hubiera regalado a mi hija, pero se negó; dijo que le dolería mucho leer sobre Jana. Mi padre, ingeniero de carreteras, consiguió un contrato de trabajo en Sonora; abarcaba un período cercano a los tres años. Mis padres decidieron: la familia debe estar junta. Vivíamos en Nogales. Estando ahí nos enteramos: el excelso torero Manolete había muerto a resultas de una cornada. Más gente recuerda a Manolete que la que presenció -al igual que nosotros, niños maravillados- a un cometa que en ese momento causó revuelo y temores nacidos de la superstición. Estar en provincia sin más preocupaciones que satisfacer los deseos de la madre: cumplir en la escuela, tener buenos modales; creer en el futuro como en uno mismo. Como niños, difícilmente registrábamos la Segunda Guerra Mundial. Hungría sufrió esa guerra y de ahí huyó una familia: la familia de Andràs: padre, madre e hijo. Yo estudiaba en la primaria gringa, en Nogales, Arizona. Mi mejor amigo era Bobby. Los húngaros a los que me acabo de referir eran familia de Bobby: sus tíos y su primo Andràs. Estábamos en el salón de clases. La irrupción del Director nos puso atentos; lo acompañaba un niño pelirrojo. Nos explicó con sencillez que se trataba de un refugiado al que debíamos apoyar porque no hablaba inglés, por haber dejado su patria, por lo extraño que debía sentirse... Los extrañados éramos nosotros. Como mi mejor amigo era Bobby y como la familia de refugiados


vivía en casa de Bobby... Andràs y yo nos hicimos amigos. Con el tiempo la familia de Andràs decidió probar suerte en el Distrito Federal. Se establecieron en un departamento, en la calle de Nicolás San Juan. ......

El contrato de mi padre se cumplió. Regresamos al Distrito Federal. Vivimos un tiempo en casa de mi abuelo, en la calle de Torres Adalid. Estaba como a diez cuadras de donde vivía la familia de Andràs. La amistad se reanudó. Tiempo después mi madre se encargó de supervisar la construcción de la que sería nuestra casa durante cuarenta años. Le tocó a ella porque mi padre estaba continuamente ausente, por motivos de trabajo. La casa nueva, por coincidencia, estaba en la mismísima calle de Nicolás San Juan. Mi amistad con él se solidificó. Recuerdo muchos días en que nuestras conversaciones telefónicas duraban una hora o dos, como suelen ser las de las parejas de novios. Andábamos juntos y compartíamos todo: desde ir al peluquero hasta tratar de ligar a las chavas. Mucho tiempo después, a burdelear. ......

En el departamento de Andràs, ese que estaba en nuestra calle, jugábamos con sus carritos de cuerda Schuco. Habían sido regalo de su padre, allá en Hungría. Mi madre y la Sra. Elizabeth (la mamá de Andràs) -dos europeas que llegaron al Continente Americano huyendo de persecucionesse habían identificado desde el principio, en Nogales. Esa amistad también prosperó en el D. F. Así, recibimos una invitación para ir a cenar con ellos. La mesa estaba puesta. Mi madre platicaba con la Sra. Elizabeth; Andràs y yo jugábamos con sus carritos de cuerda Schuco, que su padre le había regalado allá, en Hungría. En cuanto llegara el papá de Andràs, cenaríamos. No llegó. Cundió la consternación. No recuerdo si cenamos o no. Lo que sí recuerdo es que, dos días después, encontraron el cadáver del papá en Cuernavaca. Se había suicidado. Ese suicidio marcó el principio de una historia trágica. ......


El final


Andràs y yo, adolescentes. Luego jóvenes. Luego Lázaro y yo, universitarios. Entretanto y después Andràs, Lázaro y yo, amigos. Luego los tres compartiendo años y años de vida. Ibamos al Deportivo Israelita. Mucho deporte (las clases de gimnasia eran tres veces por semana en días hábiles). Pero, además, las ganas de salir a la vida. Los sábados y domingos íbamos “a relacionarnos, a ver qué ligabábamos”. La búsqueda de muchachas. Nuestros múltiples intentos, hasta ese entonces, infructuosos. Un día llegamos, Lázaro y yo, a la alberca del Deportivo. Andràs estaba con una jovencita güera, despampanante. La presentó: -Jana, mi novia. La convivencia entre los tres amigos (más la novia de uno), continuó. El padre de Jana era un cabrón. La madre -llena de cariño y buena voluntad- dominada y apoquinada. Las hermanas de Jana, Bertha y Samantha, dulces, como suelen ser las niñas. Pero fueron parte de la historia trágica que inició con aquel suicidio que les conté. Porque Bertha se casó con Bernardo, un joven buena onda. Ai la llevaban, pero a él le dio cáncer. Luchó y luchó... Bertha se volvió a casar. El nuevo esposo también resultó un cabrón, golpeador. Se divorciaron. Samantha, la menor de las tres: niña deslumbrada por el primer amor. Arrejuntados, procrearon a dos hijos. La unión no funcionó y terminaron separándose. Samantha, entonces, se dedicó al suicidio… cada martes y jueves. ...... Uno de tantos días me tocó enamorarme. Lázaro y Andràs no estuvieron de acuerdo con mis intenciones de casamiento: la receptora de mis timideces no era judía. Lázaro y yo platicamos durante siete horas continuas; con Andràs fueron nueve. No lograron convencerme. Mi argumento principal: “Suponiendo que tengas razón y que esté tomando una decisión equivocada: ¿cancela esa única equivocación todos los valores que durante más de una docena de años has encontrado en mi persona? La amistad entre nosotros quedó suspendida algo así como una


eternidad. Con Lázaro se reanudó después de que la vida lo llevó a comprender: se divorció de su esposa judía y su relación posterior –mira nada más- fue con una pareja que no lo era. Pero con Andràs se mantenía la distancia. Aciago el momento en que me enteré. Andràs, al igual que Bernardo, su difunto cuñado, tenía cáncer. Al principio, por miedo a su rechazo, sólo me mantuve informado de su condición. Le extirparon un tumor en el cachete: del pómulo hasta la mandíbula inferior. Un par de semanas después llamé a Jana: “Tengo que hablar con Andràs”. Me indicó fecha y hora. Mi vista no se pudo apartar de su cara; estaba fija en la cavidad donde antes estuvo uno de sus cachetes; hueco con cicatrices... Traté de animarlo, sintiendo a mis palabras igual de huecas. Lo invité, con profunda sinceridad, a que saliera “Ven, vamos al cine” y se enfrentara al mundo. Yo lo protegería de cualquier burla… “para que salgas de tu encierro insano; órale Andràs, ánimo”. Cuánto vacío. Estaba yo en la oficina de mi jefe cuando sonó su teléfono. “Es para ti”. Mi cuñada, con harto nerviosismo, preguntándome: “¿Eres muy amigo de Jana? Jana está en la x Delegación de Policía porque su esposo se acaba de suicidar. Si eres su amigo... te necesita”. Le expliqué a mi jefe lo que sucedía y pedí permiso para ausentarme. Su odiosa respuesta: “¿Por cuánto tiempo?”. Mis sentidos se adormecieron momentáneamente. Luego se convirtieron en odio pleno hacia quien había sido mi compañero de gimnasia en el Deportivo Israelita. (Tenía la virtud de la consistencia: el triste día en que mi padre se enfrentó a su cercana muerte, me avisaron. Le pedí permiso para ausentarme. “¡Por supuesto, Emilio!”. Un “por supuesto” cancelado después con su odiosa llamada al hospital: “¿A qué hora regresas? Hay asuntos importantes que resolver”). Entiendo que en el mundo en que vivo las cosas son así. Entiendo que el Sistema requiere que ciertas cuestiones priven sobre ciertas otras cuestiones. Lo que no entiendo ni quiero llegar a entender es que, en aras del sistema que sea, la Amistad quede nulificada y con ella el humanismo que puede y debe acompañarla. Andràs ordenó sus cosas. Consiguió una pistola. Cuando estuvo


listo, trepó sobre la barda del cementerio judío. Aferró con su mano izquierda una hoja con instrucciones claras y ante la tumba de Bernardo, disparó. Jana decidió continuar con su vida y la de sus cuatro hijos. Dispuso de sus propiedades en México. Se mudó a los United States of America. Luchó un rato. Estudió cuestiones esotéricas. Practicó. Conoció. Conoció a un hombre. Resultó ser una buena pareja. La vida se le estaba enderezando. Jana y su pareja fueron a la India. Suponemos que el compañero de Jana quiso darle gusto; que la acompañó en un viaje de alimentación de lo esotérico. En un accidente automovilístico, Jana dejó este mundo. Cecilia, su mejor amiga, tuvo una reacción que le hubiera gustado a Jana: “Qué bueno que mi mejor amiga se reunió con sus creencias en un lugar que la va a alimentar espiritualmente”. Mientras sucedía lo que cuento, yo había buscado un carrito Schuco, no sólo por los recuerdos sino porque eran sorprendentes: velocísimos y de óptima calidad en su construcción. Conseguí dos y los recibí con los anhelos enfrente. No resultaron tan buenos como los de Andràs y en nada se parecían a mis recuerdos. Pero no importa: los dos ejemplares están en mi vitrina y mis recuerdos están donde deben estar. Zirahuén, Michoacán. Marzo, 1998


Entre ellas y yo (Cocó)

¿Y Cocó? In memoriam

La borrachera avanzaba, cada quién en lo suyo. Luego tú, ella pusiste un disco. Luego otro; luego otro y otro. Parecía que estabas preparando algo; que te estabas dirigiendo hacia algún punto. Escuché un sollozo y fui a ver y ya para qué, venías hacia mis lugares para poner un disco, algotro de tu música. ...... Duerme, duerme. Mientras la lluvia adormece, atormenta las pasiones. ...... “¿Puedo poner este disco?”

......

Al rato, abrazados, escuchábamos “Yolanda”, la de Milanés. Las lágrimas bañaban nuestro común dolor. Ella dijo: esta canción se la grabé a Cocó y en la cinta le puse, al principio: ¡ahí va! Y al final, ¡yastuvo! No le grabé nada más, carajo. Los dos pensábamos y sentíamos entonces a Yolanda, la colaboradora doméstica de Cocó. Muchos años. Mucha ayuda. Mis lágrimas se diluyeron en los recuerdos de varias personas evocadas. Las tuyas eran sólo para Cocó porque...: Cocó se fue antes de que tú te pudieras ir. ...... Tú quieres a tus muertos a través de Cocó, dije. Contestaste: “Ella no es una muerta. Ella es una vida que no veo”. ...... Llorábamos y llorábamos, abrazados. ......


Recordé una vida de más de cuatro años contigo, imbuída por la presencia y claridad de Cocó. Ella sabía respetar y no se dejaba invadir. Una vez, medio borracho, le leí por teléfono una larga nota tuya. Buscaba su complicidad. Tu nota decía: “Veamos: no entiendes mi letra y teclear esta carta sería para mí ensayarla antes de mandarla. Trata de entenderla ¿no? Desde que regresamos a México esta vez, siento que algo está atorado. Te veo vivir atormentado. Algo te falta o te sobra, no sé. Procuremos entender ¿no? Mi propuesta desde el inicio fue: tratemos de ser cuates. Me desespera que me hagas madre para odiarme y esposa para humillarme. Como cuates lo único que puede suceder es que nos distanciemos. A lo mejor ya no vernos jamás, pero no es lo mismo que en las relaciones legales o sanguíneas. Tú y yo sólo somos la voluntad de estar juntos mientras lo querramos. Somos dos personas, cada cual con sus problemas. Sé que estoy mejor desde que estoy contigo. Me equilibraste. Yo a ti no sé. A lo mejor te vine a dar en la torre en tu único proyecto: escribir. Yo de todas maneras escribo. Aquí, con esta carta, defiendo mi felicidad. Contigo escribo y soy feliz. Sola, escribo y ya. Pero si tú, amigo, me dices que conmigo no escribes, de veras me quito. Porque somos cuates (según mi propuesta inicial, que para mí es la única manera de aguantar la pareja: amistad), sé que escribir es lo que más importa para la gente que de veras quiere escribir. Claro que uno también quiere querer y ser querido; que uno quiere ser feliz. No quiero pelear, ni discutir, ni tener razón, ni reconocer. Sólo quiero tener un puente para que podamos hablar desde nosotros mismos. Y el alcohol, a partir de hoy, será responsabilidad de cada cual ante su vida”. Tú y yo habíamos tenido problemas; recurrí a tu amiga/madre Cocó para que intercediera en mi favor. Contestó (ella sabía respetar y no se dejaba invadir) que mientras nos dejáramos ir en la bebida no tenía caso intervenir. “Ya sabes que el alcohol es incontrolable desde su núcleo. Ojalá puedan ser amigos.” Punto. ...... “La palabra fortuito es como si uno tuviera canarios”. Dijiste. ...... Cuando por fin pudiste llorar, lloraste: “Cocó era una parte de mi manera de ser. No sé cómo sea querer a una madre, pero Cocó era


Se fue


más importante. La extraño. ¡¡Me hace falta!! La quiero. Cocó era una de esas personas que invitan a morirse más pronto: para encontrarse, para reunirse con ella.” Lloraste: “Que te alcance pronto Cocosito. Que descanses... ¿Quién soy ahora? ¿Cómo voy a ser ahora? Coquito... Es como si de repente te quitan las reglas del juego y ¡órale!, invéntalas. A ver quién eres. Tú sola. Pero voy a ser bien porque te lo prometí. Voy a ser la buena onda”. Lloraste: “Nada más Cocó me quería. Y... eso mismo ha de pensar mucha gente... ¿Y si adornáramos las paredes con lo que nos va pasando? Sería bonito ¿no? Como un sueño en el que encontráramos que... que estás aburrido; que tu hermano Benjamín está muy solo; que tu tio Daniel estuvo lúcido y genial hoy; que no nos acordamos, pero tu hijo Alejandro está allá, lejos, solito, haciéndose fuerte..” Lloraste: “No sé cómo explicar que sin ella, ya no existo. Sin Cocó no sé quién soy. Con Cocó era una carrera con la muerte: a ver quién se moria primero. Lo platicamos en Zirahuén. Le dije: “no te perdonaré si te mueres primero” Y me ganó, hija de... me ganó. Me dejó sola. “Desde que regresé de Europa todo era Cocó: mis rupturas, mis pleitos: Cocó. Yo... yo no sé vivir esta ciudad sin ella. Esta ciudad no me entiende si ella no está.”. ...... A pesar de la tremenda pero amable borrachera, no puedo protestar. Pareciera que en estos momentos no existo, pero no puedo protestar. Entre mareos y bruma te oigo gritar, exigiendo la presencia de una madre. Oigo tu grito ahogado reclamándole a Cocó que ya no está; que te dejó huérfana otra vez. No puedo protestar. ...... La continuidad de la sierra eléctrica semeja el aullido de las sirenas de los vehículos de auxilio. Debo seguir. Estoy instalado en la ancronia (sin acento en la i) y en la retrogradencia. D. F. Marzo, 1988


Sarah

Debe haberse debido a su hermosura, porque Sarah era hermosa; muy hermosa. Debe haberse debido a lo albo, puro, de esa hermosura. Sé que en mis recuerdos vi a una mujer con senos enormes, como enorme era su sonrisa. Sonrisa gritándole su belleza física a quien la viera. La vi enmedio de mi educación restrictiva. Me quedó ese recuerdo para, años después, implantarlo en otra realidad. Su esposo –mi tío preferido-, médico, tenía sus propias virtudes: diagnosticaba con precisión y resolvía lo conducente: el tratamiento adecuado o la atinada recomendación para recurrir a otro especialista. Que yo sepa nadie, nunca, quedó defraudado. Fui beneficiario de sus conocimientos; sus recomendaciones –por decir algo- me salvaron la vida (o menos) varias veces. Su efectividad le dio cierta fama y llegó a recibir “satisfacciones” inesperadas, como la vez que le resolvió un problema (médico) urgente a algún dirigente del Departamento de Tránsito. Durante las consultas mi tío mencionó, entre una broma y otra, que su licencia para conducir estaba vencida. El fulano le envió (via motociclista de confianza del Departamento), sin más trámites, la licencia para conducir actualizada. Sarah, la admirada Sarah, sacó a relucir el cobre. El éxito de su esposo le permitía vestir a su gusto y comprar joyas. Desarrolló una sensación. Los sicólogos seguramente tienen catalogada la manera de actuar de gente como Sarah pero, para mí, resultaban incomprensibles sus decisiones. Recuerdo una ocasión en que me invitaron a una cena en honor de una amiga común. Todavía hoy, veintidós años después, pienso que mi memoria falla, que lo que vi no fue cierto: los cubiertos eran de oro. De oro sólido. Vivían en una casa de clase media pero, como digo, Sarah tenía una sensación. Y, convencida, actuaba. Los gritos de Sarah, en pleito con mi tío, se escuchaban en mi casa. Mi casa estaba a dos predios de distancia, o sea que una propiedad separaba su casa de la nuestra. Esa era otra cuestión sorprendente, pues en mi familia –en su totalidad-, nunca se supo de pleitos o desavenencias. Las que hubiera habido quedaban sepultadas en la


Sarah


irrealidad impuesta por los adultos, como principio fundamental de los ejemplos que los hijos debíamos recibir (los efectos, por supuesto negativos, serían objeto de otras consideraciones, otros escritos). Sí. En mi familia no se sabía de pleitos, excepto en casa de Sarah. Los gritos se escuchaban a dos casas de distancia. Y mi tío, que era un alma de Dios… Sarah recorría la distancia entre su casa y la de mis padres para informar (como dije antes: convencida, actuaba). Le comunicaba a mi madre que, como regalo de cumpleaños para Esthercita, había comprado –por parte de ambas familias- un centro de mesa de cristal cortado; que el costo había sido de cinco mil pesos, por lo que le debíamos dos mil quinientos pesos. Punto. Mis padres, de acuerdo a las costumbres de la época, hubieran regalado un buen libro. Algo como de doscientos pesos. Pero Sarah, convencida, actuaba. Lo anterior debe servir sólo como ejemplo porque Sarah, convencida, repetía constantemente este tipo de acciones. Tanto las repetía que mi madre una vez violó a su ser más íntimo (el suyo de ella misma): mi madre nos educó para no decir “malas palabras”. Para ella eso abarcaba no sólo palabras como pendejo, pinche o cabrón, sino otras como estúpido, imbécil y hasta tonto. Pues a mi madre, luego de otra de las sorpresivas decisiones de Sarah, “se le salió” decir: “Es que Sarah es una mula”. Bueno… para que Sarah “lograra” que mi madre espetara lo anterior… Pero es que Sarah siempre lograba llegar a los extremos. Dos personas allegadas a la familia comentaron separadamente, el mismo día, que Sarah tenía una opinión sobre mi persona: yo era un profesionista inepto, un “poca cosa”. Me constaba que Sarah no tenía idea de lo que involucraba el ejercicio de mi profesión. Pero peor, no había manera de que estuviera enterada de (y menos, evaluara) la forma en que yo la desarrollaba. Casi no tuve tiempo para pensar en lo que nuestros amigos/amigas nos habían comunicado porque al día siguiente, Sarah se presentó en casa de mis padres. Estábamos –mi madre, mis hermanos y yo- en el desayunador, desayunando. Se sentó a mi lado, cuestión que de por sí me dió ñáñaras. Lo que sigue no es creible: pasó su brazo sobre mis hombros y, a medida que platicàbamos, fue deslizando su mano dentro de mi camisa… ¡enfrente de mi madre! La educación represiva (respetarás a tus mayores) no fue suficiente. Me hice a un lado bruscamente y,


aprovechando mi rabia, le dije que me había enterado: “Fuiste de chismosa con Doña Esther y también con Abraham el de los Seguros, diciéndoles que soy un mal profesionista (la voz subía de tono). No sé qué te hice para que andes regando ese chisme, pero de una vez te digo (la voz se convertía en odioso grito): si me vuelvo a enterar que hablas de mí, aunque sea para alabarme (la voz fue un grito acompañado de gestos amenazantes) correré la voz en la colonia de que eres UNA PUTA. Y OTRAS COSAS”. Se me había borrado la educación. Se me habían borrado de enfrente mi madre y mis hermanos. En ese momento decidí que Sarah no era mi tia. Era Sarah. Supongo que la buena educación es la creadora de las “buenas” conciencias, incómodas siempre. A las cuatro de la tarde ya estaba con remordimiento (pero percibiendo de alguna manera la reivindicación de los justos), en el consultorio de mi tío. Tenía que confesarle mis “exabruptos” hacia su esposa (respetarás a tus mayores). Escuchó y contestó. “Entiendo. No te preocupes, así están las cosas”. Como si me dijera que él tampoco aguantaba los gritos. Los excesos de Sarah la llevaron a perder su hermosura. Engordó mucho: estaba hecha una pelota. Sus actos exagerados resultaron en que sus amigos y familiares se distanciaran. Ella lo notó. Le entraron los nervios. Empezó a tomar calmantes. Su voz se tornó chillona en extremo. Decidió agregar otros calmantes. Desarrolló un parpadeo incontrolable y otros tics nerviosos. Agregó más calmantes. Mi tío, al principio, trató de hacerla entrar en razón (“Soy médico, por Dios, entiende”). Pero Sarah, convencida, seguía actuando. Llegó el momento en que sus movimientos corporales eran tan extremos como sus concepciones. Perdió el control. Perdió el control y se tiró al vacìo desde la azotea de su casa. Escogió (mal, bien) desde dónde: cayó en algún peldaño de la escalera de servicio, enganchada o atorada por su gordura. Se salvó. Se salvó por un ratito. Porque, convencida, actuaba.


Gary

(De la tragedia de padecer de ceguera) ERA irascible, mi jefe gringo irlandés. Su carácter lo hacía explotar, pero después se controlaba. Parecía entender lo subyacente y después aceptaba. ERA un tipo normal, con una chamba normal; pero con inquietudes,. Una de esas era la escritura. Ahí nos identificamos poco después del principio. El principio fueron los enfrentamientos. El primero ocurrió cuando le manifesté que no estaba de acuerdo con la reacción (la falta de acción) de ellos (mis patrones gringos) al informe de trabajo que les había presentado. Se los voy a contar en tercera persona, en donde “Emilio” atisba el despertar de su conciencia y donde conoce que la corrupción somos todos. Emilio decidió salirse de casa de sus padres apoyándose mucho en Sexus, de Henry Miller (libro recomendado por Gary mientras hacían una auditoría en Guanajuato). Logró tal objetivo sólo hasta una semana después de haber anunciado su intento de independizarse, pues obviamente surgieron las presiones paternas: “¿Qué te falta en esta casa? Eres hijo de familia hasta que te cases ...” Encaró a lo desconocido basándose en su elaboración de nociones románticas: “Salte del nido familiar: entiende que tu ocurrencia de casarte es, en realidad, intento por escapar de ese nido. Da rienda suelta a tus capacidades interiores. Busca un departamento y arréglalo sin lujo, con cajas de empaque. Si has querido aprender carpintería, ésta es una ocasión para hacerlo. Busca tu paz interior. Pinta. Invita a tus padres a cenar; a tus amigos a compartir momentos y una copa contigo. Escucha música. Lee libros buenos.” Pero lo desconocido también lo enfrentó


a otras realidades, que tenían que ver con sus preocupaciones sociales. Una de sus historias involucró a Gary, de quien, como ya se mencionó, recibía influencias supuestamente liberadoras. Había que investigar una denuncia anónima. Aparentemente se trataba de una lucha de poder entre un hacendado y un cura. Gary sospechaba que la denuncia provenía del hacendado; se aseguraba que el cura vendía la harina donada por el país del cual Gary era representante, como ayuda a los campesinos de la región. Emilio y Gary hicieron indagaciones entre la gente del lugar y escucharon chismes, sin lograr corroboración alguna. Al tercer día Gary regresó a su oficina y Emilio prosiguió con la investigación. Entre los rumores pescó uno que afirmaba que la harina era vendida a la panadería de un poblado vecino. Hacia allá se dirigió Emilio, decidido a quién sabe qué. Localizó la panadería en cuestión y, después de luchar contra sus miedos y timideces pudo -haciéndose pasar por turista asombradoentrar a donde se amasaba la harina. Efectivamente, vio dos costales con el emblema relativo a la donación. Regresó a la ciudad con su informe, convencido de que el culpable recibiría su castigo y de que, en el futuro, los campesinos se verían beneficiados con la ayuda ofrecida. Pero poco después se enteró que el asunto había quedado archivado por razones políticas (al país donante no le convenía remover asuntos políticos o religiosos). Emilio trataba de desarrollar una conciencia que, sin saberlo, era política -pues de política no sabía nada-. Pero iría aprendiendo: una cosa son los hechos fríos y otra, las reacciones que provocan. Algunas reacciones emanarían de los círculos políticos. Otras… ......


ERA una cuestión de mi falta de experiencia política. Pero poco a poco… ERA una convivencia algo turbulenta, entre Gary y yo. Pero nos comunicábamos. Desarrollamos una amistad basada en puntos de convergencia; entendimientos ciertamente silenciosos… Y cada quien, silenciosamente, en lo suyo. Me identificaba con él; tanto, que lo nombré testigo en mi boda. Pero poquísimo después de eso vino el segundo enfrentamiento. Tuvo que ver con mi condición de individuo muy recién casado: mis empleadores me obligaban a separarme de mi ser amado. Resulta que… … mis jefes decidieron que tomara un “curso de entrenamiento” en Champaign-Urbana, Illinois. El grupo de estudiantes estaba integrado por quince latinos y quince europeos. “Gozamos” el beneficio de expositores tan destacados como el creador del la “gráfica Gantt –o Gannt-” (quien resolvió cómo abastecer de alimentos a los ejércitos aliados durante la Segunda Guerra Mundial). Nos asestaban la lectura de seis o siete capítulos de textos (en inglés), para discutirlos en la sesión del día siguiente. A partir de la noche del segundo día la mayoría de los treinta becarios estábamos en un cine de la ciudad, viendo caricaturas que satirizaban brutalmente a Disney. Extrañaba a mi esposa; teníamos menos de tres meses de casados. Llamé a Gary y le expuse… Estaba seguro de su comprensión y de que aceptaría que mi esposa se reuniera conmigo. Su respuesta fue, imprevisiblemente, burocrática; los manuales no lo permiten. Good bye a complicidades basadas en la amistad. Decidí instalarme en el papel de “forajido”; llamé a mi esposa y le pedí que se reuniera conmigo. Así, sin permiso, compartimos clandestinamente los alimentos (room service) y otros placeres de los recién casados. El curso llegó a su fin. El momento culminante (supongo) para nuestros huéspedes universitarios fue la invitación que hizo el Dean para que asistiéramos a su casa: una cena de despedida. Llegamos, los treinta becarios. Lo que sigue… cuesta trabajo creerlo. Hasta parecería que mi desagrado por los gringos me hiciera inventar, exagerar. En el vestíbulo, una larga, larga mesa con bocadillos. Y justo en el centro, una Coca Cola prominen… promi… NO. No podía ser. Pero ahi


estaba. Justo en el centro. La recepción: el Dean, su esposa y demás personalidades universitarias, amables. Atentos. Conversadores: ¿En su país usan zapatos? ¿Conocen los refrigeradores… Nos gustaría mostrarles…: éste es el de uso diario. Y este otro es para congelar (luego, la amable explicación de lo que quiere decir congelar; y descongelar… los steaks). Luego nos llevaron al sótano y procedieron a explicar, amablemente: Esto que ven es una caldera. La caldera calienta el aire y ese aire, ya caliente, se va por estos tubos que ven (los que están cubiertos con las telitas de aluminio… para aislar, You know?). Y luego el aire caliente sale en cada cuarto de arriba y lo calienta. Isn´t it wonderful? ¿En su país conocen la televisión? Mis pensamientos, incrédulos ante sí mismos, giraban inevitablemente alrededor de la palabra “cultura”; derivaban hacia los niveles de ignorancia (“cultura”¨, “incultura”…) de quienes (aun siendo eminencias universitarias) desconocían su propio grado de penetración; de imperialismo. ¿Cómo era posible que quienes nos inundaban con sus lavadoras, autos, radios, tostadoras…? ¿Cómo era posible que no estuvieran enterados? Cultura, incultura. Mi conclusión, inevitable: los gringos son incultos. Regresé del curso. Me presenté en la oficina de Gary. Hi!, dije, desde el quicio de la puerta. Me preguntó: ¿Cómo te pareció el curso de entrenamiento? Respondí que, desde el punto de vista técnico (el que hubiera sido de utilidad para el trabajo) el resultado era nulo. Le di ejemplos. Luego agregué que, desde el punto de vista de una adoctrinación ideológica, podría haber resultado exitoso. Le di ejemplos. Y concluí: Para bien de los gringos; pero también para mal, dependiendo de lo avispado del becario. Su cara se incendió. Iracundo, casi gritando, ordenó que me fuera a mi oficina. Nunca mencionó mi desobediencia por haber llevado a mi esposa a Champaign-Urbana. ...... La vida me llevó a buscar otras experiencias con otros patrones. La convivencia con Gary, a través de una correspondencia ora continua, ora espaciada, siguió. ERA (y había sido) una convivencia turbulenta, ya lo dije. Pero nos


entendíamos. A veces la convivencia resultaba cercana, como cuando me invitó a ser su asistente en una serie de auditorías en América del Sur. Compartimos la frustración de enfrentarnos a la ineficiencia, casi sublime, de los sistemas contables de las agencias peruanas que manejaban los asuntos de nuestros contratadores. Ineficiencia (aunada a una ceguera incomprensible) por la decisión de verter millones de dólares en esa operación. Sin saber… ...... De Carajos varios: Decidí mandar al carajo a la agencia peruana, a nuestros empleadores –por pendejos- y a la oferta de trabajo (y compañerismo) de Gary. No sólo entendió sino que, terminada la auditoría, decidió que fuéramos a Nueva York. Renunciamos al trabajo. De esa convivencia brotó un punto brillante: Gary descubrió un disco que me recomendó, que compré y que conservo como uno de mis tesoros. El disco se nombra ¡Viva el Perú, Carajo! Pobres serían mis intentos de describir lo que ese disco transmite; no lo intentaré. Sólo digo dos cosas: Una: quien lo consiga y lo escuche –que tenga un nivel de conciencia social- quedará cimbrado. La otra: dado lo que relato al final de este texto, no entiendo un carajo. No entiendo un carajo a Gary, a pesar de los mil siglos de nuestros “entendimientos”. Pues ¿cómo pudo Gary recomendarme ese disco –como algo non plus ultra- y luego salir con la batea de babas que resultó? ...... Mi matrimonio no floreció y se disolvió. Después de un prolongado y doloroso periodo de ajustes, decidí huir de la ciudad de México. Una amiga se arriesgó a acompañarme como pareja. En relación a Gary: nos manteníamos en contacto por correspondencia. Durante años seguimos en la búsqueda del destino literario que compartíamos… Comentábamos, anhelantes, sobre nuestros escritos y nuestros intentos. Un día aceptó visitarme; estaría con nosotros una semana. Al segundo día de su estancia se mostró súmamente inquieto. Frases después me enteré: Gary era alcohólico y necesitaba el apoyo de AA. Lo llevé a tres grupos pero no quiso recurrir a ellos: los locales en que se reunen los grupos en los pueblos de la provincia


mexicana le resultaron lúgubres; le daban miedo y no le inspiraban confianza. Tuvo que -situación imperante- acortar su visita. Regresó a sus lugares. Mi compañera desarrolló artritis reumatoide. Por circunstancias desafortunadas perdió un tiempo invaluable, que resultó en un estado avanzado de sus males. Nos instalamos en el previsible via crucis: largos y cansados viajes para consultar a los –muchos- especialistas, múltiples análisis de todo tipo, opiniones contradictorias: (“Debe de operarse de las dos caderas y de las rodillas”. “Que no se opere; para qué, si…”). Nuestra realidad, idílica hasta antes de esta otra realidad, se trastocó. Mi compañera perdió movilidad y tuvimos que recurrir a la silla de ruedas. Y llegó y sucedió el once de septiembre del 2001. Gary procedió a enviarme e-mails (a través del correo electrónico de mi compañera –yo no usaba ese medio-) y discos compactos. Los mails eran todos chistes (Hágame usted el favor: chistes) con mensajes en contra de los odiados terroristas árabes. Los discos compactos mostraban diversas manifestaciones, en varias partes del mundo, en apoyo a, y solidaridad con, los sufridos gringos. Nuestra correspondencia subsecuente (dos comunicados) bastaron para que me diera cuenta de la tragedia de Gary: no sólo era alcohólico, sino que padecía de ceguera. Octubre 26, 2001 Querido Gary, gracias por tus recientes e-mails (de temas políticos, etc.) Espero que ya hayas recibido mi carta (por correo normal), en la que te explico las circunstancias difíciles que enfrento y que han modificado de manera dramática mi forma de vida. Te digo con franqueza que no estoy de humor como para disfrutar (ni siquiera para leer) los chistes de esa naturaleza, que me has enviado. Agradezco tu interés y espero que me entiendas. Me encantaría, en cambio, que me platiques de tus empeños literarios. Emilio. Octubre 28, 2001 Emilio: Me apenó enterarme de la enfermedad de tu mujer. Pero considero que


si el mundo civilizado quedara arruinado por el Talibán o Al Qaeda todos tus problemas resultarían, comparativamente, insignificantes. Gary. Noviembre 3, 2001 Querido Gary: ¡Aijole! Pero si alguien me debiera conocer bien, ese alguien eres tú. Recuerda: soy heredero y parte del Holocausto, por lo que no tengo necesidad de recibir recordatorios que me hicieran renovar mi comprensión o mis sentimientos de ira y dolor. Y también queda claro, para cualquier ser pensante, que nadie puede, ni debe, equiparar los pesares individuales con los de la Humanidad. Emilio. ...... En diciembre 25, 2001 recibimos una postal: “Queridos Emilio y María Luisa: Todo lo mejor. Gary”. La portada lleva el título War Paint y la leyenda In Memoriam Sept 11, 2001. Y centrada, otra leyenda: “Merry Christmas”.



Don Ricardo y doña Elvira Al principio de los setentas, después de cinco años en Centroamérica, regresé con mi familia a México. Progresistas, mi esposa y yo nos acogimos a las ideas de la década anterior y de la que corría: relación “libre” de pareja, educación activa para los hijos y para los padres, toda clase de igualdades para todos. Esas cosas y más. Dentro de los seminarios en que participamos (uno sobre Mitos Universales), nos tocó el Mito de la Muerte. Al final de los ejercicios, a eso de las tres de la madrugada, el conductor me felicitó por mis concepciones. (Cabe explicar que en mi deambular por los tales ejercicios, yo me veía llegando a un nicho en el que un cráneo humano descansaba y que, al verlo, me sentí feliz ante la posibilidad de poseerlo). El conductor dijo que mi salud mental (sólo en relación a la muerte, que conste) era admirable. Mi vida siguió con los cambios que proceden en toda vida y, tras de varios años de radicar en Zirahuén, le mencioné la anécdota anterior a mi amiga la doctora L. Con absoluta tranquilidad me ofreció como regalo un cráneo. “Se llamaba Rómulo. Es humano, es real, tiene historia”. Ahora puedo verlo a diario sobre mi escritorio y puedo pensar y sentir lo que sentí hace mucho. Verlo y pensar. Verlo y sentir y sentir. Lo veo y lo veo. Y veo a mis muertos: a mi hermano Benjamín; a mi padre y a mi madre (que no a mis padres); a Cocó y a Teté. A compañeros del DECA que se fueron, pero que nunca estarán ausentes. A Andràs y Jana. A otros más, entrañables. A Don Ricardo y a Doña Elvira. Al ver a Rómulo, sí, veo a mis muertos. Y también a mi vida. Me gusta lo que veo porque veo “lo de atrás”, lo anterior; lo que recibí de ellos. De ellos, mis muertos. Hoy estuvieron muy cerca, muy cerca, dos amigos que ya se fueron: Doña Elvira: la que luchó siempre por sus convicciones, por


Rรณmulo


sus seres queridos, por los “re_motos” proyectos de sus hijos. Y Don Ricardo, trabajando con las manos para ver con esos ojos celestes suyos que los sueños de los hijos se volvieran reales. Don Ricardo gritando “¡Nooooo!” cuando le fallaba una carambola. Porque cada vez que venía para ayudar a su hijo a “fincar una vida en Zirahuén”, encontraba la manera de escaparse: nos escapábamos (contigo, Miguel) al billar en Pátzcuaro. Junio 30, 2001: el aviso, a las tres de la madrugada: mis padres murieron ayer en un accidente, viniendo hacia Zirahuén. Hoy, primero de noviembre de este 2001, Ricardo y Ramón trajeron una parte de las cenizas de sus padres a Zirahuén (la otra parte ya descansa en Cuernavaca, el otro hogar de ellos). ¡Cuántas connotaciones, caray! Hoy, primero de noviembre: Noche de Muertos. Animecha Kejtsïtacua: Ofrenda para las Ánimas. Animecha Kejtsïtacua: el video que Ricardo logró a base de sus enormes esfuerzos pero, también, por el igualmente enorme apoyo de sus padres: Don Ricardo y Doña Elvira. Nos reunimos Ricardo y Alma; Ramón, Yolanda y Daniel; el hermano sobreviviente de Doña Elvira, Paco, con su esposa; Arminda con tres chilpayates; Paty Nava; María Luisa y yo. Y otros espíritus. El altar, la ofrenda y la comida ya estaban. Comimos y platicamos rico. All bajar el sol, Ricardo, Ramón y Daniel depositaron las cenizas en una fosita al pie de un arbusto de níspero; prendieron velas y acercaron flores: de ciemplasúchil y moradas y blancas. El arbusto también tiene su historia: Paco me la contó pero, como mi mente andaba paseando con Doña Elvira y Don Ricardo, no retuve con precisión. Más o menos es así: La familia de Doña Elvira le entregó a ella una maceta con el arbusto de marras, en cuyas raices estaban depositadas las cenizas de la mamá de Doña Elvira. Ella le dio la maceta a su hijo Ricardo y lo plantaron en Tierra Blanca (Zirahuén). Hoy, primero de noviembre de este 2001 esa matita, que salió de una maceta, está como de mi estatura. Es algo vivo


que contiene ya al espíritu de quienes (con su propia vitalidad) nos regalaron todo y tanto. María Luisa leyó un texto y luego, en medio del silencio de lágrimas amorosas, todos acompañamos a Don Ricardo y a Doña Elvira. Pocas veces he visto a Ricardo tan bien, tan en paz, tan cerca de sus padres. ¡Ah, cómo extraño esas partidas de billar!


Víctor y la virgen

Víctor. Víctor: mi amigo de a deveras desde, creo (porque no tengo memoria efectiva de la infancia), los seis años de edad. Y así fue hasta que cumplí los quince. Jugamos “Uno dos tres por mí”, canicas, quemados, roña, escondidillas, hockey sobre patines y tochito. Víctor, mi amigo: niño sufrido, o con sufrimientos, algunos causados -aceptemos que involuntariamente- por mi presencia en el mundo. Fácil de explicar: yo, el niño bien educado (que no dice groserías). ¿Por qué no eres como Emilio, que nunca dice malas palabras? Yo, el que tocaba el piano (que buscaba lo refinado en el mundo) (aunque estudiar piano fuera impuesto por mis padres y me causara angustias indecibles, por no poder jugar a las canicas cuando yo quería... ustedes jugaban cuando yo tenía que estudiar). ¿Por qué no estudias. Por qué no lees, o aprendes a tocar el piano como Emilio...? Hubo más influencias que la mía: Víctor tuvo tres hermanas, una más mocha que la otra. ¿Por qué no vas a la iglesia? ¿Por qué no buscas la confesión? Tus hermanas... Hubo más influencia que la mía y la de sus hermanas. Víctor tuvo un hermano mayor. Tu hermano trabaja, hace algo con su vida. ¿Por qué no haces algo útil con tu vida? ¿Por qué nos das tanto dolor de cabeza? Te la pasas reprobando en la escuela. Te la pasas de vago. ¿Qué vamos a hacer contigo? A veces recorríamos las cuadras de la colonia buscando lagartijas para matarlas a resorterazos. O nos atrevíamos a romper una que seis antenas de los carros estacionados. Miedo y excitación, excitación por el miedo. Masticábamos las hojas verdes de los geranios (o algo parecido) que cubrían las bardas de las casas: sabían a ensalada de la que no te obligan a comer. Víctor.


Víctor debe significar algo así como victorioso, el que tiene éxito. Pero mi amigo sufrió lo contrario. Es cierto que no fue un estudiante brillante y que, además, tuvo que enfrentarse sicológicamente a las circunstancias de su familia: el espeluznante éxito -en los negociosde su hermano (quien andaba en un Cadillac convertible –color azul cielo-, en la época en que era posible -corruptelas de por mediocruzar cada seis meses la frontera para refrendar el permiso temporal de importación de un automóvil). O ver frecuentemente a su padre contando, compulsivamente, billetes -muchos billetes- sobre el cobertor de la cama matrimonial, murmurando sobre las virtudes del ahorro en relación a planes futuros. O estar rodeado de hermanas que, con o sin provocación, vestían de negro y siempre andaban con el Jesús en la boca para lo que fuera (especialmente las profanaciones de Víctor, harto diariamente frecuentes). Además Víctor se topó sin querer con eso que rodeaba a su mejor amigo –yo-, quien como quedó apuntado, era el ejemplo a seguir, cosa imposible para él. Muchos años después comprendí que él recorría caminos que yo hubiera querido caminar: “Ojalá en esos tiempos hubiera sido como Víctor. Si hubiera podido tener esa medida de rebeldía, de libertad...”. Porque la timidez dominó toda mi niñez, mi adolescencia, mi entrada a la adultez. Nuestras casas colindaban. Muy al principio de esa amistad hicimos un remedo de “casita en el árbol” en la azotea del cuarto de servicio de su casa. Mi familia vivía entonces en lo que fue el almacén de la fábrica de mi abuelo. Para construir la casita me “robé” unas láminas de la fábrica. Recuerdo: como ya no había almacén, los materiales estaban estibados por todos lados. Las láminas quedaron recargadas contra una columna y, al sacar la que necesitábamos, se nos vinieron encima las demás, con gran estrépito. Como si mi familia adivinara que “Emilio está desplegando las alas”, nadie se asomó. Además de que –supongo-, todos estaban ocupados en encontrar el origen del humo que salía por todos lados, debido al monumental corto circuito que provoqué con la caída de las láminas. La casita, de aproximadamente un metro y medio de altura y de dos metros por lado, quedó instalada. Las reuniones incluyeron la lectura de incontables Vodeviles, Ja jás, y comics, sobre todo de Los Halcones Negros. Comíamos galletas hasta reventar y platicábamos de planes futuros. A Víctor se le ocurrió la peregrina idea (¿influencia de


A la caza


sus hermanas?) de convertirme al catolicismo. Me platicó -mucho- de la virgen y de los pecados y del cielo y el infierno. Pero sobre todo de la virgen. En retrospectiva pienso que Víctor -tan rebelde y desapegado de la religión- probablemente intuyó que si él no podía ser un buen católico, quizá su salvación estaba en convertir a un judío. Como suele suceder, nuestro camino se bifurcó. Más de veinte años después de no saber de él quise localizarlo. Llamé a casa de sus padres, donde alguien de su familia me informó que vivía en El Ajusco; me dio señas y lo busqué. Lo encontré en un medio campestre sumamente placentero y deseable; casado con una mujer sencilla y agradable, con dos pequeños hijos varones y dedicado a la cría de gallinas. Tenía caballos. La visita fue breve pero le prometí que volvería con calma. Pasó algo más de tiempo. Para entonces yo trabajaba con un patrón que vivía en el Pedregal de San Angel quien, por coincidencia, tenía caballos. Se me ocurrió pedirle uno para ir a visitar a Víctor. Accedió y un domingo por la mañana ahí iba yo, montando cuesta arriba hacia El Ajusco. Pero era caballo de ciudad; tan bien comido y falto de ejercicio que parecía buey viejo. Al rato se cansó y no hubo más manera de avanzar que bajarse y jalarlo de las riendas. Finalmente, caminando mucho y jalando mucho, llegué a casa de Víctor. Me ofreció un refresco y me platicó sobre su forma de vida. Luego me invitó a montar uno de sus caballos, el Fuete, para que yo viera lo que era un caballo de verdad. No, pus no. Dijo: Te lo llevas hacia allá. Cuando llegues al árbol aquel -ese que está como a 500 metros-jalas la rienda para que regresen. Pero aguas: vas a ver lo que es bueno. Mi Fuete va a correr a mil por hora para regresar a su querencia. Aguas, porque lo va a hacer como relámpago. Tienes que controlarlo; a ver si eres tan macho. No, pus no. En cuanto le jalé la rienda al Fuete para regresar, aguas. Deveras corrió a mil por hora. Yo, no avezado en estas cuestiones, sólo sentía que el aire se volvía ventarrón. Víctor también me había advertido: cuando se acerquen a la entrada tienes que frenarlo; frenarlo en serio porque, si no lo haces, te va a estrellar contra el portón. No, pus sí. Tuve que usar toda mi legendaria fuerza para frenar al Fuete y casi no lo logro. Quedé adolorido de los antebrazos.


Platicamos más, mucho más. Revivimos nuestros recuerdos de ¿diez? años, Disfrutamos mucho y se notó que estaba feliz con su familia, en ese medio apacible. Muchas cosas me impresionaron en esa visita. Tiempo después compré un terreno en esa zona y construí mi casa. La esposa de Víctor, según supe después, es una joya de mujer. Y sí que debe serlo: me enteré: en una ocasión, la mafia de los distribuidores transnacionales de alimentos para animales (Víctor tenía vínculos de negocios con ellos) los amagaron en una esquina; uno de los esbirros de esa empresa amenazó a Víctor con una pistola y ella, sin pensarlo, se aventó contra él. En la trifulca resultó muerto uno de los esbirros. Ella y Víctor lograron zafarse de ese episodio, pero Víctor, aparentemente, consideró prudente emigrar a otro lugar. Lo del Ajusco desapareció. Para cuando me mudé allá, Víctor ya no estaba. Otra vez pasaron muchos, muchos años. La nostalgia y la conciencia de saber que yo vivía en esa zona gracias al impacto que me causó haberlo visto ahí, me impulsaron a buscarlo de nuevo. Fue difícil pero, finalmente, lo encontré. Su departamento estaba al sur de la ciudad, relativamente cerca de El Ajusco. Conversamos por teléfono… Estaba trabajando en algo relacionado con el Estado de Nayarit y me proporcionó su número telefónico, por si algún día llegaba yo por allá. Le platiqué: estoy viviendo en El Ajusco, porque me diste un ejemplo invaluable. Me gustaría que conozcas la casa en la que vivo, gracias a ti. Luego, quedamos de acuerdo para que lo visitara. Llegué a media tarde. Me recibió amablemente y, ya en la sala, me ofreció un trago. Brindamos por nuestra amistad, que ya abarcaba más de cuarenta años, y volvimos a platicar sobre nuestra infancia. Cuando mencioné el asunto de que, en “la casita”, había tratado de convertirme al catolicismo, hubo un cambio perceptible en la atmósfera de nuestra conversación. Un silencio. Luego dijo: Quiero que veas a mis hijos. Los mandó llamar. Llegaron rígidos-aterrados, atentos en extremo a cualquier gesto de su padre. Se instalaron muy tiesos frente a nosotros (la escena me recordó a conscriptos ante un sargento). Víctor procedió a indicarles que me saludaran. Lo hicieron como si fueran…


conscriptos obedeciendo órdenes. Su postura era la de “firmes”; el saludo, sin ninguna emoción. Obedecían órdenes. Saludaron y se retiraron, caminando casi marcialmente. Hice comentarios de rutina: “Qué grandes están tus hijos”… “Parecen estar muy bien educados”… “¿En qué grado escolar van?” Entre tanto Víctor, sin que yo me percatara, había seguido sirviéndose licor. Llegó el momento en que consideré que, si Víctor iba a conocer mi casa, debíamos tomar camino. Aceptó. En el trayecto noté que Víctor iba borracho. Pero no me di cuenta de cuánto hasta que llegamos. Llegamos. Lo invité a entrar. (Yo quería que cristalizaran mis demostraciones de agradecimiento: mi casa se la debía, directa o indirectamente, a él). No quiso bajarse del carro. Estaba pedísimo. Murmuraba algo. Insistí en que conociera mi casa. No se bajó del carro y siguió murmurando. Le pregunté que si quería regresar a su casa. Su murmuración seguía, se volvía insistente. No hubo manera de que se bajara del carro. Decidí llevarlo de regreso. Durante el trayecto su murmurar seguía, seguía. De pronto, el murmullo se entendió. Decía: “La Virgen me falló. La Virgen me falló”. Volví a perderle la pista pero, de alguna manera, recibí rumores de que se había divorciado. Quise darle mi apoyo de amigo; del amigo más antigüo que fuí. El número telefónico del apartamento en que lo visité estaba desconectado. En el número telefónico de Nayarit me informaron que Don Víctor había muerto en una balacera. Nuestra virgen, creo, no tuvo piedad. Enero, 1994


La carrera

Para Octavio Figueroa Solana del DECA por siempre. In memoriam

Amistosamente: pago los jugos. No, yo los pago. No, yo. Pagué y ya me iba, pero aventaste el billete por la ventanilla de mi auto y corriendo, riendo, subiste al tuyo, arrancando con toda la potencia del Mercedes Benz. La bondad, el desprendimiento, la amistad se convirtieron en juego. Mi Simca Aronde respondió brioso. Me le cerré a tu convertible, bajé y te aventé el billete de regreso. Luego corrí, montándome en mi carro como panadero, casi al vuelo. Media cuadra adelante con el tuyo, más potente, me encerraste. Riendo, aventaste nuevamente el billete. Quién sabe cómo, riendo, te lo coloqué en la mano y corrí, nuevamente corrí, decidido a ganar el juego. Estábamos en mi colonia y, conociéndola, debía llegar a una meta antes que tú para que aceptaras quedarte con los diez pesos. La invitación a tomar jugos de siete frutas correría por cuenta de quien llegara antes a esa meta –desconocida por ambos- que, en su momento, se nos haría evidente. Aceleré al máximo. Me preocupaba lo largo de esa primer cuadra: en la colonia le decíamos “la milla” y era la que usábamos para apostar a los arrancones. Casi al final estabas por alcanzarme en tu 190-SL. Torcí bruscamente a la izquierda, por un callejón angosto que partía diagonalmente de la calle por la que íbamos. Tu destanteo momentáneo me dio un respiro, una ventaja. Cincuenta metros adelante otro viraje brusco, a la derecha y, al final de una cuadra corta, me tuve que meter en sentido contrario. En una fracción de segundo se me empaparon de sudor las manos y los sobacos. Nunca antes había violado una ley. Si mis padres me vieran se arrepentirían de haberme ayudado a comprar el carro ojalá no salga un carro enfrente qué emocionante es esto


mis padres se enojarían no sabría cómo explicarles ojalá termine pronto esta cuadra para meterme en sentido correcto le tengo que ganar ojalá no me vea algún conocido de la colonia hago mal pero... La figura abstracta de “la educación” me producía escalofríos por la desobediencia que estaba en mis manos detener, pero que no detuve. Quizá estaba iluminado. Quizá mi buen comportamiento anterior, acumulado durante tantos años, me daba derecho a violar algo alguna vez. Con alivio vi que me acercaba a una calle transversal. Pero, preocupado, observé en el espejo retrovisor cómo te acercabas. Crucé hacia la derecha, cerrándomele a un carro que procedió a mentarme la madre a bocinazos. “Tiene razón”, pensé. “Qué vergüenza”. Pero pronto se me olvidó. Te aproximabas rápidamente y debía improvisar alguna estrategia. Nos acercamos otra vez a “la milla”. Me sentí perdido porque ya la habías conocido minutos antes. Afortunadamente llegué a la “cerrada” Carlos Fernández, (una callejuela de dos cuadras en escuadra, que principia en la calle por la que empezó la carrera y termina en la transversal. Viví en una casa que estaba enmedio del rectángulo que forman esas cuatro calles y, de niño, revolcaba mi imaginación en los árboles que crecían a espaldas de esa mi casa: “El País de los Enanos”, de cuyas ramas me columpiaba como Tarzán y de las que me caía a propósito como si fuera Doc Savage). Entré a la cerrada a toda velocidad, casi sin frenar, confiado en que la conocía de memoria. Pasé como flecha frente a la casa de los alemanes. Cómo me acuerdo cuando Fritz, el San Bernardo de los alemanes, montó sus patas sobre mis hombros y comenzó a empujar, como trenecito. Menos mal que en ese momento los dueños lo llamaron. Qué ridículo sentí veintidós años después, cuando me di cuenta de lo que había pasado. Por mi mente también desfilaron, raudos e inexplicables, recuerdos de los últimos años de primaria en la José Martí y los de secundaria en la escuela judía; período que me llenó, como a cualquier adolescente, de incertidumbres.


Esquivé los carros estacionados y, siempre sin frenar, llantas chirriando, di vuelta a la manzana. Tuve que desembocar en “la milla”, pero tú te habías atrasado otra vez por desconocer el terreno de la cerrada. El motor de mi Aronde, desbocado, rugía con la voz chillona de los carros europeos chicos. Dos cuadras adelante ya estabas cerca. Una glorieta, que se acercaba con velocidad amenazadora, me brindó otra oportunidad. Le di dos vueltas completas, tú detrás. Mi carro embestía inclinado; la fuerza centrífuga me tenía aplastado contra la puerta. Los chillidos de las llantas me hacían temer por la desintegración de mi carro nuevo, pero nada me hubiera hecho frenar. Salí disparado por un callejón muy angosto. Crucé la avenida Coyoacán y recordé: una calle que terminaba en un lote baldío, con grandes árboles tapando el paso. Maniobré y quedé estacionado en diagonal contra la banqueta. Esperé, pocos segundos, con la reversa puesta. Con un enfrenón te paraste al lado, bajándote con risa triunfal; el billete en la mano izquierda. Mientras encogía los hombros y te miraba con una sonrisa resignada, quité mi pie del embrague, acelerando, miedoso, retrocediendo en curva, viendo por el espejo, tratando de calcular el cambio a primera y el arrancón hacia adelante sin que te atropellara; sin que golpeara nada. Logré hacerlo mientras soltaba una risita como de villano de película, viéndote correr hacia tu auto, brincar y arrancar nuevamente, mientras yo doblaba a la derecha, entre acelerones y frenones sucesivos para lograr entrar a la calle principal sin chocar con los vehículos que pasaban. Justo al doblar vi por el espejo que ya apuntabas hacia la bocacalle. Me consideré perdido y sólo se me ocurrió hacer lo que hacen en las series de televisión: aceleré, frenando y torciendo todo el volante hacia la izquierda. Para mi sorpresa, la maniobra funcionó; quedé enfilado en dirección contraria a la que tú llevabas. Algún mecanismo cerebral me indicó que debía proseguir con el engaño, así que un segundo antes de que desembocaras en la calle principal, frené y quedé junto a la banqueta, con mi carro estacionado como cualquier otro en espera de que el dueño regresara. Agazapado, como dormitando te vi doblar la esquina como si fueras Taruffi en la Carrera Panamericana y pasar -como dicen- hecho una exhalación, al tiempo que me veías y te percatabas del engaño. El frenón que diste casi causa una hecatombe entre los demás carros, pero torciendo el


volante con pericia, acelerando, frenando y acelerando otra vez, te dirigiste hacia el lugar en el que yo ya no estaba: para ese entonces pisaba el acelerador con tal fuerza que casi perforo el piso. Doblé a la izquierda sobre la avenida Coyoacán, enfilándome hacia mi casa, viendo cómo otra vez -como todas las veces anteriorescasi me alcanzas. Mi risa ya no afloraba, como supongo que la tuya tampoco. Nuestra concentración debe haberse equiparado a la de los científicos a punto de demostrar una hipótesis. Te acercabas: media cuadra, un cuarto de cuadra; menos. Otra vez sentí que perdía la partida. Ganarías el juego. Seriamente te reirías, entregándome el billete de diez pesos. Yo pisaba el acelerador queriendo que no existiera el límite del piso. Adelante, marchaba lentamente un tranvía (¿te acuerdas, los tranvías?). Pensé en una posibilidad: si lograra emparejarme al tranvía no podrías rebasarme; la avenida (como la conocimos tú y yo, era de dos carriles; ahora es anchísimo eje vial). Pero después ¿qué? Alcancé al tranvía y avancé al parejo de su lenta marcha, tu pegadito detrás. ¿Qué hacer? De repente, la decisión de último momento, temeraria. De plano suicida. En ese instante no había memoria posible; sólo una emoción llena de presente, uno enmedio, sin posibilidad de atisbar hacia educaciones o influencias pasadas. Sin posibilidad de inventar alguna culpa que justificara el arrepentimiento súbito. Mi decisión fue frenar en la esquina junto con el tranvía que recogía o desembarcaba pasajeros; esperar los consuetudinarios dos o tres campanillazos que anunciaban la reanudación de la marcha y, al escuchar el primero... Lo hice. Lo hice. Salió bien. Estoy vivo. Al escuchar el primer campanillazo, producido cuando el conductor pateaba el botón de piso que en aquellas remotas épocas se usaba, aceleré al máximo (ya tenía al motor desbocado); me crucé hacia la izquierda por enfrente del tranvía. Casi rezaba para que arrancara hasta el segundo campanillazo. Con el corazón sin latir, con el pecho sin mostrar trazas de respiración, con unas ganas incontenibles de orinar, espiaba por el espejo (y hacia enfrente y hacia el lado izquierdo, y hacia el tranvía y hacia adentro) mientras aceleraba. Crucé en el momento en que la Mole de Hierro comenzaba a avanzar. El conductor me mentó la madre con cinco patadas


La carrera


adicionales mientras yo seguía acelerando, aceleraba al máximo en dirección a mi casa, que se revelaba en ese momento como la meta final. Hubieras tenido que esperar a que el conductor acabara de mentarme la madre y a que el tranvía, con su lento ritmo, terminara de cruzar la bocacalle para poder seguir la persecución. Pero te diste cuenta de la treta y aceleraste mucho (no digo al máximo, porque, un Mercedes...), rebasando furiosamente al tranvía, dejándolo tristemente atrás, alcanzando la siguiente esquina -una cuadra más adelante- en segundos, doblando a la izquierda y acelerando, acelerando, acelerando, arriesgándote en cada una de las cuatro intersecciones que te faltaban para llegar a mi casa. Llegaste cuando yo -tembloroso, emocionado, orinado, vibrando con ternura hacia ti, mi amigo- apenas comenzaba a abrir el zaguán. Te aproximaste con el billete prácticamente incrustado en la palma de la mano, colorada -como las mías- por la fuerza con que habíamos cogido los volantes de nuestros carros; riéndote francamente. Nos abrazamos. Hiciste un intento más por darme el billete. No lo acepté. Así como la amistad había quedado refrendada por este episodio, mi orgullo acababa de nacer con la primera victoria de mi vida. Las culpas, los remordimientos, la educación, la traición a la timidez, las temblorinas: todo me alcanzó en cuanto cerré la puerta de mi recámara. Emilio, universitario, por ahí de 1957


Of Chinese ways and Zen ways and gay ways

For Enrique Luft For Kit and George

A Preamble

“...I am writing today not from guilt but from pleasure. It has been a lovely day and we just came home from a walk across fields near us, listening to the birds, watching two deer, talking together, as the sun began to set -so finally with the energy of this afternoon I decided- “now, I will write” so here I am -late but glad I am finally writing to you. When we built our house, one of the phrases we learned (from a wonderful book about spaces, houses, public space and so on) was a “Zen view” -that is, just a glimpse of something- not the whole view, just a “taste”, a small bit of whatever -a mountain, valley, field, tree, etc. I feel as though in reading Antes de la Nada my very poor Spanish means I have had a Zen view of each of the Relatos. But since I learned that a Zen view is a good -not bad- thing I feel less ashamed of my understanding of your Tales. So thank you for for these lovely “Zen views” of your book & perhaps one day these views will become a bit larger. Love, K.”.

The Story

Dearest Kit and George: I also took a long time to answer and there is a valid reason: serendipity came into play. I´ll explain: many years ago I also came across a book with a Zen view of (some) things. One day my very good friend Enrique Luft and I were chatting and something came up (third time I use the word “came” in the same paragraph, albeit in different contexts) so that I decided to give him the book as a gift. The book is: Zen and the Art of Archery, by Eugen Herrigel, a Vintage


Books Edition, 1989. Herrigel describes how, for a Zen archer, it is more important to go through the motions of putting the arrow in place, tensing the bow, taking aim, etc., than to actually let go of the arrow or hitting anything. It “blends” with what you mention in your letter; “aslant” inscribes it better. A longish story derives from the above: In the 70´s my ex-wife used to teach Spanish at the Colegio de México, to Chinese students invited by President Echeverría. One day she invited her students to have dinner at our house in the outskirts of Mexico City; the students cooked and it was a scrumptious Chinese dinner. We had invited the two tenants from a couple of cottages that we rented within our compound. After dinner all of us were of course chatting, the students practicing their Spanish and the rest curious to know more of the exotic ways of the Orient. An esoteric apart As I was about to take a pill to ease a slight headache, one of the students stopped me. After he found out why I wanted to ingest the compacted chemicals, he offered an alternate solution: an Oriental remedy. I accepted. His indications were: put the three middle fingers of each hand over your upper lip. Press hard against your mustache (I have one), rubbing sideways as if massageing. You must press so hard that it must hurt. After some four or five rubs you will no longer bear the pain, so you let go. In a matter of seconds you will hear a ringing sound in the back of your head (like where your cerebellum is). Then the headache will be gone. If you want to believe, and do believe, things work, more often than not. Lo and behold: I heard the ringing sound and my headache was gone. The story goes on One of the tenants, Eduardo, was a special type of guy. A computer genius (a hacker able to break-in into operating systems) that once came across a US Navy Divers Decompression Schedule and decided to check it out. He found an error! The letter of acknowledgment


Lupe y Pรกnfilo


from the US Navy inscribed Eduardo as one of the benefactors of... whatever. Eduardo and I ended up talking with one of the Chinese students about this and that. Something prompted the Chinese student to tell Eduardo that he owned an authentic Zen bow; that for some Zen reason he had brought it along, and that he (and Zen effluences) wanted Eduardo to have it. As it happens and as I found out later, Eduardo was gay. I mention this because it is relevant to my story. Things became intricate. As it turned out, the other tenant was also gay and was living with another guy under false pretenses (they had not “come out of the closet”). For clarity´s sake I will call them Jim (the official tenant) and Lupe (“He´s a friend helping me out with moving in into this house”, said Jim). It is not difficult to imagine what came next: an amorous triangle developed. It was an awkward situation for all of them, but specially for Lupe. He did love Eduardo very much but Jim was very macho indeed. So Lupe fled. Eduardo was desperate and desolate. Enter again Enrique Luft and the book Zen and the Art of Archery. Why? Because at some point in time, as it was, I happened to tell Enrique about Eduardo getting the Zen bow. Enrique wanted to borrow the bow (the authentic Zen bow) in order to practice the motions mentioned in the book I had given him. I naturally approached Eduardo and requested to borrow the bow on behalf of my friend Enrique. Eduardo came up with a surprising offer. He would give my the bow as a gift if and when I would locate Lupe. “I suspect you know of his whereabouts”, he said. My surprise resulted in a laconic OK for an answer. My recollection of the time elapsed is vague; one, most probably two years. My son and I were travelling on vacation. What ensued was that I did have an idea as to where to find Lupe and, since we were near, I decided to take a shot at it. A side road took me to an enramada, a grove by the beach. Lupe was there, living happily with his family and with Pánfilo, a monkey I had entrusted to him. (a curious thing worth mentioning is that Pánfilo became enraged, while in his cage in Mexico City, whenever anyone masculine approached him). When I found Lupe at the grove he was walking hand in hand with Pánfilo, strolling as if they were fraternally bonded, very much


like in a sorority. After our very heartfelt greeting I told Lupe about Eduardo´s request. He listened calmly and calmly answered that it was OK. Back in Mexico City I seeked Eduardo. I made a recollection of events. -I´ve accomplished what you asked for, even though it was a long time ago, and now I want you to fulfill your end of the deal. He muttered something about the bow being sacred, about the esoteric conditions that led to his being in its possesion. He muttered something about not remembering the deal I was talking about. My answer was: -Convenience makes good for long memories; pledges make for short memories. He said he really didn´t remember but that, in any event, the bow was at his father´s house. He would fetch it and let me have it at the first opportunity; “After all, we’ve always been good friends and I trust you”. Time went by as usual. Every so often Enrique and I would coincide somewhere and, some of those times, he would ask about the Zen bow. I would answer that which was unfortunately true: “Eduardo has not kept his part of the bargain, what can I do”. But I would then think that it was not an act of ill nature on the part of Eduardo; the bow (or his commitment to me) was simply not present in his mind. He must have had other preoccupations bearing on him. I then lost track of Eduardo. Time went by as usual. About a year later I went to visit my daughter, who lives in Can Cún, in the southernmost part of Mexico. Every time I visit her she´ll ask me to help her with fixing small things at her house. “You know how incompetent my husband is when it comes to using his hands”. As I am handy with my hands and always glad to do whatever for my children, I immediately proceed to bang my thumbs with the hammer, denting the plastering in the process. The job at hand (literally) required some electric fixtures so my daughter took me to a hardware store. While waiting for my supplies I felt a tap on the shoulder; I turned around and there Eduardo was. We embraced and asked a lot of hasty, stammering questions. Like my daughter, Eduardo had decided to move to Can Cún. He had a job and he was happy. We were both so flustered about meeting in


such a faraway place that we decided we could better catch up with our lives at breakfast the following morning, after calm had set in. I did manage to mention that I wanted to put him up to date on the Zen bow matter. Don´t ask me why, but that meeting did not take place. Time went by as usual. As I said, this story is intricate and I need to narrate another set of circumstances in order to reach its conclusion. While in Mexico City, Eduardo and I were members in a Diver´s Club. We met there, unwittingly, with a mutual friend. I´ll call him Peter. (Peter and I had known each other way before we met at the Diver´s Club, since both our mothers had been best friends for ages). We recounted our lives and found out how the three of us had come to coincide at the Club. As I said, time goes by and, eventually, each of us went our own ways and Peter also lost track of Eduardo. Peter, ironically, had moved to the northernmost part of the country, to Tijuana. One day I answered a phone call and it was Peter. He was gathering facts for a family album and wanted to know if I, or my mother, had photographs of members of his family. On an aside he asked about Eduardo. “He´s living in Can Cún” and provided his phone number. Three days later Peter called back: he thought the phone number was wrong. We checked; he had the same number as I. So I then offered to find out what the problem was, through my daughter; which I did. When my daughter called back she was in tears. “Eduardo died a year ago”, she said. The AIDS scourge. He was about forty years old. I visited Enrique and this was the sad tale he had to hear. He goes to the bookrack, takes Zen and the Art of Archery from a shelf, caresses the book and imagines that he had the authentic Zen bow in his hands and that this is how Zen is. Zirahuén, Michoacán. December, 2000


De las maneras Zen y las de los chinos y las de los gays

Para Enrique Luft Para Kit y George

Un preámbulo

“… Te escribo el día de hoy no porque me sienta culpable por mi tardanza, sino por placer. Ha sido un día hermoso y acabamos de regresar a casa después de una caminata por los campos cercanos. Escuchamos a los pájaros, vimos a dos venados y platicamos al atardecer. Así que finalmente, con la energía de esta tarde, decidí “Ahora, voy a escribir”. Y aquí estoy –tarde, pero contenta de que finalmente te estoy escribiendo. Cuando construimos nuestra casa, una de las frases que aprendimos (de un libro maravilloso sobre la amplitud de los espacios; trazado de casas, espacios abiertos, etc.) fue la de una “visión Zen”: o sea, sólo un vistazo de algo. No la vista completa; sólo una “probada”, un pedacito de lo que sea –una montaña, valle, campo, árbol, etc. Siento como si al leer “Antes de la Nada” mi muy pobre español significa que he tenido una visión Zen de cada uno de los Relatos. Pero desde que aprendí que una visión Zen es algo bueno –no malo– me siento menos avergonzada de mi comprensión de tus Relatos. Así que gracias por esos agradables vistazos Zen en tu libro. Tal vez algún día esos vistazos se conviertan en algo más extenso. Con afecto, K.

El relato

Queridos Kit y George: También me tardé en contestar su carta, pero hay una razón válida: la casualidad entró en juego. Les explico: hace muchos años también me topé con un libro con una visión Zen de algunas cosas. Un día, mi muy buen amigo Enrique Luft y yo charlábamos y algo surgió, así


que decidí regalarle el libro. El libro es: “Zen y el Arte del Tiro con Arco” por Eugene Herrigel, una publicación de Vintage Books, 1989. Herrigel describe como, para un practicante Zen de este deporte, es más importante la secuencia de movimientos: colocar la flecha en su lugar, tensar el arco, apuntar, etc., que el hecho de disparar la flecha o darle al blanco. Lo anterior coincide, aunque sea oblicuamente, con lo que mencionas en tu carta. De lo anterior deriva un relato medio extenso: en la década de los setenta mi ex-esposa enseñaba español, en el Colegio de México, a estudiantes Chinos invitados por el Presidente Echeverría. Un día, ella invitó a sus estudiantes a cenar a nuestra casa en las afueras de la Ciudad de México. Los estudiantes cocinaron así que gozamos de una suculenta cena con manjares chinos. Habíamos invitado a dos inquilinos de las cabañas que rentábamos. Después de la cena todos charlábamos; los estudiantes practicando su Español y, el resto, curiosos por saber más acerca de las costumbres exóticas del Oriente.

Un apartado esotérico

Como estaba a punto de tomar una pastilla para aliviar un ligero dolor de cabeza, uno de los estudiantes chinos me detuvo. Al enterarse de por qué estaba yo a punto de ingerir un comprimido químico, me ofreció una alternativa: un remedio Oriental. Acepté. Sus indicaciones fueron: coloca los tres dedos medios de cada mano sobre el labio superior. Presiona fuertemente contra el bigote (yo tengo), frotando de un lado a otro a manera de masaje. Debes presionar fuerte, hasta que te empiece a doler. Después de cuatro o cinco frotadas ya no podrás soportar el dolor, así que le paras. En unos segundos escucharás un zumbido agudo en la parte posterior de la cabeza (en donde se encuentra el cerebelo). El dolor de cabeza desaparecerá. Si quieres creer, y crees, funcionará, la mayoría de las veces. Y he ahí que escuché el zumbido y mi dolor de cabeza desapareció.

El relato continúa

Uno de los inquilinos, Eduardo, era un tipo especial. Un genio de la computación (un hacker capaz de accesar y violar los sistemas operativos) que alguna vez se topó con un Programa de Descompresión


para Buzos de la Marina de los Estados Unidos y decidió revisarlo. ¡Encontró un error! La carta de reconocimiento de la Marina de los Estados Unidos catalogaba a Eduardo como uno de los benefactores de... (whatever). Eduardo y yo terminamos platicando con uno de los estudiantes chinos acerca de esto y aquello. Algo provocó que el estudiante chino le comentara a Eduardo que él era dueño de un Arco Zen auténtico; que por alguna razón lo había traído consigo y que él -y unas vibras Zen- habían determinado que Eduardo lo poseyera. Como suele suceder y como me enteré después, Eduardo es gay. Menciono esto porque es importante para el relato. Las cosas se empezaron a enredar, porque resultó que el otro inquilino también era gay y vivía con otro individuo en forma encubierta (no habían “salido del closet”). Para aclarar el relato, los llamaré Jim (el inquilino oficial) y Lupe (“es un amigo que me está ayudando con la mudanza”, dijo Jim). No es difícil imaginar que sucedió después: surgió un triángulo amoroso. Era una situación íncomoda para todos ellos, pero especialmente para Lupe. Él amaba mucho a Eduardo pero Jim era muy mucho macho. Así que Lupe huyó. Eduardo estaba desesperado e inconsolable. Vuelve a entrar en escena Enrique Luft y el libro “Zen y el Arte del Tiro con Arco”. ¿Por qué? Porque en algún momento le comente, inconscientemente, que mi amigo Eduardo tenía un auténtico arco Zen. Enrique quiso que se lo consiguiera prestado, para así practicar los movimientos mencionados en el libro que le había regalado. Lógicamente me dirigí a Eduardo y le pedí prestado el arco a nombre de mi amigo Enrique. Eduardo me sorprendió con una oferta: me regalaría el arco siempre y cuando yo pudiera localizar a Lupe. “Sospecho que tú sabes de sus andanzas”, me dijo. Mi sorpresa originó un simple OK como respuesta. Mi recuento del tiempo transcurrido es ambiguo; uno, tal vez dos años. Mi hijo y yo viajábamos, vacacionando. Lo que siguió es que yo sí tenía idea de dónde encontrar a Lupe y, puesto que estábamos cerca, decidí intentar localizarlo. Un camino de terracería me llevó a una enramada en la playa. Lupe se encontraba ahí. Vivía feliz con su familia y con Pánfilo, un chango que yo le había regalado. (Un dato curioso que vale la pena mencionar: Pánfilo, cuando estaba en


su jaula en la Ciudad de México, se enfurecía si alguien del sexo masculino se acercaba a él). Al llegar a la enramada, Lupe caminaba tomado de la mano de Pánfilo, ambos paseando como si estuvieran fraternalmente unidos; como en una hermandad de mujeres. Después de nuestro afectuoso saludo, le comenté a Lupe acerca de la petición de Eduardo. Él escuchó con calma y tranquilamente respondió que estaba bien. De regreso en la Ciudad de México busqué a Eduardo. Hice un recuento de los hechos. -Logré lo que me pediste, a pesar de que fue hace mucho tiempo. Ahora quiero que cumplas tu parte del trato. Murmuró algo acerca de que el arco era sagrado y de las condiciones esotéricas que condujeron a que fuera de su propiedad. Murmuró algo acerca de no recordar el trato del que yo estaba hablando. Mi respuesta fue: Lo que nos conviene lo recordamos; lo que prometemos, tendemos a olvidarlo. Contestó que realmente no recordaba pero que, en cualquier caso, el arco estaba en casa de su padre. Lo recuperaría y me lo entregaría en la primera oportunidad; “Después de todo, siempre hemos sido buenos amigos y confío en ti”. El tiempo, inexorable, sigue. Ocasionalmente Enrique y yo coincidíamos en algún lugar y, a veces, preguntaba por el arco Zen. Yo contestaba aquello que desafortunadamente es verdad: “Eduardo no ha cumplido su parte del trato, qué puedo hacer”. Luego se me ocurría que Eduardo no actuaba con mala voluntad: el arco Zen (o su compromiso conmigo) simplemente no eran lo que lo preocupaban. Probablemente, otras cuestiones lo presionaban más. Después le perdí la pista. El tiempo, inexorable, sigue. Aproximadamente un año después fui a visitar a mi hija, quien vive en Cancún, en el extremo sureste de México. Cada vez que la visito ella me pide que le ayude a arreglar pequeñas cosas en la casa. “Ya sabes qué inútil es mi esposo con sus manos”. Puesto que yo soy diestro con las manos y siempre estoy dispuesto a hacer lo que sea por mis hijos, de inmediato procedí a lastimarme un pulgar con el martillo, estropeando, de pasada, el yeso. La tarea requería accesorios eléctricos, así que mi hija me llevó a una ferretería. Mientras esperaba los accesorios, sentí que alguien tocaba mi hombro; volteé y ahí estaba Eduardo. Nos abrazamos y nos hicimos muchas preguntas balbucientes y apresuradas. Al igual que mi hija, Eduardo había decidido mudarse a Can Cún. Tenía un trabajo y era


feliz. Estábamos ambos tan entusiasmados por habernos encontrado en un lugar tan lejano, que decidimos que era mejor reunirnos al día siguiente para desayunar y platicar de nuestras vidas con más tranquilidad. Alcancé a mencionar que quería actualizarlo acerca del asunto del arco Zen. No me pregunten por qué, pero dicha reunión no se llevó a cabo. El tiempo, inexorable, sigue. Como queda implícito, este relato es complicado y necesito narrar otra serie de circunstancias para así llegar a su conclusión. Eduardo y yo éramos miembros de un club de buceo en la Ciudad de México. Ahí nos conocimos sin querer por un amigo mutuo, a quien llamaré Peter. (Peter y yo nos conocíamos antes de vernos en el club de buceo: nuestras madres habían sido muy buenas amigas durante muchos -como mil- años). Platicando acerca de nuestras vidas, pudimos entender cómo habíamos coincidio en el Club. Ya lo dije: el tiempo, inexorable, sigue. Cada uno de nosotros partió en distintas direcciones. Peter también le perdió la pista a Eduardo. Irónicamente, Peter se había mudado a Tijuana, en el extremo norte del país. Un día contesté el teléfono y era Peter. Estaba reuniendo datos para un álbum familiar y quería saber si mi madre o yo teníamos fotografías de miembros de su familia. Además preguntó por Eduardo. “Está viviendo en Can Cún” y le proporcioné su número telefónico. Tres días más tarde Peter llamó: Él pensaba que el número estaba equivocado. Lo verificamos y teníamos el mismo número. Me ofrecí a averiguar cuál era el problema a través de mi hija; lo cual hice. Cuando mi hija llamó estaba llorando. “Eduardo falleció hace un año” dijo ella. La epidemia del SIDA. Tenía aproximadamente 40 años. Visité a Enrique y esta fue la triste historia que tuvo que escuchar. Se dirigió al librero, tomó el libro “Zen y el Arte del Tiro con Arco”, lo acarició y se imaginó que tenía el auténtico arco Zen en sus manos. Y que así es como es el Zen. Zirahuén, Michoacán, diciembre del año 2000


Iona

Llueve en Panamá. Los árboles florecen. Los verdes de sus hojas intensifican sus tonalidades y adquieren un lustre especial. Hacia cualquier lado que uno voltee se ven plantas, flores, cielo, nubes. Deteniéndose un momento puede uno escuchar música: el silbido del viento, los truenos, el martilleo de las gotas sobre los tejados y sobre las hojas de los árboles. Las ramas, al mecerse, proporcionan el ritmo. Todo es movimiento, frescura, calidez, sonidos. Y no lo sabemos aprovechar, sino de vez en cuando. Hay tanto en esta vida para deleitar al espíritu... Y pocas veces nos acordamos de ello. Iona no tuvo oportunidad de ver y sentir lo anterior. Ayer nació sin vida. Tratamos de conformarnos. Panamá, agosto 9, 1970.


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