sabiote a la vista

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© ¡SABIOTE A LA VISTA…!

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Enero de 2012 - Edición 1ª ISBN:

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íNDICE ntroducción ........................................................................................... 7 ¡Sabiote a la vista…!............................................................................ 9 Cervantes en nuestro pueblo............................................................... 27 El señor de la casa de las manillas...................................................... 31 Los tesoros............................................................................................ 43 Un hombre y su perro........................................................................... 55 Las ventanas moras............................................................................. 69 La corregidora...................................................................................... 73 La casa del duende............................................................................... 89 La asociación........................................................................................ 105 El niño desnudo.................................................................................... 121 Un convento para un pueblo................................................................ 125 El cortijo de los nogales....................................................................... 141 Leyenda del nazareno milagroso......................................................... 157 El chiquillo............................................................................................ 161 Los abuelos........................................................................................... 175 El tío refranes....................................................................................... 191 La cosecha............................................................................................ 201 La niña de los emigrantes.................................................................... 209 El juicio x.............................................................................................. 225 La cruz de escaleras de sabiyut........................................................... 229 La guerra............................................................................................... 243 El guía de turismo................................................................................. 247 Anécdotas e historietas........................................................................ 257 La perrilla tula -1-................................................................................. 265 Viejas tradiciones y costumbres.......................................................... 271

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Introducción

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on la publicación del presente libro queremos ofrecer una visión general de Sabiote, nuestro pueblo, ya mediante una serie de relatos sencillos, como son los cuentos, o bien de hechos pasados y dignos de ser recordados cuales son las historias, o de aquellos otros que tienen más de tradicionales y maravillosos que de históricos y verdaderos, es decir, las leyendas. De esta manera, novelando e idealizando situaciones y hechos que conocemos por haberlos oído y vivido, exponemos en la forma dicha toda una serie de sucesos, anécdotas, modos de vida, tradiciones, refranes, dichos y costumbres, que situamos en monumentos, casas, calles, campos y cortijos de la localidad. Naturalmente aparecen asimismo muchas personas, que, aunque figuran con nombres supuestos, la verdad es que ahora o antes (más antes que ahora) están o han estado con nosotros por habernos unido relaciones inolvidables. La razón de que este sencillo libro se dedique a Sabiote es clara. Tanto María Dolores, mi esposa, como yo hemos nacido y vivido en él. Y de aquí han sido o son los padres y hermanos de ambos, así como muchos de nuestros ascendientes, amigos y parientes. Además, como nos encontramos en una villa milenaria con un bello recinto amurallado que fue declarado conjunto histórico artístico de carácter nacional, estas razones, que constituyen un merecido reconocimiento oficial para la misma, son también para todos los sabioteños un motivo de orgullo. Ahora, ciñéndonos al fondo de esta publicación, advertimos al lector que fundamentalmente todo lo hemos basado en lo expuesto; y en lo que se refiere a la forma, o sea, a cómo se ha hecho, diremos que ello coincide de alguna manera con lo que decía don Quijote en la segunda parte de su libro, o sea, «como hacía Orbaneja, el pintor de Úbeda, al cual preguntándole lo que pintaba, respondió: lo que saliere». Y así ha ocurrido en el presente caso, si bien debemos precisar que “lo que ha salido” supone una grata ocasión para rendir a nuestro pueblo un modesto, pero justo y deseado homenaje.

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omán Fuentes, madrileño de nacimiento, conoció en el campamento de la milicia universitaria de Robledo (Segovia) a Luís Antolino, natural de Sabiote (Jaén). Juntos convivieron durante dos veranos consecutivos en la misma tienda de campaña con doce colegas más, y juntos hicieron instrucción, asistieron a las clases que el capitán impartía bajo los árboles, e incluso piropearon en los jardines de La Granja a las chicas que hacían el servicio social en una residencia próxima. Ambos amigos, distintos en apariencia, tenían sin embargo notas comunes que, a la larga, les hizo ser inseparables. Román era un madrileño alegre, bullicioso, locuaz y de gran simpatía, además de un buen estudiante. Como su padre era catedrático universitario conocido por su dedicación al estudio e investigación de distintas ramas de la historia, cuando él terminó el bachillerato tras aprobar el examen de Estado, no dudó en elegir la carrera de Filosofía y letras. Igualmente, por ser hombre de iniciativas y amigo de aventuras, pandereta en mano había recorrido media España con la tuna de su facultad. En tres veranos consecutivos viajó cuanto pudo por Europa, mas como disponía de poco dinero, durante el primero trabajó en Inglaterra en la recolección de patatas; en París, fregó platos en un hotel durante el segundo y en Berlín occidental limpió alfombras en casas particulares a lo largo del tercero. De esta forma, a la vez que estudiaba y practicaba para perfeccionar sus conocimientos de idiomas, conseguía reunir dinero suficiente a fin de volver a España e incluso para tener algunos ahorrillos que, a lo largo del curso, administraba con prudencia, pues en su casa eran familia numerosa. Para Fuentes, Antolino era un andaluz «de pura cepa». Ciertamente, tanto en los ademanes del mismo como en su forma de hablar y de comportarse, se veía en él al hombre de su tierra al que ni las costumbres de Madrid ni el contacto con compañeros de otras regiones ni de otras ideas, ya sociales, políticas o religiosas, le hacía cambiar lo más mínimo. Era tranquilo en apariencia, un tanto irónico e incluso mordaz a veces, pero siempre afable con compañeros y amigos, y respetuoso, mas no servil, con los superiores. A primera vista parecía hombre serio, y durante los primeros días de campamento así lo conceptuaron los compañeros. Luego, vieron

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Antonio Rodríguez Aranda en él a un muchacho a veces hablador, a veces reservado, pero siempre complaciente y generoso. Ello y el profundo amor que sentía por su tierra se le notaba tanto en su forma de hablar como en las canciones que tatareaba continuamente, en las alusiones a historias y temas diversos que hacía sobre el pueblo que lo vio nacer, así como en la poesía andaluza que en muchas ocasiones recitaba de memoria o leía en voz alta, preferentemente los romances de García Lorca. Él también seguía la misma carrera del padre, que era la de Derecho. Fuentes, que era un tanto zumbón, presumía y quería dejar sentado que le preocupaban toda clase de problemas, ya nacionales e internacionales, pero, sobre todo, culturales. Él llamaba a esto «inquietudes», y el momento que elegía para las mismas era preferentemente tras el toque de silencio, es decir, cuando por obligación todos debían estar acostados en los respectivos petates y, teóricamente al menos, durmiendo. Era entonces cuando se solía oír su voz diciendo: —Bien, señores, iniciemos las «inquietudes». Ocurría que como lo habitual era que planteara un tema que a todos interesaba, incluso a los más dormilones, la conversación se generalizaba y dicho tema se convertía en motivo de debate. Pero, cuando mayor era el apasionamiento, Román, acaso saboreando su éxito, solía dormirse, si bien él decía después que como todo discurría normalmente no era necesaria su intervención. Fue en una de aquellas noches cuando Antolino, que presumía de flemático, perdió por unos momentos la compostura. Román dijo como siempre: —Iniciemos las «inquietudes». Y de un petate salió una voz como de ultratumba que, bajo la manta, clamaba: —¡Calla, hombre!, que tengo imaginaria a las tres. —¡Que no he dormido la siesta!, dijo el de al lado. —Creo —siguió el primero impertérrito—, que en ciertas regiones de España —y con el dedo gordo señalaba el suelo— se sigue practicando eso que se llama señoritismo. Esta forma de ser y de comportarse no se refiere sólo a los propietarios de grandes extensiones, ocupados normalmente en jugar en los casinos de pueblos y ciudades o en que el limpiabotas de turno saque brillo a sus zapatos, es que, además, ya sea por el clima o por la buena producción de las tierras se rinde poco. Así,

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mientras el señorito derriba reses bravas o botellas de coñac, el obrero duerme profundas siestas a la sombra de las encinas o de los olivos, con lo cual la producción se resiente. Con voz potente y sonora dijo Luís llamando al imaginaria de turno: —¡Sereno!, cállale a éste la boca o de lo contrario me oye el campamento entero. El imaginaria acudió rápido. —¡Joer, calláos! No me metáis en compromisos, que está el capitán Castro de guardia y si doy parte de vosotros os mete un paquete que os balda. Así es que silencio…, dijo al marcharse. —Bien —continuó Román—, hablemos sin levantar la voz, pero hablemos. —De dormir tengo tiempo —siguió Luís—, pero no lo tengo para oír impertinencias. Ya sabes mi vinculación con la tierra que me vio nacer, pero no por eso admito tópicos ni demagogia sobre Andalucía y lo andaluz. Así es que si queréis reducir la grandeza de Andalucía a productividad, procurad al menos ser precisos. Y cuando me digáis las divisas que para España genera el aceite de oliva, seguiremos hablando. —No se trata sólo de divisas o de producción de la tierra; para mí, el problema es de tipo humano y se concreta en esta pregunta: ¿producen de forma suficiente los hombres andaluces o se abandonan ante la buena productividad del terreno?, dijo Fuentes. —Hay mucho cuento en Andalucía —intervino Ribot—. Yo soy de Lérida y he vivido en Sevilla; pues bien, sólo al ver las calles de una y otra ciudad se aprecia la diferencia. En las de mi tierra se ve soledad, pero trabajo; en tanto que en las andaluzas hay aglomeración, bullicio y vagancia. Sí, y gitanos, señoritos, gente deambulando y juerga, mucha juerga. —Pero lo que aquí hay es muy mala leche, dijo Luís exaltándose. —Eh, despacio, que aquí estamos todos muy educaditos , manifestó Ribot en tono jovial. —Pues no lo parece, dijo Luis, pues habláis sin conocer el problema y generalizais para ello hechos muy particulares. El amigo Ribot debe al menos reconocer que, cuando había juerga y gente deambulando por las calles de Sevilla, él era uno de ellos. —Ésas son evasivas —adujo el aludido—, en realidad para llegar al fondo del asunto bien puedes leer a Ortega y Gasset, como lo he leído yo.

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Antonio Rodríguez Aranda —¿Y qué? ¿Es que has deducido de Ortega que en Andalucía se trabaja y se rinde menos que en otras regiones de España? ¡No me matéis! Habláis de lo que veis en la superficie. Valoráis lo externo, que por cierto también es lo más vistoso, pero olvidáis al hombre que trabaja la tierra de sol a sol o el rudo trabajo de los pescadores durante la noche. —Hombre, eso ocurre en todos sitios... —Pues eso es lo que yo digo, que en mi tierra ocurre lo que en todos sitios, ni más ni menos. Allí trabajamos y allí nos divertimos, como en Pekín, como en Estambul... —Total, una región como cualquier otra, manifestó uno que quería dormirse. —Eso no, amigo, ahí te equivocas. Los problemas pueden ser similares. La tierra no. Andalucía es... Andalucía. —«La España de charanga y pandereta...» que escribiera Machado, inició Román. —Y la mala uva que tienes, terminó Luís. —La corneta no tiene «inquietudes» y la diana la tenemos encima. Acabemos pues, dijo Ribot. —Buenas noches, añadieron otros ya entre sueños. Acabó el campamento, y tras luego licenciarse en sus respectivos estudios universitarios, Fuentes y Antolino hicieron las prácticas de la milicia universitaria en el mismo regimiento de Madrid, si bien el segundo, como se instaló en la residencia de oficiales en donde había mandos de distintos cuerpos, encontró allí a un capitán de aviación, que era de Jaén y al que conocía por unirle a él lazos familiares. Así es que un día éste le propuso que lo acompañara en un vuelo a Granada, y como quiera que al enterarse Román le gustó la idea y el capitán no tuvo inconveniente en que se sumara al viaje, una mañana de primavera partieron en un viejo avión de hélice que despegó de Getafe. —Mira —le decía Luís a su amigo mientras volaban—, ahí tienes la carretera Madrid–Cádiz que nos lleva al sur de España. Porque tú por el norte has llegado hasta el círculo polar ártico, según dices, pero por el sur no creo que hayas pasado de Aranjuez. Yo es la primera vez que vuelo, y la verdad es que impresiona ver la tierra desde aquí. —¿Sientes vértigo? —le preguntó el capitán.

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—En absoluto. —¿La Mancha? —inquirió Fuentes. —No es difícil adivinarlo. Pero sigue fijándote, que pronto aparecerá Sierra Morena. —Sí, ya veo que la tierra se va ondulando —dijo al poco rato aquél—. La llanura manchega es impresionante y la serranía que se aprecia a continuación ofrece un bello contraste. —Pues mira —le aclaró su amigo—, precisamente en ella se refugiaron don Quijote y Sancho Panza para que no los vieran los de la Santa Hermandad. Pero observa los pueblos. ¿No te parece este paisaje el de un portal de Belén? En un momento de distracción de Luís, el capitán dijo al otro: —Se va a impresionar tu amigo y pariente mío. Por primera vez verá Sabiote desde el aire y no lo sabe. Así fue. Desde La Carolina volaron hacia el río Guadalimar. Pasaron pronto un puente sobre el mismo y, dirigiéndose hacia el pueblo que se vio en la lejanía, el piloto apretó el brazo de Román, pero Luís no se dio cuenta de que se trataba de su pueblo. Sin embargo, cuando en la segunda pasada lo advirtió, gritó emocionado: —¡Sabiote a la vista…! Luego, mientras decía: «Si es el castillo..., si es la iglesia...», se abalanzó sobre el cristal del parabrisas y así se quedó durante las vueltas que el aparato daba alrededor del cerro en que la villa sabioteña se asienta. —¿Es que no ves nada más? , le preguntó el capitán. —Menos de lo que yo quisiera —contestó el otro—. ¡Pero no vayas tan aprisa, hombre! Mira, el castillo, la parroquia…, ¡pero lo que no veo es mi casa! Abajo están las murallas; las casas que blanquean tras ellas es el Albaicín, un barrio medieval, lo mejor de la villa. Allá arriba, ¡mira que bien se ve la plaza de toros! Aquella hondonada es la de La Corregidora, las montañas de la izquierda, La Muela y El Pico, los olivares son Los Carrizales y otros, y esas tierras, las de La Vega. Tras las vueltas a Sabiote y a sus campos el avión se encaminó a Granada y, cuando al siguiente día los dos amigos volvieron a Madrid, cada cual continuó sus respectivas ocupaciones, que para uno era preparar oposiciones a judicatura y para otro doctorarse en Filosofía y letras y seguir como profesor ayudante de la cátedra de Filología.

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Antonio Rodríguez Aranda Transcurrido un tiempo, Luís convenció a Román para que visitara Sabiote. Le hizo ver que las vacaciones de Semana Santa eran idóneas para hacer el viaje y esos días los adecuados a fin de conocerlo. Así, una buena mañana ambos partieron de la estación de ferrocarril de Atocha y, en un incómodo vagón de tercera con asientos de madera, llegaron a la de Baeza en donde tomaron el tranvía de La Loma que los llevó a Úbeda y, desde esta ciudad, en el autobús que llamaban la alsina, a Sabiote. La casa de Luís queda en la parte baja del pueblo, antes de llegar al barrio del Albaicín y muy cerca de la que llaman la plazoleta. Es una típica casona de pueblo andaluz con dos plantas y graneros, amplios portales y escaleras, así como extenso corral con pozo en el centro, cuadra en la parte derecha y una gran cocina en la izquierda. Los recién llegados fueron recibidos por la familia en pleno, que eran el padre, la abuela, la hermana y el hermano menor. La madre murió al nacer éste y la sustituyó su madre en el quehacer diario. El padre, don Carlos José, licenciado en Derecho por la universidad de Granada, era el juez municipal de la villa y tenía el juzgado en su propio domicilio. Pero dedicaba gran parte del tiempo a atender sus propiedades agrícolas. Durante los días que permaneció Román en Sabiote pudo apreciar que don Carlos José, además de hombre afable y cordial, era culto, instruido, sumamente preocupado por la educación de sus hijos, moderado en sus sinceras creencias religiosas, ajeno a la política entonces imperante y, al parecer, a cualquier otra concreta, aunque a través de su fluida y amena conversación se le apreciaba talante demócrata, ideas liberales y tendencia monárquica. La abuela Ginesa era de lo mejor de la familia. Dicharachera, trabajadora y sumamente cariñosa con los suyos y con sus amistades, fue siempre querida por cuantos la conocían, sobre todo a raíz de la muerte de su hija, de la que supo sobreponerse para ayudar a los que la misma dejó. Respecto a los hijos, Dolores seguía a Luís en edad y eran ambos de gran parecido físico, si bien distintos en la forma de ser. De ellos decía la abuela: «Del mismo vientre y con distinto temple», pues al carácter tranquilo y un tanto taciturno de él, se oponía el vivaracho e inquieto de la hermana. Ésta estudió Magisterio en Jaén y en la actualidad preparaba oposiciones ya que, según decía, enseñar y educar a los niños era su gran vocación. Buena prueba era lo que llamaba «la escuela», es decir, la estancia que montó en

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la cocina grande del patio de su casa y en la que durante las vacaciones enseñaba a Jacobo, su hermano menor, así como a otros niños de su edad. Antes incluso de su llegada, Fuentes venía ya impuesto respecto a lo que entonces se sabía de la historia de Sabiote y de la ordenación urbana de su recinto amurallado, pero, ya en la casa, su amigo le entregó lo que él llamaba un «recorrido», que no era otra cosa que una guía con su correspondiente plano en donde figuraban los diversos puntos de interés y la descripción de los mismos. Al siguiente día, tras desayunar con toda la familia, Román ya sabía al salir de la casa que tenía enfrente el Albaicín y muy cerca la plaza de la iglesia. Cuando llegó con Luís a la misma pronto conoció los mesones, el edificio que fue del pósito y en el que entonces radicaban tres escuelas públicas, así como la casa de los Teruel, enfrente, en la que también había ya escuelas y estuvo años antes el edificio del ayuntamiento, radicado ahora en la Puerta de la Villa. Admiró después la esbelta torre de la iglesia parroquial, rodearon ésta, hizo preguntas sobre datos y detalles de la puerta del Sol y penetraron en el templo, al que, tras verlo con rapidez, pues iban a cerrarlo, llamó «pequeña catedral». Contempló a continuación y le gustó la portada plateresca de la casa de las Columnas, así como la sencilla y severa fachada renacentista de la de las Manillas. En tanto caminaban, a Luís lo paraban continuamente vecinos y vecinas con preguntas de este tipo: —¿Qué, ya has venío? Ahora sí que te has tirao tiempo fuera... O bien: —Cucha, ¿ya estás aquí? A tu papa le he preguntao mucho por ti y siempre me dice que sigues tan bueno. Y un viejo, que iba montado sobre un burro, lo saludó con afecto y le dijo que venía del campo de coger amapoles para sus conejos. Y galantemente le ofreció algunos para los suyos. Al llegar al castillo, pudieron apreciar que en la explanada situada frente al mismo había un grupo de muchachas, todas muy arregladas y que miraban con atención la fortaleza. Una de ellas se acercó y saludó a Luís estrechándole la mano efusivamente. Éste le presentó a continuación a su amigo y ella les dijo que enseñaba el pueblo a unas compañeras de la facultad de Letras de Granada que habían visitado Úbeda y Baeza y también querían conocer Sabiote. Al separarse, supo Román por su amigo que ella era Lucía

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Antonio Rodríguez Aranda Quirós, amiga desde la infancia de su hermana, así como compañera de la misma en los estudios de Magisterio, si bien al mismo tiempo estaba ya terminando los de Filosofía y letras, rama de Historia. Le aclaró que entonces era la única mujer de Sabiote que estudiaba en la universidad y que sería la segunda que obtuviera un título de esta naturaleza cuando se licenciara. Aunque Fuentes no quitaba ojo del grupo de las universitarias, siguieron viendo el castillo y conversando sobre el aspecto externo del mismo, pero Lucía llamó desde lejos: —Luís, ¿nos podéis ayudar? Los dos amigos, todo solícitos, se acercaron al grupo femenino y ella les dijo: —Mis compañeras me están abrumando con preguntas sobre la historia de nuestro pueblo y yo no sé contestarles. Me pierdo, sobre todo, en la sustitución de los caballeros de Calatrava por las huestes del emperador Carlos V, además de en otras muchas cosas. Es que éstas son unas empollonas, añadió con gracia. Ambos se presentaron al grupo y cada uno se refirió a la titulación y conocimientos históricos del otro, pero el forastero terminó diciendo: —El sabioteño y el erudito es éste. Yo, sobre la historia de la villa, poco puedo aclarar que no me haya enseñado él. Pero, ¡qué os vamos a decir a vosotras sobre historia sabioteña que Lucía no sepa! Llegó entonces un hombre que se les ofreció para abrir y enseñarles el castillo, si bien antes de entrar Lucía explicó que éste pertenecía al marqués de Camarasa por ser descendiente directo de don Francisco de los Cobos, el secretario de Carlos V que compró al mismo el señorío de Sabiote, castillo incluido, cuando todo ello era de la Orden de Calatrava desde que a mediados del siglo XIII se la entregara el rey Alfonso X el Sabio en encomienda. —¿Luego Sabiote tiene este nombre en recuerdo del rey Sabio?, preguntó Román. —No exactamente —contestó Lucía—, el pueblo figura así en crónicas y documentos anteriores. —Entonces, ¿de dónde proviene el nombre de Sabiote? —Lo más probable es que se trate de un topónimo y que, en consecuencia, proceda, como en estos casos es habitual, del nombre que tenía el lugar o bien de la gente que en tiempos lo habitó, con lo cual tal denominación

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inicial bien puede ser el de Sabos, Sabios o algo parecido. Un caso similar lo tenemos en Sabaria, antiguo lugar cercano al lago de Sanabria, que así se llamó porque lo habitaron los sabbos, un pueblo nómada del que hay pruebas que en sus correrías llegó hasta Córdoba. ¿Y quién nos dice que el mismo no pudo llegar aquí y diera origen al nombre de Sabiote? Todo puede ser. Llegaron y se unieron al grupo Dolores, la hermana de Luís, con una amiga y tres amigos, todos sabioteños y graduados como ella en la escuela normal de Jaén. —Como veis, el exterior del edificio se halla en buen estado, pero aquí dentro no hay más que ruina y desolación, dijo Lucía cuando traspasaron el pequeño recinto de la entrada del castillo. Éste es el resultado de la invasión francesa de Napoleón, cuyos soldados, que ocuparon la villa en 1812, vivieron aquí, pero al marcharse dejaron el interior destruido. Ésa era entonces la costumbre de la fuerza invasora. Luego, el tiempo y la desidia contribuyeron a que todo se halle en la forma en que está. Lo que sí os puedo decir es que se trata de un palacio fortaleza cuyas obras, dirigidas por el arquitecto del secretario Cobos, Andrés de Vandelvira, dieron mucho de qué hablar en aquel tiempo en cuanto parece ser que se hicieron, más que por necesidad defensiva, como signo de poder de su propietario, máxime cuando el mismo, que tantos honores, riquezas, prebendas y poder consiguió, no logró obtener un título de nobleza. —¿Y los numerosos escudos nobiliarios que hay en los muros del exterior del castillo y aquél que allí vemos? —preguntó otra. —Son de las familias Cobos y Mendoza. Ella, la esposa, era doña María de Mendoza y Sarmiento, de noble y pudiente familia castellana que se casó cuando sólo tenía catorce años y él más de cuarenta. Ya sabéis, matrimonio de conveniencia propio de aquellos tiempos, pero que salió bien, ya que vivieron en buena armonía durante veinticinco años y dejaron dos hijos, Diego, que se casó con la marquesa de Camarasa, y María, que lo hizo con el duque de Sessa. Pero dejemos de hablar de las personas y hagámoslo ahora sobre este lugar, terminó diciendo. —¿Quieres empezar por el patio? Porque yo, que tantas veces he estado aquí, me estoy haciendo un lío sobre cómo era, dijo Dolores a Lucía. —Tenía doble galería de arcos, es decir, abajo y arriba, pero sólo en tres de sus lados, mas no en esta pared que mira al norte y en la que sobre el pozo podéis ver el escudo y la fecha en esa forma: «AN 1543». Lo demás lo

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Antonio Rodríguez Aranda examinaremos a continuación detenidamente —añadió Lucía—. Pero mirad, mirad desde aquí la torre del homenaje, así como ese otro torreón pentagonal que tiene todas las trazas de ser muy anterior a la reconstrucción de Cobos y que incluso dicen que tiene reminiscencias romanas. Ved los miradores situados sobre las torres y los adarves, a los que subiremos para contemplar los hermosos campos de este pueblo y las serranías lejanas, es decir, Sierra Morena al norte, y a continuación, en dirección este-sur, las de las Villas, Segura, Cazorla y Mágina. Después, veremos lo que queda de los salones que aquí hubo y bajaremos a las mazmorras y caballerizas. Así lo hicieron durante largo rato y, a continuación, las visitantes salieron del castillo dirigidas por el grupo local y se encaminaron al barrio del Albaicín, cuyas típicas casas y calles les habían impresionado cuando las vieron desde la torre del homenaje. Por eso, al llegar, se extasiaron en sus callejas, todas con casas modestas y sencillas, pero llenas de encanto. Luego siguieron la muralla y, por un portón abierto en la misma, entraron y subieron a la torre o barbacana situada en el sitio llamado de El Chiringote y en cuya parte baja está la puerta de Los Santos, una de las seis por las que antiguamente se entraba a la villa. Visitaron con posterioridad las iglesias y el convento y dejaron para después otros lugares. Un poco tarde para comer llegaron a la casa de los Antolino, en donde el padre recibió al numeroso grupo. La abuela Ginesa justificó la comida que había preparado y la atribuyó a lo imprevisto del aumento del número de invitados, pero quedó contenta ya que recibió las felicitaciones más efusivas de todos los comensales por un menú compuesto fundamentalmente de migas, tanto de chocolate como cortijeras. Pensaba la abuela que para las forasteras tendrían más éxito las primeras, pero cayeron todas y todo, porque las cortijeras estaban acompañadas de rábanos, aceitunas, ajos fritos, cebolletas y fritura de torreznos y chorizo, así como de vino de la cantina de la casa y gaseosa de El Cuenco, o sea, todo del pueblo. De esta forma, cuando llegaron platos de habas con jamón apenas pudieron probarlas, si bien hicieron frente al gazpacho con delectación, así como a los borrachuelos y flores que constituían el postre de tan suculenta como alabada comida. Se suspendieron con el fausto motivo de las migas las pocas visitas que quedaban por hacer, se prorrogaron éstas hasta el verano y al anochecer salieron las forasteras para sus respectivos destinos. Después, Román dijo

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a Luís que tras la «borrachera de monumentos sabioteños» (entre los que incluyó a Lucía con carácter preferente), quería dedicar la mañana siguiente a ver el pueblo y hablar con la gente, pero sin acompañamiento alguno. Y como lo pensó lo hizo, pues el lunes, muy de mañana, salió con ánimo de recorrerlo. Cuando amanecía, varias mujeres barrían ya las aceras de sus casas y algunos campesinos, con abarcas y peales en los pies, cargaban los aperos sobre las bestias de labor. Mas como observara también que un pastor con ganado iba llamando de casa en casa, al picarle la curiosidad preguntó al mismo el motivo, y éste le contestó: —Mire usted, amigo, cada uno nos buscamos la vida como podemos y yo, al mismo tiempo que pastoreo mi ganao, me saco un real llevando también el de otras personas. Y con ese fin les aviso pa que lo echen «a la vez», si es que quieren y pagan. Continuó su marcha el madrileño curioso (como cariñosamente llamaba don Carlos José al invitado), cuando oyó una voz estentórea que ofrecía algo. Dio la vuelta a la esquina y vio un hombre de baja estatura, gorra con visera y cara de pocos amigos que, con las manos atrás, pregonaba dando grandes voces. —¿Qué pregonas, Pesetillo?, le preguntó una mujer enlutada cuando terminó. —Pues lo he dicho bien claro —contestó el interpelado con mal humor—. Pero pa que te enteres: habas de La Serna a real y medio el kilo en casa de Frasca la Cañamazo. Cuando los rayos del sol empezaron a penetrar en las calles, Román llegó a la Puerta de la Villa y observó movimiento, pues había personas que iban al mercado, así como otras que formaban grupos de hombres que permanecían en dicha plaza y de los que ya les había hablado Luís. Se acercó a un grupo y al punto se le vio en animada charla con ellos. Entre tanto, al notar los Antolino la ausencia de Román durante el desayuno, el hijo les informó sobre el deseo del mismo de ver «el amanecer de Sabiote y de sus gentes», según él decía textualmente dando a la frase un doble sentido. —Pues cuando a Román yo le digo lo de madrileño curioso, también lo hago en distintos sentidos —manifestó el padre—, ya que utilizo el vocablo curioso dándole dos de las acepciones que la palabra tiene y que en su caso vienen como anillo al dedo: una, su deseo de saber y de averiguar lo que

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Antonio Rodríguez Aranda desconoce; otra, el hecho de tratar las cosas con especial cuidado. A mi juicio es un muchacho culto y bien preparado. Al llegar el convidado a la casa a eso de las dos, justificó primero su tardanza y subió después al dormitorio de su amigo en donde éste se hallaba estudiando. —Vengo entusiasmado —le dijo—, pues ya sé de tu pueblo casi tanto como tú. Y lo mejor de todo es que he visto a Lucía y que en el ayuntamiento me ha enseñado el fuero de Sabiote. —Pero aclárate —dijo Luis con sorna—, ¿qué es lo mejor, el fuero o Lucía? Tonto, le dijo el otro con gesto divertido, pero continuó: —Que sepas que oí a Pesetillo pregonar habas de la Serna; que he visto a Bocarrayo vocear su mercancía y darle a los niños paloduz y algarrobas a cambio de trapos y alpargates viejos, así como que he conocido a Merengue, a Chocolate y a Chacón. —Mal concepto vas a formar de mi pueblo... —Muy al contrario. Los dos primeros se ganan la vida de forma que yo desconocía; los otros son, al parecer, más o menos disminuidos psíquicos, pero por lo que he podido apreciar se relacionan y son acogidos con afecto por los demás vecinos. Ahora, eso sí; he visto algo de lo que, si bien me habías hablado, no ha dejado de sorprenderme. Me refiero al mercado de trabajo (llamémosle así) que por las mañanas se forma en la Puerta de la Villa. El hecho de que en estos tiempos los trabajadores del campo ofrezcan públicamente sus servicios en la plaza y sean contratados por quienes los necesitan, es algo más propio de un país africano que de un europeo. Aunque he de reconocer que viendo, como he visto, la forma en que se hacía un «trato», la cosa resulta bastante más humana. —Explícate. —Yo, diciendo que soy forastero y que estaba esperando que abrieran las oficinas municipales, frecuentaba los diversos corros y hablaba con unos y con otros. A uno de estos corros se acercó también cierto paisano y dijo a un hombre de los allí había estas palabras textuales que se me quedaron grabadas: «Oye, Juanillo: ¿estás parao?, pues vente conmigo hombre, que me san venteao las habas que sembré en mi olivarillo de La Solana y tengo que arrancarlas pa que no le den más por saco a las estaquillas». Como ves —siguió Román—, la forma afable en que en la mayoría de las ocasiones

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discurren las cosas en los pueblos, tapa el gravísimo problema económico y humano que subyace. —Así es —dijo Luís. Y añadió: La desigual distribución de la riqueza que afecta a España en general y a Andalucía en particular, no es tan ostensible en este pueblo como en otros, pero evidentemente existe. Por fortuna, la pobreza absoluta en la que aquí se desenvolvían muchas familias hasta hace poco (y que sigue afectando a algunas) se está paliando con la emigración. Con esto, naturalmente, disminuye de forma sensible el censo de población, pero el dinero que mandan los que se fueron ayuda a los que quedan. Aunque eso sí, es difícil olvidar toda una época, como la de aquel fatídico año del hambre de 1945-46. Yo era pequeño, pero recuerdo que las personas se ponían amarillas, se hinchaban y finalmente morían. De la muerte por hambre hay pruebas en los libros del registro civil, pues el médico local al certificar no se andaba por las ramas, pese a las presiones políticas del momento, y siempre utilizaba los términos clínicos de inanición o caquexia, con lo cual quedaba clara la causa del fallecimiento. —Son datos para la historia. Datos terribles, como fueron también los de la guerra civil, que por edad no hemos visto, pero que ahí quedan, dijo Román a la vez que se levantaba cuando oyó que la abuela los llamaba para comer. El martes de pascua, Dolores, Lucía y sus amigas y amigos organizaron un paseo al bello paraje de La Corregidora, con la consiguiente merienda que llevaba un burro conducido por su dueño, Ginesico El Parao, ducho en estas excursiones y otras fiestas en las que entretenía a la juventud con sus dichos, acertijos, chistes más o menos picarescos, cuentos y... con su flauta. El grupo llegó pronto a su destino por ser el camino corto y Román contempló y admiró desde arriba el profundo barranco de la dicha Corregidora lleno de vegetación, pudiendo comprobar también que había gitanos en la cueva de este nombre, pues toda una familia la ocupaba; niños, perros y burros de la misma deambulaban por sus alrededores y los del Zurraero, o sea, la cascada de agua que nacía en la cercana tierra de La Vega. Luego, a medida que bajaban y se adentraban en el soto, Lucía le enseñaba los restantes lugares de interés, tales como el puente, el pilar, el arroyo, el peñón de El Hueco, la sugestiva y recoleta fuente de La Salud… Todo un lugar de ensueño en el que la juventud visitante gritaba y cantaba, a la vez

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Antonio Rodríguez Aranda que miraban de reojo a Lucía y a Román, pues se decía en el pueblo y allí se comentaba que de estas visitas siempre salía una pareja para el altar. Y ciertamente algo empezaba a vislumbrarse sobre el dicho, pues, tras la merienda, antes de que empezara el baile al son de la flauta de Ginesico, la pareja se adentró en la cueva de la fuente dicha para ver las estalactitas, no pararon de bailar luego y, cuando al anochecer se encaminaron a Sabiote, como lo hicieron por la empinada cuesta Peorra, él tiraba de una vara que ella llevaba para así ayudarla a subir y, posteriormente, al quedarse los últimos, las que los miraban con el rabillo del ojo decían al resto que Román siempre procuraba cogerle las manos. Las procesiones de Semana Santa locales no tenían por aquellos tiempos el atractivo que después adquirieron, pues las imágenes perdidas durante la guerra civil se iban reponiendo lentamente, así como sus vestiduras y tronos. Pero cada toque de campana o corneta, o bien cada cohete, era motivo para que la chiquillería, los jóvenes y... Román, se lanzaran a la calle en busca de sus objetivos. El Viernes Santo Lucía invitó al grupo a su casa a fin de que desde los balcones vieran la procesión general; y allí Román tuvo ocasión de conocer al padre de ella, Salvador, así como a Martina la madre, que tenía a su lado los dos hermanos menores. Martina, que ya se olía algo, observaba con recelo la larga conversación que su hija mantenía con el forastero, pero el padre, que era hombre sencillo, espontáneo y locuaz, tal vez por desconocer el interés del visitante por su hija, le hablaba con absoluta normalidad y le gustaba repetir que él era labrador por vocación, profesión y tradición. Esto último lo justificaba diciendo que todos sus antepasados siempre lo fueron, y que el quiñón de seis cuerdas que tenía en La Barquera se venía transmitiendo de padres a hijos desde tiempo inmemorial, sin que nadie ni documento alguno pudiera precisar época en que no fuera de los Quirós. Algo parecido, según dijo, ocurría con la casa que pertenecía a la madre y antes a sus antepasados, los del Rox, apellido francés procedente, al parecer, de un soldado de esta nacionalidad que se quedó en Sabiote tras la ocupación napoleónica. De todo lo dicho, así como de su lucha en el frente durante la guerra civil y de sus posteriores problemas económicos y de organización para

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labrar lo propio y lo ajeno, habló Salvador de forma rápida y desordenada, pero simpática, metiendo de cuando en cuando dichos, refranes, historietas y algún taco que otro, a la vez que presumiendo de forma un tanto velada de su esfuerzo y del de su mujer para dar carrera a su hija, y del deseo de ambos de que los pequeños sigan el mismo camino. Después, con el estruendo de los cohetes, trompetas y tambores cesaron las charlas, por lo que desde los balcones todos vieron los pasos procesionales. Luego, ya en la calle, cuando la pareja se aisló unos instantes, él le habló de la galantería de su padre al ofrecerle la casa, y le dijo que si ella se la ofrecía también se quedaría para vivir siempre juntos. Lucía, toda ruborosa, nada le dijo, pero en adelante se separaron del grupo y se les vio pasear solos. El sábado, don Carlos José mandó sacar el landó y, tras engancharle dos caballos, conducido por él, con Román a su lado y los hijos detrás, iniciaron un viaje con destino a Baeza y Úbeda. De la primera ciudad comenzaron visitando su instituto, del que fue profesor de francés Antonio Machado, y el cual tenía interés en conocer el madrileño por ser éste su poeta preferido. Luego, recorrieron sus calles y monumentos, comieron en un mesón conocido y marcharon a continuación a Úbeda en donde hicieron un recorrido similar. Ya en casa, quiso conocer el padre la impresión de cada uno por cuanto habían visto, y si bien los hijos mostraron sus preferencias por Baeza, Román alabó de la misma su conjunto, y de Úbeda todos y cada uno de sus monumentos. Al profesor Fuentes le salió un trabajo especial en Sabiote antes de marcharse. Consistió éste en el examen de la tesina fin de carrera que Lucía preparaba y que versaba sobre las colonias romanas en Andalucía. A tal efecto, ella llevó a la casa de los Antolino cuantos datos, apuntes y antecedentes tenía, y trabajaron ambos mañana y tarde con el solo paréntesis necesario para ver la procesión del Resucitado, la cual, por tener imagen nueva y reciente, resultó más vistosa que las anteriores. Román, que con carácter general conocía el tema de las colonias romanas, tanto por haberlo estudiado como por haber trabajado para la localización de una concreta, hizo a Lucía algunas consideraciones sobre las fuentes utilizadas por ella para situar al actual Sabiote en la que fue

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Antonio Rodríguez Aranda colonia romana Salaria, a la que hace referencia Plinio el Viejo, así como la atribución de santo a Januario, el obispo de dicha colonia, tema este que estudió el padre Flores y respecto al cual se manifestó en desacuerdo con muchas de las afirmaciones hechas por determinados cronistas de su época. —Pero dejemos esto —añadió Román—, ya que, sin perjuicio de lo que tú puedas seguir estudiando, creo que una vez en Madrid podré echarte una mano. Trabajaron después sobre el preámbulo o presentación de la tesina, así como en su índice y distribución del contenido, con lo cual ambos pensaron que quedaba bien dispuesta para que la examinara el director de la misma, y con sus indicaciones y sugerencias, más lo que ellos investigaran sobre la colonia y obispado, presentarla antes del 15 de junio próximo, día este en que finalizaba el plazo. Días después, respecto al tema en cuestión Román dirigió desde Madrid una larga carta a su ya novia que comenzaba diciendo: Amor mío: La carta de hoy te va a parecer menos atractiva (y acaso menos cariñosa), ya que me voy a referir a un tema histórico, cual es la imposibilidad de que la colonia romana Salaria radicara en el actual Sabiote, así como que el Januario a que se refieren fuera obispo de la misma. Sobre ello tengo fuentes y bibliografía más que suficientes para demostrar que tal afirmación fue una curiosa patraña inventada en el siglo XVI por un tocayo mío, es decir, un fraile llamado Román y apellidado de la Higuera, que fue creída luego, entre otros, por unos cronistas jiennenses que la propagaron. Así es que, con la bibliografía y datos que te adjunto, trata el tema en esta forma y no te preocupes porque esto pueda constituir un demérito para tu pueblo, ya que el mismo, por todo lo que se ve y se conserva, como su castillo, Albaicín, murallas y fuero en particular, así como por su historia en general, reúne méritos sobrados para justificar todo lo bueno que de él pueda escribirse. Por lo demás, creo de verdad, y no sólo por cariño, que tu tesina tiene asegurado el sobresaliente.

Román volvió a Sabiote a mitad de agosto y pasó en el pueblo los días de la feria de San Ginés. Entonces ya era Lucía toda una licenciada en Filosofía y letras, rama de historia, si bien el «doctorado en baile» lo hizo junto a su novio en la verbena que por la noche se celebraba en la plaza de la Santa Cruz, en donde, sentados junto a una de las mesas que colocaban en los laterales, Martina y Salvador los observaban complacidos a la vez que tomaban un refresco. Y es que el muchacho, olvidando que en los pueblos todavía era costumbre que los novios hablaran por las rejas, tan pronto llegó

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a Sabiote se presentó en la casa de su novia y abiertamente hizo saber a sus futuros suegros la relación que mantenía con su hija, a la vez que les entregó una carta en la cual sus padres les comunicaban la satisfacción que les producía que su hijo tuviera una novia como Lucía, así como el deseo de que la misma pasara con ellos una temporada en su casa de Madrid. Transcurrido poco más de un año, los padres del novio llegaron a Sabiote para visitar a los de Lucía y pedirles para aquél la mano de su hija. Por entonces, él acababa de obtener por oposición la cátedra de la asignatura que desempeñaba como profesor ayudante en la facultad de Letras madrileña, así como de conseguir una vivienda en el pabellón de profesores de la Ciudad Universitaria. Y Lucía, que también había superado con éxito otra oposición para acceder como investigadora titulada al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, consiguió su sueño dorado de trabajar en el mismo. Meses más tarde, se celebró la boda en la ermita de San Ginés por deseo expreso de los contrayentes, pero la cena y la fiesta posterior tuvieron lugar en la casa de los Antolino, en donde se habilitaron para tal fin el patio y todas las dependencias útiles. Otra nota destacada fue una noticia que se propagó de forma inmediata: Luís Antolino, ya juez de Primera instancia e instrucción, se había puesto novio con Virginia López, una sabioteña amiga y compañera de su hermana Dolores y de la que, a juzgar por la forma en que la miraba, parecía estar profundamente enamorado. Lucía y Román no se retiraron mucho para hacer el viaje de novios. Durante unos días recorrieron la sierra de Cazorla y las cercanas, así como sus correspondientes lugares y pueblos de interés. Desde allí fueron a Granada, estuvieron en Jaén y regresaron por Baeza y Úbeda. Doce días inolvidables, pero escasos, según dijeron a familiares y amigos al volver a Sabiote, si bien la brevedad la justificó ella por tener que incorporarse a su destino. Luego, cuando Lucía insistió en la necesidad inmediata de marcharse para empezar a trabajar, él le dijo con sorna: —Sí, date prisa y no llegues tarde, que pueden quitarte el puesto tan duramente conseguido. —Pues mi esfuerzo he hecho, que aprobar una oposición en estos tiempos no es tarea fácil, contestó ella algo picada. —Anda, anda, «que en Sabiote tos nos conocemos», remató el marido con ironía al tiempo que se fundían en un apasionado abrazo.

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Cervantes en nuestro pueblo (UN CUENTO QUE PUDO SER VERDAD)

Aunque sobre el hidalgo llamado Alonso Quixano (luego conocido por don Quixote de la Mancha), escribía el moro Cide Hamete Benengeli que por dedicarse en días de ocio a escribir sobre libros de caballería «se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio», no es menos cierto lo que asimismo decía de que «como en lo leído había encontrado un tesoro de alegrías y una mina de pasatiempos», un buen día que estaba «con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla» comenzó a escribir tales historias, que luego todas ellas causaron la admiración de cuantos las leyeron. Tal ocurrió con la que sigue, en la cual Quixano desterró el lenguaje culterano propio de la época y empleó el moderno y desenfadado que puede leerse en esta estoria o historia, que sitúa en la villa del reino de Xaén llamada Sabiote, y que ha sido hallada entre viejos legajos del archivo municipal de la misma. ESTORIA DE UN COMISARIO DEL REY NUESTRO SEÑOR FELIPE EL SEGUNDO, QUE FUE ESCRITA POR DON ALONSO QUIXANO, LLAMADO EL BUENO El pregonero, de esquina en esquina, voceó por las calles de la villa el siguiente bando que fue colocado luego en la puerta de la Casa del Concejo: En Sabiote, en el año del Señor de 1592 y día 4 de setiembre, sepan quantos bieren y olleren como a benido el que dice ser y es Miguel de Cervantes y Saavedra, comisario del rey nuestro señor Felipe el segundo que Dios guarde, el cual para la Real Armada trae orden de retirar desta billa 3000 fanegas de trigo que pagará a 12 reales cada una, 4000 de cevada, a 6 reales y 1500 arrobas de aceite a 16 reales. Lo cual dicho conoce el señor corregidor Juan de Valencia, y lo firma el escribano del Concejo que suscribe Sebastián de Almenara.

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Antonio Rodríguez Aranda Recibida que fue la noticia, como las cosechas habían sido malas y el precio fijado muy bajo, cundió el pánico entre los sabioteños, razón por la cual se reunió con urgencia el Concejo y se acordó que el corregidor, a fin de evitar al pueblo un año de escasez y hambre, se entrevistara cuanto necesario fuere con el comisario, así como que el alguacil mayor, Juan de Melgarejo, acompañara a éste el tiempo que estuviera en el pueblo. Muy de mañana el alguacil se dirigió a la posada, y al encontrar a Cervantes sentado cerca del ruedo de la apagada lumbre, le dijo: —Buenos y santos días tenga el señor comisario. —Los mismos que yo deseo para el señor alguacil mayor, le contestó Cervantes. Por cierto —añadió—, estaba pensando en que vuesa merced bien puede aclararme cuándo y cómo la madre Teresa de Jesús y el padre Juan de la Cruz estuvieron en esta villa. —Sobre ello —contestó Melgarejo—, os puedo decir que las monjas del Carmelo llegaron aquí pocos años ha, ya que lo hicieron en 1585, si bien se establecieron en principio en la casa del alcaide Teruel en donde vivieron provisionalmente dos años, pero la madre Teresa de Jesús murió en Alba de Tormes tres antes de dicha llegada. Luego, con las obras a medio terminar, se trasladaron las dichas monjas al actual convento en donde residen desde 1587. Sin embargo, cuando en 1575 la madre Teresa fundó el de Beas, vino desde allí en burro y con poco acompañamiento para tratar sobre la fundación de éste con su amiga la señora de Sabiote doña María de Mendoza, viuda ya del que fue primer señor y secretario de Carlos V don Francisco de los Cobos. Respecto al padre Juan de la Cruz, lo vi en muchas de las veces que visitó nuestra villa por ser confesor de las carmelitas descalzas. Pero ya sabe su merced que el mismo murió en Úbeda va para dos años. y que su cuerpo fue trasladado recientemente desde esta ciudad a la de Segovia seguido por un cortejo de frailes que, entre velas y cirios encendidos, no cesaban de entonar salmos y cánticos por su alma. Yo tuve ocasión de seguir el entierro hasta el convento de frailes carmelitas de La Peñuela, en Sierra Morena, y quedé impresionado. En esto se acercó un joven moreno, espigado y desenvuelto en extremo, a quien el alguacil dijo: —¿Qué quiere de mí el señor Ginés de Pasamonte? —Hablaros —dijo aquél con énfasis—, porque es deber mío cuidar de mi fama y honra denunciando a los que me vilipendian.

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—Hacedlo presto, le contestó el alguacil, quien ya conocía su desparpajo. —Llamándoos Ginés como el patrono de este pueblo, será sin duda porque sois de aquí, intervino Cervantes. —Aquí nací, aunque mis padres vinieron de otras tierras. Mi apellido procede del rey de Perceforest, uno de los héroes de la primitiva caballería andante de la Tabla Redonda. Y dicho esto se marchó. —Desenfadado es el muchacho, comentó el comisario. —Y además, ladino, tuno, pícaro, travieso y holgazán —dijo Melgarejo—. No será difícil que termine sus hazañas condenado a remar en las galeras de su majestad. Ahora, este Pasamonte, a quien aquí llamamos Parapilla, va de pueblo en pueblo con un mono que, según él dice, muestra su porvenir al que se lo pregunta y paga. Como la villa sabioteña comenzó a transformarse a raíz de ser nombrado Cobos señor de la misma, el corregidor Valencia invitó al comisario Cervantes a visitarla, por lo que le mostró el recién reconstruido castillo, las murallas con sus torres y arcos, el viejo Albaicín, las nuevas casas-palacios, la iglesia parroquial y el convento. Durante el recorrido le hizo saber que conocía su obra poética y literaria, principalmente la teatral, como La Numancia y Los tratos de Argel, así como la novela pastoril La Galatea. Después, le habló sobre la imposibilidad de que Sabiote aportara el cupo asignado de cereales y aceite, ya que ello daría lugar a la ruina de todos. Mas el comisario se mantuvo inflexible y adujo que eran órdenes que necesariamente tenían que cumplirse. Así pues, sólo un milagro podría salvar al pueblo del hambre venidera. Pero el milagro se produjo en la siguiente forma: Cervantes, que recibió un recado de la superiora del convento de carmelitas sabioteño madre Leonor de Jesús suplicándole que la visitara, cumplió con gusto el requerimiento, y al llegar encontró a la comunidad reunida en el claustro de un recoleto patio porticado, en el cual observó que su parte superior estaba inacabada por faltarle los arcos y corredores de dos de sus lados. La monja, que era de hablar pausado, fina y delicada, pero firme y convincente, expuso directamente al comisario el objeto de su llamada, que no era otro que el de pedirle, en nombre de Dios, que viera la forma de evitar

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Antonio Rodríguez Aranda al pueblo el grave problema que se le planteaba si es que del mismo tenían que salir los cereales y el aceite que le eran exigidos. Después añadió: —En estos tiempos, el desenfreno y abuso de los fuertes sobre los débiles reina por doquier, pero no está lejos el día en que un caballero andante, sin miedo y sin tacha, recorra los campos y los pueblos favoreciendo a los menesterosos y desvalidos y persiguiendo con rigor a los tunantes y malandrines. Hoy, mi señor don Miguel, la comunidad y yo sabemos que tenéis órdenes que cumplir, pero evitad en la medida que podáis que las mismas traigan la pobreza a nuestro pueblo. Obrad, pues, como lo haría ese caballero. —Que Dios guarde a vuestra reverencia y a esta comunidad. Y que todo este monasterio, con su bello templo y su hermoso coro, estén siempre abiertos al servicio de los fieles y del pueblo sabioteño, dijo Cervantes al despedirse con una profunda inclinación. Y cuando salió del convento cabizbajo y pensativo, encontró en la puerta al alguacil Melgarejo, a quien manifestó: —Debo ir a Úbeda con urgencia, pues aunque ya conozco sus famosos cerros, quiero ver la ciudad y algunos amigos que allí tengo, entre ellos el pintor Orbaneja y Melchor Ortega, el autor de Felixmarte de Hircadia, un libro de caballería que he de leer y que bien me puede servir para componer el que tengo in mente sobre un caballero que espero se parezca al que se ha referido la bendita superiora con la que acabo de hablar. Además, es posible que allí y en otros pueblos haga acopio de los productos que la Real Armada necesita y que no puede aportar Sabiote. Si no los consigo volveré por aquí, dijo sin convencimiento mientras miraba con ternura a varios niños que lo rodeaban, a la vez que en sus ojos pareció brillar una luz fugaz cuando se oyeron lejanos cánticos de gloria de las monjas del convento. Al día siguiente, muy de mañana, se le vio salir de la posada montado sobre su caballo, pero a Sabiote nunca volvió.

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El señor de la casa de las manillas

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n el pueblo era conocido como el señor de la casa de las Manillas. Algunos, sin embargo, hablando de él decían despectivamente el tío forastero, pero los pocos que lo trataban le llamaban respetuosamente don Álvaro. Llegó pocos años atrás después de heredar la casa y varios cortijos con dehesas, olivares y tierras de pan llevar. Era hombre de unos cuarenta años, alto, seco, frío, adusto y calculador. Se comentaba que fue bucanero en mares de las Indias, y que en Toledo, de donde procedía, se dedicó al préstamo y a la usura. El pueblo es Sabiote, encaramado en uno de los cerros más altos de la Loma de Úbeda. Es villa milenaria, con castillo, murallas con altos torreones de vigilancia, y siete puertas de acceso que, todavía en aquellos años de la última década del siglo XIX, seguían cerrándose al toque de oración y abriéndose al amanecer. Tiene casa consistorial con alcalde, escribano y alguacil, así como médico-cirujano, ministrante y dos escuelas públicas, con maestra miga una y otra para niños con maestro. Hay también una majestuosa iglesia parroquial con curato de término y de presentación por parte de un marqués, dueño de grandes propiedades en la villa, y servida por un prior, un cura teniente, dos beneficiados, sacristán mayor, sirviente y sochantre. Además, un convento que fue de religiosas carmelitas descalzas, dos capillas y dos ermitas, una de ellas la del patrono San Ginés de la Jara. De murallas afuera las tierras son feraces y los olivares productivos. Desde torreones y miradores puede contemplarse un extenso paisaje que por el norte se pierde en Sierra Morena, pero que rompe el valle del Guadalimar, donde se inician las tierras rojizas de El Condado. Por el sur se ve en lontananza Sierra Mágina, así como las de Cazorla, Segura y las Villas. La casa de las Manillas está cerca de la parroquia y a la entrada del barrio del Albaicín. Toda ella es de piedra de cantería, y en su fachada, además de las manillas o aros que denotan su nobleza, tiene sendos escudos de armas y el año de su procedencia: 1550. Don Álvaro heredó casa, tierras y cortijos de una hermana de su madre: doña María Zarzalejo Teruel y Dávalos, la señora, descendiente por vía directa de don Pero Zarzalejo, conquistador de la villa en tiempos de San

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Antonio Rodríguez Aranda Fernando y tronco de varias ramas que, a lo largo de cuatro siglos, dieron a Sabiote importantes hombres que ocuparon cargos diversos, ya como alcaides del castillo, inquisidores, priores, familiares del Santo Oficio, corregidores, regidores… Cuando don Álvaro se hizo cargo de las propiedades heredadas, procedió con un mal meditado calculismo y despidió a hombres y mujeres que llevaban toda una vida ligados a la señora y a sus padres por lazos de trabajo y afectivos. Así se deshizo de manijeros, muleros, gañanes, porqueros, caseros y caseras, aperadores, braceros y mozos y mozas de servicio. Vendió casi la totalidad del ganado por considerarlo improductivo, incluso el tronco de caballos que siempre utilizó la señora, su tía, además de otros animales y aves de cuadra y corral. Ante los del pueblo don Álvaro nunca fue bien visto, mas aunque las familias pudientes lo recibieron primero con fría hostilidad y luego con indiferencia y la clase baja con desprecio continuado, todos respetaban la enorme fuerza de su posición social y económica e incluso su personalidad, ciertamente violenta y egoísta, pero llena de vitalidad. Es soltero don Álvaro pese a su edad, y vive solo en la casa de las Manillas, si bien suele pasar con él largas temporadas su hermana, la señorita Juliana, alta, huesuda, de edad indefinida y mal casada, según se comenta. Tiene una sirvienta, Petra, cuarentona, sonrosada y único vestigio del numeroso servicio que siempre hubo, pero le ayudan en las tareas domésticas su hermano Ginés, así como una sobrina de ambos conocida por Mariquilla. Ginés es viejo, dicharachero y ocurrente y, entre otras cosas, se ocupa de atender el poco ganado que queda en las cuadras. Tiene un burro propio, Completo, del que dice que se llama así porque no le falta na, y al que, según dicen otros, quiere como a las niñas de sus ojos. Mariquilla es grácil, sencilla y linda, vivaracha en ocasiones y tímida otras. Tiene la tez morena, el pelo negro como el azabache y los ojos verdes. Al mirarla suele bajarlos y a veces se encienden sus mejillas y se ponen como la grana. Andará por los dieciocho o veinte años, pero no se le conoce novio, pese a que la cortejan mocicos del pueblo y forasteros. La sacó de pila la señora, de quien tomó el nombre; y como su madre murió siendo ella niña y su padre cuando era mozuela, vive con su tío Ginés en la casa que éste tiene en el Albaicín, que es una vivienda pequeña y

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humilde pues sólo consta de portal-cocina, dos habitaciones dormitorios, cuadra y corral con pozo medianero, pero que reluce toda ella como los chorros del oro. A veces, la tía Petra reside con ellos cuando el amo va de viaje o a sus cortijos. Aquel día había en Sabiote una gran agitación. Hombres del campo, agrupados en la Puerta de la Villa junto a la vieja iglesia de la Reina, clamaban airados contra la injusticia de un paro que venía manteniéndose desde hacía meses. Juan Navarrete, apodado Manteca, menudo, vivaz y de palabra fácil y cálida, se subió a un banco de piedra y, dirigiéndose a los demás, dijo: —Compañeros, con el paro el hambre se ha apoderado de nuestros cuerpos y el de nuestras mujeres e hijos. Si esto continúa, lo que nos espera es ir poco a poco al panteón en la caja de las ánimas y con entierro «pollar». El abandono de los ricos y, sobre todo, la muerte de la señora, que Dios tenga en su gloria, han sido causa de nuestra desgracia. Ella siempre nos dio trabajo y afecto, pero su sucesor, por el contrario, no sólo nos ha quitado el pan, sino que ha hipotecado y embargado a los que tuvimos la desgracia de deberle unos duros a él o a su tía. Y como las autoridades son ellos, los ricos, y no nos oyen, tenemos que ser nosotros mismos los que resolvamos nuestros problemas. Por mi parte, he dicho. Como la arenga excitó a todos, intervino otro diciendo: —Nos quitan las tierras y las dejan de erial olvidando que quiñones como los de La Vega, La Serna o La Solana son nuestros porque nosotros los otoñamos, los aramos, segamos las mieses, las trillamos y las aventamos. Nuestros son también los olivares de La Dehesa, de La Hoz, de La Covatilla y de varios sitios más, porque los aramos, los binamos, les cavamos los pies y los vareamos cuando el fruto está en sazón. Y son nuestras mujeres e hijos quienes se tiran al suelo para arrancar los garbanzos de la tierra o sacar la aceituna de entre los terrones o el hielo. Y dijo otro: —No me pondré los peales ni me calzaré las abarcas para servir a quien es capaz de quitar el pan a mis hijos. Tenemos la recolección encima, ¡pues que sieguen las mieses el señor de la casa de las Manillas y quienes le siguen, que nosotros nos quedaremos con nuestra dignidad y nuestra hambre! Y un tercero:

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Antonio Rodríguez Aranda —Que nadie coja una hoz, que nadie arranque un garbanzo, que nadie saque una bestia con albarda y jamugas. Por una puñetera vez, ¡vamos a mantenernos unidos! Cuando Juan Antonio el de las Monjas se levantó para hablar se produjo un respetuoso silencio. Es hombre serio, preciso, de palabra lenta y que había estado siempre al servicio de la señora ocupando puestos destacados, ya sea como aperador o como mulero mayor. Y les dijo: —Amigos, cuanto habéis dicho es cierto y no hay ninguno que no lleve razón en lo que ha expuesto. Cierto es también que tenemos que tomar una decisión, pero ésta debe ser conocida de los propietarios antes de proceder. Propongo que les comuniquemos, empezando por don Álvaro, que en la recolección de cereales que se avecina no pensamos coger una sola espiga si antes no se devuelven las tierras a los que las tenían y se proporciona trabajo a los que lo necesitan. Para ello debe nombrarse una comisión y yo me ofrezco el primero. El que quiera que me siga. Ningún hombre se movió ni levantó la voz. El hecho de ponerse ante la presencia de don Álvaro para una embajada semejante aterraba a la mayoría. Al fin, dijo uno que fuera el propio Juan Antonio el que eligiera acompañantes, y éste se decidió por Manteca, Carrasco, Juan del Rox y Cascajo. Luego, prometió informar del resultado de la entrevista. La casa de las Manillas tiene rejas de hierro forjado y fuertes puertas de madera con clavos, llamadores y un postigo que siempre permanece abierto. El zaguán es amplio, con gruesas vigas en el techo y dos hachones de aceite, uno en cada pared, que se encienden al anochecer y tienen la cal ennegrecida. La cancela, enfrente, está hecha de madera de cuarterones y da paso al portal. A su derecha, un tirador que hace sonar una campanilla al accionarse; a la izquierda, en lo alto, un ventanuco por el que se suele asomar la pálida cara de la señorita Juliana. Cuando la campanilla sonó y abrió Petra la puerta, palideció al ver a los cinco visitantes. Pero sin decir palabra les hizo pasar y subió a llamar a su señor. El señor aparece por una puerta a la que se accede subiendo unos peldaños. Su traje es oscuro, su tez cetrina, su mirada profunda. Con una indicación autoritaria hace subir a los comisionados a una sala amplia con estrado negro, grandes cortinas y un ligero olor a incienso. Nadie se sienta.

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—Tenéis la palabra, les dice. Juan Antonio balbucea, carraspea, tose y al fin se decide: —Desde que la señora falta... Le corta airado don Álvaro: —A la señora, mi tía, no hay que recordarla sino para desearle descanso eterno. Ahora el señor soy yo y yo decido en mi casa. Insiste el campesino: —Con respeto quiero decir a su merced que las decisiones y acciones de mi señora, que gloria halle, permitían que viviéramos con holgura nosotros y nuestras familias. Las suyas, señor don Álvaro, han traído el hambre y la ruina a nuestras casas. —Yo tomo mis decisiones en defensa de mis intereses —dijo don Álvaro—; que cada uno tome las suyas para defender los propios y que deje a los demás. —Señor, sus cortijos se han quedado vacíos y algunos se hunden; gran parte del ganado ha sido malvendido o ha muerto; los campos están yermos, las mieses se agostan, la aceituna de las dos últimas cosechas se secó en el árbol y la caída se envolvió entre la tierra y la maleza. Todo ha sucedido así con el pretexto de que esos campos no son rentables. ¡Los mismos campos que siempre han alimentado a nuestros padres y a los padres de nuestros padres! —Vosotros, no otros, habéis labrado mis tierras y pastoreado mi ganado. Nunca llamé para hacerlo a un forastero, dijo el amo. —Porque cobramos menos, masculló Cascajo. —Y menos que vas a cobrar —voceó don Álvaro—, porque en esta casa no vuelves a trabajar. —Mi amo —dijo Juan Antonio con aplomo—, si se nos impide decir la verdad, aunque sea molesta, ni mis compañeros ni yo podemos permanecer aquí. —Tú y tus compañeros donde estáis haciendo falta es en la calle. Respecto a lo que a ti concierne, ve preparando el dinero que me debes, porque si al vencimiento del pagaré no me traes el importe, te vuela lo poco que tienes. —Sí, nos vamos, pero no sin decirle antes que es grande la cosecha de cereal que tenemos encima, y que ni los hombres segarán ni las mujeres espigarán ni arrancarán un garbanzo, si antes no nos ponemos de acuerdo en las condiciones.

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Antonio Rodríguez Aranda —Amenazas a mí. ¡Fuera de mi casa! ¡¡Fuera!! Petra, como venía observando que Mariquilla miraba a don Álvaro con buenos ojos y que a veces justificaba sus acciones, le dijo un día: —No me gusta cómo miras al señor ni cómo te mira él a ti. Vete y no vuelvas a esta casa, que aquí no hay nada bueno. Pero Mariquilla hizo oídos sordos a los consejos de su tía y continuó yendo a la casa, acaso por la fuerza de la costumbre, acaso porque tenía seguridad en sí misma, acaso... La señorita Juliana dijo a Petra: —Si tu hermano Ginés nos entrega la casa y el burro evitará que tengamos que recurrir a los tribunales, que aumente la deuda con los gastos y que incluso pueda verse entre rejas. Entre sollozos respondió Petra: —Sin su vivienda mi hermano y mi sobrina quedarán en la calle, y yo misma no tendré adonde ir el día en que deje esta casa. Y mi Ginés sin el borrico perderá la vida, pues es mucho lo que lo quiere y lo que lo necesita. Por caridad, déjennos ahora tranquilos, y con la poca cosecha que vamos a coger, con lo que espigue mi sobrina y con algo más de tiempo que nos den, ya verán cómo pagamos lo que les debemos. Pero Juliana, inflexible, le dijo que eran muchos los pagos que tenían que hacer y que necesitaban el dinero con urgencia. Después, Petra llamó a su sobrina y se lo contó todo. Mas aunque Mariquilla se dio cuenta del problema que se les venía encima, se mordió los labios y no dijo nada. Días antes de que se diera la voz para iniciar la recolección, se produjo una fuerte explosión de noticias y acontecimientos que conmocionaron la vida del pueblo. Cuando ya su estado casi lo evidenciaba, Mariquilla comunicó a su tía que estaba embarazada de don Álvaro. Y al embargar poco después el juzgado los bienes de Juan Antonio y de otros trabajadores, pero no los de Ginés, todos creyeron intuir la razón. Tres días después se produjo una fuerte tempestad, y un rayo incendió la casa de las Manillas. Entre el fragor de la tormenta, el tañido de las campanas

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tocando a rebato y el griterío de los vecinos que expusieron valientemente sus vidas, don Álvaro, su hermana y Petra fueron sacados de entre las llamas. El peor parado fue don Álvaro, quien, por salvar a las mujeres, se debatió entre el fuego, el humo y los escombros, hasta apartarlas del peligro. Las puertas de las casas de la vecindad se abrieron para acoger a los heridos, y en una de ellas don Álvaro, medio asfixiado, quemado y con violentas convulsiones vio próxima su muerte y mandó llamar al prior, el cual, después de confesarlo, habló largamente con Mariquilla primero y luego con sus tíos y con la señorita Juliana y, pese a la férrea oposición de ésta, concertó la boda y los casó in artículo mortis. Durante varios días se debatió el señor de la casa de las Manillas entre la vida y la muerte, y como mientras tanto los campos estaban abandonados porque los trabajadores mantenían el paro acordado, el cura aconsejó a Mariquilla que como legítima esposa del dueño tratara de resolver la situación, y ella lo hizo sin titubear. Llamó a Juan Antonio, a Manteca, a Juan del Rox y a otros, y tras exponerles el caso les ofreció jornal y participación a cobrar una vez que se vendieran los primeros granos. Al día siguiente, ya con el sí por delante, se ocupó de buscar el resto del personal y ella misma se puso al frente de la cuadrilla de mujeres. Luego, compró fiados unos pares de mulos, contrató otros con sus respectivos muleros, mandó limpiar las eras del pueblo además de las de los cortijos, y tanto de cuadras como de graneros sacó rulos, horcates, colleras, ubios, barzones, horcas, cribas, fanegas, celemines... En poco tiempo la recolección se puso en marcha. Los segadores, envueltos en sudor y polvo, cortaban con sus hoces la mies y formaban gavillas que cargaban en mulos, burros, carros y carretas que las transportaban a las eras, en donde lentos rulos chapeteros conducidos por niños o viejos que se sentaban en sillas de ramales, aplastaban las espigas desgranándolas. Después, tras juntar la parva, se aventaba ésta para separar la paja del grano y el cereal formaba así el pez, o sea, un montón alargado que era medido en fanegas o celemines y transportado a los graneros. La joven esposa vendió a precio relativamente bajo las primeras fanegas con objeto de anticipar dinero a los trabajadores. Pero como a la vez se vio sorprendida con la llegada de acreedores que, asustados por el estado de don Álvaro presentaban recibos, letras y pagarés a su cargo, ató cabos con lo que había visto y oído antes y comprendió que su marido se hallaba

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Antonio Rodríguez Aranda en bancarrota. Entonces habló con el prior y con Juan Antonio y éstos le confirmaron que, en efecto, el descuido de las fincas, a más de las malas inversiones hechas en préstamos e hipotecas le habían llevado a tal estado. Mientras, la fortaleza física del enfermo logró imponerse sobre sus dolencias y lentamente empezó a mejorar. Pero a medida que se iba haciendo cargo de la situación reaccionaba con violencia. Instigado por su hermana, y con el pretexto de haber sido engañado por el cura cuando no era dueño de su persona, se negó a considerar a Mariquilla como esposa, por lo que rehusó aceptar sus decisiones como administradora de la casa y de la hacienda. Mariquilla, que siempre había tratado a don Álvaro con miedo pese a sentir por él un amor que rayaba en la veneración, se atrevió a hablarle en uno de los pocos momentos en que tuvo ocasión de verlo. Lentamente, y casi sin levantar los ojos, le dijo que había sido ella quien buscó su propia suerte o desgracia, pero no por interés, sino por amor. Porque el amor, añadió, también existe pese a la diferencia que pudiera haber por clase o edad. Asimismo, porque ella lo quería al verlo siempre solo luchando contra todos y contra todo. Y terminó diciendo: —Nada quiero de tu persona ni nada pienso pedirte. Esto que me he buscado yo, yo misma lo voy a resolver. Pero quédete con mi amor, que ése nadie te lo puede quitar.Y quédate también con tus ejecutorias de nobleza y tus bienes, que yo tengo algo más grande que todo eso, que es el hijo que llevo en mis entrañas. Nuestro hijo. Cuando el de las Manillas pudo levantarse vio entre admirado y sorprendido todo lo que su mujer había conseguido, pero mantuvo firme su orgullosa decisión y lo que hizo fue llamar a su abogado y ejecutar cuantos pagarés tenía a su favor, entre ellos el de Ginés. Desahució a aparceros y arrendatarios con objeto de dejar libres sus propiedades, y se deshizo a bajo precio de los cereales que ella mandó encerrar en almacenes y graneros. Un día la justicia embargó la casa y el burro de Ginés, por lo cual éste quedó sumido en una profunda depresión que se agravó cuando, tras quitarle a Completo, lo depositaron en una cuadra municipal en espera de ser subastado. Pero, al mismo tiempo, los acreedores hincaron sus garras sobre los bienes de don Álvaro y se sucedieron las ejecuciones de títulos y los consiguientes embargos y subastas. La curia paseó por el pueblo sus largas

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vestimentas y subasteros, logreros y hombres de pocos escrúpulos examinaban las fincas para lanzarse sobre ellas como aves de rapiña en el mejor momento. Mientras, Mariquilla había dado a luz a un precioso niño, y la tía Petra, que naturalmente había dejado a su amo, se convirtió en el alma de la casa de su hermano y en una inestimable ayuda para su sobrina. Pero ésta había llegado a la conclusión de que el pueblo no era ya el lugar adecuado para ella y para su hijo, por lo que decidió irse a las Américas con unos lejanos parientes que tenía en Buenos Aires. Y con el mismo ímpetu que ponía en todo, se dedicó a preparar el viaje ayudada por su tía. Don Álvaro, desde que se enteró del nacimiento del niño era un alma en pena. Tratando siempre de hablar con quien hubiera visto a la madre y a su hijo, paseaba a caballo cerca de la casa en que vivían; y cada vez que pasaba junto al bajo bardal del corral de Ginés, alzaba su cuerpo apoyándose en los estribos. Mariquilla, que había preparado en secreto el viaje, salió de Sabiote antes del amanecer de un frío día de diciembre en una tartana con su hijo y escaso equipaje. Se proponía tomar un tren hasta Cádiz y desde allí un barco con destino a Buenos Aires. Pero su marcha, llevada con tanto sigilo, fue sin embargo un secreto a voces, por lo que al llegar la noticia a conocimiento de don Álvaro, éste se enteró de todos los pormenores a través de la tartanera. Como una exhalación volvió a su casa, ensilló un caballo y salió a galope tendido. Encontró la tartana cuando, cerca ya de la estación de ferrocarril que habían hecho en término de Baeza, intentaba cruzar el río Guadalimar por un vado. Lívido, desencajado y sin hablar palabra, cogió en volandas a Mariquilla quien, con el niño en brazos, quedó montada sobre la grupa del caballo. Después le dijo algo ininteligible al cochero, y, a trote largo, volvió siguiendo el mismo camino por el que había llegado. A eso del mediodía se bajaron los tres del caballo en el portal de la casa de las Manillas, y Juliana, que ya tenía el equipaje hecho, salió por la tarde en otra tartana, pero esta vez buscando un tren con dirección contraria. Mariquilla habló largamente con su marido, y aunque él le dijo que su patrimonio estaba legalmente perdido, ella se puso en acción. Como ya se había dado la voz para la recogida de la cosecha de aceituna, que era buena, volvió a llamar a sus amigos y todos, pese a lo sucedido anteriormente, respondieron como un solo hombre. Se formaron cuadrillas, ellos como

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Antonio Rodríguez Aranda vareadores, ellas como recogedoras. Y el día en que empezó la faena largas filas de aceituneros se acercaban al tajo con el rito y la unción que si de una procesión se tratara. Al llegar, desplegaban los hombres los mantones y con sus largas varas tiraban al suelo la aceituna, en tanto que las mujeres, de rodillas y con ropas hasta los pies, la recogían echándola en espuertas; incluso los niños, entre risas y alborozos, cogían también las salteás como si fuera un juego. Y cuando la curia o acreedores inoportunos se atrevían a aproximarse al pueblo, el vigía de turno, situado en la ermita de San Ginés, alertaba a los demás con unos gritos que bastaban para hacer correr a los visitantes. Al terminar la recolección, y después que el molino convirtiera en aceite la aceituna, el matrimonio quiso venderlo con ánimo de pagar al personal, pero el personal sólo aceptó unos reales para salir del paso, diciendo que dedicaran el resto a resolver la difícil situación. Don Álvaro, que en los primeros días de la reconciliación se manifestaba entre hosco y taciturno, empezó a ganarse la confianza de la gente tanto cuando lo vieron visitar frecuentemente los tajos y conversar con los aceituneros, como al enterarse de que se entrevistó en su casa con Juan Antonio el de las Monjas y le comunicó que había dado orden de retirar las demandas judiciales presentadas contra él y los restantes trabajadores. Pero como el grave problema económico subsistía, un día se marchó a Toledo, su tierra, con objeto de visitar a amigos y parientes y tratar de solucionarlo. Durante el viaje de su marido Mariquilla habló con paisanos y conocidos, así como con jueces, abogados, acreedores y personas destacadas de los pueblos limítrofes. Su encanto y simpatía personal, así como el respeto que siempre inspiró todo lo relacionado con la casa de las Manillas, bastó para que se produjera el milagro de enderezar el mal sesgo que la misma había tomado con la entrada del nuevo propietario. Por ello, con la ayuda económica de unos y los avales de otros, se pudieron paralizar los procedimientos judiciales más peligrosos. Días después volvió don Álvaro cargado de buenas noticias. Sus deudos habían respondido mejor de lo que él esperaba. Incluso su hermana Juliana puso a su disposición el dinero de que disponía. Además, logró de un importante banco un crédito a largo plazo, suficiente, según él, para evitar las subastas anunciadas e incluso para pagar a los trabajadores.

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Cuando a la casa regresaron Petra y su hermano Ginés, las cuadras, con ganado propio o prestado ya estaban como en los mejores tiempos de la señora; y los cortijos empezaron a cobrar vida ya que las tierras y olivas fueron adjudicadas a antiguos y nuevos colonos en condiciones equitativas. Asimismo, viejos hortelanos cavaron las huertas y alumbraron el agua de los manantiales casi secos por el pasado abandono, en tanto que rebaños de la localidad y foráneos ocuparon de nuevo las dehesas, Como el ejemplo de los de la casa de las Manillas empezó a cundir entre pobres y ricos, todos pensaron que el pueblo y sus campos se transformarían porque las tierras, antes yermas y baldías, serían cultivadas; que decenas de pares de mulos saldrían a la del alba de las casas y los cortijos; que los muleros hincarían en la tierra la reja de los arados haciendo surgir largos surcos paralelos que parecerían unirse en la lejanía; que hombres fornidos y sudorosos cavarían la tierra arrancándole terrones que envolverían sus piernas hasta las rodillas; que los surcos se llenarían de simiente que germinaría dando vida a la tierra; que los animales de los campos y las dehesas darían vida a otros animales; que el agua de los manantiales correría e inundaría las tablas de las huertas, y que, con el sol, los campos sabioteños se llenarían de luz y de riqueza. Mas algo quedaba sin resolver. Y es que como la autoridad local no había recibido el mandamiento judicial necesario para liberar a Completo del depósito a que se hallaba sometido, el burro continuaba en la cuadra municipal. Pero aunque Ginés estaba más tranquilo, todavía contaba el tiempo que le quedaba para tenerlo, si bien sus perros Madroño y Cartucho seguían turnándose en la diaria compañía que hacían al burro desde que lo encerraron. Cuando finalmente la orden llegó, el alguacil llevó al borrico a la casa de las Manillas, mas como su dueño no estaba en ella porque había ido a la fuente de la Corregidora por unos cántaros de agua, don Álvaro y Mariquilla, ésta con el niño en sus brazos, llevaron a Completo a la era del castillo a esperar el regreso de su amo. Entonces, al darse cuenta los vecinos de lo que ocurría, acudieron también por calles y callejas. Y cuando Ginés llegó y vio al burro se abrazó a él. El niño, aunque nada entendía porque estaba en mantillas, reía, en tanto que sus padres y todos los demás lloraban. Los perros saltaban y ladraban, y Completo, que estaba en pelo, como si se diera cuenta se revolcaba complacido en el

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Antonio Rodríguez Aranda suelo y levantaba un montón de polvo que subía y se extendía formando una nubecilla blanca. Entonces pensaban muchos que aquella nubecilla acaso fuera un ángel que un día llegara a Sabiote, y que, cumplida su misión, volvía al cielo despacio, lentamente. -------------------------------------------------------------------------------Este cuento fue uno de los 25 premiados en el IV concurso literario convocado por Círculo de Lectores bajo el lema «Historias de un mundo mejor» y posteriormente publicados en un tomo en el año 1994. ----------------------------------------------------------------------------------

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Los tesoros

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epa comunicó a los íntimos que se le presentó su mama y que a ella le entró miedo cuando la vio, pues hacía seis años y nueve meses que había muerto, pero que se sobrepuso y le dijo lo que en esos casos era costumbre, o sea, «si eres alma del otro mundo dime a lo que vienes». Añadió que entonces la difunta le transmitió que como sabía que la familia andaba con apuros, venía a anunciarle que la niña soñaría un tesoro, así como que no sería el único. Luego, tras recomendarle que se le dijera una misa, desapareció. Contó también que al subir Mariano, su marido, con el cebero colgado en el hombro, ya que venía de la cuadra de echarle el pienso al mulo, la encontró lívida, con los ojos en blanco y traspuesta, y que al verla así, como no era la primera vez que le daban arrebatos, le echó agua en la cara, le dio unas guantaillas y la reanimó como pudo. Pero que ella no le quiso decir nada de lo pasado porque él siempre le decía que tenía la cabeza llena de grillos. Luego, las vecinas comentaron riendo que a la Pepa le dijo su hombre que a lo mejor todo era producto de un embarazo, pero que ella le contestó que él estaba ya como el gato de la tía Flora, que veía pasar los ratones a su lado y no se le estremecía el cuerpo. Tras sembrar en el otoño, Mariano lo tenía todo preparado para coger la cosecha de aceituna, que no era buena, pues había llovido poco. Sin embargo, aunque el panorama se presentaba sombrío, no eran ellos los sabioteños que más podían quejarse, ya que en el troje de su granero había algunas fanegas de trigo, y en los alcuzones que tenían en la cantina guardaban unas arrobas de aceite. Pepa escribió a su hermano, que era franciscano en un convento de Sevilla, y le contó lo de la presentación de la madre. Decía así la carta: Apreciable hermano: Me alegraré que al recibo de ésta te encuentres bien. Yo y los míos estamos buenos gracias a Dios. Inocencio, sabrás que se me ha presentado mama y me dijo cosas que yo no quiero decir a nadie, pero que tú por ser fraile tienes que saber para aconsejarme lo mejor. En fin, que lo que me dijo es que mi nena va soñar un tesoro y a lo mejor más, pero lo que yo te digo es que hace algún tiempo de esto y la chiquilla no se

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Antonio Rodríguez Aranda arranca, y no sabes cómo lo estamos pasando con esta sequía, pero menos mal que el pobretico de mi hombre no para de bullir, trabajar y dar gusto a unos y a otros, que si no fuera por eso no se dónde vamos a poner el hato, pues como tú sabes en la casa somos yo, el Mariano, los dos mayores que son ya medio mociquillos, la María, que está en los doce años metía en los trece, y el chico que se lleva año y medio con la hermana. Así es que tú reza lo que puedas a fin de que ella sueñe de una vez lo que sea y nos saque de penas, pero que no se lo digas a nadie y ya te tendré yo al corriente de lo que venga. Se despide de ti esta que lo es tu hermana, Pepa.

Pasó algún tiempo sin que la chiquilla dijera esta boca es mía respecto a lo del tesoro, y la madre, que ya empezaba a impacientarse, aunque sin decir nada no hacía más que sacar conversaciones con amigas y vecinas sobre brujas, miedos, apariciones y... tesoros. Y, sobre este último tema, una de ellas, cuando varias estaban en la fuente del Zumacar llenando cántaros de agua, le contó lo que le pasó a Perico Siete reales por pachonear cuando soñó el tesoro que había y hay junto a la barbacana de la muralla. Fue ello que en el sueño un duende le dijo dónde estaba y que lo tenía que sacar mientras el reloj de la villa daba las doce campanadas de la noche, pero le recomendó que no se pasara, ya que en caso contrario se quedaría sin nada. Nuestro paisano empezó obedeciendo lo que el duende le mandó, por lo cual antes de las doce escarbó en el sitio que tenía que hacerlo y encontró una losa grande que movió como pudo, debajo vio un pozo poco hondo que daba a un túnel muy bien hecho con piedras de cantería y un arco en la entrada, y el túnel, que era largo y oscuro, tenía al principio un poyete a un lado y a otro y encima de cada uno había seis orzas más de medianas. Entonces, el hombre miró lo que había dentro de las doce orzas y vio que estaban llenas de anillos, gargantillas, porcas y monedas y que todo era de oro, plata y brillantes. Pero la que contaba la historia añadió molesta y enfadada al ver que las otras hablaban: —Como no os interesa lo que digo, me voy a mi casa y que os cuente Rita el cuento. —¿Qué dices?, gritaron las oyentes todas a una. Y añadió otra: —Lo que tú quieres es dejarnos con la miel en los labios y hacerte de rogar. Vamos, sigue contando o de aquí no te vas hasta que lo hagas.

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—Está bien, seguiré, pero poner atención. Como a Siete reales le había dicho el duende que no tocara nada hasta que la campana del reloj diera el primer toque de la media noche, él se estuvo quieto y esperó un rato, mas tan pronto lo oyó, se lanzó como loco a coger cuanto pudiera, pero al estar las orzas llenas y pesar mucho, primero a puñaos y a almorzás, y luego volcándolas cuando pesaban menos, lo iba echando todo encima de la losa. Y ocurrió que, aunque lo había hecho con media docena de ellas, cuando el reloj terminó de dar las doce y sobre la losa había un montón de joyas y monedas que brillaban a la luz de la luna, como ya se había apoderado la avaricia de él, en lugar de conformarse con lo que estaba fuera se metió en el pozo de nuevo y haciendo un gran esfuerzo abrazó otra orza, la sacó como pudo y se dispuso a hacer lo mismo con las que quedaban. Entonces, se produjo un terrible ruido en el túnel, se removió la tierra y se volcó la losa arrojando al hoyo cuanto tenía encima, a la vez que se ocultó la luna tras unos negros nubarrones y quedó todo en la más absoluta oscuridad. Luego, cuando pasado un rato salió de nuevo la luna, apareció el suelo donde estaba el pozo más liso que la palma de la mano, en tanto que el que soñó el tesoro y no cumplió las reglas del sueño, miraba compungido la escena con las manos en los bolsillos, acaso pensando que todo lo ocurrido había sido eso, un sueño. —Algo parecido a eso es lo que le ocurrió a Molinete, o sea, el otro paisano del que quedó el dicho de «mañana se dirá», comentó volviendo la cabeza la mujer que en aquel momento llenaba el cántaro en la fuente. —¿Y qué historia es ésa? —preguntó la que le había dado la vez. Pero entonces pasó Paco Marchenilla a lomos de un caballo y dijo a las del corro: —Ea, mujeres, que ya está bien el parloteo. Venga, a barrer y a fregar en vuestras casas, que falta les hará. Petra, que salía de su casa en aquel momento con un botijo en la mano, le dijo: —¿Y a ti qué leche te importa esto, cantaor? ¿Qué es lo que tú quieres aquí? —Una que se parezca a ti, muñeca —contestó el caballista—. Pero, ¿quién se va a parecer a ti más que tú misma? Anda, resalá, dime que sí y el trato se cierra ahora mismo.

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Antonio Rodríguez Aranda Entonces Petra, roja hasta las orejas, rompió el botijo cuando salió disparada hacia su casa, en tanto que el enamorado cantaor se acercó a su puerta y desde la jaca que montaba se arrancó en esta forma:

No te escondas, chiquilla

tras de tu puerta,

que me dejas el alma

peor que muerta.

Sal a la calle,

y te diré al oído

que mis pesares

se me quitan al punto,

si dejas que te cante

por soleares.

Las muchachas aplaudieron a Paco, a la vez que decían a la que se fue: —Anda, Petrilla, no te escondas que éste viene con buen fin. Asómate, que ahora están los hombres difíciles de conseguir. Mas como Petra no salió, el caballista siguió su camino y ellas reanudaron la interrumpida conversación. —¿Y qué pasó con Molinete? —Pues eso, lo que al otro, que por querer tanto se quedó sin na. —Pero cuenta, mujer, cuenta. —Ea, que se fue a la feria de Úbeda y, como ahora hay tanta maldad, se le acercó un hombre medio tonto diciéndole que si quería estampillas; y le enseñó muchos billetes de los grandes. Pero cuando quiso Molinete cogerlos el tonto le pidió perrillas, o sea, monedas, y él le dio las que tenía y se quedó con un billete chico. En esto llegó una mujer que, tras afirmar ser tía del incapaz, le dijo que a su sobrino por lo menos le tendría que dar mil pesetas por todas las estampillas, pero en monedas, que era lo que él quería. Hecho así el trato, nuestro paisano salió a todo gas hacia Sabiote y, como entonces casi no había automóviles, cuando iba andando por la carretera y se cruzaba con conocidos que se dirigían a la feria, al preguntarle éstos: «¿Adónde vas tan deprisa, Molinete?», él contestaba: «Mañana se dirá». Cuando llegó al pueblo pidió prestado el dinero que le faltaba, pero por tener necesidad de entregarlo en monedas tuvo que recorrer las tiendas para cambiarlo. Y al decirle: «¿Para qué quieres tanto dinero suelto?», respondía igual: «Mañana se dirá». Y lo que se dijo es lo

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que todo el mundo supo, o sea, que Molinete entregó al que creía que era tonto las mil pesetas en monedas y que éste le dio la caja llena de billetes, pero... todos eran falsos. —¿Entonces el pobre Molinete se quedó sin ná?, preguntó una de las que escuchaban. —Que cipotás tienes, mujer. Quiso mucho y perdió lo que tenía. —Pero de todo aquello quedó algo, dijo un viejo que al pasar oyó la conversación. —¿Y qué es?, preguntó una. —«Mañana se dirá», sentenció el abuelo a la vez que continuaba su camino. Un día Pepa recibió carta de su hermano el fraile, en la cual se refería a los tesoros, pero sobre ellos sólo le mandaba a decir que meditara sobre si lo que la madre le había dicho cuando se le presentó es que tuviera confianza en los sueños de su hija y en los designios del Todopoderoso. Después, volvió a escribirle sobre este mismo tema, pero ella no comentó cosa alguna con nadie. Pasó el tiempo y María nada anunció sobre el tesoro, hasta que un día, cuando ya se había dado la voz para empezar la aceituna, dijo al levantarse que acababa de soñar una cosa, con lo cual la Pepa empezó a temblar como el día en que se le presentó su mama, pero cuando su hija manifestó que lo soñado era que su padre se había quedado con una finca de olivas para coger a destajo la aceituna, se echó las manos a la cabeza diciendo que a su familia no le pintaba coger lo ajeno, y menos en esa forma. Pero, como la chiquilla siguió erre que erre, el padre le puso oído y dijo que lo mismo que cogían la propia podían hacerlo con la de otros, aunque lo difícil era encontrar amo. Mas tuvo suerte, ya que el padre de Marchenilla heredó por entonces a su hermana, con lo cual el hombre, como ya tenía años y además se sintió rico, dejó la labor y presentó a Mariano a los dueños de los olivares que él se había quedado para la recogida, y de esta forma lo sustituyó en las mismas condiciones, si bien dicho padre le pidió que se llevara a la aceituna con ellos a su hijo y a un sobrino. Y así, Mariano y los suyos con estos dos muchachos, más tres mujeres y dos hombres, todos ellos del pueblo, en cuatro días recogieron lo propio y se fueron después al cortijo a empezar la faena en lo de los nuevos amos.

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Antonio Rodríguez Aranda Como les acompañaba el tiempo, la cosa iba saliendo a pedir de boca. De ellos trabajaban los dichos, pero en el cortijo había otra cuadrilla de villorros, es decir, vecinos de Villacarrillo que cogían la aceituna del hermano del amo de ellos, dueño de la otra mitad de la finca. Buena gente toda y con la que se llevaban bien, sobre todo por las noches, cuando tras la cena se reunían alrededor de la lumbre que encendían en el ruedo de la enorme cocina, en donde se cantaba, se hablaba y se contaban viejas historias. En el cante, ya se sabe, Marchenilla era quien salía siempre por fandangos, peteneras, farrucas o por lo que se presentara. En cuestión de chistes, nadie como el Flequillo, el otro muchacho de Sabiote, que aunque era de por sí retraído, sabía soltar la ocurrencia oportuna en el momento preciso. Pues, ¿y las historias y los cuentos? Ninguno para contar todo ello como Josico el villorro, el jefe de la otra cuadrilla, hombre de buen parlamento, templao y silencioso, que con lo que leía, pues era hombre de cultura, y con lo que había aprendido en sus más de cincuenta años de existencia, sabía más que Lepe, Lepijo y su hijo, como dicen eso. Así pues, a la Pepa, que seguía obsesionada con los tesoros, una noche que tras una buena cena y mejor bebida y lumbre estaba el ambiente caliente (y nunca mejor dicho), no le fue difícil conseguir que Josico se arrancara por fin con una historia que, según decían los de su cuadrilla, siempre venía prometiendo y nunca contaba, pero ante la expectación de todos dijo este hombre: —Cuando en la segunda mitad del siglo XIX las guerras carlistas se extendían por el norte de España, los españoles del sur, aunque sin guerra, estaban también divididos, ya que aunque la mayoría eran partidarios de la reina Isabel II, su tío don Carlos de Borbón, el pretendiente al trono del que se creía heredero legítimo, tenía gran cantidad de adeptos en toda Andalucía y en otras regiones. Y yo mismo recuerdo —añadió—, que mi padre contaba que él, su padre y su abuelo siempre habían sido carlistas porque don Carlos tenía mejor derecho que la reina, ya que para que ésta subiera al trono tuvieron que derogar una ley que impedía reinar a las mujeres; que, además, el pretendiente era más íntegro, más católico, con más preparación y mejor visto por el Santo Padre que la reina, y que si ella se mantenía era porque el liberalismo y las fuerzas del mal que apoyaban los ingleses y los franceses así lo imponían. Josico, que se hallaba sentado junto al humero y que a la vez que hablaba hacía pleita, miró de soslayo a los concurrentes y observó que no

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faltaba nadie, pues incluso los jóvenes, que solían formar corrillo aparte se acercaron a oírlo. Satisfecho, pues, continuó de esta forma: —Por aquellos tiempos, aunque en nuestras tierras el carlismo estaba prohibido, raro era el pueblo en donde los seguidores que hubiera no se agruparan, tuvieran sus reuniones secretas y contribuyeran con lo poco o mucho que tenían a la causa de don Carlos. Ocurrió una vez –siguió diciendo-, que tras una batalla que los carlistas ganaron a las huestes reales, uno de los capitanes vencedores, con el fin de obtener soldados y dinero para su causa, atravesó Castilla y la Mancha, se adentró en Sierra Morena y logró llegar a estas tierras de las Villas y la Loma; y ya sea por no verse perseguido o bien por encontrar buena acogida o por cualquier otra causa, lo cierto es que estuvo aquí más de un año con su tropa. Pero mi abuelo decía que si no se fue antes era por esa otra causa a la que me refiero. Resumiendo: «la causa», que se llamaba Ramona, era una viuda joven que vivía con sus padres y una hermana en un cortijillo de Sabiote situado entre este pueblo y el mío. Pues bien, como el capitán era hombre que sabía cumplir con su misión, en los pueblos por donde pasaba reclutaba soldados adictos y recogía el dinero o joyas que le daban u obtenía por cualquier otro medio. Así, dividiendo sus fuerzas en pequeños grupos que se alejaban lo que podían para no llamar la atención, y guardando cuanto tenía en cierto lugar que según se comentaba sólo él sabía, iba pasando el tiempo con el contento de sus seguidores y la aflicción de los que veían disminuido su patrimonio personal por culpa del mismo. Pero lo que ocurrió es que la Ramona dejó el cortijillo, se fue a vivir a Sabiote y los albañiles entraron en su casa, que era grande y vieja y se la pusieron nueva, así como que pasado algún tiempo compró unos piojarillos de tierra de calma y olivas. Los dineros, pues, afloraban, pero como en aquellos tiempos no había bancos en los pueblos, ella sabría en donde guardaba el tesoro que el militar carlista se dejó cuando, acosados él y los suyos por las tropas reales, hubieron de salir huyendo. Lo cierto es que como ella murió joven y su padre y su hermana se desenvolvieron pobremente tras su muerte, lo que entonces todo el mundo pensó es que el tesoro de los carlistas lo guardó la Ramona en un lugar que ahora sólo Dios sabe cuál es, pero que naturalmente está en Sabiote. Todos oyeron atentamente la historia del villorro, pero especialmente Pepa, en cuanto su nena tenía así un nuevo tajo para soñar. Mas no acabó

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Antonio Rodríguez Aranda aquí la cosa, ya que a Felipa la Candileja, mujer de Sancho el Salao, ambos de la cuadrilla de los sabioteños, si bien hasta entonces no había despegado los labios, se le encendió la boca con una larga historia que hubo de ser cortada por el casero para que se acostaran, pero en esencia vino a decir que el tesoro más valioso estaba enterrado debajo del castillo; que lo trajo de las Américas un antepasado que al igual que todos los suyos era hombre de mar, y que como no le pagaban su valor lo enterró en ese sitio buscando mejores tiempos, pero que en la espera se murió y se llevó el secreto a la tumba. Su compañero de tajo y vecino Marcos Pérez que la oía, la miró con desconfianza y comentó por lo bajo que ni sus antepasados ni ella misma habían visto nunca el mar, y que ni tan siquiera se había montado ninguno de ellos, no ya en un barco, sino en un dornajo de ésos que se ponen en los pilares para que beban las ovejas. Pasada la recolección de la aceituna, un día dijo María a su madre que acababa de tener un sueño como el de marras, con lo cual la Pepa se emocionó pensando en el oro y la plata, pero se le pasó la emoción cuando le dijo su hija que en el sueño había visto a su padre labrando las olivas cuya cosecha acababan de coger a destajo. Y la madre volvió a insistir en que a ellos no les pintaba labrar olivas de nadie; pero el padre, animado por la experiencia anterior, habló con los amos y volvió con el trato hecho, o sea, de diez, cuatro para el amo y seis para él, que era la costumbre entonces. Además, le anticiparon algún dinero y pudo comprar la mula que precisaba para tener la pareja sin aparcear con nadie. Por otra parte, los dos hijos mayores, que ya eran medio mocicos, empezaron a trabajar con el par de mulos, pues entre las olivas propias y las que habían tomado juntaban ya más de novecientas. En el siguiente año la cosecha de aceituna (como Mariano comentaba después), fue mejor que buena, y los muchachos, como también decía el padre, se habían espelotao y trabajaban como cuatro. También la mociquilla y el chico ayudaban cuanto podían. Ella, como seguía los estudios de la escuela con el interés de siempre, tuvo la suerte de que la maestra que llegó ese año le tomara afecto y que particularmente le diera clases por las tardes. Además, otra mañana anunció que había tenido un nuevo sueño. Dijo que le habían comunicado en el mismo que su padre debía comprar diez cuerdas de tierra de calma y quince de dehesa, así como veinte cuerdas

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más con estaquillas de diez años y otras quince de olivas viejas. Y que todo ello estaba bajo una linde en el Monje, cerca del arroyo. La madre, ante esta buena nueva de su hija, nada dijo, pero en el fondo pensó que se le habían esfumado los doblones de oro y las joyas que creía poder sacar de recónditos lugares. El padre, animado por los anteriores sueños se puso en movimiento, y pronto averiguó que lo que decía su hija era cierto, así como quién era el dueño. Hechas las gestiones oportunas cerraron el trato, quedándose él con todo por un tanto y pagando un cuarto al contado y el resto en tres años. Pero tuvo que obrar su casa para ampliar cuadras, pajares y graneros, e igualmente renovó el ganado juntando dos pares de mulos jóvenes y un mulo de non, incluso para la dehesa compró una piara de ovejas e hizo en la misma un corralón con una nave cubierta. No mucho después de todo esto la maestra de María mandó llamar a los padres a la escuela. A solas, les dijo que su hija tenía una inteligencia superior a la normal, que asimilaba explicaciones y estudios de forma sorprendente, que era intuitiva por naturaleza y que tenía una gran capacidad para resolver de cualquier forma los problemas que se plantearan por complejos que fueran. Por ello les pidió que dejaran que la niña se presentara en junio a los exámenes de ingreso y primer curso de bachillerato en el instituto de Baeza, y que también ella estaba dispuesta a prepararla durante el verano para los de segundo. Aunque emocionada, dijo la madre que convenía pensar todo ello ya que en la familia nadie había estudiado, pero el padre, igualmente satisfecho por lo que oía, relacionando lo que dijo la maestra con los sueños de la niña, hizo un gesto de asentimiento que no dejaba lugar a dudas respecto a su buena disposición para que la misma estudiara. Con el transcurso del tiempo se fue afianzando la casa de labor de Mariano hasta convertirse en una de las más importantes de Sabiote. Los zagales se hicieron unos buenos mozos y, ante su empuje en el trabajo, el padre pudo ir pensando en darles paso y jubilarse. María se hizo maestra, ganó una plaza por oposición y se puso novia con un compañero que tenía escuela en el mismo pueblo que ella. Y al chico, como salió a la hermana y en la casa había ya posibles, lo mandaron a un colegio de Baeza para que siguiera sus estudios en el instituto. Pepa, ante todo lo ocurrido, se dio cuenta por fin de que su mama llevaba razón cuando se le presentó y le dijo lo del sueño, pese a que el mismo

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Antonio Rodríguez Aranda se hubiera realizado en forma distinta al que ella esperaba. Comprendió también el significado de una de las cartas que recibió de su hermano el fraile, en la que éste manifestaba entre otras cosas: Respecto a lo que me tienes dicho de que se te presentó madre, así como sobre los sueños de tu hija, quiero que sepas que los tesoros los tienes en ella misma y en los tuyos. Igualmente, que basta que sepas cuidar el esfuerzo y el trabajo de ellos, así como el tuyo propio, para que todos, y en especial tu María, gocéis siempre de la bendición de Dios.

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Un hombre y su perro

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arzán, tú eras muy pequeño cuando te encontré. Recuerdo que desde Sabiote habíamos bajado a bañar los mulos de mi madre al caz del viejo molino de la Orden, así como que estabas atrapado entre la maleza y las aguas del río colorao, muy cerca del rescoldo aún humeante de una hoguera que encendieron unos gitanos que acamparon en aquel lugar. Por aquellos tiempos eras un perrillo juguetón y alegre, pero hoy eres un perro viejo, taciturno y melancólico. También yo soy ahora distinto. Entonces tenía muchos años menos y algún ánimo más, pero actualmente me considero un pobre vagabundo perseguido por los recuerdos, cuyo único deleite, si es que tengo alguno, es corretear contigo caminos polvorientos y recibir de cuando en cuando un poco de sol. Pero vamos a ver, Tarzán, ¿por qué me has traído aquí? Estos últimos días has sido tú quien ha dirigido la marcha y, como ves, no hemos hecho más que dar vueltas y vueltas alrededor de este pueblo manchego en el que ya hemos estado en ocasiones anteriores, pero cuya estancia ahora no sé qué beneficios nos puede reportar. En fin, aunque se dice que «con perro sabio no menés el labio», no debes olvidar que al no comer como Dios manda desde hace tiempo, si esto sigue así poco vamos a durar. Sí, Tarzán, no te pongas serio, ésa es la verdad, porque poco necesitamos, pero no tan poco. Yo, ya ves, apenas puedo moverme, las piernas no me responden, los pies se me hinchan y... tú no estás mejor que yo. En estas condiciones difícilmente podremos pedir ayuda, ya que a las ruinas de esta vieja ermita apenas viene gente. Veo que nos vamos a morir y lo siento por ti, porque si yo voy por delante luego te van a tratar como a un perro y nadie te va a dar sepultura; prefiero por eso que me precedas, ya que así podrás tener una muerte decorosa. Respecto a mí, que más da, nada poseo ni nada quiero, pues sólo tengo la noche, el día y un largo camino por recorrer, si es que no se interpone antes la de la pícara guadaña, como parece que va a ocurrir. Ahora mil recuerdos afluyen a mi mente, casi siempre torturándome, porque para mí esta última parte de mi vida sólo ha sido eso, una pura tortura. Si ella hubiera sido buena todo sería distinto. La quería más que

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Antonio Rodríguez Aranda a mi propia vida, me dio una hija y viví un tiempo feliz, pero me traicionó yéndose con otro que se decía amigo mío, con un canalla que también se llevó a mi hija, a la que luego abandonó e hizo desaparecer de mi vista. Por eso lo maté y por eso fui a presidio. Pero… ¡te estás durmiendo, Tarzán! Yo hablo y hablo y tú duermes y duermes. Debo tener fiebre, tal vez deliro, quiero verla y no quiero verla, será ya una mozuela, pero no podría presentarme a ella, si es que apareciera, porque nada puedo darle ni ofrecerle; pero eso sí, aunque es poco lo que vale esta vida que me queda, la daría mil veces por poder mirarla aunque ella no me viera a mí. Siendo pequeños ella te quería y tú la querías. Y, cuando jugabais, mi niña te repintaba los lunares. Igualmente os gustaba ir a Sabiote a la casa de mi madre, sin duda por aquello de que «el perro y el niño donde ven cariño». Recorríais entonces el zumacar, los arrabales, el paseo, la plaza de la iglesia… y pasabais bajo los viejos arcos de la muralla camino del castillo y del Albaicín. Era pequeña, sí, mas yendo contigo nunca pasé miedo porque tú la protegías y velabas por ella, pero luego en nuestra casa del pantano te la quitaron a ti como me la quitaron a mí. Debí matarlo antes, sí, debí hacerlo cuando oí el run run sin esperar a más y así también habría evitado que se llevaran a mi hija. También tú debiste impedirlo, debiste hacer algo, no fue suficiente que dieras esas vueltas y revueltas que yo no supe comprender hasta que todo ocurrió. Luego vino esa gran tristeza que te mantuvo días sin comer cuando desapareció la nena, y más tarde estuviste perdido una larga temporada, buscándola sin duda. Pero menos mal que tras llamarnos mi madre nos fuimos a su lado; y realmente fue ella quien te salvó la vida con su continua asistencia. &&&&&& ¿Por dónde andas, Tarzán? Si fueras más joven pensaría que tras alguna novia, aunque ahora ni tú ni yo estamos para esos trotes. Antes sí, antes eras un perro realmente obsesionado por el sexo y, además, fuerte y poderoso. Precisamente gracias a tu fortaleza estoy ahora aquí. ¿Recuerdas cuando me salvaste la vida? Acababa de dejar cuanto tenía y tú y yo vivíamos y comíamos donde nos daban las doce. Fue aquella la primera de las grandes riadas que hubo aquel año y estábamos cobijados bajo el puente de la Cerrada. Era de noche cuando, casi por ensalmo, surgió la tormenta y, tras los truenos y

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rayos, sobrevino la riada que nos cogió desprevenidos. Tú pudiste escapar escalando el ladero, pero a mí me cogió el agua de lleno y fui arrastrado. ¿Recuerdas? En un recodo del río pude asirme a algo, mas como el agua me rodeaba completamente y la noche era tan oscura como la boca de un lobo, la salida era casi imposible. Entonces surgiste tú. Cuando mordieron tus dientes mi ropa las manos ya no resistían el empuje de las aguas y se me habían soltado de las ramas que tenía asidas, pero tú me apartaste de la tromba, me retuviste y supiste llevarme fuera de su alcance, si bien a un lugar del que tampoco hubiera salido a no ser porque tus ladridos me guiaron y me condujeron a un sitio seguro logrando así escapar de una muerte cierta. Te lo agradezco, amigo mío. Pero no presumas, que cada vez que surge lo de la riada te pones como un pavo real. Bueno, Tarzán, no paras de ladrar y no sé la razón. Sólo puedo decirte aquello de «perro ladrador poco mordedor», ¿pero quién crees que puede venir por aquí? Ya te he dicho que éste no es lugar de encuentro para nadie y mucho menos si sigues con tus ladridos. Algo te pasa o algo intuyes. ¿Esperas a alguien? Por mi parte puedo asegurarte que nadie me espera ni a nadie espero. Estoy solo, triste y abandonado. Te tengo a ti y a nadie más, pero tú vas, vienes, entras, sales y aquí me dejas con mis recuerdos; mas ahora te voy a pedir que me escuches. Así es que échate y óyeme. Resulta (y no es que yo quiera presumir con esto) que como había aprovechado bien los años de la escuela, ya que tuve un buen maestro y después siempre me relacioné con estudiantes y gente preparada, me destaqué entre los compañeros y amigos, máxime cuando tras leer muchas novelas y cuentos comencé a interesarme por temas de ambiente local, es decir, relacionados sobre todo con la historia, arte, costumbres y tradiciones de nuestro Sabiote. Así fue como me puse en contacto con el cronista oficial de la villa, que era un hombre solitario, triste y enigmático, pero culto, educado y sensible, que hablaba bajo, vivía solo y, cuando salía a pasear, siempre lo hacía a la misma hora y siguiendo el mismo recorrido. Del cronista aprendí a ser serio y reflexivo, pero también fui más introvertido de lo que ya era. Mis amigos me llamaban el poeta filósofo y la verdad es que buscando la razón de las cosas trataba luego de expresar poéticamente lo que deducía. Fue así como hice la semblanza de mi maestro, pues cuando lo veía pasar vestido de negro de la cabeza a los pies, con gabán y traje raídos, cuello duro, botines abrochados a un

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Antonio Rodríguez Aranda lado y bastón con empuñadura dorada, siempre a la vera de las murallas y siempre a las cinco de la tarde, me hacía pensar si el tiempo era algo estático por el que este hombre pasaba lentamente, o lo estático era su figura por la que el tiempo discurría raudo. Y sobre él hice estos versos que nunca llegó a conocer:

El señor del traje negro y del bigote, tan serio, es don Blas; don Blas Pérez del Pulgar. Sabioteño distinguido que en sus diarios paseos hace el mismo recorrido. Desde su casa a la plaza, desde la plaza a la iglesia, un paseo por las murallas y otro día la misma vuelta. ¡Qué vida la de don Blas con su paseo, siempre igual! Una duda me tortura al verlo así caminar: ¿pasa don Blas por el tiempo o es el tiempo por don Blas?

&&&&&& ¡Ay Tarzán!, te he visto venir con algo en la boca y es un trozo de pan. Eres como el perro del hortelano, pero ¿a dónde vas?, ¿es que me lo traes a mí? No, si te lo decía en broma; ¡este perro!..., anda, cómetelo tú. ¿No lo quieres?, bueno, a medias, tú una parte y yo otra. ¿Pero de dónde lo has sacado?; ya sabes, no me gusta que robes (¡y mira que me hace falta!), sin duda lo has quitado de algún sitio porque ni está duro ni empezado. Mira, mira con qué gana me lo como. ¿Y cómo no voy a tener gana si hace días que no pruebo bocado? Bueno, ya está bien, esta mitad es tuya. ¿O es que has comido? No, tus ojos me dicen que no, lo que quieres es que me lo coma yo, pero comprende que no estaría bien que lo haga y tú me veas. ¿Te vas otra vez? Sí, te vas para que yo coma tranquilo, pero no puedo ni debo hacerlo. ¡Ay, Tarzán, Tarzán!, mi deseo es que te apañes por ahí, pero es que con tanta hambre no tengo más remedio que hacerte caso y... comerme el pan.

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¿Vuelves ya? Espero que hayas tenido la misma suerte que tú me has proporcionado dejándome el pan. Pero atiende, que quiero contarte lo que estaba recordando: Cuando cumplí los dieciocho años pensé en emigrar, que era lo que hacían entonces los de mi edad, pero mi madre me convenció para que esperara unos meses, pues como ya había metido la mano en quintas no merecía la pena irme para volver al poco tiempo. Como siempre, mi madre llevaba razón, pues poco después nos llamaron y por primera vez viajé lejos de mi pueblo. En un camión nos llevaron a los quintos a la zona militar de Úbeda y en el tranvía de la Loma a la estación de Baeza, en donde tomamos el tren a Sevilla, ciudad ésta en la que pasé la mayor parte del tiempo que estuve en filas, aunque al final mandaron mi regimiento a Ceuta y allí estuve un par de meses hasta que me licencié. De la mili ni guardo buen recuerdo ni malo. Pasé penalidades durante el periodo de instrucción y en África, pero hice buenos amigos y tuve suerte en el destino, pues estuve de «machacante» con el capellán castrense quien, además de tratarme con cariño me decía siempre: «Muchacho, mientras estés conmigo ya sabes que después de salir de la capilla no tienes más cosas que hacer que comer, beber y pasearte». Así lo hice, si bien parte de las actividades que me aconsejó el cura las ejercí en la medida en que aguantaba el poco dinero de que disponía, pero las intercalé con largas visitas a una biblioteca pública en donde, ayudado por una bibliotecaria joven y guapa con la que hice buena amistad, seleccioné y leí obras de gran interés, como la picaresca española, muchas de las novelas de Baroja, los Episodios Nacionales y la poesía de Lorca, Machado y Alberti, entonces medio proscrita pero que la bibliotecaria me facilitaba como favor especial. Cuando una vez licenciado y ya con la absoluta en el bolsillo volví a mi pueblo, encontré como novedades dignas de mención algunos fallecimientos, la salida de personas e incluso de familias en busca de trabajo, así como la llegada de una nueva maestra con la que vivía una sobrina muy atractiva llamada Eva. Lo de la sobrina me lo había anunciado por carta mi madre, añadiendo que estaba de buen ver, pero que no acababa de gustarle. Luego, cuando ya en Sabiote la vi un día a la salida de misa mayor, a mí sí que me gustó; tanto, que ya no dejé de pensar en ella. Tras mi relación con el capellán castrense me había hecho bastante religioso, por lo que en el pueblo frecuentaba la iglesia, cumplía con los prin-

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Antonio Rodríguez Aranda cipales deberes, pensaba sinceramente que había un más allá y un Dios que todo lo dirigía, así como que ese convencimiento debía estar acompañado por una forma de comportarse en consonancia con las normas dictadas por la religión cuya fe profesaba. Y con ocasión de estas prácticas religiosas la conocí. Nunca se me olvidará. Fue así. Su tía la maestra, que estaba muy metida en Acción Católica, con ocasión de la reorganización del coro parroquial buscaba voces y se fijó en mí sin saber si yo tenía buena o mala voz. Después, resultó que la tenía regular y que valía, pero la verdad es que esto me dio motivo para hablar con la niña. Luego supe que estudiaba, pero que no se examinaba; que fue al coro, pero que no cantaba; que salía a la calle, pero que no iba a ningún sitio concreto. Sin embargo, me gustó, me enamoré después y, cuando pasado algún tiempo se lo dije, ella se reía y no me decía que sí ni que no. A partir de entonces empezamos a salir juntos y paseábamos por los alrededores del pueblo, incluso por la carretera de abajo, lugar al que sólo iban los novios formalmente comprometidos. Yo le hablaba de la mili, de África, de mis lecturas, de don Blas (que por cierto murió por entonces), pero, especialmente, de las tradiciones e historia de Sabiote, de lo que yo sabía bastante y que a ella parecía interesarle. Como respecto a las costumbres su tía la maestra era de ideas más liberales que las que por aquella época se observaban, nos dejaba entrar y salir libremente, por lo que yo pasé unos días inolvidables, pues hay que reconocer que cuando Eva se lo proponía cautivaba al más pintado. Después, como en el pueblo no había forma de trabajar, decidí emigrar a Avilés, punto al que entonces iban la mayoría de los paisanos. Así, con el disgusto de ella y de mi madre, una madrugada, tres amigos y yo salimos de nuestras casas camino de Asturias. Como decía un compañero que se dejaba mujer y dos hijos, cuando tan cerca teníamos el pan teníamos que ir a buscarlo al otro extremo de España. En Avilés entramos los cuatro a trabajar en la Electromecánica, complejo industrial que acogía a la mayor parte de los que llegábamos y en donde la labor era dura, aunque no mal remunerada. Pero es que también yo tuve suerte, pues como me hicieron listero de la obra civil empecé a ganar algo más. Por otra parte, al ser poco el gasto diario, ya que vivíamos en barracones y la comida la hacíamos los paisanos en comunidad con gastos a escote, logré tener algunos ahorros, pues todo lo que ganaba era para mí ya que mi madre no quería ni necesitaba nada. De esta forma, no pasó

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mucho tiempo para que viera en mi cartilla un saldo con el que no había podido soñar poco antes. Pero la distancia no había conseguido enfriar mi amor por Eva. Por el contrario, la soledad y mi espíritu soñador lo aumentaron hasta límites obsesivos. Por carta habíamos formalizado nuestras relaciones, y por carta, principalmente, mantuvimos una constante comunicación, si bien, a veces, le ponía un aviso de conferencia y hablábamos, aunque sin poder entendernos en la mayoría de los casos por la distancia y otros problemas técnicos. Lo cierto es que, en los casi dos años que estuve en Avilés, sólo vi a mi novia cuando fui a pasar con mi madre y con ella las ferias y fiestas de San Ginés de la Jara. No llevaría medio año como listero cuando un amigo, con el que milité en Sevilla y que tenía un paisano que era ingeniero de la empresa, me posibilitó el ingreso en los talleres, lugar que me permitió, a través del trabajo y de cursillos de capacitación, obtener unos conocimientos y una experiencia que iban a ser determinantes para lograr mi futura independencia profesional. Cosa que ocurrió transcurrido un tiempo, pues el dinerillo de que disponía, una cierta habilidad que había adquirido en el trabajo, algo de osadía, más la gran ilusión que tenía por casarme, me permitieron volver a Sabiote en donde, como siempre, me esperaba mi madre con los brazos abiertos. Y yo le llevé de regalo un chal negro y un bejuquillo de oro para el cuello. También allí me esperaba Eva, a la que asimismo le di los regalos que le compré, que eran una gargantilla hecha con sartas de cuentas de coral y unos zarcilllos de oro con perlas engarzadas. Y enamorados recorríamos de nuevo el pueblo por lugares poco frecuentados, y cuando nadie nos veía la cogía del brazo o por el talle, la besaba y le hablaba muy quedo de mi cariño mientras paseábamos junto a la muralla o por los alrededores del castillo. Después todo sucedió rápidamente, tan deprisa que los hechos se me juntan y las imágenes se superponen como en una vieja máquina de cine. Busqué trabajo porque quería casarme y lo encontré pronto. Una empresa de instalaciones de turbinas y montajes eléctricos que tenía una contrata en el pantano de El Tranco me admitió tras una prueba, por lo que, a los pocos días, me encontraba trabajando en la sala de la presa, y antes de los seis meses, tras la boda, estábamos viviendo en una casa de planta baja frente a las aguas embalsadas del río Guadalquivir, en donde en casas similares había también otros técnicos con sus familias. Siete años estuve con ella

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Antonio Rodríguez Aranda con distinta suerte, bien al principio, mal al final, pero la hija que tuvimos al año de casados, a la que pusimos de nombre Ana María, como mi madre, me hizo feliz. Y como además yo seguía enamorado, pasé por alto lo que creía que eran nubecillas de verano. Entre los vecinos los había de toda clase y condición. La mayoría eran hombres jóvenes que salieron de sus casas en busca de trabajo, técnicos que, como yo, teníamos una cierta estabilidad económica y profesional, lo que nos permitió alquilar la casa y que a mi esposa le ayudara en las tareas domésticas cuando nació la niña la mujer de un hombre de mala catadura con el que me trataba poco y a quien llamaban El Atravesao, ambos procedentes de un pueblecillo de la Mancha, cerca de Despeñaperros. &&&&&& Tú, Tarzán, que siempre estuviste en casa de mi madre en tanto estuve fuera, vivías con nosotros a raíz de la boda, ya que yo no quería que Eva se quedara sola en la casa mientras estaba en el trabajo. Por eso has sido testigo de ese drama que no quise o no supe ver hasta que las nubecillas se convirtieron en verdaderos nubarrones que hicieron estallar la tormenta. Aquel bellaco que presumía de ser mi amigo se la llevó, y cuando después de un viaje de trabajo llegué rendido a casa, sólo estabas tú mirándome con ojos tristes y enrojecidos, como si haciéndote cargo de todo lloraras por lo ocurrido y por lo que iba a suceder. Cinco años y siete meses tenía mi hija cuando desapareció con su madre. Nueve años y casi nueve meses hace ahora que no la veo. A las dos las busqué entonces como un loco, pero nunca logré ver a ninguna. Supe entonces quiénes eran mis amigos y los que no lo eran, pero los de mi familia, sobre todo, se volcaron ayudándome y confortándome, aunque mi hija no apareció ni a mi mujer la volví a ver viva ni muerta. Sólo llegué a tiempo de ver su ataúd poco antes de que los sepultureros lo bajaran al fondo de la fosa mientras que yo, entre dos guardias civiles, tomé un puñado de tierra y llorando lo eché a la sepultura. Sí, porque la había querido, porque fue la madre de mi hija, porque la muerte lo borra todo. Todo, menos el recuerdo. Tras su entierro volví a la cárcel, ya que el permiso no daba para más. Sí, estaba en la cárcel porque lo busqué, lo encontré y lo maté. Quise antes remediar lo irremediable, le pedí explicaciones, le rogué y le supliqué por Dios que me dijera el paradero de mi hija, pero me contestó con chulerías

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y me dijo que como mi mujer no le servía ya para nada que podía disponer de ella, pero que me olvidara de mi hija porque nunca la volvería a ver. Lo desafié entonces y lo hice sin ira, pero convencido de que lo mataría porque tenía a mi favor la fuerza de la razón. Él era más fuerte que yo y más acostumbrado al uso de herramientas de muerte, porque era un chulo, pero yo no tenía miedo. Estábamos solos en un descampado, cada uno con una navaja en la mano. Le pedí de nuevo que me dijera el paradero de mi hija mientras tenía la guardia bajada y él se aprovechó, se tiró sobre mí a traición y me hirió en el costado, pero tuve la suerte de acabar con él antes de que él acabara conmigo. Y ya en el suelo le pregunté por la niña y entonces sí intentó hablarme. Con voz entrecortada le oí decir: «Se la llevaron...», pero expiró y yo perdí el conocimiento. Poco tiempo estuve en presidio, pero menos tenía que haber estado porque míos eran el derecho, la razón y la justicia. Y durante ese tiempo falleció Eva sola, triste, enferma, arrepentida y sin enterarse del fin del que fue su amante y la abandonó, e incluso, según me dijeron, del paradero de nuestra hija. A la cárcel fue a verme mi madre poco antes de morir. Tenía el convencimiento de que a su nieta la había quitado de en medio el fulano para tener libertad de acción, y que cuando quiso la madre recuperarla ya no pudo; pero insistió en que tarde o temprano aparecería. Ella fue siempre una persona perspicaz y lista, además de buena y abnegada. Naturalmente su muerte supuso para mí un golpe superior a muchos de los que la vida me iba deparando. Pero sigamos la historia, Tarzán, cojamos el hilo de nuestras vidas y continuemos con un trozo muy importante de la misma en el que, junto con la incertidumbre que me atenazó y me atenaza, hubo también momentos de esperanza y satisfacción. &&&&&& Cuando defraudado del comportamiento humano quise alejarme de cuanto conocía, cosa que hice, recorrimos las sierras cercanas y me aislé contigo entre peñascos y roquedos alimentándome de lo poco que cogíamos en el campo y de lo que cazábamos por medios bastante rudimentarios, en los que, naturalmente, eras tú quien resolvía la situación. En Sierra Mágina estuvimos hasta que el frío nos echó, pero luego, durante la época de

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Antonio Rodríguez Aranda recogida de la aceituna y de la corta de olivos, vivimos algún tiempo en Bedmar, Garciez y Jimena, hasta que más tarde fuimos a la sierra de Cazorla. A continuación, desde Huesa hasta Siles recorrimos también las sierras de Segura y las Villas, así como las cuencas de los ríos Guadalquivir y Segura, en donde vimos la garza, la oropéndola, el martín pescador y el mirlo acuático; y huyendo al principio de los guardas y después al conocerlos en franca camaradería con ellos, pescamos truchas y nutrias en los ríos Madera, Aguamula y Zumeta, viviendo en sus cercanías al aire libre entre pinos, encinas y quejigos. Mas cuando los inviernos llegaban trabajaba cogiendo aceituna o en las serrerías y, así, en contacto directo con la naturaleza, esa amiga que nunca defrauda, desde las alturas de los picos de las Empanadas, del Almorchón o del Yelmo, contemplé de cerca las águilas reales, los buitres leonados y los halcones peregrinos; vi por cerros, peñascos, roquedos, llanos y barrancos, correr, trepar y bajar los ciervos, gamos y jabalíes, mientras sobre nuestras cabezas volaban azores, águilas calzadas y culebreras, picapinos y palomas torcaces. En la primavera empecé a estudiar las plantas en general y las curativas en particular. Y para mis clientes y amigas, que eran las mujeres de los pueblos, poblados y cortijos de aquellas sierras y campos, cogía y regalaba lirios, nardos, tulipanes, jacintos y violetas, a la vez que les ofrecía salud a cambio de la voluntad. Aprendí a distinguir las plantas por el olor: el del espliego, la manzanilla, la alhucema, la albahaca, la melisa, el romero y el orégano; a distinguir las buenas setas de las venenosas, a cocinar las comestibles y los níscalos, a preparar para comer plantas silvestres, como los cardillos, el alcahucil, las collejas y los espárragos, así como a coger, seleccionar y vender plantas medicinales, especialidad a la que me dediqué durante tiempo y de la que hice un sustancioso medio de vida. Ello ocurrió así. En las alturas conocí a Simón, un hombre viejo y con el que llegué a tener una buena amistad. Vivía solo como yo, aunque sin perro, y durante el buen tiempo el cielo era su cobijo, mas cuando el invierno se aproximaba, se retiraba a una pequeña casa de planta baja que tenía en Belerda, de la que prácticamente no salía hasta la primavera. Fue Simón quien me enseñó los secretos de estos parajes: sotos que nadie conocía, picachos apenas pisados por el ser humano, grutas y cuevas no exploradas, lugares para pescar sin ser vistos y medios para cazar sin armas. Así como la identificación de las voces de la sierra: el trino, el gorjeo, el arrullo, el piar

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y el graznido de las aves¸ y el gruñido, el aullido, el mugido, el bramido, el balido, el gamitar y el rebudiar de los animales. Pero, sobre todo, aprendí de él a conocer y saber usar las plantas medicinales, a sacar de sus tallos, raíces y hojas las sustancias que proporcionan alivio y remedio a distintas enfermedades, a preparar infusiones, cocimientos, mejunjes, pomadas, lociones, unturas y a conocer sus aplicaciones. Así, el beleño, la zanahoria y el endrino contra los sofocos; el cornezuelo de centeno para provocar el parto; la cataplasma de malvavisco y el aceite del eneldo para la venida de la leche; la salvia para el destete; el té de zarzaparrilla para las enfermedades vergonzantes; la artemisa y la hierba pajarera para el nervio; el hinojo y el compañón para estimular a los flojos; la hoja de la higuera y el fruto del ricino como purgante; el té de zarza para las correncias; la acedera como calmante; la ortiga, el perejil y el hinojo para estimular la orina; el enebro y la mostaza contra el reuma, y el orégano, que es el que más aplicaciones tiene, para el estómago, los intestinos, la vesícula, la tos, el asma, la bronquitis, las flatulencias y los ruidos inoportunos, los de arriba y los de abajo. Simón, como ni era comerciante ni hombre que necesitara mucho para vivir, nunca hizo negocio con las plantas, pero yo, al ver un medio de vida en todo ello, pronto me establecí y fui conocido en los contornos, pues de cerca y de lejos llegaron pacientes solicitando mis medicinas y mis servicios para sus dolencias. De esta forma, primero me vi convertido en un herborista ambulante, y después en un curandero con un reconocido prestigio en los pueblos de aquellas serranías. Por todo lo cual me establecí y viví en casa propia que compré en La Iruela, junto a Cazorla. Durante aquel tiempo conocí a María, la mujer de mi vida después de las desgracias anteriores, pero a la que no he cogido ni una mano pese a que la quiero y que me quiere. María tiene un puesto de pan cerca de mi casa, es guapetona, entrada en años, aunque menor que yo, y soltera. Empecé a tratarla en mis primeras actuaciones con las plantas, y desde entonces no he dejado de verla hasta que circunstancias posteriores me han llevado hasta el estado en que me encuentro. Para ella, hoy por hoy soy como un hermano al que quiere, pero no pasa de ahí, ya que según dice estoy vivo por fuera y muerto por dentro, por lo que a su juicio debo resolver mi problema antes de comprometerse y comprometerme. Me ha confesado lo doloroso que le es decirme esto, pero considera que yo no tengo más remedio que dar solución

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Antonio Rodríguez Aranda al mismo para vivir tranquilo. Es verdad, siempre he creído que María tiene razón, pues mientras no sepa el paradero de mi hija yo nunca seré yo ni, en consecuencia, nadie puede unirse a quien tiene su cuerpo en una parte y su alma en otra. Mi felicidad, pues, depende de algo que parece no tener solución, pero que me proporcionaría una dicha total si es que se resolviera. Así son las cosas, Tarzán, vivíamos bien en la sierra, aunque yo con mi eterna espina; sin embargo, tú estabas tranquilo en aquel pueblo y feliz en nuestra casa, porque mis clientes te querían y mis amigos eran tus amigos. Pero tenemos una obligación que cumplir y aquí estamos, aunque sin éxito, porque hemos vuelto a recorrer el camino que ya anduvimos con el mismo resultado negativo. Ahora nos encontramos en este lugar porque tú lo has querido, aunque yo suponía que tampoco íbamos a conseguir nada positivo. Lo que sí te digo es que ahora que estoy viejo sin ser viejo, que la vista disminuye, las piernas flaquean y la gazuza aumenta, lo veo todo con más claridad y me doy cuenta de que cuando estaba más joven era más ciego que ahora. Ya te dije que mi madre tenía el presentimiento de que a la chiquilla se la quitó de en medio el fulano para tener más libertad. Así pudo ser y así lo creo. Matarla no pudo porque estaba la madre, pero sí darla, entregarla. Sí, Tarzán, eso fue lo que hizo, ¿pero a quién y cuándo? Al abandonarme ella, lejos no pudieron irse ya que él volvió pronto a su trabajo en el pantano, mas Eva, encandilada, cegada, se dejó llevar por el amante y entregaron a alguien la niña y ese alguien no la devolvió ni antes ni después de la muerte de la madre. ¿Recuerdas cómo la buscamos? Creímos encontrar una buena pista en el circo y por poco te quedas en él. Entonces fui yo quien te salvó la vida. Cinco días hacía que no aparecías cuando tuve la corazonada. En el circo había dos leones y los leones necesitaban comer. Y allí fui yo y allí estabas tú. Pero, ¿quién le entrega a un pobre vagabundo un perro cuando el mismo sirve para alimentar a leones hambrientos? Pese a mi insistencia me fue negado el paso por la mujer pantera, un gigante bigotudo y un enano; mas oí tus oportunos aullidos y me lancé dentro. Cuando entré cayó primero de un certero garrotazo el gigantón de los bigotes, luego huyó la mujer cuando abrí la navaja cabritera y, mira por donde, el que creía menos peligroso, que era el enano, fue quien peor me lo puso, pues el muy pendón tuvo la mala ocurrencia de abrir la puerta de la jaula de los leones, con lo cual me cerró el paso hacia donde te hallabas. Pero allí se demostró que los animales son mejores que los humanos en

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muchas ocasiones, ya que ninguno se movió cuando entré a sacarte ni cuando salimos. Llegué muy a tiempo, sí, porque en la «sala de espera» ya sólo quedabas tú y un par de gatos, a los que naturalmente solté. &&&&&& Anda, Tarzán, duerme si quieres y yo me dormiré también. Aunque por lo que veo te interesan mis razonamientos, ya que mueves el rabo cuando especulo sobre la desaparición y lugar que puede encontrarse nuestra niña. Tú, sin duda, tendrás tus propias teorías, pero pensemos y recapacitemos juntos. Aunque, ¿qué traes? Siempre andas por ahí cogiendo cosas de Dios sabe dónde. Ahora es un cinturón, tal vez de una mocita a juzgar por la medida y el aspecto. Pero sigamos. La guardia civil dijo que no creían que la hubieran sacado de la península, y, respecto a su desaparición, que debió producirse de forma pacífica. Pero ¿qué ocurrió?, ¿quién la tiene? Lo hicieron sin duda personas que ella conocía y que le inspiraban confianza. ¿Quiénes? Recordarás que en nuestra búsqueda inicial recorrimos los pueblos y lugares por donde pensamos que podrían haber pasado. Conocimos amigos y parientes del fulano, así como el ambiente en que todos ellos se desenvolvían. Mala gente. Pero cosas que entonces parecían intrascendentes hoy pueden resultar de interés. Cuando él cayó herido de muerte y le pregunté por el paradero de mi hija sólo pudo contestar: «Se la han llevado...». Mas no pudo terminar lo que quería decir. Observa, sin embargo, que habló en plural, o sea, que no era uno quién se la llevó. Que fueran muchos es improbable. Acaso un matrimonio; sí, sin duda fue un matrimonio el que estaba interesado, ya por querer a la nena, por no tener hijos o bien por ambas cosas a la vez. Y como mi hija los seguiría sin protestar por tener confianza, ellos seguramente la engañaron y eso hizo que se marchara tranquila. Sí, Tarzán, lo veo claro, ahora lo veo todo muy claro. Fueron ellos, los Atravesaós, tú lo sabes y por eso mueves el rabo cuando antes estabas triste y cabizbajo. Tú también lo has descubierto y por eso me has traído aquí, ya que eran de esta parte de la Mancha. Ellos desaparecieron del pantano, posiblemente emigraron lejos, pero tendrán que volver o tendremos que buscarlos en donde estén. ¿Se acordará la niña de ti? ¿Y de mí? Posiblemente, ya que tenía edad para ello cuando se la llevaron. Pero no ladres, que «perro en barbecho ladra sin provecho».

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Antonio Rodríguez Aranda Mi madre dijo que aparecería, ¿pero cuándo Dios mío? Quiero vivir, quiero verla, sí, la quiero conmigo, es mi hija... Sudo, tengo fiebre, la cabeza me estalla, me rechinan los dientes, pero no te vayas, Tarzán, que debemos estar unidos hasta la muerte. Mas no veo, no oigo, los sentidos me dejan... &&&&&& O me he dormido o perdí el conocimiento. Qué más da. Tarzán se marchó, no sé si fue hace un minuto o una eternidad. Pero oigo ruido, es él que vuelve; sí, eres tú, mas algo te ocurre, algo te pasa, no ladres, no saltes tanto, ¿adónde vas? ¡Estás loco! ¿Es de alegría? ¿Qué te sucede? Alguien viene contigo, oigo una voz, dice pa..., ¡dice padre! ¡Es mi hija! Tú me la has traído, Tarzán. ¡Hija!, ¡¡hija mía!!

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Las ventanas moras

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uando hace ya varios siglos los árabes ocupaban Sabiote, pueblo al que ellos llamaron Sabiyut, había un hombre de esa raza y considerable fortuna que vivía en una casa grande situada al final de la cuesta de Lodas, si bien por su parte posterior la misma estaba pegada a la muralla, así como a la torre o barbacana que hay junto al arco y puerta que da entrada al Albaicín. El moro, que era el walí Omar ben Yasima, tenía un harén y en el mismo varias mujeres de las que tres de ellas eran madres de niñas de edad similar, las cuales, como se criaron y vivieron siempre juntas, no podían pasar la una sin la otra. También dichas madres estaban compenetradas y se llevaban bien, aunque todo hubiera discurrido mejor a no ser porque el padre era hombre déspota y violento que tenía aterradas a cuantas personas lo rodeaban. Mas como por ser rico y de guerra cuando no residía en una de sus numerosas fincas estaba peleando contra los cristianos, en la casa se vivía con cierta tranquilidad. De esta manera, las tres morillas, aunque con miedo hacia el padre, pero siempre con el cariño tanto de sus respectivas madres como el de las demás mujeres del harén y servidumbre de la casa, crecieron felices y se hicieron unas hermosas mozas. Un día en que las relaciones entre moros y cristianos atravesaban un largo periodo de paz, con ocasión de los torneos que por las fiestas de Sabiyut se celebraban en la plaza del alcázar se presentaron a los mismos tres jóvenes caballeros cristianos que, tras ser admitidos por el jurado y derrotar después a sus tres oponentes moros, pusieron sus ojos en los de las tres bellas hermanas (que eran lo único que se veía de sus caras), las cuales se hallaban sentadas en un palco junto a la palestra o lugar de la lucha. Al tercer torneo y último de las fiestas, volvieron a presentarse y a triunfar los tres caballeros, quienes al finalizar y arrojar cada uno de ellos un clavel a cada hermana, pudieron ver la sonrisa que les dirigieron al quitarse el velo y descubrir por un momento sus hermosos rostros. Luego, cuando en las posteriores danzas tuvieron ocasión de hablar con las mismas y ellos les dijeron sus nombres, cada uno quedó prendado de una mora y supieron que, por el orden en que se sentaban, una se llamaba Axa, otra Fátima y la tercera Marién.

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Antonio Rodríguez Aranda No había transcurrido mucho tiempo cuando llegaron a la casa del walí Yasima tres jóvenes cristianos vendedores de tazas, platos, lebrillos y demás material de la loza que se hacía en León y que gozaba de fama. Compráronles las mujeres, y en cierto momento en que también lo hicieron las tres bellas hijas del walí, los supuestos mercaderes, que en realidad eran sus admiradores y pretendientes, tuvieron ocasión de aislar a cada una y declararle su amor. Después, cierta mañana que en época de recolección las tres moras iban a coger olivas con su gente, al preguntar a unas familias cristianas que se dirigían a lo mismo si conocían a tres caballeros de su religión llamados Sancho, García y Nuño, un joven matrimonio les informó que les eran conocidos porque se habían ganado el aprecio de su rey por el valor y esfuerzo que siempre desplegaban para servirle. Después, ofrecieron a las hermanas la casa en que vivían, la cual estaba en tierras cercanas en las que ellos labraban propiedades de moros. Un infausto día, tras escucharse el rezo que hacía el muecín desde el alminar de la mezquita de Sabiyut, el walí moro mandó llamar a sus aposentos a las tres hijas para comunicarles que las había dado por esposas a tres amigos suyos, hombres ricos de pueblos cercanos según les dijo, así como, según les anunció también, que los esponsales se celebrarían dentro de la presente luna y que podían darse por satisfechas de su suerte, Con lo cual las despidió. Llorando amargamente contaron las morillas a sus madres la noticia, y a éstas no les fue difícil saber que sus hijas pasarían al respectivo harén de tres moros viejos, ricos y de mala fama. Las hermanas, sabedoras de que no tenían más remedio que acatar la decisión de su padre, pero en un desesperado intento de no perder el amor que ya tenían por los cristianos, decidieron actuar por su cuenta, y en el más absoluto de los secretos, aquella misma noche, Marién, que era la más atrevida, salió vestida de hombre sobre un brioso corcel en busca de la pareja cristiana que vivía en cercanas tierras, a la que encontró y con la que conversó largamente, si bien antes de que amaneciera volvió a su casa creyendo que no había sido vista por nadie. Y sea porque alguien diera cuenta al padre de la salida de la hija o por cualquier otra causa, lo cierto es que el mismo mandó encerrar a las tres en el cuarto del poniente de la casa, es decir, en una estancia vieja y gran-

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de cercana a la barbacana y a las tres ventanas abiertas en la muralla, de las que sólo les llegaba algo de luz y aire, pero a las que podían asomarse. Días después, Jalima, la fiel sirvienta que quería a las niñas tanto como sus propias madres y que conocía los amoríos, logró llegar al lugar en que se encontraban encerradas e informarles de que los tres cristianos estaban prestos a salvarlas, si bien, por no existir otro medio de salida que las ventanas, ella, a fin de que pudieran escapar les traía una soga larga. Y les dijo asimismo que el matrimonio cristiano amigo les ofrecía su casa para posibilitar de esta manera la fuga a tierras cristianas. Aquella noche, cuando se oyó un ligero silbido y ellas vieron que abajo estaban los caballeros, les echaron la soga que previamente habían sujetado arriba, y por la misma subió uno de ellos con otra soga de nudos, con lo cual, por medio de ésta y previamente atadas con la anterior, fueron bajando con dificultad cada una de las hermanas y, finalmente, el que había escalado. De esta forma, a la grupa de cada uno de los caballos que montaban sus respectivos amantes, llegaron las hermanas al cortijo en que residía el matrimonio cristiano, el cual dio asilo y protección a todos hasta que se les presentó el momento apropiado y pudieron huir hacia tierras de León en las que ellos tenían casa y familia, y en donde, transcurridos los años y rodeadas de sus esposos e hijos, las morillas vivieron felices y contentas hasta el fin de sus días. Esta bella historia, con la correspondiente fuga que se llevó a cabo a través de las tres ventanas de la muralla oeste de Sabiyut que aún subsisten (y que en el Sabiote cristiano fueron y son conocidas como las ventanas moras) pasó de padres a hijos, por lo que poetas y rapsodas hicieron bellos romances, si bien los trovadores que recorrían pueblos y ciudades recitaban principalmente el que comienza así:

Tres morillas me enamoran en Jaén: Axa, Fátima y Marién.

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La corregidora

B

I

ajo el reinado de Alfonso XI, a quien llamaban el Justiciero, y cuando haría poco más de un siglo que el Sabiyut árabe fue reconquistado a los árabes por Fernando III el Santo, la vida pública de los municipios -administrada hasta entonces por el pueblo a través de los concejos-, comenzó a ser sustituida por cabildos o ayuntamientos regidos por un corregidor de nombramiento real. Eran tiempos aquellos de batallas continuas entre moros y cristianos. Los primeros llevaban seis siglos en tierras hispanas tras la invasión, y los segundos tardarían más de uno en lograr la victoria final. El Sabiote de aquellos tiempos tenía por entonces una población numerosa y variada, ya que muchos de sus habitantes eran árabes, mozárabes y judíos, si bien los cristianos constituían el grupo más numeroso. A ello contribuía el hecho de que a los que estuvieron bajo el dominio moro se iban sumando los procedentes del norte de la península, así como la privilegiada situación del núcleo urbano con el castillo, murallas y torres que facilitaban su defensa. Pero sobre todo, la feracidad de sus campos. Un día de la mitad del siglo XIV llegó a la villa con el nombramiento de corregidor quien decía llamarse don Nuño Pérez de Henestrosa y Ruiz de Apodaca, al que los pocos que lo conocían llamaban El Siniestro, no se sabe si por el hábil uso de su mano izquierda o por su reconocida perversidad. Se trataba de una persona enigmática y de pocas palabras de quien se ignoraba su procedencia y antecedentes familiares. Tras su llegada se instaló en una vieja casona del Albaicín, y con cuatro acompañantes fue a visitar en el castillo al comendador de la Orden de Calatrava. Esta Orden, que como otras de las que entonces existían era de carácter militar y religioso, permanecía en Sabiote desde que en el año 1257 el rey Alfonso X el Sabio le entregó la villa en encomienda. Sus huestes, los popularmente llamados calatravos, tenían asignada la defensa de la misma y la del castillo, así como la posesión y administración de los bienes comunales y el ejercicio de la jurisdicción civil y penal por parte de sus comendadores y maestres. Por ello, la creación del cargo de corregidor y la subsiguiente

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Antonio Rodríguez Aranda llegada de don Nuño, constituyó una limitación del poder de dicha Orden en la villa, cosa que, en general, ocurrió en otros pueblos y ciudades.

II Los sabioteños, pese a la dureza de la vida a causa de la guerra y a la diferencia de origen, religión y condición social de los mismos, mantenían un lazo de unión que les hacía más llevadera la existencia. A ello contribuía de forma decisiva mosén Rodericus, conocido en el pueblo como el cura Rodrigo, quien era un aragonés que actuó en su juventud como capellán de las mesnadas reales, y con posterioridad fue designado prior de la villa. Era éste un hombre de alrededor de cincuenta años, alto, grueso, bonachón y dicharachero que se había ganado la simpatía de todos los vecinos, ya cristianos o no cristianos. El cura, desde que se hizo cargo del templo (que fue antes mezquita árabe), permitió que en él practicaran también su culto moros y judíos. Además, estaba abierto el de Santa María, situado frente a la muralla sur en donde están los tres torreones de la Tercia, y único citado en el Fuero que para el gobierno de Sabiote promulgara con anterioridad el rey Fernando. Asimismo había una capilla sita en El Pelotero, frente al castillo, la cual los moros habían utilizado como granero, pero que el monarca abrió y puso bajo la advocación de la Virgen del Cortijo en honor de la pequeña y milagrosa imagen aparecida en uno de los cortijos del poblado de Aben-Azar, y que igualmente llevó a la misma. También se mantenía abierta la vieja ermita del Cerro, en la que se veneraba a San Ginés de la Jara. Aunque la guerra estaba entonces un tanto alejada y la situación interna controlada, los calatravos vigilaban el castillo y las murallas, cuyas puertas se abrían con el alba y se cerraban al anochecer. Sin embargo, el grueso de la tropa y sus jefes hacían la guerra contra el moro en diversos y no alejados lugares, si bien para las guardias, sobre todo las del castillo, dejaban un reducido retén. No había pasado mucho tiempo cuando se extendió por el pueblo la mala fama del recién nombrado corregidor a causa de su vida libertina y disoluta. A su casa acudían forasteros de toda clase, principalmente hombres de baja condición y mujeres de mala vida. Y se decía también que en la misma se acumulaban bienes procedentes de robos y despojos hechos en pueblos, aldeas y cortijos ocupados a los moros, pero que por miedo nadie denunciaba nada.

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Un día, mosén Rodrigo trajo al pueblo a su hermana y a su sobrina. Madre e hija vivían en el solar de sus ascendientes en tierras aragonesas, pero decidieron acompañar al cura, que estaba solo. La madre, Genoveva, era una mujer lozana, de buen ver, agradable y simpática que pronto se ganó el cariño, la confianza y la amistad de quien la conocía. Lo mismo ocurrió con su hija Pilar, una chiquilla de unos quince o dieciséis años, espigada, de bellas facciones, ojos negros de alegre mirada y que cantaba como los propios ángeles. Don Rodrigo, que al igual que los restantes vecinos al llegar al pueblo recibió tierras para su cultivo, llevaba un mediano pasar. Labraba las mismas, y en parte de ellas hizo una huerta que regó con el agua que consiguió alumbrar en los manantiales de los laderos del Chiringote. Después, como la viuda aportó algún dinero procedente de una propiedad familiar que vendió en su pueblo, pudieron arreglar la casa que su hermano tenía en el Albaicín, e incluso hacer un dormitorio para las dos mujeres Luego, al abrir el cura las puertas de sus iglesias a cuantos vivían en el pueblo, compartía con los mismos las muchas penas y las pocas alegrías existentes. Su huerta, además, fue tomada como un modelo que muchos siguieron, por lo que hicieron una alberca para el riego que abastecían en principio con el agua del pozo del religioso y después con otros que se abrieron. Asimismo, la hermana y la sobrina constituyeron un lazo de unión con las restantes mujeres, ya que en las recolecciones organizaban cuadrillas para espigar o recoger aceituna, y en los botifueras, fiestas familiares y festividades religiosas, eran ellas quienes las animaban. Además, cuando el caso lo requería se manifestaban como afligidas dolientes en duelos y pesares.

III Un día, las tropas de la orden volvieron a Sabiote tras haber conquistado la ciudad de Alcalá la Real. Era todo un ejército de hombres a caballo y a pie con lucidas vestimentas que llevaban en sus pechos la cruz de Calatrava. A media mañana entraron desfilando por la Puerta de la Villa, bajaron a la iglesia, se adentraron en el Albaicín y en la plaza del castillo hicieron unas demostraciones o alardes de su preparación que constituyeron las delicias de grandes y chicos. Los jóvenes admiraban la vistosidad de los caballos, bellamente enjaezados, así como la marcialidad de los caballeros y las voces de mando de sus jefes; las mozas se fijaban en la apostura y bizarría de la

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Antonio Rodríguez Aranda tropa y, cómo no, en las miradas, sonrisas y requiebros que les dirigían en los momentos de descanso. Pilar, entre dos amigas de su edad, contemplaba atentamente el espectáculo y admiraba la bella estampa de la tropa formada, sobre todo la del portaestandarte, un joven caballero que, al frente de la misma y montado sobre brioso corcel, llevaba sobre sus hombros el pendón de Castilla. Después vio cómo, al toque de trompas y timbales, el grueso de la tropa se adentraba en el castillo una vez que hubo sido bajado el puente levadizo, en tanto que el resto se dedicó a montar tiendas de lona para acampar. Y cuando sobre un caballo negro el corregidor y varios de los suyos se dirigió al castillo a presentar sus respetos al comendador, se produjo un impresionante silencio. A continuación todos se marcharon dejando la plaza vacía. Poco tiempo después el pregonero recorrió el pueblo, y de esquina en esquina.voceó en nombre del señor corregidor que los vecinos quedaban obligados a alojar en sus casas a los soldados que les fueran asignados. Por ello, y con este fin, a la puesta del sol del siguiente día se presentó en la casa del sacerdote el portaestandarte y alférez de la tropa, llamado Roger de Montaner, quien procedía de una antigua y noble familia de cristianos viejos establecidos en Monzón desde tiempos del rey Jaime I. Roger, que tendría algo más de veinte años, ya había servido en las huestes del rey de Aragón antes de pasar a las del de Castilla. Ello, y su procedencia aragonesa, común en las dos familias, contribuyó a que el gallardo mozo fuera recibido como un miembro más de la casa. A raíz de que los calatravos llegaran a la villa la vida local se animó con su presencia. Y así, tanto los relevos de la guardia y los paseos y desfiles de los caballeros, como las entradas y salidas por las puertas de las murallas, los cánticos, las voces de mando y los toques de trompas, atabales y cornetas, constituían un motivo de atracción para sabioteños y sabioteñas. También en el castillo todo cobró nueva vida. Micer Francisco de Sepúlveda, el comendador, así como los jefes principales, tras aposentarse en él realizaban allí sus cultos y reuniones con caballeros llegados de Úbeda, Baeza y castillos cercanos. Se aprovechó también la estancia para realizar obras en murallas, puertas y torreones; por lo que al del Chiringote se le reconstruyeron la escalera, algunas almenas y las murallas laterales. Y sobre la parte interior de las seis puertas de entrada a la villa, que eran las de Santa María, Granada, la Villa, San Bartolomé, los Santos

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y del Canal, el cura Rodrigo colocó pequeñas imágenes de la Virgen bajo diversas advocaciones. Pilar, cuya prodigiosa voz había traspasado los límites de la localidad, recibió clase de canto de uno de los calatravos, músico de prestigio, quien en una ocasión la llevó a Baeza acompañada de su madre y de su tío el cura para que cantara en presencia del obispo y de altos dignatarios. Y en otra lo hizo en el castillo ante el comendador, el corregidor y nutrida concurrencia. Pero aquellos días, que para ella y para todos fueron inolvidables, pasaron raudos, por lo que pronto llegó la noticia de la marcha de la tropa a fin de reforzar el sitio de Gibraltar, en donde los moros llevaban varios meses defendiéndose sin que la ciudad pudiera ser reducida. Una buena mañana otoñal dicha tropa salió en correcta formación por la puerta de Granada, quedando al mando del corregidor un reducido retén de soldados para guardar la fortaleza y el recinto amurallado. Mas la noche antes, a la luz de la luna, Roger declaró su amor a Pilar, le juró tenerla siempre en su corazón y colocó sobre su pelo una bella amapola. Ella, conmovida, roja como la misma flor y con voz trémula, le dijo que lo quería como al hermano que nunca había tenido. Pero cuando se separó de él lloró desconsoladamente. Al día siguiente, en la pequeña tienda que el judío Leví tenía en la esquina de la calle del Cortijuelo, frente al castillo, comentaba con sigilo María la partera con otras vecinas los pasados acontecimientos: —Mientras las mesnadas de la orden de Calatrava han estado aquí, todo ha sido distinto, pero ahora que se han ido volveremos a lo de siempre. —Sí —arguyó otra vecina—, como el Siniestro tiene ya la misma libertad que antes, ahora seguirán los llantos y los suspiros. Lo siento por Jaliza, la viuda mora, así como por sus cuatro hijos, pues aunque los de la Orden les han devuelto las tierras que hace tiempo les dieron y que el corregidor les quitó después, ya veréis como éste volverá a dejarlos sin ellas y, como ha ocurrido y ocurrirá con otros muchos de su raza, se morirán de hambre, —Hablar en la calle —advirtió Leví—, que aquí las paredes oyen. Ya en la calle continuaron hablando las mujeres e intervino de nuevo la partera diciendo: —La Pilar nunca debió entrar en el castillo a cantar. —Mujer, estaban el comendador y los de su orden, gente religiosa y de principios.

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Antonio Rodríguez Aranda —Sí, pero también estaba el Siniestro, y mientras los demás se han ido, él y los suyos se han quedado. —Que Dios libre de todo mal a los cristianos y a los que no lo son. —Que así sea, finalizó María al tiempo que cada una se fue por su lado

IV Cuando los de la Orden de Calatrava se marcharon, el corregidor se aposentó en el castillo, cosa que con anterioridad nunca había hecho. Y un buen día uno de sus esbirros se presentó en casa de don Rodrigo para para hacerle saber que su amo deseaba que el domingo dijera misa en el mismo, así como que en ella cantara su sobrina. Al cura al principio le gustó la propuesta, pues pensó que de esta forma don Nuño se acercaría así a la Iglesia y a la religión. Mas aunque su hermana Genoveva no pensaba de igual forma, dijo allí la misa; y Pilar cantó sin ningún tipo de acompañamiento musical ante la presencia del corregidor y sus más asiduos acompañantes, Después, éste, a la vez que se deshacía en atenciones con Pilar, invitó a los dos a un refrigerio y los despidió luego en la puerta de la fortaleza. Estas deferencias con la muchacha, que continuaron en lo sucesivo, fueron la comidilla del pueblo y constituyeron un serio motivo de preocupación para la madre y para el tío, aunque no para Pilar, que creía que todo el interés despertado se debía a su voz. Idea esta que se acentuó cuando llegó a Sabiote un maestro de música con el fin de organizar una rondalla con instrumentos y un coro de voces masculinas y femeninas. Y, a partir de ahí, ya sea en el coro de la iglesia o en los cánticos organizados en el castillo, las entrevistas entre el corregidor y la sobrina del cura fueron tan frecuentes, que a ésta en el pueblo se le empezó a llamar la Corregidora. Con su aparente amor hacia Pilar, don Nuño pareció humanizarse, pues el deseo de encontrarla hacía que se le viera en la calle y que hablara con la gente, pero el cura, que por su edad y ministerio era un profundo conocedor del alma humana, pensaba que todo ello no era más que la artimaña de un seductor experimentado para conseguir a su sobrina. Por lo cual, cuando el capitán de la guardia y dos regidores fueron a su casa una tarde a pedir la mano de Pilar, llegó a la conclusión de que, evidentemente, todo formaba parte del montaje para atraerla preparado por un miserable, desconocido en lo que se refiere a su origen y procedencia, pero sobradamente conocido por sus actos. Por ello, después que despidiera a los visitantes con cumplidas palabras, llamó a su hermana y le expuso crudamente la situación:

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—Genoveva, los que acaban de marcharse han venido a pedirme la mano de tu hija para su amo el corregidor. —¡Jesús! No me lo digas. Pero eso sí, yo, aunque algo olía por lo mucho que se comenta, no quisiera haber oído esta noticia que estoy segura que aterrará a la niña. ¿Qué hacemos Rodrigo? —En cualquier otro caso lo ocurrido podría haber sido un honor, más no en el presente por varias razones. La principal es que todos sabemos que el corregidor es el pretendiente, pero no quién es, ni cómo es, ni su estado civil, ni su situación personal. Por su edad es difícil que sea soltero y, además, no creo en su amor. A mi juicio lo que busca es otra cosa, y pienso que si no trata de conseguirlo violentamente es por el cargo que yo ocupo, por el que ocupa él y por miedo a sus superiores. Pero estoy seguro de que si le fallan los medios que está empleando usará la violencia. La situación es complicada, pero no tenemos más remedio que tratar de ser más listos que él y los suyos. Ahora oigamos la opinión de la niña. Cuando entró Pilar en la habitación y oyó lo que su madre y su tío le decían, se quedó lívida y comenzó a llorar. Aseguró después que en todo momento encontró al corregidor más amable de lo que sobre él se oía, aunque lo atribuyó a su afición por la música y el canto, pero que por muchas razones ella nunca podría darle su amor, sobre todo porque la única persona a la que amaba era a Roger de Montaner, y que le pesaba no habérselo dicho en su momento. El cura, ante el nerviosismo y el llanto de las mujeres, pensó en resolver la situación empleando la fórmula que solía adoptar en casos graves, o sea, dando tiempo al tiempo. Sin embargo, no tuvo ocasión de demorar ni de detener el curso de los acontecimientos, ya que éstos se precipitaron con las medidas adoptadas por el Siniestro, quien, haciendo uso de una vieja prerrogativa basada en deslealtad de los colonos, incorporó a los bienes comunales las tierras cercanas al pueblo cedidas a muchos vecinos, entre ellos al sacerdote, con lo cual todos se quedaron sin sus huertas. Luego, pretextando posibles ataques del enemigo, mandó cerrar las puertas de las murallas, por lo que sólo podían salir quienes tuvieran su permiso. Además, metió en las mazmorras del castillo a cuantos consideró hostiles a su persona. Éstas y otras medidas, adoptadas para presionar a Pilar y a su familia, crearon el natural malestar entre los habitantes de Sabiote, quienes, por

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Antonio Rodríguez Aranda otra parte, sabían que la causa de todo ello obedecía al interés del corregidor por la muchacha. Pero éste, obsesionado por conseguir lo que quería, la pretendió personalmente y habló incluso con su tío, si bien de ninguno obtuvo contestación que le permitiera abrigar ilusiones. Ella se escudó en su poca edad, y él en la necesidad de saber si existían impedimentos para celebrar los desposorios. Mas como don Rodrigo estaba seriamente preocupado por las tierras que habían perdido los vecinos, no quiso enemistarse totalmente con el corregidor y, además, aprovechó la ocasión para pedirle en nombre de Dios que las devolviera a quienes eran ajenos al problema, así como que abriera las puertas de la villa durante el día y que liberara a los presos. Sin embargo, don Nuño le amenazó con tomar severas medidas si en un plazo de tres días no había obtenido el asentimiento necesario para celebrar el enlace. Respecto a las peticiones hechas por el cura, si bien es cierto que dos días después cambió de opinión y mandó devolver las tierras, abrir las puertas y poner en libertad a los presos, fue porque a continuación se presentaron en la iglesia tres emisarios suyos, dos pertenecientes a la curia de Úbeda y un escribano de Sabiote, conminándole en nombre del señor corregidor a que se aviniera a celebrar el matrimonio concertado con su sobrina, en cuanto él había cumplido las condiciones pactadas. Ante esto, aunque advirtió el buen clérigo la sutileza del requerimiento, como el corregidor tenía toda la fuerza en sus manos por encontrarse en la guerra las tropas de la orden, creyó prudente dar al asunto una nueva demora, por lo que les propuso redactar un compromiso de esponsales para que la ceremonia pudiera celebrarse en el plazo de un mes, pero siempre de acuerdo con las normas y requisitos establecidos por la Iglesia. Y como los comisionados tan pronto llevaron la propuesta a don Nuño volvieron comunicando al cura la aceptación, éste redactó el documento que firmaron los futuros contrayentes. Mientras, entre los vecinos se comentaban los acontecimientos de esta manera: —¿Te has enterao, Ginesa? Ya tenemos corregidora. —Ea, Poncia, eso me han dicho. Don Rodrigo y don Nuño se han puesto de acuerdo y ella pasò por lo que los otros han dispuesto. —No es la cosa así, mujer. Sé de buena tinta que el sí lo dio ella sin amenazas. No es mal negocio el que hace.

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—No lo hace ella por su gusto —intervino una tercera—, porque de quien está enamorada es del mozo alto que vino de portaestandarte con los calatravos; si ha hecho lo que ha hecho es por evitarnos males mayores. La Pilar es muy mujer. Abrumado el religioso por cuanto sucedía pensó tomar decisiones rápidas, dado que un mes pasaba pronto, por lo cual, a fin de evitar que con su ausencia el corregidor se pusiera en guardia, con su amigo el judío converso Yakub envió misivas al obispo, que a la sazón se encontraba en Martos, dándole cuenta de lo sucedido y rogándole el envío de informes personales de aquél. Al mismo emisario le pidió que localizara al comendador y a Roger, así como que les hiciera saber lo ocurrido. Pocos días transcurrieron desde que Yakub saliera cuando volvió el mismo con noticias inquietantes. Dijo que don Nuño fue en su origen un soldado de fortuna de ascendencia no conocida, pero que gracias a su audacia y falta de escrúpulos consiguió ascensos en las huestes reales, si bien de su paso por ciudades y pueblos se contaba y no se acababa, tales eran los desmanes y desafueros que se le atribuían. Respecto a su estado, informó que a más de ser de dominio público su convivencia con distintas mujeres, abandonó a su esposa doña Violante Ortuño, natural y residente en el reino de León y de la que tenía varios hijos. Sobre Roger y el comendador dijo que estaban combatiendo en la vega de Granada, pero que como no los había podido localizar les mandó un propio con recado de lo que pasaba en Sabiote.

V Cuando estaba para expirar el plazo de un mes establecido en el convenio para la celebración de los esponsales, ante las noticias recibidas, que a todas luces evidenciaban la incapacidad de don Nuño para contraer matrimonio por estar casado, don Rodrigo, aún sabiendo que le sobraban razones de todo tipo, pero que carecía de fuerza, reunió a sus amigos, les expuso la situación y todos llegaron a la conclusión de que lo mejor era alejar a Pilar de Sabiote, por lo que decidieron que José el sacristán la llevara a Baeza en donde él tenía parientes. Mas cuando al amanecer de la mañana siguiente se disponían a salir, observaron que todas las puertas de la muralla se encontraban cerradas, que se había redoblado la guardia y que por las calles de la villa circulaba gente armada, llegada sin duda durante la noche. Por ello, ante este estado de cosas el clérigo dijo a sus amigos:

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Antonio Rodríguez Aranda —Agradezco en el alma vuestra ayuda, pero como no puedo ni debo consentir que os expongáis por nosotros, me veo obligado a pedir que os marchéis y yo defenderé como pueda la vida y la honra de mi sobrina, porque lo que nunca consentiré es que ella se sacrifique por un capricho del señor corregidor. —No, señor cura —dijo José el sacristán—, lo bueno y lo malo que aquí pase será para todos. Respecto a lo que conviene hacer, nosotros tenemos pensado refugiarnos en la barbacana, en donde posiblemente podremos aguantar unos días en espera de la ayuda de la Orden de Calatrava, del señor obispo o de quien Dios nos mande. —¿Y cómo en estas circunstancias subiremos a la misma?, preguntó don Rodrigo. —Creemos que es el sitio apropiado por ser la torre más alta y desde donde se dominan los campos del Chiringote —contestó José—. Es también un lugar bien situado para recibir ayuda o huir si la ocasión es propicia. Además, ello nos puede resultar fácil a través de la casa de mi hermana Ana, que es lindera, y porque subiremos en el momento en que se produzca el relevo de la guardia. Para la defensa de la misma, además de Yakub, Ibrain y yo, contamos con los tres hijos de Juan Cano, que nos servirán como ballesteros. Una vez en lo alto, fortificaremos la muralla y en ella levantaremos una pared a uno y otro lado impidiendo así el paso del enemigo. —Pues si tan bien lo tenéis pensado todo, hágase la voluntad de Dios... y la vuestra, dijo el cura terminando la conversación. Al siguiente día, poco antes del anochecer y del relevo de la guardia, nueve personas se encontraban en la casa de Ana que desde su muerte permanecía cerrada. Entonces, los hermanos Cano desde el corral pasaron a la torre y redujeron a los dos guardianes en un abrir y cerrar de ojos. A continuación, Ibrain comenzó a levantar los muros en las murallas con materiales que habían guardado en casa de Ana. Y sobre la torre pusieron dos tiendas de lona que sirvieran como refugio contra el sol y la posible lluvia. Luego, cuando los rayos del sol empezaron a salir tras el cerro de Torafe, al advertir los de don Nuño lo ocurrido, todo fueron trotes, carreras y afluir de jefes y tropa a los pies de la torre, hasta que a media mañana llegó a ella con gran acompañamiento el corregidor. —¡Ah, los de la torre! —dijo don Nuño poniendo las manos en forma de embudo—. Estáis contraviniendo todas las leyes divinas y humanas. Señor

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don Rodrigo, hicimos un pacto, ha vencido el plazo y hay que cumplir lo prometido. ¡Vosotros, los demás! Debéis también obediencia al rey nuestro señor y a su representante en esta villa, que soy yo. Como la insubordinación en tiempos de guerra se paga con la muerte, así lo mandaré hacer si no os rendís. Además, exijo que en plazo inmediato liberéis a mis guerreros. —Señor corregidor —voceó don Rodrigo asomándose entre dos almenas de la barbacana—, liberaremos a vuestros dos guerreros y tendremos en cuenta vuestras advertencias, mas para decidir y hacer lo procedente dadnos un plazo de tres días. —Tenéis plazo hasta mañana a esta misma hora para rendiros, pero si así no lo hicierais sabed que os pasaremos a cuchillo. Mirad, mirad al otro lado de la torre y podréis comprobar que tengo medios suficientes para hacerlo. Efectivamente, cuando volvieron la cabeza y miraron al poniente, pudieron ver nutridos grupos de hombres de a pie y a caballo bien pertrechados de armas. —Muchos son —exclamó José—, ¿de dónde habrán salido? —Son los mismos maleantes de los que siempre se sirve el Siniestro para sus fechorías. Estoy seguro de que ahora los ha llamado para que asistan a su boda, contestó Yakub. Cuando los rayos del sol se ocultaron frente a la torre tras las lejanas nubes del oeste y las sombras de la noche empezaban a cubrir los campos, los hijos de Cano armaron sus ballestas después de liberar a los dos presos, en tanto que las mujeres se metieron bajo las lonas. Mientras, el cura, el sacristán, el judío y el morisco hablaban quedamente a la tenue luz de una luna llena que aparecía entre las elevaciones del Pico y de la Muela. Durante la noche, el silencio se rompió por un silbido continuado que semejaba el canto de un ave nocturna. —¡Callad! —dijo don Rodrigo—. ¿Oís? —Sí, el sonido se ha repetido, contestó el sacristán a la vez que sacaba la espada de la vaina. Cuando el canto se hizo más sonoro y persistente, Pilar, azorada y nerviosa apareció exclamando con emoción: —Es él, es Roger, lo conozco; pero dejadme, que yo le contestaré. Al repetirse el silbido, ella le contestó con otro sonido semejante al canto de un mirlo, a la vez que decía:

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Antonio Rodríguez Aranda —Así lo hacíamos durante las noches del verano que pasamos en la huerta. Él me enseñó a entendernos de esta forma. —¿Hay manera de conseguir que suba?, preguntó el clérigo. —Únicamente es posible a través de los subterráneos de comunicación de la villa con el pozo de la casa de mi hermana —dijo José—. Conozco el recorrido y puedo intentarlo, pero es preciso que Pilar se lo comunique a Roger para que esté prevenido. Así se hizo, pues Pilar cumplió a la perfección su cometido y José pudo llegar al pozo de su hermana sin ser visto. En un tiempo corto, pero que a todos pareció eterno, el mismo apareció seguido del portaestandarte y alférez de las mesnadas reales. —Hijo —le dijo el cura al abrazarlo—, no debías haber venido. Ya ves la situación. Pero Roger saludaba y abrazaba emocionado a las mujeres y luego a los demás. Cuando pudo hablar explicó que había salido al saber lo ocurrido, pues como las tropas de la Orden no podían abandonar su misión, había obtenido permiso del comendador junto con dos compañeros que esperaban abajo con los caballos. Dijo también que él pudo llegar a la torre por haber muchos forasteros en el pueblo y pasar como uno más, así como que creía que este mismo hecho podría facilitar a todos la salida, aunque la situación era en verdad difícil. Pilar, un tanto exaltada, afirmó que el peligro en que todos se encontraban se debía a su persona, así como que era ella quien debía poner fin a ese estado de cosas. Y terminó diciendo: —Me aterra el corregidor y los que lo rodean, pero no puedo ni debo consentir que sacrifiquéis vuestras vidas por mí. No tengo derecho a exigir tanto. Roger, tranquilo, la apartó del grupo y bajando la voz le habló así: —Pilar, la situación en que estamos me obliga a decirte aquí lo que siempre soñé en poder hacer en lugar distinto. Porque ya sabes que cuando te comuniqué mi amor, tú nada me dijiste. Desde entonces no he dejado de pensar en ti y si no he venido antes a verte es porque dudaba de que me quisieras, pero no como a un hermano, sino como yo te quiero a ti. Si es que me amas, aunque sea un poco, no pienses en unir tu vida a quien no quieres. No te sacrifiques, porque entonces también me sacrificas a mí. Pilar, emocionada, conmovida, enamorada, buscó a su madre y lloró en sus brazos en tanto que el cura intervino para decir:

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—Bien, actuemos con rapidez, intentemos la salida y que Dios nos ayude. No sin dificultad, sobre todo las mujeres, pudieron bajar de la muralla al corral y de éste al pozo de la casa, en donde, a través de los pasadizos, José dio pronto con la salida y Roger con sus compañeros. Afortunadamente, la oscuridad de la noche y la existencia de forasteros contribuyó a que la evasión se facilitara, con lo que Pilar, a la grupa del caballo que dieron a su tío, y Roger, llevando en la del suyo a Genoveva, salieron seguidos de los demás hombres. Durante la marcha aconsejó José seguir el camino de Aben Hazar hasta el arroyo y subir bordeando éste en dirección al llano de Las Pilillas. Ello, para tratar así de llegar a la Torre de Pero Xil o a Úbeda, según se pudiera o conviniera. Y así lo hicieron, pero las primeras dificultades surgieron tanto al encontrar gente a caballo y que hubieron de evitar, como cuando al amanecer el grupo quedó al descubierto por la luz y tuvo que dispersarse. Luego, aparecieron una serie de negros nubarrones que presagiaban tempestad. Con el nuevo día se cumplía el plazo para la entrega y desposorio de Pilar, y como los esbirros del corregidor observaron que la torre estaba vacía, al comunicarlo a su señor éste montó en cólera y mandó que las trompas de guerra sonaran y que salieran sus secuaces a caballo en busca de los prófugos. En la explanada de la iglesia de Santa María organizó una turba de gente de mala ralea que, provistos de lanzas y espadas y al grito de «¡vamos por nuestra corregidora!>>, se distribuyeron para recorrer las tierras de El Coso, El Cerro, La Vega, Las Pilillas, La Solana, La Serna y todos los lugares cercanos a la villa en los cuales esperaban capturar a los huidos, obtener la recompensa prometida y asistir a la boda de su amo. Don Rodrigo y los suyos, al advertir el peligro arrearon a los caballos y subieron la cuesta con rapidez para llegar a Las Pilillas. Esta tierra era entonces una prolongación de la de La Vega y formaba un llano de gran extensión que se iniciaba al final de la cuesta de Sabiote y terminaba cerca del cerrillo del Tesoro. Fue precisamente en este amplio llano donde, en dirección contraria, vieron llegar un nutrido grupo de jinetes que les cerraban el paso. Roger, ante el inminente peligro, dijo al cura que supuesto a quien buscaban era a Pilar, ésta tenía más posibilidades de escapar si montaba con él en su caballo. Respecto a ellos, les dijo también que volvieran a Sabiote, ya que sería fácil llegar por no estar ese camino vigilado, pero al consultarlo

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Antonio Rodríguez Aranda don Rodrigo tanto con los sabioteños como con los calatravos, manifestaron todos que los buenos compañeros pierden o ganan juntos y que preferían la muerte antes que abandonar a la pareja. El portaestandarte, hostigado por los contrarios, con su novia a la grupa y espada en mano se dirigió y derribó a los primeros que quisieron detenerle, pero advirtió entonces que lo que pretendían era capturarlos vivos, razón por la cual el grupo opuesto se replegó y junto con otros que se aproximaban comenzaron a formar un gran círculo que, dejándolos en el centro, se iba reduciendo lentamente sin un grito y sin más ruido que el de las pisadas de los caballos. Pero, mientras tanto, el cielo se cubrió totalmente y se oscureció de forma que parecía que estaba llegando la noche. A continuación, se produjo un trueno terrible seguido de un relámpago largo, intenso y resplandeciente. Roger entonces volvió la cara y aproximándola a la de su amada le dijo quedamente: —No temas, porque si yo no puedo salvarte Dios nos salvará a los dos, ya que nos llevará a su lado. Pero la amapola más bonita que haya en el cielo la buscaré para ti y, como antes, la volveré a poner en tu pelo. A lo lejos, sobre un negro alazán, apareció la negra figura del Siniestro, el cual, uniéndose a los suyos continuaron reduciendo el cerco, y cuando lo estrecharon tanto que quedaban pocos metros entre ellos y la pareja, a la negrura anterior sucedió una luz cegadora a la vez que el cielo y la tierra parecían temblar ante el fragor de la tempestad. La lluvia en aquellos momentos caía con tal fuerza e intensidad que el suelo comenzó a rehundirse, y mientras el corregidor y los suyos huían en desbandada, el caballo de Roger, puesto en dos pies, ofrecía una majestuosa estampa con los amantes abrazados. Luego, al desaparecer los truenos y relámpagos, volvió el silencio. Y cuando más tarde renació la luz, sobre la planicie apareció una masa acuosa, lisa y de indefinido color. Después, tras una gran convulsión, esa masa se deslizó siguiendo el curso del arroyo con un ruido ensordecedor, al tiempo que se dejaba ver un gran socavón donde antes era todo una llanura. Así llegó el silencio, después la noche, y tras la noche la luz. Cuando en los siguientes días comenzaron a bajar los estupefactos sabioteños para ver dónde habían perdido sus vidas muchos malos y algunos buenos, en el lugar en el que sólo creían encontrar ruina y desolación vieron ante sus ojos un nuevo panorama, ya que como la llanura de Las Pilillas se había quebrado, pudieron observar que en la depresión u hondonada surgida

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¡SABIOTE A LA VISTA…!

existía un lugar encantador en el que el arroyo ahora caía en cascada y sus aguas cantarinas se deslizaban raudas entre la tierra verde y las rojizas rocas. Que ranas y peces aparecían allí donde el agua se estancaba y que habían nacido plantas y flores silvestres, así como que pájaros de vivos colores piaban y cantaban sobre nuevos arbustos. Luego, al empezar las enamoradas parejas de la villa a hacer de aquel sitio un paseo obligado, aseguraban que las voces de Pilar y Roger se oían lejanas en los más recónditos lugares, y que el melodioso canto de ella también se dejaba oír en la cueva de la fuente de la Salud durante las noches de luna. Asimismo, se cundió que los cuerpos de los novios quedaron sepultados bajo una gran piedra a la que llamaron el Peñón del hueco por tener una cavidad larga y estrecha en cuyo interior creció una azucena solitaria. Después, todo aquel idílico lugar surgido de la noche a la mañana como por encanto, y que fue escenario del triunfo del amor sobre la maldad, fue conocido con el nombre que muchos dieron a Pilar y por el que ella murió para no aceptarlo: La Corregidora.

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Antonio RodrĂ­guez Aranda

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¡SABIOTE A LA VISTA…!

La casa del duende Como al cesar en mis actividades profesionales me sobraban tiempo y recuerdos, venía madurando la idea de escribir algo así como una historia de mi vida, mas como acaso careciera de interés lo que pudiera decir un médico rural que ejerció en pueblos de El Condado hacia mediados del siglo XIX, y que terminó su vida profesional a finales del mismo en Sabiote, donde ahora resido, decidí desistir del proyecto. Sin embargo, al leer un yerno mío por azar una narración que llegué a escribir y que respondía a hechos reales de los que fui partícipe, me animó a presentarla a un concurso convocado por un periódico de la provincia. Mi sorpresa fue verla premiada y publicada. Hela aquí: Con bastantes años ya, a lomos de un burro sobre el que cabalgaba con dirección a mi nuevo destino, veía Sabiote en lontananza dibujándose apenas sobre la cresta de un cerro que se perdía bajo un cielo plomizo. En otro asno iba Crescencio, el arriero amigo que me acompañaba y portaba un baúl con mis cosas; equipaje muy reducido por cierto, si bien el preciso hasta tanto buscara casa y trasladara a este pueblo a mi familia con el resto y los muebles. Cuando tras vadear el río Guadalimar caminamos alrededor de una legua, nos situamos en la falda de una empinada cuesta y, poco a poco, el pueblo fue apareciendo entre la bruma otoñal, pudiendo vislumbrar entonces un hermoso castillo y una larga muralla que se extendía a su derecha, tras la que se alzaba la iglesia con su esbelta torre. Una vez que comimos frugalmente sentados junto a una encina próxima al camino y a una fuente, mi acompañante y yo reanudamos la marcha para luego volver a descansar cerca de un pilar existente bajo uno de los torreones de la muralla. Mientras los animales bebían y el arriero liaba un cigarro, se oyó el tañido de una campana, a la vez que un cabrero que subía arreando el ganado nos dijo: —Dense prisa los señores forasteros si quieren entrar en el pueblo, que ahora se cierran las puertas de la muralla al toque de oración.

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Antonio Rodríguez Aranda —Vamos allá —exclamé, tras darle las gracias. Cuando llegamos a la puerta existente en el arco del torreón, un hombre se disponía a cerrarla, en tanto que en la parte interior una mujer toda enlutada, con ropa hasta los pies y pañuelo en la cabeza, encendía la lamparilla de aceite que tenía la imagen de la Virgen colocada en una pequeña hornacina sobre dicho arco. —Vuesas mercedes tengan una feliz entrada en el pueblo —manifestó el hombre solícito—. Mi nombre es Francisco; bueno, Frasco pa entendernos. Soy el pregonero de la villa, pero además tengo esta misión de cerrar las puertas de entrada a la misma, pues aunque esto ya no se hacía, ahora con las epidemias la autoridad así lo ha dispuesto para evitar contagios. Por esta razón, y como no hay ahora cuarentenas, los forasteros únicamente tienen que identificarse. —Me llamo Luis Valbuena. Soy el médico nuevo. —Para muchos años —dijo el otro quitándose la gorra ceremoniosamente. Añadió que, como ya no había nadie en el ayuntamiento, lo mejor era que visitara al alcalde en su casa, para lo cual me acompañaría, cosa que hizo a la vez que me explicaba el recorrido: —La puerta que cerré la llamamos de los Santos, y junto a ella pueden ver esa torre o barbacana. A este barrio en el que entramos lo conocemos por el Albaicín, como el de Granada, pero salvando las diferencias. Esas paredes que se ven al frente son las de la casa del Duende, en tiempos la más importante de la villa y en donde hay escudos en las paredes y columnas con arcos en los corredores. —¿Nadie vive en ella? — pregunté. —Sí, su amo, don Alonso, a quien llaman don Quijote. Pero miren ustedes arriba, que en lo alto de esta cuesta están el ayuntamiento y la iglesia, aunque nosotros continuamos por aquí para llegar a la vivienda que buscamos. El alcalde me acogió con satisfacción, ya que en el pueblo llevaban algún tiempo sin médico, por lo que galantemente nos invitó a pasar la noche en su casa, si bien a la mañana siguiente Crescencio volvió a su pueblo con los burros y yo busqué alojamiento en la posada tras hacer algunas visitas domiciliarias. Al segundo día de estancia en Sabiote, fue a dicha posada a buscarme para que visitara a un enfermo quien dijo llamarse Juan Sánchez, pero que,

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¡SABIOTE A LA VISTA…!

según me enteré después, era conocido por Sancho Panza tanto por su figura como por tener por amo a don Quijote. Camino de la casa del paciente manifestó el mismo que el enfermo se llamaba Pedro Pérez y de apodo Periche, así como que era íntimo amigo suyo. Añadió que se estaba muriendo, que una vecina que entiende de medicina dice que tiene tercianas y que si Dios no lo remedia se nos iba a ir pronto al otro mundo. En la casa del moribundo, que estaba en la calle del Duende, había junto al mismo una vieja de pelo blanco cubierto con pañuelo negro, que nada más verme dijo: —Yo no soy poseedora de ciencia médica, mas para estos casos de enfermedad sí que tengo la misma gracia de Dios que también tuvieron mi padre y el padre de mi padre. Por eso, y porque no quería que este hombre se nos fuera sin que alguien hiciera lo posible para impedirlo, estoy aquí. —Hace usted muy bien, buena mujer. Para salvar la vida de un semejante cada uno debemos aportar la ciencia o el don que poseemos. —¿Cuál es su nombre? —preguntó aquélla. —Luis, le contesté. —Ése es nombre de santo y de rey, y usted tiene un poco de las dos cosas, dijo. Pero al hacerlo me miró a los ojos tan profundamente que me estremecí. —¿Y usted cómo se llama? —Adela, para servirle, pero en el pueblo me conocen por la tía Adela. Después, tras examinar con detenimiento al paciente y advertirle de la inminencia de su muerte, me despedí. Al día siguiente me enteré en la posada del fallecimiento y del problema surgido con este motivo. De ello y de mucho más me habló el posadero, un hombre grueso y alto, de mediana edad, locuaz y vivaracho, que todo lo sabía y todo lo contaba. Resulta que el tío Periche era propietario de un burro al que llamaba Boquerón, el cual tenía buena marca, o sea, altura y proporciones adecuadas, así como buena marcha, es decir, buen paso, además de otras cualidades positivas. Según el posadero aquél compró y crió al burro, pero lo cierto es que el mismo dio muchas pesetas a ganar tanto a él como a su hija Engracia, a quien llamaban la Santa por lo buena que era. Según el posadero, tal problema surgió porque Periche, poco antes de morir, dijo a su amigo Sancho Panza y a la tía Adela que cuando lleva-

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Antonio Rodríguez Aranda ran su cuerpo al campo santo quería caja de diez duros, entierro de «en medio» y sepultura propia, así como que el burro se lo quedara su nieto Pedrillo porque con once años que tenía pronto podría manejarlo y ayudar a la Engracia, su madre. Les pidió también que ellos se encargaran de que se cumpliera su última voluntad, lo que podrían llevar a cabo con lo que había en el arca. Los albaceas cumplieron al pie de la letra las últimas disposiciones del difunto, pero cuando abrieron el arca sólo vieron un viejo papel apergaminado que llevaba una oscura inscripción que descifró la tía Adela y que según ella decía: «No busquéis lejos lo que tan cerca tenéis», pero lo que es dinero no había ni un ochavo. Con lo cual, ni pudieron pagar al carpintero la caja, ni al cura el entierro, ni al sepulturero la tumba. Por eso las cosas se pusieron tensas cuando el carpintero dijo que bien podían haber llevado al muerto en la caja de las ánimas, así como que o le pagaban o lo desenterraba y se quedaba él con su ataúd. El cura manifestó que tenían que haberle encargado entierro «pollar» y no el de «en medio», como hicieron. Y el enterrador amenazó con llevar los restos a la fosa común. Así las cosas, siguió contándome el posadero, ante la falta de más bienes que Boquerón, los albaceas pensaron en venderlo, pese a que de esta forma incumplirían la otra parte del mandato del fallecido, es decir, que lo heredara su nieto Pedrillo. Pero fue precisamente en lo relativo a la propiedad del burro donde surgieron los principales problemas, ya que Abundio, que era medio hermano del muerto, en cuantos corrillos había y a cuentas personas se encontraba les decía que la mitad del burro era suya porque la compra del mismo la hicieron entre su Periche y él en la feria de ganado de Úbeda. Pero como aunque no había papeles el asunto estaba en el juzgado, ya que entre unos y otros metieron al pobre Abundio donde no tenía que haber llegado, el lío que se planteaba era de difícil solución. Pese al poco tiempo que llevaba en el pueblo empezaron a preocuparme estos dimes y diretes, tanto porque Periche había sido mi primer paciente, como por lo que el problema tenía de humano. Por ello, cuando encontré a Frasco el pregonero, de quien me había hecho amigo, le saqué la conversación para saber qué se decía sobre el tema. Frasco era alto, delgado, gesticulante y exagerado, pero tenía un carácter excelente, así como un genio expansivo y abierto que hacía las delicias de los muchos amigos que escuchaban sus historias, chistes y ocurrencias.

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¡SABIOTE A LA VISTA…!

—Pues sí, don Luis —me dijo—, desde que Dios hizo el mundo no se ha paseao por Sabiote un borrico como Boquerón. Na más que esa alegría que tiene en la cara vale lo que se quiera pedir por él. Pero cárguelo usted o póngalo a acarrear, a trillar, a juntar una parva o a lo que sea, y verá como no hay otro igual. ¡Y cómo anda el animal! Mire usted, a mí me lo dejó una vez Periche pa traer una carga de astillas desde mi olivar, y qué trote cogería na más salir, que siendo la cuesta pina y larga se pasó mulos y muletos y hasta un coche de caballos que iba al pueblo. Pero respecto a lo de la propiedad sobre el mismo —dijo poniéndose serio—, no quiero opinar porque yo y el Abundio nos tocamos, ya que la mujer de él y la mía son primas segundas. —Pero amigo Francisco, en la forma en que habla me da la impresión de que le gustaría comprar el burro. —Qué más quisiera yo, pero lo único que tengo es ese olivar que le he dicho, que son quince matas en la cuesta de La Hoz que heredé de mi padre, que esté en gloria. No son malas del to, pero tienen un pecao, y es que están en un pandero tan empinao, que si se caga un colorín en lo alto de una oliva, lo que echa, y perdone la comparación, tarda en bajar al royo menos que un cura loco en santiguarse. —Un momento—le interrumpí—, si queremos que el muerto continúe enterrado como un cristiano, hay que vender el burro, no hay otra solución. Pero si se vende el borrico el chiquillo se queda sin él y eso es precisamente lo que no quería su abuelo, a no ser que la hija del mismo ponga remedio a esto haciendo un pacto con su tío Abundio. —La Santa, mire usted, no es que yo lo diga, pero es una buena mujer, aunque ignorante; y ella seguro que no quiere problemas. Ya sabemos que atropelló la ley, pero lo hizo con su novio, y como éste murió al poco y no llegaron a casarse, el chiquillo lleva los apellidos de la madre. Ahora, eso sí, que ella entra a la casa de don Quijote a ganarse un real, pero como Dios manda. Y vive como puede, pero feliz con su Pedrillo que es un cacho de cielo. Así es que dudo que quiera meterse en líos. En esto una mujer, con cara de armas tomar, interrumpió la larga perorata de Frasco diciendo: —Si el pregonero se pasa to el día hablando, ¿quién se va a enterar que tengo en mi portal seis canastas de brevas sin vender?

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Antonio Rodríguez Aranda Con lo que Frasco, sin pensarlo más y ante la mirada sonriente del médico, con su paso largo y desgarbado se dirigió a la primera esquina y empezó a pregonar con voz estentórea, si bien en tono solemne y cadencioso:

El que quiera

comprar brevas

de la Corregiora,

a tres cuartos

el kilo y medio,

que se pase

por casa

de María la Zurda...

Días màs tarde, como me dijeron que Pedrillo solía estar por las tardes en los laderos del castillo, allí lo encontré tras preguntar a un niño por él. —¿Sabes quién soy?, le dije. —Sí, lo vi en casa de mi abuelo, aunque no pudo usted curarlo. —Es cierto, pero lo que tenía era muy grave y nada se podía hacer. ¿A qué juegas? —Yo y éstos nos echamos al patín por el laero abajo. Me asomé y vi, en efecto, que por una especie de caminillo varios niños agachados bajaban uno detrás del otro por el ladero a considerable velocidad. —Te vas a romper el pantalón y luego tu madre ya sabes... , le advertí. —No, porque me pongo una esterilla en el culo. —¿Y cómo os las arregláis para patinar? —Pues hacemos el reguero que se ve y le echamos agua, pero cuando no tenemos agua nos meamos. Luego, por él alante alante bajamos, y el que lleva goma en los pies, como abarcas o sandalias, pues patina mejor. Pedrillo tenía cara de avispado, era delgado, con los ojos verdes y un pelo negro que le caía sobre la frente formando un remolino que le daba aspecto de travieso. —¿Por qué no vas a la escuela? —le pregunté. —Porque no sé leer, me contestó impertérrito. Razonable respuesta, pensé para mí con cierta sorna, pero le dije: —Debes ir para aprender. Si quieres yo hablo con el maestro y seguro que te apunta.

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¡SABIOTE A LA VISTA…!

—Es que a la escuela van los chiquillos ricos y yo soy pobre, respondió. —Para aprender no hay pobres ni ricos, pero ya hablaremos de eso. Ahora dime: si no vas a la escuela, ¿qué haces durante todo el día? —Antes, cuando vivía mi abuelo iba con él al campo, pero ya voy solo o con otro amigo y le cojo yerba a mis conejos. —Pues ahora podías llevar el borrico al campo y a darle agua en los pilares. —A cual, ¿a Boquerón? Pero, como observé que se le llenaron los ojos de lágrimas, desvié la conversación y le pregunté que a qué jugaba, además de al patín. —Pues jugamos a las cuatro esquina corrriendo de una a otra.; al agua y al triángulo con las bolas, así como a la trompa, al mocho y al cangreje. —¿Qué juego es el cangreje? —Pues que al que pierde se pone de burro y los demás vamos saltando sobre él diciendo: Cangreje,

harina y harineje.

Angarillas.

Una rodilla,

dos rodillas.

Yo tengo un patio,

en medio una higuera,

que echa los higos chumbos,

la mujer que se los come

a los nueve meses pare.

—Y cuando le hincamos la rodilla al burro tiene que decir «berru» y si no lo dice le damos espoliques y culás hasta que lo diga. —¿Y sólamente juegas y vas al campo? —¡Nooo! —dijo con énfasis—. Además de esas dos cosas me gusta mucho estar con don Quijote; bueno, con don Alonso como dice mi madre. Él y Sancho Panza me quieren y me dejan jugar en la casa del Duende. —Mira, Pedrillo, hay algo en lo que los dos estamos pensando y de lo que no hablamos. Porque tú quieres mucho a Boquerón, ¿verdad? Quiso salir corriendo y lo sujeté, pero dejé que se fuera cuando se echó a llorar abiertamente. Entonces, como se estaba haciendo tarde, observé que se destacaban de forma especial las siluetas del Pico y de la Muela, a la vez que se oscu-

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Antonio Rodríguez Aranda recían las tierras de pan llevar de la Cara de la Sierra, Abenazas y la Fuente Diago hasta casi igualarse con la enorme mancha verde formada por los lejanos olivares del Condado. Luego, mientras la campana de la parroquia tocaba oración, las puertas de los arcos de la muralla se cerraban como cada anochecer. Cierto día que quise hablar con mi ya amigo Sancho Panza, observé que, aunque había pasado varias veces por la casa del Duende, no reparé debidamente en el aspecto austero y un tanto solemne de su fachada, ni en sus nobles escudos, ni en sus recias y desvencijadas puertas con un gran llamador y viejos clavos oxidados, ni en sus ventanas con rejas de hierro forjado. Al entrar en la misma encontré un zaguán espacioso con sendos bancos de madera, uno a la derecha y otro a la izquierda, así como un botijo colgado del techo con un largo ramal. —¡Ave María!, dije leyendo en voz alta la vieja inscripción de un lienzo colocado en la pared. —¡Toda sin pecado!, contestó desde lejos una voz estentórea, mientras el hombre que la dio se aproximaba con largos pasos a la vez que decía: ---El caballero me dirá en qué puedo servirle. Pero pase, pase su merced y tome asiento. —Permítame que me presente: soy el médico nuevo, Luis Valbuena, y busco a un hombre conocido por Sancho Panza. —Sí, es mi criado y lo llamaré enseguida. Pero hágame el honor de dejar que le ofrezca mis respetos y que me presente igualmente. Soy el dueño de esta modesta, pero noble casa, Alonso Ramírez de Abengoa y Pérez del Pulgar, para servirle, dijo mientras se inclinaba ceremoniosamente. Y añadió; En tanto hago llamar a mi servidor, pase, pase a la sala en la que estaremos más cómodos. Entramos primero a un portal espacioso y un tanto oscuro, en el que vi colgada una panoplia con viejas espadas que estaba colocada sobre un antiguo sillón con asiento y respaldo de aneas. Al fondo, subiendo una corta escalera, llegamos a una sala grande de alto techo y viejos cuarterones en el mismo, pero desvencijada y fría. Tras abrir una de las ventanas, me hizo sentar en el sofá de un estrado de madera negra. Mientras levantaba una funda blanca que recubría mi asiento y el que él utilizó, observé que los retratos que pendían de las paredes tenían la pintura envejecida

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¡SABIOTE A LA VISTA…!

—Veo que miráis los retratos de mis antepasados —dijo don Alonso—. Casi todos son del linaje de los Abengoa, uno de los más antiguos de España, y sin duda el que más, no ya de Sabiote, sino de toda esta comarca de La Loma. —Sabía al venir que pertenecéis a antigua y aristocrática familia, le dije. —De lo cual me siento orgulloso, sobre todo ahora que se da más valor al dinero que a la pureza de la sangre. Siglos ha que mis ascendientes lucharon contra la morisma para reconquistar la patria. Otros entraron junto con los Reyes Católicos en la ciudad mora de Granada; y muchos de ellos se significaron como conquistadores primero y colonizadores después de las Américas, así como sirviendo al emperador Carlos en las guerras de Flandes y en las campañas del Milanesado. Los hubo también que velaron por la pureza de la fe, ya como familiares del Santo Oficio, ya ocupando altos puestos en la jerarquía eclesiástica. Sirva de ejemplo mi antepasado Hernando Ramírez de Abengoa, obispo de Mallorca primero y de Zaragoza después, nacido y muerto en esta villa sabioteña. Mas perdonad, mi señor don Luis, si peco de inoportuno y os abrumo con temas personales que puede que no sean de vuestro interés. Ruego me excuséis. —No, por Dios, señor don Alonso, podéis seguir porque estoy realmente interesado por la genealogía en particular y por los temas históricos en general, máxime si a Sabiote se refieren. —Pero la misión que a esta casa os trae es otra, según me habéis dicho, por lo que no os quiero entretener. Y levantándose tocó una campana de mesa, a la vez que voceó desde la ventana: —¡Decid a Panza que venga! Sancho se presentó a continuación, y su amo se retiró prudentemente ofreciéndome con mil reverencias y atenciones su casa y su persona. —Amigo Sancho —le dije—, quiero que sepa que estoy muy interesado en la solución de los problemas relacionados con la sucesión de Periche, del que la tía Adela y usted eran tan amigos. Naturalmente deben suponer que yo no pienso cobrar nada por la visita que le hice durante su enfermedad, así como que siento no haber podido seguir atendiéndole. —Se lo agradecemos, don Luis, pero lo otro no tiene solución, ya que el burro hay que venderlo aunque nos pese. Aunque eso sí, el golpe va a ser no sólo para el chiquillo, sino también para mi amo.

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Antonio Rodríguez Aranda —¿Es que lo trata mucho? —Lo trata y lo quiere como si fuera su hijo ya que lo sacó de pila. Y como además su madre entra y sale de esta casa como de la propia, don Alonso ve al Pedrillo diariamente. —Pues usted, al menos en recuerdo de quien lleva el sobrenombre, es decir, de Sancho Panza el de verdad, debe tener recursos para dar solución a cuantos problemas de este tipo se presenten. —Pero ya sabe lo que dice el refrán: «cuando Dios no quiere el santo no puede», dijo. ---Yo le contestaría con un: «genio y figura hasta la sepultura». Mas, si la culpa es del santo, le diría: «a santo enfadao, con no rezarle, apañao». De todas formas, aunque por lo que observo usted tiene medios para dar solución a todo, realmente veo que existen dos problemas que no se cómo los va a resolver. Uno es el pretendido derecho de Abundio sobre la mitad del borrico, y otro la posible boda de su amo con la Santa, de la que tanto se habla. —Bueno —contestó—, el segundo problema sí que es de difícil solución, pero el primero lo tengo resuelto. En efecto, me contó el desarrollo y fin diciéndome que días pasados, mientras yo estuve de viaje, se celebró el juicio y que antes de la hora la sala estaba atestada de gente, así como que al iniciarse el mismo el juez llamó en primer lugar a Abundio para que acreditara su derecho de propiedad, pero el pobre se cerró en que «el borrico lo compramos yo y mi hermano» y de ahí no salía. Cuando el juez le preguntó que si tenía testigos para demostrarlo, él sólo manifestó que «sus vecinos el Frenillo y la Chíngala estaban enteraós de tó>, pero allí no apareció ninguno. Dijo Sancho después que como él sabía la querencia que le tenía el Abundio al borrico, pero también al chiquillo, le hizo ver en el juicio el mal que podría causar a este último, con lo cual, al darse cuenta de que realmente podía perjudicarlo, lloró a lágrima viva en presencia de todos, por lo que dijo al juez con su media lengua que renunciaba a su parte en favor del mismo. Y al acceder su señoría a la petición, el burro pasó a ser propiedad exclusiva de Pedrillo. (Pero lo que entonces no me dijo Sancho es que regaló al Abundio una cantidad con la que quedó más que satisfecho). Con el posadero no tuve que hacer mucho esfuerzo para tirarle de la lengua, pues él enseguida me explicó cuanto yo quería saber y mucho más. En resumen (aunque es difícil resumir su verborrea), vino a decirme que

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la Santa, que era tan buena como expresaba el nombre, desde hacía años arreglaba la casa del Duende y que se decía que el amo la quería y ella lo quería, pero que como la muchacha era muy honrada nunca se comentó en el pueblo nada malo sobre su proceder, si bien respecto a él se sabía que no consentiría mezclar su noble sangre con otra plebeya. De esta forma, con dichas explicaciones me hice cargo de esta nueva situación, que desconocía, pero mira por donde en la habitación de la posada que provisionalmente habilité como consultorio, se me presentó una mañana la Santa con una afección cutánea de poca importancia. Era ésta una mujer bien plantá, como por aquí se dice, pero en el mejor de los sentidos, ya que se la veía tranquila, modosa y de poca conversación, aunque no aburrida. Yo naturalmente le hablé de su hijo y de mis conversaciones con él, así como de algunos aspectos del problema que le afectaba. Así, lentamente y casi sin darnos cuenta entramos en el tema, y pude apreciar que era cierto lo que me habían dicho, o sea, que entre ella y don Quijote existía un cariño mutuo, si bien puramente romántico y desinteresado, ya que los principios del uno y de la otra, es decir, fundamentalmente la diferencia de clase, impedía que aquello desembocara en boda. Por entonces, logré encontrar una hermosa casa en el Arrabal alto de Sabiote que cubría sobradamente nuestras necesidades familiares y la profesional mía. Y como llegué sin dificultad a un acuerdo con la dueña respecto al alquiler, pronto tuve conmigo a Pilar, mi esposa, así como a Marta, nuestra hija soltera, ya que las dos casadas vivían y viven en Jaén capital. Los muebles los trajo Crescencio el arriero, quien por cierto se iba haciendo medio sabioteño, tanto por los amigos que aquí hizo como por lo trabajos que le iban saliendo. Respecto al tema que tanto me preocupaba, naturalmente se lo conté a mi mujer con todo detalle. Y como ella debió dar traslado del mismo a Marta, nuestra hija, en poco tiempo ambas conocían mejor que yo el fondo del problema así como a sus principales personajes. Debo aclarar que mi consorte es una mujer franca, abierta, dicharachera, alegre y con tantas notas más de este tipo que, la verdad, yo no soy el más indicado para decir todo esto, así como tampoco que la hija es fiel retrato de la madre, pero así son las cosas lo diga yo o no lo diga. Un día, después de dar la vuelta al pueblo haciendo las visitas domiciliarias, encontré a Pedrillo en el portón por el que la mansión de don Alonso

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Antonio Rodríguez Aranda tiene salida a la calle Argolla. Y como el chiquillo me vio cansado dijo que pasara y que me sentara, lo que hicimos a la sombra de una higuera en tanto él comía un extraño trozo de pan. —¿Qué comes?, le pregunté por salir de dudas. —Es pan y hoyo, contestó. Pero al percibir mi desconocimiento aclaró que una vez cortada la orilla del pan se quita el miajón del centro y que en el hoyo que queda se echa aceite con sal, así como que le gustaba mucho. Después, sacó un botijo y me ofreció agua. —La acabo de sacar, exclamó gozoso. —¿Tú solo? —Sí, el pozo no está hondo y la cuba sube bien con la garrucha. —¿Y te deja don Alonso? —Él siempre me deja hacer lo que yo quiero. —Pero tú serás obediente y harás lo que te dice. —Esta mañana me enseñó unos versos y me los he aprendido de memoria. Entonces le pedí que los recitara y lo hizo así:

Mi vaca estaba mala.

¿Con qué la curaremos?

Con un palo que le demos.

¿Dónde está ese palo?

El fuego lo ha quemado.

¿Dónde está ese fuego?

El agua lo ha apagado.

¿Dónde está esa agua?

El buey se la ha bebido.

¿Dónde está ese buey?

A los montes ha corrido.

—Me alegro de que te aprendas bien las cosas. Ahora, como el otro día te dije, lo que tienes que hacer es ir a la escuela, —Si quiere don Alonso, sí. —Don Alonso seguro que para ti quiere eso y todo lo mejor. Ya verás. Don Alonso quiso, en efecto, eso y mucho más. La cosa sucedió así. El prior, con motivo de la reorganización de la hermandad del patrón San Ginés de la Jara, de la que don Alonso era presidente, presentó a éste a mi mujer en la sacristía de la ermita. Luego, aunque dicha hermandad siempre

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ha estado formada por hombres únicamente, a mi costilla se le ocurrió la idea de integrar también a mujeres, mas, como se suponía, su propuesta la rechazó el presidente primero y la junta general después. Razón por la cual ella, que ya esperaba la negativa, con la autorización necesaria creó una hermandad femenina paralela, cosa que hizo con evidente éxito, ya que la procesión y festejos religiosos comenzaron a tener mayor esplendor. Más tarde, como quiera que Pilar fue designada presidenta, tuvo buen cuidado de que la Santa formara parte de la directiva, por lo que pudo así conocerla, tratarla personalmente y contarme luego todo lo relativo a la situación sentimental y humana de la misma. Decía Pilar que cuando se dio cuenta del problema del niño, así como que la relación sentimental de su madre con don Quijote no llegaba a feliz término a causa de la diferencia de clase principalmente, pensó que tal vez hablando con ellos podría ayudar a que la situación se resolviera. Pero las cosas sucedieron de manera que hablando únicamente con Sancho Panza las mismas tuvieron un arreglo feliz Me refería después mi esposa que «nuestro» Sancho llevaba bien puesto el mote, ya que a más de ser criado de don Quijote, era como el de verdad, o sea, bajo, gordo, buen conversador, agudo, ingenioso, perspicaz y muy dado a las historias y refranes. Me contaba también que cierto día que paseaba con nuestra hija por el camino de la muralla norte, lo encontraron junto al pilar de la puerta de la Canal, en donde mientras su borrica bebía agua en el mismo, él lo hacía en el caño de la fuente. Después, tras sentarse todos en el banco de piedra de al lado, mi Pilar le sacó el tema sentimental existente entre su amo y la Santa lamentándose de que aquello no acabara en boda. —Cada oveja con su pareja, dijo él. —Ante el amor no hay diferencias —manifestó ella—, y mucho más cuando hay conveniencias que hacen aconsejable la relación, porque si los dos se quieren y además está por medio Pedrillo que quiere a los dos y los dos a él, lo único que falta es que su amo se decida o que alguien le empuje a ello. —Señora, conociéndolo, como yo lo conozco, eso es pedir peras al olmo, aunque en el fondo creo que todo puede conseguirse, pues los dos esperan algo que desean y no llega. Y es que dice el refrán que «esperar y no venir, tener sueño y no dormir, penas son muy de sentir». Pero en fin,

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Antonio Rodríguez Aranda que tiene usted razón, pues tal y como están las cosas lo único que falta es que mi amo se arranque. —¿Y cómo se logrará esto?, preguntó ella. A lo que Sancho respondió: —Otro refrán dice que «la duda y los celos convierten lo bueno en malo y también lo malo en bueno». Con esto quiero decir que la duda y los celos provocados por la misma pueden ser la solución del problema. Así es si conseguimos que a don Alonso se le rompa su flema y su tranquilidad, se habrá conseguido mucho. Pero para eso usted y yo nos tenemos que poner de acuerdo en muchas cosas. Pilar me contó cómo llegaron a ese acuerdo. Todo consistió en que nuestro amigo Crescencio se avino a colaborar con ella y con Sancho. Y es que el arriero, que era soltero y de buen ver, al darle mi mujer cuenta en el mayor de los secretos de lo que intentaban, se prestó a escribir una carta a la Santa pretendiéndola. Y como tal carta la dirigió a nombre de la pretendida, pero a la casa de don Quijote, quienes urdieron la trama tuvieron buen cuidado de que éste viera lo escrito en la misma, ya que el sobre iba medio abierto y con un lazo y un corazón pintado atravesado por una flecha. Por ello y por algún cuchicheo que oyó entre personas allegadas, es lo cierto que la trama dio lugar a que se lograran los efectos deseados, incluso con mayor rapidez de la esperada. La cosa es que un buen día don Alonso Ramírez de Abengoa y Pérez del Pulgar, conocido por don Quijote, reunió en su casa a personalidades y amigos, entre los cuales mi esposa y yo nos encontrábamos, y solemnemente nos hizo saber su compromiso matrimonial con la señora doña Engracia María Sánchez y Ruiz de Almazán, de conocida familia sabioteña, así como de la iniciación de los trámites precisos para adoptar y dar su apellido a Pedro, el hijo de la misma, al que según manifestó quería como si fuera suyo. Ni cuando se celebró la ceremonia matrimonial en la capilla de Santo Toribio, perteneciente desde hacía siglos a los Abengoa y situada junto a la casa-palacio de los mismos, ni más tarde, cuando tuvimos otra fiesta al ser inscrito Pedrillo en el registro civil con el apellido de don Alonso por haber sido adoptado por él, nunca trascendió la verdadera causa por la que todo aquello pudo llevarse a feliz término. Pero la «causa» era de sobra conocida porque tenía nombre y apellidos: se llamaba Pilar López Briones; y a la misma ayudaron Juan Sánchez, conocido por Sancho Panza, Crescencio García, el

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arriero, así como nuestra hija Marta Valbuena López. O sea, que la razón de que el novio rompiera sus prejuicios, llevara al altar a la Santa y adoptara al chiquillo, se debió a ese empuje final que, con la ayuda de los dos hombres dichos, llevaron a feliz término mi esposa y nuestra hija. Naturalmente, en la ceremonia del enlace y demás actos que se celebraron siempre estuvieron en primer término el enterrador, el carpintero y el cura, que por cierto fue quien los casó. Si éstos llegaron a cobrar o no el importe de la deuda que les dejó a su fallecimiento Periche, padre de la novia, o bien dejaron su importe como regalo para la misma, es cosa que desconozco. Lo que sí puedo decir es que el borrico Boquerón pasó a ser propiedad exclusiva de Pedro Ramírez de Abengoa y Sánchez.

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La asociación I AHORA Y ANTES Tanto por las brillantes notas conseguidas a lo largo de su licenciatura en Económicas, como por haber obtenido el premio extraordinario fin de carrera, el sabioteño Gaspar Talavera llegó a la conclusión de que si lograba obtener una de las becas que otorgaba la universidad norteamericana de Harvard, podría conseguir tanto el objetivo de doctorarse en tan prestigiosa institución, como el de perfeccionar sus conocimientos de inglés. Así pues, se fue a la embajada de aquel país en donde le facilitaron información e impresos a cumplimentar, con lo cual pudo presentar la solicitud, currículo y demás documentos. Mas, como según le dijeron la resolución tardaría no menos de tres meses en conocerse, y por otra parte ni tenía nada que hacer en Madrid ni dinero para estar allí más días, pensó que, como siempre, tendría que pasar el verano en Sabiote en la casa de sus padres, en donde, también como siempre, sabía que lo esperaban con los brazos abiertos. En las taquillas del autobús de Úbeda encontró a Emilio Fernández, su gran amigo y paisano, pero al que hacía tiempo que no veía, ya que éste, según le comunicó tras abrazarse ambos, estuvo haciendo últimamente las prácticas de la milicia universitaria sin disfrutar de permiso alguno durante los seis meses que las mismas duraron. —Podías haberme escrito —le dijo Gaspar—, pues lo poco que he sabido de ti ha sido por mi hermana Adela, que es la única que ahora vive en Sabiote con mis padres, ya que prepara oposiciones para la seguridad social, pues se hizo ATS y quiere conseguir una plaza en propiedad. —Llevas razón en lo de no haberte dicho nada respecto a mi paradero, pero resulta que al terminar Veterinaria en Córdoba y ver que allí no había plaza de alférez para la mili, pero sí en León, pensé que al ser esta ciudad sede de una antigua facultad de mi carrera podría tener buenas posibilidades para estudiar y relacionarme. Y no me equivoqué, pero ya te contaré después. —Ahora —hablaba Gaspar mientras subía al autobús—, ya que tenemos los asientos juntos y tiempo para charlar, empecemos a hacerlo de otras cosas, por ejemplo, de mujeres. ¿Tú que tal?

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Antonio Rodríguez Aranda —Ya sabrás que con Ana María, la amiga de tu hermana Adela, terminó la cosa mal. Lo siento porque la quería y creo que ella me quería a mí también. No sé lo que pensará ahora, pero lo que sí te digo es que la culpa de todo la ha tenido el tiempo que hemos vivido separados, así como la distancia. Ella está terminando Farmacia en Granada, si es que no ha acabado ya, aunque la verdad es que a causa de mi pasada imposibilidad de viajar no hemos tenido ocasión de vernos. —Pues durante los próximos días os tendréis que ver, ya que en nuestro pueblo es difícil salir y no encontrarse. —Bien, si nos vemos nos saludaremos y en paz. Aunque —añadió Emilio— esto por mi parte, que lo que ella hará no puedo saberlo. Pero hablemos ahora de ti. —Como sabes, estudié Económicas en Madrid y en estos días acabo de solicitar ser admitido en Harvard para hacer allí el doctorado, mas hasta tanto conozca el resultado permaneceré en Sabiote. Ya sabes que en casa somos tres hermanos y estudiamos dos, pues Pedro sigue Magisterio en Jaén, pero Manuel ayuda a mi padre en el campo. Vosotros creo recordar que sois cinco y todos estudiáis. ¿Qué hacen ellos? —A mí me sigue Adela (que ya te he dicho que es ATS) y a ella los mellizos y el chico. Éstos cursan en Granada Medicina, Derecho e Ingeniería, por este orden. —Es curioso observar la forma en que se ha propagado en Sabiote lo de los estudios —comentó Emilio como pensando en voz alta—. Pero lo notable de todo esto es que el número de habitantes del pueblo disminuye sensiblemente; Y si bien es cierto que ahora se vive mejor que nunca, ello no es porque se hayan creado medios económicos o empresariales que aumenten la renta per capita de forma importante. —Pues fíjate —añadió Gaspar—. En un censo de Sabiote del año 1890 hecho con fines electorales, de 1022 varones censados 650 no sabían leer ni escribir y 372 sí. O lo que es lo mismo, un 63,60 por ciento no, frente a un 36,40 sí. Esto sin contar a las mujeres, entre las cuales el analfabetismo era mucho mayor, si bien no se incluyeron en dicho censo porque no tuvieron derecho al voto hasta 1931. Sin embargo, hoy —continuó el economista— los principales medios de subsistencia de que disponen los sabioteños son, como es sabido, el campo y las pensiones, pero los jóvenes la albañilería. Mas observa que por término medio las pensiones son bajas, aunque conti-

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nuas y seguras. Respecto al campo, afortunadamente en estos años finales del siglo XX se encuentra mucho más repartido que antes, y como la producción fundamental es el aceite de oliva, al obtenerse del mismo buenos rendimientos, el resultado lo tenemos a la vista: trabajo suficiente y mejores casas, alimentos, vestidos, automóviles y maquinaria agrícola. Buena vida en todos los sentidos. Esperemos que dure. —Lo que son las cosas —terció Emilio—, mi padre, que no es viejo ni mucho menos, me habla de que cuando era muchacho las casas carecían de agua corriente y de cuarto de baño, así como que el agua tenían que sacarla del pozo casero o llevarla en cántaros de donde la hubiera; que las cuadras y zahúrdas, con sus correspondientes animales, estaban dentro de las viviendas y que los corrales de éstas eran el lugar en el que se mantenían todos los excrementos hasta que al empezar el otoño se sacaba el estiércol. Asimismo, que en la parte baja había cantinas en donde se obtenía y guardaba el vino, y que en la alta estaban los graneros y pajares. —Sí, así es —dijo Gaspar—, pero ya sabes, con esta distribución quedan muchas casas en la actualidad, si bien es cierto que la instalación en las mismas de agua corriente ha mejorado la vida en ellas de forma notable. Respecto a las de nueva construcción no hay para qué hablar, pues cualquiera tiene dos cuartos de baño. Además de que, como antes decíamos, las condiciones económicas en que se vive hoy día son superiores a las de antes. No creo que ello sea discutible, pero si hablamos ahora de las enfermedades, que te cuenten tus abuelos, como me han contado los míos, las que se producían en sus tiempos. O que te hablen de la carencia de alimentos y subsiguientes hambres y muertes producidas por todas estas causas. No hay duda, la vida actual es incomparablemente mejor; otra cosa es la nostalgia, el recuerdo, la placidez de la anterior o el «cualquier tiempo pasado fue mejor» que dijera el poeta. Así, de esta forma, hablando, comiendo después en el mismo coche y durmiendo luego, llegaron a Úbeda. Al bajarse encontraron al padre de Gaspar que había ido a esperar a su hijo, ya que tras la llegada del autobús de Madrid no había combinación para Sabiote. El hombre llevó un par de caballerías y gracias a ello pudieron transportar el equipaje e ir montados, si bien relevándose. Al salir encontraron en la carretera a Juanillo Castillejo y a dos recoveras que volvían al pueblo, por lo que hicieron el camino juntos. Pedro Fanega,

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Antonio Rodríguez Aranda que era el padre de Gaspar y hombre de humor excelente, por animar la conversación sacó el tema de las olivas de Castillejo y dijo que sólo tenía una docena en Malacara, pero que como no quería labrarlas las dio al setenta, lo mismo que años antes hizo Ochavillo con las nueve que heredó en Pozo Fajardo y que eran todo su capital. El otro, que era un chungón, contestó que no había dado sus doce olivas en esas condiciones, sino al sesenta, cuarenta para él y sesenta para el labrador, pero que si Ochavillo las dio fue porque se le vino el aparejo a la panza al fallarle su administrador. Pedro se picó al ver que el otro se quedaba con él, por lo que le dijo: —Hombre, Ochavillo era más de media liebre, mas eso de tener un administrador pa nueve olivas... Pero tú sí, tú sabes de campo y has trabajao o hecho como que trabajabas y, ahora, como tienes pensión, has dao tus doce olivas por un tanto. ¡Vamos!, si fueran trescientas... —Pues sí, amigo Fanega, porque el media liebre ese a que te refieres, aunque era más corto que las mangas de un chaleco, sabía buscarse las habichuelas, ya que tenía buenas amistades y siempre andaba de casa en casa como el marrano de San Antón. Además, las dio en esas condiciones porque le interesaba, pero tú, ya que tanto hablas, aquí, delante de testigos, ahora mismo te digo que me quedo a medias con tus olivas de Las Carreras. ¿Has oído bien? ¡Al cincuenta por ciento! —¡No caerá esa breva!, que no es lo mismo Las Carreras que los laeros de Malacara, ni doce olivas que treinta y dos, terminó Pedro. Intervino entonces una recovera para decir: —¡Anda con el Juanillo Castillejo éste!, paece que nunca ha roto un plato y mira por dónde sale ahora; y es que aunque se está cayendo muerto cree él que se las sabe toas. —¡Cayéndome muerto yo!; yo, que estoy más firme que un calzaizo. A ti so pendona es a quien le voy a cantar yo las cuarenta pá que no hables de lo que no sabes. A ti... Pero lo cortó la otra recovera diciéndole a voz en grito: —Y tú, que siempre andas por ahí como vaca sin cencerro, por qué leche le tienes que hablar así a mi chacha. Ten cuidao con lo que dices, que ella es muy mujer y yo no tengo pelos en la lengua, así es que como me vaya pa ti vas a tener que salir con el culo a dos manos.

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—Callad, mujeres, callaos, que empezó esto medio en broma y vamos a terminar como la función de caniles, intervino Fanega apaciguando los ánimos. Gaspar y Emilio, que iban entonces andando, sonreían divertidos al principio de la conversación, pero miraban después a unos y a otros un tanto desconcertados ante el giro que las cosas iban tomando, mas el padre del primero les dijo con tranquilidad: —No preocuparos, que con éstos no llega la sangre al río. Y así fue, pues al poco rato todos hablaban como si nada hubiera pasado, y las recoveras y Castillejo se despidieron como buenos amigos cuando llegaron a Sabiote.

II SEBASTIANICA Y LOS SUYOS Sebastiana Remón se quedó viuda y con tres hijas pequeñas relativamente joven, por lo cual, como no tenía medios, ya que Francisco Quesada, su hombre, le dejó la noche y el día, tuvo que resolver su problema en la única forma posible en aquellos tiempos, o sea, espigando, cogiendo y rebuscando aceituna, arrancando garbanzos, dando gusto en casas conocidas y… pare usted de contar. Pero luego, con eso y con el poco campo que heredó de su padre, se las arregló de forma que en su casa nunca faltó un pedazo de pan ni una panilla de aceite, que las chiquillas siempre iban limpias y lustrosas, que no dejaron de ir a la escuela y que, cuando empezaron a ganar algún dinero, ya en la aceituna o con la costura, su madre lo empleaba en la dote de cada una, en sus gastos personales o en pagarle a una torreña que les enseñaba corte y confección. Después, como eran bonicas de cara, no les costó trabajo ponerse novias con tres muchachos de su clase y casarse las dos primeras cuando ellos volvieron de la mili, pero la tercera no tuvo que esperar a eso ya que él se libró por hijo de viuda. Las tres hijas se llamaban Manuela, Juana e Isabel, nacidas por este orden. Los nombres de las dos mayores eran, siguiendo la costumbre sabioteña, los de sus respectivas abuelas, pero aunque de acuerdo con ello a la tercera tenía que haberle puesto la madre su propio nombre, como a ella no le gustaba le puso Isabel.

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Antonio Rodríguez Aranda Los yernos eran de Sabiote, los tres del campo y bien vistos en el pueblo. El marido de Manuela, que se llamaba Juan de Dios Navarrete, procedía de familia conocida y con posibles. El segundo, el casado con Juana, era Zacarías Martínez y se decía que era el mejor, pues tenía otro aquel; pero si bien no era hombre de dinero ni de estudios, como andaba bien de lectura, pluma y las cuatro reglas, y además sabía expresarse, se codeaba con personas de carrera. Respecto al tercero, el que se casó con Isabel, llamado Lucas Ruiz, era un pinta, pero simpático y agradable, ya que no había chisme, chiste o historia local que no supiera, noticia o suceso que no conociera o negocillo en el que no interviniera para ganarse unas pesetas. Por todo ello, Sebastianica (como en el pueblo era conocida) solía siempre decir que si sus hijas eran buenas sus yernos eran mejores. Juan de Dios y Manuela tuvieron tres descendientes a los que bautizaron con los nombres de Patrocinio, Raúl y Vanesa. El matrimonio se desenvolvió con el tiempo económicamente bien, ya que él, ayudado por su padre, montó una buena labor y se hizo de un saneado capital a base de tierra de calma y olivas, principalmente en la parte de El Charquillo y Huerta Oliva. Zacarías hizo menos fortuna agrícola, pues él y su Juana se dedicaron al comercio, actividad ésta en la que tuvieron buen éxito y mejores beneficios. Todo empezó porque ella, viendo que su hombre en el campo trabajaba mucho y ganaba poco, empezó con el oro, es decir, venta de joyas a domicilio, y como aquello le dio buenos beneficios montó una tienda. Él se animó también y extendió la actividad comercial familiar con un negocio de venta de abonos y fertilizantes que pronto se desenvolvió con éxito. La pareja tuvo dos hijos y dos hijas que eran Ana María, Oscar, Rubén y Nerea. Lucas, que al casarse con Isabel siguió algún tiempo trabajando en el campo, como por su carácter abierto tenía amigos por donde iba y le tomó el gusto al chalaneo, empezó interviniendo en tratos de compra venta de animales y se extendió luego a lo rústico y a lo urbano; pero como aquello marchaba, se preparó y obtuvo después el título de agente de la propiedad inmobiliaria. De los tres matrimonios ellos fueron los que más hijos tuvieron, pues nacieron cinco a los que pusieron los nombres de Carlos, Olga, Natalia, Alba y Efrén. Respecto a los nombres, según hemos visto a la primera de los nietos de Sebastianica la llamaron Patrocinio porque ése era el nombre de la abuela paterna, mas a partir de esa hija y de la Ana María de Juana, se rompió

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la tradición, pues se siguió la nueva costumbre de poner los nombres que gustaran, que normalmente eran los que se oían en la radio, se veían en la tele o se leían en las revistas. En lo referente a los estudios todos los seguían con buenos resultados, ya en facultades y escuelas superiores, en el instituto o en el colegio. Así, Patro estudió y terminó la carrera de Ciencias Químicas en Madrid, en donde vivió en casa de un hermano de su padre que estaba casado pero no tenía hijos. Luego, recién licenciada obtuvo una plaza de profesora interina en el instituto de Baeza. Sus hermanos Raúl y Vanesa los seguían también en casa del tío. Él cursaba tercero de Ingeniero agrónomo, carrera que hacía con verdadera vocación, pues de su padre y de su abuelo había heredado la pasión por el campo y la agricultura. Y Vanesa, segundo de Filosofía y letras. Respecto a los demás primos, los que cursaban estudios superiores eran Ana María y su hermano Oscar que estudiaban ambos Farmacia en Granada; Olga, Arte en la misma ciudad. Rubén y Carlos, Derecho en Jaén, Y de los restantes, Nerea y Natalia estudiaban en el instituto San Juan de la Cruz de Úbeda; y Alba y Efrén estaban todavía en el colegio San Ginés de la Jara, de Sabiote.

III HOMBRES DE CAMPO El padre de Juan de Dios se llamaba Sisenando y, aunque casi todos sus ascendientes procedían de la Sierra de Segura, él nació en Sabiote. Era hombre tranquilo y moderado en su comportamiento y en el hablar, cosa que hacía con lentitud, pero de forma correcta y fluida. El ojito derecho del mismo era su nieto Raúl, pese a que cuando éste nació hubo problemas a causa de no haberle puesto su nombre. Un atardecer de verano, acababan de juntar la parva en la era tras trillar en ella con un rulo del que tiraba un par de mulas, y aprovechando el aire que corría aventaban y formaban un alargado y dorado pez de trigo. No eran ya tiempos de cosechar de esta forma, pues se había impuesto la maquinaria y, para este menester concreto, las cosechadoras, pero Raúl quería conocer los medios seguidos antiguamente para separar el grano de la espiga y al abuelo no le fue difícil emplearlos para dar gusto a su nieto, ya que conservaba antiguos aperos de labranza. Luego, tras la cena en el cortijo familiar conocido por Prado Alto, Sisenando fue contestando pacientemente

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Antonio Rodríguez Aranda todas las preguntas que le hacía Raúl, así como exponiéndole los medios y formas en que se desenvolvió la vieja agricultura. —Mira, nene, cada cosa tiene su época, pues hoy ni se puede ni interesa dar marcha atrás, pero eso sí, que nunca se me olvidará la agricultura de mis tiempos. Como veo que te interesa, yo te puedo hablar de la forma en que labrábamos y de los medios que utilizábamos. Respecto a la forma, hay cosas a las que no quisiera volver, como por por ejemplo, a la siega. Tú no sabes lo que era eso de estar a pleno sol durante días y días segando con la hoz cuerdas y más cuerdas de tierra, bebiendo en la botija un trago de agua (que naturalmente siempre estaba caliente), y cubierto con un sombrero de paja, único medio de protección del sol. Aunque igualmente con este fin, y con objeto de no pincharnos, nos poníamos camisa y pantalones, sujetos éstos en la parte baja por los peales y las correas de las abarcas. Después, con manojos y gavillas de la mies de la siega hacíamos los haces, que cargábamos en caballerías y llevábamos a las eras del pueblo o de los cortijos, en donde levantábamos la hacina con muchos de ellos. La parte necesaria de la misma, una vez deshacinada y desparpajada (o como aquí decimos, esparpujá), la extendíamos en el suelo de la era en forma de círculo, sobre el que, como esta tarde has podido ver, pasaba el rulo triturando las espigas. —Abuelo, para todo esto, ¿qué medios, qué herramientas utilizabais? —El segador utilizaba la hoz y, como medida de precaución, llevaba unos dediles de cuero para no cortarse. Colgado del cuello y delante del pecho se ponía como protección un mandil. Una vez segada la mies del quiñón se procedía a espigar, o sea, a coger con la mano las espigas que habían quedado, cosa que, por cuenta propia, realizaban preferentemente las mujeres. Y asimismo solían ser mujeres las que hacían el duro trabajo de arrancar con las manos las matas de los garbanzos. Por otra parte — prosiguió—, los mulos se aparejaban con albarda y jamugas y, una vez en las eras la carga, se utilizaba tanto la horca para deshacerla y esparcir los haces, como la pala para aventar el grano. Medios todos, como puedes observar, muy simples. Pero ahora —terminó el abuelo—, dejemos esto, que ya es tarde. Otro día hablaremos de la recolección de la aceituna y de otras faenas agrícolas.

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IV TITULACIONES ACADÉMICAS Vanesa Pulido, tercera de los hijos de Juan de Dios y Manuela, que como hemos dicho estudiaba en Madrid Filosofía y letras, un día escribió a su amiga Ángeles de la Cruz, que era maestra en Sabiote, y le decía que para las clases prácticas de historia de la literatura necesitaba presentar un trabajo sobre «La evolución de las titulaciones académicas en los pequeños núcleos de población». Le pedía por ello que viera la forma de recopilar el mayor número posible de las que existieran en Sabiote, así como que le enviara unas notas aclaratorias. Ángeles le mandó algunos datos, pero hábilmente eludía el tema, ya que le decía en la carta que, para hacer el trabajo a su gusto, lo mejor era que consultara con el cronista local Ismael López, con don Aniceto el cura y con su compañero el maestro Nicolás Reyes, buenos conocedores del mismo. A la vista de ello y de las conversaciones telefónicas que con ellos mantuvo, pensó que interesaba dejar el estudio y las entrevistas para después de las vacaciones de Semana Santa. Y así lo hizo. Pasadas las mismas, Vanesa pudo presentar en la cátedra el concienzudo trabajo que elaboró, y como a final de curso obtuvo en la asignatura la calificación de sobresaliente, al recibir por ello felicitaciones, ella galantemente atribuyó la brillante nota conseguida más que a su trabajo, al alto número de titulados sabioteños.

V LA ASOCIACIÓN Raúl, Ana María y Carlos, primos hermanos entre sí, fueron los impulsores para constituir una asociación que quedaría integrada por cuantos sabioteños hubieran seguido y terminado estudios de distinta naturaleza y obtenido un título de cualquier centro académico reconocido, desde el de graduado escolar hasta el de doctor. Pretendían con ello destacar la transformación operada en la sociedad local en un corto espacio de tiempo, pues mantenían que, en 1940, por ejemplo, los titulados en el pueblo eran contados, así como que cincuenta años después el número de los mismos alcanzaba cifras sorprendentes. Puestos en contacto con otros paisanos y amigos a los que les agradó la idea, tuvieron algunas reuniones y, finalmente, decidieron convocar una

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Antonio Rodríguez Aranda junta general que se celebró un día del mes de agosto en el cine de verano y a la cual asistieron muchas personas. Ocupó la presidencia y dirigió la sesión Juan Antonio Sánchez Prieto (hijo de Juan, el de Juana la Morilla) que ejercía como abogado en Barcelona y que pasaba unos días de vacaciones en la casa de sus padres. Y en la misma mesa se sentaron también los tres primos dichos, junto a otros dos organizadores, que eran Salvador Páez y José Navarro. Cuando el presidente logró poner orden y que la gente dejara de abrazarse, de saludarse y de cambiar impresiones, dijo en voz alta y con gesto picaresco: —Señores, como veo que aquí hay mucho torreño, ubedeño, navero y villorro, sepan todos que tienen la puerta abierta si es que se cansan de oír hablar de Sabiote y de sus problemas. Rieron todos y a continuación, ya en serio, se refirió a la satisfacción que para él suponía la idea que motivaba la junta, que era la de estudiar la conveniencia de constituir una asociación acogida a la vigente Ley de Asociaciones, la cual quedaria integrada por las personas aptas que desearan pertenecer a la misma, y cuyos fines eran los establecidos en los estatutos reguladores. —A tal efecto —añadió—, deben aprobarse en este acto los mismos, hay que dar nombre a la entidad, elegirse una junta directiva y elevar todo ello al organismo competente para su definitiva ratificación. Se levantó entonces uno de los asistentes preguntando cuál era el objeto concreto de tal asociación, y Juan, tomando un papel de la mesa, leyó: —«La asociación tendrá por objeto integrar en su seno a cuantos titulados sabioteños e hijos de sabioteños lo deseen, a fin de que, teniendo a su pueblo como norte y guía, trabajen para destacar los valores del mismo, se conozcan entre sí y se ayuden mutuamente». Lo procedente ahora -dijo-es que manifestéis si estáis de acuerdo con lo expuesto. En caso de duda, la votación se hará nominalmente. Entonces, como si oyeran una voz de mando, se levantaron de sus sillas todos los asistentes, muchos y muchas con lágrimas en los ojos, y aplaudieron fuerte y largamente, con lo cual no quedó duda alguna respecto a la aceptación del punto propuesto. —Bien —dijo Juan Antonio sonriendo—, claramente se ve que todos estamos locos por Sabiote, de eso no hay duda. Ahora, siguiendo el progra-

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ma, tenemos que elegir el nombre de dicha asociación. Vosotros tenéis la palabra, porque a mí, así en principio, no se me ocurre ninguno. Hubo un momento de silencio, pero como nadie decía nada, se levantó Ginés Pérez, conocido por Ginesillo a causa de su corta estatura, que era hombre prudente y modesto donde los haya, y el cual, con su característica voz pausada y tono bajo, dijo a Juan Antonio: —No sé por qué preguntas lo del nombre cuando tú lo has dicho. —¿Yo? —dijo el otro extrañado. —Sí, tú has dicho que estamos locos por Sabiote, pues que «Locos por Sabiote» sea el nombre que buscamos. De nuevo se reprodujeron los aplausos, se dieron vivas a Ginés por su feliz ocurrencia y se aprobó el nombre social y otros puntos del orden del día. Manifestó a continuación el abogado que debería ser elegida la junta directiva, así como que la misma actuaría con carácter provisional hasta obtener la debida aprobación. Resaltó la conveniencia de que, por razones obvias, sus miembros residieran normalmente en Sabiote o bien vivieran cerca o pasaran en el mismo largas temporadas. Por ello se tomó el acuerdo de que, con exclusión de dicho abogado que acreditó la imposibilidad de hacerlo, formaran la junta las restantes personas que se sentaban en la mesa, más otras dos que fueron propuestas por la concurrencia y que aceptaron los cargos. Una de estas personas fue Emilio Fernández, el veterinario, y la otra… Ginesillo.Seguidamente, se eligió el cargo de presidente por elección entre los vocales, recayendo el mismo en Ana María Martínez Quesada, hija de Zacarías y de Juana y novia que fue de Emilio. Pasaron los días y, cuando la junta directiva celebró su primera reunión, poco antes de terminar la misma, se presentó Vanesa con una carpeta en la mano diciendo: —Siento molestar, pero como uno de los fines de esta entidad es destacar los valores de nuestro pueblo, he pensado que, para ello, nada mejor que publicar una revista. —¡Uf! Seamos moderados en esto de publicar ya la revista —contestó la presidenta—, no vayamos a querer abarcar más de lo que podemos hacer, pues, como dice el dicho, «quien mucho abarca poco aprieta». —Pues si puede hacerse, ¿para qué esperar?, intervino Emilio, su ex novio, hablando bajo y mirando al suelo. —Hagámosla, dijeron otros miembros de la junta directiva,

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Antonio Rodríguez Aranda —No quiero ser yo quien ponga inconvenientes para llevar a cabo una idea que en el fondo me gusta, pero ¿qué título le ponemos?, preguntó Ana María —Yo estaba pensando que sería buen título El Coso, dijo una. —Yo creo que El Chiringote suena bien y es también un lugar muy sabioteño, pero tengo mis dudas sobre si será apropiado, añadió otro. Ginesillo volvió a intervenir con su habitual parsimonia diciendo: —Pues si la asociación tiene un nombre que tanto nos gusta, ¿para qué buscar otro? Vamos a ponérselo también a la revista como título. —No se hable más —dijeron todos. Ana María, la presidenta, sentenció: —No lo dudemos. Aceptemos de nuevo la propuesta de Ginés y publiquemos la revista con el título de Locos por Sabiote. Pero ahora —añadió en tono festivo—, demos por finalizada la sesión, que como sigamos así nos van a faltar manos para hacer las muchas cosas que se os vayan ocurriendo, pese a los muchos locos que aquí estamos

VI AMORES Y AMORÍOS 1. LOS DE GASPAR Y VANESA Cuando en los días previos a la Navidad comenzaron a llegar a Sabiote los estudiantes, una de las primeras fue Vanesa Pulido, que ya cursaba tercer año de su carrera. Y como por aquellas fechas se preparaba la revista Locos por Sabiote con idea de que apareciera antes de año nuevo, conociendo los redactores el trabajo presentado en su facultad por Vanesa sobre titulaciones académicas de los sabioteños, le hablaron a fin de que preparara un artículo para ser publicado. Uno de dichos redactores era Gaspar Talavera, el economista, que como ya había sido admitido en la universidad de Harvard, tenía que incorporarse terminadas las vacaciones. Vanesa hizo ver a todos ellos la dificultad de publicar el estudio con los datos, cifras y situaciones personales que le eran requeridos dado el poco espacio de tiempo de que disponía; razón por la cual pidió ayuda a los mismos. Pero el único que se ofreció fue Gaspar. Ambos trabajaron duramente en aquellos días navideños y antes de fin de año apareció el número 1 de la revista Locos por Sabiote con el articulo de Vanesa. En el mismo se estudiaron las titulaciones académicas a

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partir de 1890 y, si bien se demostraba que durante más de setenta años tenían poca variación, a partir de 1975, aproximadamente, crecían de forma ostensible y se disparaban en 1990. Al iniciarse esta década se llegaba a la conclusión de que entre los titulados superiores y medios de los que se tenía referencia, había un total de 373, así repartidos: doctores, 9; licenciados, 172; ingenieros superiores 16 y técnicos 15; arquitectos superiores 2 y técnicos 8; practicantes y enfermeras, 24; sacerdotes, 9; militares con graduación superior, 4; asistentes y graduados sociales, 5; profesores de EGB, 98, otros titulados, 11. Pasaron los días de vacaciones, días en que Gaspar y Vanesa habían mantenido una estrecha relación con motivo del trabajo sobre los titulados; relación que naturalmente extendieron al juntarse con otros amigos, tomar una copas e incluso bailar en la discoteca local. Por eso, cuando hubieron de separarse, a él le había desaparecido la ilusión de Harvard y a ella la de Madrid. Y es que, sencillamente, se habían enamorado.

2. LOS DE EMILIO Y ANA MARÍA. —¡Ana María!, dijo Emilio llamándola cuando caminaba por la calle de San Ginés, bajo la plaza de la Santa Cruz. Ella, aunque no volvió la cabeza, redujo el paso, mas él, poniéndose a su lado, le dijo: —No sé vivir en Sabiote sin estar junto a ti. Cuando en estos días he intentado hablarte, ni me has mirado. —Por lo que se ve, para que yo represente algo para ti tienes que estar en este pueblo, pues cuando estás fuera se acabó todo, contestó ella. —No es eso, mujer, ya has visto lo que ha sido mi vida en estos últimos meses: terminar la carrera, hacer la mili... y ya sabes, me desenvuelvo con muy poco dinero, pues como en mi casa no lo hay me era casi imposible ir a Granada a verte. y estando en el ejército no me daban permiso. —Pero hay teléfono, hay cartas... —Te escribí, pero no me contestaste. —¡Que cosas!, tenía yo que contestarte a las dos cartas que me has escrito a lo largo de siete meses. —Tres cartas —rectificó él. —¿Tres? Bueno, la primera la recibí a los dos meses de despedirnos en Sabiote. La otra, tres meses después. Y la tercera que tú dices, no me llegó. Tal vez... se perdiera.

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Antonio Rodríguez Aranda —Perdona, mujer, comprende todos mis problemas, pero yo soy el mismo de siempre. —Pues seamos amigos, porque la verdad es que lo nuestro nunca ha pasado de ser eso, una buena amistad. —¡Por Dios, Ana María! Ella, con lágrimas en los ojos, iba a volverse cuando oyó que los llamaban. Miró y, en efecto, ambos pudieron ver que a la altura de la ermita de San Ginés se aproximaban dos parejas. —Emilio y Ana María, ¡albricias!, exclamó uno que se adelantó corriendo. Vaya sorpresa; venimos andando en busca vuestra desde Torreperogil, nuestro pueblo, y mira qué pronto os hemos encontrado. —Hola, Mario. le dijo ella tras besarlo con afecto. Luego se dirigió a Emilio diciendo: Creo que os conocéis, Mario es mi compañero de curso, pero mejor estudiante que yo puesto que él ha terminado la carrera y a mí me ha quedado una asignatura para septiembre. —Bueno, la Historia de la farmacia. ¿Pero cómo no te va a quedar si no te has presentado?, dijo Mario. Cuando los otros llegaron Mario los presentó diciendo que Berta era su novia y que sus acompañantes, Vicente y Carmen, estaban asimismo comprometidos. —Como no es caso de continuar paseando, ya que vendréis cansados, volvamos y en un bar cercano descansaréis y tomaremos algo, propuso Emilio. Así es que se sentaron en la puerta de La Chispa y al poco tiempo departían todos en animada charla. —Vicente es profesor de Olga, la prima de Ana María. Imparte Arte en la facultad de Granada y está interesado por el de Sabiote, dijo Carmen, su novia, en un inciso de la conversación que seguían. —La verdad —intervino él— es que vengo casi siempre que estoy en la Torre y conozco bien vuestro pueblo y su recinto amurallado que, como sabéis, goza de la consideración de Conjunto histórico artístico de carácter nacional. Pero dentro del mismo admiro el Albaicín por ser un barrio especialmente interesante. Pocos quedan ahora con sus características. Pero os digo una cosa, y es que aunque todavía no se le presta a este tipo de viejo urbanismo la atención que merece, no pasará mucho tiempo sin que se proteja y destaque como es debido.

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—No creo que sepáis que acabamos de constituir una asociación para éstos y otros fines locales. El nombre de la misma lo dice todo: «Locos por Sabiote», aclaró Emilio. —Buen nombre y buen fin. Procuraré estar en relación con vosotros, terminó Vicente. Pero ahora, si os parece, ¿por qué no vemos el castillo y paseamos por el Albaicín? Así lo hicieron durante un tiempo, pero después, cuando al anochecer los de la Torre partieron para su pueblo, Emilio y Ana María los despidieron en el punto donde la carretera del mismo se inicia. Mas, al volver hacia el Santo, ambos recordaban sin hablar los muchos momentos de felicidad que habían tenido paseando por estos lugares. Luego, él cogió la mano de ella con ligera oposición por su parte, pero antes de llegar a la ermita se dieron un beso.

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El niño desnudo

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ace ya unos tres siglos que las monjas carmelitas del convento sabioteño de San José veneraban una reducida talla del Niño Jesús, que con otras imágenes, ornamentos religiosos y una buena cantidad de ducados, les regaló la señora doña Ana Félix de Guzmán, hermana del primer conde de Olivares y esposa de don Francisco de los Cobos, marqués de Camarasa y tercer señor de Sabiote. Aquella talla de principios del siglo XVII, que aún se conserva, representa un niño desnudo de unos tres años de edad y ofrece una nota peculiar, cual es la apariencia de movilidad, cosa hasta entonces desconocida ya que con anterioridad las imágenes eran estáticas. En efecto, el niño muestra un aspecto como de echarse a andar, pues su pierna derecha queda adelantada y los bracitos alzados. La situación del convento por aquellos años había mejorado de forma notable. El ingreso de novicias del pueblo y de otros lugares, así como las subsiguientes profesiones eran frecuentes. Además, como gran parte de ellas aportaban su dote, ya en metálico o en fincas, y la ayuda de los fieles se iba incrementando, el carmelo local había conseguido superar los anteriores años de escasez que las monjas llevaron siempre con ejemplar resignación. Por entonces, era abadesa del convento una hija del que fue alcaide del castillo de Sabiote don Luis de Teruel y de su esposa doña Luisa Pareja. La misma, que era llamada en la religión Jerónima de la Madre de Dios, ingresó con otras tres hermanas suyas, si bien dos de ellas habían fallecido ya. Además, tuvo otros cinco hermanos varones de los que dos eran sacerdotes. Durante el tiempo que dirigió la comunidad esta bendita monja, que fueron ocho años, ocurrieron una serie de sucesos a los que muchos dieron carácter de milagrosos por la forma en que se desarrollaron, pero es lo cierto que la mayoría fueron atribuidos al Niño que regaló a la comunidad doña Ana. Y es que, al llegar el mismo al convento, fue colocado en una pequeña urna de madera que se colgó en la pared de la iglesia del mismo, que es la de Santa María. Y como quiera que a raíz de este momento se propagó la noticia de sus milagros, ante él acudían no sólo gente de iglesia, ya fueran curas, frailes, monjas, postulantas, beatas y cofrades, sino también

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Antonio Rodríguez Aranda hombres y mujeres de la villa y pueblos cercanos. Mas, en verdad, la misma satisfacción que producia al Niño el hecho apetecido, daba lugar a que la túnica, única ropa que lo recubría, se le cayera y quedara desnudo, con la consiguiente tribulación de las monjas. En cierta ocasión en que con motivo de la guerra de Flandes ordenó el rey hacer una importante leva de gente en edad militar, la escuadra de soldados que al mando de un capitán recorría los pueblos con este fin, se llevó de Sabiote quince mozos, pese a las protestas y natural desesperación de padres, familiares y amigos, pues en casos como éste difícilmente volvían la mitad de los que se iban. Ante ello el pueblo entero se echó a la calle para protestar, mas como muchos pensaban que el problema no se resolvía «abajo», algunos penetraron en la iglesia de las monjas y sobre unas andas sacaron en procesión al Niño, al que todos imploraban que intercediera «arriba» para lograr el regreso de los muchachos que se llevaron. No habían pasado dos meses cuando al recorrer el templo la monja sacristana antes del rezo de maitines, vio que al Jesusito se le había caído la túnica que llevaba puesta, y aquello le dio buena espina. Comunicó a la madre superiora la noticia y la misma corrió como reguero de pólvora, pero lo cierto es que ninguno de los quince mozos aparecía. Luego sí, a las tres semanas llegó el primero y sucesivamente los restantes. La razón oficial fue que tras la paz firmada entre España y Francia, el ejército reclutado no era ya necesario, por lo cual los soldados pudieron volver a sus casas. Sucedió en otra ocasión que con Estefanía, conocida por la del clavel, se planteó un verdadero problema. Y es que esta sabioteña era una mocica que quería ser monja y que llamaba la atención por lo buena, guapa y delicada y hacendosa, pues lo mismo que llevaba su casa atendiendo a sus padres y hermanos cosía tanto lo propio como lo ajeno. Lo ocurrido fue que como el padre de Estefanía labraba en El Condado olivas propiedad de un jovenzuelo aristócrata que la conoció aquel año cogiendo su aceituna (y de la que él mismo dijo haber quedado prendado, aunque nadie sabe con qué fin, si bien se suponía), al desaparecer un día la moza todos pensaron que el otro se la había llevado a un cortijillo que tenía en plena Sierra Morena, ya que con anterioridad ocurrió algo similar con otra muchacha, pero al ser acusado entonces invocó un antiguo privilegio que le permitía hacer suyas a las hijas de sus asalariados en edad de merecer.

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Al día siguiente llegó al convento de San José la mala noticia, y como allí Estefanía fue siempre conocida y muy querida, se oyeron plegarias y rogativas pidiendo la liberación de la muchacha y se encendieron las numerosas mariposas que rodeaban la urna del Niño Jesús. Tras todo ello, la comunidad y los fieles pudieron ver que, justamente a los tres días, apareció el Niño con la túnica caída y la cara resplandeciente, con lo cual no dudaron de que las noticias eran buenas. Luego se supo que el mismo día del rapto al jovenzuelo le habían sobrevenido unas calenturas graves que lo tuvieron al borde la muerte, por lo que incluso recibió la extremaunción, si bien milagrosamente se salvó más tarde. Pero a la muchacha hubieron que sacarla aterrada de la casilla en donde la llevaron contra su voluntad, aunque sin contratiempo alguno, razón por la que se sobrepuso pronto y terminó después ingresando en el convento como novicia. Otro caso sobrecogedor ocurrió al ser construido el coro que se adosó a la iglesia, ya que cuando había siete hombres subidos sobre un alto andamio hecho para este fin, sobrevino un terremoto. Todo fue muy rápido, pero a la superiora, que presenciaba la obra, le dio tiempo para ver los vaivenes del andamio y dirigir seguidamente una suplicante mirada al Niño Jesús que lo tenía enfrente. Después, pudo observar sorprendida que aunque dicha obra se ha había hundido, el andamio permanecía milagrosamente en pie, así como que sobre el mismo se hallaban los siete trabajadores sin sufrir daño alguno. Cuando demudada dirigió de nuevo su mirada al Niño, vio su cuerpecito desnudo y, a sus pies, la túnica que normalmente lo recubría. Como los milagros del inquieto Niño continuaron sucediéndose, las monjas pidieron a la madre Jerónima que, para evitar su desnudez al caérsele habitualmente la túnica por las causas ya conocidas, las dejara hacerle una nueva bordada con hilos de oro y de forma que quedara debidamente sujeta. Así lo hicieron, con gran maestría por cierto, pues aunque la misma era fácil de poner, era ya difícil que se le cayera. Mas el tiempo pasó inexorablemente y, aunque el Niño procuró siempre atender todo cuanto se le pedía, llegaron años en que la paz del convento se vio alterada por muchos motivos, si bien principalmente por la falta de recursos y medios de subsistencia, así como por el desamor y abandono de tantas personas que del mismo y de sus monjas habían recibido ayudas y consuelos en horas de penuria material y espiritual.

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Antonio Rodríguez Aranda Luego, cuando en 1837, año en que a causa de la infausta desamortización el convento del carmelo sabioteño tuvo que cerrar sus puertas y abandonar el mismo las monjas e ingresar en el de Úbeda, una de ellas, natural de Sabiote y que por su avanzada edad hubo de quedarse en la casa de unos parientes, consiguió de la madre superiora que le entregara la imagen del Niño y que permaneciera con ella evitando así que saliera del pueblo. Pero, al fallecer ésta años más tarde, dicha imagen se transmitió de unos parientes a otros, por lo que afortunadamente se conserva. Ya en años recientes, cuando el convento fue transmitido y se movieron muebles y enseres, apareció entre ellos una pequeña túnica vieja por el paso de los años, más no por rotura del tejido. Puesta al Niño, pudo apreciarse que nada le sobraba ni nada le faltaba, así como que era sin duda la que le hicieron las monjas para evitar que con la alegría de los milagros se desprendiera de su cuerpecillo y el mismo apareciera desnudo.

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Un convento para un pueblo

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l profesor de Literatura del instituto de enseñanza secundaria de Sabiote, al explicar en clase la mística española, naturalmente se refirió en primer lugar a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz. Mas como en la exposición del tema relacionó estas ilustres figuras con la fundación del convento de la localidad y observó el interés que ello despertó, comentando el hecho con el director y algunos compañeros pensaron en la conveniencia de organizar unas conferencias y coloquios para todos los alumnos del centro, así como ofrecerles obras y bibliografía, visitar en el pueblo el convento que fue de las carmelitas descalzas, la iglesia «de las monjas» y otros edificios relacionados con la fundación: y en Úbeda el convento en que murió el santo, así como el museo. Igualmente acordaron convocar un concurso histórico literario sobre «La fundación del convento de Sabiote», otorgar un premio consistente en la entrega al ganador de las obras completas del santo y la santa carmelitas, así como la publicación del trabajo en la revista local La Puerta de la Villa. Consecuencia de todo ello fue que el día en que expiró el plazo se habían recibido catorce trabajos. Y cuando el jurado, integrado por el director y los profesores de Literatura e Historia los leyeron, no tuvieron duda para adjudicar el premio, pues aún reconociendo el valor de cuatro de ellos, eligieron por unanimidad el que con el título «Un convento para un pueblo» fue presentado bajo el lema «Místicos en Sabiote» escrito en el trabajo y en sobre cerrado. Al abrirse éste, resultó ser autor el alumno de cuarto de ESO Manuel Sánchez García. La concesión del premio transcendió, y como muchos parientes, amigos y distintas personas se interesaron por el trabajo de Manolo Sánchez, se hicieron en el ordenador 150 ejemplares y se distribuyeron. Pero, además, la noticia se publicó en el diario Jaén y en radio Úbeda hicieron al autor una entrevista de la que por su interés se transcribe la parte principal. Es textualmente la siguiente: —Vamos a ver, Manolo, ¿has escrito antes algún otro estudio de este tipo? —le preguntó el locutor. —No, nunca —contestó Manolo.

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Antonio Rodríguez Aranda —Pero dime una cosa: lo que expones, ¿responde a la realidad o son fabulaciones? —Bueno, la fundación del convento de Sabiote fue naturalmente una realidad, y de la misma, así como de las personas que intervinieron, existen crónicas escritas por los historiadores carmelitas de la época. Los códices se encuentran tanto en la Biblioteca Nacional como en la del convento de los carmelitas de Úbeda, pero es en éste donde he tenido la oportunidad de examinarlos, así como de tomar notas. Además, hay publicaciones recientes sobre el tema que también he estudiado. Todo ello es, pues, historia pura. Pero la tradición también es historia. Es historia no escrita que se transmite de generación en generación y mediante la cual hemos sabido que Santa Teresa de Jesús vino a nuestro pueblo y que realizó en él hechos milagrosos. Sin embargo, respecto a la estancia en Sabiote de San Juan de la Cruz en distintas ocasiones, hay varias referencias escritas. —Con esto me contestas a lo que te he preguntado sobre si los hechos respecto a los que has escrito responden a la realidad, pero no a si en los mismos hay fabulaciones, dijo el locutor. —Contesto a ello, respondió Manolo. Si a fabular le das la acepción de inventar, te diré que yo no invento nada, mas como la palabra tiene otra, que es la de imaginar, entonces sí, imagino situaciones e ideo las conversaciones que habrás leído en el trabajo, sobre todo respecto a la llegada a Sabiote de la santa. Pero las mismas siempre están basadas en los hechos históricos que he estudiado. Manolo a todo esto estaba sentado en una silla, y aunque tenía dieciséis años, como era menudo de cuerpo, con gafas y sin rastro de barba, el locutor, que conocía el trabajo premiado y oía ahora un tanto asombrado lo bien que éste exponía y la forma en que lo hacía, tras pronunciar unas palabras alusivas al merecimiento del premio, terminó diciendo: —Sobre cuanto has escrito y la forma en que ahora lo expones, ¿sabes lo que te digo, Manolo? Pues que eres un viejo sabio... teño. He aquí, pues, el trabajo por el que fue premiado su autor Manolo Sánchez García con el título dicho de «Un convento para un pueblo».

I. LO QUE LA HISTORIA NOS ENSEÑA Teresa de Jesús, la monja nacida en Ávila en el año 1515, en su niñez fue lista, vivaracha e inquieta, ya que leía de corrido a los seis años y, con un

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¡SABIOTE A LA VISTA…!

año menos, en unión de su hermano Rodrigo se escapó de la casa paterna para ir a tierra de moros en busca de la gloria del martirio. Luego, en su juventud se relacionó con amigas, asistió a fiestas y espectáculos e incluso, según se lee, tuvo sus coqueteos con un primo que la amaba. Pero más tarde, cuando su hermana María se casa y Rodrigo hace las Américas, Teresa acusa la falta de ambos y se despertó en ella un gran interés por lo eterno y duradero. La consecuencia fue una inusitada inclinación por la lectura y la meditación, la renuncia a lo temporal y mundano y su ingreso como novicia en el convento carmelita de la Encarnación de Ávila. Años más tarde, siendo priora de dicho convento y conocedora por tanto del problemático estado en que se hallaban las órdenes religiosas en general y la suya en particular, decide reformar ésta aplicando las severas normas que deben regir la vida monástica, entre las que incluyó la de llevar los pies descalzos, frente a la usanza imperante a la sazón de llevarlos calzados, e incluso la de la observancia en clausura de un profundo silencio que, según se cuenta, se mantenía porque a la entrada de sus conventos hacía poner la siguiente inscripción:

Hermanas, una de dos:

o no hablar o hablar de Dios.

Que en la casa de Teresa

esta cosa se profesa.

Por otra parte, extendió su orden religiosa creando nuevos conventos, lo que hizo en primer lugar con el de San José, de Ávila, y los de dieciséis ciudades y pueblos más, entre los que se encontraba el de Beas de Segura, fundado en 1575 y primero de Andalucía. El segundo en esta tierra se haría diez años después, o sea en 1585, y sería el de Sabiote. Pero ella había fallecido tres años antes. Con anterioridad, cuando la madre Teresa fundó el convento de Medina del Campo en el año 1567, conoció a fray Juan de la Cruz que seguía entonces estudios universitarios en Salamanca y acababa de cantar su primera misa. Fray Juan (en el mundo llamado Juan de Yepes) nació en Fontíveros (Ávila) en 1542 y, a diferencia de Teresa, procedía de una familia modesta, la cual hubo de trasladarse a Medina al fallecer el padre cuando el niño tenía pocos meses. En este pueblo vivió con su madre y sus dos herma-

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Antonio Rodríguez Aranda nos y asistió al colegio de los jesuitas en donde aprendió humanidades y un oficio. Más tarde, siguió en Salamanca estudios de arte y teología y se ordenó sacerdote. Fue precisamente en Medina donde la madre Teresa hizo las dos primeras «conquistas» para la reforma del carmelo masculino. En primer lugar, la del prior de aquel pueblo Antonio de Jesús Heredia, de 57 años de edad, alto de estatura y de complexión recia. Después, la de fray Juan de la Cruz, de sólo 25 años y que era menudo, bajo y delgado. Por ello, cuando al igual que fray Antonio éste aceptó la propuesta que la madre priora le hizo, ella, contenta a su vez al oír el sí del pequeño fraile, corrió a darle a las monjas la buena noticia de la aceptación de ambos, diciéndoles con su natural gracejo: —Hijas, bendito sea Dios, que ya tengo fraile y medio para la fundación de los Descalzos. Con posterioridad, fray Juan ocupó puestos importantes dentro de su orden, pues tras el encarcelamiento a que fue sometido en Toledo por parte de sus adversarios los frailes carmelitas calzados, vivió en tierras andaluzas a partir de 1578, tanto en el convento de La Peñuela (Sierra Morena) y La Manchuela (Mancha Real), como desempeñando después los cargos de prior del convento de El Calvario (cerca de Beas); rector del colegio universitario carmelita de Baeza; prior del convento de los Mártires de Granada y vicario provincial de Andalucía. Durante este tiempo estuvo en Sabiote en distintas ocasiones, incluso antes de la fundación del convento de esta villa. El escritor carmelita y biógrafo suyo Alonso de la Madre de Dios (15681635), escribió que una vez que desde Baeza fue a predicar a Sabiote, en una calle del pueblo encontró a dos hermanas, y parándose le preguntó a una si quería ser carmelita descalza, a lo que contestó la otra diciendo que su hermana lo deseaba mucho. En efecto, al fundarse el convento ingresó aquélla como novicia profesando con el nombre de Catalina de los Ángeles. Más tarde, la misma sería curada milagrosamente en dos ocasiones por el fraile: una, durante la vida del mismo, y otra, tras su muerte. Finalmente, fray Juan cae en desgracia por discrepancias con el general de los carmelitas padre Doria, por lo que desde el citado convento de La Peñuela, muy delicado ya, se traslada en burro al de Úbeda; y allí, tras una penosa enfermedad, se fue a «cantar los maitines al cielo» cuando entraba el día 14 de diciembre de 1591.

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¡SABIOTE A LA VISTA…!

Una y otro, Teresa y Juan, han llegado a ser relevantes figuras de su religión, en la que han sido declarados beatos, santos y doctores de la iglesia. Asímismo lo fueron de la literatura hispana, pues ambos gozan de la consideración de maestros de la mística española; ella por su importante obra en prosa y él como excepcional poeta lírico. Según podemos leer tanto en antiguas como en recientes historias, Francisco de los Cobos y Molina, nacido en Úbeda sin que pueda precisarse el año (aunque debió ser sobre 1477), procedía de una antigua familia local de hidalgos económicamente venida a menos, por lo que siendo joven emigró a la corte, situada entonces en Valladolid, y, con el paso del tiempo y su esfuerzo y desvelo, consiguió llegar a ser el primer secretario del emperador Carlos V. Más tarde, con más de cuarenta años y en pleno auge de su carrera político-administrativa, se casó en el año 1522 con María de Mendoza y Sarmiento, de catorce años de edad e hija de los condes de Rivadavia, acaudalada y noble familia residente en Valladolid en donde tenían casa palacio. Cobos, pese a la gran fortuna que logró, a los cargos públicos que tuvo, a las importantes relaciones y amistades que consiguió y a los parentescos que hizo al casar a su hijo con la marquesa de Camarasa y a su hija con el duque de Sessa, no llegó a obtener un título nobiliario, aunque sí el de señor de Sabiote al adquirir esta villa al emperador en el año 1537 por dieciocho millones y medio de maravedís. En dicha venta se incluía la fortaleza, tierras, casas y pertenencias, así como los derechos a cobrar impuestos, administrar justicia y el título de patrono de sus iglesias. Al morir el secretario Cobos en 1547, su viuda doña María de Mendoza tenía treinta y nueve años y gozaba de la consideración de virtuosa, caritativa y entregada a obras piadosas, principalmente relacionadas con fundaciones de iglesias y conventos, labor en la que le ayudaba tanto su hermano el obispo de Ávila don Álvaro de Mendoza como la madre Teresa. La relación de doña María con la que llegaría a ser Santa Teresa de Jesús, se conoce principalmente por los escritos de ésta, pues la cita en los capítulos 10.6 y 13.6 de su Libro de las Fundaciones, así como veinticuatro veces en el Epistolario, en el que, asimismo, figuran las tres largas cartas que le dirigió y en las cuales la monja muestra su agradecimiento por las ayudas que de ella había recibido. Respecto a la relación personal de ambas, se sabe de las visitas de la monja a la viuda de Cobos en su palacio de Valladolid,

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Antonio Rodríguez Aranda e incluso de los viajes que hicieron juntas, en uno de los cuales, hecho por dicha señora a sus posesiones de Úbeda y Sabiote, aquélla la acompañó hasta Alcalá de Henares. A la madre Teresa de Jesús le llegó una propuesta para fundar un convento en Beas, pequeño pueblo situado en la Sierra de Segura. La hacen dos hermanas ricas y de buena familia de aquella localidad llamadas Catalina Godínez y María Sandoval. A tal fin, la madre y su acompañamiento se pusieron en camino y, tras pasar por tierras de Castilla y la Mancha, llegaron a Malagón, pueblo de esta última región desde cuyo convento prepararon el viaje. En cuatro carros partieron diez monjas, a más de carreros y mozos, llegando al dicho pueblo de Beas de Segura el 16 de febrero de 1575 después de caminar durante tres días. Desde entonces, la fundadora permaneció en el convento organizándolo y dirigiéndolo, pero el 18 de mayo siguiente salió definitivamente del mismo en dirección al Condado, vadeó el río Guadalimar por segunda vez y, a través de Arquillos, Linares y El Carpio, llegaron a Córdoba y, desde esta ciudad, vía Écija, a Sevilla.

II. LO QUE LA TRADICIÓN NOS DICE Aquí dejamos por ahora lo aprendido de la historia escrita para adentrarnos en lo que conocemos por tradición oral, es decir, por la historia transmitida de padres a hijos o bien de los que murieron a los que viven. Todos hemos oído decir que Santa Teresa estuvo en Sabiote, que hizo potable el agua de la puerta de la Canal, la cual no se podía beber por ser dura (como era y lo sigue siendo la de su manantial gemelo de los Pilares), así como que con tal agua sanó a una niña enferma. Por qué y cómo ocurrió todo esto es lo que pretendemos demostrar.

III. LO QUE DE LA RAZÓN SE DEDUCE Durante su estancia en Beas, preguntó la madre Teresa a la ya monja y luego priora Catalina Godínez si sabía dónde quedaba la villa de Sabiote. No le pudo dar información exacta la misma, mas le prometió enterarse, y así fue, pues al poco tiempo le informó detalladamente tanto de la distancia como del camino a seguir, con lo cual la madre, conocedora naturalmente de que su amiga y protectora doña María de Mendoza era señora de Sabiote y que don Luis de Teruel era alcaide de su castillo, mandó un propio a éste con carta y recado de que le dijera el día en que podía ir a visitarlo.

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Antes de dos días volvió el propio con respetuosa misiva del alcaide en la que decía a la madre que como iba a su casa cualquier día era bueno para llegar a ella, así como que su familia y él esperaban que fuera cuanto antes; que vivían en la plaza en que se construía la parroquia y que, aunque podían hacer el viaje en una jornada larga, para evitarles el natural cansancio había avisado a su hermana, que residía en Villacarrillo, a fin de que hicieran noche en su casa. También les mandaba a decir el trayecto que debían seguir, que no era otro que el camino real en que están Villanueva del Arzobispo y Villacarrillo, así como que pasado éste, al llegar a la venta del Cerro enfilaran el camino de herradura de Sabiote que quedaba a la derecha hacia el poniente, dejando a mano izquierda a eso de una legua el cerro de La Muela, y que desde allí, situado sobre otro cerro más alto, verían cerca el pueblo al que iban. Y una mañana del día de Santa Basilisa, que cae el 15 de abril, la madre Teresa de Jesús, acompañada de una monja profesa y de una novicia, así como del dueño de los burros, hicieron el camino según les indicó el alcaide, durmieron en la casa de su hermana, situada en las afueras de Villacarrillo, y a media tarde del siguiente día entraron en Sabiote por el camino que remata en la Puerta de la Canal, en cuyo pilar se pusieron a beber los burros. Mas como las monjas y el acompañante quisieron hacerlo también en el caño de la fuente que había al lado, una buena mujer desde lejos les dijo a voces que no bebieran, pues tal agua era perjudicial para la salud. Lentamente, aquella mujer, joven, pero enlutada y cubierta su cabeza con un pañuelo negro y acompañada de una niña que se cogía a su mano, se acercó al grupo diciendo con respeto: —Perdonen las señoras madres y la compaña si he molestado, pero tanto el agua de esta fuente como la que hay más adelante junto a los pilares de aquel torreón, no se pueden beber. Dicen, y es verdad, que lo propenso es que cuantos lo hagan cojan unas tercianas de gravedad, cosa que ya ha ocurrido. Mi niña, como por ser pequeña no conocía el peligro, en un descuido mío bebió de esta fuente en que estamos y miren cómo quedó. Ciertamente, la niña, de unos cinco años de edad, ofrecía un aspecto famélico y enfermizo y en su cara, toda blanca y desencajada, aparecían unas grandes ojeras en la que destacaban unos preciosos ojos negros. Se hizo un largo silencio, tras el cual la madre Teresa miró a la niña, a la fuente y al cielo y, como si de sus labios se escapara una plegaria, musitó:

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Antonio Rodríguez Aranda —El agua de esta fuente es potable ya, pues Dios oyó nuestro ruego. En adelante, con la misma se podrá saciar la sed de los que la beban, y se sanarán las heridas del cuerpo y del alma de los que lo pidan con verdadera fe, así como de los inocentes que, como esta niña, se la lleven a los labios. —Amén, dijeron las monjas. —Amén, dijo la madre de la niña conmovida. —Amén, dijo el arriero quitándose la gorra. —Amén, dijo la niña, toda ella resplandeciente, mientras bañaba su carita con el agua de la cantarina fuente. Después, cuando conducido por la madre y su hija llegó el grupo a la casa del alcaide, uno de los niños que jugaban en la puerta dio la voz, y al instante salió toda la familia. —Bienvenidas sean la madre Teresa y su compañía, dijo el alcaide besando el crucifijo de la monja. —Buenas y santas tardes tenga el señor don Luis, su esposa y toda su familia, contestó ésta cuando ya estaba rodeada de la numerosa prole del matrimonio. —Pero pasen, pasen vuesas mercedes, dijo don Luis franqueando la puerta. Ya dentro, el alcaide dio instrucciones para que metieran los burros en las cuadras y las personas pasaran a sus respectivas habitaciones. Después, tras hablar sobre el viaje, la madre y el alcaide iniciaron la conversación sentados en sendos sillones que había en un rincón de la estancia. —Es un honor, madre Teresa, que estéis con nosotros en esta vuestra casa. Mi señora doña María de Mendoza me habla continuamente de vos, tanto cuando la visito como cuando tenemos la suerte de que venga por este su señorío. Por cierto, ya sabéis que es deseo suyo que fundéis en Sabiote un convento de vuestra venerable orden. —Así es —contestó la madre—, pero vos conocéis las causas que lo dificultan. El hecho de haber pertenecido esta villa a la Orden de Calatrava durante tres siglos, da derecho a la misma a que sea un convento de monjas de su orden el que se establezca, y aunque en estos momentos el señorío pertenece a los Cobos, doña María no quiere enfrentarse con el consejo de órdenes militares, máxime cuando es éste el que debe concedernos la provisión necesaria para la fundación.

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—Ya le he dicho a la señora viuda de don Francisco de los Cobos y me honro en repetírselo a su merced --manifestó Teruel—, que estoy dispuesto a solicitar en nombre propio el establecimiento en Sabiote de un convento de carmelitas descalzas y que para ello pongo a vuestra disposición esta casa en que vivimos, hasta tanto se haga la fábrica de un convento más acorde con las necesidades de la comunidad carmelita que lo habite. Ello, para mi esposa y para mí sería una gran satisfacción, pues aparte de sentirnos y ser una familia verdaderamente cristiana, dos de nuestras hijas dicen tener ya vocación religiosa. —Vuestra propuesta me alegra en extremo —contestó la monja—, pues la misma puede salvar el escollo que dificulta a doña María efectuar la petición, pero aun aceptándola, como desde este momento la acepto, es necesario en primer lugar que dé el beneplácito la señora de Sabiote, y que después encontremos lugar a propósito para hacer el convento definitivo, cuya advocación me gustaría dedicar a San José, el casto esposo de la Virgen María. —Como lo que decís es sumamente razonable —contestó don Luis—, por mi parte sólo queda enseñarle el lugar en que podría construirse el convento, que no es otro que el situado junto a la iglesia de Santa María, en la parte externa de la muralla sur y cerca de la Puerta de la Villa. Mas permitidme que dejemos por hoy la conversación sobre el tema a fin de que dediquéis el tiempo que sea necesario a tomar un refrigerio, así como a vuestros rezos y al descanso. —Se lo agradezco, mi buen amigo —contestó la monja—. Hagámoslo y ya continuaremos la conversación, aunque tenemos que ir pensando en volver a Beas cuanto antes, ya que, aunque no siempre importantes, son muchas, variadas e incluso menudas las obligaciones que allí nos aguardan, sobre todo las domésticas, pues, como suelo decir, también entre los pucheros anda Dios. Al siguiente día, las monjas, acompañadas por el alcaide, su esposa doña Luisa de Pareja y sus hijos e hijas mayores, oyeron misa muy de mañana en la iglesia de Santa María y recorrieron el ancho campo sobre el que la misma se erige. A la vista de todo ello, don Luis expuso su idea de edificar el convento junto al templo, manifestando asimismo que tal idea era conocida de doña María y gozaba de su aprobación. La madre Teresa, tras hacer diversas preguntas relacionadas con el proyecto, manifestó su deseo

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Antonio Rodríguez Aranda de estudiarlo, así como de aportar planos y sugerencias, pues eran ya ocho los conventos que había fundado y creía tener experiencia. Después, animó a la familia Teruel a que no cejaran en el empeño, si bien les anunció que como los inconvenientes eran muchos, ella, que ya tenía sesenta años, no vería las obras acabadas. Después, el alcaide llevó a la monja y acompañantes a ver el castillo que había sido reconstruido recientemente y, tras enseñarles su bello patio porticado en sólo tres lados, así como sus salones, patio de armas, caballerizas, mazmorras, adarves y torreones, visitaron el Albaicín y la ampliación de la villa, ya que, según les explicó, en los treinta y siete años transcurridos desde que don Francisco la adquirió, la misma había experimentado un crecimiento jamás conocido, pues se construía entonces, a más de en la plaza en la que se alzaban la inacabada iglesia parroquial así como otras mansiones, en las tres calles que partían de ella, que eran la dedicada a San Miguel (por radicar allí el hospital e iglesia del mismo nombre), la de la Calzada, a la derecha de la anterior y próxima al Albaicín, y la que queda entre la mentada iglesia y la casa de quien hablaba (que era un ramal de la conocida por Minas en razón de las de agua que allí había), y en el cual, pegando a la iglesia, edificó para sí otra casa el joven arquitecto mayor de la villa Alonso de Vandelvira. Finalmente visitaron las iglesias y ermitas y, entre éstas, la del patrono San Ginés de la Jara, que estaba en el camino del Cerro. Aquella tarde manifestó la madre Teresa la necesidad de marcharse al día siguiente, y comprendiendo la familia Teruel sus razones, hubieron de aceptarlas, si bien el viaje lo hicieron en la tartana del alcaide y acompañadas por éste hasta Beas, aunque toda la familia del mismo y muchas personas más las despidieron en el cerrillo del Tesoro, pues para volver la madre y su compañía, tomaron el camino real que pasa por la Torre de Pero Xil.

IV. LOS SUEÑOS DE LA MADRE FUNDADORA Pasaron los años, y las muchas gestiones y trámites que hizo don Luis de Teruel para conseguir la fundación carmelita en Sabiote dieron su fruto. Doña María de Mendoza para ello actuó en la sombra, si bien de forma positiva, ya que, como se ha dicho, por su poder e influencia no podía ni quería inclinarse abiertamente en favor de las carmelitas para no tener la enemistad de la Orden de Calatrava y de sus monjas.

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Cuando a final del año 1584 se recibió la provisión aprobatoria, había fallecido dos años antes la madre Teresa de Jesús. De acuerdo con lo mandado por el superior general de la orden, padre Gracián, la priora del convento de Beas, madre Catalina de Jesús, fue designada para fundar y regir el de Sabiote «por el tiempo que fuera necesario». Pero como esta madre encontró oposición de los superiores para fundar dicho convento «por la cortedad del lugar», dice el cronista de la orden y sobrino carnal de Santa Teresa, padre Francisco de Santa María (15671649), que puso como intercesora suya a la santa madre Teresa de Jesús y que ésta «oyó a su querida hija y se le presentó muy resplandeciente un día de San José y le ofreció una novicia rica cuya dote ayudase a la fundación de Sabiote», cosa que ocurrió después. Mas como continuara la oposición de los superiores, se le presentó de nuevo la madre Teresa diciéndole «que era gusto suyo se hiciese aquella fundación y que el pueblo pequeño no impedía, teniendo razonablemente con qué pasar en lo temporal, ni en lo espiritual tampoco, teniendo tan cerca Úbeda y Baeza de donde acudirían religiosos de la orden».

V. LOS DOS EDIFICIOS DEL CONVENTO DE SAN JOSÉ A la casa de los Teruel, habilitada provisionalmente como convento, habían llegado a Sabiote desde Beas la superiora madre Catalina de Jesús junto con las cuatro monjas que allí estaban procedentes de Toledo, así como las de Malagón, a más de la novicia sabioteña, sobrina de la esposa de Teruel llamada Luisa de Jesús que aportó su dote a la nueva comunidad. También lo hizo Catalina de los Ángeles que estaba en el pueblo y del cual era natural, y a la que ayudó a entrar fray Juan de la Cruz. Posteriormente, de forma sucesiva lo harían otras doncellas, así como cuatro hijas del alcaide don Luis de Teruel y de su esposa doña Luisa de Pareja, éstas con los nombres de Luisa de San Miguel, Jerónima de la Madre de Dios, Isabel de la Encarnación y Margarita de San José. El alcaide, como escribió el cronista padre Francisco de Santa María, desocupó su casa para recibir a las monjas mientras se buscaba sitio más a propósito. El 18 de mayo de 1585 Sabiote ardía en fiestas, pues ese día, que era el de la Ascensión, se abría el convento. El concurso de la villa y lugares circunvecinos fue grande, pues se expuso el Santísimo Sacramento, dijo la primera misa el doctor Sepúlveda, que era visitador del obispo

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Antonio Rodríguez Aranda de Jaén don Francisco Sarmiento de Mendoza, predicó un religioso de la orden y asistió la duquesa de Sessa, hija de la señora del pueblo doña María de Mendoza. Poco después, la priora, madre Catalina de Jesús, enfermó y en el mes de septiembre tuvo que volver a Beas, donde falleció el 23 de febrero de 1586. Como antes hemos escrito, al convento llegaron las cuatro monjas procedentes del de Toledo, que eran las madres Francisca de San Alberto, Francisca de San Eliseo, María de San Ángelo y Leonor de Jesús. Pues bien, a la primera de las citadas la eligió la comunidad como priora para suceder a la madre Catalina. Más tarde ocuparía el mismo cargo la última. Pero veamos seguidamente cómo se inició la construcción y posterior inauguración del nuevo convento de San José de Sabiote, aunque no en su totalidad, sino la cuarta parte del mismo (sin duda por falta de fondos). El cronista padre Francisco lo relata en esta forma: Creciendo el número se estrechaba la casa y trataron de otro sitio. Hallaron en el barrio, fuera de la cerca de la villa, labrada una iglesia de buena estofa y competente capacidad, donde podían gozar de buenos aires y vistas. Pidiéronla al obispo, diola con mucho gusto y con las dotes de las dos novicias compraron sitio bastante. Dio para esta ayuda de la obra la señora doña María de Mendoza dos mil ducados, porque de su bolsa nunca se halló fondo para las obras de piedad; su hija la duquesa dio cien mil maravedís; el Concejo de la villa doscientos ducados; entre otras personas particulares se juntaron hasta trescientos, todo a ruegos y diligencia de don Luis de Teruel. Con esto y la continua asistencia suya se fabricó un cuarto del convento y, a 4 de junio de 1587, se trasladó el Santísimo Sacramento de la casa del alcaide a la iglesia nueva, no con menor fiesta que la pasada, y asistencia de los religiosos de Baeza, con su rector fray Eliseo de los Mártires.

VI. LA ASISTENCIA DE FRAY JUAN DE LA CRUZ En los aproximadamente doce años que el que luego fue San Juan de la Cruz vivió por tierras andaluzas, fueron varias las visitas que hizo a Sabiote, pues, como dijimos, predicó allí antes y después de la fundación del convento y luego fue confesor de las monjas. De sus estancias existen datos y anécdotas, e incluso hay constancia escrita de milagros que hizo tras su muerte. Fray Juan conocía a las cuatro monjas de Toledo, pues cuando, como anteriormente hemos dicho, consiguió escapar de la prisión a que lo sometieron en esta ciudad sus enemigos los frailes carmelitas calzados, se

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refugió y vivió unos días en el de las carmelitas descalzas que estaba próximo. Pero la que mantuvo luego con el padre una relación más cercana fue la madre Leonor de Jesús, pues ella declaró al abrirse el expediente para la beatificación del mismo que confesó con él varias veces en Toledo y en Sabiote, e incluso narra una hermosa historia para demostrar la santidad de su superior. Se refiere tal historia a que, siendo maestra de novicias en este último pueblo, se recibió por monja a una novicia que según la maestra y la priora no convenía que profesase, si bien no la echaban del convento por haber entrado en el mismo «a petición del obispo y de otras personas graves». Mas un día, la priora recibió una carta de fray Juan (que era prelado de la orden en Granada y que según ella desconocía el caso), diciéndole que quitasen el hábito a la novicia y la echasen sin reparar en cosa alguna, con lo cual la maestra y la priora entendieron la mucha santidad del dicho fray Juan. Más tarde, siendo la madre Leonor priora en Sabiote, se produjo un enfrentamiento en la orden, ya que las carmelitas en general eran partidarias de obtener mayor independencia respecto al centralismo del superior padre Doria y de gran parte de los frailes. Finalmente, las monjas carmelitas descalzas lograron que el papa Sixto V emitiera una resolución o breve que confirmó las constituciones del Carmelo femenino. Sobre ello, la priora sabioteña remitió una carta a la madre Ana de Jesús, considerada sucesora de Santa Teresa, en la que le decía: «Esta casa es del breve desde que vino y la de Beas también; de las demás de por acá no sé nada, ni nos escribimos, porque los frailes atajan las cartas. El que lleva ésta es propio». Alonso de la Madre de Dios, coetáneo de fray Juan de la Cruz y que escribió un tratado sobre el mismo, cuenta que una vez que éste visitó el convento de Sabiote llegaron todas las monjas a tomar su bendición y, entre ellas, una llamada Catalina de los Ángeles que padecía de fuertes dolores en un carrillo. Él entonces «le puso las manos sobre la cabeza y sobre el dolor, el cual en aquel instante que le tocó se le barrió y quitó a la doliente quedando buena». Otra sencilla y bella anécdota sobre el fraile que luego fue santo, la narra el abogado de Úbeda don Diego de Molina. Se refiere a la prudente reacción del mismo cuando, ante la broma de un servidor, actuó con prudencia. La declaración, con vistas a la beatificación, la prestó en Úbeda el testigo en esta forma:

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Antonio Rodríguez Aranda «Que estando en la villa de Sabiote, que es una legua de esta ciudad, se halló presente en la profesión de una monja y les dieron de comer a los frailes que asistieron a la dicha profesión; comieron de pescado y trujeron un servicio de arroz, y el que lo servía, por farsa, dijo que venía aderezado con grasa, que cómo lo comían; luego dijo que bien lo podían comer, que no tenía grasa ni cosa de carne. El dicho fray Juan de la Cruz no lo quiso comer ni llegar a él, diciendo que en duda no lo quería comer, lo cual hizo con mucha modestia. Lo sabe este testigo porque se halló presente». Luego, cuando se produjo la muerte de fray Juan en Úbeda, la monja de Sabiote Francisca de San Eliseo, al declarar para su beatificación, dijo que la priora de su convento (que era la madre Leonor de Jesús) «le envió algunas cosas de regalo y paños de lienzo para su necesidad, el cual las recibió enviándoselo a agradecer, diciendo que presto se las pagaría en el cielo». Con posterioridad, cuando trasladaron a Segovia su cuerpo muerto y desde allí el fraile Francisco «Indigno» trajo a Úbeda un pie del mismo como reliquia, según declaraciones de las madres sabioteñas pasó primero por Sabiote y en su convento se encerró con la priora y la subpriora en un aposento alto, así como que las demás religiosas al salir de vísperas olieron una fragancia muy grande y que ambas madres les dijeron que estaban allí para quitar al pie unos huesecillos. Cuando transcendió la santidad del padre Juan de la Cruz y se hicieron públicos sus milagros, en el libro citado de fray Alonso podemos leer los tres siguientes que se produjeron en Sabiote. A María Álvarez, mujer de Pedro Teruel, se le puso una mano mala y, cuando todos creían que se moría porque tuvo una gran hinchazón desde la oreja a la garganta, le aplicaron una reliquia del santo y sanó. En segundo lugar, la ya mentada monja Catalina de los Ángeles, «teniendo una mano tan mala que no podía hacer nada con ella, ya que el dedo pulgar se le había juntado con el dedo índice y el pulpejo del pulgar se le iba secando», se encomendó al santo fray Juan y poniéndose un poco de tierra de su sepulcro le volvió la mano y dedos sanos y tan ágil todo como la había tenido antes que estuviese mala. Finalmente, en la misma villa «Juan López Crespo bebiendo se tragó una sanguijuela, la cual se le asió en la garganta tan tenazmente que ni para dentro del cuerpo ni para fuera con ningún remedio la podían hacer desasir». Viéndolo tan atribulado, su vecino Rafael de la Torre le aplicó una

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reliquia del santo que tenía y en el punto arrojó por la boca la sanguijuela quedando bueno. El trabajo dicho del alumno Manuel Sánchez termina así: En esta forma exponemos cuanto hemos estudiado sobre la fundación del convento de carmelitas descalzas de San José, de Sabiote, si bien hemos de significar que permaneció abierto hasta 1837, año en que salieron las monjas del mismo para no volver, ya que, con motivo de las leyes desamortizadoras de la época, los bienes de esta orden religiosa fueron vendidos en pública subasta.

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El cortijo de los nogales

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i en todo el campo sabioteño, ni en muchas leguas a la redonda, podía verse un cortijo con la categoría del de Los Nogales. Pese a ser grande no era el mayor del término; tenía mucho ganado, mas había algún otro que lo superaba; su plantilla de trabajadores tampoco era la más numerosa, pero tanto en el pueblo como en los de alrededor esta finca gozaba de una bien ganada fama La casa del cortijo y sus tierras circundantes se veían desde los miradores del castillo y zona de la muralla este. Al aproximarse, dicha casa aparecía rodeada de un nutrido arbolado, preferentemente de nogales. Luego, un portón daba paso a un gran patio en el que había cuadras, pajares, cocheras, almacenes y otras dependencias tales como cocinas y habitaciones para el personal. En otro sector, pero dentro del mismo recinto, estaba la casa de los señores Los amos vivían en Madrid, de donde procedía el marido, pero la dueña del cortijo era la esposa, nacida y criada en Úbeda, quien lo heredó de su madre. El encargado general era Agustín Monsalve Melero, de cuarenta y dos años, natural de Sabiote y descendiente de sabioteños. Lo mismo le ocurría a su mujer, Juana Cobo Ruiz, con la que tenía cuatro hijos, de los cuales la mayor era mocica y los tres siguientes chiquillos. Él entró en el cortijo de morillero, después fue pastorcillo, pastor, jornalero, mulero, mulero mayor... y así fue ascendiendo y logrando la plena confianza de los dueños hasta alcanzar el puesto que desempeñaba. En el cortijo había quince pares de mulos de labor, más otros dos para suplir, así como caballos, yeguas, potros, burros y ganado lanar y cabrío. En corrales y gallineros podían verse pavos corrientes y reales, además de gansos, gallos, gallinas y conejos en gran cantidad. Para sabioteños y forasteros trabajar en Los Nogales era una meta y una garantía en cuanto a ingresos económicos y estabilidad en el empleo se refiere. Por eso, los puestos de más importancia, como caseros, gañanes, muleros mayores y aperadores, estaban ocupados por personas que llevaban años desempeñándolos.

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Antonio Rodríguez Aranda Agustín, como cuando empezó a trabajar era muy bonico, la señora vieja lo llamaba Rubí y con este nombre fue conocido en adelante. La vida y residencia de Rubí estuvo siempre centrada en el cortijo, pues aunque los suyos vivían en el pueblo, él, pese a que al anochecer subiera de matute de vez en cuando, sobre todo cuando estaba novio, desde antes de la salida del sol se le veía de un lado para otro dando instrucciones y órdenes como éstas: —Quiero ver tres pares de mulos alzando las olivas de encima de la alberquilla del almendro. Que vayan Lucas, Marcial y Pascualete. Si en tres días no las termináis llevar otro par. Y otros cinco pares que empiecen a sembrar el trigo de los llanos de Abenazas. Nos vamos a exponer si es que no lloviera, pero no podemos dejar de sembrar ni un día más. A esta faena vais vosotros cinco hasta terminar las noventa cuerdas. Peluso, Marcos y el Loren que se hagan las setenta cuerdas de más abajo. Ya sabéis lo que dijo el señorito: araos de palo ni uno, emplear los nuevos de hierro y vertedera. Cuando el sol se ponía, era todo un espectáculo contemplar la vuelta de los quince pares de mulos con sus respectivos muleros montados sobre uno de los de cada par así como la llegada de las yeguas, caballos y potros que obedecían la voz del que los mandaba, y ver después moverse al personal en corrales, cuadras, graneros y pajares apañando el pienso de los distintos animales, en tanto que el casero y la casera aviaban la cena. Por lo demás, la vida de los cortijos en aquellas épocas era lenta y monótona. Las labores se sucedían tanto de acuerdo con las estaciones como de las clases de cultivo, y los hombres acomodaban su tiempo al trabajo en el campo, así como también haciendo pleita y sacando cuadras, con lo cual dedicaban poco a sus atenciones personales. Lo normal era que cada quince días subieran al pueblo a lo que se decía «vestirse de limpio», que es cambiarse de ropa. Si además tenían alguna otra necesidad que atender en el mismo, lo hacían «de matute» después de dar de mano, es decir, sin que el amo, el mulero mayor u otro superior tuviera conocimiento de ello, ya que, como al empezar la jornada tenían que estar en sus puestos, el rendimiento en el trabajo podía disminuir. Pero la verdad es que dejar el cortijo de esta forma era una práctica habitualmente seguida por todos. Las comidas se repetían asimismo con monotonía. Eran migas al amanecer, cocido al medio día y ajete o cualquier otra cosa ligera por la noche. Todo ello se hacía por supuesto en la amplia cocina, en donde la sartén

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o sartenes en que se guisaba eran colocadas luego en el centro sobre las trébedes y alrededor se situaban los trabajadores, sentados si eran pocos o de pie si eran muchos, pero que con un orden lento y monótono retiraban con su cuchara lo que se llevaban a la boca. A los que trabajaban lejos les llevaban el capacho al tajo. Sin embargo, en el cortijo de Los Nogales muchas de las costumbres habían mejorado. Los amos y Rubí establecieron modos basados en el rendimiento, con lo que los hombres podían tener, además de mayores ingresos, más libertad para desenvolverse. Respecto a las comidas pasaba igual, pues una mayor generosidad de los amos y un mejor uso y administración de los productos de la casa, ya de la huerta, de las aves y conejos de los corrales, e incluso de la caza, permitía que en este cortijo se trabajara, se comiera y se viviera mejor que en ningún otro conocido. Así pues, la placidez y tranquilidad con que en el mismo se vivía daba lugar a que reinara la confraternidad y el buen humor entre los que allí trabajaban. Ello se apreciaba, sobre todo, en las tertulias que tras la cena se hacían antes de acostarse, ya en el patio durante el buen tiempo, o en la cocina, junto al ruedo de la lumbre, cuando era malo. Sonados eran los chistes, cuentos e historias que, preferentemente en época de la recolección de la aceituna, se decían en el cortijo y en el que se distinguía en este difícil «arte parlamentario» Ginesico Ochoa, más conocido por tío Calambres. En esas veladas era corriente que al cortijo acudieran tras la cena de los domingos y días de fiesta hombres y mujeres de otros cercanos, como Chiripa y Vista Alegre. Y aunque en los mismos había también expertos en contar historias e historietas, la verdad s que en las innumerables que se contaban casi siempre era Ginesico el que se llevaba la palma, principalmente porque refería hechos que había vivido. Pero quedaron en el recuerdo las que se dijeron una noche de Reyes, y en las que no se vio la forma de dilucidar si ésta es mejor o ésta es peor, aunque a la mayoría le gustaron las tres siguientes: Empezó Pepico el Templao, de Chiripa, contando su historia de este modo: —Paquillo Cuesco vivía solo con su mujer y su borrica en una casilla cerca de la Sierra de Segura. Como el hombre era del campo y no tenía más norte que trabajar, trabajar y trabajar, no se dio cuenta de que ella estaba ya de nueve meses. Cuando le dijo que lo que fuera estaba a punto de llegar,

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Antonio Rodríguez Aranda cogió la borrica, montó a la parturienta y la llevó al pueblo más próximo, pero con el tiempo justo para que su hijo naciera sin problemas. Aunque a decir verdad sí que se presentó uno y no chico. Y es que el chiquillo que vino al mundo era más feo que Picio. Tan feo, que no sólo el médico, sino también un par de vecinas que ayudaron al parto creyeron oportuno no decir nada a la madre hasta que se recuperara. Respecto al padre, que se le diera la noticia de cómo era su hijo, si bien preparándolo adecuadamente para evitarle un choque emocional. Con este fin el médico se llevó al padre a una habitación apartada y, tras decirle lo bien que había discurrido el parto, tocó con mucho tacto el tema del chiquillo y le hizo ver con bonicas palabras lo feo que era. Pero el padre no se inmutó con la noticia; por el contrario, la tomó con tanta tranquilidad que llegó incluso a poner nervioso al médico, por lo cual éste se vio obligado a decirle: «Hombre, está viendo lo mal que lo estoy pasando para decirle que su chiquillo asusta al miedo y sin embargo usted no se altera». A lo que el padre contestó sin inmutarse: «Y a mí qué leche me importa que el chiquillo sea feo o bonico si yo lo quiero pa el campo». Después, Fernando Sánchez, del cortijo Vista Alegre, intervino de esta forma: ==Cuando se aproximaba la feria de Úbeda, Felipillo el del Moral, buscando la manera de gastar poco y pasarlo bien, pensó que simulando estar enfermo podrían ingresarlo en el hospital, en donde comería y tendría cama asegurada, y que ya se las arreglaría él para salir y divertirse sin que se dieran cuenta. Y como lo pensó lo hizo, pues el primer día de feria desde Sabiote fue a Úbeda, se dejó caer en la puerta del hospital de Santiago y, una vez que se tendió panza arriba con los ojos en blanco y los brazos en cruz, la gente que lo vio en tal estado dio voces pidiendo una camilla para que lo hospitalizaran. Pero, mira por donde, el cirujano jefe, que andaba cerca y del que se decía que era un cachondo, al oír las voces y ver a un hombre en el suelo se acercó, lo reconoció, le tomó el pulso y ordenó a sus ayudantes: «Inmediatamente, ingresar a este hombre, encamarlo, darle medio litro de aceite de ricino, ponerle un bote grande de suero en inyección y una lavativa de cinco litros, que esté una semana a dieta y, después que lo sangréis, yo lo reconoceré y abriré si es preciso para ver lo que pueda tener dentro». Ante lo cual, ya podéis suponer el salto que dio Felipillo, así como la carrera que echó desde la puerta del hospital de Úbeda hasta la ermita de San Ginés de

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Sabiote, lo que hizo en menos tiempo que el que tarda en estornudar un loco. Y menos mal que al verlo en tal estado la santera le preparó un buen potaje. Le tocó finalmente el turno a Ginesico Calambres, el cual, ante un silencio absoluto, contó así su historia: —Mi cuñao Pepe Pelotas (que así le decían mientras estuvo en este mundo), siendo ya mocico pasao decidió hacer las Américas y se embarcó con rumbo a Buenos Aires, pero sea por no encontrar allí buen ambiente o porque hubiera más trabajo del que él esperaba (ya que no era muy apretao), la cosa es que decidió volverse en el mismo barco que lo llevó. Y como lo pensó lo hizo, aunque no sin comprar antes un loro, al que él y sus compañeros de viaje enseñaron a hablar durante el mucho tiempo que duraba entonces la travesía. Al llegar al puerto español, la gran sorpresa del hermano de mi costilla se produjo cuando le dijeron en la aduana que tenía que pagar catorce duros y pico para que pudiera pasar el lorito. A lo que él, que también de dinero volvía peor que se fue, hizo constar esta circunstancia, así como su condición de emigrante, pero los aduaneros dijeron que o pagaba o tiraban el pájaro al mar, con jaula incluida. Ante este tira y afloja el loro miraba aterrado a unos y a otros, pero cuando ya veía su causa perdida llegó un jefe y dijo: «Aquí, para que no pague quien menos culpa tiene, lo único que puedo hacer es considerar el ave como cacatúa en lugar de loro, con lo que usted sólo tendría que pagar seis reales en lugar de los más de catorce duros que le corresponden»,. Oído lo que antecede, al lorito se le llenó la cara de alegría, pero como viera dudar a mi pariente, dirigiéndose a él le dijo con énfasis: «¡Paga, Pepe, y no joas!». Pero un día malas visitas alteraron la paz del cortijo. Hombres de juzgados llegaron para medir tierras, contar animales y preguntar sobre producciones y cultivos. Rubí sabía algo de lo que pasaba, pero, según dijo posteriormente, se lo tenía callado para no alarmar, Lo ocurrido fue que el señorito tenía constituida una hipoteca sobre la finca para atender sus negocios en Madrid, pero al no poder pagarla a su vencimiento el banco la ejecutó, si bien, por lo que después se supo, los dueños y el banco llegaron a un acuerdo para detener la subasta mediante una administración conjunta y la posterior designación de un administrador único, cargo que recayó en Rubí.

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Antonio Rodríguez Aranda Cuando con posterioridad se hablaba del tema, Rubí siempre manifestó que desconocía totalmente que los dueños pudieran tener problemas económicos, toda vez que, como de todos era sabido, en el cortijo nunca se notó limitación de dinero para la labor, ni mucho menos para los pagos al personal. Por el contrario, siempre actuaron con esplendidez. Pero, lo que son las cosas, aunque todo esto era cierto y nadie vio que sus jornales disminuyeran en una sola perrilla, se perdió la alegría y las sobremesas eran aburridas y tristes. Desaparecieron anécdotas, chascarrillos y refranes e imperaban el cigarro, las medias palabras y el silencio. Los señores apenas asomaban por la finca y del banco tampoco aparecía nadie. Solo Rubí mediaba entre unos y otros. Fue él quien, a la caída de una tarde de primavera y cuando todos los trabajadores acababan de llegar al cortijo, los reunió en la era y les dijo: —Comprendo vuestro problema porque es el mío. El pan que hemos comido y el que comemos procede de este cortijo, pero se nos está yendo de las manos. Sin embargo, dice el dicho que mientras hay vida hay esperanza y yo os digo, además, que si hay algo que no debemos perder es la fe y la alegría, pero, por desgracia, todo esto es lo que nos está faltando. La fe, como dice el cura, mueve montañas y la alegría nos permite estar contentos en el tajo y con nuestras familias. Con ello os quiero decir que bien está que el día en que nos quedemos sin pan perdamos una cosa y otra, pero en tanto lo tengamos no hay motivo para estar como estamos. Por mi parte veo cosas que me dicen que pronto vamos a conseguir algo positivo. ¡A lo mejor es porque tengo fe! Y ahora vámonos, pero sabed que nos tenemos que reunir con frecuencia para tratar de resolver nuestros problemas. En mejor forma transcurrió el verano, pues tanto las palabras del jefe como su forma de comportarse levantaron el ánimo de la mayoría, máxime cuando la cosecha de cereales había sido buena y la próxima de aceituna tenía mejor pinta. Después, una tarde de otoño en que llovía y no se pudo salir al campo, Rubí volvió a reunir a la totalidad del personal en la cocina grande y les habló de este modo: —Como las dificultades y problemas no sólo continúan sino que aumentan, lo normal en este caso es que nos despidan. Por eso, en la última reunión celebrada, a la que han asistido el director del banco y los dueños con sus respectivos abogados, así como yo en mi condición de administrador, sugerí algo que no fue mal visto, pero que no quise concretar hasta hablar con vosotros. Me explico. Se trata de que, como al banco no le interesa la

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agricultura como negocio y los amos no tienen dinero para labrar, no sería mala cosa que nosotros formáramos una sociedad y nos quedáramos con el cortijo, bien en arrendamiento o en aparcería. Mejor esto último, pienso yo. Es verdad que, de esta forma, si bien es cierto que ahora mal que bien venimos cobrando regularmente, en adelante no va a ocurrir lo mismo ya que seremos nosotros los patronos, pero hasta tanto nos desenvolvamos, o bien tenemos que apañarnos con lo poco o mucho que tengamos cada uno, o bien pidiendo a cuenta de las cosechas y liquidar cuando se paguen éstas. Aunque la verdad es que si así sacamos el negocio adelante, nosotros, en cuanto titulares del mismo, no sólo tendremos asegurado el trabajo, sino incluso mayores beneficios. Si además tenemos esa fe y esa alegría de que antes os hablé, quién sabe si en el futuro pudiéramos tener la suerte de ser propietarios, porque el abogado del banco dice que en el contrato se puede establecer una cláusula de opción de compra de la finca. A partir de ahí, por parte de casi todos surgieron las inevitables y lógicas preguntas: ¿cómo cobraremos?, ¿cómo pagaremos los gastos?, ¿quién nos dirigirá?, ¿cómo caso yo ahora a mi mocica? Por fin se acordó constituir una comisión gestora integrada por seis trabajadores que presidiría Rubí, así como asesorarse de un joven abogado que tenía despacho en Sabiote. El abogado y su familia eran sabioteños y vivían en la calle de San Miguel. Él se llamaba Sebastián Moro Poyuelo, estudió en Granada y, al terminar la carrera, residió en Úbeda en casa de una hermana de su padre a fin de trabajar como pasante de un conocido abogado de la ciudad. Más tarde los padres le pusieron despacho en su casa y, como era listo y hábil, supo relacionarse, por lo que en un par de años logró tener asuntos para desenvolverse, tanto de Sabiote como de las cercanías. A él acudió Rubí una tarde para exponerle el problema que tenían los trabajadores de Los Nogales. De la visita salió muy bien impresionado, sobre todo por la tranquilidad con que el joven abogado lo oyó, por las preguntas que le hizo, así como por limitarse a decirle que estudiaría el asunto y que en unos días tendrían una nueva entrevista. Así ocurrió, pues antes de una semana lo llamó y comenzó diciéndole: —Tengo que manifestarle, señor Monsalve, que es la última vez que le doy este tratamiento y lo llamo de usted. En lo sucesivo, espero que tú hagas lo mismo conmigo. Ya sabes, somos paisanos y, aunque nos hemos tratado

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Antonio Rodríguez Aranda poco, nuestras respectivas familias siempre han tenido buenas relaciones. El hecho de que yo sea menor que tú o de que esté sentado tras esta mesa no debe imponernos un tipo de tratamiento que a mí no me agrada y estoy seguro de que tampoco a ti. Rubí sonrió complacido y le contestó: —Pues sí, hombre, así es, pero comprende que al verte rodeado de libros y papeles y sabiendo la carrera que tienes, uno tiene que ser discreto. —De ahora en adelante —le dijo Sebastián sonriendo—, piensa que yo siempre estoy en mi tajo, y que si bien ahora es éste de los libros y del ejercicio profesional, cuando empiece la aceituna tendré que buscar el del olivar para así ayudar a mis padres en la recolección, cosa que, como sin duda sabes, es lo que vengo haciendo cada año. Pero vamos a lo que vamos: Recientemente ha aparecido una ley, llamada de cooperativas, que regula y protege el tipo de asociación que vosotros estáis necesitando. Me explico. En el cortijo sois veinticuatro hombres fijos a los que se os ofrece la posibilidad de quedaros con el mismo, ya en régimen de aparcería o en arrendamiento, pero con el derecho de optar a su compra en el futuro. ¿Es así? —Así es. —Bien. Por razones de eficacia y seguridad, así como por los beneficios que la ley establece, lo mejor que podéis hacer es constituir una cooperativa del campo, si bien, a mi juicio, en régimen de aparcería y estableciendo el porcentaje que sobre el beneficio obtenido corresponde a la propiedad y a vosotros. Pero, ojo, sabed que ante esta ley el trabajo de cada uno de los veinticuatro tiene el mismo valor y que, en consecuencia, el dicho beneficio que se obtenga se repartirá en partes iguales entre los mismos. O sea, que tú vas a percibir lo que el casero o el porquero, pongamos por caso. —Lo cual me parece justo —dijo el otro—, porque como nuestro esfuerzo es el mismo así deben repartirse los beneficios. De todas formas, esto lo tenemos que comunicar a los demás. —Eso es lo correcto —contestó el abogado—. Ahora fija tú el día y el lugar y nos reuniremos todos. Mientras tanto, iré a Jaén y me enteraré de los trámites y beneficios que tendréis al constituir la cooperativa, así como de otros extremos que quiero aclarar. Un mes después, Sebastián comunicó a Rubí que la reunión podría celebrarse en el cortijo el sábado siguiente por la mañana, y, dada la im-

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portancia de los asuntos a tratar, sugirió la conveniencia de que a la misma asistieran, además de los interesados, sus esposas y los hijos e hijas mayores. Así ocurrió, pues el día previsto se reunieron en el granero grande, debidamente acondicionado, más de cincuenta personas. Cuando Rubí, como administrador que era, se levantó para hablar se produjo un respetuoso silencio. Sus breves y concisas palabras fueron éstas: —Estando aquí don Sebastián, nuestro abogado, poco puedo decir yo. Mas debo hacerlo tanto para agradecer al mismo el interés que se está tomando por solucionar nuestro problema, como para informaros de que, como podéis ver, ante un hecho de tanta trascendencia para todos, hemos creído procedente que junto con nosotros, los trabajadores, estén también nuestras esposas y los descendientes que sean mayores. Entre todos espero que resolvamos lo mejor. Ahora dejo la palabra al abogado. —Amigas y amigos, sé que estáis enterados de cuantos trámites y gestiones he hecho hasta la fecha, por lo cual seré breve. Ahora bien, como creo que interesa hacer un resumen de la situación, os diré que tratamos que todos, es decir, los veinticuatro trabajadores fijos, os quedéis con el cortijo en régimen de aparcería, dando a los amos un porcentaje de las cosechas obtenidas. Para esto, como se puede constituir una sociedad o una cooperativa, hemos optado por esta última ya que está protegida, es decir, que se reciben mayores beneficios por parte del Estado, ya sean en forma de deducciones, de préstamos o de ayudas y subvenciones. Por otra parte, ya conocéis también que ante dicha ley los que integran la cooperativa tienen los mismos derechos y deberes. Cada socio tiene un voto y no por saber, por tener o por poner más dicho socio cobra más. Todos repartiréis por igual. Ahora, como de lo fundamental tenéis nociones suficientes, lo mejor es que aclaremos dudas. Así es que a ver, tú, Santi, ya que eras el que más hablabas antes de empezar, dinos tus problemas y trataremos de solucionarlos. Y contestó el interpelado: —La cosa es que entre dudas y problemas tengo tal lío en la cabeza que ni yo mismo me aclaro. Así es que, que hable otro. —Pues lo que yo quiero preguntar y saber —manifestó José el de Chinela—, es que quién me va a pagar mis jornales cada semana cuando nos quedemos con el cortijo. Porque es que, sin contarme yo, tengo cuatro bocas que alimentar.

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Antonio Rodríguez Aranda —Yo siete y un nieto, hijo del que se me murió, sin contarnos yo y mi hombre. Pues como sabéis los dos llevamos diecisiete años en este cortijo dando el callo, dijo Pepa, la casera. Después, intervinieron otros exponiendo lo mismo, por lo cual se percibió claramente algo que ya se sabía: el problema de la gran mayoría era satisfacer los gastos inmediatos, o sea, el pan nuestro de cada día. Por eso se produjo un gran silencio que ninguno sabía romper, porque la verdad es que nadie podía aportar solución alguna a este grave problema de adelantar dinero para la subsistencia, al menos hasta tanto se cogieran las cosechas siguientes a la firma del contrato. Pero el silencio lo interrumpió una voz femenina que dijo: —Me da vergüenza hablar delante de tanta gente, pero debo hacerlo porque no veo que se den soluciones concretas al problema que se plantea. Yo creo que como éste es la falta de dinero para pagar jornales hasta que se vendan las cosechas, la solución del mismo está en obtenerlo de otra forma. Y la forma, a mi juicio, consiste en pedir un crédito al banco y dar cantidades a cuenta a quienes las necesiten. En fin, a lo mejor he dicho una verdad de Pedro Gorullo, pero es así de sencillo lo que se me ocurre. —¿Quién es la que habla? —preguntó en voz baja el abogado al que tenía al lado. —Es Mariela, la hija de Rubí. —Amiga mía —exclamó Melchor Vernalte alzando la voz—. En mi nombre, y creo que en el todos, gracias por saltar al ruedo y darnos una lección de buen torear. Mereces las dos orejas y el rabo. Pero no hay por qué extrañarse, ya que vienes de casta. ¡Bien por Mariela! Se oyó entonces un largo aplauso y ella, toda complacida, ocultó su cara entre las manos. Seguidamente intervino Juan Francisco el aperador, quien dijo: —Yo propongo que sea expuesta la situación al banco que interviene en nuestro asunto, así como a la Delegación de Cooperativas de Jaén. Entiendo que, con el dinero que podamos obtener por estos medios, se puede crear un fondo del que dispondremos para pagar nuestros jornales, y una vez que cobremos las cosechas, de la cantidad que nos corresponda a cada uno se desquite lo anticipado con el interés correspondiente. Sobre esta propuesta y sobre otras hubo división de opiniones, como en los toros, así como discusiones acaloradas y palabras altisonantes, pero

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como en el ánimo de todos estaba el hecho de que convenía la cooperativa por lo que tenía de interés económico y afectivo, así como también la petición de un crédito para pagar gastos iniciales y jornales, se tomó el acuerdo de hacer las gestiones precisas para actuar en la forma propuesta y aprobada después por gran mayoría de votos. A continuación, el administrador dio la sorpresa, ya que en su nombre y en el de su familia invitó a los asistentes a una suculenta comida en la que se sirvió de lo bueno lo mejor. Después, Luquillas, Ceferino y Martín sacaron sus instrumentos de cuerda y allí danzó hasta el apuntador. A los que se vio bailando más animados fue a Mariela, la de Rubí, y a Sebastián, el abogado. Finalmente, cuando todos estaban cansados, varios de los asistentes invitaron a Ginesico Ochoa a que contara alguna de las sabrosas historietas que tanto gustaban. Pero éste dijo que se estaba echando la noche encima, que el tiempo era malo y que donde estaban haciendo falta los convidaos era en sus casas. Sin embargo, sus palabras cayeron en el vacío y de allí no se movió nadie. Por el contrario, lo que todos hicieron fue trasladarse a la cocina grande en donde había un lumbrón que no se lo saltaba un galgo. Y allí comenzaron a formar corrillos en los que se hablaban de temas diversos: —La siembra no está pa escardar ni por pienso —decía uno—, pero como ya está pintando la cebá que sembré a manta en la cuerda y media que tengo en La Vega y aquello ya sabéis que es afable y adelantao, no tengo más remedio que darle una pasá, porque en el campo con lo bueno sale también lo malo y con lo malo lo bueno. —Pues si pa lo poco que tienes lo siembras a manta, es señal de que no quieres trabajar mucho, porque podías haberlo hecho a chorrillo o a casillas, contestó otro. —Ya habló el trabajaor —respondió el primero—; pero tú no eres muy apretao que digamos. Además, que yo pongo las melgas donde las tengo que poner y así no me queda un puñao de tierra sin simiente. —Tú voceas más que Bocarrayo, sin embargo, a la hora de la verdad y teniendo el doble que yo, coges la mitad y menos. En distinto grupo hablaba otro: —El que quiera subirse ahora al pueblo que se ponga la anguarina, pues entre el frío que hace y las cuatro gotas que están cayendo hay que abrigarse. Y el de más allá decía:

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Antonio Rodríguez Aranda —Ha estao bien lo que nos ha puesto de comer Rubí; yo me he quedao «como el tío Tablón de picatostes», y si te digo la verdad no me sa estremecío el cuerpo. —¿Qué te creías tú que venías a lavijar? —preguntó el del al lado. —¿Lavijar?, inquirió un joven con cara de estudiante. —Sí, hombre, eso es el tente en pie que tomamos los del campo en el tajo, o sea, el bocao y el trago que nos echamos a la boca sobre el mediodía. Y en distinto grupo otro preguntó: —¿Pero qué me decís de las olivas? Ya veis, aunque el quinquenio iba a ser malo, con esta cosecha se va a emparejar la cosa, pues lo que pa la feria creíamos que era un pintorreo, la verdad es que ahora hay muchos olivares con las ramas vencías. —¿Vencías? Toma, y palmeás, doblás y tó lo que se diga es poco, por lo menos en la mayor parte de los olivares. Ahora, con el agüilla que está cayendo, lo propenso es que las aceitunas engorden y se pongan como botijillas. En otro lugar, mientras freía picatostes en abundancia y su hija preparaba chocolate, Pepa, la casera hablaba en voz alta con otras mujeres de este modo: —A esta hija mía ya le han corrío las amonestaciones, y tan pronto entre el año la casamos. Cucha, que diréis que no es tiempo de bodas y es verdad, pero que no penséis otra cosa, que mi hija va al altar tan virgen como su madre la echó al mundo. Lo que pasa es que el padre de él está que se muere que no se muere. O sea, como dicen eso de que «ni se muere papa ni comemos». Así es que aunque al mayor lo casé en mejor tiempo, a ésta tiene que ser ahora, pues como también se dice, «al que cierne y amasa de to le pasa». Se oyó a lo lejos una fuerte voz diciendo: —¡Casera!, no hagas más picatostes, que esto que traigo está mejor. Y el que así gritaba entró llevando en sus manos una gran fuente de buñuelos que fue recibida con aplausos. —Este Rubí organiza bien las cosas, dijo uno. —No es la primera zorra que despelleja, terminó otro. A media noche, cuando ya habían desaparecido los buñuelos y los picatostes, el mulero mayor, que era hombre serio, si bien lento de palabra y ademanes, mandó callar a los más habladores y dijo a todos:

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—El cortijo de Los Nogales es el único en el que hoy en día los muleros no dormimos en los poyos de las cuadras. En los demás cortijos, así como en los pueblos que conozco, siguen durmiendo en ellos como hace siglos. Pero aquí esta noche vamos a volver a lo de siempre, porque los muleros dormiremos en ellos, ya que queremos que los convidaos lo hagáis en nuestras camas. —No, no, no —dijeron varias voces al unísono. Pero uno logró hacerse oír manifestando: —Vosotros tenéis que trabajar mañana y nosotros podemos irnos tan pronto amanezca, pues ya falta poco. —La cosa está hecha —remató el mulero—, pues a las mujeres se le han puesto camas en una habitación grande y los hombres dormirán en las nuestras. —Bien está si así lo disponéis, pero yo no me acuesto mientras Ginesico no cuente una historia de las suyas —dijo uno. —Vaya, hombre, que estamos en los Santos y pinta, gritó otro desde lejos. —Dichoso mes, que empieza con los Santos y acaba con San Andrés —dijo el aludido—. Pero llevas razón, hijo, que en este mes y durante la aceituna pintan las historias y cuentos alrededor de la lumbre. Sin embargo, yo no cuento ninguna sin que Rubí diga lo que él sabe que tiene que decir. Y Rubí dijo: —Mañana se cobra, pero no se trabaja. Ya está to dicho. En efecto, no fue necesario que siguiera, pues los aplausos producidos no lo hubieran dejado continuar. El que si habló fue Ginesico, quien contó así su historia: —A Juanico, el casero de El Mayorajo, lo tuvieron que operar de forma urgente. Estaba en el cortijo cuando le dio el dolor y menos mal que al haber un cuquillero cerca le avisaron. Como el hombre tenía un coche de esos nuevos que andan solos, lo llevó rápidamente a Úbeda en donde tan pronto llegó lo operaron de lo que el cirujano dijo que era una úlcera gastroduodenal con periduodenitis. Cuando pasó el susto, a Juanico le gustaba contar lo que estaba haciendo cuando le dio el dolor, así como el proceso de la operación, incluida la dolencia, pero como siempre se hacía un lío al describir el largo y trabajoso nombre de la misma, por tal de oírlo y verlo en este apuro los vecinos

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Antonio Rodríguez Aranda y amigos le sacaban a relucir con frecuencia el tema, si bien él siempre se liaba. Esto, hasta que su mujer tomó cartas en el asunto y le hizo ver que no debía de hacer caso a los que le preguntaran, ya que se estaban riendo de él. Razón por la cual cambió de táctica. Y cuando después alguno le decía: «Qué, Juanico, ¿de qué lo han operao?». Él invariablemente contestaba: «Del cuerpo, coño, del cuerpo». Tres años pasaron y durante los mismos se produjeron acontecimientos varios en Los Nogales. Por una parte, como el banco y los organismos oficiales prestaron el apoyo que les fue pedido y, por otra, la gente respondió mejor de lo que se esperaba, el desarrollo de la cooperativa fue un éxito en todos los sentidos. De la misma fue designado presidente Rubí y de la junta rectora formó parte Pepa, la casera, lo cual fue una novedad importante para una sociedad machista hasta entonces. Pero es que, como decía, si ella trabajaba en el cortijo como los hombres, también debía tener las mismas ventajas que éstos. Poco después, cuando de Jaén pidieron que fuera nombrado un secretario que podía ser o no miembro de la cooperativa, la junta rectora designó a Sebastián Moro, el abogado, quien por cierto ya era yerno de Rubí, pues Mariela y él se casaron y celebraron la boda por todo lo alto meses antes. Incluso ya tenían anunciada la llegada de la cigüeña. Por lo demás, el cortijo marchaba a buen ritmo, ya que al firmarse el contrato de compra se plantaron gran cantidad de olivas, fue adquirida maquinaria agrícola y una camioneta, se electrificó la finca y se abrieron pozos para el regadío, con lo cual y por todas estas circunstancias la cooperativa fue calificada oficialmente como modelo. Luego, a consecuencia del tiempo transcurrido, y sobre todo, de los cambios políticos y sociales que se produjeron, incluida la Guerra Civil, aunque la cooperativa de Los Nogales se disolvió tras la misma, los socios conservaron sus respectivas propiedades. Sin embargo, de las personas conocidas por haber trabajado o mantenido relación con el cortijo, ninguna que sepamos olvidó nunca los hermosos recuerdos que siempre conservaron de aquellos felices años.

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Leyenda del nazareno milagroso

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o sabemos de dónde procedía el Nazareno que se procesionaba en Sabiote a finales del siglo XIX, pero sí que tenía fama de milagroso. Por ello, a su paso por las calles del pueblo se oían súplicas y plegarias de los hermanos y fieles que seguían su imagen, así como de otras personas que la contemplaban y admiraban desde balcones y ventanas. Eran tiempos aquellos de penuria y miedo, pues como la guerra contra los norteamericanos había estallado, cientos de soldados eran embarcados en los puertos del sur con destino a los frentes de Cuba y Filipinas. Un día, José Expósito, a fin de evitar ser reclutado, enviado a la guerra y que ello le impidiera seguir ayudando a sus ancianos padres, se fue a trabajar a una alejada finca de Sierra Morena, pero al llegar la Semana Santa volvió a Sabiote andando para asistir a la procesión de los Nazarenos, de la que era hermano. Creía que al vestirse y cubrir la cabeza con el capirucho no sería conocido por las autoridades, pero algo debieron barruntarse éstas (ya que con anterioridad habían detenido en sus casas a otros jóvenes no presentados), pues cuando la procesión iba por la Puerta de la Villa un pelotón de los soldados que llegaron la detuvieron, hicieron que se descubrieran los penitentes y vieron que era José uno de los que empujaban el trono de Jesús. De esta forma, en presencia de la bendita imagen, así como de sus padres y hermanos, de su novia y de cuantos estaban alrededor, fue detenido, pese a las protestas de todos. Más tarde, José fue embarcado con dirección a Filipinas, en donde, un mes largo después de su llegada, se hallaba luchando mosquetón en mano contra un enemigo muy superior al de su batallón, tanto en número como en armamento. A los pocos días, muertos casi la totalidad de sus compañeros, hechos prisioneros algunos y con heridas él en todo su cuerpo, sentía que se iba apagando lentamente su vida, pero se estremeció al ver cómo, de entre las ramas de la tupida arboleda de la selva en que estaban, aparecía un hombre alto y barbado que, portando una cruz y cubriendo su cuerpo con una túnica morada, se le acercó y lo abrazó tiernamente. Fue lo último que vio antes de perder el conocimiento.

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Antonio Rodríguez Aranda Debió de haber transcurrido mucho tiempo cuando José abrió los ojos. No podía hablar, pero se dio cuenta que se encontraba en la sala de un hospital en la que junto a su cama había dos médicos, tres militares de graduación y dos viejos filipinos. Uno de estos últimos estaba diciendo: —Salvo el que aquí tenemos encamado y otros cuantos que se llevaron presos los rebeldes, todos los demás soldados perecieron en la selva a causa de las balas, los sables y las lanzas. Mas junto a éste, que entonces aparecía como muerto, mi compañero y yo pudimos ver un ser de apariencia divina que lo atendía amorosamente. —Pero al acercarnos nosotros desapareció, añadió el compañero. —Que este hombre, cuyo cuerpo fue atravesado por numerosas balas y alanceado después por los de caballería esté ahora vivo, no tiene explicación humana, dijo uno de los médicos. —Además —añadió el otro doctor—, como sus muchas heridas están ahora curadas y cicatrizadas, aparentan que ha pasado bastante más tiempo del realmente transcurrido. —Esto prueba que al no poder atribuir a este caso una explicación humana, no tengamos más remedio que reconocer que la misma es de tipo divino, terminó diciendo el primer médico. —Por nuestra parte —dijo uno de los militares—, lo único que podemos manifestar es que este soldado hasta la fecha figura como fallecido en los archivos, ya que, al menos aparentemente, así se hallaba cuando fue encontrado. Entonces intervino el herido para decir: —Los estoy oyendo, y la verdad es que me sentí morir, pero me salvó Él, es decir, el mismo que dejé sobre su trono cuando me apresaron durante la procesión. Los médicos, los filipinos y los militares nada dijeron porque nada entendieron, pero todos pensaron que el soldado estaba empezando a perder la razón. Pasados otros cuantos meses, a José Expósito lo embarcaron en Manila junto con un nutrido grupo de heridos y convalecientes camino de la patria. Fue durante la travesía cuando, casi repuesto, se dio cuenta de que se aproximaba la Semana Santa y de que ya iba a hacer un año de su salida de España. Luego, desde el puerto de Cádiz en donde desembarcó, lo llevaron en tren a la estación de Baeza y, desde allí, en una tartana, a Úbeda y en otra a Sabiote.

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Mas en Sabiote nadie esperaba al soldado porque nadie supo que llegaba, pero toda su familia, incluida la novia, se encontraban en la casa de los padres de él cuando el Jueves Santo por la tarde llamó a la puerta. Entonces, aunque ya habían empezado las campanas a lanzar a los cuatro vientos el tañido monótono y sonoro que precedía a los actos sobre la pasión, muerte y entierro de Cristo, no por eso dejaron de oírse las manifestaciones y gritos de júbilo de los suyos cuando lo vieron aparecer. Aquella noche ni él ni ninguno de los suyos durmió. Luego, cuando de madrugada todos se encaminaron a la iglesia, José, al ver que salía ya la imagen del Señor sobre su trono, se adelantó para mirarla detenidamente, y, como después dijo a los suyos, pudo comprobar que la misma era fiel reproducción de la persona que lo salvó de la muerte en una de las islas filipinas. Por ello, con la cara resplandeciente y los brazos abiertos cayó de rodillas sobre el suelo. Mas al contemplar de nuevo al Nazareno con la túnica morada, coronado de espinas y corriendo la sangre por sus mejillas, creyó apreciar que al mismo, al ver que él estaba ya en Sabiote y curado, se le había alegrado la cara y se le hacía más ligero el peso de la cruz.

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El chiquillo

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ese a sus escasos siete años dedujo por lo que veía y oía que sus padres se iban a separar. Y acusó el golpe de tan ingrata noticia. Era hijo único, iba al colegio, y aunque se desenvolvía con soltura tanto con los demás niños y niñas como con los profesores, a él sólo le atraían su casa, sus padres y un «amigo íntimo» que era... su abuelo Ginés. Con él hablaba, reía, jugaba, le contaba sus problemas y se dormía en sus brazos cuando estaba cansado. Este abuelo vivía asimismo en Madrid con la abuela Adela en un piso cercano, y ambos eran padres de su padre. Los otros, los padres de la madre tenían la vivienda más lejos, por lo cual los veía menos. El niño se llamaba Javier, pero él decía que se llamaba Javi porque por el diminutivo lo conocían todos. Era nervioso, inquieto y juguetón. Tenía los ojos negros, así como el pelo del mismo color y ondulado. Siempre estaba dispuesto a hablar, a jugar, a entrar, salir y a no estarse quieto, pero la verdad es que cuando no iba al cole o cuando la madre lo traía del mismo pasaba mucho tiempo solo, pues ella, además de su trabajo en una oficina, tenía que salir a hacer compras. Por otra parte, como a su padre lo veía poco, esto naturalmente le molestaba y era motivo de que cogiera rabietas, o bien que dijera que quería tener un hermanito para poder jugar con él. Javi ya tenía noción de qué era eso de vivir los padres separados, tanto porque algunos niños se lo habían contado, como porque lo estaban los de su amigo Carlos, el que vivía en el quinto piso de su misma casa, en la cual había una terraza grande en donde jugaban y en la que éste le decía que él vivía con su mamá y que a su papá lo veía cuando lo llevaba a comer pizzas, al fútbol o a comprarle chuches. Pero al contarle a Carlitos todo esto, él pensaba que no quería vivir solo con su madre, ni que su padre estuviera en otra casa, aunque luego le comprara chucherías y lo llevara a muchos sitios. Por todo ello, un día que estaba en el parque con su abuelo Ginés, le dijo: —Abuelo, yo no quiero que mi papá se vaya, como el de mi amigo Carlos, el del quinto. —¿Qué dices?, le contestó el abuelo con voz temblorosa y mirándolo fijamente.

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Antonio Rodríguez Aranda —Es que Carlos está siempre muy solo y su mamá se enfada mucho cuando llega a casa. —Tú no estás solo. Todos estamos contigo. —Pero papá y mamá se pelean, dan muchas voces y luego mami llora. —Anda, anda, que tú me tienes a mí. Yo siempre estaré contigo, dijo el abuelo dando la vuelta y haciendo como que contemplaba la flor de un rosal. Pero el niño se le plantó delante, lo miró fijamente y le dijo: —¿Por qué lloras, abuelo? Era verdad lo de la separación. José y Josefa tenían cada uno su abogado y el caso ya estaba en el juzgado. Inicialmente habían llegado a un acuerdo mediante el cual ella se quedaría con el niño en el piso y pagaría con su sueldo los gastos domésticos, en tanto que él viviría por su cuenta, si bien pagaría los del colegio. Más o menos esto es lo que Josefa dijo a sus padres cuando fue a comunicarles la noticia. —Hija mía —le dijo madre al oírla—, los jóvenes sólo pensáis en vosotros. No sabéis o no queréis saber que también nosotros tuvimos los mismos o parecidos problemas, y con paciencia y discreción supimos solucionarlos dando tiempo al tiempo. —No es eso madre, no es la cosa así. Ten en cuenta que para evitar que paséis malos ratos no os he dicho de la misa la mitad. La cosa no es tan sencilla como creéis. Ya os iréis enterando. —Pero, hija —intervino el padre—, parece que hay algo en lo que no habéis pensado o no queréis pensar, que es en el niño. Porque, aunque a vosotros no os interese salvar vuestro matrimonio, bien merece la pena que lo hagáis por él. —Comprenderéis que es éste mi gran problema. Pero lo que os digo es que ni siquiera por mi hijo, que es lo más grande que tengo, soy capaz de aguantar un tipo de vida como el que estoy llevando. Bien está ya. —Bueno —terminó el padre—, vivir separados por ahora si es que no hay otro remedio, pero procurar no echar más leña al fuego, ser prudentes y pensar que no estáis solos. Vuestro hijo es pequeño, pero listo y sensible, y no sabemos cómo va a reaccionar. Tal vez convenga seguir diciéndole que su padre está de viaje. —Mucho viaje es ya, mas esperemos que lo crea, dijo Josefa. —De todas formas, Dios proveerá, sentenció la madre.

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Luego, Javi le dijo a su amigo Carlos cuando jugaban en la terraza: —Creen que soy tonto. Mi padre ya no viene a casa y siempre dice mi madre que está de viaje, pero es mentira. —No se dice mentira, se dice no es verdad, dijo Carlitos. —Bueno, lo mismo da, pero sin mi papá me aburro mucho. —Lo mismo que yo, porque el mío me contaba historietas y chistes. —Y yo —afirmó Javi—,al hacer los deberes con él me enseñaba cuentas, y cuando las hacía bien por cada cuenta me daba un punto. Ahora que me debía veinte puntos yo no sé quien me va a pagar los dos euros. —Pero los sábados, ¿te llevará a comer fuera y te comprará muchas cosas?, preguntó Carlos. —Yo no quiero comidas ni cosas, quiero a mi padre y a mi madre en mi casa, respondió Javi apretando los puños. —¿Qué hacéis?, inquirió la madre de Carlos con voz cansina, tras subir las escaleras. —Jugamosd, dijo Javi. —No. Sus papás se han separado y el padre se ha ido, lo mismo que el mío, aclaró el amigo. —No vale decir los secretos, terminó el otro. —No discutáis —intervino la madre—, pero es verdad que lo que se dice en secreto hay que saber callarlo. De manera que… ¡chitón! Javi, con sus pocos años, a su manera llegó a la conclusión de que el mejor secreto es el silencio y que su problema tenía que solucionarlo él. Así es que, como tanto su madre como el abuelo le habían enseñado que lo difícil lo resuelve Dios y que a Dios se le pide rezando, decidió hacerlo para que su padre volviera, pero, como sólo sabía «Jesusito de mi vida», repitió la oración hasta que se quedó dormido. Por la mañana, al despertarlo la madre él se dio cuenta de que era más temprano que de costumbre. Luego, cuando ella lo llevó al cole en lugar del padre, se fue haciendo la idea de que la cosa se ponía cada vez peor, máxime cuando al marcharse lo dejó en lo que llamaban la guardería, que era una dependencia en donde los niños estaban cuando los dejaban en espera de las clases, y luego se quedaban en ella hasta que pasaban a recogerlos los familiares. Incluso en la misma podían comer lo que llevaban cuando no podían hacerlo en sus casas. Razón por la cual la dicha guardería era un lugar odiado por todos.

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Antonio Rodríguez Aranda Durante los primeros días Josefa llegaba al colegio apresurada y con el tiempo justo para recoger a su hijo, pero como tras la comida tenía que volver al trabajo y no siempre sus suegros podían ir a su casa por la tarde, pensó que lo mejor era seguir en su empresa la jornada continuada, con lo cual el niño comería en el colegio y lo recogería a las cuatro. Pero, aunque lo peor para ella era decírselo, un día que creyó que era el momento apropiado le habló así: —Javi. —¿Qué quieres, mami? —Como vas a cumplir siete años ya puedes comer en el cole igual que los niños mayores. —No. —Anda, no seas niño pequeño, que te voy a comprar el pantalón largo que te gustó y también un balón de reglamento y un traje completo del Real Madrid. —No, quiero un perro. —¿Un perro? Lo que faltaba. ¿A qué viene eso ahora? —No quiero estar solo. La respuesta dio que pensar a Josefa. Tanto, que cuando cierta tarde se presentó el abuelo Ginés con un perro sin haberle dicho ella nada sobre el deseo de su hijo, no pudo negarse y el perro se quedó en la casa ante el entusiasmo del niño. —¿Cómo lo vamos a llamar?, preguntó el abuelo al nieto. —Bastián. —Pero bueno, ¿de dónde has sacado eso? En Sabiote siempre hemos llamado así a muchos de los que llevan el nombre de Sebastián. —También a mí me decís Javi y me llamo Javier. —Muy bien, pero que sepas que cuando vayamos al pueblo los que se llaman Bastián se van a enfadar contigo. —Entonces le decimos Pichón. —¿Acaso tu perro es un palomo? —Ya está, le diremos Tilín —sentenció el crío. —No me hace mucho tilín ese nombre, pero bien está. Ahora le vamos a dar de comer y a ver si es posible que después se duerma, pues viene muy cansado. Pero se durmieron los tres. El abuelo en un sillón, el niño sobre el sofá y el perro en la alfombra, a sus pies. En ese momento llegó Josefa que volvía

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de la compra con la cesta llena, pero al ver la escena sonrió complacida y exclamó: —Ya lo dije, lo único que nos faltaba. Éramos pocos y... —Parió el abuelo, exclamó éste levantándose de su asiento. —Ahora no sé qué vamos a hacer con el animal por las mañanas; tendrá que quedarse solo, dijo ella. —Sí, al cole de Javi no lo vamos a llevar —contestó el abuelo—, pero lo llevaré al «mío» y que la abuela, que sabe mucho, le enseñe lo que pueda. Ahora de verdad, por las mañanas me lo llevaré a casa y lo traeré cuando volváis. A continuación se hizo un silencio largo que interrumpió Josefa para decir: —Abuelo. —¿Qué? —No hemos hablado de eso. —No, mujer, no. —Es que... como usted lo conoce, qué le voy a decir. Pero los matrimonios se forman para que las parejas estén unidas y sin unión no hay manera de convivir. —No es que yo quiera justificar a mi hijo ni quitarte la razón a ti, pero ya sabes que por su trabajo tiene necesidad de viajar, así como de entrar y salir. —Sí, abuelo, viajar y salir, bastante. Pero de entrar, nada. —No exageres, mujer, no exageres. —No exagero, padre. No entra porque hay otra u otras por medio. —¿Tú lo sabes? —Meto la mano en el fuego y no me quemo. En ese momento abrió el niño los ojos y, al ver al perro a sus pies, le dijo: —Tilín, despiértate, que no vas a dormir esta noche. Y añadió: ---Abuelo, ¿cuándo vamos a llevar a Tilín a Sabiote? —Si mamá quiere, este verano, cuando te den las vacaciones. —Uf, ¡cuánto queda! —Antes no es posible, que hay que estudiar, pero si terminas bien descuida que vamos. Ahora me marcho, que la abuela está sola y es tarde. El sábado por la mañana, a eso de las doce y media, José llamó por el telefonillo y, al contestarle Josefa, le dijo que bajara al niño. Ella le respondió

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Antonio Rodríguez Aranda que lo cortés no quitaba lo valiente y que subiera por él. Así lo hizo, pero no se sentó; dio un beso a su hijo al llegar, esperó después y, cuando estuvo arreglado, lo cogió de la mano y se lo llevó sin decir adiós. Josefa entonces se echó sobre el sofá y lloró durante largo tiempo. Ya en la calle el chiquillo dijo a su padre: —A Tilín no le has dado un beso. —¿Quién es Tilín? —Mi perro. —¿Un perro en casa? No lo he visto. ¿De dónde lo has sacado? —Me lo trajo el abuelo el otro día. Así no estoy solo, además lo quiero mucho y también él a mí. Pero tú no me quieres porque te has ido. —Tengo mucho trabajo, también voy mucho al extranjero en avión y paso muchos días fuera, aunque de por ahí te traeré regalos, y cuando vuelva a España siempre estaré contigo. Ahora vamos a comer y después al zoo, que quiero que veas los monos. —No quiero monos, ni regalos ni nada, estoy enfadado. Pero Javi pasó el día con el padre y de forma parecida lo hizo también otros sábados, hasta que cuando llegó el verano y la madre tomó las vacaciones quiso que pasaran unos días en la playa. Mas el niño se plantó diciendo que el abuelo le prometió llevarlo a Sabiote y que tenía que ir al mismo como otras veces. Y es que en tres ocasiones anteriores había ido allí con sus padres y quería repetir, pues como los abuelos y sus hijos habian nacido allí, en él tenían casa, familia, amigos y un ciento de olivas. Por eso Josefa, cuando vio la actitud del crío, aprovechando que jugaba con Carlitos fue a la casa de los abuelos y les dijo: —Tengo un lío con el niño, pues le he dicho que vamos a ir a la playa y él dice que tiene que ser al pueblo porque el abuelo se lo prometió. —Bueno —respondió el abuelo—, yo le prometo a Javi cuanto a él le gusta, pero lo que debe hacerse es lo que tú creas conveniente. —La verdad es que yo también le dije que si aprobaba iríamos donde quisiera y ahora el profe le ha dicho y me ha dicho que ha terminado muy bien. Aquí está el problema. —Pues, si te parece, pasáis unos días en la playa y el resto en el pueblo. —Playa, Sabiote, hipoteca... No da la bolsa para tanto. Además, el niño ya no se apea del burro.

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Y dijo el abuelo cabizbajo: —No se apea y no sabes tú por qué, aunque eres su madre. —Usted dirá. —Como en Sabiote siempre habéis estado los tres, normalmente en buena armonía, él espera que sigáis allí en la misma forma. —¡Dios mío!, no había caído en eso. —No sería malo que siguierais así, intervino la abuela con segundas. —No, madre, no sería malo —dijo Josefa con reticencia—, pero usted sabe que yo no he dado lugar a que esto salga como ha salido. —Vamos a lo que vamos —zanjó el abuelo—, Si yo he dicho lo dicho es porque tengo mis motivos. Y si no, como decía uno del pueblo, «mañana se dirá». En cuanto a lo del viaje, si a madre y a ti os parece el día dos salimos los cuatro en la pava de Madrid-Úbeda. Poco después el abuelo llamó por teléfono a Juan Antonio, su hijo segundo, y le hizo saber que lo necesitaba para algo urgente, por lo cual al día siguiente se presentó el mismo en la casa muy tranquilo, ya que más o menos sabía de lo que su padre le iba a hablar. Así fue, pues mientras la madre hacía otras cosas el padre le dijo un tanto alterado: —Ya sabes, hijo mío, que siempre vengo diciendo que a tu hermano José le gusta «to y el jamón». A él no le puede faltar lo mejor pa su cuerpo, pero cuando se tiene familia hay que pensar más en los demás y menos en uno mismo. Y eso es lo que no hace. Tu madre dice que tiene buen corazón, ¡toma!, ya sé yo que no mata ni roba, pero cuando uno se casa surgen unas obligaciones que hay que cumplir. —Padre, que yo no soy José, que soy Juan Antonio. —Sí, hijo, sí, ya lo sé, pero es que si se lo digo a él le tengo que dar ochenta guantás. Lo que yo quiero de ti es que lo veas, le hables y le preguntes qué se propone hacer. Porque Josefa es, como sabemos, una mujer que como persona y como madre está donde tiene que estar. Dile que piense que tiene un hijo que es un ángel de Dios. Tú ya sabes que al chiquillo yo lo conozco como nadie porque me paso las horas muertas con él, y por eso sé que tiene lo mejor de cada uno de mis cuatro hijos. Pese a sus pocos años ya se le nota que es fino, sensible, listo y que tiene vergüenza; ¡y genio, coño!, dijo el abuelo levantando otra vez la voz. Que no creáis que es un pelanas que por su corta edad se traga cuanto se le quiera decir.

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Antonio Rodríguez Aranda —Tranquilo, padre, tranquilo. Todos conocemos a José. Es cierto lo que madre dice respecto a que es noble, trabajador y con un corazón así de grande. Pero de voluntad le falta mucho y también le sobra mucho de apetencia por la buena vida. En fin, que sí, que lo veré y le hablaré en tu nombre, en el mío y... en el de su hijo. —Si te digo la verdad —arguyó el padre—, lo que temo es que haya alguna mujer por medio. —A esto contesto con tus mismas palabras: a tu hijo y hermano mío «le gusta to y el jamón». Cuando antes del viaje el padre se llevó al niño como hacía habitualmente cada sábado, Javi, entre otras cosas, le dijo que tenía que llevarlos a Sabiote en su coche, así como que las vacaciones las pasarían todos en la casa de los abuelos. A José esto le planteó un verdadero problema del que no sabía salir, sobre todo porque nunca había visto a su hijo tan insistente, pero a la vez tan razonable. —Anda, papi, los abuelos, Tilín y yo detrás, mami y tú delante. —Hijo mío, ya sabes que no puedo, tengo mucho trabajo. —Bueno, nos llevas, pasas el fin de semana y te vienes. Luego haces lo mismo con los otros fines de semana. —Pero es que este sábado no puedo ir, me es imposible, así es que os vais vosotros en el autobús y ya iré yo cuando pueda. —Tú no quieres juntarte con mamá, pero yo tampoco voy a estar allí solo porque mis amigos no querrán estar conmigo al ver que yo no tengo papá y ellos sí. —No puede ser, obedece y calla, dijo el padre terminante. —Es que no me comprendes ni me haces caso, pero Tilín si me comprende y me hace caso. Aunque él es un perro y no es mi papá, se lamentó el niño entre hipos y lágrimas. Con las mismas lágrimas se abrazó Javi a su Tilín cuando llegó a casa. Abrazado, le hizo partícipe de sus problemas mientras el perro le miraba con sus grandes ojos como si los comprendiera y quisiera resolvérselos. El viaje lo hicieron en la forma prevista, pero como Tilín no podía ir en el autobús se lo llevaron antes unos paisanos que de lunes a viernes trabajaban en Madrid en la obra. Al llegar a Sabiote encontraron al perro en el portal

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de la casa junto con la tía Ginesa y con un montón de parientes, vecinos y amigos que los esperaban con los brazos abiertos. Pero el niño aguantó poco tiempo los saludos y se marchó al parque con Tilín, en donde encontró otros niños a los que también conocía, y todos se alegraron de verlo y manifestaron interés en complacerlo. —Hola, Javi. —Hola. —Has crecido. —Es que tengo seis años, pero pronto voy a cumplir siete. —¿Hace mucho que no vienes a Sabiote? —Pues cuando tenía un año menos. —Ahora tienes un perro muy bonito. —Sí, es Tilín, me lo regaló el abuelo Ginés. —Te convido a pipas —dijo otro niño—. Vamos al kiosco de Rocío, que mira donde está. —Yo, en la tienda del Luís el Carbonero, que está en la Puerta de la Villa, te compraré también chuches y lo que quieras. —Tengo que volver a casa ya. Mi mamá me espera. —El año pasado no tenías hermanitos. ¿Ahora sí? —preguntó un tercero. —No, sólo tengo a Tilín. —Pero Tilín es un perro. Claro que contigo están tu papá y tu mamá, terminó el mismo. Mas Javi no contestó. Aprovechó que se le escapó el perro, se fue tras él, lo cogió y cuando llegaron a casa de los abuelos la madre estaba enfadada porque era tarde. Se habían ido ya los parientes y amigos y el abuelo veía Tele-Úbeda. La abuela puso la cena al niño, pero antes de sentarse a la mesa éste preguntó: —¿Cuándo viene mi padre? La madre, que entraba en aquel momento, dijo entre dientes: «Ya empezamos». Y en voz alta: —Ya sabes que está trabajando y que no puede venir. Pero insistió el pequeño: —Él siempre ha venido con nosotros, además, todos mis amigos de aquí viven con sus papás. Quiero llamarlo por teléfono. —No tenemos teléfono, tendríamos que ir a la cabina, pero ahora hay que acostarse.

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Antonio Rodríguez Aranda —Pues no me duermo, quiero que venga mi padre. El deseo de que llegara su padre se mantuvo en el niño como una obsesión esa noche y las siguientes. Pero, como la obsesión degeneró en un estado de ansiedad acompañado de fiebres y vómitos, aquello preocupó seriamente a la madre y abuelos, por lo que decidieron llamar al médico. El doctor que llegó era un hombre bastante joven que, por ser época de vacaciones, sustituía a uno de los titulares. Josefa justificó el hecho de no haber llevado a su hijo a la consulta aduciendo que su excitación nerviosa podría aumentar al verse junto a otros enfermos. El niño, por su parte, estuvo bastante receptivo ante la presencia del médico. Éste le hizo algunas preguntas de trámite y aparentemente le prestó poca atención pues, tras examinarlo ligeramente, le dio unas palmaditas, le dijo unas frases cariñosas y se salió con Josefa del dormitorio. Solos ambos, hizo a la madre preguntas concretas y directas tendentes a conocer el aparente estado neurótico de su hijo. Fue tan preciso que, en pocos minutos, supo mucho sobre la causa del estado del niño. Tras ello, dijo a Josefa algunas frases amables, le dejó una receta con medicación e instrucciones y quedó en volver a los tres días. Sin embargo, como al segundo día se presentó la madre en el consultorio aduciendo que el estado nervioso del niño y las fiebres habían aumentando, el doctor anticipó la visita. Lo hizo acompañado por una estudiante sabioteña que cursaba el último año de carrera y a la que, durante el trayecto que a pie hicieron desde el consultorio de la plaza de Alonso de Vandelvira hasta la casa de los abuelos de Javi, en el barrio de los Arenales, le explicaba: —La psicología infantil es terreno resbaladizo en la que hay que andar con pies de plomo, pero el problema de este niño es el de tantos otros cuyos padres viven separados, si bien en el presente caso se trata de un crío con una acusada hipersensibilidad y una gran atracción hacia todo lo que le rodea y ama. Él ha hecho de los suyos una especie de mecano, y como al mismo le falta una pieza fundamental, su juego se le ha venido abajo. Por eso lucha y se aferra incluso al perro, si no para sustituir, sí al menos para paliar la falta del padre; mas como en su fuero interno se da cuenta de que son cariños distintos, se revuelve ante la situación y entran en juego sus mecanismos de defensa. —¿Y cuáles son estos mecanismos? —preguntó la estudiante.

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—Realmente, al utilizar este término puede quedar la impresión de que el chiquillo está haciendo una maquinación impropia de su edad para lograr su objetivo. No. La cosa es más simple. El mecanismo consiste en valerse del medio que tiene a su alcance para lograr lo que quiere. O sea, no comer, no hablar, no salir. En una palabra, al obsesionarse con una idea la obsesión le crea la neurosis y la neurosis la fiebre. Así llegaron a la casa y, al llamar a la puerta, abrió Josefa. —Buenos días, doctor. —Doctor y... casi doctora. Ella es de este pueblo. —Ah, mucho gusto. Pasen por aquí. Antes de subir al dormitorio entraron en el cuarto de estar en donde añadió que el niño volvió a tener fiebre y que, como la noche anterior, no dejó de preguntar por su padre e incluso de llamarlo continuamente. Hoy, además, sigue insistiendo sobre los abuelos y sobre mí pidiéndonos que llamemos por teléfono a José a fin de que venga. Preguntó el médico: —Además de la fiebre y del estado de ansiedad, ¿usted observa en su hijo decaimiento, dolor, diarrea o algún síntoma anormal? —No, doctor, únicamente lo que le he dicho. A mí lo que más me preocupa es la fiebre, así como el hecho de que un niño, normalmente activo, se pase el día en la cama. En aquel momento entró el abuelo inquieto, nervioso y, sin apenas saludar, dijo: —Que sí, que viene, pero que si no voy yo por él y lo... —Bien —interrumpió el médico—, ahora subamos a ver a Javier. Con la madre pasaron al dormitorio y el médico dijo: —Hola, Javi, hoy te encuentro mejor. ¿A que no te duele nada? —No, contestó el niño escuetamente. —Pues tendrás que levantarte y salir a la calle a jugar con tus amigos. —No. —Entonces es que quieres estudiar en casa. —Estoy de vacaciones. —Pues yo no te receto nada, porque estás bien. Pero Javi dio media vuelta en la cama y dejó de hablar, con lo cual se dio por finalizada la visita médica.

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Antonio Rodríguez Aranda Dos días después el padre llegó, aparcó el coche en la puerta, subió directamente al dormitorio y, sin decir apenas nada a Josefa, dio un beso a su hijo. Pero el mismo, que en ese momento tenía un acusado proceso febril, se colocó en la cama boca abajo y empezó a llorar pausadamente; en tanto que el padre se fue hacia el balcón y limpió con el pañuelo sus lágrimas. Luego, se dirigió a Josefa y ella le habló quedamente, pero al subir la abuela continuaron la conversación en el dormitorio contiguo. Poco más tarde, Javi llamó a su padre y le habló con normalidad sobre su estancia en Sabiote y de sus amigos, así como preguntándole por el coche y por el viaje. Pero ni aquella noche ni las siguientes se quedó José a dormir en casa de sus padres. Se fue a la de su tía Ginesa, que era hermana del padre, viuda, sin hijos y con la cual tenía una gran intimidad, ya que medio lo había criado. Fue sin duda en base a esta confianza por lo que ella, a los tres días de la llegada, le habló con claridad diciéndole: —Tu eres un pendón y la que te llama por el telefonillo ese una pendona. Si te guardaras más yo no tendría por qué enterarme de lo que no quiero oír, pero lo haces a ojos vistas y una no es tonta. Porque, ¿qué te da a ti esa que no te dé Josefa? ¿Es que no ves cómo está tu hijo? —Anda, anda, que tú no sabes lo que es canela —le contestó José—. Además, si tanto oyes sabrás también que en la última conversación que tuvimos se oían las voces en Torremocha, dijo él marchándose. Javi a los dos días estaba como si tal cosa. La presencia del padre, el continuo contacto con sus amigos y con su perro, así como la proximidad de la feria, dieron ocasión a que «su mundo» se normalizara. Un día tía Ginesa lo llevó a la ermita del Santo y él, al verla rezar tanto, le preguntó la razón. Ella le contestó que San Ginés era muy bueno y que normalmente otorgaba lo que se le pedía con fervor El padre, por su parte, como hacía siempre que pasaba unos días en Sabiote, visitaba parientes y amigos, salía con unos y con otros y recorría calles, plazas y bares, tales como El Tenis, El Bar, La Coneja, La Chispa... Pero, aunque seguía durmiendo en casa de la tía Ginesa, solía comer en la de los padres y hablaba normalmente con ellos y con Josefa. Por las tardes, era frecuente verlo conversar con un cura sudamericano del que se había hecho amigo y que sustituía al párroco, que estaba de vacaciones, Cuando llegó el día de la Virgen, como bajaban al patrón San Ginés de la Jara desde la ermita a la iglesia parroquial para hacerle la novena, la

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madre, la abuela y tía Ginesa llevaron al pequeño para que viera la procesión. Y cuando la misma salía del Santo, al comenzar a tocar la música y los fieles a cantar, la tía se dio cuenta de que Javi movía los labios, mas, al preguntarle si es que cantaba, contestó que no, que rezaba «Jesusito de mi vida». Luego, al ponerse en marcha el trono vieron que el abuelo estaba en la otra fila, pero lo llamaron y se mudó a la de ellos. Más adelante, cuando los fieles giraron a la izquierda para tomar la carretera de las Navas camino de la parroquia (porque la calle de San Ginés estaba en obras), José, que se encontraba en la acera de enfrente delante de la tienda de Moro, se unió a los suyos tras dar un beso al niño y, como aquí se hizo una parada, Josefa quiso llevar a Javi a casa porque lo vio cansado, pero José dijo que lo llevaran los abuelos y la tía. Así lo hicieron éstos, por lo cual, cuando la procesión continuó el recorrido y vieron que José cogió del brazo a Josefa y muy unidos siguieron lentamente la marcha de la misma, sonrieron complacidos los viejos y el chiquillo.

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Los abuelos

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mi abuelo, que se llamó en vida Ginés del Rox Navarrete, siempre lo recordaré como el hombre más trabajador, animoso, ocurrente y listo que he conocido. Con él nunca había disgustos ni penas que duraran, pues tenía salero para resolver con rapidez cualquier situación que se le presentara por difícil y complicada que fuera, pese a que para ello tuviera que cantarle las cuarenta al más pintao, e incluso aunque de vez en cuando se le fuera la mano y le diera una guantá al mismísimo lucero del alba que se le pusiera por delante. El abuelo era el padre de mi padre, pero su mujer, que se llamó Martina Martínez Crespo y que también nació en Sabiote, no era madre de mi padre, ya que se casó de segundas con el abuelo y no tuvieron hijos. Mas mi padre y sus cuatro hermanas la quisieron siempre como a una verdadera madre, tanto por lo buena que era, como por lo compenetrada que estaba con su marido, pues parecían un haba partida por la mitad, ya que eran idénticos en caracteres, gustos, aficiones, generosidad, dedicación a los demás y todo lo bueno que se quiera añadir. Yo nací y me crié en casa de los abuelos, ya que mi madre murió a los pocos días de traerme al mundo y mi padre no se volvió a casar. Como además él andaba metido en el trato y en el chalaneo, estaba siempre de un sitio para otro y paraba poco en la casa de ellos, aunque sí utilizaba las cuadras y corrales para meter el ganado que compraba y vendía. Porque la casa tenía espacio para eso y para más, pues aunque el abuelo no era rico de nación, ya que, como acostumbraba a decir, había heredado de los suyos la noche y el día, compró de mocico una casa pequeña pero con mucho corral en la calle de la Muralla, en pleno Albaicín, y años después le añadió una vieja casona lindera que cambió por un piojarillo que tenía en Los Hoyos, con lo cual allí nos criamos todos, es decir, primero sus hijos y luego los numerosos nietos que vinimos al mundo. Pero es que, además, a la misma acudían como a su casa familiares y amigos de pueblos cercanos y cortijos, principalmente en la feria, Semana Santa y los días festivos más señalados. A la abuela Martina le gustaban todas estas reuniones familiares, así como que los nietos nos juntáramos allí con nuestros amigos. Era buena

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Antonio Rodríguez Aranda y generosa y nos daba para merendar tortas y hochíos, o nos freía por las mañanas aquellos inolvidables picatostes hechos en una gran sartén colocada sobre las trébedes, la cual ponía al fuego en el ruedo bajo del desván de la gran chimenea de su destartalada pero limpísima cocina. La recuerdo asimismo haciendo punto en los largos días del invierno, o zurciendo los calcetines junto a la lumbre o en el brasero de su mesa camilla, así como machacando o rajando aceitunas y aderezándolas en orzas y cuerzos, o bien haciendo aquellas matanzas de tres días de duración en las que comíamos pajarilla, tocino asado, morcilla de caldera y migas de chorizo, así como adobo del que se preparaba para conservar en orzas. Se aviaban también esas comidas que tanto nos han gustado siempre, como la higadilla, los sesos o la panceta, pues, como decía el abuelo, del marrano gusta hasta los andares. Pero no era sólo en los días de la matanza cuando la abuela nos ofrecía los platos, guisos y dulces que tanto nos gustaban a todos. Eran muchas las ocasiones en que nos convidaba a tomar los propios de la fiesta que se celebraba. Así, mantecaos y almendraos en Navidad, tuestes de garbanzos y trigo en San Antón, tortas de matalahúva en la Candelaria, hornazos y panecetes en Semana Santa, tortas cristinas y mostachones el día de la Estrella, arroz con conejo el de San Ginés y gachas los días de los Santos y de los Difuntos. Y hacía como nadie las migas, la gachamiga, los andrajos, el ajete, las mojabanillas, los papajotes, los potajes de garbanzos y arroz, la cocina de berza, las ensaladillas y el morrococo. Dejo para el final el cocido, que aunque estuviera viudo también me gustaba, así como los garbanzos mareaos, que normalmente nos ponía por la noche de los que quedaban del cocido del medio día. Salvo que fuéramos muchos, rara vez servía la abuela en la mesa grande. Normalmente usaba una chica que cubría con un hule que sacaba liado en una caña, a cuyo alrededor se sentaban los mayores, los cuales comían todos de la fuente que era colocada en el centro. A los pequeños, en mesa aparte nos ponía a cada uno un plato para comer, así como un vasillo con agua y unas gotas de vino para beber. No era corriente ver a la abuela en la calle. Le gustaba tomar el aire en su corral, en donde además de hacer conservas de tomate y pimientos en los veranos, siempre tenía macetas y plantas en un patinillo, mientras que en el grande, junto al ganado del abuelo y de mi padre, criaba pavos, gallinas, gallos y conejos que eran la base principal de los platos de do-

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mingos y días de fiesta. De las pocas veces que ella salía, recuerdo que una vez fue conmigo a un entierro de no muy grata memoria y al que después me referiré, así como que, de cuando en cuando, iba a misa con mis tías, aunque eso sí, nunca se perdía la del día de San Ginés o la de la Virgen de la Estrella. Pero aunque no era muy asidua a la iglesia, sí que era religiosa, sobre todo en su casa, en donde tenía escapularios, imágenes y estampas, a la vez que recibía con periodicidad distintas vírgenes y santos en pequeñas urnas. A la abuela le gustaba, sobre todo, su casa. Era tanto lo que le gustaba, que cuentan que, cuando murió, muy vieja ya para suerte nuestra, y sin mi presencia, para desgracia mía, las hijas mandaron llamar al prior porque ya tenía marcada la herradura de la muerte y estaba expirando. Mas el prior, después de encomendarle el alma y darle la extremaunción (porque ni siquiera pudo confesarla), le dijo a voces que tenía suerte porque en el otro mundo le esperaba con las puertas abiertas la casa del Señor. Pero la abuela, sacando fuerzas de flaqueza, le contestó con voz que apenas se oía: —Don Andrés, por muchas comparaciones bonicas que me ponga usted, como en la casa de una en ningún sitio. Como ya tengo años mis recuerdos son viejos. Los primeros coordinados proceden de tiempos en que siendo yo muy pequeño el abuelo me defendía de otros chiquillos, como ocurrió con el hijo de Bastián Peduende, que se metía conmigo y no dejaba que echara el pie a la calle ya que era mayor que yo, razón por la cual al contarle al abuelo lo que pasaba él lo arregló todo, ya que un día lo esperó cuando salía de la escuela, y delante de mí le dijo: —Peduendillo, ten cuidao con lo que haces y no joas, que como te sigas metiendo con mi nieto me bajo de la borrica, me voy pa ti y te sacudo en las costillas un samugazo que te baldo. Me acuerdo asimismo del final de la Guerra Civil y de después, pero muy poco de los tiempos de aquella contienda, salvo de alguna escena que otra, como la de aquel personaje singular del que me asustaba porque llevaba un gran sable colgado al cinto que arrastraba por el suelo. Era Lucas, de mal nombre Chanfle, el pregonero local durante la guerra, al cual cuando acabó la misma dejaron en su puesto las autoridades entrantes, por lo que él, agradecido, terminaba siempre sus pregones diciendo: «... y arriba España, que Lucas se ha quedao puesto».

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Antonio Rodríguez Aranda Pues bien, por aquellos días a mi abuelo lo metieron en la cárcel como a tantos otros, pero lo único que hizo es que durante la guerra había sido ayudante del encargado de alojar en el pueblo a las numerosas familias que llegaron a Sabiote huyendo del frente. Por ello salió pronto, pero cuando dejó la habitación lóbrega y oscura en la que estuvo encerrado, yo, que iba a una escuela cercana a la cárcel, tuve ocasión de entrar en ella y ver unos versos que dejó escritos en la pared. Aunque por mi corta edad leía poco y mal, los aprendí de memoria y todavía no se me han olvidado del todo. Decían así:

Siquiera por compasión,

deben ustedes mirar

que aquí donde yo me encuentro

no me merezco el estar.

Me encuentro con muchas pulgas,

muchas chinches y ratones,

y también me encuentro a oscuras

y sin comunicaciones.

Después seguía algo que ahora no recuerdo, pero sí las estrofas finales:

Que el hombre que nada teme,

no es justo que luego pague

lo que otro se comiere.

Estos versos y el hecho de haber estado el abuelo en la cárcel me impresionaron profundamente, ya que yo no comprendía que un hombre que para mí era el mejor del mundo pudiera haberse visto en esa situación. Razón por la cual yo consideraba malos a los que entonces mandaban, máxime cuando un hermano del abuelo, hombre hosco, taciturno y para mí antipático porque nunca me hablaba, ocupaba cargos importantes, ya que fue concejal, jefe de escuadra y después juez. Así es que todo esto hizo que, pese a mis pocos años, me convirtiera en un escéptico de la política y no me apuntara a los balillas, ni a los aspirantes ni a nada, aunque, como decía la abuela, todo depende de las personas y no de la política, pues sinvergüenzas hay en un bando y en otro, y entre los que mandan también los hay honestos y buenos cristianos, así como antes los hubo y ahora están encerrados. Poco después de hacer la primera comunión, la abuela Martina quiso que yo fuera monaguillo. Creo que lo hizo como forma de que pudiera ha-

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cerme cura y tuviera una carrera sin gastar, pero como nunca me ha gustado vestirme por la cabeza y, por otra parte --también tengo que reconocerlo--, siempre he procurado sacar un real de donde lo haya, vi que de mi nuevo «oficio» iba a conseguir poco, salvo que nos dieran algo en bodas y en bautizos o bien los dolientes de los entierros de primera, pues poco podíamos esperar de los de segunda, ya que, como dicen eso, la caballería se pasa y la infantería no llega, además de que el dolor escondía la generosidad por la cuenta que les traía. En los entierros de tercera o pollares, bastante tenían los pobres difuntos con morirse, pues normalmente iban en la caja de las ánimas, lo que quiere decir que ésta era un medio de transporte ya que desde la misma los echaban al hoyo y quedaba preparada para esperar al siguiente. Por todas estas razones, y ante el incidente que tuve en el entierro que antes dije con cierta persona, me vi obligado a dejar el «cargo». Pero voy a explicar esto del incidente para que luego no se interpreten mal las cosas. En aquellos tiempos existía la costumbre de despedir los duelos, cosa que en el pueblo siempre venía haciendo cierto seglar del que decían que tenía buen pico y poco seso. Y un día en que yo balanceaba el incensario junto al cura en un entierro (de primera, por supuesto), este hombre dijo unas palabras en honor del difunto tan bien dichas que hasta a mí se me saltaron las lágrimas. Más o menos, aunque yo no sabría expresarlo como él, dijo que en este mundo somos todos como los higos de las higueras, que cuando menos lo esperas lo mismo cae el pelote que el maduro, y luego calentó el ambiente con su verborrea añadiendo que el difunto fue un patriota modelo y un contribuyente ejemplar, dueño de tan grandes propiedades en el término que sin duda tendría en el otro mundo la gloria que ya tenía en éste. Cuando acabó con un «he dicho», la gente estaba hipando y mi abuela, que se encontraba entre las mujeres, entusiasmada por lo que había oído tan bien expresado, dijo como en un susurro: —¡Qué boca tan rebién puesta, si tuviera otra cabeza! Y el otro, pese a la distancia, la oyó y, enfurecido, se volvió mirando hacia el público y dijo: —¿Quién ha sío esa tía pelleja? Yo, al oír la ofensa, con la misma rapidez le di tal golpe en la cabeza con el incensario que lo descalabré y, claro, el jaleo fue impresionante, pero como a la abuela le dio un tabardillo yo pude escapar. Luego aproveché esta ocasión para terminar mi relación «laboral» con la Iglesia.

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Antonio Rodríguez Aranda No es porque yo lo diga, pero la verdad es que fui un buen punto en la escuela. El maestro que decía de mi decía de mí que era aplicado y listo, siempre me distinguía entre los demás por ser el primero que hacía las cuentas y el dictado, así como los deberes que me ponía para la casa. Razón por la cual creo yo ahora que me perdonaba las tropelías que hacía a la hora del recreo, pues era raro el día en que no descalabrara o lisiara a alguien, sobre todo en los juegos, pues en aquellos tiempos los juegos de los chiquillos no eran como los de ahora, en que con la televisión se pasan las tardes en casa o, si salen, se ponen a jugar a «la rueda de las patatas». Entonces nuestros juegos eran más variados y divertidos, pero también mucho más violentos, pues, si jugábamos a «la rueda», no era a la de las patatas, sino a la del alpargate, en la que tan pronto te descuidabas te habían soltado doce o quince alpargatazos en el culo; y corriendo atravesábamos varias veces el pueblo con el juego de «la liga», o en las esquinas lo hacíamos a «los marrios»; y saltando, lo hacíamos a «la chicha» y a «la pie maisa». Asimismo, en los laderos nos deslizábamos velozmente sobre nuestro pobre calzado jugando al «patín», y en «los huevos de Rus» le baldábamos las costillas al que nos dejábamos caer sobre él; en «levántate, puta vieja», muy fuerte tenía que ser el contrario para soportar el peso de varios de nosotros; y jugando a «la taba», si al echarla salía hoyo, te breaban la mano con el nudo de un pañuelo. Otro juego duro era «la pita», pues al que perdía se le enterraba un pie como castigo, en tanto que los demás le golpeaban las espaldas con el romo, a la vez que cantaban:

Pita repita,

quien te ha enseñado

jugar a la pita,

la tía Tirita...

Así, con ritmo cansino y monótono se repetía la canción hasta que el pobre que cumplía el castigo lograba sacar el pie. En la escuela pública estuve hasta que me sacó el abuelo. Él, aunque siempre quería lo mejor para mí, no consideraba los estudios cosa fundamental, pero la abuela sí, por lo cual me metió en una escuela de pago y, como ya sabía leer y escribir bien, así como las cuatro reglas, amplié los estudios y aprendí gramática y geografía; de matemáticas, sobre todo la regla de tres y problemas de cálculo, aligación y falsa posición. También aprendía lecciones de memoria y leía los libros que había entonces en las escuelas, que eran La

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Enciclopedia, El Catón, El Camarada, Lecciones de cosas y Glorias imperiales. Pero a la vez me empiqué en las novelas y, cuando no las alquilaba en el quiosco que había en el paseo bajo el tablao de la música, las compraba si podía o bien me las prestaban. Las que más me gustaban eran las de El Coyote, que leí casi todas, así como las que describían el argumento de películas famosas, como Currito de la Cruz, El prisionero de Zenda o Carmen la de Triana. Toda esta afición, así como el buen manejo que siempre di a la pluma y al tintero, unido al tiempo que la abuela me tuvo en la escuela, hizo que me destacara entre la mayoría de los amigos y que incluso con el tiempo me consideraran una persona culta. Después de todo esto que acabo de contar, estuve con el abuelo en el campo y en sus trapicheos, porque, como él decía, con las finquillas que tenía no hubiera podido salir adelante de no haberse ayudado con otras cosas, como la compra, venta y cría de cerdos, cabras y ovejas, así como trayendo fruta con su borrico Peseto de huertas alejadas, pero famosas por su calidad y buen precio. El burro, aunque sea mala comparación, tenía el genio que el abuelo. Éste, hablando de lo ágil y ligero que era, decía que una vez que venía de Jimena de por una carga de peras se le ocurrió darle un palo en el culo, y qué trote cogería el animal, que él, que llevaba un pedazo de pan en el bolsillo, se lo tuvo que comer solo. El abuelo tenía un aparcero con el que hacía las labores del campo poniendo cada uno su mulo, pero a las olivas, como él decía, les daba «leche merengada», con lo que quería expresar que las cuidaba de forma especial e incluso con mimo, sobre todo a las estaquillas que son las olivas pequeñas. A mí siempre me sorprendían las diversas denominaciones que en mi pueblo dan a este árbol. Para empezar diré que siendo su nombre olivo se le llama «oliva», tal vez porque lo femenino sea más dulce. A la misma, antes de hincarla en el suelo, se conoce como «plantón»; al ponerla y hasta cierta edad y tamaño, «estaquilla»; luego, «estaca», y cuando el árbol está formado, «olivo» u «oliva» (aunque en realidad según el diccionario el olivo es el árbol y la oliva o aceituna el fruto). Pero a lo que vamos: según la calidad y situación, a la oliva buena se le llama «maceta»; a la mala «ahorcaperros»; la que se planta fuera del hilo, «choto», y la nacida de otra cortada o arrancada, «hija puta». En lo que se refiere al cultivo de las olivas, el abuelo participaba personalmente en las labores. Él las araba, las binaba, les cavaba los pies, las

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Antonio Rodríguez Aranda deschuponaba y las cortaba. Y lo que constituía un verdadero rito en el que participaba toda la familia era la recolección de la aceituna. Cuando ésta empezaba, cualquier actividad de otro tipo se paralizaba en el pueblo entero, pues, además de los agricultores, los albañiles, carpinteros, tenderos, herreros y algún oficinista que pudiera haber dejaban su trabajo y cogían su aceituna. De por sí la recolección es un trabajo alegre que atrae a todos, seguramente por aquello que decía la abuela de que en el tajo se pierde hasta la vergüenza. Y es verdad, ya que entre bromas y veras se habla de todo lo divino y humano, pues normalmente se reducen al mínimo los prejuicios y reservas que se tienen en la vida corriente. Esto es lo que le ocurría a mi tía la mayor, que normalmente era tímida y reservada pero en la aceituna se le encendía la boca y se le ponía como un rayo. Dicho sea de paso, lo mismo le ocurría en las romerías, pues a todas iba con sus hermanas: a la Virgen de la Cabeza, a Santa Rita, a la Estrella, al Gavellar y a Tiscar. Mis cuatro tías siempre las primeras y la mayor la más atrevida para dar vayas, es decir, burlas o bromas a otros romeros que a veces son sangrantes, sobre todo si pertenecen a pueblos distintos al nuestro. Pero, pasaba la fiesta, mi tía volvía a parecer una mosquita muerta, a ponerse su ropa negra y sus medias de hilo tonto, aunque era lo cierto que, como decía la abuela, parecía ermitica y era catedral. Ginesico, como se deduce de lo que vengo diciendo, era querido y respetado por todos, y su forma de ser siempre fue estimada por vecinos amigos y parientes ya que tenía un genio chispeante y vivo y además era bromista. Así, se decía y era verdad, que cuando mis cuatro tías estaban novias, raro era el día en que al llegar el abuelo a casa no hubiera alguna platicando en la puerta o en la ventana con el novio correspondiente. Como entonces éstos no entraban hasta que se celebraba el sí, es decir, la petición formal que se hacía a los padres de ella y en el que la misma daba su aceptación, ocurría que el novio de turno se retiraba prudentemente ante la presencia del futuro suegro, mas cuando éste lo veía demasiado cerca, se agachaba, cogía del suelo una piedra de regular tamaño y le amenazaba diciéndole: —Más lejos, coño, más lejos. Con lo cual el pobre novio, sobre todo cuando era principiante, ya os podéis figurar cómo corría. Otra cosa que caracterizaba al padre de mi padre era su forma de hablar. Quiero decir con esto que hablaba mal y que él, siendo el primero

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que lo sabía, por aferrarse a sus costumbres no mejoraba. Así, decía, por ejemplo, acendría por sandía, naide por nadie, abuja por aguja, ende por desde, decéis por decís, etc. Otras veces utilizaba términos anticuados, poco usados o erróneos, por lo que mi tía la menor y yo, para reírnos, pusimos en boca suya lo siguiente: —Ya tenía yo medio indirgaó aquello, cuando guipé a uno que venía muy averaó y me enjaretó una bleciqueta ejoberná que metió adrento. Yo entonces le iba a dar un pelfón, pero me entró regomello, por lo cual él se fue efarrao y no lo vide más. Luego, cuando transmitíamos esto a él en persona, nos decía que nos metiéramos en lo nuestro, porque él hablaba como le salía de sus esos. Pero el abuelo, además de ser un hombre desenfadado, alegre y a veces bromista, era también un hombre de pelo en pecho, un tío bragao cuando las circunstancias lo requerían. Así ocurrió en una ocasión en que mi padre hizo un mal trato, ya que cambió un muleto de regular marca, aunque de buen pelaje, por una borrica hermosa y bien presentada, pero que después resultó que tenía hormiguilla. Aunque se demostró el engaño, ya que el dueño de la borrica ocultó el defecto, éste no quiso deshacer el trato, por lo cual aquello sirvió de disgusto y mi abuelo se llevó un berrinche, no ya por el valor, sino porque mi padre era su ojito derecho y profesionalmente quedó mal, pues le dieron gato por liebre. Ginesico entonces, aun sin querer manifestarse como defensor de su hijo, un día, haciéndose el encontradizo con el fulano, le espetó medio en broma: —¿Cuántos cornudos hay en tu calle sin contarte a ti? A lo que el otro, creciéndose, le dijo que a él nadie le decía eso y que estaba dispuesto a romperle la cara por mucha edad que tuviera. El abuelo entonces le hizo ver muy finamente que no por la pregunta que le había hecho lo consideraba cornudo, pero le presentó sus excusas. Sin embargo, como el otro se siguió flamenqueando tomó otra actitud, y fue que cogiéndolo del pechillo lo apartó del corro que se había formado y le dijo: —Ahora te lo voy a decir de otra forma: contándote a ti, ¿cuántos cornudos hay en tu calle? Después le habló con tranquilidad, pero lo asustó con dar parte a la justicia y consiguió deshacer el trato, así como que mi padre se llevara el muleto y le devolviera la borrica.

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Antonio Rodríguez Aranda No es que con todo esto quiera yo decir que el abuelo era interesado, lo que no admitía es que sus hijos perdieran. Que no lo era me consta a mí, aunque él aparentara otra cosa. Recuerdo que sus amigos, como pese a su edad lo veían siempre en constante actividad, le aconsejaban que disfrutara de la vida, que se olvidara del trabajo y que se gastara el dinero en lo que más le gustara. A lo que él solía contestar con ironía: —¿Y en qué leche me voy a gastar yo un duro que me guste más que el duro? Pero la integridad de Ginés del Rox se puso de manifiesto cuando su tercera hija se propasó con el novio y atropelló la ley. Entonces, lo normal en estos casos era tratar a las que se adelantaban con gran rigor y casarlas medio en secreto, a hora temprana y sin invitados. Eso si no las templaban también. Pero el abuelo fue diferente, pues se tragó su disgusto al enterarse, y después la abuela y él llamaron a la hija, le mostraron su cariño y prometieron ayudar a ella y a su futuro marido. Más tarde recibieron a los que iban a ser sus consuegros, concertaron la boda y la celebraron luego sin lujo, si bien con prudente asistencia de familiares y amigos. Pero lo que son las cosas. Aunque los abuelos gozaban de grandes simpatías en el pueblo, bastaba que la hija hubiera tenido un desliz para que alguna gente se alegrara. Eso pasó con la señora Sinforosa, una vieja huesuda, alta, beata y rica que se dejó decir que con las libertades que tenían mis tías no era raro que pasara lo que pasó. Mas como llegó esto a los oídos de la abuela, aunque ella siempre estaba en su sitio y era comedida en el hablar (pues como decía el abuelo tenía la gramática en la lengua), cuando de la defensa de sus hijas se trataba era como una loba y, como además conocía los antecedentes de cada persona del pueblo, esperó a la beata cuando ésta volvía de misa mayor con su vestido negro y su manto hasta los pies, la abordó entonces y lo menos que le dijo fue pringue zorra. Tras zarandearla a modo, le espetó: —Además, antes de hablar de mi hija recuerda que tú también lo hiciste, pero con la diferencia de que tú eres una marrandusca, en tanto que mi hija lo ha hecho con mucha honra y mucha vergüenza. La señora Sinforosa era un personaje singular. Como tenía la lengua tan perjudicante el pueblo entero le guardaba el aire pero, por lo mismo, cualquier cosa mala que ocurriera se lo achacaban a ella, lo hubiera hecho o no, o lo hiciera con idea o sin idea. Sin idea dijo ella que actuó en

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un lío en que la metió su criada Rosa la Macarena, que era y sigue siendo una chungona. La cosa fue que un día en que ésta volvía de la compra se encontró a dos gitanos largos y secos que le pidieron una ayuda, a lo cual ella les dijo que pasaran a la casa y que se la daría su señora. Al entrar, la señora Sinforosa preguntó desde arriba a Rosa que qué traía, a lo que ella contestó con guasa que unos gitanos de buena pinta. El ama creyó que se trataba de boquerones gitanos y, sin bajar, le dijo a la muchacha: —Saca lo que has comprado y lo metes en la despensa. Y a los gitanos les quitas las escamas, les sacas las tripas, los descabezas y los pones en remojo por si son muy salaos. Como los gitanos venían andando desde muy lejos y sin comer, al oír lo que ellos creían que se lo decía por guasa dijo el más alto a grandes voces y de mala forma: —Oiga usted, zeñora: a nosotros no nos importa que nos quiten las escamas, porque bastante escamaos estamos desde que la venimos oyendo. En cuanto a lo que dice de las tripas, pocas nos quedan según se está poniendo la vida. Que nos quiten la cabeza, tampoco nos importa mucho, porque pa lo que estamos viendo de poco nos sirve. Pero, si quiere usted remojar a alguien, remoja usted a su puta madre que será más salá que su hija, porque lo que es a nosotros no hay Dios que nos meta en el agua aunque estuviéramos sin comer el tiempo que nos queda de vida. Y dando un portazo se fueron. Las que sí eran más malas que un rayo y más falsas que el alma de Judas eran las tres hijas de la señora Sinforosa y de su difunto marido Bernardo Zapata, a quienes llamaban las Zapatonas por su procedencia. Éstas, cuando lo de los gitanos, como en el pueblo sacaron cantares y las mismas los atribuyeron a mis tías, las pusieron como hoja de perejil y juraron y perjuraron que en la primera ocasión que tuvieran oirían de su boca lo que no querían oír. La ocasión se le iba a presentar con motivo de una boda a la que las dos familias estaban invitadas: la mía, por parte de la novia, y ellas y su madre por parte del novio. Por lo que yo oí, la novia y su familia estaban aterradas pensando que les iban a aguar la fiesta. Y como también mis tías creyeron que se iba a armar un buen escándalo, el abuelo tomó cartas en el asunto y tranquilizó a unas y otras asegurando que no pasaría nada. Así fue, pues cuando (como él contaba después), antes de empezar el banquete de la

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Antonio Rodríguez Aranda boda, o sea, la «corrida», las tres hermanas miraban desafiantes al «tendido» y parecían pedir permiso a la «presidencia» para empezar la «faena», el abuelo, con mucha cortesía y comedimiento se acercó a la mesa de ellas y, tras saludar a las sorprendidas madre e hijas, preguntó a la mayor: —¿Te has casao ya? —No, contestó atónita la solterona. —¿Y cuántos hijos tienes? Después lo hizo con la mediana, que también era soltera. —¿Tienes ya hijos? —No. —¿Y qué haces para que no vengan? Y terminó con la tercera, que estaba casada. —¿Tienes hijos ya? —Sí, contestó la otra altiva. —¿De quién? No hay que decir cómo se quedaron la madre y las hijas y lo bien que lo pasaron cuantos oían el interrogatorio, más aún cuando el abuelo, para rematar la «faena» con una buena «estocá», dijo a estos últimos, pero de forma que lo oyera toda la concurrencia: —Estas tres jóvenes que aquí veis son muy decentes y muy cristianas. Me contaron que una vez le preguntaron al cura que si por el hecho de ser tan religiosas las nueve de la noche era buena hora para estar en la cama. A lo que el cura les contestó que sí, porque de esta forma a las once podrían estar en casa con la familia. Mi abuelo era como he dicho, pero su segundo hermano, el político, tenía menos gracia que un pavo al trote. Aquél, hablando de él, decía siempre: «De la misma madre y con distinto encuadre». Y era verdad, porque yo nunca he visto un hombre más cabizbajo, roñoso, inoportuno, reservado y desconfiado. Era de esas personas que nunca están contentas con nada. Sin embargo, el hermano menor se parecía mucho al mayor, sin duda porque se crió a su sombra. Para poner de manifiesto la diferencia de caracteres existente entre los hermanos, contaba el menor que cuando el segundo se quedó viudo le faltó tiempo para buscar nueva mujer, mas, como era así, siempre que pretendía a alguna, ya fuera mocica o viuda, tenía las calabazas aseguradas. Pero el abuelo intervino y apañó el noviazgo con la hermana de un tratante de la

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Torre, mujer de pocas carnes y entrada en años, si bien buena y hacendosa. La verdad es que la cosa salió bien, ya que todos tenían sus motivos para que el matrimonio se celebrara: el novio porque quería mujer que lo apañara; la novia para no quedarse a vestir santos; el abuelo porque se quitaba el engorro y la pesadez de su hermano; el tratante, porque como tenía muchas bocas que tapar, eliminaba así una. De esta forma, un día, cuando ya estaba el noviazgo formalizado, los dos hermanos, el mayor y el menor, fueron a cumplir el trámite obligado de hacerle saber al tratante que los novios se querían casar, y éste, además de atenderlos como correspondía, los convidó a roscos y a una copa de vino dulce. Cuando volvieron al pueblo encontraron al novio que los esperaba sentado en el escalón de su puerta, pero al decirle que todo se había desarrollado bien y que podía estar contento ya que se llevaba una mujer buena y de su casa, el otro, que nunca estaba contento con nada, les dijo: —Sí, pero las vuestras están más hermosas. A lo que el abuelo, con su característica rapidez le contestó como una escopeta: —También estamos más expuestos. De nuestro abuelo siempre recordaremos la parte graciosa y festiva que tenía cuanto contaba, y que, cuando menos, despertaba una sonrisa, aunque la mayoría de las veces era una sonora carcajada. Sin embargo, si alguna vez se ponía serio había que echarse a temblar, aunque cuando las circunstancias lo requerían era tan sensible como el que más. Pero nunca olvidaremos el ejemplo admirable que nos dio con ocasión de su muerte. La de la pícara guadaña, como él acostumbraba a decir, se le presentó de pronto, ya que incluso en la mañana del día de su fallecimiento cerró el trato de un caballo percherón que compró a un gitano que, por cierto, lo lloró después como seguramente no había llorado antes a su padre. La cosa es que, tras el trato, se fue al campo con el caballo y trajo las aguaderas llenas de amapoles para los conejos. Luego, al llegar a la casa se sintió mal, y ya en la cama mandó llamar al médico, después al notario y finalmente al cura. Así arregló (como él decía ya medio traspuesto) lo del cuerpo y lo del alma. Mas para morir ni le entró el sarrillo, ni boqueó, ni la espichó como otros muertos, o sea, meneándose más que un flan o haciendo más guiños que un mono, pues se puso hasta bonico para entregar su alma

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Antonio Rodríguez Aranda a Dios, lo cual hizo en su cama de matrimonio que la abuela y las tías le habían puesto como un altar, con sus dos colchones de lana, las sábanas muy blancas con festones en el embozo y dos almohadones bajo su cabeza que apenas movía, mientras que con sus manos tenía cogidas las mías y a su alrededor lloraba toda la familia junto a la abuela Martina que estaba en la cabecera. Cuando los hipos de las tías sonaron ligeramente y alguien dijo que callaran, el abuelo torció la cabeza, abrió ligeramente los ojos y preguntó con voz apenas perceptible: —¿De qué leche habláis? Poco después entregó su alma a Dios.

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El tío refranes

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os suyos lo llamaban Paco, pero en el pueblo era conocido por el tío Refranes por la sencilla razón de que no decía diez palabras seguidas sin decir un refrán. Y como en los corrillos de la Puerta de la Villa, en el parlamento de la Casa Grande o en los carasoles de la muralla era, además, un buen conversador, todos lo oían con interés. Que siempre fueran sus refranes los más apropiados o que los dijera en el momento oportuno, eso hay que ponerlo en duda, pero si se lo preguntáis a él os dirá que «palabras de buen comedimiento no obligan y dan contento». Cuando en Sabiote se empezaron a cobrar las pagas de la Seguridad Social, que entonces eran de cuatrocientas pesetas al mes, Paco Refranes se fue a Úbeda en la alsina a gestionar la suya, y al hacerle en la oficina la ficha dijo que se llamaba Francisco Sánchez de la Cruz, que había nacido en Sabiote el 11 de abril de 1888, que era soltero y del campo, así como que habían muerto sus padres y que no tenía hijos. Al preguntarle la razón de solicitar la paga, contestó que «la ocasión la pintan calva»; al decirle que si la necesitaba, respondió que «los duelos con pan son menos» y, al interesarse por su estado civil y la razón de permanecer soltero, dijo que «el buey suelto bien se lame». Después, al volver al pueblo, si alguno le anticipaba la enhorabuena, él decía que «hasta la era to es yerba». A quien le insinuaba que si hubiera esperado y cotizando más podría ser luego la paga mayor, respondía que «sabe más el loco en su casa que el cuerdo en la ajena». Si le decían que con la paga las mujeres lo iban a mirar con mejores ojos, él les soltaba «tanto tienes tanto vales». Al cobrar finalmente la paga (que por cierto la pagaban entonces en correos porque el pueblo no tenía cajas ni bancos), tío Refranes volvía a su casa por el Arrabal alto todo contento con los billetes en la mano y diciendo a grandes voces: «Cuatro billetes como cuatro pellejuelos. Pa que luego digan que el gobierno es malo». Las vecinas, que lo veían satisfecho, lo miraban complacidas y se alegraban de su suerte. Cuando se enteró de lo sucedido Juana la de la Ventilla, dio así después su versión de los hechos:

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Antonio Rodríguez Aranda Yo estaba en la cocina aviando de comer y me dice mi nena: -Mama. -Digo qué -¿Te has enterao?. -Digo¿de qué? -Cucha, ¿no lo sabes?. Que al tío Refranes le ha venío hoy la paga y tiene la casa llenetica de gente. Y yo le dije a mi nena: ¿Sabes lo que te digo? Pues a ver hija mía, que si le preguntas a él te dirá que »al que cierne y amasa de to le pasa», y es verdad, porque cuando se ponía en la Puerta de la Villa pa que le avisaran a trabajar nadie le decía malos ojos tienes, pero ahora, con ochenta duros cada mes que pase, es más que si tuviera ochenta olivas y cuerda y media de tierra. Y eso llueva o no llueva. Un rato después llegó a su casa una vecina y le dijo: —Bendito, no lo vas a creer. ¿Sabes lo que ha dicho Refranes tan pronto tuvo los dineros en el bolsillo? Pues que lo primero que va a hacer es comprar un marrano, porque en su casa no se ha matao desde que vivía su abuelo. A lo que Juana contestó: —Pues mira, lo bien hecho bien hecho está. Antes no podía, pues a jorobarse toca. Ahora puede, pues con su pan se lo coma. En esto se presentó Paco Refranes: —Buenos días. —Buenos días. —De seguro que estáis hablando de mí. —De ti hablamos —contestó la Juana—, pero tú con los pobres no te querrás tratar. —Mujer, siempre hubo pobres y ricos. Y aunque también siempre se ha dicho que «cada oveja con su pareja», por mí no retiraros que «quien a buen árbol se arrima buena sombra le cobija». —Es que cuatrocientas pesetas son muchos dineros, dijo otra. —Pues ya ves, ochenta duros y en reales mil seiscientos, terció un viejo que se acercó al grupo. —Pero un mes y otro mes... —Tos los meses —dijo Refranes—. No te digo más porque «al buen entendedor con pocas palabras basta».

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—Pero a ver, que te habrás tenío que menear, porque los dineros no llegan solos, le dijo de nuevo Juana. —«Zorro que duerme no caza». —Ahora ya puedes decir que eres rico. —«Rico es quien no debe y vive como quiere». —Pero eso sí, que estás más solo que la una. Si te hubieras casao... —Si me caso, una de dos: «rico con rica» o «borrico con borrica». —Entiéndeme, hombre, lo que yo quiero decirte es que en tu casa nunca ha entrao una peseta detrás de otra, y ahora, pase lo que pase tienes la paga dentro sin echar el pie a la calle. —«Rica es la casa en la que sólo uno gasta». Intervino Ana la Morilla y hablaron de esta suerte: —Ahora lo que tienes que hacer es buscar una, casarte y quitarte de en medio, que falta te hace. —«Agua que no has de beber, déjala correr». —Nosotras lo que te decimos es que pares el agua y la bebas, así como que poco a poco vayas madurando tu felicidad. —«Con un tentón y otro tentón se va madurando el higo». —Pues hazlo, que aunque sea con trabajo a lo mejor lo consigues. —«Al que algo quiere algo le cuesta». —Que se note hombre, que en este pueblo tienes mujeres buenas y hacendosas, pero hay que saber donde están y sacarlas. —«Zorras en zorrera el humo las echa fuera». —Hijo, que va a parecer... —No te pongas en eso mujer, que lo que yo quiero decir es que «de los muchenta pa arriba, no te mojes la barriga». —Pero tú estás de buen ver y ahora hasta con dineros. —Que bueno, que tú y las demás lo que queréis es que me case. Pero dice el dicho que «dos gorriones en una espiga hacen mala miga». Y otro que «con marrano y mujer más vale acertar que escoger». Y, por último, que «entre el amor y el dinero lo segundo es lo primero». Pero lo que yo digo es que ahora que tengo posibles lo que quiero es disfrutarlos. Y me callo, porque luego dicen que en Sabiote to se sabe. A Paco Refranes se le metió entre ceja y ceja lo de matar el marrano y la verdad es que puso en práctica la idea antes incluso de cambiar el primer

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Antonio Rodríguez Aranda billete de su paga, pues llegó a un acuerdo con un amigo torreño que criaba una buena piara de cerdos en lo alto del Barrero e hizo el trato, pues por veintiséis duros se trajo uno de cinco arrobas escasas. Pero como durante el mes largo que tuvo el animal en su casa nunca lo echó a la vez, sino que lo que hizo fue encerrarlo en la zahurda de su corral y cebarlo bien, cuando llegó su San Martín el animal estaba gordo, por lo cual llamó a los mataores y preparó la casa y los avíos. La vivienda era pequeña, pero tenía lo preciso para hacer en ella la matanza. O sea, un portal con su agujero en el techo para pasar la soga, poner el camal y colgar el marrano ya abierto, así como una mesa en donde sería sacrificado y una artesa para pelarlo. Más adentro estaba la cocina, que era una hermosa estancia con chimenea de ruedo bajo en el que cabía bien la caldera para hacer las morcillas, así como espacio más que suficiente para embutirlas con el arte, poner la máquina de picar la carne y colocar a la vista el «testamento», así como las demás cosas necesarias para la matanza. Tampoco tuvo Paco que llamar a matanceras que cobraban, ya que se apañó con su hermana Braulia y con la hija de ésta, Loles, ojito derecho de su tío y mociqueja de unos dieciocho años, de mediana estatura, morena, hermosota y alegre como un cascabel. Pero lo que le ocurría a la Loles por aquellos días es que tenía mal de amores; mas, eso sí, en lugar de ponerse lánguida y ñoña como les pasaba a otras, se le subía el nervio como decía su madre, y entonces hablaba más de la cuenta, trabajaba como ninguna y siempre estaba bien dispuesta a lo que le mandaran, si es que no era ella la que mandaba a las demás. Su problema era que estaba novia desde hacía algún tiempo con Carlos, a quien llamaban Carlillos, y que de éste se decía últimamente que se estaba entendiendo con una que conoció en la espiga y que le había sorbido el seso. Así las cosas, como Refranes quería mucho a la sobrina, dijo que «los primeros amores si no se logran dejan siempre recuerdo en la memoria», razón por la cual llegó a la conclusión de que lo mejor era arreglar aquello en la primera ocasión que se le presentara. Los mataores llegaron una fría mañana de diciembre y, tras sacrificar el cerdo sobre la mesa, pelarlo en la artesa y colgarlo utilizando el camal, lo dejaron así para que se enfriara en tanto volvieran al día siguiente a trocearlo. Mientras, para hacer las morcillas las mujeres prepararon la sangre y las entrañas; y al otro día pusieron en el fuego la caldera con agua, así

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como los apaños. Le echaron también la cebolla que habían picado junto con sal y arroz, y lo dejaron todo cocer para posteriormente moverlo con el paletón durante un tiempo a fin de embutirlas después con el arte. Además, hicieron asimismo los llamados morcones, que son una especie de morcillones grandes que se embuten a mano en tripas gordas del mismo cerdo. Paco dijo a las mujeres que, como es costumbre, en el tercero y último día de la matanza (y una vez que se embutieran las butifarras, morcillas blancas y chorizo, a la vez que preparaban para ser salados los jamones y las espaldillas), hicieran la pajarilla a fin de invitar a cenar a unos amigos. Respecto a los amores de la sobrina, el tío fue tirando de la hebra y llegó a saber que la otra tenía más años que Carlillos, que se conocieron en un cortijo al otro lado del río con ocasión de un botifuera y que desde entonces el muchacho estaba loco por sus andares. Pero, investigando y hablando con éste y con aquél, se enteró también de que ella no era trigo limpio, ya que andaba con unos y con otros y, como le dijo un amigo que labraba por aquellos contornos, «estaba más tentá que el ramal de una botija». Así es que le dio vueltas a la cabeza para buscar una solución, en cuanto al muchacho le tenía aprecio puesto que, al ser amigo de sus padres, lo conocía desde pequeño. La cosa, sin embargo, vino sobre ruedas, pues como las mujeres habían encargado a Paco que se alargara a la tienda con la borrica para comprar la sal de los jamones y otros apaños para la pajarilla del día siguiente, él así lo hizo, para lo cual aparejó el animal, le puso las jamugas, echó una soga y pensó en traerse cuatro saquillos de sal, puesto que, aunque sobrara, necesitarían también alguna para el gasto de la casa. Pero ocurrió que, ya de vuelta con el encargo, mira por donde aparece el Carlillos a lo lejos, por lo que Paco tuvo tiempo para tirar del lazo de la soga y que se cayera la carga al suelo. Y al pasar el muchacho y ver a Refranes con el apuro acudió solícito a echarle una mano, aunque eso sí, más colorao que un tomate. Total, que rehacen la carga, pero como a un saco se le salía la sal, el ayudante se ofrece a acompañarlo a la casa, con lo cual ocurrió lo que tenía que ocurrir, o sea que la pareja se encuentra y a ella también le llegó dicho color hasta las orejas. Pero Paco, que iba detrás, le dice a la sobrina que prepare algo de matanza y vino, con lo que mientras tomaban aquello llegaron más vecinos y la cosa se animó. Uno, que era buen tocaor, llevó su bandurria, y los primeros que se pusieron a bailar fueron

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Antonio Rodríguez Aranda Loles y Carlillos. Mas algo debió ocurrir en la despedida de los que parecían reconciliados novios, ya que el tío observó que si bien él la miró al irse con ojos de entendimiento, la sobrina le dio la rabotá. Siguió de todas formas la fiestecilla, y como habían llegado a la casa más amigos y vecinos de los que Refranes esperaba, tuvo que pedir refuerzo de vino para los hombres y de risol para las mujeres. Al marrano le metieron un buen tute ya que hicieron torreznos en cantidad, a más de carne en adobo y careta. Mientras, el dueño de la casa, sentado junto al ruedo de la lumbre miraba complacido el trasiego de los que entraban y salían tras tomar algo con ellos y decirles refranes de los suyos. —Bueno, Paco, se nota la paga. Estos tiempos no son como otros que recordarás. —«Donde no hay harina to es mohina». —Pero, sabiendo desprenderse de una peseta como tú haces, no hay problema. —«Genio y figura hasta la sepultura». —Da gusto tener amigos con pasta, comentó otro. —«De dinero y amistad la mitad de la mitad». —Pero lo que decimos, que tienes salero y gracia pa darle aire a los dineros. —«El ventero de la Torre trabajando se quedó pobre», y eso hay que evitarlo, dijo Paco. —Pues lo mismo te puedes quedar tú si sigues gastando así. —«El que come y deja dos veces pone la mesa». —Ea, Paco —dijo otra—, que como hay dineros tendremos que pedirte una ayudilla. —«No pidas a quien pidió ni sirvas a quien sirvió». —Mucho sabes, amigo. —«Mas sabe el diablo por viejo que por diablo». Más tarde, cuando la noche se echó encima y se fueron los que había empezaron a llegar los invitados a la cena, que eran Juana y Blasa, las vecinas, con sus hombres Juan y Evaristo; don Ramón el practicante, y Luis Lucena, el pastor protestante, que era de Cazorla y venía para el culto de los domingos. Blasa dijo estar cansada por haber pasado el día trabajando. Ella se ganaba unas pesetas lavando lo propio y lo ajeno en las albercas del pueblo,

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principalmente en la Fuentepolo y Torremocha, pero también en el Minao, y últimamente en los lavaderos públicos del Cañillo. La labor era dura, máxime cuando empezaba por la mañana y terminaba a la puesta del sol, hora en que, sobre todo cuando procedían de Torremocha, se veía venir por la carretera de arriba una larga fila de lavanderas vestidas de negro, cubiertas sus cabezas con un paño del mismo color y con un gran lío de ropa sobre las mismas. Juana manifestó que ella se apañaba con lo poco que tenía, pero que para arrimar una peseta a su casa no tenía más remedio que trabajar en el espigao y en la aceituna. Los maridos de ellas, en espera de la cena, se habían apartado a un lado y se pasaban con regularidad la bota del vino. —¿No habláis?, les dijo Paco. —Ya hablan ellas, que son las que mandan y disponen, contestó uno. —«En la casa del pudiente la mujer sea tu pariente». —Pudientes nosotros... ¡si tenemos lo puesto! Qué cosas dices hombre. —Conque lo puesto,¿eh? «Una buena capa to lo tapa». Pero a ver lo que dice el amigo Evaristo, que no abre la boca. —El mío no habla por no errar, intervino Juana. —«Guárdate de hombre que no habla y de perro que no ladra», sentenció finalmente Refranes. A continuación y como era costumbre, lo que Braulia y su hija ofrecieron a los invitados era todo a base de carne, pues, como decía Paco, hasta el postre era carne de membrillo, pero el plato principal y más celebrado era sin duda la pajarilla, que estaba hecha con sabrosos trozos de las entrañas del cerdo y que se comía en la misma sartén en la que esta carne se freía junto con tomates y guindillones secos, ajos, cebolla y muchos condimentos. Durante la cena se siguió hablando de todo lo divino y humano. De lo primero insinuó algo Lucena, el pastor protestante, pero fue discreto ya que sabía que los presentes no profesaban su religión. Él estaba allí porque su padre y Refranes militaron juntos en la guerra de África y mantenían la amistad. Y don Ramón llevaba más de treinta años ejerciendo en Sabiote de practicante y, como entonces no había comadrona, los que tenían de esos años para abajo habían pasado por sus manos. Por eso en el pueblo gozaba de gran predicamento, principalmente entre la juventud.

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Antonio Rodríguez Aranda Como antes de la cena Carlillos había tosido en la puerta de Paco con ánimo de que su sobrina saliera, al no lograrlo insistió después, si bien con el mismo resultado. Ante ello, don Ramón, que se estaba dando cuenta de todo y que conocía el problema, llamó aparte a la niña y le hizo ver que ante el mal estado de la noche bien podía salir y darle un poco de palique al muchacho, pero ella se mantuvo en sus trece. Entonces Paco cortó por lo sano, pues metió a Carlillos en el portal y le dijo claramente que si venía con buen fin él trataría el tema con la sobrina para que hablaran al día siguiente y, si se ponían de acuerdo, que reanudaran las relaciones. A partir de ahí todo se desarrolló sobre ruedas. Paco se limitó a decir a su sobrina estos dos refranes cuyo significado ella comprendió: «Quien yerra y se enmienda a Dios se encomienda», y «Riñas de enamoraos amores doblaos».También Lucena, el pastor, que era buen amigo de Carlos, le habló muy en serio haciéndole ver que la muchacha no se merecía lo que le hizo y que la única forma de llegar a un acuerdo, si es que seguía enamorado, era casarse cuanto antes. Carlillos no lo pensó dos veces. Al día siguiente se fue a la puerta de la casa de Loles, que vivía con su madre en la cuesta de Lodas según se baja a mano izquierda, y a fuerza de toser logró que se asomara a la ventana. Allí, entre discusiones al principio y arrullos cariñosos después, llegaron a un arreglo que terminó con un beso fugaz a través de la reja. Al otro día el novio pidió a la novia que lo dejara entrar a ver a su madre y, aunque al principio ella se opuso, accedió al saber que el objeto de la visita no era otro que comunicarle, de parte de su padre, que el domingo siguiente al anochecer dos personas de peso irían a hacerle saber que se quería casar con su hija. Y así lo hizo y así ocurrió. En efecto, a la caída de la tarde del domingo se presentó Paco Refranes en casa de su hermana para acompañarla en el acto. A continuación se fue Loles a la de una amiga, ya que no era costumbre que en el mismo estuviera la novia. Poco después, llegaron los dos hombres de peso, que eran don Ramón el practicante y Luis Lucena, el pastor evangélico. Los dos iban de parte de los padres del novio y don Ramón, que era el que llevaba la voz cantante, tras iniciar una conversación sobre temas diversos en la que participaron todos, en un momento de la misma dijo: —Bueno, amiga Braulia y amigo Paco, aquí venimos a algo. —Ustedes dirán, dijo ella.

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—Pues que Carlos se quiere casar con tu hija y que nosotros estamos aquí de parte de sus padres a hacértelo saber a ti y también a tu hermano, a falta de tu marido, que en paz descanse. Tenemos que deciros, igualmente, que Carlos el padre ha dicho que como cuando su hijo se case tiene que hacer frente a sus obligaciones para sacar la casa adelante, que sepáis que él le dará cincuenta olivas suyas y ciento cincuenta de las que labra, así como cuerda y media de tierra suya y cinco de las que labra. Que de lo suyo el muchacho no tiene que darle renta ni terrazgo, y que en lo que se refiere a la casa para vivir, que los novios vean la forma de arreglarse ya que ellos no disponen más que de la propia, que es en la que viven con sus demás hijos. Braulia dijo que ella podía darle a su hija como dote el dormitorio, la cocina y la ropa y ajuar de la casa. Que respecto a vivienda, la suya estaba a disposición de los novios y que las pocas olivas y tierra que tenía podía labrarlas Carlos dándole lo que se conviniera para su apaño, puesto que ella no tenía otros posibles. Paco tomó la palabra para decir que él quería a la chiquilla como si fuera hija suya, y que al sobrarle con la paga para vivir, las treinta y cinco olivas que tenía en La Covatilla, así como la cuerda y cinco cuartillos de La Vega, eran para los novios sin que ellos tuvieran que darle terrazgo a cambio. También de parte de los padres dijo después don Ramón que se estableciera la fecha del sí, y que en ese mismo acto podía fijarse la de la boda. Al darse la visita finalizada, se levantó Paco diciendo: «Amor, amor, no hay nada mejor ni nada peor». Cuando llegó la noche del sí la casa de Braulia había sido muy arreglada para la fiesta. El acto principal se iba a celebrar en la sala, pero, como eran muchos los invitados, prepararon también las dos habitaciones dormitorias y el patinillo. Al llegar el novio con sus padres, hermanos y abuela, la novia los esperaba sentada junto con su madre y familia cercana, pero cuando entraron se levantaron todos y, tras los saludos, el padre, que era hombre de buenas palabras, dijo a Braulia que tenía la satisfacción de pedir para su hijo la mano de Loles, así como que esperaba la conformidad de ella como madre. Cuando ésta la dio, se oyó un estruendo de voces juveniles que decían: «¡Que diga la novia que sí!, ¡que diga la novia que sí...!». Y ella, roja como una amapola, con voz que apenas se oía logró que saliera por su boca el apetecido sí. A continuación, una salva de aplausos

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Antonio Rodríguez Aranda y gritos dio principio a una fiesta que duró hasta la madrugada y que fue el preludio de la boda. Tío Refranes dijo al percibir el jolgorio: «Los amores entran riendo y salen llorando y gimiendo». Días después, un domingo por la tarde en que Carlos y Loles tomaban un aperitivo en la puerta de El Tenis, pasó Lucena. Como cada domingo, éste había llegado para celebrar el culto con su pequeño grupo de feligreses, y cuando se disponía a coger la bicicleta para volver, tuvo que aceptar tanto la invitación como una curiosa propuesta de su amigo. Fue ésta que, cuando estaban sentados alrededor del velador y con la música de fondo de la gramola que tocaba una canción de Juanito Valderrama, Carlos, muy seriamente, propuso al pastor protestante algo inaudito: quería que fuera él quien los casara, pero... en la ermita de San Ginés. Luís Lucena lo miró sorprendido, mas captó pronto que lo que le decía el novio no era una adulación ni una simpleza; sencillamente era el buen deseo de un amigo que no pretendía por eso abjurar de su religión, ni naturalmente él se lo propuso. Luego, cuando el sacerdote bendijo la boda en dicha ermita (que por cierto estaba repleta de invitados), el pastor, al felicitar después a los contrayentes, les dijo unas palabras propias de su ministerio y las terminó con un «todos los caminos conducen al Señor». Y al sellar los novios con un beso el final de la ceremonia, el tío Paco la cerró definitivamente con otro oportuno refrán: «El amor y la fritura con la boca se aseguran».

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La cosecha

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enía a la vista una gran cosecha de melocotones. La huerta, que estaba en La Corregidora junto a la cueva de la fuente de La Salud, se regaba con el agua que manaba de la misma. El lugar en aquel tiempo estaba hecho un encanto. La cascada del Zurraero no dejaba de echar agua desde su altura, ya que las nieves del invierno y las lluvias de la primavera habían formado una gran balsa sobre las tierras bajas de La Vega. Además, los laderos existentes entre la cuesta Peorra y la cueva de los gitanos eran un hermoso manto verde de hierba que no se secaba, pese a que ya era verano. De la cascada y de la fuente nacía un arroyo junto al peñón del Hueco, cuyas aguas en principio corrían de forma lenta y suave, si bien después, dando vista a las tierras de La Barquera, se lanzaban precipitadamente por las cuestas de La Solana en busca de su desembocadura en el río Guadalimar. Las huertas del lugar acusaban el buen año de agua, y tanto el fruto de la mata como el del árbol ofrecían un espléndido aspecto. Por ello, los hortelanos no se daban abasto para transportar y vender su mercancía en Sabiote, Úbeda y Torreperogil. A la caída de la tarde, cuando la gente dejaba el campo y se subía al pueblo, en La Corregidora quedaba un profundo silencio, interrumpido sólo por el ruido del agua y el trino de innumerables pájaros de toda especie que, para dormir en las altas ramas de los árboles, esperaban que el sol se ocultara. Juan Prisco, que era dueño de una de las huertas, se venía quedando por la noche en la casilla desde que los melocotones empezaron a madurar. Según él, lo hacía de esta manera por precaución para con el fruto, pero también porque le venía mejor subir cuanto antes la hortaliza al pueblo. Aquel día estaba ya en su puesto de la plaza de abastos (a la que se accede por la calle del Corregidor), cuando, apenas había amanecido, llegó su amigo el cura. —Buenos días, don Damián. —Santos y buenos. Pero, además, otro día que comenzamos, que se pasará igualmente, y en el que, como es habitual, siempre somos los primeros en llegar aquí, tú como vendedor y yo como comprador. La verdad es

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Antonio Rodríguez Aranda que, aunque es poco lo que te compro, ya no puedo dejar la costumbre de levantarme de noche y de venir a tu puesto antes de que salga el sol. Por cierto —añadió—, me han dicho que tienes una gran cosecha de melocotones. —Es buena, señor cura, es buena; pero Dios la conserve que falta nos hace. Ya sabe usted, cinco hijos tengo y la mayor quiere casarse; el segundo sigue en la tienda de Pedro Pendejo, pero desde que vino de servir al rey pretende establecerse por su cuenta; la tercera en Úbeda, sirviendo en la casa de siempre, si bien asistiendo a clase por la tarde ya que, como bien sabe, su ilusión es ser enfermera; y los mellizos hechos unos pillos, pero son más listos que Cardona. A ésos los tengo en la escuela. —¿Y cuándo coges los melocotones? —Deseando estoy, don Damián. En muchas huertas ya no queda uno, pero los míos por ser primerizos se están retrasando. Y ya ve usted, yo, que debo más de la mitad del dinero que me gasté, bien puede figurarse la necesidad que tengo de cogerlos. ¡Pero si viera cómo están! Se tocan y parecen terciopelo. ¡Qué salud tienen! Ni una picaura, ni una pupa, ni uno más grande que otro. Tos parejos. Los míos y yo hemos catao algunos y son teta pura. —¿Y tienes muchos árboles? —Hombre, pa un pobre muchos son. Me volví loco, ya que reduje la huerta a la mitad, compré cuerda y media de tierra a un lindero y además de los árboles que ya había planté algo más de un ciento. Eso sí, que tienen mucho trabajo, o a lo mejor es que le echamos horas de más, porque como dice mi vecino Paloduz «les damos café con leche». Mas ya está el carro en marcha y no nos podemos bajar de él. Aunque si el fruto lo vendemos al precio que ahora está saldremos de penas y podremos dar a nuestros hijos lo que ellos necesitan. ¡Pero que lo estamos sudando! —Bueno, hijo, como dicen: eso, ¡que sea para bien! Ahora me voy porque la misa la tengo a las ocho, pero hay que arreglar antes algunas cosas. El cura dejó el puesto y, apoyado en su bastón, lentamente se dirigió a la salida del mercado, pero, como siempre, unos y otros lo paraban y le hablaban, aunque a veces era él quien se dirigía a los demás: —Ginesa, que te pasas como si no me conocieras. —¡Bendito!, don Damián, no será porque lleva usted la ropa esclarecía, que con esa negra hasta los pies más parece un escarabajo que otra cosa, y perdone la comparación. —Tus cosas, Ginesa, tus cosas. Pero, ¿y tu mocica?

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—¡Cucha!, ¿no se ha enterao usted? Se ha puesto novia con el hijo de su amigo el hortelano, con el Emilio, el que está en la tienda de Pendejo. —Bien vas a emparentar. Buena gente. —Y mi hija, don Damián, no es porque yo lo diga que soy su madre, pero es muy completa en to. Ella zurce, lava, avía y hace lo que se presente. Pero ya ve, que está en los dieciocho metía en los diecinueve. Respecto al novio y los suyos no tengo que decir ni media. El padre, como sabe es de lo bueno lo mejor. ¡Cuántas veces me fía y me ayuda cuando no puedo tirarme por otro sitio! Y lo que hace conmigo lo hace con muchas personas. Si puede darle un duro a alguien se lo da, porque pa eso tiene un corazón que no le cabe en el pecho. La Justa, su mujer, lo mismo. Una santa. Ella su casa, su hombre, sus hijos, su huerta, su misa los domingos y pare usted de contar. Los hijos, de tal palo tal astilla. Aunque al novio de mi hija, yo, desde que se lo ha dicho, como es la costumbre no he tenío el gusto de dirigirle la palabra. A ver, así se viene haciendo de siempre en nuestro pueblo, así lo hemos mamao y así tiene que ser. El día que nos lo hagan saber ya será otra cosa. Es lo que dice mi hombre, que... —Ginesa, Ginesa, a las ocho digo la misa, pero ya mismo tengo que hacer dos visitas a dos amigas antes de que sus hombres se vayan al campo. Por cierto, a estas dos mujeres, que además de estar enfermas son pobres, tu futuro consuegro les lleva con frecuencia fruta o lo que puede sin cobrarles ni un real. Pues sí, la hija de Ginesa y el hijo de Juan Prisco se habían puesto novios cuando éste volvió de la mili. La muchacha notó que él la miraba de cierta forma, pero no se dio cuenta de su interés hasta que recibió la carta. Y cuando la tuvo en sus manos se fue al corral de la casa, se metió debajo de la higuera y empezó a deletrearla despacio, ya que leía mal y estaba escrita peor. Cuando vio que la llamaba señorita y de usted, le entró risa, pero no se extrañó ya que era la costumbre. La carta decía así: Apreciable señorita: La presente es para comunicarle que me quiero poner novio con usted y que si usted puede salga a la puerta de su casa al dar las nueve, que yo la esperaré en la esquina de enfrente y se lo diré de palabra, ya que voy con buen fin y además tengo la mili hecha y puedo casarme pronto. Se despide de usted éste que lo es, Juan Francisco Sánchez Navarro.

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Antonio Rodríguez Aranda Pero, aunque aquella noche ella no salió por hacerse valer, sí que lo hizo al día siguiente; Y él, que la esperaba, se le acercó. Luego se repitió lo mismo al otro día, y al otro igual, y al otro…. Después le dijo su abuela: —Nena, que me he enterao que te has puesto novia y quiero que sepas que me gusta la familia. Así es que a ver si el hijo le sale al padre, pues cuando éste era aperaor de los Archillas de Úbeda, siempre llamaba a tu abuelo a trabajar, y cuando el mismo se hizo viejo y se puso malo, lo visitaba a menudo y le llevaba algún duro que otro. El día que se murió, como no teníamos por donde tirarnos y había que llevarlo al panteón en la caja de las ánimas, él mandó al carpintero hacer una y el entierro lo encargó de segunda. Así es que hija mia, no te digo más. La mayor de Juan Prisco y de Justa hacía algún tiempo que también se había puesto novia con uno, asimismo del pueblo, y que, aunque estaba colocado, ya que era escribiente y tenía principios, sus padres no tenían posibles. El muchacho estuvo antes medio de morillero o botones en la notaría de Sabiote y allí aprendió a leer, a escribir y las cuatro reglas, luego, cuando quitaron la notaría del pueblo, se fue de escribiente al ayuntamiento en donde lo sentaron detrás de una mesa y él después se puso gafas y empezó a vestirse como un señorito. Sin embargo, aunque ganaba poco, a ella se lo hicieron saber, ya que fueron dos hombres a su casa para comunicar el noviazgo a los padres, pero éstos no querían celebrar la boda hasta que se cogieran los melocotones. Meses después, a Juan Prisco se le presentó un problema con la tercera hija, la que tenía sirviendo en Úbeda a la vez que estudiaba. Ocurrió que una noche en que fue a la cuadra a echarle el pienso al caballo, el señorito la esperó allí y quiso abusar de ella pero, como se defendió y chilló, la oyeron los vecinos. Después, aunque la señora intentó echar tierra al asunto al darse cuenta de lo ocurrido, la chiquilla se fue a dormir aquella noche a casa de una amiga que vivía cerca, pero cuando se hizo de día salió carretera adelante y andando se presentó en su casa con lo puesto. El padre, que era hombre de buen temple, consoló como pudo a su hija, le hizo ver que donde tenía que estar era con los suyos y la animó a que se quedara con ellos. Pero, al mismo tiempo, pensó en la resolución que tenía que tomar y dudó entre denunciar el caso o bien irse a Úbeda y darle dos guantás al fulano. Y eso fue lo que hizo, pues al día siguiente, después de cerrar el puesto cogió la borrica, llegó a Úbeda, dejo el animal en casa

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de un amigo íntimo que allí tenía y, como sabía la hora en que el señorito se iba al café, lo esperó en la esquina de su calle y cuando (como él decía después) lo vio salir tan bien arreglao, trajeao y relojeao, se le acercó de frente, lo cogió por el pechillo, lo puso de cara y le dio las dos guantás, una en cada carrillo. Luego, le dijo algo que sólo él sabrá y se volvió por el mismo camino que había llegado. Con los mellizos todo se desarrolló siempre con normalidad. Los chiquillos eran listos, y aunque en la escuela pública iban bien, al hacerse mayorcillos los metió el padre por la tarde en una escuela de pago. Pero, como ciertos problemas de huesos que tenían desde pequeños aumentaron, el médico de Jaén les dijo que había que operarlos. Sería más de media tarde cuando se oyó el primer trueno. Juan Prisco se asomó al corral de su casa y, como vio que entre Sabiote y la Torre, había nubes y más oscuridad que en otros sitios, aquello le dio mala espina. Poco después la tormenta se generalizó, abundaron los truenos y los relámpagos, y aunque en el pueblo llovió, no cayó demasiada agua ni granizó poco ni mucho. Pero algo debió barruntar, pues tan pronto clareó un poco echó a andar hacia lo suyo, y como a medida que avanzaba se notaban más los efectos de la tormenta, llegó un momento en que se hacía difícil caminar ya que, como se dice en el pueblo, «las zarpas le llegaban al tufo». Por ello, cuando desde lo alto de La Corregidora vio que el suelo estaba blanco, así se quedó él, ya que rápidamente intuyó las consecuencias de la granizada. De esta manera, pudo apreciar al llegar a la huerta que aunque los melocotones caídos no eran muchos, los de los árboles estaban picados. Entonces, como mientras iba de un árbol a otro llovió de nuevo, el agua que caía se mezclaba con sus lágrimas al darle en el rostro. Después, abatido, se sentó sobre una piedra y siguió llorando hasta que llegaron en caballerías Lázaro, Lucas y Ginés, sus tres amigos íntimos, quienes lo llevaron a su casa. Ya con los suyos se mostró como el hombre tranquilo y sereno que era. Comunicó a todos la gravedad del suceso, pues, según dijo, aunque los melocotones al principio serían comestibles, se pudrirían luego con rapidez. La noche aquella la casa parecía la de un duelo, ya que al correr la noticia como reguero de pólvora empezaron a llegar vecinos, amigos y parientes para mostrar a la familia su adhesión y condolencia. Don Damián fue uno

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Antonio Rodríguez Aranda de los primeros. Sentado en el sillón de madera con asiento de ramales que había en el portal, decía a un grupo de los que allí estaban: —No hay que darle vueltas, es la voluntad de Dios y tenemos que aceptarla. Pero a esta familia los ha hundido la tormenta, toda vez que sus previsiones y su economía estaban pendientes de la cosecha y la misma se ha venido abajo a causa de las picaduras de los granizos. Es una lástima, pues al ser tardía seguro que ahora tendría una buena venta ya que, en general, por estos contornos no queda en los árboles un melocotón que llevarse a la boca. —Pues éstos tendrán que echárselos a los marranos, dijo Jeromo el Zurdo cuando acababa de beber agua a caliche de un botijo que había colgado de un clavo. —Aquí no hay marranos bastantes para comerse tanto melocotón, comentó Pedro el Macho como en un susurro. —¡Tantas ilusiones como tenían los hijos y ellos!, dijo para terminar Ana Crespo. Don Damián llamó a los tres que subieron al hortelano de su huerta y los cuatro se metieron en la cocinilla que había en el corral de la casa. Allí el cura les habló de este modo: —Aunque amigos de Juan Prisco somos el pueblo entero, todos sabemos que si él tiene tres amigos, amigos, esos sois vosotros. También sabemos que, aunque él es y ha sido siempre un buen administrador, se tuvo que atrampar cuando plantó los árboles. Además, ahora tiene que operar a los chiquillos y esto le cuesta un dinero y, aunque los proyectos de los otros hijos no dejan de ser una necesidad, pueden demorarse. Pero también es verdad que todo esto, en mayor o menor medida, tiene una posible solución y para esto os llamo. Los amigos, sorprendidos, saltaron de sus asientos como accionados por un resorte, pero el cura los volvió a sentar y les habló en voz baja tras cerrar la puerta por dentro. Más tarde, pasada ya la medianoche, el sacerdote logró que se acostaran los de la casa y que se fueran los visitantes. Después, se marchó él y se metió en la cama, pero se levantó antes de la hora en que normalmente lo hacía. Sin embargo, Juan Prisco y los suyos, siguiendo los consejos recibidos, y porque Lázaro dijo que él vendería la hortaliza, no madrugaron tanto.

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Cuando Juan Prisco salió camino de la plaza de abastos tardó un buen rato en llegar, pues la gente lo paraba continuamente transmitiéndole su pesar por lo ocurrido, pero al entrar en la misma se llevó las manos a la cabeza porque lo primero que vio fueron tres puestos de melocotones juntos y con mucha gente comprando, así como que tras ellos estaban vendiendo Lázaro, Lucas y Ginés. Cuando hizo ademán de acercarse para preguntar y saber lo que hacían, otros dos amigos lo condujeron a una casa situada detrás de los puestos en la cual se encontraba don Damián, quien al verlo le dijo: —Amigo, durante dos o tres días los melocotones se pueden comer y por eso los estamos vendiendo. Si algunas picaduras aparecen podridas se quitan con la navaja y en paz. Debes saber, además, que hemos querido venderlos a precio bajo, pero la gente es generosa y dice que el precio a que los compraron últimamente es el que tienen que pagar, y así lo están haciendo. El problema ahora es que en tan poco espacio de tiempo aquí en Sabiote no se puede consumir tanto fruto como tienes, pero Dios proveerá. Él, emocionado, conmovido, no acertó a pronunciar palabra y lo que hizo fue irse a los puestos a ayudar a vender sus melocotones. Como la feliz idea del cura se extendió con rapidez, el fruto se siguió vendiendo por la tarde de aquel día, así como en los dos siguientes, pero la sorpresa de todos fue que hortelanos amigos de la Torre y de Úbeda se presentaron en la huerta y con caballerías y carros retiraron gran cantidad de melocotones. Incluso el ubetense mandó al representante de una fábrica de conservas de Jaén, quien le propuso comprar a precio de mercado el fruto que pudiera venderse, si bien siempre que se lo entregaran en trozos sanos y pelados. Luego, como también para este menester se ofrecieron las amistades, en unas horas se improvisó un recinto en donde, principalmente mujeres, ayudaron a Justa y a sus hijas a trocear y llenar tinajillas y orzas que, en un vehículo un tanto extraño en el pueblo en aquella época llamado camioneta, transportaron a la capital de la provincia. Entonces y después no hay para qué decir que al ver Juan Prisco la forma en que sus paisanos y amigos habían respondido, se sintió el hombre más feliz de Sabiote. Razón por la cual un par de años más tarde, para celebrar el éxito de las operaciones de los mellizos, la boda y apertura de la tienda del hijo, la boda de la hija mayor y el título de enfermera de la segunda, su esposa y él dieron una fiesta por todo lo alto en la huerta de La Corregidora, la cual fue precedida de una invitación general de la que se ocupó de vocear

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Antonio Rodríguez Aranda el pregonero por las esquinas, así como don Damián desde el púlpito, y que en tal fiesta ofrecieron de lo bueno lo mejor y más variado a las innumerables personas que allí había, si bien la bebida siempre fue la misma: vino con melocotones.

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La niña de los emigrantes

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fuerza de oír hablar de Sabiote, de sus calles, plazas, campos, historias, tradiciones y costumbres, así como de sus gentes, la niña, que no recordaba el pueblo porque la llevaron a Suiza a los pocos meses de nacer, sabía de él más que si se hubiera criado allí. Ello obedecía a que en el caserío en que vivían, situado en las afueras de Ginebra, toda la familia, es decir, sus padres, sus dos hermanos, las dos tías y los abuelos eran sabioteños. Pero, además, había otras razones que comprenderá fácilmente el que esto lea. Los padres andarían por los cuarenta años, y los hermanos eran mayores que la chiquilla. Los abuelos eran padres del padre y estaban de buen ver. Las tías, hermanas de la abuela, se encontraban las dos viudas y no tenían hijos. A la niña la llamaban Layiné, y cuando alguien preguntaba la razón de este nombre cualquiera era bueno para contarla. Y es que al bautizarla le pusieron el nombre de Ginesa, que era el de otra hermana de la abuela que vivió en la calle de la Argolla, la cual, como fue su madrina, al morir poco después la dejó heredera de un piojarillo de dos cuerdas y media en Royo Cardillo, que por cierto tuvieron que vender entonces y gracias a ello la familia pudo salir adelante el año del hambre. Pero luego todos los de la casa llamaban a la chiquilla Gine, aunque con el artículo la delante, o sea, la Gine, por lo cual, cuando llegó al colegio, como los franceses la gi la pronuncian yi y acentúan los nombres al final de la palabra, la llamaban Layiné. Y con este nombre se quedó. Respecto al lugar en que vivían en Ginebra, ocurrió que cuando el abuelo (llamado Juan José Rimón Zambrana) llegó como emigrante a esta ciudad suiza, empezó a trabajar con un constructor de dicha nacionalidad que le tomó afecto, el cual, a fin de que viviera y pudiera traerse a los suyos, le dejó que ocupara un amplio caserío rodeado de terreno que compró con idea de construir una casa de pisos, pero como por problemas medio ambientales no pudo llevar a cabo la obra, el mismo sirvió en los siguientes años como residencia de la familia y algo así también como casa de Sabiote, pues a ella concurrían principalmente emigrados del pueblo y de sus contornos, aunque también algunos otros de distintos lugares de España.

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Antonio Rodríguez Aranda El nombre de tal caserío tiene su historia. Al ser propiedad del jefe del abuelo, al que todos llamaban monsieur Vacherot, lo procedente era llamarlo finca o ferme de Vacherot, pero como este hombre era muy bueno y estaba muy unido a la familia de aquél, un día mandó poner en la fachada un rótulo que decía «Ferme de Sabiote». Con lo cual la finca fue siempre conocida de esta forma. Cualquier sábado, domingo o festivo era bueno para que en la ferme se reunieran paisanos y amigos a fin de hablar de España en general o, sobre todo, del pueblo en particular; pero la visita resultaba particularmente obligada cuando se celebrara alguna fiesta local o bien llegaba algún paisano. Entonces solía ser el abuelo quien llevaba la voz cantante y, por supuesto, el tema de la conversación no hay que preguntar cual era. Un 15 de mayo que se celebraba San Isidro, como cayó en sábado, por la tarde acudieron a la finca tres parejas de Sabiote, dos de la Torre, una de Úbeda, una viuda de Santa Olalla y algunas otras personas de distintos lugares. Entonces el abuelo tomó la palabra y no la soltó hasta que su hijo lo cortó anunciándole una visita. Pero antes dijo: —Esta fiesta de San Isidro es nueva en el pueblo, ya que en mis tiempos no se celebraba. Aunque, ojo, que no es que yo tenga nada contra este santo ni tema que se me cabré al decir lo que digo. Eso sí, que antes de la guerra nunca se ha celebrado. Allí, ya sabéis, San Ginés, la Virgen de la Estrella, San Antón, la Candelaria, Santa Rita, la Virgen de la Cabeza y algunas otras vírgenes más. Pero que por mí cuantas más fiestas haya, mejor. No como en mis tiempos, que trabajábamos en el campo de sol a sol y si estabas en un cortijo subías cada quince días a vestirte y, si te tocaba otoñar, tenías que estar sacando con la hazá terrones así de gordos, aunque sea feo señalar. El que estaba colocaó por año tenía suerte, pero la mayoría se ponían o nos poníamos en la Puerta de la Villa a esperar que te avisaran, eso si no te regateaban el jornal y tenías que ir a trabajar por lo que quisieran darte. Pero hay otra cosa que se me olvidaba... Entonces lo interrumpió el hijo diciéndole: —Padre, que espera un sabioteño que dice que te conoce. —Anda, pues que pase cuanto antes. —¿Da usted su permiso?, dijo el recién llegado. —Pasa, hombre, y dime quién eres, que a los jóvenes no os conozco.

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—Que me alegro de saludarlo. Soy Ginés Cobo, hijo de Ginés Cobo, Cobiche pa entendernos. Él me ha dicho que tan pronto llegara lo viera a usted. —¡Anda!, de Ginés, pues claro que me acuerdo de tu papa. Y de tu abuelo más. Éste y Piriri eran los hombres más honraos de Sabiote. Sí señor, el abuelo era un hombre a carta cabal, trabajaor donde lo hubiera y que no tenía pelos en la lengua. Él siempre al pan, pan y al vino, vino; ¡pero con genio! Sin embargo, tu padre, que es algo menor que yo, es más templao, aunque no como su Anastasio, que es más corto que las mangas de un chaleco. No, tu padre tiene otro aquél, porque aunque no sea hombre de estudios, se las sabe toas. Ahora dime, ¿cómo está él y cómo está tu madre? —Ellos están bien y en la casa no marchamos mal, pero como somos siete hijos los mayores nos hemos tenío que tirar al barro, porque allí lo que se dice trabajo de cobrar jornal no hay casi ninguno. Desde el año del hambre el que no tiene posibles se va del pueblo. Los jóvenes, tan pronto tenemos la licencia de la mili en el bolsillo, emigramos a donde sea. Los mayores, incluso casaos y con hijos, si no tienen algún piojarillo o trabajo continuo en donde a veces lo hay, que es en el campo, en el ayuntamiento o en la fábrica de harinas, se van con mayor motivo. Yo me vine aquí porque como está usted así lo quiso mi padre. Él me dio esta carta para que se la entregue, así como aquel bulto con cosas de allí. —A ver, a ver qué es eso. Aunque espera que llame a las mujeres. ¡María!, baja que tenemos aquí un paisano. Bueno, ésta es la carta de mi amigo Ginés Cobo, pero después la leeremos despacio. ¿Y ese paquete? A ver, Mariano, trae el tranchetillo que lo abra. Anda: morcillas, chorizo, jamón, salchichón, butifarra... Pero, ¿y esas damajuanillas? Hombre, una tiene aceite y esta otra... vino. Serán de Sabiote ¿eh?, porque si el aceite es de Garrido el de las Navas, y el vino de Totovía el de la Torre, te llevas las damajuanillas por el mismo camino que las has traído. Cucha, que no es que yo me lleve mal con los naveros ni con los torreños, pero que prefiero lo nuestro. —Pues lo que está usted viendo es de cosecha propia. El aceite procede de las ochenta olivas que tenemos en Barrancohondo y el vino de nuestra viña de la cuesta de La Hoz. En cuanto al marrano, en mi casa se crió, allí se ha hecho la matanza y las mujeres embutieron y prepararon lo que tienen ustedes delante.

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Antonio Rodríguez Aranda —¡Ay!, cuánto echo yo de menos las matanzas que se hacían en casa de mi suegra al poco de casarnos, dijo el abuelo. —Mi mama las hacía como nadie —intervino ella—. A mí, cuando era chiquilla me mandaban a retirar el testamento de la tienda de Jesús mío. Siendo medio mociquilla aprendí y ayudaba como la primera, ya embutiendo las morcillas con el arte, los chorizos, salchichones y butifarras con la máquina, los morcones con la mano o salando después los jamones. Y yo era la que llevaba los presentes a los parientes y amigos. ¡Mas qué decir de lo rica que estaba la morcilla en la caldera o la masa del chorizo y los torreznos tras asarse, así como la pajarilla frita! En fin, recuerdos. —Pues recuerdos no son los que tenemos aquí —dijo el abuelo—, porque esto es presente y nunca mejor dicho. Así es que traed unos platos y unos vasos. Con la navaja de cachas de plata que llevaba siempre en el bolsillo empezó a partir y a ofrecer trozos de jamón, ruedas de embutidos y vasos de vino. Uno de los paisanos que había, intervino entonces diciendo: —No he querío cortar la conversación, pero yo y éste nos tocamos. Lo que pasa es que cuando salí del pueblo él era medio chiquillo, medio zangalitrón, y no se acordará de mí, pero su padre es primo segundo mío por parte de madre. —Ea, la cara me dice algo —comentó el recién llegado—, pero así de pronto no caigo. —Pues yo soy de los Macarios, uno de los que salieron del pueblo a buscarse las habichuelas; y no lo hice por gusto, sino porque estábamos a mata hambre. Pero dejé parientes a manta, muchos de los cuales siguen allí. Los más próximos son los de Juanillo Manteca y los de Periquito Pulgar. ¿Los conoces? —Los Manteca viven puerta con puerta con nosotros. Uno de ellos que militó conmigo es más de media liebre. Pero la mocica es una perilla en dulce. En cuanto a los Pulgar, son gente que no paran de trabajar y de bullir, por lo cual a la chita callando van arrimando cada uno una peseta como pueden; y eso que, aunque empezaron con lo puesto, ahora tienen un capitalejo que no se lo salta un galgo. —Oye, una cosa —preguntó otro de los presentes—. ¿Tú conoces a Felipe Cierzo? Le dicen ese mote por lo fresco que es.

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—¡A ver qué leche!, quien no lo conoce. La familia tenía su acomodo, pero como él es un cantamañanas, cuando se le vino el aparejo a la panza tuvo que vender lo poco que tenía y ahora anda por ahí como vaca sin cencerro, más solo que la una y comiendo donde puede, como el marrano de San Antón. Pero es que, encima que se está cayendo muerto, se le ve más estirao que el timón de un bravancillo y mirando a los demás por encima del hombro, mas como le aprieta el zapato y la procesión va por dentro, tiene que ir tapando agujeros, ya que si no cualquiera le canta las cuarenta en la mitad de la calle. Después preguntó el recién llegado: —Y aquí en Ginebra, ¿cómo se vive? —Mira —le contestó el abuelo—, esto es otra cosa. No te voy a decir que sea mejor o peor que lo nuestro, que eso ya lo comprobarás tú; mas eso sí, distinto. Pero ahora, el hecho de que estés entre amigos y paisanos es diferente a que te hubieras visto solo, como nos pasó a muchos al llegar. En fin, que vienes en busca de trabajo y lo vas a tener, pero que las costumbres son otras, el idioma no digamos y la soledad, a veces, puede hacerse insoportable. Lo que sí te digo para que nunca te sientas en ese estado, es que aquí nos tienes. —Gracias, señor Juan José, dijo Ginés emocionado. El abuelo, volviéndose hacia donde su nieta Layiné tomaba notas, le dijo: —Vaya, hija, con este sabioteño que ha llegado y que tantas cosas sabe de aquellas tierras, te vas poner las botas. ¿A que te gusta cómo habla, lo que cuenta y todo lo que aquí estás oyendo? —Sí, abuelo, todo esto es muy positivo para el trabajo que tenemos que presentar, pero me falta mucho por hacer. De todas formas, como para coordinar el estudio que cada equipo prepara sobre su país de origen el colegio ha designado profesores, uno de estos días vendrá aquí la profesora que nos ha correspondido, ya que dice que le interesa conocer el medio en que nos desenvolvemos. —Bueno —dijo el abuelo—, como yo no sé explicar a estos paisanos lo referente a los trabajos que preparáis, creo que debes hacerlo tú. —En el colegio —aclaró Layiné dirigiéndose a los demás—, estamos niños y niñas de distintas nacionalidades, y como cada dos años convocan un concurso sobre temas de los respectivos países, concurren alumnos a

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Antonio Rodríguez Aranda fin de enaltecer su respectiva tierra y de conseguir el importante premio que se ofrece. Este año el tema propuesto versa sobre «Situación, arte, historia, costumbres, términos y modismos de un pueblo». Y como todo lo de Sabiote me es muy conocido, pues aunque hasta ahora no he tenido la suerte de poder volver os estoy escuchando a diario, he formado un equipo de compañeros españoles para hacer el trabajo, presentarlo y... a ver si hay suertecilla. —Pues a la profesora le vas a decir de parte de tu abuelo —dijo éste—, que venga un sábado o un domingo en lugar de visitarnos un día corriente, ya que con los paisanos aquí conocerá en su verdadera salsa todo lo nuestro. El colegio de la niña era un gran centro pedagógico en el que se educaba un elevado número de alumnas y alumnos de diversas nacionalidades, preferentemente hijos de inmigrantes. En él estudiaba Layiné desde que ingresó en el parvulario y, en él, con sus dieciséis años cumplidos, seguía un curso avanzado de enseñanza secundaria, obteniendo siempre notas brillantes y destacando también por su aplicación y simpatía personal. El sistema pedagógico de dicho colegio estaba orientado tanto a la enseñanza como a la formación del alumnado en todos los sentidos, razón por la cual seguía métodos tendentes a ampliar su cultura, a cuyo efecto basaban todo ello tanto o más que en la acumulación de conocimientos, en ofrecerles y enseñarles el sentido de su existencia, en la consideración y respeto a los demás y en la adquisición de ideas y medios útiles para desenvolverse en la vida. De esta forma, lo expuesto influía en el hecho de que, al ser variadas las nacionalidades de los concursantes, el premio constituyera un triunfo tanto para ellos como para el país que representaban. El sábado siguiente por la tarde llegó la profesora a la casa de Sabiote, antes incluso de que acudieran los visitantes habituales. Era joven, rubita, alta y pizpireta. Dijo al presentarse que se llamaba Anette, que era suiza y que hablaba el español. Luego, Layiné la llevó a la mesa de trabajo en donde se encontraban los demás alumnos que componían el equipo encargado de redactar el proyecto, y allí le mostró lo recopilado y realizado hasta entonces. —Bien, bien —dijo la profesora tras examinarlo todo con detenimiento—. Veo por aquí numerosas frases hechas, refranes, dichos, interjecciones, pleonasmos y vulgarismos. Me encanta el léxico de vuestra tierra, pues tiene gracia, soltura y profusión de giros y modismos. Ahora bien, en la in-

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troducción del estudio tenéis que hacer una descripción general de Sabiote y destacar que su recinto amurallado goza de la consideración de Conjunto histórico artístico de carácter nacional. Igualmente, al referiros al mismo desde el punto de vista geográfico, situarlo exactamente y hacer referencia a su arte e historia, exponiendo también datos sobre su extensión superficial, número de habitantes y principales actividades que en él se siguen. Después, en capítulos posteriores, desarrolláis todo cuanto afecta al tema propuesto. Veo, por otra parte, que tenéis mucho trabajo hecho, pero hay que profundizar, máxime cuando para tal fin no debéis tener problema ya que observo que en esta casa hay medios reales y efectivos. Yo por ello, y con objeto de hacer prácticas, pido a monsieur Rimón que permita actuar al equipo aquí y a partir de este momento, pero no sin antes poner en funcionamiento el magnetófono y situaros vosotros en lugar próximo a los asistentes, pero con papel y lápiz en la mano. El abuelo Juan José aceptó la propuesta, y en el centro de la habitación mandó poner una mesa sobre la que se colocó el magnetófono. Alrededor las sillas en las que se sentarían los miembros del equipo con Layiné en el centro presidiendo, y a un lado y a otro de la misma los restantes. Luego, como el jefe (como llamaban al abuelo) había captado el interés despertado por el concurso y sabía además la importancia que tenían los datos que pudieran aportar todos, puso especial empeño en animar la reunión, y ciertamente lo consiguió ya que en poco tiempo el ambiente se calentó y pudo apreciar que Anette se frotaba las manos satisfecha. Por ello terminó diciendo con gracejo: —Dios nos crió en Sabiote y aquí en Suiza nos juntamos. Así es que ahora, sea por el amor al pueblo o por el olor que desprenden las morcillas, lo cierto y verdad es que aquí no falta nadie. —«Arrímate donde haya antes que el amo se vaya» —refraneó otro refiriéndose al abuelo. —Amigo mío —le contestó aquél—, lo único que en verdad hay aquí son buenos recuerdos del pueblo que nos vio nacer. —El que bien oye bien entiende, terminó un recién llegado. —A lo que vamos —intervino la abuela—, lo que yo digo es que Ginés el de Cobiche se vino a vivir y trabajar entre nosotros, y tuvo la buena ocurrencia de traerse lo que podéis ver y algunos habéis probado ya.

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Antonio Rodríguez Aranda —Buena ocurrencia de verdad, porque un marrano de Sabiote presentao aquí en Ginebra como podemos verlo, es algo que no se olvida, sentenció Gregorio el de Justa la de Huerta Oliva. —Que no se olvida de quién, ¿del marrano o de Sabiote?, intervino un joven en plan chungón. —De tu abuela —dijo aquél mosqueao. —Sea marrano o sea otra cosa, lo cierto es que los que tenemos la suerte de tener familia y recuerdos de nuestro hermoso país, podemos permitirnos el lujo de comer lo que allí comíamos y nos sigue gustando. Si son garbanzos, pues los ponemos en cocido, en potaje o mareaos; si dices de guisar patatas, las puedes poner en caldo, fritas a to montón, en guisao de papas o en tortilla. Si hablamos de ensalaillas... Pero, en fin, que sean las mujeres las que hablen de esto, que saben más que nosotros, terminó el abuelo. —De las ensalaillas propias, propias, de Sabiote —dijo una—, las que a mí me gustan más son las de tomate, así como el morrococo y la pipirrana. —Luego, la que hablaba preguntó a la concurrencia: A ver quién me dice ahora dos platos que están muy buenos y que se hacen a base de pan. —Los picatostes y las migas, contestó una de las tías. —¿Y con harina? —Pues la gachamiga, el ajete, las gachas, los papajotes, los andrajos, las mojabanillas… —A base de verduras, ¿qué guisos hay? —Un montón, pero para mi gusto el pisto, la cocina de berza y los espárragos en vinagrillo en primer lugar. Luego, la coliflor emborrizada, el ajo de collejas o de espinacas y las tortillas de habas o de berenjenas. El abuelo, que veladamente ejercía como moderador de la reunión, propuso cambiar de tercio y hablar de fiestas y romerías locales. Paulino el de Mazagatos, especialista en la materia porque había «ejercido» en todas ellas, tomo la palabra y dijo: —Es fácil el tema, pero si se me olvida alguna fiesta me echáis una mano. Las hay, como sabéis, paganas y religiosas, pero en nuestro pueblo pocas hay totalmente paganas; en realidad sólo el carnaval. Por lo demás, recordemos las ferias en honor de San Ginés, así como las fiestas de San Antón y la Candelaria, y en éstas el encendido de hogueras con el consi-

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guiente tueste de garbanzos y rosetas y la bendición de tortas y roscos para los niños. En las tardes de estos días, así como en el carnaval, las mozas juegan al corro y entonan cantares alusivos como:

Vamos a jugar al corro que se pasa el carnaval, viene la Semana Santa y tenemos que rezar.

—El día 1 de mayo, desde tiempos inmemoriales se celebra la festividad de la Virgen de la Estrella, patrona del pueblo, y al frente de un comisario que varía cada año, jinetes sobre caballos recorren las calles y celebran carreras con posterioridad. En la tarde anterior al día de San Juan, es costumbre (que por cierto se va perdiendo) que los niños vayan por las calles arrastrando latas. Con ello se rememora un intento de ataque hecho hace siglos por los moros al castillo sabioteño, cuando por estar los hombres en la guerra de Granada carecía de guarnición. Por lo cual y para defenderlo, las mujeres se vistieron de guerreros, en tanto que los niños, con ruido de latas y hierros hicieron creer a los atacantes que el castillo estaba bien protegido, consiguiendo así que se retiraran. Se celebran otras fiestas los días de los Santos y Difuntos, en las cuales hay actos litúrgicos con repique de campanas durante la noche del 1 al 2 de noviembre. Con anterioridad, los que tocan las campanas hacían una colecta y pedían de casa en casa «una limosna pa los doblaores». Se acostumbra en estos días a tomar gachas a final de las comidas y, con ellas, una broma propia de la fecha consiste en tapar las cerraduras de las puertas. Por Navidad, con la aceituna ya iniciada, se mezcla esta actividad con las fiestas de la época y se canta:

La Virgen va a la aceituna y San José a varear, y el Niño lleva la espuerta cogiendo las salteás

—A final de año y de cara a la festividad de Reyes, en Sabiote se representa en tres noches consecutivas el llamado Auto Sacramental de los Reyes Magos, obra en verso del siglo XVIII en el que actúan artistas locales y que goza de gran popularidad y arraigo entre los habitantes. Respecto a romerías —continuó Paulino—, los de nuestro pueblo asisten a muchas de

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Antonio Rodríguez Aranda ellas, tales como a las de la Virgen de la Cabeza, de la Estrella, de Guadalupe, Tíscar y Santa Rita. Tomó la palabra Teodora, la cuñada mayor del abuelo, y tras agradecer a Paulino su intervención, dijo que quería poner de manifiesto viejas y curiosas formas de vida propias de nuestro pueblo, de las que algunas se han perdido y otras se mantienen. Así, para iniciar el noviazgo, o bien el pretendiente escribe a ella o se le acerca; luego hablan por la reja o por la puerta. Después, cuando la relación entre los novios se formaliza, es normal hacérselo saber a los padres de la novia en un acto celebrado en la casa de la misma, y en ese momento se fija la fecha de la petición de mano, acto este conocido por el sí, ya que la contestación afirmativa supone el deseo de casarse. El día anterior a la boda tiene lugar la confesión de la pareja. Los novios para este acto suelen estrenar traje y comen en casa de los padres de él. Al día siguiente, tras la ceremonia de la boda, se les suele echar trigo al salir de la iglesia, a la vez que se les dice: «Tantos granos, tantas fanegas». Si ambos o uno de los contrayentes se casa de segundas, la costumbre es darles la cencerrá, a la vez que se vocea más o menos en estos términos:

¿Quién se casa? Juanillo Pio. ¿Con quién? Con la Trinidad. Pues vamos a darle la cencerrá.

—Ante una muerte inminente se da a los enfermos el viático y, tras el fallecimiento, se celebra el velatorio en casa del difunto. En el pésame se solía decir: «Salud y suerte pa mandarle muchos sufragios», pero el tío Sofío se distinguía porque decía una única palabra: «Resignación». Hoy se dicen dos: «Lo siento». Los entierros son de tres clases: el de primera, que es muy solemne, lo celebran el párroco y dos coadjutores y tiene tres paradas en altares situados a lo largo del recorrido de la casa a la iglesia. El de segunda, que se llama de «en medio», actúan uno o dos sacerdotes y no tiene paradas. El de tercera es conocido por entierro «pollar», interviene sólo un cura y es normalmente gratuito, sobre todo si la familia del difunto, por carecer de dinero, se ve obligada a llevarlo en la caja de las ánimas, con lo cual su cuerpo se deposita directamente en la sepultura.

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Al terminar Teodora su intervención, de nuevo tomó el abuelo la palabra para decir: —No hemos hablado de la situación de nuestro pueblo, de su término municipal con cerca de doce mil hectáreas de buena tierra de calma y de productivos olivares, ni tampoco de sus hermosos cortijos, de la altura en que está situado, así como de su castillo, murallas, puertas en las mismas, torres, iglesias, convento, casas solariegas y de su Albaicín. Pero como de todo ello me ha dicho la nieta que se hace una referencia detallada en el estudio, bien está por hoy. La labor creo que ha sido buena para los que preparan el torneo, concurso o como le llaméis, pero en fin, sobre esto nos informará la profesora. De todas maneras, cuantos dichos, costumbres, historias o refranes propios del pueblo recordéis, los apuntáis y, al llegar aquí, le dais la nota o se lo decís a Layiné o a alguien de su equipo. Y ahora, veamos qué nos dice Anette. —Estoy muy satisfecha con lo visto y oído. Por mis estudios ya conocía la riqueza española en cuanto se refiere al tema que nos ocupa. Pero desconocía la propia de Sabiote y, la verdad, he quedado impresionada. Quiero por ello que, sin perjuicio de lo que acaba de decir monsieur Juan José Rimón, se repitan reuniones como la presente. Por lo demás, estoy dispuesta a contestar a vuestras preguntas, si es que queréis hacerme alguna. Intervino entonces una madre diciendo: —Mi hijo forma parte del grupo de los españoles, pero en casa no sabemos exactamente la fecha de presentación del trabajo ni la del resultado. A lo que la profesora contestó: —Justamente de aquí a tres meses, es decir, el treinta y uno de mayo, tienen que estar presentados los respectivos trabajos. Durante el mes de junio se estudian por el tribunal, y en un acto que se celebra el treinta de ese mes, se elige el equipo ganador por votación y se entregan los premios a los tres primeros clasificados. —¿Quiénes integran el tribunal? —Cinco personas: dos profesores del colegio, dos de la universidad y un técnico designado por el Consejo de Educación del cantón suizo en que estamos. —¿Cuántos equipos se presentan?, preguntó otro padre. —Se están preparando ocho equipos que representan a otras tantas naciones. Esperemos que no se retire ninguno. Las naciones son Alemania, España, Francia, Italia, Marruecos, Portugal, Suiza y Turquía.

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Antonio Rodríguez Aranda —¿Hay algún equipo favorito? —No, que yo sepa —contestó Anette—. Tras la votación se conocerá el resultado. —Pues ya se dice por ahí que los favoritos son los italianos. Y la verdad es que motivos hay, ya que en el colegio tienen el mayor número de alumnos, además de una gran influencia, dijo finalmente el que preguntaba.. Intervino de nuevo Anette para decir: —Realmente la cultura italiana es importante, pero no lo es menos la francesa o la española, pongamos por caso. A mi juicio, el resultado depende del trabajo realizado por el respectivo equipo. —Pues confiemos en los nuestros y demos por acabada la presente sesión. Buenas noches a todos, terminó el abuelo. Pasados los días, a la casa de Sabiote acudían los jóvenes del equipo, ya con el material de estudio que habían recopilado como con trabajos terminados.Y éstos, una vez revisados por Layiné, se preparaban para la aprobación por parte de Anette. Con todo ello se iba formando un libro que empezó por un tomo, si bien ya se estaba acabando el segundo, pues de Sabiote se había recibido material muy valioso, de tipo histórico-artístico una parte, que galantemente remitió el cronista oficial de la villa, así como datos estadísticos, geográficos, agrícolas y de personalidades locales, al igual que otras materias de interés obtenidas del Ayuntamiento, de la Diputación y del Instituto de Estudios Giennenses. Asimismo, una organización cultural sabioteña, conocedora a través de las cartas de Ginés Cobo de cuanto se estaba fraguando en Ginebra, remitió artículos y publicaciones, pero, sobre todo, un completo estudio fotográfico del pueblo en general, de su recinto amurallado en particular, e igualmente del Albaicín, el barrio que, según decían, por ser el más antiguo y emblemático de la villa tanto interesa conservar en su estado originario. El treinta de abril, el material para editar los dos tomos de que constaba la obra de los sabioteños quedó presentado en la imprenta. El problema económico, que inicialmente tuvo su importancia, se resolvió con relativa facilidad, ya que los asistentes a la casa de Sabiote, y en general los españoles amigos, se volcaron para sufragar los gastos. Veinte días después, los dos libros, perfectamente editados, los presentaba orgullosamente el abuelo a

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los paisanos y amigos. Después, Layiné y sus compañeros los entregaron en la secretaría del colegio. Luego, a medida que se aproximaba la celebración final del concurso y la entrega de premios crecía la tensión entre los miembros de los equipos que se presentaban, así como de sus compañeros, familiares, paisanos y amigos. Además, como la prensa y la radio se habían hecho eco, la noticia se había propagado con rapidez, por lo que eran pocos los emigrantes que no la conocieran, sobre todo de los países partícipes. Por ello, como se hacían pronósticos y cábalas sobre el resultado, se comentaba que tanto Suiza, que había ganado el premio del primer año, como Italia el del segundo, tenían de nuevo grandes posibilidades; si bien finalmente se decía que sería este último país sería el ganador. Por el contrario, los españoles eran menos conocidos ya que, por entonces, el número de inmigrantes y, en consecuencia, de alumnos no era elevado. Además, por el hecho de haber llegado los padres a Ginebra en tiempos relativamente recientes, los hijos no habían podido destacar. Sin embargo, algunos profesores que conocían a los miembros del equipo español, así como la forma en que éstos desarrollaban el trabajo, confiaban en que pudieran dar la sorpresa. Al llegar el día esperado era muy de mañana cuando comenzaron a afluir al colegio alumnos, profesores, familiares y otros interesados que pronto ocuparon no sólo el aula magna en que se iba a celebrar el acto, sino incluso los salones contiguos, los patios y hasta el campo de deportes. Como hizo un buen día y se instalaron altavoces, pudieron seguirse a través de los mismos las diversas intervenciones y el resultado de las votaciones. A las once de la mañana dio comienzo el acto. El presidente, tras declarar abierta la sesión, invitó a cada uno de los ponentes de los equipos a que, por tiempo no superior a quince minutos, ofrecieran una síntesis del trabajo que ya obraba en poder del tribunal. Y como resultado de un sorteo previo lo hizo en primer lugar el ponente del equipo turco. A Layiné, la ponente del español, le correspondió el sexto, pero cuando llegado el momento ésta comenzó a hablar, se produjo un respetuoso silencio, siendo oída después con atención y aplaudida finalmente con calor. Algo parecido ocurrió con el ponente del equipo italiano, si bien sus compatriotas en lugar de aplaudirle moderadamente, lo que hicieron fue provocar un verdadero escándalo con

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Antonio Rodríguez Aranda voces y gritos, a la vez que se jactaron de que el vencedor del torneo que se desarrollaba no podía ser otro que el equipo de su país. Cuando el presidente tocó la campanilla y manifestó que los miembros del tribunal daban comienzo a la votación para elegir el ganador del concurso, el silencio era total. A continuación, aclaró que la forma en que dicha votación se iba a llevar a cabo consistía en una primera fase en la que quedarían eliminados los tres equipos de los países que obtuvieran menor cantidad de puntos; en una segunda se eliminarían dos de los cinco restantes, y en otra final saldrían el ganador y los dos finalistas. Después, tanto las personas que por estar en el aula magna podían escuchar directamente cuanto se decía, como los que por estar fuera lo hacían a través de los altavoces, oyeron cómo el tribunal eliminaba en la primera votación a las representaciones de Marruecos, Portugal y Francia. Luego, al ser eliminadas Suiza y Alemania quedaron como finalistas los equipos de España, Italia y Turquía para dilucidar cual resultaría vencedor. Ante un silencio sepulcral, de los cinco miembros del tribunal el primero concedió cuatro puntos a España, cinco a Italia y uno a Turquía; el segundo miembro, tres a la primera, cuatro a la segunda y tres a la tercera; el tercero, cuatro, cuatro y dos; el cuarto, cinco, cuatro y uno; y por fin, el quinto otorgó cinco puntos para España, tres para Italia y dos para Turquía. ¡Había ganado España! Entonces, la alegría de los españoles se desbordó por el éxito final, y mientras el abuelo se abrazaba a la abuela y los restantes saltaban entusiasmados y se abrazaban entre sí, a Layiné y demás miembros del equipo sus compañeros los levantaron en hombros, y ante tanto griterío fue difícil escuchar al presidente del jurado cuando dijo: —El equipo español, al haber conseguido en la fase final veintiuno de los puntos otorgados por el jurado que presido, ha resultado ganador del III concurso instituido en este colegio por el trabajo presentado bajo el título «El pueblo de Sabiote y su arte, historia, costumbres, términos y modismos». Le siguen Italia con veinte puntos y Turquía con nueve. Se levanta la sesión.

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El juicio x Entre el vecino y la vecina las relaciones andaban muy mal. Hace tiempo de esto y ambos vivían en dos casas pequeñas y contiguas del Arrabal bajo cuyos corrales tenían fácil comunicación, ya que los separaba un bardal que estaba medio hundido. Pero como quien escribió sobre tales hechos es porque los presenció, veamos la forma en que relata el desarrollo de los mismos. —Como la coneja es mía y está en mi corral, tú no tienes por qué venir a pegarle una patá en la panza y más sabiendo que está preñá, dijo la mujer. —Oye, tú, que yo ni sabía que la coneja es tuya ni que esté preñá; y que si he entraó a tu corral es porque ella se pasó del mío. Y pa que te enteres, que si me hubiera estorbao la mato y aquí no ha pasao na. —¿Que la matas? Si tienes pantalones mata la coneja, anda, mátala, que entonces me vas a soñar mientras vivas. Además, que sepas que ahora mismo te voy a denunciar. —Tú lo que tienes es mucha labia, como toas las mujeres; pero lo que sí te digo es que si la coneja se vuelve a meter en mi corral quien te va denunciar en el juzgao soy yo, y ya verás como te va a costar los dineros, manifestó el vecino en tanto se marchaba. Bueno, pues resulta que luego la coneja parió diez conejillos y, como seguía metiéndose en el corral del vecino, éste la acechó y ahí se perdió tanto la pista de la madre como la de todos sus hijos. Sin embargo, al día siguiente el tal vecino apareció con la cabeza vendada y, aunque no dio explicaciones de la causa, a juzgar por indicios racionales y por ciertas informaciones confidenciales, parece ser que, tras desaparecer el animal y lo que había parido, a la hora de comer se produjo en la casa de aquél un penetrante olor a arroz con caldo, y aquella noche, cuando el mismo llegó a su casa, «caliente» como siempre, se oyó un golpe seco seguido de ciertas lamentaciones e improperios. Lo demás son todo conjeturas y cábalas. Lo cierto es que, pocos días después, tanto a los dos inculpados como a los correspondientes testigos llevó el alguacil oficios y citaciones, señal

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Antonio Rodríguez Aranda inequívoca de que el asunto pasó a manos de la justicia sabioteña. Así fue, pues como a continuación se convocó el juicio, al celebrarse el mismo la sala estaba repleta de público; y es que el que luego se conoció por «juicio de la coneja» se había hecho famoso en Sabiote y sus contornos. Una vez abierto el acto, ante la expectación de los asistentes, empezó preguntando el juez al vecino: —Vamos ver, ¿usted ha robado la coneja? —No, señor —contestó el mismo. —Pero es cierto que el día en que le dieron el palo, o lo que fuera, comió usted arroz con caldo. —Sí —contestó—, pero viudo. —Entonces, ¿no ha matado usted la coneja? —No, señor, no la maté. A continuación el juez preguntó a la vecina: —Esa cicatriz que este hombre tiene en la cabeza, ¿es consecuencia del palo que él ha denunciado que usted le dio? —Sí y no —respondió aquélla. —Pues lo que al mismo se le ve no es de haberle dado un coscorrón, manifestó el juez. —Puede ser también de haberse peleao con su suegra, porque siempre están que te tiro que te mato. —Tu boca, arguyó el aludido mientras el público reía. —¡Silencio! —dijo el juez con voz airada, a la vez que preguntó al hombre: ¿Quién tiene la coneja? —La tiene esta mujer y, además, la tiene aquí. —¿Que yo tengo la coneja? ¡So embustero!, ¡mariconazo! —Sí, señor juez, en el cenacho ese que ha traído tiene la madre y los hijos, afirmó el hombre con contundencia. Hubo en principio una gran expectación en la sala, mas se produjo a continuación tal silencio, que cuando su señoría preguntó a la misma si el cenacho que había en el suelo era suyo, apenas se oía respirar. Pero, al contestar ella que sí e intentar seguir hablando, dijo aquél cortándola: —Alguacil, registra ese cenacho o cesto o como se llame. Cumpliendo el subordinado la orden metió la mano en el mismo, y, cogida por las orejas, sacó… la coneja. Después, extrajo los conejillos y

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los puso a la vista de todos. Luego, junto con la madre, los volvió a meter donde estaban. Ante tan inesperados hechos quedó el público pasmado, la vecina anonadada, el vecino triunfante y el juez atónito. —Mala cosa es ésta, buena mujer, mala cosa. El asunto se enreda más de la cuenta, pues ahora todo hace pensar que esté usted acusando falsamente a su vecino. Porque —preguntó su señoría— el cesto es suyo, ¿verdad? —Sí, señor, es mío, pero ni yo lo he traído ni metí en él esa parva de conejos. Quien hizo el robo ha puesto aquí los animalillos en la forma en que están. —¿Ha sido usted? —preguntó al otro. —No, señor, lo que ocurre es que esta mujer se quiere burlar de la justicia mintiendo, pues en realidad fue ella quien lo hizo. —Por cierto, aquí falta un conejillo, dijo la vecina a la vez que revolvía el contenido del cesto. —¿Qué nos dice?, inquirió el juez. —Lo que oye, que aquí hay nueve y que falta el blanco y negro. Rascóse el juez la cabeza, maduró su decisión durante cierto tiempo y al final dijo: —Como los dos han perdido el presente asunto, he decidido que los sesenta reales de costas de este juicio se paguen entre los dos, así como que se parta la coneja a fin de que cada uno se lleve una mitad, y que se distribuyan también por mitad los hijillos de la misma. Ésta es mi sentencia. Y a quien Dios se la da, San Pedro se la bendiga. ¿Están conformes? —Sí —afirmó él—, me parece justa. —No, no estoy conforme —dijo ella airadamente—. Yo prefiero que este hombre se lleve mi coneja y los conejillos, porque si a ella me la matan y además se mueren luego los hijos, como ocurrirá, a mí se me parte el alma. Quiso el juez madurar su decisión y, tras anunciar un breve descanso, llamó al alguacil a su despacho. Más tarde dicho alguacil puso un pequeño paquete sobre la mesa y, reanudado el juicio, mandó el juez al vecino ponerse en pie, a la vez que le dijo en tono de reprimenda: —Usted pensaba que todo lo tenía muy bien preparado, pero se le ha olvidado un pequeño detalle, y es que creía haberse traído a todos estos simpáticos roedores, si bien se dejó uno de ellos. Pero ha bastado que el

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Antonio Rodríguez Aranda alguacil lo pida en su casa en nombre de la justicia para se lo entreguen sin problemas, y ahí lo tiene usted en esa caja que hay sobre la mesa. Ya ve qué claro ha quedado todo, pues quien robó la coneja y sus hijos a esta mujer fue usted, y usted fue asimismo quien, aprovechando la confusión, los trajo aquí metidos en el cesto que también le quitó. Si ahora dice que todo esto es mentira, merece que le den tormento en la Puerta de la Villa en presencia del pueblo entero hasta que confiese la verdad. Así es que como veo que calla y quien calla otorga, quede como condena el merecido palo que le dio su vecina y, además, las costas de este juicio que deberá usted pagar solo. Por todo lo cual mando también que su dicha vecina se lleve esta familia de conejos, porque suya es. Corrido se quedó el hombre, quien, tras ser abucheado por los asistentes, salió despavorido de la sala. La mujer, a fin de que la coneja pudiera dar de mamar tranquilamente a los diez conejillos, con todos ellos metidos en el cesto se fue presurosa y satisfecha.

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La cruz de escaleras de sabiyut

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a visita que he recibido de dos estudiantes de Sabiote, pueblo de la provincia de Jaén en el que estuve hace la friolera de más de setenta años, reavivan en este nonagenario no sólo entrañables recuerdos del mismo, sino la serie de estudios que hice en mis tiempos mozos sobre hechos históricos en él acaecidos y que al ser publicados tuvieron cierta repercusión, sobre todo en el mundo estudiantil, por tratarse de una obra con fondo sentimental sacada de la desconocida y bella historia amorosa local que después relataré. Me explico. Tras mi licenciatura en Filosofía y letras en la Universidad Central de Madrid, pasé a ser auxiliar de la cátedra de Árabe, en la que más tarde fui profesor adjunto y catorce años después catedrático por oposición. Asimismo, dediqué parte de mi actividad docente a la Escuela de Estudios Árabes, visité particularmente algunos países que hablan este idioma y, pensionado, viví en Marruecos y en Egipto durante dos cursos. Pero mis estudios y trabajos en general estuvieron dirigidos a la investigación y conocimiento de la España musulmana, tanto de la llegada de este pueblo al nuestro mediante la invasión del año 711, como de la vida, literatura, historia, religión, costumbres y logros alcanzados en los casi ocho siglos de estancia en el mismo hasta su expulsión en 1492. Cuando durante la segunda República española pasé unos días en Baeza estudiando en su archivo municipal la figura del lexicógrafo y poeta Bakr Jazin al Majzumi (que fue asimismo cadí de la ciudad en el siglo XI), vi referencias del Albaicín de Sabiote, por lo que decidí visitarlo. Para ello, tras hacer el recorrido hasta Úbeda en el tranvía de La Loma, en esta ciudad tomé un autobús al que llamaban la alsina, y, al llegar, nos bajamos en un lugar conocido en el pueblo por Las Barandas, en donde había una vieja posada en la que me alojé. En ninguno de los tres días que permanecí en Sabiote, es decir, en el antiguo Sabiyut árabe, dejé de recorrer durante horas su viejo Albaicín. En él todo me entusiasmó y me emocionó, ya que para mí constituía una perenne evocación del pasado árabe que tanto estaba estudiando. Así, la angostura de sus doce calles, la escasa altura y la modestia de sus sencillas

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Antonio Rodríguez Aranda casas, todas blancas y viejas, su proximidad a la muralla, al castillo y a la mezquita (que sin duda estaría donde la actual iglesia parroquial), y el hecho incluso de que la mayoría de las viviendas tuvieran en la pared un agujero por donde salía el humo de la lumbre casera. Todo, absolutamente todo, me hacía pensar que cada momento era bueno para ver salir de cualquiera de sus puertas un moro con chilaba, turbante y babuchas, o una mora ocultando sus hermosos ojos negros tras un tupido velo. Me relacioné en el pueblo con un maestro nacional apellidado Bertomeu que vivía en él desde hacía años, cuya escuela radicaba en la plaza de la iglesia, frente al ayuntamiento. Se trataba de un hombre jovial y estudioso, muy relacionado con la gente e interesado por la historia local, por lo que me facilitó datos de interés, me presentó vecinos y me acompañó a visitar la villa con sus murallas y castillo, propiedad este último del marqués de Camarasa, el cual servía entonces como granero y almacén de aperos de las fincas rústicas que tenía en los contornos. Pero así como el Albaicín me impresionó, el castillo me decepcionó en principio, si bien hasta que encontré en él los vestigios de interés que buscaba. Pero a ello me ayudó Bertomeu, quien me explicó la profunda reforma que el monumento sufrió en el siglo XVI al comprar el señorío de Sabiote al emperador Carlos V su secretario Francisco de los Cobos, por lo cual, al introducirme en su interior y continuar aclarándome el mismo que la mayor parte de las ruinas que se veía procedían de actos vandálicos de los soldados de Napoleón durante la guerra de la Independencia, sí que encontré después entre las mismas lo que buscaba, principalmente en una de sus torres, pero también en la mazmorra, cuadras y galerías subterráneas. Vi asimismo tales vestigios en otros lugares, como en el torreón del Chiringote, o en las llamadas ventanas moras, sitas éstas en la muralla contigua y conocidas con este nombre a causa de una vieja tradición que afirma que por ellas se descolgaron tres hermanas árabes, a las que esperaban abajo tres enamorados caballeros cristianos con los que se fueron. Pero, un hallazgo que para mí tuvo gran importancia, se produjo de forma casual cuando visitaba el final de una calle nueva que parte de la Puerta de la Villa, y que los estudiantes sabioteños me han recordado que se llamaba y se llama de San Ginés en honor del patrón. Observé entonces que en una plaza que acababan de hacer al final de la misma, había en el suelo un montón de piedras de cantería, entre las

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que me llamó la atención un basamento de piedra, un fuste o columna y un capitel sobre el que habían fijado una cruz de hierro. Preguntando, me dijeron que todo ello acababa de ser desmontado para volver a ponerlo en lugar próximo. Y como aquello, no sé por qué, me interesó, comencé a remover piedras, y escudriñando en la basa del fuste apareció borrosa una larga inscripción con caracteres árabes, pero a fuerza de limpiar y raspar logré descifrar la leyenda cuyo texto, una vez traducido y ordenado, era: «El cadí de Sabiyut Alí ben Alhaken y la cristiana Alisa se amaron, crearon una villa poderosa y los bendijo Alá con descendencia». Removiendo más piedras, en cada una de las cuatro más grandes hallé uno de estos nombres moros de varón: Alhaken, Mohamed, Yusuf y Alí. El significado de la inscripción de tales nombres no lo comprendí en aquel momento, pero después supe que fue el origen de una bella historia. Al ver de nuevo a Bertomeu le conté mi descubrimiento y le dije que me hablara de lo que él sabía de las piedras, a lo que me contestó que desconocía totalmente la existencia de las inscripciones, que lo único que podía comunicarme es que se trataba de un sencillo y antiguo monumento de piedra conocido como la Cruz de Escaleras, formado por una base cuadrada de la que partían cuatro escalinatas que confluían en una meseta superior en cuyo centro había una columna con su capitel y, sobre el mismo, una cruz de hierro. Asimismo me aclaró que a las eras que había en ese lugar las llamaban por ello de la Santa Cruz. Según me explicó también, el traslado obedecía a que el espacio que ocupaba el monumento se necesitaba para la plaza que se estaba haciendo y que ya tenía nombre: se llamaría de Galán y García Hernández en honor de los dos militares que se sublevaron en Jaca y fueron fusilados en 1930. Dándole vueltas a todo ello volví a Baeza, y continuando mis investigaciones en días sucesivos, cual sería mi sorpresa cuando examinando unos legajos escritos en árabe aparecieron los nombres de Alí y de Alisa en una larga historia situada en Sabiyut o Sabiote. La misma la firma en Bayaasa o Baeza Mohamed ben Abd Yelum, escribano del rey de dicha ciudad. Y tanto por su extensión como por su redacción, prolija y conceptuosa, me he limitado a traducir y transcribir textualmente los pasajes de mayor interés que narra el cronista, a resumir el resto y a poner las fechas de acuerdo con la cronología cristiana, toda vez que, como es sabido, si bien es el 622 el año de la era cristiana en que comienza la mahometana, resulta difícil

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Antonio Rodríguez Aranda fijar la correlación posterior de los años de ambas eras, debido a que los mahometanos se rigen por el año lunar que tiene 354 días y los cristianos por el sideral, que tiene 365. Dicha historia que sobre las piedras de lo que después fue Cruz de Escaleras transcribo seguidamente resumida, se sitúa entre los siglos X y XI y se refiere a los reinados de Abd-Al Rahmán III (siglo X) pero, sobre todo, de su hijo Al Haken II, que tuvo cuatro hijos varones y a quien sucedió Hixen II (siglo XI), Sin embargo, en la misma se destacan hechos del hijo menor de aquel, llamado Alí. Es la siguiente:

I En el nombre de Mahoma, profeta divino de Alá, el santo, el misericordioso, el prudente, el sabio, el poderoso, el creador de cielos y tierra, sabed lo que esto viérais y entendiiérais, como nos, el escribano público de mi Señor el Rey de Bayaasa Abdallah ben Muhammad al Bayasí, que Dios guarde, por encargo y mandato suyo doy a conocer cuanto ocurrió a su ascendiente Alí ben Alhaken, cadí que fue de Sabiyut, villa en la que amó y fue amado y en la que quedó un perenne recuerdo de este amor y de su buen arte de gobernar.

II Durante el reinado de nuestro señor el califa Al Haken ben Abd Al Rahmán, e incluso en el de su padre el Príncipe de los Creyentes y primer califa de Cordua Abd al Raman III, Al Andalus tuvo una prosperidad nunca conocida, ya que ambos lograron imponer su autoridad en todo el territorio que, por el esfuerzo de sus ascendientes los omeyas y por el suyo propio, quedaba bajo su jurisdicción. La verdadera religión predicada por el profeta unía en una fe única al pueblo musulmán, el cual, ante el empuje de su doctrina y la fuerza de sus armas, logró que los infieles cristianos fueran continuamente derrotados y que en sus propias tierras quedaran sometidos, pues desde la victoria inicial en el río Guadalete los nuestros llevaban casi tres siglos victoriosamente establecidos. Pero aunque el trabajo, la agricultura, el comercio, las bellas artes y la cultura en general se extendieran desde la capital, Cordua, a los lugares más apartados de Al Andalus, había personas que, ya sea por codicia o por

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deseo de independencia, levantaron armas contra el califa Al Haken II. Tal ocurrió con las plazas de Ubadda, Bayaasa y Sabiyut, conocidas por los cristianos como Úbeda, Baeza y Sabiote, pues llegaron al palacio del califa emisarios comunicando que las dichas plazas se negaban a rendir pleitesía y a pagar vasallaje a quien por derecho divino y humano correspondía, razón por la cual nuestro señor montó en justa cólera y organizó un cuerpo de ejército que, al mando de su hijo cuarto, Alí, salió con orden de someter a los pueblos rebeldes. Pocos días tardaron las tropas en llegar, mas, al hacerlo, encontraron que las dos ciudades mayores, Ubadda y Bayaasa, se habían sometido y acataban la autoridad del califa, que Alá guarde, pero no así Sabiyut, villa que normalmente dependía de la primera. Era Sabiyut una plaza muy fortificada y bien situada por su altura, pero de poca extensión urbana, ya que se limitaba al alcázar, a un pequeño barrio junto a la muralla conocido como el Albaycín y a una mezquita. En el exterior, salvo pequeñas huertas y tierras de cultivo cercanas, las más alejadas eran yermas, monte bajo y arbolado reducido. El alcázar, al que los cristianos sometidos llamados mozárabes conocían por castillo, lo habitaron en tiempos los romanos y los godos, pero durante los siglos que los nuestros llevaban en tierras hispanas fue reedificado y abaluartado, al igual que hicieron con murallas y torreones. Cuando el ejército del príncipe Alí desde Ubadda llegó a Sabiyut, encontró el pueblo vacío, ya que los vecinos que en él vivían se refugiaron en el alcázar. Por lo cual, con el fin de amedrentar a ellos y a los defensores, nuestro señor ordenó que todas sus tropas, tanto las de a pie como las de a caballo, al son de atambores, trompas y añafiles desfilaran rodeando el baluarte, cosa que hicieron. Luego, el pregonero hizo saber que si en plazo de tres días no se rendían, serían pasados a cuchillo, y que después a sus cuerpos no se les daría sepultura. Finalmente, delante de la fortaleza fueron levantadas tiendas de campaña, a la vez que los caballeros y sus caballos ocuparon casas de la villa. No habían pasado los tres días dados de plazo cuando, desde la torre más alta, el emir que mandaba el alcázar hizo saber que salían tres emisarios para hablar con el príncipe Alí, si éste lo autorizaba.

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Antonio Rodríguez Aranda Dio el príncipe su consentimiento, y al salir los emisarios fueron conducidos por la guardia a presencia de su señor. —Que Alá os guarde, venerable señor. El emir Yusuf, nuestro jefe, nos envía para comunicaros que ha sido miserablemente engañado por el cadí de Ubadda Omar Amin, un traidor que Mahoma confunda, quien le comunicó la muerte de vuestro padre, que Alá guarde, así como la desmembración de su reino, por lo cual deberíamos declararnos independientes. —¿Y cómo, insensatos, no os habéis sometido igual que estas ciudades?, bramó el príncipe. —Con todo respeto, mi señor, el cadí Omar no nos ha comunicado este sometimiento ni nosotros conocemos tal noticia. La extrañeza de nuestro jefe y la nuestra ha sido grande al ver que un poderoso ejército de nuestra misma religión ponía cerco a este pequeño pueblo, y por tal causa hemos sido mandados para exponerle lo que oís. —¿En dónde se halla el cadí? —preguntó el príncipe. —Sólo sabemos lo que acabo de decirle. Pero nuestro emir ha dicho que, si lo permitís, él vendrá a hablar con vuestra alteza. Habló el príncipe con sus capitanes y consejeros y volvió para decir a los comisionados: —Decid a vuestro jefe que, en tanto se aclara lo que manifestáis, haga salir del alcázar y poner a disposición del capitán de mi guardia quince rehenes con las manos atadas; pero que de ellos cinco sean guerreros, cinco varones jóvenes, y cinco doncellas. Y que él se presente a mí. —Poderoso señor, con vuestro permiso marchamos y de su parte comunicaremos a nuestro jefe lo que mandáis.

III Estaba amaneciendo cuando se bajó el puente levadizo, se abrieron las puertas del alcázar y salió el emir seguido los rehenes. Y a eso de la media mañana el príncipe hizo llamar al dicho emir y lo increpó duramente a causa de los hechos ocurridos. Éste, abrumado por la dura represión, se excusó como pudo diciendo: —Gran señor, el cadí Omar Amin era el enlace entre Ubadda y esta villa de Sabiyut. Era él quien traía y llevaba órdenes, instrucciones y noticias, por lo que fue el mismo quien nos dio la mala nueva de la muerte de vuestro padre, así como que las tres plazas deberían oponerse

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a cualquier tipo de acto de dominio u ocupación. Desde entonces dejó de comunicarse con nosotros y nada sabemos, salvo lo que nos han dicho los emisarios respecto a que vuestro padre vive, quiera Alá que para muchos años. —Bien —dijo el príncipe—, hasta tanto se demuestre lo que dices, tú y los tuyos permaneceréis en el alcázar a mis órdenes. Las mujeres, viejos y niños pueden irse a sus casas, y, en cuanto a los rehenes, quedarán donde se hallan. Ahora quiero verlos. —¡Capitán! —Mi señor. —Haced que pasen los rehenes. Al poco entraron primero los guerreros, después los jóvenes y, finalmente, las mujeres, de las cuales la última era cristiana, ya que tenía la cara descubierta. El príncipe, sentado en el suelo sobre un cojín miraba distraído el grupo, mas al ver a la que carecía de velo, le dijo: —Cristiana eres, por lo que veo. —Sí. —Sí, mi señor, corrigió el capitán con dureza. —Sí, mi señor, dijo la cristiana bajando los ojos. —¿Cómo te llamas? —Alisa, mi señor. —¿Qué edad tienes? —Haré dieciocho años para la luna de agosto —¿Desde cuándo estás en Sabiyut? —En él nací y en él he vivido. También mis ascendientes han habitado siempre en él desde que vuestro pueblo invadió al mío, pero al cual nosotros conocemos por Sabiote. —Bien, cristiana. Otra de tus compañeras y tú quedaréis a mi servicio, pero las noches las podéis pasar en vuestras casas. IV Para no tener que seguir transcribiendo textualmente lo que el cronista moro relata de forma tan minuciosa, lo sintetizaré diciendo que, allá por los primeros años del siglo VIII, los ascendientes de Alisa vivían en el pueblo visigodo de Sabiote cuando éste fue ocupado por las huestes sarracenas de Tarik tras la victoria de los mismos en el río Guadalete. Después, permane-

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Antonio Rodríguez Aranda cieron en dicho pueblo en donde los cristianos, pese a estar sometidos tras la derrota, eran mayoría y convivían pacíficamente con los musulmanes, con los cuales habían llegado a un acuerdo respecto a la asignación de propiedades, administración, convivencia y libertad religiosa. Últimamente, sin embargo, los cristianos, que constituían el grupo mozárabe, estaban en franca situación de inferioridad numérica y de derechos respecto a los moros que residían en la villa. Por lo que a la cristiana Alisa se refiere, la describe el cronista moro con la prosaica elegancia y sutil finura con que solían hacerlo los de su raza, por lo cual, para no omitir ni una sola palabra, transcribo textualmente lo que el mismo escribió: Era de mediana estatura, talle esbelto, porte arrogante, aunque tímida en sus ademanes, pero seductora con la mirada de sus bellos ojos. El pelo, negro y brillante, caía sobre sus hombros, pero solía adornarlos con una rosa; y su bella tez, teñida por los rayos del sol primaveral, daba un especial encanto a sus encendidas mejillas y deslumbrante figura. La armoniosa y bien modulada voz que tenía, así como sus finos ademanes y su gracia y donaire en el hablar, le daban una simpatía que hacía las delicias de los que la trataban, como lo hicieron de las del príncipe la segunda vez que habló con ella.

V El califa Alhaken, como hombre sensible y culto que era, se rodeó siempre en Cordua de pensadores y hombres de ciencia y formó a sus cuatro hijos en este ambiente. Por ello, cuando el príncipe Alí llegó a Sabiyut y no contó con estos medios, aprovechó sus obligados viajes a las ciudades de Ubadda y Bayaasa para relacionarse con personas interesadas por sus inquietudes, y logró que con regularidad éstas se desplazaran a la villa en que residía, en la cual mantenía con ellos entrevistas y coloquios. Todo en espera de que su padre le autorizara a vivir en cualquiera de dichas ciudades. Pero luego se supo que pensando el califa que al residir en una de ellas pudiera sentirse herida la otra, le ordenó que se quedara en Sabiyut hasta que las circunstancias hicieran aconsejable cosa distinta. Por ello, el príncipe dio órdenes para que le fuera edificada una mansión en tierra del Pelotero, cercana al alcázar y a la mezquita, por lo cual luego, trabajando los alarifes a marchas forzadas, en unos meses pudo celebrar allí sus reuniones y llevar la dirección de las operaciones necesarias para la protección y defensa del territorio de La Loma sometido a su jurisdicción.

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La joven Alisa alternaba la vida familiar con el trabajo al servicio del príncipe, si bien su paulatino acercamiento a éste dio que pensar a los que la trataban. Pero fue con motivo de las fiestas que en el mes de agosto celebraban los moros cuando, tras correrse toros que alancearon algunos caballeros, se tocaron dulzainas y tamboriles y se bailó al son de bandurrias y vihuelas. De esta forma bailó Alí con Alisa, sin que los pocos cristianos y muchos árabes que los veían se extrañasen en demasía, toda vez que era de dominio público que el príncipe amaba a la cristiana. El cronista moro relata estos amores haciendo referencia a gente que de los mismos tenía noticias ciertas, o bien fabulando lo que no había podido ver ni oír. Él lo escribió así. Nuestro señor el príncipe Alí era, además de religioso, culto, virtuoso, emprendedor, valiente y buen administrador de los bienes comunes. No había transcurrido un año desde que llegara a Sabiyut y ya se notaba el peso de su sabiduría y de sus dotes de buen gobernante. Mas tenía un amor y ese amor no era correspondido. Alisa, la cristiana, no escuchaba sus honestos requerimientos amorosos y sus galanteos, pese a ser él un hombre poderoso. Pero, finalizadas las fiestas, y cuando cesaron las músicas, zambras y bailes, el príncipe abordó a la bella Alisa, que se encontraba a la vera de una fuente cercana a la torre de poniente del alcázar, y le dijo: —¿Cómo tengo que decirte que sólo vivo para ti? En ti he depositado mi cariño. Tú eres todo mi amor, porque tu amor lo he buscado como el sediento busca la fuente del oasis, como el hambriento busca un trozo de pan, como la flor al rayo de sol que la vivifica, como el caminante la sombra y la paz de la palmera, como la madre al niño, como el moribundo a la vida... Quiéreme, Alisa, como yo te quiero a ti. Tú puedes ser mi salvación, porque sin tu amor la vida me resulta insoportable. —Mi señor —dijo ella—, bien quisiera yo que no existieran las barreras que nos separan. En mi corazón hay para vos un vivo sentimiento de gratitud por haber puesto sus ojos en mi humilde persona, pero yo estoy en el suelo y vuestra alteza está en las alturas, en donde lo están también las águilas y los halcones. Habéis entrado en mi corazón, sí, pero no podéis permanecer en él porque es fino el hilo que nos une y puede romperse. —No, bella Alisa, no. Lo que nos une es el amor y ante el amor todas las demás fuerzas se han de rendir. Si no me quieres, dímelo. Pero si hay en tu pecho un poco de sentimiento, ternura, compasión, afecto o buena

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Antonio Rodríguez Aranda voluntad, dímelo también, porque tal vez me baste si es que con el tiempo puedes quererme como yo te quiero a ti ahora. —Alí, Alí, el amor y el cariño penetran, pero nunca por agradecimiento, sino en justa correspondencia hacia quien te quiere. Mas, para que se alojen en el corazón y permanezcan siempre en el mismo, deben darse circunstancias que en nuestro caso no se producen. —Sí Alisa, sí. Sé bien a lo que te refieres: la clase social, el dinero, la religión... Sí, lo sé. Pero óyeme bien. Estoy dispuesto a dejarlo todo por ti. Marchemos si quieres a un reino musulmán o si lo prefieres a uno cristiano. En cualquier sitio tenemos un Dios al que podemos adorar: tú, por los ritos de tu religión, yo por los de la mía. No olvides que la madre de mi madre era cristiana y que así como no sería justo abjurar de lo que cada uno llevamos tan dentro, yo sí puedo prescindir de honores, privilegios y riquezas, si es que me lo pides. —No, Alí, no te pido tanto, porque detrás de todo eso tienes padres, hermanos, familia, riquezas y todo un pueblo que te quiere. Ahora sólo puedo decirte que yo también te amo, si bien no he querido dar entrada a tu cariño porque considero excesivo que puedas sacrificar parte de tu vida por mí, que nada soy ni nada tengo. Deseo que mi Dios y tu Dios te protejan siempre, pero deja que piense y decida sobre lo que me pides. Alisa se marchó y entró en su casa, mientras una luna llena y deslumbrante se ocultó también tras las nubes.

VI Aunque la prudencia y la discreción de la bella cristiana eran conocidas en la villa, no pudo, sin embargo, ocultar hechos tan evidentes como que el príncipe extremaba con ella sus atenciones, ya invitándola a fiestas y saraos, a las reuniones que se celebraban en su casa o haciéndola partícipe de sus proyectos y decisiones, tarea esta en la que ella le ayudaba, sobre todo cuando afectaban a Sabiyut. Mas, para él, cualquier momento era bueno a fin de declararle su amor apasionado, su cariño entrañable y su continua felicidad. El historiador moro se recrea en los dichos y requiebros que el amante hacía a su amada, así como en la conversación que, de esta forma, ambos mantenían: —Debemos permanecer siempre unidos, viviendo el uno para el otro como dos enamorados que se quieren, como dos ruiseñores que cantan el

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mismo trino, como dos flores que nacen y crecen juntas y se perfuman con el mismo aroma. —Sí —contestaba Alisa—, pero no puedo creerte, porque vosotros, los guerreros, sólo pensáis en batallas y conquistas. —¿Para qué quiero yo más conquistas que la de tu corazón? Él será mi prisionero o, si así lo quieres, yo su cautivo. Pero juntos viviremos eternamente aprisionados por las redes del amor. Déjame que te ame y sea la luz que te guíe, pues así tu felicidad será mi propia felicidad. —Los amores son como los reinos —dijo ella—; perecen cuando han alcanzado su plenitud. —Mi reino desaparecerá cuando desaparezcas tú, porque siempre será el pedestal que nos sustente. —Si tanto me ofreces, ¿cómo puedo pagarte? —preguntó Alisa. —Conservando en tu corazón el aire que respiro y el aliento que inunda mi ser, a fin de que todo lo mío quede siempre dentro de ti. —¡Oh, sí, quiero vivir para siempre en el paraíso que me ofreces; y en este otro que son tus brazos, mejor aún! —exclamó la cristiana mientras él la besaba apasionadamente.

VII El día que en briosos corceles llegaron a Sabiyut emisarios para comunicar al príncipe la mala nueva de la muerte de su padre y señor, se había producido ya la separación de Cordua por parte de Gien y de pueblos de su cora, como Ubadda, Bayassa, Xaudar y otros, pues antes de la muerte del califa y a causa de su larga enfermedad, había habido revueltas y conatos de independencia que se hicieron efectivas poco antes del fallecimiento. Partió Alí hacia Cordua para asistir a las exequias y, cuando regresó, dijo a Alisa que su medio hermano Hixen, sucesor de Al Haken, su padre, le había dado en propiedad y dominio las tierras de Sabiyut con total independencia de otras ciudades, pero con sumisión a Cordua, aunque sin obligación de pagar vasallaje. Respecto a la situación personal de ambos, le dijo que la comentó igualmente con Hixen y que estaba de acuerdo en que los dos podían proceder libremente de acuerdo con sus creencias y costumbres, si bien los hijos que pudieran tener deberían seguir la religión del padre. Mohamed ben abd Yelum, el cronista musulmán, narra cómo reinó el príncipe en Sabiyut en la siguiente forma.

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Antonio Rodríguez Aranda Durante los más de dos años en que el príncipe Alí rigió los destinos de los pueblos de La Loma de Ubadda, mantuvo el orden y la paz en los mismos, así como la dependencia respecto a la autoridad del califa, pero cuando la muerte de éste se produjo, su atención se centró únicamente en Sabiyut, su pueblo, a fin de lograr la prosperidad del mismo y el bienestar de todos, ya que por aquella época se produjo un largo periodo de paz y un extraordinario auge, pues se construyeron casas y se arreglaron las calles, el alcázar y las murallas, pero, sobre todo, se empezaron a roturar y a cultivar los campos en los que se plantaron olivos y se sembraron cereales, a la vez que se abrieron pozos, principalmente en las tierras llamadas del Chiringote, bajo la muralla que mira al río Guad-al-limar, por ser lugar en el que el agua mana con facilidad. En esta época de prosperidad nació el primer hijo de Alisa y de Alí, un bello retoño al que en memoria del abuelo Alhaken le pusieron su nombre. Con este motivo el amor entre la pareja se redobló y algunos criados cercanos me contaron que ellos hablaban de esta suerte: —Alisa, amor mío, ¿cómo puedo pagarte tanta felicidad? —Nada tienes que pagarme porque soy yo quien te debo lo que soy y lo que ahora tengo, que es esta maravilla que hemos recibido del cielo. Míralo, Alí, mira esta deliciosa obra de nuestro amor. ¿Cómo podremos pagar a tu Dios y al mío esta ventura? —Mandaré a mis alarifes que hagan un suntuoso monumento. —Muchos monumentos tendrán que hacer si llegan tantas obras de nuestro amor como espero. —Se harán, Alisa, se harán, si tú lo quieres y yo lo mando. —Yo quisiera que sobre los verdes campos de tu Sabiyut, que es mi Sabiote, y frente a las azuladas sierras que se ven al fondo, coloquemos un sencillo monumento con una alta columna que mire al cielo, así como que la misma se sustente sobre un basamento o basa cuadrada de piedra viva sujeta a la tierra. La columna será la expresión de nuestra gratitud a quien desde las alturas nos ha dado esta dicha. La basa de piedra es el fruto de nuestro amor: el hijo que tenemos. De esta forma, si Dios nos manda más frutos, sobre la anterior haremos más basas a modo de escaleras. —Todo se hará como dices, porque tus deseos son para mí mandatos. Días después, para celebrar el feliz natalicio hubo toros, torneos y fuegos de artificio. En la plaza del alcázar se celebraron bailes y zambras al

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toque de añafiles, alilies, alaudes, guzlas y otros instrumentos. De noche, se iluminaron con hachones los jardines existentes entre la residencia del príncipe y el alcázar, en donde había rosales con flores, rosas, jacintos y tulipanes; y las fuentes y surtidores ofrecieron bellos juegos de agua. Pasaron los años, y como la paz subsistió, en los campos de La Vega, La Solana, La Barquera, La Serna y otros, abundó el trigo, la cebada y los garbanzos. Desde Los Calares hasta el alto cerro en que se asienta la villa, empezaron a producir los olivares que en distintos sitios habían sido plantados. Después, muy viejos dejaron este mundo para buscar la protectora sombra de sus dioses el príncipe y la cristiana Alisa, pero los nombres de los mismos quedaron grabados en el corazón de los moradores de la villa durante mucho tiempo, al igual que también quedaron de igual forma el de cada uno de sus cuatros hijos, Alhaken, Mohamed, Yusuf y Alí en cada una de las escaleras del monumento ideado por Alisa al nacer su primogénito. De todo lo cual, como recuerdo perdurable, dejo escrita hoy en Sabiyut esta verdadera crónica, en el nombre de Alá todopoderoso y de Mahoma su profeta. Así acaba la historia que escribió el cronista moro y que, debidamente fragmentada, publiqué tiempos ha con el fin de reducir el texto de tan larga narración. Hoy, cuando con más de noventa años me visitan de nuevo los estudiantes sabioteños y me traen un número de La Puerta de la Villa, revista que editan en su pueblo y que lleva una fotografía en la portada de la llamada Cruz de Escaleras, al contarme que ésta es una reproducción de la que yo vi en los primeros años de la década de los treinta en la que se llamaría luego plaza de la Santa Cruz, así como al preguntarme la razón de llevar una cruz sobre la columna procediendo el monumento de tiempos de moros, les contesté que éstos últimos podrían haberla colocado en prueba de su reconocimiento y amor hacia Alisa, o bien los cristianos con posterioridad, es decir, al ocupar la villa el rey castellano Fernando III el Santo, máxime cuando el nuevo Sabiote querría recordar de esta forma a la protagonista de la bella historia sentimental que llevó el amor, la paz y la prosperidad a su pueblo árabe sin renunciar a su fe cristiana.

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La guerra

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omo después del recreo los chiquillos habían llegado tarde a la escuela, el maestro no los había dejado entrar. Era un grupo de alumnos numeroso, y al no querer ninguno volver a sus casas por razones fácilmente comprensibles, decidieron irse a jugar. Pero si bien unos quisieron hacerlo a juegos pacíficos, tales como los marrios, la chicha, el cangreje, el romo y el mocho o la pie maisa, los más sesudos abogaron por jugar a la liga, pues, al ser éste un juego de carreras, se alejaban de la plaza de la iglesia en donde radicaba la escuela. De esta forma, los niños se dividieron en dos grupos, y unos, los que quedaron de «toros», se situaron en lo alto de la calle Argolla que está a dos pasos de dicha escuela, mas duraron allí poco ya que cuando el último de los que corrieron hacia los albaicines dijo ¡liga!, los de arriba se lanzaron en tropel sobre ellos, si bien éstos buscaron salida hacia el campo, ya a través del arbollón de la muralla, o hacia el castillo por las calles de Enmedio, del Albaicín o la del Cortijuelo. Mientras, de los chiquillos que no habían participado en la liga unos se fueron a la puerta del Sol de la iglesia para practicar juegos más pacíficos, como las bolas o la taba, en tanto que otros que también habían hecho la rabona, jugaban con la trompa al corral en la era del castillo. El corral, que era el juego que gustaba a los más tranquilos, consistía en tirar la trompa sobre dos círculos concéntricos marcados en el suelo (pequeño el interior y grande el exterior), pero de manera que la misma tenía que dar en el primero y salirse al segundo. Si uno de estos requisitos no se daba, la trompa del que la tiraba quedaba en el círculo central sometida a los picotazos de los demás, hasta que, rota la mayoría de las veces, salía fuera, con lo cual su dueño quedaba liberado, aunque sin trompa. Pero los de la liga, cansados de recorrer el Albaicín, optaron por atacar a los que jugaban pacíficamente en las eras bajas. Primero fueron palabras, después, chinas sueltas botaron sobre las cabezas de algunos y, finalmente, quedaron rotas las hostilidades y declarada abiertamente la guerra entre los dos bandos. Así las cosas, los atacantes se replegaron hacia el cementerio a la espera de los acontecimientos, en tanto que los atacados, más numerosos,

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Antonio Rodríguez Aranda pero menos fuertes, tomaron posiciones detrás del molino de don Marcos en donde los mayores constituyeron el grupo de vanguardia en tanto los pequeños ponían «munición» a su alcance. En pocos minutos ocurrió lo que se esperaba, pues una nube de piedras cruzó el aire en todas direcciones sembrando la confusión entre las pocas personas que transitaban por allí. Pero, mire usted por donde, una de estas piedras, afortunadamente de poco tamaño, fue a darle un coscorrón a la mujer del enterrador que en ese momento salía del matadero con un cubo de despojos, y si bien es cierto que sólo le hizo un pequeño chichón, la lesionada soltó el cubo, atravesó impávida las filas de los combatientes entre una nube de piedras y se fue directamente al ayuntamiento a denunciar el caso. Los municipales hacía tiempo que estaban molestos con estos niños que alteraban el orden con harta frecuencia, razón por la cual los tres que había de servicio, con el pregonero en la retaguardia, se acercaron al campo de batalla a fin de restaurar la paz y castigar a los culpables, mientras que varias airadas mujeres les pidieron desde sus puertas que pusieran fin a tanto desmán. Los chiquillos que mantenían su posición en el viejo molino, al llegar la autoridad se encontraron entre dos fuegos y no tuvieron más remedio que correr y entrar en el pueblo a través del arco del Pilarillo. Los del bando contrario, cuando vieron que el enemigo huía y que dejaron el campo libre, subieron a tomar posesión del terreno conquistado, pero al encontrarse con los representantes de la ley volvieron las espaldas y huyeron despavoridos, mas como también por esa parte encontraron otro guardia, al quedar acosados por los flancos se vieron obligados a penetrar por el callejón de los Muertos, pese al peligro que suponía ser vistos y que ello llegara a conocimiento de sus padres. Entre tanto, el delegado o jefe de los municipales mandó al pregonero a la escuela para dar cuenta al maestro de la situación creada. Éste, aunque era hombre extremadamente resolutivo, prefirió obrar con prudencia, por lo que comisionó a dos niños de los pocos que con él tenía a fin de que los contendientes depusieran su actitud y volvieran a la escuela. Por otra parte, el pregonero interpuso sus buenos oficios y se fue a los alrededores de la casa de las Manillas en donde había gran parte de los rebeldes, pero éstos no se fiaron de él y lo mandaron a paseo. Incluso alguno, valiéndose de la superioridad que les daba el número de los que allí había, debió acompañar

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sus palabras con un puntapié en semejante sitio, porque el buen hombre volvió a la escuela entre un mar de lamentaciones y con una mano en las posaderas. Los emisarios que envió el maestro volvieron también sin resultado positivo digno de ser tenido en cuenta, pues la buena nueva que traían era que los rebeldes habían dicho que sólo volverían a la escuela si se les concedía una previa amnistía general. Este estado de cosas hizo que dicho maestro (que era bueno, pero de armas tomar cuando le apretaban las tuercas) se viera obligado a adoptar una decisión, y ante los asustados ojos de los pequeños que en sus bancos seguían atónitos los acontecimientos, dio un fuerte golpe con la palmeta sobre su mesa, puso un «silador» con órdenes estrictas de que guardara el orden, y salió. La plaza estaba casi vacía. Sólo se veían una mujer que con paso cansado volvía de la fuente con un cántaro de agua, un mulero que había hecho tempranera y regresaba del campo, y el sacristán, que se dirigía a la parroquia a tocar el Ave María. Pero el silencio, casi absoluto, apenas se interrumpía por el ruido de las lejanas carreras de unos chiquillos perseguidos de lejos por la guardia municipal. Cuando salió el profesor avanzó por el centro de la plaza hasta situarse junto a la iglesia, y como al mirar a derecha e izquierda no vio a nadie, entonces, solemnemente, casi como si fuera parte de un rito, dio tres sonoras palmadas que retumbaron en el lugar y que se oyeron en los más apartados rincones en que los combatientes se habían ocultado, con lo cual, pasados unos momentos de silencio, quisieron oírse unas pisadas apenas perceptibles. Luego, por la calle del Moral aparecieron las primeras caras pálidas y asustadas, en tanto que otros lo hicieron por la del Castillo y por la Lonja, con lo cual, en muy poco tiempo, cinco, diez, quince, veinte, treinta niños acaso, con no mejor aspecto que el de los soldados de Napoleón tras su derrota en Bailén, iban apareciendo en la escuela. Lo que ocurrió después no llegaron a saberlo los curiosos que se habían congregado en la plaza, ya que las campanadas del Ave María apagaban ciertos ruidos que se repetían con monótono compás. Algo así como si una tabla chocara rítmicamente contra la palma de la mano. Luego, contaban los más viejos del lugar que pasó mucho tiempo sin que los sones de la guerra alteraran la paz del recreo.

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Antonio RodrĂ­guez Aranda

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El guía de turismo (UN RELATO DE TIEMPOS VENIDEROS)

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baldo Molina estudiaba por libre Historia en la universidad de Jaén, a la vez que trabajaba como auxiliar en el juzgado de Sabiote, su pueblo. Además, era secretario de la Asociación de Arte y Cultura local, y con fecha 2 de enero del año 2020 había sido nombrado guía turístico municipal. —Mucho trabajo vas a tener —le dijo un tío suyo que lo acompañaba. —Esto del arte y la cultura me gusta, como ya sabes. Y más ahora, que tras la puesta en vigor en el año 2015 del Plan general de ordenación del recinto amurallado, puedes ver todo lo mucho conseguido en estos años transcurridos. —Hombre —contestó el otro—, últimamente, hasta que dejé el trabajo en Cataluña no he vivido aquí en mi pueblo de forma continuada, así es que no estoy en el entresijo de las cosas; pero que todo ha dado la vuelta en estos años, de eso no hay duda. El cómo se pudo hacer, eso lo sabrás tú mejor que yo. —Pues verás, cuando en el año 2003 fueron declaradas Úbeda y Baeza Patrimonio de la Humanidad, se produjo en estas ciudades un incremento espectacular del turismo. Sabiote está a siete kilómetros de Úbeda y quince de Baeza, su recinto amurallado goza, como sabes, de la consideración de Conjunto Histórico Artístico de carácter nacional por un decreto de 1972, así como su castillo el de monumento perteneciente al Tesoro Artístico Nacional por otro de 1931. Esto, y nuestro amor por el pueblo, constituyó para los de la asociación un reto (como bien dijo nuestro presidente), a fin de incorporarlo al auge turístico experimentado por dichas ciudades. Por ello nos pusimos al servicio del Ayuntamiento para colaborar activamente en la ejecución de dicho Plan. El hermoso resultado obtenido, a la vista está. —Sí —dijo el pariente—, entre otras cosas sorprende ver las murallas reconstruidas, así como puertas abiertas en ellas que antes no existían. Lo que me pregunto es de dónde habrá salido tanta piedra.

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Antonio Rodríguez Aranda —Eso de la piedra fue una buena idea. Lo ocurrido fue que, como vimos que la procedente de las viejas construcciones se tiraba, y sacarla de canteras ya es prácticamente imposible, dimos a tiempo la voz de alerta y como el Ayuntamiento la oyó, se hizo un vertedero en donde se depositaron todas las piedras que antes se perdían. Con ellas, así como con las que había, se reconstruyeron en primer lugar los tres lienzos hundidos de la muralla norte, con lo cual, además, se ha abierta una calle que permite ir directamente desde la calle del Cortijuelo (que está tras el castillo) hasta la calle de la Muralla, que termina en la puerta de los Santos. También has podido ver rehechas las puertas de la Canal, de Santa María y de San Bartolomé. Por otra parte, en la muralla oeste y junto al arco Nuevo, al facilitar los dueños terreno de lo que fue molino de aceites, se puede ya contemplar desde el exterior todo el otro gran lienzo de muralla que va a la puerta de los Santos. Asimismo, entre los citados Arco Nuevo y puerta de San Bartolomé, también ha quedado al descubierto la cerca, aunque por el interior, con lo cual desde esta última puerta no hay más referencia del pasado que los tres torreones del paseo de Gallego Díaz, que no es poco. Pero nada podemos ver a continuación, sobre todo en la puerta de la Villa, ya que en este sector se edificaron el Ayuntamiento y otras casas, pero ahora, frente al lugar en que estuvieron el mercado de abastos y el hogar del pensionista (edificios estos construidos en lugares distintos), no sólo tenemos las espléndidas vistas del parque de Manuel Jurado, debajo, y las más lejanas de las Sierras de las Villas, Segura y Cazorla, así como la de Mágina más a la derecha con Sierra Nevada como fondo, sino que, además, en la misma explanada, queda la muralla con una puerta que da paso al interior y tres torreones a su derecha sobre un espacio o camino que comunica dicho parque con la parte superior en que se haya la vieja muralla situada en la parte alta. Además, se ha acondicionado la muralla existente en la parte baja, es decir, desde el final del pasaje de los Torreones dicho hasta la puerta de Granada, así como desde ésta hasta la de Santa María y, pasada la misma hasta el castillo, por lo cual resulta que, con las excepciones dichas, las viejas murallas sabioteñas han quedado restauradas. Aunque eso sí, en ciertos lugares, como por ejemplo en la muralla sur, hay que revisar los lienzos ya que algunos aparecen como lo que son, paredes actuales más que murallas. Esto, con llagueos, colocación de piedras apropiadas e incluso con remates

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de almenas y miradores puede solucionarse. Ya sabes también que en la actualidad hay libre acceso a todos los torreones. En unos, porque lo permiten los dueños de las casas limítrofes, y en otros, porque las viviendas anejas son ya de propiedad municipal. Si esto último pudiera conseguirse en todos los casos, sería la solución ideal. Llegó entonces un guardia municipal comunicando a Ubaldo que había un grupo de turistas esperándolo. Fue, y en efecto, eran alumnas y alumnos de la Universidad de Jaén que anunciaron antes su visita. Se presentó pues, les facilitó guías y les mostró el recorrido en un mapa del recinto amurallado. Pero los visitantes le hicieron diversas preguntas antes de iniciarlo. —En realidad —dijo uno—, por lo que he leído y oído, la historia de Sabiote comienza con don Francisco de los Cobos, primer secretario de Carlos V, y a quien éste dio la villa como señorío. —Craso error —dijo Ubaldo sonriendo—. Precisamente con las grandes reformas que hizo Cobos se perdieron muchos de los vestigios de tiempos prehistóricos. Vestigios que, en otros casos, han aparecido en diversas investigaciones arqueológicas, así como en excavaciones practicadas.. —De todas formas, el paso de Cobos por esta villa fue muy importante para la misma, pero, según tengo entendido, en la actualidad no hay aquí recuerdo alguno del secretario, añadió el otro. —Pues sí —contestó Ubaldo—. Cobos fue una de las personalidades más importantes de su tiempo y, tras ser nombrado señor de Sabiote, el pueblo se transformó. Sin embargo, en esto llevas razón, pues nunca hemos tenido para él ni un simple recuerdo, aunque sea el que siempre se tiene en estos casos, cual es dedicarle una calle. Bien es cierto que en el Consejo de Arte y Cultura local, al que pertenezco, propuse que la parte de la calle Minas que va desde la puerta de Granada hasta la plaza de Alonso de Vandelvira lleve su nombre, pero nada se ha resuelto hasta la fecha. De todas formas, ya nos referiremos a él al visitar el castillo. Y ahora —añadió Ubaldo—, si nos centramos en el motivo de vuestra visita, quiero que empecemos por un barrio que permaneció inalterable durante las transformaciones urbanas del secretario Cobos y que prácticamente así se ha mantenido hasta la fecha, como podréis ver. Me refiero al barrio del Albaicín. —¿Como el de Granada?

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Antonio Rodríguez Aranda —Bueno, en lo que respecta al nombre, es verdad que en España sólo existen estos dos barrios. Por lo demás, lo que os puedo decir es que, naturalmente sin hacer comparaciones, el nuestro no os va a defraudar. ¿Lo vemos? Pues adelante. Entraron por el Arco Nuevo, y Ubaldo, mostrándoles la torre de la iglesia parroquial que se ve a lo lejos, les dijo que todo cuanto queda a la izquierda constituye el barrio del Albaicín, así como que el mismo está formado por doce calles, de las cuales (sin que naturalmente haya regularidad en el trazado), seis son perpendiculares a la muralla y las otras seis transversales. Siguieron en dirección a la iglesia, se pararon a la entrada de la primera calle, que es la de Lodas, apreciaron su empinada cuesta y vieron por encima de las casas del fondo las tierras rojizas de El Condado y las estribaciones de Sierra Morena. Continuaron y entraron al Albaicín por la calle siguiente, que es la del Duende. A partir de ahí, sin hablar apenas, los estudiantes miraban las calles sencillas, estrechas y sin aceras, con pequeños ensanches en algunas de ellas a modo de plazuelas, así como las casas, que aunque cuidadas por el exterior, se apreciaba de cuando en cuando algún desmán, aún no corregido, sobre todo en lo que respecta a alturas y colocación de puertas de cocheras inadecuadas. Otras cosas anormales, sin embargo, habían sido corregidas. —¡Mira! —dijo uno—, una chimenea en la fachada. Así era, aunque sólo quedaban ésa y otra como recuerdo de las muchas que hubo. Después, el nivel de vida contribuyó a que desaparecieran, ya que ahora, según se podía apreciar desde fuera, las viviendas, en general, aunque modestas, están bien acondicionadas en su interior. —Veamos ahora los puntos especiales de atracción que hemos creado en el Albaicín —dijo el guía—. Esto se ha hecho porque queríamos ofrecer detalles de la forma en que se ha vivido en tiempos pasados, y con tal fin vamos a ver tres casas que constituyen una muestra de costumbres populares de este pueblo, tanto en la distribución interior de las mismas, como en el mobiliario y enseres utilizados. A continuación, veremos dos museos abiertos recientemente, que son el agrícola, situado en un gran espacio de la calzada de la Muralla, entre la calle del mismo nombre y la parte final de la de la Argolla, en donde vereis una atractiva edificación en la que se exponen mobiliario, útiles y enseres de labranza antiguos, y, en un campo

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inmediato, los aperos vistos en la forma que se utilizaban en el mismo, o sea, los arados y bravanes con las rejas hincadas en la tierra, los rulos o trillos en la era, y un caracol en la misma con capachos para la comida y botijas y botijos para la bebida, además de otros útiles apropiados. Cerca podemos ver otro museo antiguo, cual es el del aceite, en el que hay viejos utensilios y maquinaria con los que antiguamente se elaboraba el aceite de oliva. Por otra parte, vamos a visitar igualmente la típica casa por la que se tiene acceso a la torre o barbacana que hay en la muralla sobre la puerta de los Santos, y cuyas dependencias se utilizan ahora para exposiciones y reuniones de todo tipo. Con estas indicaciones previas, los visitantes recorrieron detenidamente las edificaciones dichas, hicieron diversas preguntas, hablaron con los vecinos y se dirigieron hacia el castillo. Ya en la plaza de entrada al mismo, Ubaldo les dijo: —Como se ha reconstruido el interior de este monumento bélico que estaba prácticamente hundido, bien podemos decir que el mismo ha quedado como en sus mejores tiempos. Su origen es remoto, ya que conserva reminiscencias romanas. Se sabe, por los vestigios que subsisten, que los árabes lo reconstruyeron, pero la primera noticia escrita sobre este castillo se remonta a un ataque al mismo de las tropas cristianas de Alfonso VII en 1137, cuando el Sabiote árabe se llamaba Sabiyut y el castillo alcázar. Sobre un siglo después, hacia 1228 y al mando del caballero don Juan de Zúñiga, una y otro, villa y castillo, pasaron a poder de Fernando III el Santo de forma definitiva. Se conserva actualmente en el Ayuntamiento el fuero que este rey otorgó al pueblo. Luego, su hijo Alfonso X el Sabio le concedió el título muy leal villa y dio la misma en encomienda a la Orden de Calatrava. Además, como anteriormente hemos dicho, en el año 1537 —prosiguió Molina—, el emperador Carlos V vendió la villa, incluido el castillo, a su secretario el ubetense don Francisco de los Cobos y lo nombró Señor de Sabiote. Después, Cobos mandó reconstruir aquél para convertirlo tanto en casa palacio como en fortaleza; interviniendo en las obras de tipo civil su arquitecto Andrés de Vandelvira, así como el escultor Esteban Jamete. Pero el sistema defensivo abaluartado que tiene procede del que se utilizaba en la arquitectura militar italiana cuando ya habían aparecido las armas de fuego y la pólvora. Todo ello lo podéis observar en las troneras, almenas y merlones.

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Antonio Rodríguez Aranda Según parece, en estas obras intervino el ingeniero militar italiano Benedetto de Ravenna. Parte de la obra de Jamete la podéis observar en esos bellos escudos con las armas de Cobos y de su esposa María de Mendoza. La puerta de entrada, que es la única del edificio, tuvo puente levadizo. Pero pasar y mirar ese gran arco escarzano, así como la escalera que conduce al adarve que hay sobre la puerta y la bella reja en la ventana de la derecha. Aquí adentro, contemplad el reconstruido patio porticado en tres de sus lados; y en la pared de enfrente, en donde no hay ni hubo pórticos, ved el escudo y la fecha terminación de las obras que mandó hacer el secretario: AN 1543. Mas ahora —terminó el guía—, dejadme que descanse, que he hablado mucho. Se separaron los jóvenes, subieron unos a los adarves y torreones, bajaron otros a las caballerizas y mazmorras, entraron luego a los salones y estancias y todos volvieron encantados de la amplitud del castillo sabioteño y de las vistas que el mismo ofrecía sobre el valle del Guadalimar y demás tierras y sierras de la lejanía. Ya en la calle, Ubaldo invitó a los visitantes a una copa en el hotel palacio de las Manillas y, antes de entrar, mientras algunos contemplaban la fachada del mismo, una le dijo: —Mira, ese año que ahí figura supongo que será el de la construcción. ¿Te diste cuenta cómo lo han puesto?: MILDL. —Sí, curiosa forma. El cantero no debería estar muy versado en numeración romana. Pero venid todos y contemplad su sencilla, severa y bella fachada renacentista de piedras de sillería con rejas y manillas de la época, así como los basamentos, el dintel, los capiteles y las jambas monolíticas que rodean la puerta, y, más arriba, los escudos nobiliarios. Mirad también esta cuidada entrada que da paso a las estancias y habitaciones del hotel que ahora veremos. Pero, antes de entrar, ved esta casa de al lado: es una antigua mansión que fue de la familia de los Messía y cuya parte más interesante es la fachada. En el bar, en tanto se juntaban todos para tomar un aperitivo, Ubaldo dijo a una de las visitantes: —Yo a ti te conozco, pero, ¿cómo te llamas? —Adela. —Naturalmente estudias en Jaén. —Sí.

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—¿Historia? —Sí, ¿por qué? —También yo estudio lo mismo, pero por libre. Mas —dijo Ubaldo—, lo que ocurre es que te he visto y te recuerdo. Si. Fíjate si tengo memoria: coincidimos en la librería Apolo y en el bar de la facultad. —Pero, perdona, yo a ti no te recuerdo de nada. ¿Qué curso sigues? —Voy a ver si es posible que termine entre junio y septiembre. —Qué gusto. Yo paso este curso el ecuador. —¿Te interesa la historia y el arte local? —Mucho. Por eso sigo tus explicaciones con interés. Soy de Martos y siempre me ha atraído conocer y estudiar cuanto se refiere a mi pueblo. —Pues terminemos este aperitivo y seguiremos hablando después, que ahora vamos a la iglesia parroquial —dijo Ubaldo. Salieron todos y él, situándose frente a la misma, explicó: —Las obras de este templo, dedicado a San Pedro apóstol, se iniciaron a principio del siglo XVI, pero fueron lentas. Pertenece el mismo a la escuela de Andrés de Vandelvira, pese a que de su intervención directa no hay referencia escrita. De lo que sí hay constancia indubitada es de que en él trabajó su hijo Alonso (que era arquitecto mayor de la villa), junto con Juan de Madrid y Alonso Barba. Al arco exterior de esta iglesia hace referencia el dicho Alonso de Vandelvira en su Tratado de Arquitectura. Por otra parte, una nota entrañable fue el esfuerzo que desplegó el prior Gonzalo Gómez, pues desde su nombramiento en el año 1576 hasta su fallecimiento en 1639, durante al menos sesenta y tres años, trabajó y logró que se diera un impulso definitivo a dichas obras. Como habéis visto, la iglesia tiene una esbelta torre y dos sencillas portadas: la del norte, de estilo gótico isabelino, y la del sur, llamada por su orientación puerta del Sol, de estilo protoplateresco. Pero pasad al interior, observad su altura, la amplitud de las tres naves y sus proporciones Si conocéis la de Villacarrillo notaréis que tiene una gran similitud con ésta. Aquélla, como sabéis, es claramente de Vandelvira padre. Ya en el exterior, agrupó a los visitantes y continuó diciéndoles: —Mirad ahora la plaza desde aquí: aquella bella casa del fondo fue el mesón nuevo y, la que hay a su derecha, el mesón viejo; edificio este ampliado recientemente al desaparecer una casa lindera que desentonaba. La que le sigue, según la época y el fin a que se destinó antiguamente, fue conocida primero como casa de los Mendoza (porque perteneció a

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Antonio Rodríguez Aranda doña María de Mendoza, la viuda del secretario Cobos), pero en la misma estuvieron después las escribanías y luego el pósito. La situada frente a la misma fue la casa de don Luis de Teruel, el alcaide del castillo, que la cedió en 1585 para convento de las carmelitas descalzas, hasta que en 1587 se instalaron éstas en el definitivo. Una nota curiosa, al menos por lo poco frecuente, es que Teruel fue padre de cuatro monjas del mismo. Además, tenía dos hijos curas. Un visitante, que al terminar de hablar Ubaldo Molina se había retirado del grupo, volvió diciendo: —En una casa que está al principio de esta calle hay una fachada muy interesante que no hemos visto. Con lo cual Molina, dirigiéndose a la misma, dijo cuando llegó: —Ésta es conocida como la casa de las Columnas y es de finales del siglo XVI. La portada es plateresca y, en ella podéis ver esas dos columnas a cada lado de la puerta con capiteles corintios y figuras humanas y mitológicas. Por dentro fue bien restaurada, y abajo tiene un pequeño, pero atractivo patio porticado y cuadrado, con una columna en cada ángulo y sencillos corredores arriba. Una buena muestra de casa señorial de aquella época. Volvieron, e iban a tomar la calle San Miguel cuando se paró un automóvil con extranjeros dentro, y el conductor preguntó: —Do you speak english? —Yes —contestó Ubaldo. Mas entonces, de un segundo coche que seguía al anterior, un joven abrió la puerta y saludó al guía sabioteño, a quien al parecer conocía, diciéndole que acompañaba a unos ingleses que deseaban conocer el pueblo y que si podía ayudarles. Ubaldo quedó con él para media hora después y, tras separarse, Adela le preguntó: —¿Vienen muchos turistas a Sabiote? —Sí, muchos. Puedo darte números concretos si te interesa, pero el incremento en estos últimos años ha sido espectacular. Ten en cuenta que tenemos tres hoteles y siete viviendas rurales que normalmente están a tope. La reconstrucción de las murallas y de sus puertas y torres, así como el mimo con que se mantiene el Albaicín y la creación de los museos agrícola y del aceite, han sido determinantes. El hecho de no poder competir con Úbeda y Baeza desde el punto de vista monumental y artístico, nos obliga a

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luchar con las armas que tenemos y que estas ciudades no tienen, es decir, un castillo y un recinto amurallado que sorprende a los que los visitan. —¿Seguimos por aquí? — preguntó uno. —Sí. Ésta es la calle de San Miguel, una de las más bonitas del recinto ya que no sólo tiene algunas casonas antiguas y de gran interés, como las llamadas de los Leva, de Rojas y de Sebastián Vaca, sino que recientemente se han hecho otras con fachadas y portadas adecuadas al lugar. Esta calle que queda a nuestra izquierda es llamada de las Minas porque tiene agua subterránea; la de poco más arriba, es conocida por callejón de los Pobres porque a su vera estuvo tiempos ha el hospital de los así llamados. Volviendo por el mismo camino, llegaron a la calle dicha de San Miguel y de ésta a la de los Escuderos, en donde oyeron lo siguiente: —La fachada de ésta casa es de finales del XVI, y en ella podemos apreciar sus columnas, rosetones y otros motivos de adorno, así como la bella y sencilla reja sobre la puerta. Pero vamos a la iglesia de Santa María y al convento, sigamos viendo otras casas solariegas y dejemos para el final la de la tercera iglesia, o sea, la ermita del patrón San Ginés de la Jara. Llegaron a la plaza de la Puerta de la Villa y, cerca, en el paseo, contemplaron los tres torreones existentes. Después se dirigieron a la iglesia en cuya entrada Ubaldo les dijo: —Santa María, conocida por la iglesia de las Monjas, es la más antigua de las existentes y de las que se perdieron. Pero pasad y verla: tiene una sola nave y en el año 1587 se instalaron en él las monjas carmelitas de Santa Teresa (fallecida cinco años antes). Se hizo en el mismo un coro alto con reja frente al altar mayor. En los actos de la fundación y en otros participó activamente San Juan de la Cruz, que era confesor de las monjas. Doscientos cincuenta años después, en 1837, se cerró el convento definitivamente tras la primera desamortización, quedando el coro separado de la iglesia y adosado al convento, que se convirtió en vivienda particular. Pasado el tiempo, el Ayuntamiento local lo adquirió en el año 2005 a una familia a cuyos ascendientes perteneció durante ciento sesenta años. Tras hacer obras de restauración y un salón de actos, pero no de ampliación del edificio, el convento y la iglesia han quedado como un bello recuerdo histórico religioso. Vieron a continuación con detenimiento el edificio que fue casa palacio de los Moreno de Villena, del siglo XVIII, con características renacentistas

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Antonio Rodríguez Aranda en su fachada y una portada en la que se aprecia un incipiente barroco. Por lo demás, en su interior hubo salones, capilla, cuadras, graneros, patios y demás dependencias. Desde allí marcharon todos a comer al restaurante de una atractiva y bien acondicionada hostelería conocida como La Antigua Fábrica, que está próxima a la ermita de San Ginés, la cual visitaron después. —Esta iglesia —les dijo el guía al llegar—, que sustituyó a otra vieja ermita situada en el camino del Cerro, en el siglo XVIII fue edificada en este lugar que entonces estaba alejado del pueblo. Ved su sencilla portada de medio punto con frontón triangular; en el interior —manifestó mientras entraba—, mirad su planta en forma de cruz, el elevado coro a la derecha y, a la izquierda, el altar mayor en que se venera a San Ginés de la Jara, antiguo patrón de la villa, cuya imagen aparece en ese interesante camarín con pinturas rococó al fresco. Cuando al finalizar el recorrido Ubaldo Molina reunió a los estudiantes en una dependencia de La Antigua Fábrica, les informó que su actividad en ese día se había reducido a cumplir con su misión de guía turístico, si bien les aclaró que esa faceta también le servía para estudiar las costumbres, tradiciones, conocimientos, expresiones y todo lo que constituye la cultura local, y que para él sería muy grato reunirlos en otro momento y hablarles sobre todo ello. —¿Y cuándo podrá ser esto? —preguntó Adela. —Si realmente estáis interesados por el tema, por mí cuando queráis. Es más, como nuestra asociación va a organizar unas jornadas sobre cultura sabioteña, ya me ocuparé yo de que seáis invitados. Al salir, uno de los compañeros le dijo a Adela: —¿Vendrás? Te lo pregunto porque si bien es cierto que te he visto muy interesada, la verdad es que no sé si ello es por la cultura sabioteña, que sin duda existe, o por el culto sabioteño que nos ha hablado. —Tonto —le dijo ella sacándole la lengua con picardía.

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Anécdotas e historietas

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urante muchos años nos hemos reunido en el establecimiento de Gil, el Tendero (como era conocido en todo el pueblo), tanto los amigos del mismo que vivían en Sabiote de forma continua, como los que por residir fuera estábamos ansiosos de llegar al pueblo para pasar allí las tardes y enterarnos de las noticias locales y, por qué no decirlo, también para oír las anécdotas, historias, chismes y cuentos que allí se contaban, que si bien ponían al descubierto el ingenio, la perspicacia y la gracia de unos, también, a veces surgía la mala uva de otros. Una tarde que por haber tormenta los clientes eran escasos, aquello se animó, que si uno cuenta un suceso local, otro un chiste, otro una historia de tiempos pasados… Lo cierto es que como siguieron entrando más amigos de la cuenta y se armó cierto jaleo, el dueño de la tienda dijo con un aparente enfado que escondía su siempre reconocido buen humor: —Señores, hablar tos y callar uno, que aquí no hay quien se entienda. Y que sepáis que, como esto no lo organicemos mejor, vais a ir a la puta calle. Así es que yo hablo ahora y vosotros calláis, pues lo que quiero deciros es que si queréis contar algo, tenéis que decir a quién le pasó y el cómo, cuándo y dónde. Si no es así, en vuestra casa es donde mejor estáis. —Qué buena labia tienes —le dijo uno—. Como lo que nos gusta es la gracia con la que hablas, te vamos a mandar de diputao pa que nos representes en el parlamento. Entonces intervino don Evaristo, un maestro amigo de todos que no era del pueblo, pero que tenía escuela y vivía en el mismo desde hacía tiempo, y el cual dijo: —Yo he vivido en otros lugares y, no es por poneros anchos, pero la verdad es que en pocos he visto el gracejo que hay aquí para hablar y contar lo que oigo en las muchas tarde que vengo. Aunque también os tengo que decir que lo hacéis sin orden ni concierto, que os «amontonáis» y así es difícil entenderse. Por eso creo conveniente y os quiero proponer que organicemos un concurso de historietas y anécdotas locales, pero en el que haya un orden y una organización. —¿Y cómo se hace eso? —preguntó uno.

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Antonio Rodríguez Aranda —Es muy sencillo —dijo don Evaristo—, ya que habrá una serie de personas que contarán sus historias y un jurado que las calificará. Yo me ofrezco para formar parte del mismo. —En ese caso —dijo Gil—, como aquí no cabemos los que estamos, mucho menos vamos a caber cuando hagamos ese acto, y menos si viene Pericón, pues ya sabéis el tamaño de cabeza que tiene. Así es que propongo que lo hagamos en el corralón de Rojas, pues como allí hay sillas del bar, montando un tablaillo se pueden subir en él quien hable y la presidencia. En efecto, tres días después se celebró el acto o concurso, cuya organización corrió a cargo de don Evaristo, si bien para resolver el mismo se designó un jurado por él presidido compuesto por tres personas. Pero lo que ocurrió aquella noche no es para contarlo, ya que aunque dicho acto estaba bien organizado y empezó bien, como luego intervinieron otros que ni estaban apuntados, ni supieron guardar el orden establecido, ni ser moderados en el hablar, aquello terminó como la función de Caniles, razón por la cual tuvieron que intervenir los municipales y suspenderla, tanto por el jaleo final de la misma, como porque lo que en ella se contó por algunos recordó a muchos el título de la famosa película de aquellos tiempos ¡Qué verde era mi valle!. Pero, más que por lo del valle, por lo verde. De todas formas, como la trifulca inicial se superó y el acto pudo celebrarse sin más incidentes, vamos a dar a conocer las doce anécdotas que seleccionó y nos facilitó don Evaristo, con el nombre de quién las contó, la aceptación que tuvieron y cómo las evaluó el jurado. (Por supuesto, como a las verdes que también se contaron no les pusieron nota ni él ni sus compañeros, no las transcribimos). Las anécdotas que se contaron y evaluaron son las siguientes: 1. Periquito, el de la Fuente Polo, hacía quinielas en bar Nacional y, como no sabía rellenarlas, llamaba para ello al camarero que era Pepe Carretas. Pues bien, aquel año estaba el Jaén en primera división y, para hacer la quiniela, el camarero, que estaba sentado frente al cliente, iba preguntando a éste lo que tenía que poner en cada casilla. Así: —Sevilla – Betis. Y decía Periquito: —Ponle un uno.

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—Zaragoza – Valencia. —Ponle un dos. —Barcelona – Celta. —Una equis. —Real Madrid – Real Jaén. A lo que preguntó Periquito: —¿Ése es el nuestro? —Sí. —Pues ponle un ocho. (Lo contó Luis Cano. Muy aplaudido. Notas del jurado: 8-7-9). 2. Don Francisco Liñan, que fue el maestro que me enseñó las primeras letras, se manifestaba como muy íntimo de los que él decía sus amigos, que eran siempre los hombres más destacados de su Úbeda natal. Ocurrió que cierta vez que paseaba con otros maestros por la carretera de abajo (y entre ellos don Ángel Soler, que era hombre de fino humor y contestaciones oportunas) salió como tema de conversación el de ubetenses conocidos. Y así, si se hablaba del general Saro, de Gallego Díaz o del marqués de la Rambla, por ejemplo, don Francisco siempre decía de cualquiera de ellos: «Ése es mi hermano de leche». Ante lo cual don Ángel se paró y, dirigiéndose a su compañero, le dijo muy serio: —Amigo Paco, por lo que estoy oyendo me da la espina que, en tus tiempos, a los chiquillos os criaban entonces en Úbeda con leche condensada. (Es de Antonio Lara. Aplaudido. Notas: 6-6-7). 3. En uno de los numerosos partidos que habitualmente jugaba el equipo de fútbol local contra el de la Torre, se alineó con nosotros Francisco el Yuso, un defensa sabioteño que jugaba con un coraje increíble. Pues bien, en aquel encuentro celebrado en el campo que teníamos junto al cuartel de la Guardia Civil, el Yuso ocupó su puesto habitual; y cuando ya terminaban los noventa minutos de juego con un 0-0 en el marcador, el árbitro pitó a los contrarios un córner, por lo cual los diez jugadores nos lanzamos sobre el balón que desde el ángulo tiró nuestro extremo derecha dejándolo muerto delante de la portería contraria. Pero fue el Yuso quien, viniendo desde atrás, se tiró sobre el mismo de cabeza dejándose la nariz

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Antonio Rodríguez Aranda pegada en la tierra. Mas revolviéndose, braceando y pataleando, logró que el balón entrara sin que nadie viéramos cómo ni con qué. Los chiquillos de alrededor de la portería saltaban entusiasmados ante nuestra victoria conseguida en el último segundo, aunque a la vez gritaban diciendo: —¡Ha metío el gol con el culo! ¡Ha metío el gol con el culo! Pero el árbitro lo dio por válido ya que el reglamento sólo prohíbe que se meta con la mano. Cuando estábamos en el vestuario entraron el presidente y el entrenador y, tras felicitar ambos al que metió el gol, el último le dijo: —Hombre, Francisco, acláranos ahora con qué has metido el gol. A lo que éste, mosqueado por lo que habían dicho los chiquillos, contestó un tanto mohíno: —Con to. (Es de Juan Ruíz Palojo. Muy aplaudido. Notas: 8-8-9). 4. A mi amigo, que era hombre tranquilo, de campo, y andaluz de hablar cerrado y escasas palabras, le gustaba llamar al pan, pan y al vino, vino. Pues bien, en cierta ocasión una extranjera a la que él cuidaba el jardín de su chalet (y de la que todos sabíamos que era de vida un tanto alegre), un día, por oírlo y reírse de su forma de ser, le preguntó delante de nosotros: —¿Qué se dice de mí en el pueblo? A lo que el otro contestó: —Que es usted una zorra. Ante lo cual ella, que por conocer su sinceridad esperaba una contestación más o menos de este tipo, tomó la cosa con buen humor y se marchó riendo. Pero uno de nuestro grupo le dijo que había hecho mal y que no se debía hablar así a una mujer. Por lo cual mi amigo contestó con su habitual cachaza: —A esa la vengo tratando yo desde hace tiempo y sé que no se enfada porque de cuando en cuando le tire alguna indirecta. (Es de Pepito Talavera. Muy aplaudido. Notas: 8-7-8). 5. Juan el de Mazagatos contó que cuando unos recién casados, de los que no dice el nombre, subían por la calle de San Miguel tras haberse

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casado en la parroquia, el novio, todo cariñoso e insinuante con su esposa, no dejaba quieta la boca ni las manos. Ella, toda ruborosa y complacida, decía a su ya marido: —Eres más tonto que… Te crees que no vas a tener tiempo pá… (Juan Pérez Valenzuela. Muy aplaudido. Notas: 9-9-9). 6. El juez de paz de la localidad intervino seguidamente para contar que una vecina se presentó un día en su juzgado para hacer una consulta relacionada con las lesiones que le causó una moto, la cual la atropelló en Úbeda al meterse en la acera. Tratando de aclarar el suceso, ella precisó: —Porque yo, mire usted, es que como soy recovera voy tós los días a Úbeda a vender huevos. Y perdone usted la palabra. (Andrés López Piloto. Aplaudido. Notas: 6-6-7). 7. Juanita la de la Torre contó que, como tenía ratones en su granero, llamó a una persona conocida (de quien no quiso decir el nombre) para que hiciera una gatera en la puerta de entrada. Dijo también que el hombre la hizo de mala manera, que echó la tarde y encima le quería cobrar veinte duros. Ante sus protestas, el otro le dijo sin inmutarse: —Juana, sé razonable y no te pongas así, ya que con estas pesetas que te pido tú me pagas sólo la entendementa, porque si yo en lugar de hacer la gatera en lo bajo de la puerta, como la he hecho, la hago en lo alto, el gato no pasa. (Juana Expósito. Poco aplaudida. Notas: 5-6-6). 8. Pedro Virolo tenía el cuerpo de mala manera ya que, según decía, a causa de la caída de su borrico una pierna le había quedado más chica que la otra y los brazos también desiguales. Pues bien, una mañana muy temprano fue a comprar el pan en el horno de su amigo Lucas y, estando allí, apareció la mujer de éste quejándose de los dolores y molestias que tenía en todo su cuerpo. Virolo, al escucharla, dijo a la señora del panadero: —Si quieres ponerte bien bien, te voy a dar una receta que no falla. Y es que durante un mes, sobre esta misma hora te tienes que tomar cada mañana en ayunas un litro de cerveza bien caliente. Con lo cual ya verás como mejora tu cuerpo.

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Antonio Rodríguez Aranda Oído lo dicho, el marido, que en ese momento sacaba el pan del horno, se paró, miró para atrás y dijo a su amigo: —Pues si tan seguro estás que con esa receta mejoran los cuerpos, ¿por qué no te tomas tú una damajuanilla de cerveza hirviendo durante un año a ver si así mejoras el tuyo? (Pedro Pérez López. Muy aplaudido. Notas: 8-9-9). 9. Contó Vico a continuación que su vecina estaba limpiando la camarilla de lo alto de su casa que da al corral, por lo cual no oyó que llamaba insistentemente a su puerta el cobrador del seguro de decesos. Pero que cuando la mujer se puso la mano en la oreja, sí que oyó una voz un tanto afeminada que le decía: —Josefa, el Ocaso. A lo que ella contestó: —¿Qué leche es eso del Ocaso? —Qué va a ser, mujer, pues tus muertos. —¿Mis muertos?, los tuyos, so mariconazo. (Pedro Vico, el viajante. Muy aplaudido. Notas: 8-8-8). 10. Don Lucas, el practicante, dijo que siendo él medio chiquillo medio zangalitrón, en un pueblo cercano al que sus padres iban a coger aceituna, el alcalde del mismo, con ocasión de un temblor de tierra que se percibió en la zona, recibió un telegrama del gobernador de la provincia que decía: «Movimiento sísmico en la zona. Epicentro en esa localidad». Ante lo cual dicho alcalde, asustado por lo del movimiento, ordenó detener a tres del pueblo que eran contrarios al gobierno, y contestó el telegrama con otro que decía: «Movimiento sísmico detenido. Epicentro y dos elementos peligrosos más, en la cárcel». (D. Lucas Navarrete. Aplaudido. Notas: 6-7-6). 11. Bocarrayo, un ubedeño que en aquellos malos tiempos de la posguerra se ganaba la vida ofreciéndonos a los chiquillos paloduz y algarrobas a cambio de trapos y alpargates viejos, volvía andando hacia su pueblo cuando se encontró con su amigo Eduardico el de Torremocha, que, sentado sobre su borrico, llevaba en el mismo a Sabiote dos canastas de brevas.

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Se pararon a echar un cigarro a la sombra de una higuera y Bocarrayo le hizo a Juanico una oferta consistente en darse una panzá de brevas a cambio de los dos reales que llevaba encima. Juanico calculó rápido y aceptó el dinero, mas como viera que el otro se comía las brevas sin mondarlas y a velocidad de vértigo, le dijo: —¿Es que no mondas las brevas? A lo que el otro contestó: —Ahora las de la segunda canasta. (Luís Martínez Cobo. Aplaudido con insistencia. Notas: 10-10-9). 12. Cuando tras la toma de Granada se consiguió la unidad nacional y luego España puso en América la cruz, la lengua y la espada, Sabiote vivió una etapa de auge que se tradujo, entre otras cosas, en la construcción de edificios religiosos y civiles. Uno de estos últimos, de gran interés, fue la casa de las Manillas, cuyo dueño era alcaide del castillo y persona principal del pueblo. Pero ocurrió que la paz del alcaide y de su familia se vio turbada por gritos aterradores que se oían en la casa a medianoche, así como alaridos a la del alba y cadenas que se arrastraban a cualquier hora. Ello dio que pensar a todos, pero como se demostró después que se debía al duende Martinillo, los dueños decidieron cambiar de vivienda, por lo cual un día pusieron delante de la misma cuatro carretones que sus criados llenaron de toda clase de muebles, ropas y demás pertenencias. Cuando dichos carros se pusieron en movimiento, al observar el padre que al pescante del primero iba Martinillo todo contento, le preguntó enojado a grandes voces: —¿Por qué vas tú ahí, Martinillo? A lo que el duende respondió sin inmutarse: —Toma, porque nos mudamos. (Adelaido Vera Rey, menor. Muy aplaudido. Notas: 9-9-9).

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La perrilla tula -1-

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la perrilla la llevó a la casa el hijo mayor, que ya tenía ocho años y que se llamaba Agustín como su padre. Pero aunque éste último no la quería porque decía que era perra de señoritos, como vio que el niño lloraba y que lo acompañaron en el llanto y en el deseo el hermano Vicente, que había cumplido seis años, y la hermanita Adela cuatro, así como que incluso los ayudaba su María, que era la madre, el hombre no tuvo más remedio que venirse a buenas, con lo cual aquel animalillo de unos tres meses de edad, fina de apariencia, de pelo color canela, ojos claros y orejas largas se quedó con todos. Luego, los tres hermanos decidieron llamarla Tula. La vivienda de esta familia, que estaba situada en el Arrabal alto de Sabiote, esquina a la calle entonces conocida por Jardines, era una casa antigua, con dos plantas de altura, patio, amplios corrales y cuadras, la cual siempre había pertenecido a los Zambrana, es decir, a los ascendientes del padre, también agricultores como él. Al principio, cuando los fines de semana la familia se trasladaba al cortijo que tenían en Los Calares, a la perrilla no solían llevarla, mas en cierta ocasión que se acercaban al mismo montados en caballerías, vieron aproximarse un bulto rodeado de polvo, así como después que era ella la que llegó llegó saltando y ladrando sin parar. Y es que se había escapado y los encontró. Comenzado el curso escolar, siempre que los dos niños iban a la escuela (radicada entonces en la plaza de la iglesia parroquial), Tula los acompañaba en la ida y en la vuelta. Y a veces, estaba con ellos durante el recreo viéndolos jugar a las bolas, a la trompa o a la rueda de las patatas. Igualmente se pasaba horas y horas junto a la madre mientras ésta hacía las faenas domésticas; y en otras ocasiones la seguía al lavadero de El Minao al que ella iba a lavar las sábanas y ropa grande con Vicenta, su vecina, la cual, por cierto, estaba muy agradecida a Tula porque con sus ladridos evitó que durante una noche los ladrones robaran de su casa varias fanegas de trigo que aquel día habían llevado los suyos de la era. No hay para qué decir que Adelita, la niña de la casa, era el ojito derecho de la perrilla, así que, como siempre estaba junto a ella, cualquier momento era bueno para verla echada en el suelo bajo su cuna mientras dormía o acompañándola durante sus juegos.

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Antonio Rodríguez Aranda En cierta ocasión, la intervención de Tula fue decisiva para encontrar a Vicentillo, el segundo de los hermanos. Resulta que al salir una tarde de la escuela, el chiquillo se perdió en las calles del Albaicín siguiendo a un perro pequeño. Al llegar el hermano mayor solo a su casa, la madre se asustó; pero más aún cuando empezó a anochecer y el otro no aparecía. Entonces el padre y su mulero bajaron al ayuntamiento a dar cuenta a los municipales. Como con ellos iba también Tula, cuando ésta empezó a oler y a seguir el rastro por los alrededores de la escuela, llegaron todos al Albaicín tras ella y, en la calle del Cortijuelo, frente al castillo, encontraron al niño sentado en el escalón de la puerta de una casa deshabitada, pero profundamente dormido. Una vez Tula se puso lánguida y tonta, dejó de gustarle bajar al cortijo, salía continuamente a la calle, comía poco y ladraba menos. Por lo cual María, que la conocía como nadie, dijo a su marido que la perra se había enamorado. No se equivocó, pues cuando al día siguiente Agustín siguió sus pasos sin que ésta lo viera, observó que en las eras, dentro de un viejo caracol al que le faltaba el techo y la parte superior de las paredes, había encerrado un perro blanco, fornido y de regular tamaño que ladraba continuamente. Sin embargo, como dejó de hacerlo cuando Tula se acercó y además se produjo a continuación un largo silencio, el amo se llevó la impresión de que la perra estaba manteniendo con su amor un apasionado coloquio. Agustín se enteró luego de que el perro pertenecía a una familia gitana cuyos ascendientes vivieron en la cueva de la Corregidora, pero que ahora ponían los carros en que viajaban en las eras sabioteñas, en donde pernoctaban, en tanto que con sus burros recorrían de sol a sol los pueblos de la comarca ofreciendo el género que vendían. Asimismo le dijeron que en muchas ocasiones dejaban en el viejo caracol al perro, e incluso a algún que otro cuadrúpedo que no necesitaban. Pasaron los días, y uno de ellos en que Agustín se levantó muy de mañana para ir a trabajar a un sitio alejado, observó que no aparecía Tula. Extrañado, despertó a su mujer y le dio cuenta de lo que pasaba. Ella, atónita también por el hecho, propuso buscarla en la calle, por lo cual ambos recorrieron el pueblo y no volvieron a la casa hasta la hora en que los niños se levantaban para ir al cole. Pero nada les dijeron. Preguntaron después a los vecinos, y como también fueron luego al cortijo y lugares cercanos sin

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encontrar rastro del animal, a la hora de comer no tuvieron más remedio que dar la noticia a los hijos. La noticia cayó como una bomba. Pensando después que Tula pudiera haber seguido al perro de los gitanos (los cuales ya no estaban en Sabiote), Agustín hizo gestiones ante la Guardia Civil para localizarlos, pero como las mismas no dieron el resultado apetecido y el tiempo pasó raudo, quedó la impresión entre vecinos y amigos de que tanto los padres como los niños se fueron acostumbrando a la falta de su perrilla. No habrían pasado cuatro meses cuando una noche en que María se había acostado tarde, al oír en la calle cierto ruido extraño pero apenas perceptible, despertó a su marido. —Agustín, oigo algo raro. —¿Qué dices mujer? Yo no oigo nada. Mas cuando el leve ruido se repitió, ella dio el salto, se echó un batín por encima, bajó las escaleras como una exhalación, abrió la puerta de la calle y... allí, sobre el suelo, apareció un pequeño bulto inerte, pero que ella supo de qué se trataba antes incluso de tocarlo. Era su perra. Agustín la cogió con cuidado y, ya en la casa, observaron ambos que, aunque aparentemente estaba muerta, ya que no se movía, respiraba con dificultad. María entonces la llamó, le dijo Tula insistentemente, pero ésta no abrió los ojos, aunque sí movió ligeramente el rabo. Mientras ella lloraba, él, más tranquilo en apariencia, le pasaba por la boca un trapo húmedo. Después volvieron a oír un leve ruido, algo así como un gruñido que se percibía en la calle, por lo que se miraron extrañados. Se repitió el ruido y él pudo apreciar al salir que otro perro echado en el suelo e inmóvil, aunque con la cabeza ligeramente alzada, lo miraba con gesto dolorido; tras decirle a la esposa que el animal debía ser el compañero de Tula, lo puso al lado de ésta tras meterlo en la casa. Entonces el perro empezó a chupar lentamente la cabeza de su amada Poco más tarde, al observar que estaban ensangrentadas las patas de los animales, llegaron a la conclusión de que éstos venían andando desde muy lejos. Así es que las curaron lo mejor que pudieron y al perro le dieron agua primero y leche después, pero la perra no admitía nada.

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Antonio Rodríguez Aranda Luego esperaron que amaneciera y, cuando al llegar el mulero vio lo sucedido, propuso llamar al veterinario, cosa que hizo a continuación. Entretanto, los padres empezaron a pensar qué forma sería buena para dar la noticia a los niños, pero como Agustín decidió que se ocupara ella de este asunto, la madre esperó, y a la hora en que se levantaron para ir a la escuela, con gran cuidado empezó a relatarles lo que había pasado diciéndoles que Tula se fue porque se puso novia en Sabiote con un perro forastero, y como a éste se lo llevaron lejos sus amos, ella lo siguió, mas aunque han tardado mucho en volver, ya están los dos en casa, si bien ella muy malita. —¿Cuánto tardará Tula en ponerse buena? , preguntó la niña a la madre. —Como va a venir el veterinario la curará pronto, le contestó. —¿Y quién es el novio?, dijo Vicente. —Lo trajeron unos gitanos a Sabiote y aquí se conocieron. —Pues entonces aquí tendrán que casarse, terminó la niña. El veterinario, que se llamaba Máximo, llegó pronto. Era un hombre joven y agradable que aunque llevaba poco tiempo en el pueblo, en la casa era conocido porque había tratado a la yegua de Agustín. Junto con los padres pasó a la habitación donde estaba la perrilla, la examinó detenidamente durante mucho tiempo, le dio unas fricciones, hizo dos recetas y dijo: —Las próximas veinticuatro horas son decisivas para conocer la evolución de este animal. Creo, a primera vista, que sus dolencias radican en el profundo cansancio producido por una larga caminata. Para ello no hay más que verle las almohadillas de sus patas. Creo, de todas formas, —añadió—, que con lo que le he recetado y vuestro cuidado se producirá una notable mejoría. Respecto al perro no hay problema aparente. Así fue, pues cuando sobre la misma hora del siguiente día volvió, dijo complacido tan pronto vio el semblante de los padres y los niños: —No hay que preguntar por el estado de la enferma. Su mejoría la aprecio en vuestras caras, pero vamos a verla. Entró seguido de todos los de la casa y, al examinar a Tula detenidamente, pudo apreciar que se movía y que intentaba levantarse. Incluso puso en sus labios un poco de leche que el animalillo chupó. —Esto es cuestión de tiempo —dijo—, pero no de mucho, pues antes de lo que creéis la veréis comer y jugar.

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Saltaron los niños locos de alegría y el padre, tras calmarlos, propuso a aquél: —Ahora, Máximo, ¿por qué no ves al «pretendiente»? Pasa por aquí. Salieron al patio y en un rincón, cara al sol, estaba tendido el perro a todo lo largo. Pero no se movió. Como tal vez supuso de lo que se trataba, permaneció quieto mientras lo examinaba el albéitar. —Sigue sin problema —dijo éste—, pero el examen de ambos animales me sirvió y me ha servido para comprobar que han hecho un esfuerzo desmesurado a fin de llegar aquí. Lo que ocurre es que el perro, más fornido y acostumbrado a andar que ella, ha resistido mejor el largo viaje. No muchos días después Tula andaba y se movía con moderación acompañada siempre por su compañero. A éste los niños empezaron a tomarle cariño, pues jugaban continuamente con él y no paraban de darle chuches. Pero, como no lo llamaban por ningún nombre, un buen día dijo la niña haciendo alusión al mismo: —Todos tenemos nombre menos éste. —¿Cómo quieres que le llamemos?, preguntó su hermano mayor. —Si fuera padre yo lo llamaría Padrón, porque es bueno y hermoso. —Pues como no es padre, pero si hermoso, tendrás que decirle Perrón, contestó aquél riendo. La madre, que oía la conversación, sonrió complacida, pero buscó a continuación al padre y le contó lo sucedido. Agustín no dio importancia a lo que oyó y quiso marcharse, pero ella lo retuvo y le dijo que el perro se llamaría Padrón tanto por ser hermoso como porque... iba a ser padre. —¿Qué me dices?, ¿qué sabes tú de esto? —Lo que oyes. Si no, coge a la perra y verás cómo, aunque está delgada, tiene una pancilla que lo dice todo. —Pues que la vea Máximo. —No es preciso, en unos días comprobaremos cuanto digo. No hay duda. Finalmente, al saber que Tula traía descendencia, la alegría de los niños fue mayúscula. Y cuando vinieron al mundo una perrilla y dos perrillos, Adelita, que se mostraba la más satisfecha, propuso celebrar el «bautizo» de los recién nacidos, así como el «matrimonio» de Tula con Padrón. Recordando todo ello, se cuenta en Sabiote que fueron sonadas las fiestas que con tal motivo se celebraron.

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Viejas tradiciones y costumbres Una de las profesoras de sexto de primaria del colegio San Ginés de la Jara, habló al alumnado de las fiestas, costumbres y hechos tradicionales de los pueblos en general, por lo que como trabajo o estudio, y previa información que debían pedir a familiares y amigos, les encargó que escribieran sobre dicho tema, si bien concretándolo en lo referente a Sabiote. Por ello, dentro del plazo que la profe les dio, cada uno de los veintidós niños y niñas que integraban la clase presentó su correspondiente trabajo. Y si bien es cierto que en la mayoría de los casos se repetían las pocas tradiciones que no se habían perdido, aparecieron otras desconocidas para muchos de los jóvenes, e incluso para algunos viejos. Satisfecha por el éxito de la experiencia, y tras exponer el asunto en el claustro de profesores, decidió el director que la profesora resumiera el texto de los trabajos presentados, que se publicara tal resumen en la revista del colegio que aparecía a final de curso, y que se hiciera referencia al número de alumnas y alumnos que habían tratado los respectivos temas. He aquí cómo se hizo la publicación en la citada revista: Las fiestas ecuestres del día de la Estrella Cada día 1 de mayo, festividad de la Virgen de la Estrella, patrona de Sabiote, caballistas a lomos de yeguas y caballos pasean por las calles del pueblo y celebran después carreras en las afueras del mismo. Se cumple así una inmemorial tradición no perdida, en la cual los animales, bellamente enjaezados con ricas entremantas primorosamente bordadas, así como jáquimas en sus cabezas terminadas en adornadas moñas, llevan sobre sus lomos caballistas de todas las edades. Al frente de esta procesión ecuestre va el comisario, el cual enarbola el estandarte y lo juega o gira sobre su cabeza con el caballo a galope. Después, se inician las carreras de los restantes. (Tratan este tema la totalidad del alumnado).

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Antonio Rodríguez Aranda Las representaciones sobre los Reyes Magos Aunque sin la periodicidad anual con la que antes se celebraban, estas representaciones teatrales no han desaparecido del todo, por fortuna. En efecto, desde finales del siglo XVIII las mismas se han venido sucediendo entre Navidad y Reyes, y en tres noches han aparecido en escena La infancia de Jesucristo, Las astucias de Luzbel y Los ensayos de la Cruz. Tales actos, si bien casi siempre se celebraron en una plaza pública, últimamente se vienen haciendo en lugar cerrado, Por supuesto, el director y los actores han sido y son de esta localidad, al igual que el montaje escénico y cuanto se relaciona con dichas representaciones. Hoy, el viejo libro en el que se relatan estos hechos, conocido como Auto de los Reyes Magos, lo conserva una familia sabioteña. (Igualmente tratan lo expuesto la totalidad del alumnado). Las latas de San Juan Los más viejos del lugar recordarán, sin duda, cómo durante la tarde del 23 de junio, víspera del día de San Juan, gran cantidad de niños recorrían las calles de Sabiote portando latas a las que hacían sonar de manera escandalosa e insistente, ya arrastrándolas o golpeándolas con palos y piedras. Esta vieja tradición, ya perdida, procedía de un hecho de armas ocurrido siglos ha, cuando con ocasión de un ataque de los moros al castillo sabioteño, a la sazón desprotegido porque sus huestes luchaban en Granada contra los mismos, tuvo que afrontar el inesperado ataque enemigo. Por ello, ante la falta de guerreros, las mujeres y los niños de la localidad se vistieron como ellos y, desde adarves y torreones, con fuerte ruido de hierros y latas que simulaban los de espadas y otras armas, hicieron creer a los atacantes árabes que el castillo estaba bien defendido, razón por la que éstos huyeron dejándolo a salvo. (Tratan estos hechos once alumnas y cinco alumnos). La cura de las quebrancías Antiguamente, cuando los niños recién nacidos tenían quebrancías o hernias (cosa frecuente entonces), para curar las mismas era costumbre que el día de San Juan una pareja, que necesariamente habían llamarse Juan y María y ser solteros, quebrara la rama de un granado y, bajo el árbol, se procedía de la siguiente forma.

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Tras ligar la dicha rama, cualquier persona íntima de la familia o bien la misma madre del bebé, entregaba éste a la pareja diciéndoles: —En el nombre de San Juan, el chiquillo os doy quebrado y sano me lo habéis de dar. A continuación, la pareja se lo pasaban del uno al otro, a la vez que repetidamente se decían: —Tómalo Juan, dámelo María; dámelo María, tómalo Juan... Luego, si la rama del granado sanaba, ocurría lo mismo con el niño. (Desarrollan este tema siete alumnas y cinco alumnos). Las visitas Las visitas, en la forma en que antiguamente se hacían, es realmente una costumbre perdida. Constituían casi un rito, pues se anunciaban previamente, se recibía a los visitantes con las mejores ropas y eran atendidos en la sala o en lugar apropiado de la casa. Posteriormente, se hacía lo que se llamaba devolver la visita, que consistía en hacer otra para agradecer la recibida. Eran en verdad un acto realizado con más formalismo que en la actualidad y en el que, ante un hecho luctuoso, conmemorativo o festivo, las familias, los amigos y los vecinos se volcaban. Todo un hecho social que revelaba la buena educación, el deseo de agradar y la solidaridad de los que así procedían. (Ofrecen lo manifestado dos alumnas). Los noviazgos y el casorio La preparación para el matrimonio en nuestro pueblo tenía sus formas y éstas se han seguido con cierto rigor hasta no hace mucho tiempo. Los inicios del noviazgo se producían acercándose él a ella o escribiéndole. Acercarse era un acto protocolario, todo un símbolo de interés del que luego decía la madre complacida: «Fulano se le ha acercao a mi nena». La carta fue otro medio de pretensión, si bien posterior, y tiempos ha la misma rara vez la escribía el novio, ya que, como normalmente no sabía hacerlo, buscaba para ello a una de las personas que supieran. Luego, cuando el noviazgo se consolidaba, la pareja podía hablar por la puerta a horas tempranas de la noche, pero nunca después de cenar, ya que, en este caso, los padres como mucho dejaban que la hija hablara por la ventana; mas cuando la misma estaba en lugar elevado, no había más remedio que

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Antonio Rodríguez Aranda hacerlo a distancia, o sea, «hablar a caliche», como entonces se decía. Si era por carencia de ventanas se tenía que platicar por debajo de la puerta, y a eso los chiquillos llamaban «hablar a estilo perro». El noviazgo se formalizaba ante los padres de ella cuando el novio «lo hacía saber». Era éste un acto mediante el cual dos representantes del mismo, que normalmente eran dos hombres de peso (que quiere decir formales y de respeto), se presentaban en la casa de la novia, empezaban platicando sobre temas generales y, en un momento de la conversación, lo corriente era que el más viejo de ellos dijera: «Bien, señores, aquí venimos a algo». Y el «algo» que exponía a continuación era «que los chiquillos quieren casarse». Otro acto solemne, previo a la boda y también desaparecido, fue el «sí», que es la aceptación oficial de la novia y de sus padres al enlace (conocido luego como petición de mano). Según las ganas o posibilidades económicas que hubiera, a la casa de ella iban con el novio sus padres y los familiares íntimos y, cuando no había impedimentos, acudían también invitados de las dos partes. La fiesta se celebraba de noche, lo normal era que se ofrecieran dulces y licores, siendo el principal de éstos el risol, bebida que entonces se preparaba en las casas, pero que ha desaparecido. Del acto, la parte fundamental era el sí de la novia, es decir, su asentimiento expreso cuando los jóvenes invitados pedían a voz en grito: «Que diga la novia que sí», ante lo cual la misma, toda ruborosa, decía sí con voz que no le salía del cuerpo. Finalmente, ella se sentaba y los invitados iban depositando sobre su falda el regalo, que normalmente consistía en dinero. (En forma variada tratan lo dicho diez alumnas y ocho alumnos). Los duelos y los lutos Aunque no el dolor interno, las demostraciones externas ante la muerte de un ser querido han variado de forma notable con el paso del tiempo. Antes, tras el fallecimiento, los gritos, las lamentaciones, el cierre de puertas y ventanas exteriores y las subsiguientes negras vestimentas eran una práctica habitualmente seguida en Sabiote, así como en tantos otros lugares españoles. El entierro religioso variaba de acuerdo con la condición social del fallecido o del deseo familiar. En el domicilio que fue del extinto se rezaba el rosario durante nueve días y, a continuación,

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se celebraba en la iglesia la misa funeral. Después, durante tres años, los parientes íntimos vestían de luto riguroso y ellas (especialmente la viuda) llevaban también un manto negro que en la mayoría de los casos les llegaba hasta los pies. Como antiguamente se daba la triste circunstancia de que los fallecimientos se producían con mucha más frecuencia que en la actualidad, había personas, sobre todo mujeres, pertenecientes a familias largas que siempre vestían de negro. (Sobre lo expuesto se pronuncian cinco alumnos y diez alumnas) Las ánimas y las apariciones En este ambiente de duelos, lutos, carencias e ignorancia, no era raro que arraigaran ciertas creencias, como ocurría en los casos de apariciones misteriosas, casi siempre de un alma en pena que, para alcanzar el cielo, se le presentaba a una persona íntima; y ésta, a fin de conocer sus propósitos, le preguntaba: «Si eres alma del otro mundo dime a lo que vienes». Estas supuestas apariciones, que se prodigaron durante tiempos no muy lejanos y de las que muchas personas que viven recuerdan, terminaban cuando se cumplían los deseos del ánima, la cual, casi siempre, encargaba una misa y, al final de la misma, se presentaba de nuevo para hacer saber a su deudo que había logrado la gloria eterna. (Tratan el tema cinco alumnos y once alumnas). La cencerrá Se perdió hace tiempo la costumbre de dar la cencerrada, es decir, de tocar cencerros tras las bodas de los viudos. Pero, en estos casos, no eran sólo cencerros los que producían el ruido, eran también latas, hierros, gritos... Todo un estruendo en el que se voceaba quien se casaba, el estado de ambos y el ánimo de darles la cencerrá por el hecho de ser uno viudo, pero mayormente si eran los dos. Entonces se solía cantar antes de iniciar «el acto» algo así como:

Si el viudo Andrés se casa,

con la viuda de Adan,

no tenemos más remedio

que darles la cencerrá.

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Antonio Rodríguez Aranda A continuación, se producía el estruendo antes dicho. (Tratan este tema once alumnas y cinco alumnos). Los vayas Según el diccionario, uno de los significados del término vaya consiste en prescindir de la consideración y respeto debido a una persona. Pero, por lo general, esta falta de respeto se suele tener mediante la burla, la sátira o la pulla. Precisamente en el Quijote se hace alusión a esta última cuando don Quijote y Sancho Panza encontraron a tres aldeanas en el camino. Entonces, al hacer creer el escudero a su amo que una de ellas era Dulcinea, la aludida le dijo: —¡Mira con qué se vienen los señoricos ahora a hacer burlas de las aldeanas, como si aquí no supiéramos echar pullas como ellos! Pues bien, no hace mucho tiempo que en Sabiote las conocidas vayas se aplicaban cuando personas jóvenes y con gana de juerga se reunían, ya en un trabajo tipo recogida de la aceituna, en agrupaciones tipo romerías o en las ruedas y cánticos de las de San Antón y la Candelaria. Entonces cualquier ocasión era buena para iniciar las vayas, pero no ya en término despectivo o hiriente para la persona afectada, sino, como antes decíamos, empleando la ironía o la pulla. Así, por ejemplo, un día que en la recogida de la aceituna una de las que más guerra estaba dando con sus vayas arrastraba descuidadamente su bufanda, otra de distinta cuadrilla, con la que peleaba verbalmente desde que llegaron al tajo, le dijo: —Frasca, ten cuidao, mujer, que vas arrastrando el hopo. (Y el hopo, como es sabido, es el rabo de la zorra). En un corro de las hogueras de San Antón, una de las que participaban le cantó despechada al que pasaba y no la atendía como ella esperaba:

Un estudiante tunante se puso a pintar la luna, y del hambre que tenía pintó un plato de aceitunas.

(Lo expuesto lo desarrolla una alumna únicamente).

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Las verrugas y los orzuelos Las verrugas son unos abultamientos redondos producidos en la superficie cutánea, y los orzuelos pequeños tumores formados en el borde del párpado. Ambos producen unas molestas alteraciones que ya son poco frecuentes, pero que antes tenían una mayor manifestación en las personas. A fin de combatir y curarse de tales dolencias, era corriente en Sabiote (así como en otros pueblos) recurrir a personas que, sin ningún tipo de estudios ni preparación, pero con una gran voluntad y convencidos de que tenían un don especial, se dedicaban a curarlas. En nuestro pueblo se ha recordado siempre con cariño a Pedro José, el Padre Eterno como una de las últimas personas que curaron estos males, cosa que hacía mediante una planta conocida como «torovisco» y rezando una oración cuya letra nunca dio a conocer. Pero la verdad es que fueron muchos los que decían haber sido curados así por personas favorecidas de este don especial. (El tema lo desarrollan una alumna y un alumno). Jugar y cantar al corro Hasta no hace demasiados años, con motivo de festividades tales como San Antón y la Candelaria, con sus hogueras, o bien del carnaval, con sus máscaras, era corriente en Sabiote que en los corros o ruedas a las que jugaban las muchachas durante aquellos días, se entonaran cantares alusivos a personas o situaciones diversas, en las que se ponía de manifiesto la chispa y picardía de los autores de las mismas o el salero y donaire de las que las cantaban. En la actualidad, si bien las hogueras son ya muy escasas, antaño eran muchas las que ardían aquellas noches de fiesta con el ramón de las recién podadas olivas, ya sea en los cortijos o en las calles y plazas. Cerca de las mismas chiquillos y chiquillas fumaban cigarros de matalahúva, en tanto que los mocicos saltaban sobre las llamas y las mocicas entonaban canciones alusivas a situaciones concretas. Así, al mirón que con gesto de burla presenciaba todo ello, le cantaban:

Eres alto y delgado como el hinojo,

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lo que tienes de alto tienes de flojo.

Cuando respecto al destinatario de la letrilla había duda, ellas seguían:

Eso va pa quien le va, eso va pa quien lo entiende, que el carbón que ha sido ascua con poca lumbre se enciende.

Al galán que con gestos o miradas se ponía pesado, le decían cantando:

A ese de la gorra echarlo fuera, porque tiene la pata de cantarera.

Si el que pasaba era un quinto o hacía la mili, tenía que oír:

La que quiera un soldado tenga entendido, que siempre tendrá novio nunca marido.

(Tratan el asunto doce alumnas y siete alumnos).

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