Santiago, Fe que Abre el Corazón de la Metrópoli

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NOVUM Editorial

Colecci贸n Colecci贸nLa LaReligiosidad ReligiosidadPopular Popularen enelelAlma Almade deChile ChileVol. Vol.III I


Santiago

Fe que Abre el Corazón de la Metrópoli

NOVUM Editorial

“La Religiosidad Popular en Alma de Chile” Colección – Vol. I


Autores : Luis Herrera Aguerrevere, Tito Alarcón Pradena Fotografía : Tito Alarcón Pradena Redacción y Estilo : Joaquín Matus Toro Dirección Creativa y Diseño : Grupo Novum Editorial Gestión Institucional : León Cosmelli Pereira Impreso en Chile  1ª edición marzo de 2011 Registro de Propiedad Intelectual Nro. © Todos los derechos reservados NOVUM Editorial Ltda.

Martín de Zamora 6101 Oficina 1, Las Condes - Santiago de Chile

NOVUM Editorial — Documentales

Fono fax: (56-2) 201 43 96 www.novumeditorial.com

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Indice

4 Presentación 6

Lo sagrado como raíz de la Fiesta

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Virgen de Lourdes, Quinta Normal

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Fiesta de la Promesa, Maipú

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Cuasimodo, Recoleta

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Cruz de Mayo, Maipú

46

Cristo de Mayo, Santiago

56

Sagraado Corazón, Santiago

66

Procesión del Carmen, Santiago

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Señor de los Milagros, Santiago


Presentación En “la rica y profunda religiosidad popular aparece el alma de los pueblos latinoamericanos”, y constituye “el precioso tesoro de la Iglesia católica en América latina”.

Benedicto XVI, Aparecida - Brasil, 13 de Mayo de 2007

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d. tiene en sus manos el primero de los tres volúmenes que integran la colección “La religiosidad popular en el Alma de Chile”. Con ella, Novum Editorial continúa con el estilo que ha guiado sus anteriores entregas, vale decir, convertir cada página en una invitación para abordar la realidad bajo la óptica del pulchrum, de la belleza. Las imágenes que el lector encontrará en abundancia lo convidan a iniciar un diálogo con una realidad chilena llena de luz, color y sugerencia, pero a menudo ignorada: la Fiesta Religiosa Popular. En ella se aprecian ecos venidos de un Chile antiguo y profundo, y que dejan entrever perspectivas posibles de un futuro quizá distinto a lo que solemos imaginar. Por ello, estas escenas llaman a mirar observando, a observar contemplando, a recoger impresiones que luego asuman en nosotros paulatina nitidez, hasta poder identificarlas sin brutalizarlas, casi diríamos considerarlas con respeto, cortesía o admiración, como lo haría un niño, un artista o un sabio. No queramos 4

romperles su encanto; ellas comunicarán sin prisa su secreto y sus riquezas, como el perfume de calidad que sube hasta su olfato le entrega la variedad de sus aromas, o como el buen vino libera en su paladar los sutiles y huidizos matices. Cuando esas impresiones hayan subido a la superficie de su espíritu, vaya explicitándolas para su propio uso, para ir componiendo unas primeras nociones que contengan, con razonable riqueza, las notas características de la realidad que las imágenes le habrán entregado. Así pues, no hemos pretendido componer un libro de sociología o un estudio costumbrista, menos aún un ensayo de carácter ideológico ni tampoco un reportaje de periodismo cultural: simplemente, esto es un álbum, destinado a ofrecer una visión de conjunto. Porque este viaje a través de las imágenes, las impresiones y las sensaciones, tras las cuales late el Alma nacional, no es una trave-


sía carente de fundamento: es una valiosa oportunidad de conectarnos con la realidad en sus propias fuentes. Nuestra línea editorial adopta la filosofía del realismo y del sentido común. Creemos que Dios dotó a la naturaleza humana con la capacidad de conocer la realidad, de captarla objetivamente y de discernir en ella lo que es bueno y verdadero. Pero también la experiencia nos muestra que el espíritu humano capta de modo más proporcionado a nuestra naturaleza, y más plenamente, la verdad y el bien de los seres y de las situaciones, cuando se hace sensible a aquel atributo inherente al verum y al bonum de todo ser, que es el pulchrum, es decir la belleza, definida por el gran Santo Tomás como el esplendor de la verdad y el bien. De Arica a Punta arenas nos encontramos con singulares diferencias en la formas, pero un mismo fondo identitario. Fe común, capaz de mil manifestaciones. Así pues, dese un momento de descanso. Abandone el malestar y la preocupación por esas cosas que no son como deberían ser, ya sea en la vida pública o la privada del Chile de hoy, y sumérjase en este encantador universo de danzas, música, fiesta, peregrinación, convicción y gozo. Universo cuyo escenario es esta tierra que llevamos en el corazón, pletórica de antiguas tradiciones, de usos y costumbres que forman parte de nuestra historia como individuos y como nación, que animan de couleur local y de vida a una cierta idea de País, revelándonos un no se qué recóndito del ser mismo de Chile.

El presente libro-álbum informa sobre aquellas fiestas y celebraciones religiosas populares tradicionales que se realizan durante el transcurso del año en la capital: procesión de la Virgen de Lourdes; Fiesta de la Promesa, en Maipú; Cuasimodo en Recoleta; Cruz de Mayo, en Maipú; y en pleno centro de Santiago las procesiones del Cristo de Mayo, del Sagrado Corazón, del Señor de los Milagros y de la Virgen del Carmen. Vistas en su conjunto, estas festividades revelan una espiritualidad cuya pujanza, influencia y permanencia tal vez nos resulte inesperadas en la agitada metrópoli. Pero ahí están. Un poco indiferentes al cambio continuo y al ritmo trepidante, ahí siguen, como arroyos puros fluyendo de antiguos manantiales. En estas tradiciones religiosas se halla presente un legado ancestral de creencias y enfoques de la existencia, los cuales nos retratan como nación y nos vinculan a nuestro pasado colonial y republicano. El Cristo de Mayo, por ejemplo, es una devoción que brota de una tragedia inscrita en la memoria santiaguina (el terremoto de 1647). La Virgen del Carmen, a su vez, evoca las promesas de nuestros héroes en los aguerridos tiempos de la Independencia. La procesión del Señor de los Milagros, por su parte, se une al fenómeno migrante y su incorporación a la vida nacional. Son, en fin, imágenes y testimonios vivos de la religiosidad en Santiago y de la permanencia de antiguos legados traducidos en colores, formas, aromas, sones, gestos, estilos, movimientos, relaciones sociales, que evidencian a un Chile que sabe renovarse, convirtiendo su tradición en argumento de progreso e identidad.  ❖ 5



Lo Sagrado como Raíz de la Fiesta Isabel Cruz de Amenabar*

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esde sus orígenes hasta hoy, la fiesta “festiva por excelencia”, como la llama Josef Pieper, ha estado ligada a lo sagrado. Porque ha sido la dimensión trascendente del hombre la que se ha expresado en ella a lo largo de los siglos, insertándose como un interludio y, a la vez, como un enaltecimiento de lo cotidiano. En los albores de la historia se configuró la institución festiva como un intervalo de sacralidad en el transcurrir de todos los días; como una mímesis revividora de los gestos de los dioses; como una pausa en los afanes y labores, para dirigir la mirada hacia lo alto; como una manera de medir el tiempo y, a la vez, como un trascender de lo cotidiano; como una transformación creadora del mundo mediante el arte, bajo la inspiración del paradigma sagrado; como una donación, una ofrenda de bienes y pertenencias para entregarlos a los hombres y a la divinidad, y como una catarsis depuradora que llevaba al reencuentro del hombre con Dios, con los demás y consigo mismo, en el olvido de sí. El Barroco fue la última etapa histórica que dio aliento existencial y estético a la fiesta religiosa. Porque, a partir de la Ilustración, desatados los vínculos sagrados y generalizado el proceso de laicización, la institución festiva inició una larga etapa de crisis.

Sólo un puñado de estas formas festivas tradicionales creadas durante la edad barroca han previvido en Chile y en Latinoamérica hasta hoy, refugiadas en las llamadas religiosidad y cultura populares. Ellas son testimonio de una época que hizo de lo místico el sentido de toda funcionalidad, que creó el tiempo a partir de la fiesta; que orientó el trabajo y encauzó el uso de los recursos hacia lo trascendente. En un mundo regido por el trabajo, como es el de nuestros días, que se plantea el tiempo libre como suspensión de las labores habituales -esos son fundamentalmente los feriados y las vacaciones-, que restringe las celebraciones tradicionales o las traslada de fecha para no restar días a la productividad, puede resultar de interés el conocimiento de la institución festiva como experiencia vital orientada por lo sagrado. Lo numinoso como origen de la fiesta

Según ha expresado Mircea Eliade, historiador de las religiones, lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia. El hombre de las sociedades tradicionales fue un homo religiosus, y aunque no existe un úni7


co comportamiento para expresar lo sagrado, pues éste ha variado de acuerdo a la temporalidad, la experiencia religiosa tiene unos rasgos y unas dimensiones específicas, estrechamente relacionadas con la institución festiva, que ha constituido su más señalada expresión. La fiesta tuvo, pues, su origen en la vivencia colectiva y social de lo sagrado. Mientras la experiencia religiosa individual deviene generalmente un proceso de interiorización de lo sagrado, la experiencia religiosa colectiva es en esencia exteriorización a través de la dramatización. Así se ha expresado la conciencia sagrada en el comportamiento colectivo durante el curso de los siglos. El filósofo y teólogo alemán Rudolf Otto (1867-1934), en su libro Lo Santo (Das Hailige, 1917), expone una sugerente teoría para explicar la relación del hombre con lo sagrado. En lugar de estudiar las ideas de Dios y de religión, Otto analizó las modalidades de la experiencia religiosa, descomponiéndola en tres fuerzas fundamentales: lo terrible de la divinidad, es decir, su comprensión como mysterium tremendum que implica una dinámica de atracción-repulsión traducida en actitudes y gestos de humildad, invocación, sobrecogimiento y exaltación; la magestas de Dios, el entendimiento de su inaccesibilidad, frente a la cual el hombre experimenta un sentimiento de dependencia y de aniquilamiento del yo, y, por último, la energía, la mobilitas Dei, el Dios vivo, pleno de actividad, cuyo abrasador fuego amoroso invita al hombre a unirse con él, a representarlo, a instaurar un ritual, a configurar un culto. Otto designa todas estas experiencias como numinosas (del latín numen = dios), que constituirían la forma primera y más auténtica de la vivencia religiosa. Así, la relación del hombre con lo sagrado no se habría establecido originariamente, en los niveles racionales ni conscientes, sino se enraizaría aún más profundamente, en 8

su vida anímica y prerreflexiva. En un impulso primordial, el hombre se puso así en contacto con esta categoría primigenia de lo sagrado, lo numinoso, que dio nacimiento al mito y al símbolo, a la utopía y al mesianismo, al arte y a la fiesta. Desde sus orígenes, la fiesta ha estado, pues, ligada indisolublemente a la sensibilidad de lo numinoso y, por ende, a la religión, de la cual, a su vez, lo numinoso es la experiencia interior primera. El más allá se abrió para el hombre con la experiencia numinosa, inclinándose a ligar a él su propia inmanencia y la del mundo. Así le fue revelada a la humanidad la insuficiencia del orden cotidiano, de la rutina de la vida y la existencia de un mundo sobrenatural. Éste sería, en principio, el sentido fundamental de toda religión como tensión hacia lo que Heidegger llama “el Ser” que lleva a descubrir otro sentido en el mundo. La fiesta ha sido así, a lo largo de la historia, una forma y una ocasión para comunicarse con Dios a través de los lenguajes sagrados. Una versión, a veces un residuo de la fiesta sagrada, puede ser considerada la fiesta profana, surgida ya en la antigüedad, y la apoteosis y el espectáculo del poder que la han caracterizado son susceptibles de ser interpretadas como una derivación del impulso numinoso. El Barroco, según señalara Werner Weisbach, recobró ese sentido primigenio y emocional de la vivencia religiosa que se ha designado como lo numinoso y puso en comunicación directa al fiel con la divinidad a través del arte y de la fiesta. Elevado a una categoría absoluta de derecho divino, el poder real usufructuó más plenamente que en épocas anteriores de los lenguajes sagrados en su propio beneficio, sirviéndose de las formas originarias de la fiesta religiosa para ponerlas al servicio de la exaltación de la persona del monarca.


La fiesta religiosa como sacralización del tiempo

Desde los inicios de la historia la experiencia festiva hizo del tiempo un transcurrir sacralizado. Por medio de la fiesta del hombre se ubicó en el tiempo, lo midió, y midiéndolo creó tiempo: un tiempo extraordinario, diverso, un tiempo de metamorfosis del tiempo. Es lo que Martín Heidegger en El Ser y el Tiempo ha designado como la “temporación de la temporalidad del ser ahí”. Así la fiesta aparece a través de la historia como un registro temporal, como un modo simbólico de medir el tiempo vivenciándolo, es decir, la fiesta es una forma de crear el tiempo; y, a la vez, la fiesta se manifiesta en todas sus fases y modalidades provista de un tiempo propio, que se inserta en la categoría temporal de lo cotidiano como diversidad y regeneración. En las sociedades tradicionales el tiempo se creaba a partir de las fiestas. El tiempo festivo como tiempo extraordinario constituía los hitos entre los que se desarrollaba el tiempo habitual; la cotidianidad no se vivía solamente con fiestas, sino entre fiestas. Hoy principalmente se mide y se crea el tiempo con relojes, con cronómetros, con computadores, que pueden partir el tiempo hasta aislar centésimas y milésimas de segundo, o resolver ecuaciones en las que el tiempo se amplifica hasta unidades de años luz. Porque actualmente se piensa el tiempo casi exclusivamente desde las concepciones físico-matemáticas o desde la idea metafísica kantiana y postkantiana, para los cuales el tiempo es una noción cuantitativa y abstracta. Pero antaño, desde los orígenes de la historia hasta el siglo XIX, las nociones de tiempo fueron cualitativas y no abstractas, y siempre estuvieron estrechamente ligadas a la experiencia vital. La trayectoria de los astros en el cielo, los ciclos de la vegetación, las edades de la vida y el deseo de trascendencia, generaban el tiempo y hacían de él una vivienda. Se establecían así partes fun-

damentales como el día, el mes y el año, aunque quedaban, en la indeterminación, las unidades de tiempo menores como la hora, el minuto y el segundo, o mayores, como la centuria o el milenio. Una celebración de ritos especiales marcaba el tránsito de una etapa a otra e instauraba las fiestas, fijadas en días determinados, que se repetían a lo largo de los meses y de los años. Era una manera de crear el tiempo, afincándose en él. Al repetirse, las fiestas hacían retornar cíclicamente el pasado, y retrotraían al tiempo de los dioses, del cual se hallaba recuerdo en el mito. Antes que se impusiera la idea de irrevocabilidad del pasado, que configuró el concepto de historia, se vivió este tiempo cíclico que fundía pasado, presente y futuro. En El Mito del Eterno Retorno, Mircea Eliade sostiene que desde la aurora de los tiempos el hombre ha repetido constantemente el acto de la creación; sus calendarios religiosos han conmemorado en el espacio de un año todas las fases cosmogónicas que tuvieron lugar en el origen. El cristianismo: síntesis y ritualización de las nociones cíclica y lineal de la temporalidad

El judeo-cristianismo introdujo en el tiempo cíclico arcaico una noción lineal del tiempo fundada en Cristo, comienzo y fin de la historia. Por medio de la liturgia, la comunidad cristiana ha creado otro tiempo que celebra la memoria de Cristo, al proclamar su venida, actualizar su vida y profetizar su retorno a la tierra. Así se ha desarrollado entre los cristianos una vivencia ritual del tiempo, inscrito en el marco de su liturgia, en una doble tensión hacia el pasado y hacia el futuro. A través de las formas litúrgicas, el cristiano se une con el tiempo de Cristo en su venida a la tierra y se abre hacia el tiempo del nuevo advenimiento de Jesús, que pondrá fin a la historia. Al centrarse en los actos temporales de la vida de Cristo, la cronología cristiana ha adquirido la peculiaridad de desarrollarse en un ciclo ritual anual, en cuyo interior se sitúa un ciclo semanal. Así se ha constituido el calendario cristiano, marcado y caracterizado por los días de fiesta. 9


Dentro de la temporalidad ritual y lineal del cristianismo, la fiesta religiosa adquirió, pues, una nueva dimensión creadora del tiempo, a la vez conmemorativa y preparatoria. De este modo, como recalca el historiador A.Y. Gurevitch, la percepción cíclica arcaica, mítica y poética del tiempo no desapareció con el cristianismo, sino que se fusionó con la concepción lineal. Durante la era cristiana, la fiesta continuó siendo una de las instancias privilegiadas de crear el tiempo; de poner en contacto al hombre con lo sagrado y con la divinidad, y de retornar a un tiempo primero, la estadía de Cristo en la tierra. El calendario cristiano creó en el transcurso del año un tiempo pasional y emotivo, centrado en la figura de Cristo, reforzado por la Virgen y los santos, el cual fue repetido siglo tras siglo. A la alegría de la Navidad sucedía el desenfreno del Carnaval, la contención de la Cuaresma y la tristeza de la Semana Santa. Junto a la lúgubre celebración de difuntos estaban las gozosas fiestas de primavera y de verano. Con sus estaciones y sus fases marcadas por el sol y la luna, el año sirvió como unidad básica para fijar este orden de expansiones y jolgorios. Muerte y vida, alegría y tristeza, desolación y esplendor, frío y calidez, todo quedaba ajustado a este tiempo intensamente vivido, cargado de cualidades y de hechos concretos, que se creaba en las experiencias festivas. El tiempo festivo como reintegración del hombre al universo de los sagrado

Y dentro de este ritmo cristiano, pasional y emotivo, cada fiesta ha sido a la vez un hito y una regeneración temporal; un reintegro del hombre al universo de lo sagrado. Ello ha supuesto una modificación del tiempo cotidiano y la vivencia de un tiempo peculiar, de exaltación y de éxtasis. 10

Ciertos etnólogos han planteado que el tiempo de la fiesta es un tiempo de paso entre dos planos del tiempo social. Pero el asunto se puede plantear de forma inversa, al menos en relación al tiempo de las sociedades tradicionales, porque es el tiempo cotidiano el que se desarrolla entre dos planos del tiempo festivo y no el tiempo festivo el que se extiende entre dos planos del tiempo social. Durante la celebración festiva el tiempo se transforma y se renueva, surge un tiempo a la vez de retorno y de promesa; un tiempo de intensificación del tiempo. Así las fiestas no son solamente una conmemoración, ni significan únicamente una ruptura o una anulación del tiempo, sino constituyen un fenómeno muchísimo más perentorio: crean tiempo al postular a la unidad absoluta de las dimensiones temporales por la fusión del pasado, presente y porvenir. El ritmo de la temporalidad cristiana en Chile

La España barroca trasplantó a Chile el calendario festivo cristiano, forma de crear el tiempo en años, estaciones y meses, que no conocían sus pueblos indígenas. Ese tiempo era la cadencia, acompasada, del orden emotivo de la vida de Cristo y el puente hacia la trascendencia; era el eco invertido de los ritmos del sol en el cielo y de la transformación de las estaciones sobre la faz de la tierra. Porque si bien las fiestas religiosas proyectaban el tiempo, lo actualizaban y lo hacían simultáneo al de la madre patria, la inversión estacional que experimentaban las celebraciones cristianas e hispánicas en el hemisferio sur modificaban su acontecer y su ámbito espacial. Junto al tic-tac del reloj que en el siglo XVII marcó por primera vez, instante a instante, el paso implacable de Chronos, la campana esparció sus tañidos en el aire cristiano, fijando los ritmos horarios y


los ritos, el transcurso del tiempo habitual y su detención para el culto, el jolgorio y el reposo. Sus sones encerraron a lo largo de todo el año un significado simbólico y mágico, anunciando la buena nueva o el eterno descanso, celebrando la fiesta o conjurando al demonio. A lo largo de todo el año la campana recordaba al fiel el cumplimiento del calendario litúrgico. Y con el fin de recalcar el sentido devoto de estas fiestas, escribió el jesuita chileno Ignacio García un pequeño libro titulado Respiración del alma en efectos píos que han de ejercitarse en cada uno de los meses y fiestas del año..., que se publicó en Lima en 1775. La fiesta religiosa recogió así el simbolismo de la liturgia, el imaginario colectivo, el fervor popular y la nueva hagiografía hispanoamericana, que estableció jerarquías e incorporó devociones mestizas en la que el culto a los santos patrones y la intensa devoción a María fueron rasgos peculiares. Los misterios centrales del catolicismo expresados en los ciclos cristológicos –los primeros del calendario litúrgico cristiano fueron los de Navidad y Pascua de Resurrección-; la remembranza de las virtudes, heroísmos y milagros de los mártires y santos; las series hagiográficas; la dignidad de María, Virgen y Madre elevada a la divinidad en Cristo su Hijo, celebrada en las fiestas marianas, las últimas en incorporarse a la liturgia anual; todo este apretado cúmulo de dogmas y misterios, de verdades y tradiciones, se revivía año a año en las fiestas religiosas chilenas, sucediéndose en fechas fijas o en fechas variables, dentro de un determinado lapso. A través de las fiestas religiosas se vivió en Chile la concepción cristiana del tiempo. Por eso estas celebraciones en el Reino no pueden tratarse como fenómenos puntuales, aislados, sino como manifestaciones de esa totalidad que era el año litúrgico, el cual, a su vez, como un sistema simbólico provisto de sentido, remitía a la dimensión trascendente, sobrenatural.

La semana y el mes quedaban sellados por las fiestas de Cristo, María y los santos y las estaciones del año por los grandes ciclos litúrgicos que culminaban en festividades: Adviento, Navidad, Epifanía, Cuaresma, Pascua, Pentecostés. Estos ciclos se singularizaban no sólo por el tono de los ritos dentro de las iglesias, sino por la atmósfera peculiar que creaban en la vida ciudadana, alegre y luminosa para Pascua y Navidad, triste y lóbrega para la de Cuaresma. Los colores de los ornamentos sacerdotales y de los paños litúrgicos revestían un significado simbólico y comunicaban a los fieles, a primera vista, el mensaje trascendente y estético del ceremonial sacro: morado para el Adviento y la Cuaresma como expresión de la ascesis que debe preparar la venida del Niño y la Pasión, respectivamente; verde esperanza en Navidad y Epifanía; blanco resplandeciente para Pascua de Resurrección, y rojo fuego para Pentecostés. En Chile, las fiestas religiosas se inscribían, pues, en un ciclo anual, en el que había ritmos estacionales bien marcados, ya que, originalmente, subyació a muchas de estas fiestas cristianas una anterior celebración pagana que no pudo ser extinguida, sino sólo modificada en sus signos y en su sentido. La Resurrección de Jesús, por ejemplo, se celebra el domingo siguiente del equinoccio de marzo, para que no se identifique con la Pascua hebrea y para señalar el cambio de tono del Antiguo Testamento –que está dado de la ley- al tono del Nuevo Testamento –que proviene de la gracia-. Por otra parte, el 25 de diciembre, Pascua de Navidad, se celebraba en Roma antes de la venida de Cristo el solsticio de invierno. El cristianismo opuso al mito pagano del nacimiento del sol, la realidad de Cristo Dios llegado al mundo como sol que nunca se ocultará. Pero en este Reino el sentido estacional de la fiesta se invertía por el cambio de hemisferio, lo que llevó en ciertas ocasiones, sobre todo en las fiestas que caían en pleno invierno, a la incohe11


rencia entre el clima y el ritual, que redundó en modificaciones, en rechazos y, finalmente, en cierta desarticulación del ceremonial festivo. Así la Navidad invernal originaria se transformó aquí en una calurosa celebración; la primaveral semana santa, en una melancólica y otoñal conmemoración, quizá más ajustada a su significado primigenio; y el vistoso ceremonial al aire libre de la fiesta de Santiago hubo de llevarse a cabo, en ciertas oportunidades, en medio de lluvias torrenciales. “La fiesta incesante”

En 1696 el número total de todas las fiestas religiosas en el reino de Chile sumaban 94 más los 52 domingos, lo que daba un total de 146 días, pero no todos ellos eran feriados, ni de precepto. En 1760 el número de días festivos había aumentado a 101, incluyendo los días de vigilia. Puede decirse, entonces que casi una tercera parte del año, incluyendo los 52 domingos, se dedicaban a actividades “no funcionales”, cifra a la que habría que agregar las efemérides cívicas y religiosas ocasionales, derivadas del acontecer histórico. Desde el punto de vista filosófico y teológico, el calendario litúrgico del Reino de Chile era, pues, la secuencia de una fiesta tras otra, la “fiesta incesante”, como la ha llamado el filósofo Josef Pieper; la “fiesta eterna”, como la denominara Orígenes ya en los albores de la era cristiana, que constituye, de hecho, la liturgia de la Iglesia y cuyo sentido más profundo está en la aceptación del mundo y en la permanente alabanza cultural a Dios por todo lo creado. A los ojos del historiador actual, esta abundancia de fiestas es uno de los más claros índices de la religiosidad, el tradicionalismo y del carácter premoderno de la sociedad chilena del período estudiado. En el ámbito de la cultura, la modernidad empezó justamente con la restricción de la fiesta a comienzos del siglo

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XIX, que, no por casualidad, coincidió con la Independencia. Esta restricción implicó la imposición de una nueva racionalidad que reorientó el sentido del trabajo y el uso de los excedentes. Sin duda, la importancia cuantitativa y simbólica que la fiesta alcanzó en Chile durante el período en estudio, fue una herencia hispana premoderna reforzada por el legado aborigen. Porque los rituales y ceremonias constituyen hasta hoy piedras angulares del mundo cultural indígena. Si América fue el crisol donde se amalgamaron razas y sangres, mentalidades y costumbres, también fue del gran adoratorio, donde confluyeron imágenes y cultos, celebraciones y rituales, el telúrico escenario donde se desplegaron fusionados los afanes festivos y la capacidad lúdica de conquistadores y conquistados. Clases de fiestas religiosas

El sistema de las fiestas religiosas en el Reino de Chile era complicado. Existían las fiestas fijas, en fechas determinadas, y las fiestas movibles, cuyas fechas variaban en el curso de los años; las fiestas religiosas de precepto, que eran todas aquellas en que era obligatorio oír misa y abstenerse de trabajar; las fiestas de tabla y las fiestas votivas, en algunas de las cuales la celebración era obligatoria; los días de vísperas de tablas y los días de punto o períodos entre fiestas; por otra parte, estaban todas las fiestas religiosas ocasionales, en las cuales se llamaba a la celebración por medio de bandos. Una carta del gobernador de Chile Tomás Marín de Poveda al Rey, con fecha 2 de junio de 1696, pone en conocimiento de la abultada lista de fiestas religiosas existentes en Chile a fines del siglo XVII y de sus distintas clases, las de tabla, las de precepto, las que guarda la Audiencia y las que se habían guardado hasta entonces. El año 1760 el Cabildo de Santiago recogió y sistematizó toda la normativa referente a las fiestas religiosas que se realizaban en la


ciudad a lo largo de todo el año y la puso por escrito, en la “Tabla de la Ceremonia y Etiqueta que observará el Ilustre Cabildo en todas sus “fiestas”, mencionada, reglamento cuyo conocimiento es indispensable para la reconstitución del ritual festivo chileno. Fiestas fijas

Por medio de las fiestas fijas, el año quedaba enmarcado y compartimentado por una red sagrada que se iniciaba en enero con la Circuncisión del Señor y concluía en diciembre con las fiestas de Navidad. Cada semana, además, el domingo reiteraba la importancia de la celebración festiva. El domingo era la expresión semanal de la fiesta, la interrupción del tiempo corto por la sacralidad y el jolgorio. Desde los primeros siglos cristianos el domingo –dominicum = día del Señor- había estado vinculado a la misa y aún se identificó con ella. En el imperio romano, Novaciano reprendía a aquellos cristianos que después de haber asistido a misa y llevado consigo el pan consagrado, se apresuraban a frecuentar las diversiones lúbricas del circo. Pero, como demostró la historia, triunfó el afán lúdico del hombre. Fiestas movibles, ciclos festivos religiosos y celebraciones extraordinarias La tupida red de fiestas religiosas fijas, se intercalaba con celebraciones movibles y ciclos festivos de dos o más días, que se sucedían a lo largo del año para celebrar los misterios cristianos. Al conjunto de todas las celebraciones fijas y movibles que integraban el ciclo religioso anual se agregaban las celebraciones extraordinarias, organizadas en razón de algún motivo especial, ya fuera trágico o alegre. Innumerables fueron, por ejemplo, las procesiones de rogativa que organizó a lo largo de todo el perío-

do el Cabildo santiaguino para alejar los acontecimientos aciagos. En su carácter de vocero de los vecinos y de sus preocupaciones, a este organismo le correspondía tomar las medidas oportunas cuando una calamidad pública, terremoto, sequía o epidemia, amenazaba a la ciudad, porque en aquella época, para enfrentarse a los rigores de la naturaleza, no cabía otro recurso que encomendarse a la misericordia de Dios, e implorar su perdón. Esta idea fue, en efecto, lo que impregnó todos los acuerdos consignados en las actas, en las cuales se tenía siempre buen cuidado de dejar constancia de que cualquier azote o desgracia no podía tener otro origen que los pecados de la comunidad y, por tanto, su remedio pasaba por la penitencia y las rogativas públicas, con las cuales se podía intentar aplacar la ira divina. Estas celebraciones pueden ser consideradas como fiestas debido al espíritu que las animaba. Así, en una sociedad precapitalista, premoderna y antipragmática, como era la chilena de esa época, no era el ritmo del trabajo –como hoy- lo que determinaba el tiempo, sino justamente el ritmo de las celebraciones. La fiesta en Chile era la que creaba el tiempo y no el trabajo; porque era el tiempo festivo el que daba la pauta de la creación de temporalidad y el tiempo de labor era un tiempo “entre fiestas”. Lo interesante era entonces que lo extraordinario daba la pauta de lo ordinario. Y ésta es una de las grandes diferencias entre la sociedad premoderna y la moderna. En Chile, casi un tercio del año estaba ocupado entonces por lo “no funcional”, es decir, dedicado a lo que da sentido a toda la funcionalidad: lo sagrado.  ❖

*Doctor en Historia del Arte

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Virgen de Lourdes, Quinta Normal Oasis de Espiritualidad en Santiago

Fe, recogimiento y devoci贸n: tres caracter铆sticas que brotan en ese oasis en medio de Santiago, que es el santuario de la Virgen de Lourdes. 14


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os santuarios marianos no conocen inviernos. En ellos rebosa esa fe singular en la cual se hermanan la dulzura y la profundidad. Generaciones de almas sencillas, como brasas renovándose, han ocupado unas tras otras el mismo sitial de oración al pie de la Madre y del Hijo de Dios. Lourdes ha sido un nombre que desde temprano pronunciaron con devoción los católicos chilenos. El santuario francés fue reproducido en el histórico barrio de Quinta Normal, convirtiéndose en un foco de continua peregrinación. “La Gruta de Lourdes”, en el barrio de Quinta Normal, nunca está sola. Siempre hay peregrinos que van a visitar a la Virgen, al Cristo, a nutrirse del ambiente de fe y devoción que impregna el lugar. Frente a la gruta se levanta el templo de estilo gótico-bizantino, uno de los más hermosos de Santiago por la fina factura de su construcción y los abundantes detalles que ornamentales: gárgolas, cúpulas, la planta en forma de cruz latina, los vitrales (del francés Gabriel Loire), las esculturas (de la artista chilena Lily Garafulic), todo lo cual contribuye a inspirar esa impresión monumental que inspira este santuario consagrado en 1958, centenario de las apariciones francesas, y administrado por los religiosos asuncionistas.

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Los últimos rayos del sol en una calurosa tarde de verano se derraman sobre una numerosa romería. La imagen de la Virgen de Lourdes avanza por los jardines de su santuario. ❖ 19


Fiesta de la Promesa, Maipú Gratitud que se Prolonga a Través de las Generaciones

En medio de las sombras de las antiguas murallas se alza la colosal estructura del santuario de Maipú, mientras las sociedades religiosas, al compás de sus vistosas coreografías, inician el saludo a la Madre de la Patria. 20


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n agudo silbato rasga el aire, una banda de música empieza a tocar y cien integrantes de un conjunto de danza popular se ponen en movimiento rumbo al Santuario de Maipú. Otros grupos se van integrando a la marcha del primero. Pronto una marea de trajes llenos de colorido desborda la explanada del Templo Votivo de Maipú. Más de tres mil cofrades, venidos de diversos puntos del país y organizados en 62 asociaciones de Bailes Religiosos concurren esa tarde a la Fiesta de la Promesa. Cada 14 de marzo tiene lugar esta celebración en cumplimiento al voto hecho por los combatientes chilenos en 1818: edificar una iglesia en honor de la Virgen del Carmen en el lugar mismo donde ganaran la independencia nacional. Eso ocurrió en los campos de Maipú, y aquí fue edificada una capilla que llegaría a transformarse con el tiempo en el monumental santuario inaugurado solemnemente en 1974. 23


A poca distancia del actual edificio sagrado se conservan todavía de pie los muros del templo antiguo. La iluminación les infunde, al caer la noche, un aire de poesía. Desde estos espacios, impregnados de bendición e historia, las cofradías se ponen en marcha para ingresar en el interior del Templo a la Eucaristía. La Virgen del Carmen preside la fiesta y por la tarde saldrá a recorrer las calles aledañas. Los conjuntos de baile desfilarán frente a ella a lo largo de la procesión, mostrando su fe a través del canto, el baile y la música. ❖ 24


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Cuasimodo, Recoleta La Caballería del Santísimo Sacramento

El Cardenal Arzobispo de Santiago, Mons. Francisco Javier Errázuriz, pasa con su sagrada carga bajo las banderas cruzadas. Comienza una de las tradiciones religiosas más distintivas de Chile, nacida en tiempos de la Patria Nueva para defender a los sacerdotes de los bandoleros que podían atacarlos en los caminos rurales. 26


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a fe siempre pinta los rostros con una mezcla sutil de lozanía y profundidad, de firmeza e íntima alegría. Asimismo los trajes “revelan” facetas del alma que la existencia diaria desconoce, enmarcando rostros comunes bajo una nueva expresión que brota del interior. Predomina la concordia, esa comunión de los corazones reunidos en torno a valores perennes donde las carencias humanas hallan remedio recuperando aquella plenitud que es fruto típico de la

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espiritualidad genuina. De aquí nacen esos rostros serios, que en realidad son contemplativos, de los cuales florecen a menudo sonrisas de bienestar. En las fotografías, algunos aspectos de la variada procesión que avanza a caballo o en bicicletas. Los símbolos de la fe y de la patria se mezclan con palmas, cantos y otras costumbres tradicionales y pintorescas como la solemne “quema del Judas”.


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El primero de los Pastores del país, el Cardenal Errázuriz, lleva personalmente el copón con las hostias a casa de los enfermos. Las estaciones de este recorrido son sencillas y vienen dictadas por la misericordia: casas donde los débiles aguardan la comunión, hogares de ancianos, sencillas habitaciones donde los predilectos de Cristo se emocionan al recibir la bendición...

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La gallardía del Cuasimodo, con sus caballos, jinetes y banderas transformados en Custodia viva del Santísimo Sacramento, no pertenece exclusivamente a los campos chilenos. La misión de los cuasimodistas es la de ser guardianes del sacerdote que lleva la Hostia, el Cuerpo de Cristo, a quienes no pueden ir por sí mismos a la iglesia; y este reconfortante viaje se repite donde quiera haya cristianos. Así pues, podemos depararnos con el Cuasimodo en plena comuna de Recoleta, una de las más céntricas y antiguas de Santiago. Ni la fe, ni el espíritu, saben de edad; al contrario, siempre están en bullente renovación. Será por esto que los cuasimodistas de Recoleta despliegan tanta vida y colorido. Pero más que eso, el Cuasimodo es una devoción que involucra a la familia entera, pasando de generación en generación con el calor de lo que ha llegado a ser personal. En las afueras de la iglesia al Cardenal espera una carroza adornada de flores y un tropel de jinetes, usando sus características pañoletas en la cabeza. Todos ellos formarán la comitiva de Cristo, que lo seguirá ese día cuando visite los ancianos en un Hogar de Reposo, a los fieles que aguardan en la puerta de sus casas, etc. Dentro del clima recogido que reina en el ambiente hay lugar para los originales cantos y exclamaciones que son otros tantos himnos de espiritualidad y rectitud. Ecos de un futuro que se va haciendo presente... 32


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No lo parecen, pero son ciclistas. Mejor aún, es una romería de símbolos, de cruces y adornos, de banderas y flores, de cabezas cubiertas bajo pañoletas y esclavinas, de hombre devotos sobre la sencilla “montura” de dos ruedas, que de simple vehículo deviene en rodante oratorio.  ❖ 34



Cruz de Mayo, Maipú Celebración que Regresa desde la Memoria Popular

Siempre inmenso, el Templo Votivo consagra la fe de nuestros mayores. Pero no es sólo un relicario sino también un impulsor de esa fe, entre cuyas manifestaciones tradicionales se cuenta la Cruz de Mayo. Esta festividad, interrumpida parcialmente durante algunos años, ha conocido un resurgimiento gracias a grupos de fieles cada vez más sensibles a la belleza de la religiosidad popular, aquella que viene de los siglos pasados impregnada con lo mejor del alma nacional. 36


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Los tenaces grupos folcloristas tienen gran parte del m茅rito en el renacimiento de muchas tradiciones, como la Cruz de Mayo. Un afecto que llega a lo minucioso les hizo indagar y redescubrir las canciones y los rituales que animan esta singular procesi贸n nocturna. No s贸lo han recuperado un h谩bito cultural, sino que han abierto una ventana para mirar las creencias profundas del alma popular.

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a Cruz de Mayo ha sido una tradición arraigada durante generaciones en los campos y ciudades de la Zona Central. Desde las primeras misiones, los símbolos de la fe católica fueron empleados como lenguaje dirigido al corazón, con esa elocuencia que no tiene la palabra. La fiesta ancestral celebrada en mayo sufrió algunas interrupciones en los últimos decenios; pero, como árbol de profunda raíz, ha rebrotado para sorpresa de muchos que la consideraban ya nada más que un bello recuerdo. El Templo Votivo de Maipú, entre muchas otras iglesias y parroquias santiaguinas, ha retomado la fiesta de la Cruz gracias a la iniciativa de devotos que dan lo mejor de sí en esta celebración, desde que hace 8 años se abocaron a recuperarla. Canciones y trajes, velas y faroles decoran el exterior; y en el interior, el regocijo se expande cuando la Cruz, entretejidas de flores y cintas

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inicia a su viaje en procesión por las calles. Se preparan varias cruces que se entregan a varios grupos. El Padre Carlos Cox, rector del templo, encabeza uno de ellos, encaminándose a distintas poblaciones del sector. Mientras la Cruz avanza en medio de la calle, las puertas de los hogares se van abriendo. Muchos donan alimentos que luego serán repartidos a las familias más necesitadas del área parroquial. *** El alma popular siempre se muestra ávida de símbolos en los cuales expresa, con incesante fecundidad, sus más hondas impresiones sobrenaturales. El florecimiento orgánico de estas manifestaciones –como la Cruz de Mayo– dan cuenta de la pujanza y creatividad del propio espíritu de los pueblos, distribuido en los hijos e hijas que a Dios elevan plegarias desde el escenario donde transcurren sus vidas.


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Todo un ventarrón de calidez, vida y memoria gira en torno a la Cruz de Mayo, símbolo de la vida renacida tras la muerte aparente. Así también el alma popular se renueva, a veces se esconde, pero nunca cede en sus bríos ni en sus anhelos por manifestar en este mundo las profundas esperanzas que guarda de otro mejor. Esperanzas que vuelca en sus canciones, en sus colores, en sus trajes y que extiende como un aliento de vida entre quienes cultivan estas tradiciones.  ❖ 45


Cristo de Mayo, Santiago Una Imagen Providencial

Crucificado, pero dueño de sí mismo. Semblante firme y abstraído, a medio camino entre el tiempo y la eternidad. Rostro donde asoma de una determinación que no se quiebra bajo ninguna adversidad. Es el Señor de la Agonía, popularmente conocido como “Cristo de Mayo”, imagen providencial en la historia de Santiago. 46


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Frente al edificio del Museo Hist贸rico Nacional, antigua Real Audiencia, y al costado de la Municipalidad de Santiago, el Cristo de Mayo vuelve a pasar en la noche, rodeado por un fervor que 400 a帽os no han desgastado. 48



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rece de mayo de 1647: un terremoto golpea con violencia las precarias ciudades de la entonces Capitanía General de Chile. Santiago se desploma en una sola noche, y la amargura se extiende como manto fúnebre. En la desolación, sin embargo, cunde la noticia de un suceso extraordinario: el Señor de la Agonía, imagen singular tallada por un agustino, está de pie entre los escombros de la iglesia. Además, la corona de espinas se ha desplazado al cuello sin explicación posible. Una honda impresión sobrenatural reanima a los sobrevivientes, y de ella nace la procesión que se repite en esa misma fecha hasta la actualidad. Cuatro siglos después la venerable imagen sale a recorrer calles muy distintas. De la modesta capital de otro tiempo apenas quedan fragmentos, como islas perdidas de la memoria. Poco importa el Señor de Mayo sigue ejerciendo su poderosa soberanía. No es un Cristo desfallecido ni yaciente. Aunque fue llamado “de la Agonía”, la muerte no lo ha vencido: es un Cristo de ánimo resuelto, sin autocompasión, erguido en la Cruz y encarando la adversidad, dispuesto a llegar hasta el fin en la senda de su deber. La procesión tiene un rasgo que la singulariza: es nocturna. Sale de la iglesia a eso de las 19 horas, la hora del terremoto de 1647, avanza por las calles céntricas hasta la Plaza de Armas y retorna al templo para la Eucaristía final. Las noches de las ciudades modernas carecen de todo recogimiento y sentido del reposo. Pero el Cristo de Mayo cambia las cosas; las frivolidades se alejan y desde su figura se difunde un clima más pausado, más espiritual, como un río que se abre paso.

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Hasta hoy, la calle guarda silencio cuando pasa el anda del Señor de Mayo.  ❖ 55


Procesión del Sagrado Corazón de Jesús

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l Sagrado Corazón de Jesús ocupa un lugar de privilegio entre las devociones tradicionales de nuestro país. En el mundo católico, este culto recibió gran impulso gracias a Sta. Margarita de Alacoque, religiosa francesa del siglo XVII, hasta alcanzar en los dos siglos siguientes un cenit de irradiación. Chile no permaneció ajeno a esta atracción espiritual. La arquidiócesis capitalina fue consagrada al Corazón de Jesús, y Mons. Ramón Ángel Jara, autor elocuente de la oración para el Mes de María, redactó también una plegaria para el mes de junio, dedicado por la Iglesia a esta devoción. La convocatoria de este culto queda de manifiesto en la procesión del 30 de junio, es una de las más concurridas del calendario religioso capitalino. También llama la atención ver a miembros de la Armada de Chile sosteniendo el anda de la imagen ese día, en la Plaza de Armas. Pero entonces recordamos que, así como el Ejército tiene a la Virgen del Carmen como Patrona y Generala, la Armada está consagrada al Sagrado Corazón de Jesús. 56


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El corazón simboliza el amor; dando culto al Corazón de Jesús, la Iglesia celebra el Amor de Dios. Hay una conmovedora nota de perdón y misericordia que distingue los festejos que rodean a esta fiesta. En la Catedral Metropolitana, miembros de la cofradía, cubiertos los hombros con la esclavina bordeaux, recitan las oraciones dedicadas a Cristo. Las líneas neoclásicas del principal templo del país traen a la memoria el fervor del catolicismo chileno del siglo XIX, cuando esta devoción cobró fuerza e influencia. La fe de aquellos chilenos no se ha agotado en el tiempo, sino que se ha comunicado de generación en generación, como un linaje espiritual en que puede reconocerse incluso la tenacidad que distingue al alma chilena cuando defiende sus ideales. 58


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El Sagrado Corazón sale de la Catedral Metropolitana y avanza por las calles del centro antiguo en horas de la tarde, rodeado por un mar de farolitos en que sobresalen los pendones y los hábitos religiosos, desde el cual brotan los cánticos y las plegarias junto a un clima de alegría sin desborde y seriedad sin dureza. La romería concluye en el convento de las Visitandinas, la misma orden religiosa a la cual perteneció Santa Margarita Alacoque y que, por lo mismo, está particularmente vinculada al Sagrado Corazón.


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Cada acto religioso encierra un misterio particular. Quizá la oración convertida en murmullo, quizá la cadencia del paso, quizá la muchedumbre que medita, quizá la expresión a través de símbolos, en fin, quizá la suma de todos estos detalles contribuyen a la fuerte impresión que puede causar una demostración de espiritualidad como ésta. A medida que el Sagrado Corazón de Jesús pasa por la calle, se difunde cierta paz que transfigura las cosas, generando un vínculo imponderable entre el observador y la imagen. El bullicio de la ciudad se mitiga, y una promesa de perdón y de futuro se apodera del corazón de los cristianos. Santiago, la agitada capital, hace una pausa para inclinarse ante paso del Hijo de Dios.  ❖ 64



Virgen del Carmen Una Naci贸n Festeja a su Reina y Madre

Prototipo de la imagen mariana, la Virgen del Carmen que reina en la Catedral de Santiago ha multiplicado su semblante materno a lo largo del pa铆s, en miles de estampitas y afiches que pueden encontrarse en los sitios m谩s variados. En 1920, esta imagen fue coronada como Reina de Chile por el Legado Pontificio, Mons. Aloisio Masella, en representaci贸n del Papa. 66


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En el sigilo de la catedral, un grupo de hombres comienza a reunirse. El agradable clima del reencuentro los acompaña mientras se revisten con una esclavina blanca, sobre la cual ponen después un escapulario grande. Así cumplen una costumbre que para ellos se ha vuelto tradición. Es el último domingo de septiembre. Estamos en el preámbulo de la Gran Procesión del Carmen. Estos hombres forman la Guardia de Honor de la Patrona de Chile, la misma a quien aguarda ya una multitud en el exterior del recinto sagrado. 69



La calle está inundada de una multitud que parece una prolongación del manto de la Carmelita. Destacan las rojas vestimentas de la primera autoridad religiosa del país, el Cardenal Mons. Francisco Javier Errázuriz, y en armoniosa combinación se ven penachos militares, túnicas religiosas, ropas cotidianas, banderas pontificias, arreglos florales... 71


La gloria de la Reina no es solamente religiosa. Su afectuosa protección se extiende al país entero, el cual le retribuye un homenaje donde caben todos los estamentos sociales. Especial realce tiene la presencia de las Fuerzas Armadas y de Orden, cuyos destacamentos y orfeones se presentan a la procesión con vibrante gallardía. A esta celestial Patrona encomendó O’Higgins los acontecimientos que dieron origen a la nación. Podría decirse que desde entonces Chile ha sido carmelita, y tal vez la mejor prueba es que la primera santa chilena provino, justamente, de la Orden del Carmen. Por eso, en este día de festejos, la imagen de Santa Teresa llega también a la Plaza de Armas. 72




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La juventud toma parte activa en los festejos. Colegios de toda la capital se asoman con sus uniformes, otros traen sus propias bandas, otros sus pendones, auspiciando el continuo reflorecimiento de esta devoci贸n, tan arraigada que ya forma parte de la propia identidad nacional. 76



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l día declina pero todo parece más radiante. El frontis de la Catedral de Santiago bellamente iluminado, el pabellón patrio en las torres, la santa carmelita y la Señora del Carmelo, y en el altar el Cardenal y varios otros eclesiásticos celebran la misa, repitiendo el rito central del catolicismo en el propio corazón de la Iglesia chilena. Destacamentos de las 4 Ramas de las Fuerzas Armadas y de Orden otorgan prestancia y gallardía al cuadro, sin duda uno de los más hermosos que pueda registrar la Plaza de Armas en todo el año. Esta eucaristía y la procesión precedente, en medio de los íconos más representativos de la fe chilena, sintetizan de cada acto de piedad realizado a lo largo del país, en alabanza de Nuestra Señora del Carmen, y así esta misa es una culminación. En este día, el último domingo del Mes de la Patria, nadie es huérfano. Cada uno tiene un lugar, cada alegría o cada dolor aquí se vuelve ofrenda, y cada cual, en lo íntimo del corazón, se da cuenta que no está solo.  ❖

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Señor de los Milagros Magnífica Demostración de Fe, Tradición y Colorido

En medio del silencio, la paz y el recogimiento, vestimentas hermosas y profundamente adecuadas anuncian al visitante que está a punto de ver un acto litúrgico celebrado con reveladora grandeza. En el centro de esta celebración, la pintura del Cristo de los Milagros abre sus brazos a dos naciones que a sus pies hermanan sus banderas. 80


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La gran tradición religiosa del Perú es ampliamente bienvenida en la Catedral metropolitana. El Cardenal de Santiago recibe al obispo de Callao para celebrar juntos todos los ritos que acompañan la procesión del Señor de los Milagros. La variedad de los trajes es una verdadera fiesta dentro de la fiesta; las sahumadoras con su fragante mezcla de incienso y mirra, los cargadores con sus capas púrpura, los mismos trajes indígenas con sus colores vivaces, despiertan una mezcla de asombro y admiración.


La procesión del Cristo de los Milagros es una armoniosa mezcla de nacionalidades y estamentos sociales. Entre los participantes se cuentan peruanos y chilenos que aúnan su entrañable fervor ante el “Cristo Moreno”. Esa alma compartida se expresa con el bello acierto de los pabellones nacionales de Perú y Chile, hechos de flores y dispuestos uno junto al otro a los pies de la imagen. También el anda de la imagen se posa en hombros ilustres: el Embajador del Perú, don Carlos Pareja Rios, hace las veces de costalero durante la salida del Cristo a la Plaza de Armas.

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mediados de octubre la Plaza de Armas de Santiago es recorrida por una procesión diferente a las otras, abundante en colores y vestimentas que recogen lo mejor de Europa y América: tradición y renovación, formas consolidadas y frescura de espíritu, personalidad clara y devoción enternecida. La imagen llevada en andas no es una escultura, sino una pintura. Es la procesión del Santo Cristo de los Milagros, uno de los más queridos tesoros espirituales del Perú, que hace tiempo ha tomado un lugar propio en la vida litúrgica de Santiago, hermanando a dos pueblos en una misma devoción. La historia parte en la Lima del siglo XVII, cuando una cofradía de inmigrantes angoleños estableció su sede en un galpón de paredes gruesas, en una de las cuales un piadoso africano pintó un resumen de varios misterios de la fe católica: el Padre y el Espíritu Santo, la Virgen con el corazón traspasado junto a Santa María Magdalena, y todos rodeando la figura central del Crucificado. La ciudad fue golpeada en 1655 por un terremoto desolador, que se llevó miles de vidas consigo. La sede de la cofradía se vino al piso como otros muchos edificios, pero con la notabilísima excepción de la pared con el cuadro. No sólo quedó en pie, sino libre de la más mínima grieta. La devoción de los limeños se sintió profundamente atraída por aquel Cristo, al que denominó desde entonces “Señor de los Milagros”. Entre intervalos de abandono y renacimiento de la fe, la imagen sobrevivió a un nuevo terremoto, luego del cual nacería la procesión de los días 18 y 19 de octubre de cada año. Con el curso del tiempo, los emigrantes peruanos llevaron este amor con ellos al resto del mundo. Y así llegó también a Santiago de Chile, estableciendo un motivo superior para el entendimiento entre ambos pueblos. 86


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La Hermandad del SeĂąor de los Milagros es la encargada de llevar el anda. En los turnos sucesivos los cargadores con capas pĂşrpura van siendo relevados sobre los que transita la imagen por las calles de la capital. 88



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Ataviados con elegancia de formas y colores, los cargadores del Cristo Moreno van turnándose cada ciertos tramos, no sólo para reponerse de la fatiga, sino para compartir el honor de ser “los pies del Cristo” en esta maravillosa demostración de fe. No hay aquí distinciones entre chilenos y peruanos, porque todos se sienten hijos y hermanos. La irradiación devota que encuentra su fuente en la piadosa pintura cautiva al que quiera abrirse a ella, demostrando una vez más que la fe es el gran elemento unificador de la variadísima Hispanoamérica. Toda la dignidad y el ornato que los fieles peruanos han conservado en sus devociones se han incorporado discreta y generosamente a la religiosidad chilena, sin pedir a cambio nada más que un espíritu noble, íntegro, fraternal. 92


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Diversidad en medio de la unidad podría ser la mejor definición para imágenes como ésta, que se ven continuamente a lo largo de la procesión. En el tranquilo vaivén con que la imagen avanza por la calle, el humo aromático de las sahumadoras difumina sus velos blancos. Un poco más allá los pendones de las cofradías anuncian la presencia de sus miembros, y los cargadores que han cedido su puesto a los otros deambulan entre la multitud a la espera de su próximo turno. No hay apuro en las calles, sino la intensa sensación de compartir un momento sagrado.  ❖ 94



Luz que no s贸lo es resplandor sino tambi茅n pureza, misterio y consuelo: la gran imagen de la Virgen Inmaculada reluce en las alturas del San Crist贸bal, protegiendo a los santiaguinos.


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