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Editorial
por mucho que elon musk lo haya intentado dinamitar, el debate -y, como consecuencia ineludible, la cancelaciónsigue instalado en Twitter, esa red social que sobrevive a costa de generar polémicas cada minuto. El terreno de lo cultural no es una excepción aun disfrazándose de otro tipo de discusiones, como los abusos en el contexto de los Premios Feroz o la vieja trifulca a propósito de las ayudas públicas al cine español, de vuelta a propósito de los pobres resultados de taquilla de La Piedad de Eduardo Casanova. Dos ejemplos de cómo lo político lo inunda todo y embarra el campo de juego.
Algo parecido puede decirse de la polémica que ha derivado en trending topic estas semanas a propósito de la creación de zonas golden en los conciertos: espacios reservados para aquellos que adquieran entradas más caras, y que alejan de los artistas a aquellos fans que no pueden permitirse pagar esos altos precios. Lori Meyers se convirtieron en objeto de las iras de Twitter precisamente por ello, y terminaron emitiendo un comunicado de rectificación con el que dieron por finiquitada la idea inicial de crear zonas VIP en su concierto en WiZink Center.
Más allá de la manera en que se ha manejado el caso concreto de la banda granadina -ejemplo perfecto de los errores y aciertos a la hora de manejar una crisis en una red tan iracunda como es Twitter-, la asunción de ese modelo por las bandas nacionales viene a constatar que aquello que nos llamó tanto la atención en los primeros festivales que se atrevieron a parcelar los espacios frente al escenario en base al poderío económico de los espectadores ha llegado para quedarse. Nada diferente en realidad de lo que lleva sucediendo desde hace décadas: hace mucho ya que la música se convirtió en privilegio, no en derecho, aunque equivocadamente lo reclamemos como tal. Pura ley de la oferta y la demanda, turbocapitalismo si se prefiere, que deja bien a las claras los niveles de desigualdad creciente, especialmente evidente en ciudades como Madrid y Barcelona. Por buscarle el punto positivo a todo esto, lo bueno de la autorregulación del mercado es que el consumidor casi siempre tiene la última palabra. Recordemos que desde hace años las salas de conciertos, imprescindibles para crear un tejido musical, lloran amargamente la ausencia de un público que las ha abandonado en favor de otras formas, casi siempre masivas, de disfrutar de la música en directo.
Al hilo de todo esto, alguien se preguntaba en Twitter dónde está hoy ese underground que nutrió de ideas y recursos a la música hasta los primeros coletazos del siglo XXI. La pregunta señala generacionalmente a quien la hace. Por un lado, el underground desapareció el día que todo pasó a estar a un golpe de click. Por otro, si algo define a los millones de personas que publican sus canciones a diario en las plataformas es precisamente su libertad creativa, lo que ha dado en un crisol de sonidos y tendencias musicales a distintas velocidades: de inesperados multimillonari@s a casos como los de Lotic, artista sobresaliente que hace nada se vio obligado a pedir ayuda a sus fans para pagar el alquiler. Está en nuestra mano elegir a quién brindamos apoyo...
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