Y que sea la ultima vez

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Y que sea la Ăşltima vez

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Nos mudamos al barrio viejo cuando yo tenía 6 años. Por mi edad y por ser el menor de los tres hermanos, yo fui el primero en inspeccionar nuestro nuevo hogar. Anotemos en las causas el desbarajuste que acompaña una mudanza, el cual hace que se relajen ciertas precauciones, como la tácita que establecía que había que controlar donde estaba yo. A todas luces la casa era enorme, mucho más enorme que nuestra casa anterior, y eso que también lo era. Di con una habitación bonitamente arreglada y con una hermosa vista al jardín, di con otra habitación que aún no había sido acondicionada, la cocina con la vieja cocina de leña, el baño con bañera de patas de león... y llegué por fin a la buhardilla. Curioso, porque nadie pareció oír el ruido ensordecedor de los viejos peldaños al crujir, ni una puerta de madera igualmente vieja y delatora. Encendí la luz, la cual, proveniente de una bombilla debajo de un disco de metal oscuro que colgaba de la robusta viga central, invadió con su luz encantada todo el recinto por debajo de la penumbra del disco. Nada puede haber más excitante para un niño que el olor de lo largamente guardado. Había llegado al paraíso. Creo que hubiera sonreído, si mi bocaza abierta me lo hubiera permitido. Es como si lo viera ahora. Veo una mecedora de abuela, la que pruebo con deleite pero abandono con espanto ante el ruido que emite, no fuera a ser que tan rápidamente me echaran del Edén; libros, muchos libros de soberbia encuadernación. Tomo uno al azar y... ¡tiene láminas! Miro algunas donde hay patos y caballos. Una vieja lámpara de pie que estaría luego durante años en el salón principal. ¡Ropa! Mi vista se detiene en unos sacos y unos sombreros, que me pruebo ante el viejísimo espejo de luna descomunal que me mira desde un rincón. Los sombreros tienen tierra, y por el espejo veo a mis espaldas un baúl de considerable tamaño. Giro y voy hacia él. Lo abro. Dudo que un viejo y enorme baúl fuera usado sólo para guardar un viejo álbum de fotos de familia, pero fue eso, y sólo eso, lo que llamó mi atención. El baúl no estaría en buenas condiciones pues el álbum tenía tanta o más tierra que los sombreros. Lo abrí, y ocurrieron algunas cosas. Alguna corriente de aire se filtró por algún lado (tiempo después, bastante, recorrí nuevamente la buhardilla y no hallé el origen de esa posible corriente; insisto, había pasado ya el tiempo suficiente para que fuera reparado, de haber existido en aquel momento, sentado yo como indio y con el álbum sobre mis piernas), pues como si alguien soplara desde dentro del álbum, una nube de polvo me vino a la cara, haciéndome lagrimear y estornudar. Con la vista así enturbiada pude ver la foto que tenía delante. Eran dos niños, vestidos de marineros y sentados el uno junto al otro mirando con tristeza y aburrimiento bovinos hacia la cámara. Al parecer era costumbre familiar hacer anotaciones al pie de la fotografía. La que correspondía a los niños marineros decía: “Espabílate, amigo. No será por curiosidad que nos has sacado, ¿verdad?”. Las voces en la planta baja me volvieron a la realidad. - Dany, ¿dónde estás? - Ya voy mamá. Algo sobresaltado, tal vez suponiendo que no debía estar donde estaba, metí el álbum al baúl y cerré éste. También había dejado abierto el libro de los patos y los caballos, justo en la página donde uno de los personajes decía: “Mal comienzo. Vuelve”. 2


Mientras bajaba las escaleras varios pares de ojos me contemplaban. - Dany, no desaparezcas así, nos tenías preocupados. - Mamá, hay muchas cosas allí arriba. ¿Puedo volver? - Claro hijo –dijo mi padre-, pero debemos hacerlo juntos. Es una casa vieja y puede haber peligros. - ¿Peligros? –pregunté. - ¡Sí, hijo, peligros! –me sentó en su rodilla y agregó con ternura-. Puede estar floja alguna tabla del piso, o haber alguna araña o... ¡hasta fantasmas! Al decir esto último subió la voz y me apretó el abdomen, logrando que de verdad me asustara, con lo cual reímos a carcajadas los dos. Se conjeturarán, de lo dicho hasta ahora, algunas cosas bastante acertadas. Mis padres eran cariñosos y eran conscientes de los peligros cotidianos que podían amenazarnos. Sin embargo las preocupaciones, sobre todo en estado agudo, como es el caso de una mudanza, podían distraerlos acerca del paradero del menor de sus hijos. Y a propósito, no recuerdo el prometido retorno al altillo con mi padre. Con el tiempo, creo ir yo por mi segundo o tercer grado, recuerdo la aparición de otras características de mis padres. Poco a poco, con la lentitud y la tenacidad con que un desconocido llega a tu casa, para luego instalarse, y luego leer en tu sillón y luego casarse con tu esposa hasta que finalmente te hace echar por la policía, un verdadero aluvión de preceptos fue ocupando el lugar debido a nuestras relaciones. La primera de esas formalidades, convenciones que cobraban el peso de valores absolutos, quizás correspondió al horario de acostarnos. Ocurría que a las diez de la noche un minitelevisivo en forma de perrito juguetón nos despedía a todos los niños hasta el día siguiente. Obedientes a la electrónica, nuestros padres se levantaban como autómatas y distribuyendo besos y sonrisas nos mandaban a dormir. Primero fue porque al día siguiente debíamos ir a la escuela. Pronto empezó a ocurrir también en viernes. Ignoro qué temían nuestros padres que ocurriera de no cumplir con el precepto televisivo, pero así debía ser. Con respecto a los libros de la buhardilla, fueron descubiertos también por mis hermanos y mi padre, quien se ocupó de limpiarlos y acomodarlos prolijamente en la biblioteca de la sala principal. De donde, a propósito, saqué una tarde el de los patos y los caballos. Creo que me hallaba rezongando de las reconvenciones paternas, y me agobió leer una más, ya que la mamá pato le decía a un patito: - “¿Qué no lo recuerdas? ¡Te dije que vuelvas!” Pero al punto recordé el episodio del primer día en esa casa y mi encuentro con ese mismo libro en la buhardilla. Tenía olvidado ese rincón, y sin duda me gustaría volver a visitarlo. Al igual que la primera vez, nadie pareció interesarse en el ruido de los viejos escalones de madera, ni en el de los goznes chirriando. El disco de la lámpara seguía dividiendo el cuarto en dos: por arriba lo dejaba en penumbras, e iluminado como en un encantamiento por debajo. Todo estaba igual pero más despoblado. Ya hablé de la vieja lámpara de pie que había sido redestinada al salón principal. Un ropero, la mecedora... Estaba aún el espejo y, aunque por algún extraño temor yo no quería pararme frente a él, no pude evitarlo. 3


Insisto, yo no quería hacerlo. Allí se reflejaba el viejo baúl, abierto, a mis espaldas. La visión me sobresaltó bastante, pues hubiera jurado que estaba cerrado cuando yo subí. Me aproximé a él. El viejo álbum en su interior estaba limpio esta vez, como si se hubiera atildado para mi llegada, y como invitándome a tomarlo. Cosa que hice. Pasé por un viejo matrimonio que no recordaba de mi primer encuentro con el álbum, una familia seria apoyada en el respaldo de terciopelo de un sillón sobre el que se sentaba, enhiesto, un hombre grueso de bigotes cuidadísimos y cuello duro. La de los niños vestidos de marineros me pareció menos antigua y más nítida que dos o tres años atrás. Alguien se había ocupado de modificar las inscripciones bajo las fotografías. Debajo de los niños, con letra blanca sobre el cartón oscuro, decía: “Amiguito, ¿te has dado cuenta por fin que necesitas escucharnos?”. El espejo era sin duda de una curiosa confección pues, al contemplarlo desde donde me hallaba, me vi reflejado... con los dos niños sentados sobre el baúl. Claro que el efecto, debido sin duda a cómo sostenía yo el álbum en mis manos y a la incidencia de la luz, podía haberme asustado. Lo curioso fue que volví mi vista al álbum, recordé algunas normas hogareñas que para entonces ya me disgustaban, y me dije: “Bien, amiguitos, los escucho”. Al igual que el hombre de bigotes solemnes y toda su familia, los niños estaban serios. Leí bajo la foto: “No creas que es preciosa nuestra ropa”. La voz portentosa de mi madre tronó en la buhardilla: - ¡Dany! ¡Cómo no me avisaste que estabas aquí! Antes de cerrar el álbum volví a leer…

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