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La corrida
F r a n c i s c o E s q u i v e l
A las cuatro de la tarde, todos los días, el mismo ritual. Ya hacía bastante tiempo que se sentaba en la misma silla de cable, ponía firme su pierna izquierda y afianzado en la sensación, aguantaba los masajes sin reclamo alguno. Lo que ya se transformó en rutina, él lo volvió como una parte suya y cuando su mamá pulsaba apretando con fuerza, hasta le parecía cómodo.
Marcos iba por los ocho años, ansioso por cumplir nueve y contando los días del calendario pegado a la pared de la media sombra que daba al patio, entendiendo que, en quince días, era el día. El barro oscuro y endurecido, a pocos minutos de untarse desde su dedo gordo hasta encima del tobillo, le obligaba a un tiempo de reposo y luego, volvía al enorme campo abierto para inventar algo con los suyos.
Jugar es siempre un entretenimiento propicio de los niños, un lugar enorme en el cual desenvolverse libre, una sensación que cosquillea al placer, con celo de resguardo a su posible obstáculo y un premio al tiempo joven en la curiosidad del tiempo que vendrá. Marcos valoraba su tiempo, supinamente lo comprendía y exprimía de manera diaria, pero de vez en cuando, recordaba. Recordaba su mirada, la calma afirmada desde su presencia hasta los confines de la estancia, recordaba sus bromas y el entusiasmo que imprimía cuando con él y sus hermanos iban juntos tras una pelota y reían, infinitamente reían y los ecos de las risas ahora eran la música de su memoria.
No lo recordaba con números, pero, sabía que hace mucho tiempo él se había ido.
Una tarde habían decidido ir más allá de los que conocía como sus límites traspasando tejidos y tejidos de alambre. Nunca supo en total cuantos fueron. La aventura consistía en meter una pierna primero, entre dos de los alambres ubicados horizontalmente, cuidando que las púas no le corten en alguna parte.
Llegaron al arroyo y esperaron horas hasta dar con el primer pescado y recién cuando el sol anunciaba la llegada de la bandada de mosquitos, uno de los presentes se hizo con la cena
Lo que fue el recibimiento en su casa, tras un día entero paseando campos y refrescándose administradamente, una fiesta gratificante que ahora comprendía alimento para un cariño que se suspendió en carne y que, al mismo tiempo, vivía latiendo con fuerza en su pecho.
— Lo que pasa, es que no sabemos ni si van a volver. — Ya van a ser dos años que se fueron al frente y yo tengo miedo cada vez que veo al patrullero. Buscan fugados, pero también anuncian lo que nadie quiere que se le diga. A lo mejor, ellos también quieren decirnos algo más, pero ¿dónde sabemos si ellos también como nosotros quieren saber y no le dicen? Es diferente, ahí se sabe todo, no se les escapa nada. Al parecer, esto va a seguir siendo largo y nuestro país cada vez más golpeado, con menos hombres. ¿Será que no le podemos preguntar, más amablemente? Todas les tenemos miedo y por eso seguro ellos solo saludan y ya. Lo que podemos hacer es ir a la iglesia, comadre, es lo único que podemos seguir haciendo mientras esperamos una buena noticia o, quién sabe, ver que ellos vienen otra vez. Jacinto, hermano mayor entre los niños, escuchó todo lo que se dijo en la cocina. Encontró meridiano sentido ante lo que acontecía. Nunca se supo mucho de don Ramón y a dónde fue. El líder de los pequeños, aprovechó el momento que comúnmente era de algarabía para establecer algo de reflexión entre los hermanos que, sumado a los vecinos, eran siete niños. Ellas dijeron eso y yo lo que entiendo es que nuestros papás se fueron a la guerra. Escuché luego en la carnicería algo contra los bolí ¿Ellos se están peleando con los bolivianos entonces? Sí, así como fue en la triple alianza que nos dijeron en la escuela. ¿Y cómo podemos saber si eso es cierto? — Vamos a invitarle a jugar al soldado que pasa cada tanto, seguro la vieron. ¿Vos te acordás, Marcos? Sí, el que una vez me pasó la pelota. Yo le tengo miedo.
Un soldado lampiño solía recorrer el pueblo y luego las estancias. Su misión es entregar un sobre. Ese sobre era el anuncio de los lamentos que en las puestas de sol subían el volumen a unos e instalaban ansiedad en otros.
Se trataba del mismo de siempre y se notaba que era amable. Él utilizaba el camino de la casa de los Aranda cuando iba con sobres y destino a otros domicilios. Era temeroso de lo que le podía tocar en suerte al mismo tiempo de sentirse afortunado, si por casualidad se encontraba con algún hombre con características favorables para ir al frente, tenía la tarea de llevarlo a la fuerza galanteando un arma que se le había dado para el efecto y también para protegerse. Nuevamente, iba pasando una tarde cuando fue abordado por siete niños con ganas de sumar un número al partido.
Yo estoy apurado, por eso nomás no puedo jugar con ustedes. ¿A dónde tenés que irte? Eso es secreto todavía, después van a saber luego.
¿Vos le conoces a un señor que se llama Ramón Aranda? Nunca escuché ese nombre. — Nuestro papá es y él ya se fue hace mucho, yo quiero saber si le voy a poder ver otra vez. La pregunta dirigida desde el dificultado Marcos, rengo con un lado del pie completamente chueco, y la mirada, llena de una urgente inocencia, conmovió al uniformado. Yo te juro que nunca escuché su nombre, pero les voy a preguntar a mis camaradas a ver si alguien sabe. Seguro que tu papá está peleando todavía, porque hasta ahora no traje ningún sobre acá. Lo que parecía en principio estéril, al final era algo más, una bocanada de esperanza, una nueva ansiedad a la espera ahora, por un militar más, que de la de antes. Lo que fuera manejado con hermetismo primero, al ser despojado de su coraza celosa de protección anticipada, se volvió asunto de permanente y reiterada conversación en la campiña. Ya se hablaba de lo que comprendía una guerra, de sus alcances y las posibilidades mayormente malas ante la breve expectativa esperanzada en ver retornar aquello que antes era cotidiano. El miedo se volvió uniforme que todos vistieron, los días se fueron alargando y la conciencia del tiempo se iba estirando. Alguna información manoseada por otros muchos previamente, de repente llegaba y tal si fuera fe cristiana, solo reforzaba la creencia de volver a ver al fuerte Ramón Aranda, al padre de los niños, al esposo de Damasia. No era ciencia, era extendida añoranza.
Anidados en esa espera, los días trascendieron por sobre la fecha de espera y Marcos, de nueve años renovaba la querencia de verlo llegar. Poco se veía al soldado lampiño mientras mucho se soñaba con el reencuentro de su papá. Se convirtió en centinela del paso del verde uniforme militar, y el primer colaborador de Damasia que sostenía al hogar desde la chacra, la cocina y la tarea de sus niños de etapa escolar, también aquel ejercicio de untar el barro y la pisada irregular. Por sobre esa realidad física diferente a la de cualquier niño del lugar, las ganas de jugar, las corridas y la pelota, las escondidas y la suerte de reinventar algo que ya hicieron antes y ahora no recordaban. En la media sombra, la mirada de Damasia y Sofía, con un tereré y una pantalla que al calor alivie.
— Vístanse, vamos a irnos a la iglesia a rezar por tu papá. — Mamá, papá, está vivo, va a venir otra vez cuando se termine la guerra. Sí, mi hijo, pero mientras solo podemos irnos a rezar y a esperar. ¿Por qué ya no viene el soldado, mamá? Hace mucho que ya no pasa por acá. Eso está bien, mi hijo, quiere decir que todos están vivos. Se dispusieron de sus mejores prendas, pantalón corto y camisa adentro, cuando a lo lejos vieron a un verde olivo acercarse. Jacinto corrió y detrás de él sus hermanos. La vista fue más rápida que las corridas. Habían pasado tres años y Ramón cargaba una mochila. Los niños se abalanzaron a lágrimas sobre él y a todos les sorprendió la velocidad de Marcos, corriendo a dos piernas firmes y saltando, festejando sin saber cómo, a sus nueve años comenzó a pisar bien, como sus hermanos.