El alma de las casas

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aún el olivo en cuyas ramas bajas se ataba la cuerda del columpio que en sus más fuertes vaivenes producía la sensación de que podía rozar la frontera del cielo. Del mismo cielo que se extendía sobre la cumbre de las colinas de enfrente en las que, entre el verde eterno de los olivos, se divisaban el cortijo grande y la casa de la encina. No eran estos sus nombres verdaderos sino los que yo les daba de niña porque en aquel tiempo me gustaba ponerle mis propios nombres a las casas, a las lomas, a los cerros dulcemente entregados al cielo azul o a las nubes, henchidas y volubles como juguetes del viento. Resucitar aquellas vivencias era algo que tenía el sabor agridulce de las frambuesas. En un momento determinado bajé la ladera hasta el arroyo y me senté sobre el tocón de una gran encina que había sido en otros tiempos hogar de petirrojos y jilgueros. Regresé a ella en mi memoria y me pareció percibir su copa alta, áspera y robusta en cuyas hojas se rascaba el viento. Muy cerca de allí estaba el huerto junto a un arroyo que había sido en el pasado un manso y fértil cauce de agua transparente que el transcurso de los años había transformado en desolación. Faltaban varios de los chopos que lo flanqueaban, como esbeltos centinelas, y ya no era el flujo superficial de antes con arrullos de agua. Manos enemigas debían de haberle agregado cauces de escorrentías que lo habían convertido en una profunda torrentera, en un lugar inhóspito, en un cauce devastado por las lluvias con sus bordes salpicados de piedras y brozas. · 18 ·


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