Revista Literaria Ilustrada "Anatomía de la (des)ilusión"

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Revista Literaria Ilustrada

AnatomĂ­a de la (des)ilusiĂłn 1


Anatomía de la (des)ilusión Revista Literaria Ilustrada Coordinación Pablo Nacach

Revista realizada en los meses de octubre, noviembre y diciembre de 2020, en el marco de los siguientes Talleres de Lectura y Talleres de Escritura: Universidad Autónoma de Madrid Vicerrectorado de Relaciones Institucionales, Responsabilidad Social y Cultura/ Oficina de Actividades Culturales. – Taller de Escritura (Campus Cantoblanco/Turno Mañana) – Taller de Escritura (Campus Cantoblanco/Turno Mediodía) – Taller de Lectura “Literatura y Filosofía II” (Campus Cantoblanco/Turno Mañana) – Taller de Lectura “Literatura y Filosofía II” (Campus Cantoblanco/Turno Mediodía) – Taller de Lectura “Literatura y Filosofía II” (Campus Cantoblanco/Turno Tarde) Universitat de Barcelona Vicerrectorat d’Arts, Cultura i Patrimoni/Vicerrectorat d’Igualtat i Acció Social. – Taller de Lectura “Mujeres escritoras III” (Edificio Central/Turno Tarde) Universitat Politècnica de Catalunya UPCArts/Servei de Biblioteques/Biblioteca Rector Gabriel Ferrater. – Taller de Escritura “Escribir X Escribir” (por videoconferencia) – Taller de Lectura “El Boom Latinoamericano” (por videoconferencia)

Copilotas coordinadoras de grupo Mª Alejandra Díaz, Paula Tribaldos, Vanessa Menéndez, Julia García, Francesca del Castillo, Alba Abanades, Alba Murillo, Iratxe González, Irene Picatoste, Gabi Suárez y Laura Domínguez Diseño y maquetación Almudena Alfaro Ilustración de portada La lección de anatomía, Lucía Yubero Ilustración de contraportada Love, Mónica Jofre Edición Álex Cabrera, Laura Domínguez, Julia García y Vanessa Menéndez

Material pedagógico no destinado a la comercialización Contenidos publicados bajo licencia CC by – SA: Creative Commons (Atribución–No Comercial–Sin Derivados 4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0)

Con Raquel y Olga


[ÍNDICE]

[ÍNDICE]

Paréntesis

Judith Osés (y Pablo Nacach)

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Caminos seguros

Mª Alejandra Díaz (UAM)

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Once minutos

Vanessa Menéndez (UAM)

4

Despertar Alba Domínguez (UAM)

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Recuerdos de café

Decir adiós Judith Osés (UAM)

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Cuida’t Paula Tribaldos (UAM)

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Lección de humildad

Julia García (UAM)

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La música Gara García (UAM)

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Anatomía de la desilusión

Marta Íñiguez (UAM)

9

Honoré de matar

Pablo Climente (UAM)

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La dirección de la mirada...

Emma de Lucas (Invitada)

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¿Dónde está el verano?

Álvaro Martín (UAM)

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Teresa López (UAM)

12

La réplica y caramelos

Lara Blanco (Invitada)

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Horror vacui Laura Domínguez (UAM)

14

El camino a tu sueño

Andrea Blanco (Invitada)

Otro viernes Àlex Fernández (UPC)

16

La fuga del sí mismo

Marta Payeras (UAM)

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18

La escuela de John Stuart Mill

Gerard Serralabós (UAM)

39

Microvenganza Rosa Gil (UPC)

20

¿Qué escribir? Ejercicio...

Pedro López (UAM)

Verjin Miquel Masanas (UPC)

22

El piano Rosa Gil (UPC)

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El precio de la juventud

Judith Osés (UAM)

24

Protagonista de todas...

Iratxe González (UPC)

42

Los fríos temblores

Álex Cabrera (UAM)

25

La mano que no mece...

Joao Borges (UAM)

43

Parte de mi ser

Marta Rivas (UAM)

26

El vuelo que perdió...

Javier de los Nietos (UAM)

44

El artista Alfonso Quijano (UAM)

27

La mano de Karl Marx...

Gerard Serralabós (UAM)

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Caspa Road Mónica Jofre (UB)

La pregunta y el silencio

El ventanal Miguel Pera (UPC)

Cristina de Lucio (UAM)

30

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[ÍNDICE] El trabajo más duro...

Viaje a la infancia

Miquel Masanas (UPC) Miguel Pera (UPC)

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Animal nocturno Iratxe González (UPC)

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Àlex Fernández (UPC)

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Infantil Miquel Masanas (UPC)

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Galletas Rosa Gil (UPC)

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54

Una fotografía familiar

Las manos del olvido

Pedro López (UAM)

Eclipse Minerva Ganivet (Invitada)

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Paréntesis Judith Osés (y Pablo Nacach)

«Si por lo menos hiciera menos calor en los condenados autos, si esos árboles de la derecha quedaran por fin a la espalda, si la última cifra del cuentakilómetros acabara de caer en su agujerito negro (en vez de seguir suspendida por la cola, interminablemente)» Julio Cortázar, La autopista del sur

L os subterfugios de supervivencia son hoy más necesarios que nunca. Y bien lo sabemos quienes hemos participado en Anatomía de la (des)ilusión, una revista literaria ilustrada surgida de las entrañas de los Talleres de Lectura y de Escritura de la Universidad Autónoma de Madrid, la Universitat Politècnica de Catalunya y la Universitat de Barcelona, donde por unas horas la espera era apacible. Al abrigo de una serie de ideas que se materializaban al instante, hemos leído colectivamente sintiendo la cercanía del compañero o compañera a dos metros de distancia; hemos pensado y reflexionado para problematizar y no para hipotetizar, para transfomar y dejar de cavilar; hemos escrito como si escribir fuera otra manera de leer... Así pues, en los cuarenta maravillosos textos y en la decena de ilustraciones extraordinarias y asombrosas fotografías que conforman esta Anatomía de la (des)ilusión, la temática es tan variada como los sentimientos albergados en un momento caótico como el presente; son mensajeros de estados del alma de un grupo de estudiantes que no hemos perdido la ilusión, que mostramos que es posible crear obras vitales en tiempos muertos, que trabajamos para sobrevivir a la vida (y al paréntesis).

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etenidos subrepticiamente frente a un semáforo en rojo que se resiste a bajar la guardia, luchamos cada día por zafarnos de un paréntesis sin cierre en el que nos hemos visto confinados como si se tratara de un chaleco de fuerza, ese “elemento incidental, sin enlace necesario con los demás miembros del enunciado, cuyo sentido interrumpe y no altera”. ¿Perdón? ¿Y no altera, dice? Perfeccionando la separación perfecta definida por Debord, que reúne lo que está separado en tanto que separado, tras nueve meses de pandemia global hemos alumbrado el nacimiento de una persona-automóvil, obligada a mantener la distancia de seguridad: si en “La autopista del sur”, Cortázar sitúa la marca de los coches en el lugar de los nombres de sus protagonistas, con la COVID como compañera de viaje nos hemos visto transformados, directamente, en automóviles-burbuja. Ahogados en nuestra propia asepsia, queremos entonces dar marcha atrás, anhelamos el regreso al mundo que conocíamos, cuando en realidad ninguna garantía tenemos de que siga existiendo. Pero, ¿querríamos verdaderamente regresar a un mundo donde la lógica capitalista de explotación social sólo se diferenciaba de la actual porque no llevaba la mascarilla puesta? 2

La dirección de la mirada es el sentido de los pasos. Emma de Lucas

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Once minutos Vanessa Menéndez

«El pintor está ahí, fuerte o débil en la vida pero soberano evidentemente en su modo de rumiar el mundo» M. Merleau-Ponty, El ojo y el espíritu

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l espectador ha de colocarse a una distancia de metro y medio para poder contemplar el cuadro. Pronto pensará que se equivoca de perspectiva y preferirá ponerse de puntillas con tal de no aceptar el hecho de que las extremidades de Abaporu son más grandes que su cabeza. Dará dos pasos hacia adelante e inclinará levemente el torso, entrecerrando los ojos, con el fin de captar la rugosidad de la tela que es la piel del hombre. Una piel compuesta de naranjas que fingen un baño de melanina y juegan con los reflejos blancos, encargados de resaltar el volumen de las curvas que dibujan una silueta deforme. Pronto el observador llegará a una conclusión matemática: tres elementos, por dos de ellos vivos, hacen un total de seis colores. «Paleta primaria», pensará. En este preciso instante se le rogará que destruya sus prejuicios, salga a la calle y regrese a la obra con una mirada libre e infantil. Solo así sentirá una fascinación comparable al primer tacto de nieve o de aquella ola que hizo romper una tarde de verano. Se mezclarán ante sí las diferentes tonalidades de verde que inundan la llanura y el cetáceo sin flores, con la intensidad amarillenta del núcleo solar, fuente de toda luz y sensación de vacío. Ahora sí, se recomienda el uso de gafas de sol. Once minutos es el tiempo medio que tardará el espectador en componer el rostro de Abaporu. De esta experiencia se han recabado miles de interpretaciones. Algunos ven en las cejas un signo inequívoco de espera, mientras que otros se inclinan por el desasosiego de quien se ha visto despojado de sus ropas. Tras haber sentido la voracidad de lo estático, o no haber sentido nada, es momento de leer la introducción que se dispone a la derecha del marco: Abaporu, hombre que come carne humana (Tarsila do Amaral, 1928). 4

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Caspa Road

Decir adiós

Mónica Jofre

Judith Osés

«El tiempo es el mejor autor; siempre encuentra un final perfecto» Charles Chaplin

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5.550 días. Fue lo primero que dijo el doctor cuando empezó mi existencia en este absurdo mundo. Entonces empieza la cuenta atrás para abandonarlo. Vivimos con la certeza de que un día x, a la hora y, la muerte nos espera con los brazos abiertos. Dichas variables son de conocimiento popular, pues te acompañan en tu carta de presentación con la misma, o más, importancia que tu nombre y apellidos. El “¿cuántos años tienes?” torna en un “¿cuántos te quedan?”; no interesas por igual si tu fecha final está próxima. Vives condenado a una marginación inevitable, esperando la llegada de ese funeral al que todos acudirán con lágrimas forzadas, ya que ellos mismos te acompañaron a elegir la madera de tu ataúd. Despedida es sinónimo de obligación. Decir que ella era diferente es un pleonasmo. Su andar bailando sobre las baldosas me hizo seguirla irrefrenablemente. Antes de que quisiera evitarlo, sintió mi presencia y me asió del brazo, arrastrándome por calles perdidas. Descorrió una especie de cortina a modo de puerta y se desplegó ante mí un gran grupo de personas, varadas en un angosto callejón como un barco a la deriva. Allí nadaban a contracorriente. No preguntaban por el tiempo de cada uno, acudían a no ser juzgados, huyendo de una sociedad que les había abandonado. Esquivaban las despedidas acordadas con antelación. No había reloj que sirviese en unos corazones que no latían al ritmo de sus agujas. Ella le dio cuerda al mío. Me enamoré de los instantes que me brindaba, de nuestra despreocupación. Aprendí a olvidar mi existencia determinada. Ojalá pudiese decir que le enseñé algo, aunque sólo fuese encender aquella pequeña cafetera que nunca había utilizado. Veíamos películas a medias, nos columpiábamos en parques inocentes, perdidos en unos ojos que no veían el mundo como los demás. Subía las escaleras de su edificio aquel 432 día que íbamos a pasar juntos. Desgasté mi garganta gritando su nombre por cada recoveco de la casa. Sobre la mesa, una taza de café. Por primera vez, ella había dicho adiós. Y yo nunca podría despedirla. 6

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Lección de humildad

Anatomía de la desilusión

Julia García

Marta Íñiguez «Dormir, despertar; dormir, despertar... ¡Una vida miserable!» Franz Kafka

Q

T

uerida Simone, Tú eres la causa de mi confusión, noto cómo me ahogo en tu mar de palabras, estoy desesperada por dar una bocanada de aire para poder comprender lo que me quieres decir. Me dicen que es necesario “aprender a reír” para leerte, pero es que yo ya sé reírme. ¡Ah! ¡Ahora entiendo! Me dices que es para liberar la tensión intelectual a la que me sometes con tus palabras, desde luego con una perspectiva irónica se entiende mucho mejor la seriedad con la que te expresas al escribir sobre el amor, el tiempo y el efecto salvador de la desgracia. Así comprendo que en última instancia necesitamos sufrir un proceso lento y arduo de lectura y estudio para disfrutar de la revitalizante y etérea santa comprensión. ¿Sabes?, la conclusión a la que he llegado contigo es la que sigue: has originado un efecto dominó en mi interior. Srta. Weil, usted ha tocado una pieza en mi mente que ha caído y en consecuencia me ha provocado un proceso de desescalada intelectual que finalmente me ha llevado a asumir y, lo más importante, aceptar mi más absoluto estado de ignorancia. ¡No entiendo ni el más simple de los conceptos! Otra cosa te voy a decir, voy a tutearte porque después de este derrumbamiento moral creo que hay confianza suficiente. Creo que tienes una especie de vendetta personal por no haberte descubierto antes, eres como un niño, arrogante y egocéntrico que quiere el 100% de la atención siempre, el retrato de tu portada me observa y cala, dándome esperanzas. Mi primera experiencia contigo ha sido dolorosa, realista y devastadoramente dulce. Tengo que confesar lo mucho que me ha gustado regodearme en mi propia ignorancia. Gracias, Simone, por enseñarme una lección sobre humildad intelectual. Con cariño e infinito respeto, Julia.

odo sucedió en un instante que, sin embargo, parecía infinito. Cuando el sol cayó, logré abandonar mi cuerpo. Las agujas del reloj comenzaron a girar más deprisa de lo habitual y los minutos y segundos se entremezclaron de tal forma que hicieron que la imparable circunferencia de cristal dejara de tener sentido en esa nueva realidad. En aquel lugar, la fuerza con la que adivinaba tu llegada era mi única certeza. En el ambiente se respiraba una calma dinámica y onírica. Sé que era de día porque los rayos de sol entraban a través de la ventana con un optimismo casi bucólico. Allí donde el aire se condensaba en diminutas nubecitas que se dejaban acariciar, la emoción recorría cada una de mis terminaciones nerviosas, adueñándose completamente de mí misma. Pude reconocer el lugar; supe que me encontraba en la cocina de casa, donde mi silueta se movía con rapidez y destreza, danzando alrededor de los azulejos de colores, mientras preparaba algo de comida para ofrecerte cuando volvieras. De pronto, algo me distrajo: escuché unos ruidos que parecían lejanos, como si vinieran de otro mundo. Levanté lo ojos hacia el horizonte, pero no fui capaz de identificar el origen de aquellas turbulencias que se hacían cada vez más fuertes. La calma se tornó en angustia cuando noté que era incapaz de enfocar los objetos con la mirada, así que comencé a intuir sus siluetas. Intenté, con torpeza, recordar qué estaba haciendo, pero el tiempo tomó una dirección diferente e inquietante. Los segundos adquirieron forma física y se convirtieron en una lluvia de motas de polvo que, al caer, se posaban sobre mis manos y mi rostro. No podía ver, estaba totalmente ciega y, entonces, sentí que una afilada aguja se clavaba muy dentro de mi oído izquierdo: dejé de esperarte. Al despertar, sentí la certeza de tu ausencia como un dolor físico.

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La direcciรณn de la mirada es el sentido de los pasos. Emma de Lucas

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La pregunta y el silencio Teresa López

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scucha, escúchame,” reclamaba el mundo en un susurro. “Escucha lo que tengo que decirte.” Y Amelia centralizaba toda la energía de su cuerpo en los oídos, bloqueaba cualquier otra función de su fisiología que pudiese redirigir su atención, desviarla de aquel único acto que era escuchar. Sentía entonces como un hipo que se le atascaba en el fondo del pulmón, notaba cómo su cuerpo entero se inclinaba hacia delante, hacia el mundo, en aquel intento ávido de escuchar lo que éste tenía que revelar. “Escucha…” “¡Lo hago!” reprochaba Amelia, maldiciendo contra aquella entidad que exigía caprichosa su atención y se negaba a ofrecer algo a cambio. “¡Te escucho y no dices nada! ¿¡Qué quieres de mí!?” Era esta tensión como un pensamiento que se le asentaba entre las cejas y, terco, se negaba a continuar su tránsito por la mente. Un buscar sin objeto, un pensar vacío. Amelia, en realidad, no ansiaba una respuesta, no le preocupaba hallar una verdad absoluta ni pretendía descubrir un remanso de sabiduría en una realidad vacía de significados. En el silencio, pensaba, está la paz. Pero es que este silencio era, en el fondo, poco más que una burla. Pues a Amelia no le cabía la menor duda, era el mundo el que solicitaba una pregunta en primer lugar. Era el mundo el que la exhortaba a inquirir -¿en qué estarán convertidos mis viejos zapatos?– y era él mismo que se negaba a responder. Si Amelia pudiese, más que suspender el juicio, suspender la propia inclinación a juzgar, la vida sería sencilla. Esta sátira de la que el mundo la hacía objeto continuamente no sería ya más que un chiste sin conclusión. Superaría toda turbación del alma, suprimiría de raíz aquel movimiento inquieto de su mente inclinándose, expectante de una frase que jamás sería pronunciada. Se transmutaría. Se convertiría en el gorrión que, despreocupado, recorre a saltitos un césped vallado, ajeno a la absurda soberbia que lleva a un hombre a vallar un césped. Indiferente a la estupidez que insiste siempre –como decía aquel francés. 12

Pero es que el hombre vive en la inquisición: ¿y qué sería de la vida humana sin la pregunta? ¿Qué sería de la vida humana sin el silencio sutil que cierra un relato de gravedad y gracia? ¿Qué actividad sería posible entonces? ¿Qué deleite podría hallar en una vida sin conciencia? La pregunta en sí misma merecía la pena de la frustración ante el silencio. Y Amelia terminaba siempre por juzgar que hay pensamientos que es preferible apartar de la mente, y que a veces resignarse a saltar una valla y cruzar un césped con un silbido despreocupado en los labios suponía alcanzar una respuesta suficiente.

La lección de anatomía (detalle). Lucía Yubero

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Horror Vacui Laura Domínguez «Si toda la publicidad habla como si así fuese: «cómoda, práctica, obediente, ardiente», se debe a la feminización generalizada de los objetos en el mundo publicitario, pues la mujer-objeto es el esquema de persuasión, la mitología social más eficaz. Todos los objetos se hacen mujer para ser comprados» Jean Baudrillard (1968)

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ociedad del siglo XXI. Sociedad de la información según Castells. Sociedad del riesgo para Beck. “Sociedad de las apariencias”, diría Watts. Ya no queremos ser, queremos aparentar. Y para aparentar, hay que poseer. El verbo “tener” se nos queda corto. Queremos manipular, controlar, palpar, romper. Los personajes de Jerôme y Sylvie de Perec habitan dentro de nosotros. Somos nosotros. Según Baudrillard, actualmente se da una tendencia a la acumulación de objetos y a la ocupación del espacio, dando lugar a una estructuración funcional del mismo, de forma rígida y jerárquica. Así, ya no hay objetos detectables por los sentidos, sino que han sido desplazados por los símbolos: encierran el estrato social al que se pertenece, los intereses y prioridades de uno, ideas sobre cómo comparte “su” espacio (¿cuándo el espacio pasó a ser propiedad?). Es en ese momento cuando los objetos han comenzado a ser sujetos, adquiriendo valor moral y social. Ese momento en el que el sujeto mismo ha dejado de tener poder sobre el objeto-sujeto, haciendo creer a este que es él quien controla y decide la forma y funcionalidad del objeto. Pura estrategia del consumismo. Hemos creado una sociedad que se mueve por la dinámica de usar y tirar, donde lo nuevo ya no reemplaza a lo viejo sino que lo “más” nuevo reemplaza a lo nuevo. Sin embargo, más allá de un proceso de innovación real, esto no es más que un juego de transformación de los objetos por medio de adiciones y sustracciones, minimizaciones y maximizaciones; un bucle que nos ha llevado a la contradicción. ¿Qué sentido tiene llevar un reproductor musical del tamaño de una caja de cerillas y unos auriculares de medio kilo? ¿Por qué deseamos coches que pasan de cero a cien en un pestañeo cuando, como indica Schelling, “el movimiento no es sino la búsqueda de reposo”? 14

Como consecuencia, proliferan las necesidades, y el círculo de lo cotidiano se vuelve cada vez más amplio: mientras que antes nos bastaba con tener asegurados el hecho de comer y dormir, ahora consideramos como esencial en nuestro día a día la disposición de conexión a Internet, un automóvil para desplazarnos o un aparato que nos garantice la comunicación. Estas necesidades en masa no pueden ser cubiertas sino con la producción en cadena a ritmos desorbitados, haciendo el vacío a cualquier principio de sostenibilidad. El consumismo nos da la bienvenida a la hegemonía de lo sintético: pasamos de la lana al nylon, de la madera a los plásticos, del cuero a la polipiel, etc. Incluso nuestra vida se ha vuelto sintética. Las relaciones, las emociones, las aspiraciones, los intereses de uno. El consumismo se ha introducido en nuestras vidas de puntillas, sin ser visto, para taparnos los ojos y amordazarnos sutilmente desde el inconsciente. El culmen de ello ha sido enmascarar el bienestar con el concepto marketiniano de “felicidad”. Ya no basta esa apacible eudaimonía, queremos más. Deseamos lo inalcanzable, y creemos que llegaremos a ello formando una escalera con los objetos que compramos. Pero esa escalera solo nos precipita al vacío. Sociedad del siglo XXI. Sociedad de la eterna frustración.

The orator (detalle), Magnus Zeller (1920)

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Otro viernes Àlex Fernández

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n la media hora que tardaron las cubiertas de mis manos en desinfectarse, decidí descorchar una botella de vino tinto barato que tenía en la despensa, para celebrar que por fin era viernes. Que ya había pasado otra semana más, igual a la anterior. Tras cinco días viéndome obligado a reescribir líneas y más líneas de código, las articulaciones de mis dedos y muñecas se quedaron apenas sin lubricante. Con la bebida en la mano, me acerqué al mueble del comedor donde guardo las copas con intención de servirme una. Cuando estuve delante me quedé totalmente absorto, mirando fijamente a los recipientes de cristal. Al recobrar el sentido, miré detenidamente las copas, trasladé mis ojos a la botella de nuevo, y me di cuenta de que no necesitaría ningún vaso aquella noche. Mientras me acercaba al sillón roñoso en medio de la habitación, me posé en la única ventana de todo el piso a observar y escuchar, como de costumbre. Era una noche especialmente tranquila. No se escucharon disturbios, ni disparos, ni sirenas. El microondas emitió un sonido como el de las máquinas de escribir al acabar la línea, lo que significaba que las fundas de mis manos estaban limpias y listas para tapar mis dedos color titanio, que tan poco me gustaba. Esta interrupción me hizo ver que ya se había evaporado más de la mitad del vino. “Todo lo bueno se acaba finalmente” –pensé. Me dejé caer sobre el sillón, que soltó algún reproche, y encendí la televisión. Fui cambiando de canal, sin parar a ver algo en concreto. Justo en el momento en que di el trago que dejó vacía la botella se escuchó un disparo en el canal que acababa de saltar, retrocedí por curiosidad, y la presentadora anunció: “El Rey... acaba de fallecer al recibir dos disparos mientras daba su discurso semanal..., se están movilizando todas las unidades...”. Inmediatamente después toda la calle reanudó su barullo característico y sólo se me pasaba un pensamiento por la cabeza: “Ahora sí que es otro viernes cualquiera”. La lección de anatomía (detalle). Lucía Yubero

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El ventanal Miguel Pera

Finalmente, ya en frente de un gran ventanal, en frente de su propio reflejo, sacó con nerviosismo el segundo sobre, este de una sustancia diferente, y se metió en la boca el contenido. Después de medio minuto, lo escupió en sus manos, ahora en forma de piedra. Escuchando lo que decía la lluvia, podía sentir las palabras de su hermana, ya difunta, por culpa del humano que descansaba al otro lado del cristal. Obdeciendo ya sus órdenes, no dudó y la lanzó contra el ventanal. Unos segundos más tarde, todo estalló.

L

a noche acogía a los atormentados. Tanto la luna como las nubes se pusieron de acuerdo y salieron a la vez, acontecimiento que contemplaron los ojos vacíos de un normal. Al entrar otra vez a su alojamiento, notó que las paredes húmedas se seguían encogiendo. Esperaba que algún día dejaran de hacerlo. La luz tenue del recibidor mostraba señales de agonía, luchando para dar luz a finales del pasillo. Al fondo de este, un gran ventanal teñía de gris las dos habitaciones restantes: a la izquierda, un baño bastante cuidado para ser normal, habitado por insectos, mugre y periódicos antiguos de los años veinte. En frente del baño estaba la otra habitación, igual de invadida por la gélida atmósfera, donde descansaba un hombre. “Hombre”. Llamado así por su apariencia física, ya que aquel era humano y hacía tiempo que los humanos no tenían género. Solo los normales conservaban eso tan despreciado por la mayoría. La tecnología no había dejado de crecer desde la presentación de los microchips cerebrales, pero aquello solo fue el principio. Unos meses más tarde, salieron prototipos que modificaban toda genética humana, y las multinacionales se pusieron de acuerdo para imponerlos ante todo trabajador. Aquellos que seguían evitando la evolución, los normales, eran destinados a ser humillados por la neosociedad, perseguidos por el estado y condenados a la miseria. Pero tenían un orgullo, y tenían que luchar por él de cualquier forma. El normal, hecho a sí mismo impasible, miraba fríamente al humano, aparentemente impune de cualquier atrocidad cometida. Se acercó a él, mientras dormía, y le acarició la mejilla con sus manos heridas, cortadas por el viento que se retorcía fuera. A continuación, cogió el impermeable amarillo de su armario y se lo puso por precaución. Este tenía un par de sobres con muerte para normales. Con impulsividad, abrió el primero y consumió hasta el último resto que quedaba en la bolsita. Ahora con valentía, salió corriendo del alojamiento, y mientras llovía con fuerza sobre ella, dio toda la vuelta a la manzana con una entrecortada respiración hasta llegar a la parte trasera del alojamiento. 18

Románico degenerado con delirium tremens. Erica Ovalle y Adrián Merillas

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Microvenganza Rosa Gil

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magínate que un día al salir de casa te encuentras con un microondas delante de la puerta. ¿Qué harías? El jueves por la mañana Kevin salió de casa para ir al instituto. Delante de la puerta, encima del felpudo, se encontró con una caja. No la abrió pensado que iba a ser un regalo para sus padres, pero al mediodía al llegar del instituto, el paquete seguía en el mismo sitio. Él se extrañó. ¿Por qué sus padres no lo habían abierto? En la comida Kevin se limitó a preguntarles por qué había una caja en la entrada, ellos no sabían de qué les estaba hablando. Empezó a indagar qué era lo que pasaba con aquél paquete, así que lo metió en su habitación y lo abrió. ¡Era un microondas! ¿Por qué había un microondas en el portal de casa y sus padres no lo podían ver? Mientras lo desenvolvía encontró unas instrucciones que leyó con mucha atención. Folleto: Eres el dueño de este microondas. Si por alguna razón te preguntas porqué has sido elegido o bien, quién te ha elegido, sólo lo podrás saber antes de morir. Para usar este electrodoméstico debes tener en cuenta que: 1. Sólo los propietarios pueden verlo y utilizarlo. 2. No es un microondas cualquiera, tiene varias funciones: 2.1 Te puedes lavar las manos, los pies e incluso el pelo. 2.2 Lo puedes utilizar para matar. ¿Cómo se hace? Has de poner una prenda de ropa de la persona que quieras asesinar dentro del electrodoméstico. Antes de encenderlo, debes pensar bien el nombre y el rostro de la persona que hayas decidido que muera. Ésta sufrirá un ictus. 20

Kevin se quedó petrificado al leer las instrucciones, pero empezó a pensar... ¿Y si lo uso para ambas funciones? Ya que alguien me ha concedido el poder del microondas... le tengo que dar el mayor uso, ¿no? El sábado decidió aprovechar la mañana para pensar cómo podía hacerlo. Y sí, ya tenía candidato para probar la segunda opción. Lo pensaba hacer con quien fuera maestro de educación física. ¿Por qué? ¿Cómo lo haría? Supo enseguida que esta máquina había de probarla, y que, si lo hacía, sería con él. Kevin era un chico inteligente, así que inmediatamente ideó el plan. El lunes al salir de clase, pasó por el colegio a recoger a su hermano pequeño. Entró en la escuela y se fue directamente a los vestuarios. Él estaba allí en su despacho, cómo siempre. En aquél lugar donde todo ocurrió y donde todo ocurriría. Cogió una prenda de ropa del perchero. Una gorra roja que sabía muy bien que era del maestro. Se fue corriendo hacia la puerta de entrada para encontrarse con su hermano antes de que nadie lo viera, y sin más complicación se fueron a comer. Después, subió a su habitación, puso la gorra dentro del microondas y sin pensárselo dos veces, lo encendió. Cuatro horas más tarde, llamaron del colegio. Las clases se suspendían.

La lección de anatomía (detalle). Lucía Yubero

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Verjin Miquel Masanas

M

ientras Verjin arrastraba a Minos unos últimos metros sobre la nieve, no pudo evitar sonreír. Los rasguños ensangrentados recorrían el rostro del primer europeo, ahora frío y pálido, como las cicatrices en la superficie de su luna natal. Pero aquello era grave. Los humanos habían dejado de morir por la edad hacía tres T-siglos, cuando aún todos eran terrestres y lunares, y sin muchos accidentes ni violencia en las neocolonias, morir era algo extrañísimo. De hecho, Verjin dudaba si en su vida había oído hablar del fallecimiento de nadie. La culpa le apretaba las entrañas, pero competía con la emoción increíble de haber observado la muerte con sus propios ojos. “Aunque los demás también tendrán el placer de ver una muerte pronto, porque de ésta no me escapo”, pensó. Pero tampoco había podido quedarse de brazos cruzados, así que robó el Rover tunelador más pequeño y se escapó. Estuvo conduciendo varias EU-horas hasta las ruinas del asentamiento temporal donde se instalaron los primeros exploradores humanos. Pero ellos habían sido Sapiens, así que todo era notablemente distinto que en la neocolonia. Allí todos eran Deus, salvo Verjin, claro, y sus instalaciones se habían diseñado para otra genética. Verjin encontró las ruinas extrañamente familiares, pero no se detuvo a contemplarlas. Cruzó el asentamiento hasta la antigua zona de excavaciones e instaló la tuneladora de microondas para deshacer el hielo. Calculó que en media hora el cañón habría hecho un túnel de 3 kilómetros, muchos menos de los que necesitaría si quisiera arrojar el cuerpo de Minos al mar debajo del hielo, pero suficiente como para que, si llenaba el hueco con agua líquida, el nuevo hielo dificultaría la búsqueda del cuerpo entre tantos otros túneles tapiados. Después de comprobar que en los depósitos viejos había suficiente agua y de preparar el inyector, regresó a su túnel con Minos en hombros, y cuando hubo parado el cañón, lo arrojó sin demora. No tenía tiempo que perder, según sus cálculos la persecución había comenzado ya. 22

Luna de Júpiter “Europa” (Imagen de la Agencia Europea del Espacio)

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El precio de la juventud

Los fríos temblores

Judith Osés

Álex Cabrera

«Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti» Friedrich Nietzsche

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a eterna juventud es algo que se nos ha vendido baratísimo. Despertarse con esa vitalidad que te impulsa a levantarte sin odiar al despertador, delimitador de una rutina que deja de sonar al ritmo de las horas… Año 4020. Podría decirse que hace mucho tiempo que la historia decidió echar el freno. Al margen de unas aparentemente insignificantes hormonas que nos permiten permanecer en una boba adolescencia durante toda una vida, el hombre ha cesado de inventar: su capacidad imaginativa se ha atrofiado, hasta el punto de que la creación de artilugios no va más allá de meras curiosidades. Yo me decanté, ¿por qué no?, por uno de esos microondas que anunciaba los sucesos más destacados en los informativos. El resultado de la superpoblación es claro. Los expertos ya contaban con ello, por lo que se estableció un nuevo sistema para resolverlo: el CCP (Comité de Control de Población) realiza anualmente un sorteo por el que se da muerte a un 10% de la civilización, de manera que puedan nacer nuevas personas. Si lo piensas, el porcentaje es muy bajo como para que seas elegido. Como decía, un precio baratísimo. Si colocas en una balanza los pros, es decir, la música rebotando en tus vísceras en noches desenfrenadas, reír sin miedo a arruga alguna en tu rostro, bailar hasta que duela el alma; y al otro lado los contras, una ínfima posibilidad de no llegar a Año Nuevo, yo elijo la eterna juventud. ¿Fue algún amigo mío condenado en el sorteo? Mentiría si dijese que no, pero la resignación es clave para ser feliz. Nunca fui a ninguno de sus funerales. ¿Para qué? Mi único objetivo era disfrutar de lo que mi vida desenfadada me brindaba. Decir que existe un cielo no sería exactamente correcto, pues desde aquí veo todo desde un plano nadir. Siento vergüenza. No hay ni una triste flor. Sobre la tumba solo está ese estúpido microondas recitando la esquela de mi muerte.

a casa de campo de la familia siempre había sido un lugar acogedor. Su esbelta figura de tres pisos a base de ladrillo y madera invitaba a buscar el calor de la gran chimenea en el salón principal. En él, Abbie recordaba las noches de juegos con sus hermanos, mientras papá y mamá leían a su lado. También en aquella casa, refugiados de los bombardeos alemanes y alrededor de la radio, esperaron noticias del frente y de su padre. Y al igual que ellos, el edificio parecía temblar. Años después, atemorizada junto al fuego intenso de la chimenea, aguardaba el parte meteorológico que anunciase el amaine de la tormenta. Los caminos cortados por mantos interminables de nieve impedían que el resto de la familia volviese a su lado. Algunas sacudidas de la casa parecían ahora más intensas y creía escuchar su nombre entre crujidos de madera y repiqueteos del granizo en los cristales. Quería salir de allí. Subió las escaleras conteniendo un grito ahogado tras otro, llegando por fin a la segunda planta, pero de sus paredes también parecían emanar voces. Siguió subiendo hasta el ático, convenciéndose de que solo eran los viejos pilares. Sin dejar de escucharlos y aún atemorizada, se protegió tras la barandilla que permitía asomarse al vestíbulo desde lo más alto de la casa, y no pudo evitar sentirse directamente observada. Debía enfrentarse a sus miedos, descubrir qué eran aquellas voces. Bajó con la única luz de la chimenea hasta el vestíbulo, escuchando su nombre con claridad cuando liberaba al portón de sus cerrojos. De pie, al otro lado de la puerta y a su misma altura encontró, mirándole a los ojos, su viva imagen. No había nadie más alrededor, solo ella mirándose y rogando que no la abandonasen.

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Parte de mi ser

El artista

Marta Rivas

Alfonso Quijano

a fina línea sobre el papel esboza un trazado limpio que insinúa una tortuosa silueta. Mi cuaderno guarda lo que soy y siento. Podría ser un tipo raro e introvertido, pero a todos los humanos les enseñan a hablar y solo unos pocos saben dibujar o escribir. No les diré en qué destaco, para evitar torturar al mundo con la vulgar sencillez de decirlo sin más. De hecho, de momento solo lo sabe una persona. Los viajes son mi mejor inspiración, aunque no los largos con idílicas vistas, sino los trayectos cortos por la ciudad. Me invitan a tropezar con la multitud, correr a la velocidad de la luz para perder el suburbano o toparme con cualquier objeto perdido, que si hablara… Aquel día dos mujeres viejas gritaban palabras sin sentido en el tren, con lo que se me vino una imagen a la cabeza. Inconscientemente, mi mano ágil se adentró en la mochila. En ese instante mis pupilas se dilataron, el mundo se paralizó y la sangre se me congeló: mi cuaderno no estaba. Me volví pequeño e impotente, pensaba en quién lo estaría mirando, incluso tocando sin tener ningún sentido para él. Sentía estar entre los dedos de algún extraño. Jugué a la máquina del tiempo, desanduve mis pasos e invertí todo el día en su búsqueda. Nueve meses más tarde, el día de mi cumpleaños, llegó un mensajero con el preciado objeto. Todos los dibujos y bocetos estaban escritos. Cada palabra reflejaba exactamente lo que yo quería expresar. Toda mi vida narrada por un extraño que parecía haber anidado en mi mente. La última página tenía una dirección. Envié el dibujo que hice el día de la fatídica pérdida. Lo volví a recibir con este texto, tal y como sucedió. Pienso en quién será, pues además de hablar, sabe escribir. Puede que sea mi “yo escritor”, que vive a pocas manzanas más allá de mi delirio.

bservó los billetes y se enorgulleció de su trabajo. Se había esforzado en hacer algo y lo hizo bien. Era capaz de ver el fruto de su entrega, constancia y dedicación, habiendo hecho de sí un verdadero profesional. Sonrió, le dio un trago a su burbon y, por primera vez, cayó en cuenta de la profunda satisfacción que puede experimentar un hombre cuando reconoce la calidad de su trabajo. No tenía de qué persuadirse ni buscar la validación de nadie, su obra hablaba por sí misma. Durante días enteros hizo lo que nunca: despertar temprano y dormir tarde, estando absorto en su proyecto. Se había entregado con tanta fidelidad a su creación que nada ajeno le mereció preocupación alguna. Le prestó atención a cada detalle y pulió toda imperfección, no cabía más que la exquisitez. ¡Cuántos años perdidos vendiendo humo a favor de iniciativas que sólo enriquecían a sus patrones! De su último empleo renunció para dedicarse enteramente a su objetivo; sólo aceptó la subordinación laboral a fin de emprender el sueño que, por fin, lograba materializar. Y allí estaba el resultado. Sostenía los billetes y los apreciaba enteramente. Su textura áspera y rugosa, los relieves perfectamente sensibles al tacto, el color nítido, los acabados, el sonido al tensarlos e, incluso, el aroma tan característico que tiene aquel papel tan codiciado. ¡Ah, la calidad! Los había planchado y recubierto con una ligera capa de barniz a cada uno; hechos a mano con rigor y savoir–faire artesanal, justo como los productos más refinados de la alta costura o relojería. Lo tenían todo: las marcas de agua, las imágenes a trasluz, los números de serie perfectamente espaciados y alineados. Hermosos, sencillamente magníficos. Su trabajo era sublime, digno de reconocerse, tan excelso que ninguna otra persona podría advertirlo. Esa sería la prueba de su éxito, la única que importaría.

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Caminos seguros

Despertar

Mª Alejandra Díaz

Alba Domínguez

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lara miró por última vez su habitación, inhaló temblorosamente el aire estancado y entró en el autobús. El vehículo era tal como lo recordaba, vasto y silencioso como una nube cruzando el mar. Se secó las lágrimas, sentándose junto a un hombre anciano. Se presentó como C, ya que en el autobús no hay nombres. —A mí me puedes llamar G. ¿Cuál es tu historia? Yo huyo de la guerra. —dijo él. —Yo estuve a punto de morirme. El señor asintió y siguieron conversando, discutiendo anécdotas de la juventud de G y fisgoneando las paradas en las que se bajaban otros pasajeros: se abría la puerta del autobús y aparecía un salón iluminado suavemente por el fuego de una chimenea, un cuarto con una cama repleta de mantas, una pequeña biblioteca con un sofá de cuero. Las carreteras se convirtieron en desierto, y el desierto, en bosque; G sacó dos libros de su mochila, dándole uno a ella. Era una historia apasionante, absorbiéndola tanto que sin darse cuenta llegó a la parada del anciano. La puerta del autobús se abrió y apareció una estancia con ventanales dando al mar; era el ocaso y el sol rojo caía hacia el horizonte. Observaron el crepúsculo y, al terminar, G le dijo que se quedase la novela. C le abrazó. El trayecto siguió y bosque dio lugar a selva, y selva, a océano; el vehículo ya casi vacío según surcaba las olas. C continuó leyendo y, al alzar finalmente la mirada, se encontró vagando por el cosmos, el negro absoluto únicamente interrumpido por vívidas nebulosas. —Este es el fin del trayecto —dijo el conductor—. No puedo alejarte de lo que quieres huir. —Lo sé. —¿Cómo te sientes? —Mal, pero he visto el sol ponerse en el mar y hay un libro que quiero terminar —pausó—. Agradezco no haberme salido con la mía. Pienso pedir ayuda, gracias por todo. —Buen viaje. La puerta del autobús se abrió y Clara bajó a su habitación. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía respirar. 28

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Recuerdos de café

Cuida’t

Cristina de Lucio

Paula Tribaldos

entada frente a su escritorio, Rosa mira una pequeña agenda. Últimamente sus recuerdos escasean y su mente la abandona, no sabe cuánto tiempo ha pasado desde que su memoria empezó a nublarse. Con añoro atesora unos cuantos momentos de los que no quiere desprenderse: recuerda la cafetería del centro, a Laura bebiendo lentamente su expresso, a Carlos con su café filtrado de siempre y a María con su ligero descafeinado. Se pregunta por qué ha dejado de hablarles, por qué ya no los ve. Busca respuestas entre las hojas desgastadas de su agenda: “Lunes 3 de febrero, cita doctor, 10:00hrs”. Un innumerable registro de visitas al médico indica que ha estado ocupada. “Viernes 12 de junio, 16:00hrs Café Laura”. Sonriendo, recuerda el aroma del café recién molido que tomaron ese día. Rosa sabe que algo no está funcionado bien dentro de ella, mira a su alrededor y todo le es extraño. Sentada frente a un escritorio con una agenda entre las manos no reconoce la casa en la que se encuentra. A lo lejos, en la cocina, un joven la mira sonriendo mientras ella se levanta y camina lentamente hacia él. Como si el cuerpo le pesara, Rosa se detiene a medio andar y busca una vez más en su agenda: “Sábado 23 de julio, Café de la Luz. Concierto de Jazz” impresionada, reconoce el rostro del joven entre el público de aquel concierto, al tiempo que un exquisito aroma a café se extiende por toda la casa despertando sus sentidos. Por fin encuentra respuestas. Rosa suspira y con tranquilidad espera su taza de café que compartirá en familia.

eer es viajar sin moverse. Es cambiar de identidad sin dejar de ser una misma. Te conviertes en un recipiente vacío que puede ser llenado por cualquier sustancia.” En esto pensaba, no mientras leía, sino mientras rellenaba su copa con el vino más caro del botellero. Se disponía a disfrutar de una tarde de viernes para ella. Todo estaba en su lugar: el móvil, apagado; la bañera, llena de agua caliente y espuma perfumada; velas por todo el baño y el altavoz sonando en la distancia del salón. Ya se había quitado la ropa al llegar a casa, así que solo llevaba un albornoz de algodón blanco. El aroma era dulce y cálido; intenso, tal y como le gustaba a Malena. El espejo, travieso, reflejó su cuerpo mientras se desnudaba y se contempló por un instante. Podía notar el cansancio latente bajo sus músculos, pero la piel se mantenía radiante. Aunque su cuerpo mostrara cierto desaliento, tenía en la cara una gran sonrisa y sus labios tersos contrastaban con los hoyuelos en las mejillas. Sí, ahí estaba ella, después de una larga semana, cansada pero deslumbrante. Salió de su reflejo y metió el pie derecho poco a poco en el agua tibia, dejando que cada vez subiera más mientras ella se hundía en la profundidad. Sintió el fervor recorrer cada poro de su piel, que se erizó describiendo una sensación de calidez desde los dedos hasta la coronilla. Llenó sus pulmones con todo el aire que pudo, sumergió la cabeza y, en ese momento, abandonó la realidad. El cuerpo que miraba segundos antes dejó de ser suyo, se fundió con el agua y los aromas y su mente quedó flotando, etérea, sintiendo el placer de no tener aristas.

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Gernsback... (detalle). Mariona Perramon

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La música Gara García

«Haz lo necesario para lograr tu más ardiente deseo, y acabarás lográndolo» Ludwig Van Beethoven

El vídeo continuó. Se vio por fin la cara de la mujer de la cama. ¡Era Rihanna! Ludwig la besaba y manoseaba mientras decía: “¡te lo dije, Bill, y no me creíste, aquí está la prueba”. Acto seguido ella le escupió. Así pues, Ludwig cogió ácido sulfúrico y se lo arrojó en la cara, abrasándola. Inmediatamente después, Bill se levantó para poder dar una paliza a su hermano, pero fue tarde. Ludwig mató a todos los asistentes de aquella despedida. Una vez solo, abrió el regalo. En él se encontraba Rihanna con quemaduras de primer grado, a la cual asesinó antes de que pudiera ver a su futuro marido muerto. Tras la matanza matrimonial, Ludwig se sirvió un buen whisky, se sentó frente al piano y, mientras componía su quinta sinfonía, se preguntaba en voz alta: –¿Por qué nadie me quiere?

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na pareja de hermanos se encontraba en la casa del árbol. Bill era el mayor y Ludwig el pequeño, que sufría una discapacidad física. Mientras Bill se echaba su primer cigarrillo, Ludwig interrumpió diciendo: -Bill, ¿a qué no sabes con quien estuve anoche? -¡Sorpréndeme! -Con Rihanna, y ¿sabes lo mejor de todo? Que nos besamos, ¡nos besamos,

Bill! Ludwig era un niño mentiroso, pero había algo en el interior de Bill que sabía que decía la verdad. Así que, atónito por la conversación, echó a correr y a gritar: –¡Deja de mentir ya! ¡Eres un mentiroso! ¡No es verdad! Lo que no sabía Ludwig es que Rihanna y su hermano Bill estaban comenzando una relación, con la cual, al cabo de unos años, se comprometerían. En la despedida de soltero, el regalo de Ludwig fue el último. Era un vídeo y una caja de regalo con dimensiones realmente grandes. Bill, rodeado de todos sus amigos de la infancia, se sentó para ver el vídeo de su hermanito chiquito. Pero el vídeo no era tal y como se lo esperaban. En él aparecía Ludwig desnudo, junto a una mujer que se hallaba bocabajo en su cama. Se veía cómo la forzaba para mantener relaciones con él. Bill no sabía cómo reaccionar. Se levantó rápidamente pero Ludwig fue más rápido y sacó una Beretta. Amenazándole le dijo: –¿Qué pasa, hermanito, no te gusta? Aún no ha finalizado, siéntate. Sin apenas poder reaccionar, Bill obedeció las órdenes de su hermano pequeño. La lección de anatomía (detalle). Lucía Yubero

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Honoré de matar

¿Dónde está el verano?

Pablo Climente

Álvaro Martín

«No merece la pena una historia de misterio sin un cadáver»

«Mejor es morir de una vez que estar siempre temiendo por la vida»

G. K. Chesterton

Esopo (S. VI a.C.)

onoré apuraba su pérdida de imaginación entre güisquis y antidepresivos. En otra época había relatado algunas de las hazañas que él mismo había presenciado, pero ahora, debido a esa falta de originalidad, se veía sumido entre blísteres y botellas hacinadas en la basura. Al no poder escribir sobre ocurrencias, su mente se colapsaba e intentaba hallar por entre sus recovecos algún hecho olvidado. Sus dedos no encontraban la inspiración en supuestos, y esa veracidad contada ya no daba más de sí, por lo que decidió tomar cartas en el asunto e ir a los tugurios más lóbregos y sórdidos a buscar alguna reyerta o crimen sobre el que escribir, pero no contempló siquiera un burdo robo. Sus ganas de publicar pesaban más que cualquier quimera con que distraerse, por lo tanto, decidió, en una noche oscura y atiborrado de barbitúricos, matar a su madre con un cuchillo de cocina. Recorrió el pasillo a la chita callando, intentando perpetrar el asesinato perfecto. Cuando se coló por entre el resquicio de la puerta, la observó tumbada y dormida. Sus ronquidos se convirtieron en gritos silenciosos al, él, asestar la primera cuchillada. Siguió atravesando las carnes bamboleantes de su progenitora con una mirada aletargada y unas manos culpables. Aquella escena sanguinolenta se prolongó por tres minutos hasta que un estertor final zanjó el acto. Ahora tenía qué escribir. Los periódicos, al día siguiente, eran los que anunciaban el terrible matricidio, y los vecinos dejaron constancia de la tristeza con plañidos y ayes. Honoré despertó en la oscuridad, maniatado al pecho y con una mínima movilidad. Cualquier elucubración era irresoluble y, hasta que pasaron siete horas no se abrió la puerta. De ella aparecieron dos hombres, uno vestido de uniforme policial, y otro trajeado. No dijeron nada, ni siquiera cuando Honoré se puso a gritar y se abalanzó sobre ellos. Lo siguiente que recordó fue, de nuevo, oscuridad. Después de un tiempo incontable, se vio deslumbrado por la intensa luminosidad y atado a una silla mientras le colocaban, lo que creía que era, una esponja en la cabeza. Sing Sing, 1969.

–¡Odio a las lombrices! –arrancó el odio–. Son los seres más despreciables que existen. Comen tierra sucia, viven en la oscuridad y se arrastran por el suelo. –Ni siquiera sabe una dónde tienen la cabeza cuando se las come –contestó la ignorancia. –Al menos, nosotras nos convertimos en urracas –acompañó el consuelo. –¡No digas tonterías! –interrumpió la arrogancia–. No tenemos nada que ver con esos gusanos. –Recordad lo que aprendemos en la Asamblea –predicó la fe–. Todos los seres de este páramo nacimos del Gran Lago. –¡Ese viejo está loco! –sentenció la certeza–. Perdió la cabeza hace mucho tiempo. –Menos mal que cerró el pico –burló la broma–. Me lo estaba empezando a creer. –Así es –observó la curiosidad–, parece que enmudece a medida que envejece. Un águila surcó el cielo y las aves se asustaron. Por suerte, no alcanzó a verlas. Era la época de cría y salió a encontrarse con su presa. Cualquiera de ellas hubiera servido de alimento para sus polluelos. –¡Malditas águilas! –exclamó la frustración–. Aborrezco a todas las rapaces de este lugar. Les clavaría mis garras si no fueran tan grandes. –¿Entonces creéis en las historias que nos cuentan en la Asamblea? –preguntó la duda. –La verdad es que me da lo mismo –concluyó la indiferencia–. A mí sólo me gusta aparearme y comer gusanos. Una joven lombriz asomó la cabeza sobre la hierba. Llevaba días sin llover y la tierra estaba seca. Instintivamente, se dirigió hacia la sombra de aquel árbol. El aire enmudeció. Continuó acercándose despreocupada, sin percatarse del peligro. Cuando quiso darse cuenta, era demasiado tarde. Traspasó la línea de la muerte y el odio se lanzó en picado. El rojizo atardecer recogió el aliento de un disparo inesperado. La primavera despidió a la vida, la lluvia abrazó al dolor y el tiempo encontró al verano.

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Con réplica y caramelos

El camino a tu sueño

Lara Blanco

Andrea Blanco

Mírame como si fuera un espejo, con tus finos labios anhelando un beso. Tócame hasta sentir lo mismo que en aquel sueño, cuando gritaste que nunca sería más que un deseo. Ahora te veo marchar, borrando tus pasos tras las sombras en esta oscura ciudad. Dime qué sentiste. Yo tenía un hambre voraz, y tú apenas me dabas caramelos. Me llamas cuando te olvidas de mí, como si nuestra historia se resumiera así, en una falsa y burda necesidad, disfrazada de anhelo mordaz. Pero yo soy ese sueño al que llegas cuando te pierdes en tu camino. Y si es verdad eso que dicen de que el amor es imperfecto, entonces, en ti, encontró el defecto.

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La fuga del sí mismo

La escuela de John Stuart Mill

Marta Payeras

Gerard Serralabós

a escuela de noche” no es más que el trágico relato encarnado en la paradoja de la alienante educación; como dice Toto, del origen de nuestra propia fuga o del descuido etimológico de la palabra scholé. Quizá, al igual que Kurchin, no seamos más que insignificantes seres aplastados y apalizados por el bárbaro sistema educativo. O bien, víctimas de esa venda que se nos ata con fuerza y nos hace andar descalzos y a ciegas tanteando en plena oscuridad, probablemente con la intención de hallar suelo firme en la inmensidad del océano o de encontrar el correcto camino para escapar del laberinto en el que somos arrojados. Puede que sea la ingenua rebeldía de querer contemplar la escuela de noche la que nos haga sucumbir ante la bestia, o la frágil cobardía de no querer adentrarnos en ella la que nos haga resignar y ceder. Sea como sea, siempre tendremos que resistir ante la terrible mirada de Nito clavada en nuestra espalda anunciándonos el leitmotiv: “Del orden emana la fuerza y de la fuerza emana el orden. Obedece para mandar y manda para obedecer”.

ohn Stuart Mill (1806-1873) tuvo una infancia y juventud inusuales. Se acostumbra a mencionar, esperando el asombro de los estudiantes de 4º de la ESO, que sabía griego a los cinco años y a los nueve, álgebra y latín; o bien que con trece años ya había leído y estudiado los Principios de economía política y tributación de Ricardo. Y, claro, frente a los pupitres de unos adolescentes que no han logrado terminar ni la lectura prescriptiva del Conde Lucanor, la reacción de sorpresa es inmediata. Aislado de los demás niños, Mill fue educado por su padre. Como relata Berlin, “no tuvo acceso ni a la religión ni a la metafísica y muy poco a la poesía; es decir, a nada de lo que había sido condenado por Bentham como obra de la idiotez y el error humanos (...) El experimento tuvo en cierto modo un éxito aterrador. John Mill poseía, al cumplir los doce años, los conocimientos de un hombre de treinta excepcionalmente erudito” . La crisis agónica que se le desencadena a los veinte ante su naturaleza humana atrofiada le lleva a abrirse a otras tradiciones intelectuales, así como a replantearse los principios utilitarios en los que había sido educado: de realizarse el ideal de su maestro Bentham, Mill iba a ser desdichado; para él, la felicidad era algo más complejo. Lejos de ser este texto una apología de la revisión del utilitarismo realizada por Mill, se trata más bien de una reivindicación de la educación secundaria obligatoria, pública y de calidad, y, hoy más que nunca, una crítica a cierta ley que prevé suprimir la Ética en 4º de la ESO. P.D. Saltaré la verja de mi antigua escuela el próximo sábado por la noche, no sea que descubra, en una macabra fiesta, a los adolescentes jurando obediencia a cierto decálogo que se cumpliría para el bien de la patria cuando llegara la hora y el señor Sánchez y la señorita Celaá dieran la orden de que empezara a cumplirse.

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Gernsback... (detalle). Mariona Perramon

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¿Qué escribir? Ejercicio de autocrítica

El piano

Pedro López

Rosa Gil

e ronda una idea muda. Como una mariposa que parece no saber nunca en qué rama va a posarse, que incluso pareciera dudar de haberse asentado cuando lo hace. Así, en mi mente, revolotea un tema que no logro plasmar sobre el papel. Últimamente he leído sobre una escuela, una normal en apariencia, que, al caer la noche, mostró su verdadera cara. He leído bastantes cosas estas semanas, pero esa es la que importa ahora. Quizás debiera escribir un texto agrio criticando al sistema educativo decimonónico aún vigente, tratando de desenmascarar su hipocresía. Demasiado general. Necesitaría datos y citas y teorías, horas de investigación, o, en su defecto, una mirada certera y un estilo poderosamente sintético. No es mi caso. En cambio, un ejercicio igualmente crítico, esta vez entrañado en la experiencia personal, podría dar buen resultado. Contar, tal vez, mi paso por tres colegios diferentes, describiendo el maltrato recibido en todos ellos. Agravios por parte del profesorado, claro, si no sería una crítica a una sociedad infantil cruel y no a una institución castrante. La mariposa sigue con sus fintas y yo aquí sentado, bolígrafo en mano, persiguiendo sus vaivenes con cara de frustración. ¡Ah! Se me ocurre algo: inventar una historia en la que la universidad es un instituto para personas mayores, con sus mismas leyes competitivas y absurdas y sus mismos tipos. ¡Buena idea! Un lugar en el que la enseñanza no parece que lo sea y en el que, a pesar de lo que indican sus aulas y letreros, se encuentra -casi- ausente de maestros. Esperen... de algo me suena todo esto. Creo que ese relato lo he escuchado en alguna parte... Parece que hoy se me escapa algo. ¿Ustedes qué piensan? Mejor meterme en la cama y dejar la escritura para mañana, ¿verdad?

ué es la música? La música es un lenguaje, un sentimiento, una forma de vida, de comunicarse, de amar. Es arte. ¿Qué harías sin ella? La Derecha desde pequeña había tocado el piano junto a su hermana, la Izquierda. Eran muy buenas intérpretes, siempre iban coordinadas. Mientras la Izquierda hacía los acordes, las notas graves, la armonía... la Derecha hacia la melodía, las notas más agudas, cómo por así decirlo, explicaba la historia nota por nota. Un día todo cambió. Decidieron separarse para progresar, o más bien, la Derecha quería experimentar qué pasaría si fuera solista, sin que nadie la acompañara. Quería demostrar que ella era más buena que su hermana. En cambio, la Izquierda sólo podía ayudar a otras manos derechas a tocar el piano o algún que otro instrumento ya sea de cuerda, de percusión o incluso de viento. Así que la Derecha se fue de gira con su piano. Viajó por treinta países distintos, haciendo miles de conciertos, pero ninguno con total éxito. A la vez que su hermana, iba aprendiendo de allí y de allá, tocando con otras manos y disfrutando de la música. Unos años más tarde se volvieron a encontrar. La Izquierda había avanzado mucho, había tocado en millones de grupos, con instrumentos y estilos distintos, mientras que su hermana se había centrado tanto con ser ella la protagonista que se quedó sola y estancada. En este encuentro, después de hablar y compartir lo vivido, decidieron volver a tocar juntas, como cuando eran pequeñas. Las dos hermanas se dieron cuenta que no podían vivir una sin la otra. Y es que... ¿Cómo puedes tocar un piano sin las dos manos?

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Gernsback... (detalle). Mariona Perramon

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Protagonistas de todas las historias

La mano que no mece la pluma

Iratxe González

Joao Borges

us manos. Recordaba el día en que le llevaron a un lugar completamente feliz, en el que todo el mundo gozaba de lo que necesitaba y compartía lo que tenía. En éste, las razas solo eran colores y el dinero papel. Pero al tener que definir cómo todo funcionaba, dejaron de escribir. Con ellas, había viajado en el tiempo. Lo había hecho desde un pasado en que los dictadores entraban en las escuelas de arte, hasta un futuro en que el verde se apoderaba del vacío que dejaban las máquinas. Con ellas no solo pensaba, también recordaba tiempos en que habían sido suaves y ligeras. Esa época en la que sus únicas preocupaciones eran las quemaduras en las yemas a causa de los petardos o perder el control de la bicicleta entre sus dedos. Esa edad en la que aprendió a escribir, empezó a bailar sobre el papel y a inventar mundos en los que quería vivir, dejaba que la muñeca lo guiara y aprendió a imaginar. Y volvía a la realidad donde su guía, ahora temblorosa, hacía que los bailes se volvieran paseos y poco a poco, le quitaban toda evasión en la vida, todo recuerdo y viaje. En poco tiempo, sus dedos dejarían de moverse y así lo haría él.

ada más amanecer el día, antes incluso de levantarse de la cama y desayunar, la Mori en su pequeña habitación lía un cigarrillo fino. En cuanto lo enciende, se incorpora mínimamente. Lo suficiente para alcanzar el cenicero sin tener que pisar el suelo. Lo había apartado anoche, justo antes de dormir. Cuando el primero de la mañana se ha consumido por la mitad, la Mori, envuelta en humo, empieza a liar el siguiente. Disfruta sobremanera lo artesanal y minucioso de la tarea (sus dedos son perfectos para ella). Mantiene con esmero un ritmo constante en su proceder, de tal suerte que le da tiempo a desechar la primera colilla a la vez que prende fuego a un nuevo cigarrillo igual de fino y recién terminado de liar. Y así sucesivamente. Es impresionante observar la destreza con la que la Mori, todavía en pijama, fuma y lía cigarrillos idénticos sin cesar y sin depositar la ceniza en otro sitio que no sea el cenicero donde se acumulan los residuos de hoy sobre los de ayer. Al coger carrerilla, su capacidad aumenta y logra fumar dos cigarrillos a la vez y, mientras tanto, liar un tercero. Y así sucesivamente. La Mori es escritora, o eso dice, porque desde que yo la conozco nunca ha tenido una mano ociosa para mecer su pluma.

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El vuelo que perdió su destino

La mano de Karl Marx mece la pluma

Javier de los Nietos

Gerard Serralabós

l contactar percibió extraña la acción, no por el mandato que la motivaba, sino por aquella dura textura que la materializaba. Pasaba el tiempo y, sin ánimo en sus extremidades para contabilizarlo, reflexionaba alimentándose de ese sentimiento extraterrestre que, desenfrenadamente, bombeaba por las vías del impulso nervioso. Inquieta, no lograba comprender cómo los que parecían ser sus semejantes ejecutaban la acción sin confundirse, sin cuestionarse dónde quedaría el vuelo de aquellas líneas universales. Incapaz de hallar lenguaje en los pseudogarabatos que se encerraban entre cuatro ángulos rectos, se detuvo. Sostenía la cosa, impermeable a toda tinta era una herramienta aún en busca de reparo. Al mismo tiempo que comprobaba cómo su levedad no se correspondía con tal apariencia maciza y rocosa, se negó a compartir, comunicar, actuar, hacer real el mandato de su hombre sin pluma. Juan, sentado al final del aula, observaba sin traducir cómo la mano de su compañero temblaba, acunando entre sus dedos un trozo de tiza blanca. Haciendo un esfuerzo por predecir, entendió que se había rendido ante el transcurso de la competición matemática y, dirigiendo la mirada hacia sus manos, parecía querer dar energía a un vuelo calcáreo, impotente.

867. La mano de Karl Marx mece la pluma pensando en los obreros que empuñan el martillo por un puñado de monedas que el capitalista hace bailar entre sus dedos. 2019. La mano del rider de Amazon entrega El capital (1867) a un joven estudiante que alza el puño para sacarse un selfie mientras Jeff Bezos celebra con un movimiento de dedos, propio de un malvado de película, cómo crece su imperio. Jueves 5 de noviembre de 2020. La mano del joven estudiante recoge el premio: un busto de Karl Marx -verdaderamente una hucha, pero este leyó un año antes el cuarto epígrafe del primer capítulo de El capital y prefiere obviar la función mercantilista del objeto- que ha ganado hablando de puños y martillos en lugar de dedos y cigarros.

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La lección de anatomía (detalle). Lucía Yubero

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El trabajo más duro del mundo Miquel Masanas

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s el sexto intento del día, quinto movimiento del segundo tramo. Todas mis fibras gritan de dolor; no hay parte mía que no esté tan tensa como puede estar. Mis tendones y metacarpianos están sujetando 76 kilos de peso, dispuestos a columpiarse de nuevo medio metro más arriba. Mi piel rugosa y completamente seca se agarra más por fricción que por la fuerza normal de la superficie, y sólo hay espacio para Índice y Corazón. Pulgar ayuda, pero está sobre índice porque no hay espacio. Ahora pie se levanta, mi esfuerzo se duplica y siento que todo quema a mi alrededor. Dos segundos más tarde pie encuentra otro lugar y se reposa, y yo me relajo un poquito, pero el esfuerzo se acumula y el agarrotamiento empieza a hacer presa de mí. Si no avanzamos y descanso unos segundos, caeremos. Llega el impulso y salimos disparados hacia arriba. Ahora Izquierda hace la mayor parte del esfuerzo, pero no estamos estables y rápidamente me agarro a algo que nadie cuerdo pensaría que puede servir como ancla o reposo. Pero aquí estamos. De pequeño había tocado el piano. Me encantaba. Llegué a pensar que algún día mi trabajo podría ser pulsar teclas y que saliera maravillosa música, pero se terminó aburriendo de aquello. Cuando empezamos con esto otro no me desagradó tanto; veníamos de vez en cuando y era divertido esforzarse y resolver problemas nuevos, cada vez más difíciles. Pero nunca imaginé que llegaríamos a este punto. A ver, contexto: ahora mismo estoy colgada a 15 metros de altura, sujeta a una ranura de roca de 2 centímetros de anchura, y quizás tan profunda como un par de carnés. Ni siquiera se me permite sudar, es la quinta vez que llegamos a este punto sólo hoy y los tres días anteriores lo hemos probado 7 veces cada día. Esta posición la consideramos un descanso para mí, aunque malo. Quizás no debería quejarme. Aún. Hace dos semanas nos clasificamos para Aquello, así que cuando empiece la temporada de verdad el entrenamiento rutinario será todavía más duro. Además, se avecinan proyectos en rocas aún más amenazantes. Es normal, de hecho. Cuando se es la mano del campeón del mundo no hay respiro. Pienso un poco en cómo sería el tacto del oro, y sorprendiéndome a mí misma, vuelvo a saltar. El nuevo agarre es un poco mejor, pero soporto más peso y vuelvo a arder. No pasa nada. Nos vemos en Tokio. 46

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Viaje a la infancia

Animal nocturno

Miguel Pera

Iratxe González

icen que la fotografía desbloquea el recuerdo, pero no siempre es cierto del todo. Si ella te abre las puertas, recordarás con quién estabas, que hacías y como te sentías. Llegada la hora, lo compararás involuntariamente con tu estado actual, y te preguntarás como todo ha cambiado tanto. Ya te lo habías cuestionado otras veces, pero ahora un fuerte sentimiento creado por la imagen evocará, e intentarás hacer lo posible para no detenerlo, volviendo así a donde te sentabas aquella tarde. Por otra parte, si te las cierra, estarás condenado a perder tu valioso tiempo intentando recordar algo a lo que no le diste la suficiente importancia. Pretenderás ser el arqueólogo de tus sentimientos durante una instancia, lamentando la ignorancia de no saber dónde han quedado tu historia, tu mundo y tus sueños. No tiene por qué ser así, pero en la mayoría de casos, lo que era tu futuro acaba arrastrándolo todo por la borda, y es por eso que muchos tardarán en dejar de buscar su pasado en una fotografía. Podrá haber miles de imágenes, aunque solamente con unas desearás volver siempre hacia atrás... Ella es un arte, un viaje, un recuerdo, pero con la infancia, eres tú.

l verano de 2006 fue un verano cualquiera. Mi primo y yo lo pasamos entre la piscina y la televisión. Una tradición, quizás absurda, pero muy nuestra, era salir cada noche en busca de gatos que se dejaran molestar. Salíamos con sigilo y es que, al final, esa hora era suya. Y cuando conseguíamos que uno se sintiera cómodo ante intrusos, mi padre, como hacía con todo lo que pasaba ante su objetivo, lo inmortalizaba con la cámara. En la imagen se me ve a mí, frente a un fondo negro, con un pelo rubio por el sol y un pijama amarillo que probablemente habría elegido mi madre. Entre mis brazos, un pequeño gato blanco, incómodo, pero con miedo como para probar suerte a huir. A mi lado, se ven las rodillas de mi primo, cortado por el margen, demostrando una vez más lo poco que le preocupa el protagonismo y convirtiendo el momento en un retrato. No era la primera ocasión en que esto sucedía. Siempre me gustará especialmente esta fotografía. Será por la inocencia con que miraba la vida o será porque siempre me entendí mejor con los animales. Aunque probablemente, sea porque es una muestra más de que las personas más importantes no siempre son visibles, pero siempre están.

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Una fotografía familiar Àlex Fernández

haciendo yo. El primer pensamiento que me viene a la cabeza es por qué no me estará echando la bronca mi padre. Debe ser porque ya estaría acostumbrado a mi comportamiento y habría perdido la esperanza de corregirlo, por lo que intentaba evitar que mi imitadora siguiera mi ejemplo. La fotografía lo más probable es que la tomase mi madre, que siempre que tenía una oportunidad capturaba los momentos que vivíamos y vivimos en familia.

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s un día soleado, ni siquiera una tímida nube se atreve a asomar en el encuadre. En el fondo, sobresale un edificio alto, con la fachada de ladrillos rojizos y unas farolas altas color grisáceo a la izquierda. Más adelante, cruza de lado a lado una carretera con unos cuantos coches aparcados en batería. No consigo reconocer ninguno. Una vez atravesada la calle, encontramos en un terreno varios pinos relativamente jóvenes que parecen situados al tuntún. Sin embargo, sus acículas superpuestas hacen imposible ver qué hay detrás de ellos. En primer plano, dentro de un claro rodeado por una mezcla de hierba verde y seca, se encuentran tres personas. Partiendo del lado a babor, está mi padre, un hombre de altura media, pelo corto y oscuro. En esta imagen se le ve con una barba dejada de un par de días. Su vestimenta es la típica que solía llevar cuando tenía planeado salir a la montaña. Unas botas marrones, embadurnadas de polvo terroso, unos pantalones estilo cargo de color gris claro con unas rodilleras gris pizarra, y una camiseta con una caricatura de un dragón amarillo y rojo. La camiseta es gris perla, más brillante que el resto de su indumentaria. En su mano izquierda y apoyado sobre su hombro, sujeta un patinete rojo chillón, cuyas ruedas se ven más aclarecidas por el Sol y el uso. Su mirada está dirigida hacia una niña pequeña, mi hermana. Vestida seguramente con ropa escogida por mi madre: unas bambas blancas, unos tejanos anchos azules, y una camiseta a rayas blancas y rojas que terminan en unas mangas largas de color marrón oscuro. No se le puede ver toda la cara, ni siquiera su exquisita nariz ni sus cautivantes ojos verdes. Sólo destacan los ricitos de oro que conforman su cabellera. Por la marca digital de la fotografía sé que ella tiene tres años y que yo en la derecha de la fotografía tengo siete. También voy vestido con tejanos azules y unas bambas mayormente blancas. Además, llevo puesta una camiseta azul cielo, remetida en el pantalón, y un jersey marrón. A mí no se me ve la cara, porque estoy de espaldas, colgado de brazos y piernas en uno de esos aparatos que usa la gente mayor para ejercitar sus hombros. Mi cabeza está a un palmo del suelo, cubierta de pelo corto y castaño. La mirada de mi padre clavada en mi hermanita, seguramente explicándole el riesgo que comportaba lo que estoy 50

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Infantil

Galletas

Miquel Masanas

Rosa Gil

na imagen vale más que mil palabras, pero no siempre aciertan. Este chiquitín iba a comerse el mundo, y ahora más que nada se come marrones. Pero ya se sabe cómo va la cosa. Se me ve feliz, ¿verdad? Tengo un palo, tierra y más imaginación de la que soy capaz de recordar. Quizás mis historias no tenían demasiada coherencia, pero esto llega con el tiempo. ¿Será que con la edad pierdes por un lado lo que ganas por el otro? No sé. Me hace muy feliz verme así. Lo pienso a menudo, pero en esta foto veo clarísimo cómo los adultos somos sólo niños venidos a más. Tampoco es que sepamos tantas más cosas, de hecho. La mayoría de cosas que sabemos y que ellos ignoran son cotidianidades que poco nos elevan en sabiduría. Hay mucha prepotencia del mundo adulto hacia el mundo infantil, y poco pensamos en que en el fondo es prepotencia hacia nosotros mismos. “Infantil” es hasta un insulto, ¿no es muy fuerte? Es bastante guay pensar que quizás el truco es éste. Él no iba a comerse el mundo, ya se lo estaba comiendo entonces. Por tanto, si tan poquito y tan trivial es lo que nos separa, podríamos crecer hacia atrás un poco y volver a hacerlo; desaprender algunas cosas. Seguramente sólo podremos en parte, pero no debería ser imposible. En el fondo, somos nosotros mismos.

etrás de cada imagen hay una historia, ésta es de aquellos años de inocencia y felicidad. Se me ve comiendo galletas, las típicas que hay en mi casa. De hecho me recuerdan al hogar donde crecí. Definen mi niñez. Mi madre las escondía para que mi hermano y yo no pudiésemos comer más de la cuenta. En cambio, mi hermana al ser la mayor, siempre ha tenido más conocimiento. Supongo que esta foto la tomó mi madre porque es ella quien suele capturar momentos. Aunque cuando mi padre se lo propone, hace fotografías para ponerlas directamente en un marco. Voy con pijama, seguramente heredado de mis hermanos. Hay cosas que con el paso del tiempo no cambian, cómo el aprendizaje que ellos me transmiten y me enseñan. O mi sonrisa, que por mucho que piense por qué estaba feliz esta mañana, no consigo recordarlo. Me sale así, sencilla y natural, definiendo mi forma de ser. Tampoco ha cambiado el lugar donde me encontraba. La cocina, que junto al comedor, eran las salas de la casa que más utilizábamos. Todavía hay los mismos muebles, decorando el espacio que hoy, solo disfrutan mis padres. A la vez, todo es distinto. Crecemos. Y cuya cama nos veía dormir todas las noches, llegó un día que dejó de hacerlo.

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Las manos del olvido Pedro López

Las manos palpan el olvido buscando hacerlo música. Bailan a su compás al sentirla solamente cuando nadie mira, si acaso, ninguno atiende. A veces se maltratan; ofrecen sus uñas a los dientes afilados de una despiadada boca que no escucha. Ellas mismas envuelven el veneno entre papeles finos, casi nada, después lo prenden y finalmente lo rechazan, no sin antes absorber un humo que, a la larga, imprimirá terribles amarillas, olorosas manchas.

A ratos se dan el gusto de visitar, -cuando pueden-, mojadas, el glorioso quiebro de unas piernas. Hacen de otras manos -extranjerassus cómplices vibrantes, sus amantes pasajeras. Firmes son cuando sostienen los libros apremiantes de líneas que ellas mismas repasan -subrayan-, elevan el cuerpo si hace falta, lo soportan y lo arañan. Si descansa una de ellas, la derecha -la izquierdaya caliente mientras el cerebro bulle y el corazón se ensancha, entonces, suave y delicada, escribe unas palabras que para siempre se le escapan -nunca fueron suyas-. Esta mano que ahora entre puentes de letras y abismales espacios se mece, incansable, porta inevitablemente las huellas de mi alma.

De oscuro tono violeta el frío malvado con el viento aliado las empapa; seca sus montañas y las quiebra como a moradas cumbres heladas. Fuertes y toscas empuñan el mazo, blanden el cuchillo y trabajan, no sea que el aire helado las humille. Desinteresada tozudez las lleva una y otra vez, como obligadas, a ganarse el pan y, encima, abrir la puerta de casa.

Collage del Taller de Lectura Turno Mediodía (UAM)

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Eclipse Minerva Ganivet

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agnus estaba perdido. Conocía muy bien el camino de vuelta a su casa, sí. Sabía que si al salir de su trabajo lo hacía por la puerta trasera y cruzaba los campos de trigo, encontraría un camino que rodeaba la estación y que le llevaría antes a poder descansar después de un día excesivamente largo. Magnus estaba perdido porque no sabía muy bien quién era. Aquel día se había olvidado el móvil en casa. Otra vez. Y cómo no podía contar con la compañía de la discografía completa de Oasis en modo aleatorio, decidió mirar al cielo. En aquel atardecer competían la Luna y el Sol por su gobierno. A Magnus le pareció un cielo especialmente despejado. Y empezó a buscarse en él. A Helio no le sorprendió la visita de Selene aquel día. Le habría sorprendido siglos antes, cuando tan sólo coincidían en el cambio de guardia. Pero no ahora. Gaia se estaba muriendo y Selene no podía salvarla sola, tenía que acudir a Helio. Sólo Helio podría saber qué hacer. Pues todo giraba en torno a él. Selene le visitaba ocho veces en lo que los huéspedes de Gaia medían como un mes. En cada visita lucía de una manera distinta: la primera vez iba vestida con un velo negro, de cabeza a pies, como si estuviese de luto. Durante la segunda, tercera y cuarta vez, tan sólo su cara (más pálida de lo habitual en los últimos centenios) y más adelante brazos, pies y manos, permitían distinguirla de una sombra. La quinta vez era, sin lugar a dudas, extraordinaria. Cuando llegaba, parecía que cruzaba el vestíbulo del palacio una ave exótica sacada de la mitología. Blanca como el cielo sin el reflejo del mar. Una estrella que había caído y se arrastraba por el suelo de mármol. Y llegaban la sexta, la séptima y la octava, en la que poco a poco volvía a convertirse en algo que poco se diferenciaba de la personificación de la penumbra. 56

Aquel día era de esos en los que iba con aquel vestido que parecía de tinta. No se sabía si había empezado o había acabado su metamorfosis. Gaia no mejora. Poco más le queda que un aliento, que en su última hora lanzará como un contaminado viento. Culpa de ello a sus huéspedes, demagogos e hipócritas, que con sus humanas y apáticas redes, solo para ellos solicitan órbitas –clamó Selene. Selene, ¿qué esperas que haga? Luz. Eso es lo único que puedo dar. No sé si es suficiente para esa llaga, que por su tamaño, difícilmente se puede curar. Helio ¿no lo ves? ¿a pesar de iluminarlo todo?. Tu luz hace al hombre ver, y ser capaz de cambiarlo todo. Ellos piden que se les deje en paz, pero en guerra se quedan. Les quitaré el antifaz, pero el ver en ellos queda. Todo se volvió oscuro. Solo el sol, oculto tras la luna brillaba, formando un anillo en el cielo. A Magnus le pareció que la Luna era la pupila dilatada de un enorme ojo dorado. Un ojo que parecía mirar fijamente a Magnus. Le había encontrado.

Impresión, sol naciente. Claude Monet

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