Alan García Perez tés, que lo demuestra en sus poesías, cartas y descripciones a Carlos V. Pero el carisma de Pizarra es diferente, no tiene el brillo o la belleza de Apolo que otros tuvieron, pero su excepcionalidad personal es distinta. Es la constancia, la decisión de continuar una y otra vez, es la serenidad mostrada ante el pánico de sus soldados, es la humildad verbal sustituida por el «discurso gestual» del jefe que lleva a nado al soldado que no sabe nadar o que salva de las aguas a su servidor y responde a los testigos: «ustedes no saben lo que es amar a un criado». El carisma apela a la irracionalidad, a los contenidos mágicos, a la superstición, a la eterna expectativa humana existente aun en las sociedades secularizadas y modernas, de que detrás del mando siempre está la voluntad providencial. Para el individuo y para el grupo social, el atavismo mágico permite aceptar cualquier o casi cualquier mito respecto del gobernante, su suerte, su codicia, su vida sexual, sus manipulaciones. Privado de tales «poderes», el «espectador» mira con reprobación al jefe, pero también lo contempla con envidia porque, en muchos casos, al reconocer poderes excepcionales en el «designado por el destino», el espectador está proyectando sus apetitos imposibles de cumplir. C’est la vie. Pero si antes de Cajamarca Pizarro representaba la constancia de un hombre de cincuenticinco años, después de la tarde de Cajamarca representó la voluntad divina y ese «algo» carismàtico que conduce seguramente al éxito. Esa legitimidad carismàtica le permitió, antes aun de la conquista del Perú, ser elegido como jefe de una expedición fallida en las selvas del Darién, donde por la deserción de Andagoya y por decisión «soberana» de los soldados supervivientes, fue reconocido como capitán y jefe. Antes del Perú, en el pueblo de Nombre de Dios, reunido con Almagro y Luque, mostró unaenorme fe en el resultado de la conquista y supo transmitirla demostrándoles que, aunque no hubieran sido favorecidos por las Capitulaciones con el emperador Carlos V, serían enormemente beneficiados con lo que habrían de descubrir, aunque él mismo no sabía de qué se trataba o si en verdad existía. Ya Unamuno advierte sobre la esencia de la fe: «Creer lo que no vimos, crear lo que no vemos». En Tumbes, al desembarcar, se produjo un movimiento de desconcierto y desengaño entre los conquistadores al encontrar una ciudad que había sido arrasada por la tropas de Atahualpa y donde no existían ni la riqueza ni el oro que cuatro años antes dijeron haber visto Pedro de Candía y otros miembros de la expedición. La duda de los soldados lo acompañó hasta la misma ciudad de Cajamarca, tanto en el ascenso de los Andes 73