El juego de la copa

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EL JUEGO DE LA COPA

Gustavo Malagraba

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A Sandrita Espejo y Dante, su amor. Seguro ella ya sabe lo mío con Ceci, así que puede dejar de estar enojada conmigo.

El terror es una experiencia demasiado cotidiana como para ser relegado al engañoso mundo de los efectos especiales. Dedico este libro a todos aquellos que vivieron ciertas situaciones… y tratan aún de hacer algo con ello.

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NOTA DEL AUTOR Las calles de Buenos Aires que se mencionan, como los edificios y sus ubicaciones relativas, al igual que los medios de transporte y sus recorridos, son reales. Incluyo en esto una casa que se encuentra enfrente del colegio Santa Brígida, y desde cuya ventana, tras la cual nunca estuve, debe verse, estimo, “el castillo”. También fue real el cartel de Antonio Banderas, como su ubicación; al menos durante un tiempo. Ignoro si aún existe Le Lac.

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“Y separó Dios la luz de las tinieblas” Génesis 1,4

“Porque siete son los días de la creación, siete los pecados capitales, siete las virtudes cardinales, y así muchos otros ejemplos podrían citarse. De modo que siete son los planetas, y no puede haber ocho. Y si se encontrara un octavo planeta, o bien se trataría de una ilusión, o bien de cualquier otra cosa, que no de un planeta.” Tycho Brahe, astrónomo dinamarqués (1546-1601)

“No, no creo en Dios, pero creo en cosas aún peores.” Yamila

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I- Una familia sana Hoy no tengo ganas de ir hasta Ciudad Universitaria. Y no me preocupa. No es la primera vez que me pasa y aprendí a aceptar que la montaña de recuerdos sobre todo aquello, que cada tanto me aplasta, no me deje levantar. Pero tengo que reconocer que si quiero recibirme algún día lo mejor será hacer algo al respecto. Por ejemplo, darle bola a lo que significó todo aquello en mi vida. Quizás hablar sería una buena manera de conjurarlo. Esas cosas son como un invitado pesado, que no te deja tranquilo hasta que le das un poco de bola. Después de todo es razonable. Levantarte cada día, vestirte, comer, viajar y volver como si nada hubiera pasado no debe ser la mejor manera de sacarte un peso de encima. Más bien es como tener un monstruo en el sótano y hacer de cuenta que no lo escuchás gritar. Y sabés que el monstruo tiene hambre, y que cada vez se pone más violento y grita más fuerte. Si lo único que hacés es silbar más fuerte y ponerle manteca a las tostadas sos un flor de pelotudo. Bueno, eso hice hasta ahora. Probemos otra cosa. Además, tengo la excusa de tener el 3 CV en el taller. Un tipo de mi clase no puede viajar en colectivo (¡ja!). Así que hablemos, entonces. Vivo sobre la avenida Gaona justo en frente de la iglesia Nuestra Señora de los Buenos Aires, que tiene los campanarios más adecuados para un cuento de vampiros que haya visto en Buenos Aires. Puede sonar tétrico, pero en lo que a mí respecta creo que lo último que podría asustarme es un vampiro. No sé si hay algo que ahora pueda asustarme. Tampoco sé si pueda volver a vivir. He vuelto a estudiar, a viajar, a reírme; incluso a dormir. Pero no sé si vuelva a vivir; no al menos en el sentido que le daba antes a esa palabra. Estoy junto a la ventana de nuestro piso, el piso que mis viejos nos dejaron cuando se fueron. Cristina ya tomó la medicación y duerme en su habitación, la del fondo, y Pipi no volverá hasta tarde, salió con su novio (“No me esperes a cenar, Sebas”; sí, nos queremos, nos cuidamos, nos esperamos para cenar. Somos los miembros de una especie de Club de Sobrevivientes). Armé mi escritorio junto al ventanal de lo que era el comedor en los buenos tiempos familiares, cuando terminábamos alguna actividad en la parroquia y luego veníamos a cenar, papá bendecía la mesa y mamá lo miraba embobada. Para cuando estas cosas todavía pasaban, poco antes de que dejaran de pasar, yo formaba parte del grupo de jóvenes de la Acción Católica, papá era de los Vicentinos, que son quienes se juntan para ayudar a los pobres del barrio, mamá solía “dar una mano”, como a ella le gustaba decir, en la Liga de Madres de Familia, y los dos daban las charlas pre matrimoniales a los novios que se iban a casar; y mis dos hermanas, sin tomarse muy en serio nada de lo que ocurría en los patios y salones ocultos por los campanarios de aquí en frente, solían mostrarse a distintas horas, justo aquellas en que más chabones que les dieran bola podía haber. De hecho lo lograron, y no pocas veces. Éramos la familia ideal, el modelo a seguir. Éramos los Chiesa. El padre Beto no pocas veces nos señalaba como un ejemplo. Yo me pasaba tardes y tardes enteras en la 5


parroquia, y a mamá no le importaba porque decía que ese “es una ambiente sano, con chicos y chicas sanos”. Para más garantías de mi salud, yo me encontraba cursando mi cuarto año en el San Pedro Nolasco, pegado a la iglesia y administrado por los sacerdotes de la misma orden religiosa, y allí concurrían también mis hermanas, a segundo año Pipi y a primero Cristina. Gente curiosa estos curas. Habían sido fundados, en la época de los caballeros, para redimir cautivos; redimir puede resumirse como ayudar a alguien a salir de algo malo. Bueno, aquellos primeros curas se ofrecían para quedar cautivos en lugar de otros que estuvieran por perder la fe, es decir que si no la dejaban los mataban, y estos muy malos que los matarían eran, para variar, los musulmanes. Con el tiempo no quedaron más cautivos que redimir, y la consigna de redimir cautivos bien podía haberse desviado hacia otras necesidades igualmente imperiosas, como la rehabilitación de presidiarios, la atención de enfermos sin recursos o alguna cosa por el estilo. En tanto decidían qué destino dar a su vieja consigna (siempre nos contaban que en la orden había grandes debates al respecto), se habían puesto un colegio, para concurrir al cual no importaba si tenías o no tu fe en peligro, sino si podías pagar la cuota. Al parecer mis viejos habían recibido algo de ese celo por cuidar la fe ajena, ya que no escatimaron esfuerzos, al menos hasta que aquello ocurrió, para mandarnos a ese colegio y alimentar nuestra fe. Y de paso conservar la tradición: mi padre había sido de la Acción Católica en “la Buenos Aires”, y mi madre contaba con un activo pasado en la San Carlos Borromeo, en Almagro. Qué curioso, es justo la que parece una mezquita. No era una tradición que me molestara, todo lo contrario. Me encantaba ver la biblioteca de casa llena de todos esos libros que, creía, me harían tanto bien si pudiera leerlos. Títulos como “María contigo”; “Mi Jesús en vaqueros”; “La cruz con mis hermanos”, y cosas por el estilo… bueno, no había nadie en la parroquia que no los hubiera leído, o por lo menos nos los recomendábamos uno a otro, y esto estaba estimulado por los adultos, quienes no dejaban de acrecentar las arcas de Ediciones Paulinas con el mismo afán con que juntaban fideos y polenta para los pobres. Cuando estuvimos en la edad en que “sabes, la maravilla de tu cuerpo” pide a gritos el cuerpo del sexo opuesto (supimos después de algunos que se conformaban con que fuera otro cuerpo, aunque no sea del sexo opuesto), menudeaban para los cumpleaños títulos del tipo “Amar: la propuesta de Mariano”, o “Darse en cuerpo y alma: el diario de Viviana”, donde un célibe franciscano entrado en años, o para el caso alguna monja, escribían en primera persona el diario de un adolescente (¡hasta se daba el caso de un diario escrito por un cura, donde el protagonista era una chica!) donde el/la muchacho/a inevitablemente descubrían qué maravilloso era el sexo si lograbas dominar las ganas de hacerte la paja pensando en la prima Eduvigies, y te concentrabas en pensar cuánto amarías a tu novia/o o con cuánto cariño la/o tocarías luego que hubieras llenado todas las garantías, formalidades y permisos para ser feliz. Cuando cumplí quince mis padres me regalaron uno de esos libros, con un póster que decía algo así como “Ve donde quieras ir, sueña lo que te atrevas a soñar, sé lo que quieras ser. ¡Vive!”, acompañado de un “querido Sebas: etcétera, etcétera”. Buenísimo. Al año siguiente descubrí las “Damas en Internet”, y aunque suene a porno se me tendrá que creer que me refiero al jugo de mesa. Mis padres me habían regalado uno 6


real, no virtual, cuando cumplí catorce, y no tardé en hacerme un maestro. Incluso mi viejo renunció a ganarme, y eso sí que era mucho. Recuerdo que me costó adaptarme al de la web, porque en vez de quince piezas usa sólo doce, en tres hileras de cuatro y no de cinco. Es casi como mantener los once jugadores de fútbol pero en una cancha de papy. El juego se vuelve más científico, cada jugada implica el resultado final y cada pieza vale oro. Una vez más, al poco tiempo me volví… bueno, no digamos que tan imbatible como con el de mesa real, pero principiantes, intermedios y expertos de todas partes del mundo comenzaron a vérselas muy, muy mal. Se puede pensar que me voy de tema pero creo que no tanto. No está de más hacer notar que las Damas era un juego que iba en la línea de los libros de Paulinas. Un juego reflexivo que invita al automejoramiento. Un juego muy cristiano. Más aún, muy católico, sobre todo si se tiene en cuenta que la femineidad quedaba reducida a una esfera de plástico superpuesta a otra, con lo cual era imposible todo pensamiento erótico que condujera al pecado, valga la redundancia. Pero voy a ser justo: todo aquello, en el fondo o en la superficie, nos encantaba, y creo que la razón del encantamiento era que teníamos la vida resuelta. Excluyendo a Raquelita, y aún cuando todavía no la había conocido a Silvia, el mundo me parecía lleno de chicas hermosas, con alguna o algunas de las cuales no me costaría nada tener algo, algo que me entretuviera, al menos, hasta llegar al altar y entonces poder tener “todo”; para entonces sabíamos que ciertas cosas no es bueno hacerlas hasta llegar al altar. Mientras tanto seríamos felices haciendo felices a otros y tratando de cambiar el mundo con amor, lo que empezaba cantando “Juntos como hermanos” todos los domingos en misa, con Lidia y con Román Paladino. Teníamos un Dios amoroso que velaba por nosotros y nos había dado, con la muerte de su Hijo, de la que éramos reculpables, dignidad de Hijos suyos (¿se entiende? ¡Hijos de Dios!), y nunca nos faltaba, a pesar de que solíamos tratar todos estos temas con algún toque de humor y hasta de irreverencia, algún que otro momento en que soñábamos vivir en comunidades que reprodujeran el estilo de vida de los primeros cristianos. Y mientras todo esto ocurría, por supuesto, evangelizaríamos, iríamos de misión a zonas rurales, enviados por la Iglesia de Jesús representada por los sacerdotes de la parroquia, quienes ya conocían el camino. ¿O acaso no habían dedicado sus vidas a Dios y no vivían ya en comunidad? Una comunidad integrada por el padre Beto, un tipo que andaría por los últimos treinta o los primeros cuarenta y que siempre andaba con los jóvenes y con la Acción Católica. En general era el que daba la misa de once, que era la más taquillera, y a la gente le encantaba porque cuando terminaba la misa salía al atrio y saludaba a todos dándoles la mano. Era, como decían, un cura como deben ser los curas. Una característica de Beto (¡nosotros hasta podíamos obviar lo de “padre”!) era que todo te lo resolvía sonriendo y finalizaba su consejo, cuya infalibilidad estaba garantizada, diciéndote “¡pensálo!”, y se iba. Otro de los cuatro curas que vivían en evangélica comunidad y que tenían a cargo la atención de la parroquia y el colegio era el padre Oporto (para nosotros, fray Whiscacho). Fray Whiscacho tenía unos sesenta o sesenta y cinco años, no menos y bastante mal llevados. Siempre estaba enfermo. Era el representante legal del San Pedro Nolasco, de mediana estatura, bastante calvo y de pelo gris sobre las orejas, el que se 7


peinaba hacia atrás. Usaba unos gruesos anteojos de marco negro y en invierno era imposible verlo sin un poncho marrón sobre un viejo traje gris de lana, con su carraspera y su voz congestionada. No era malo. En realidad, tampoco supimos nunca si era bueno. Al parecer cumplía sus deberes al frente del colegio con bastante aptitud, la gente parecía trabajar bastante conforme y a quienes teníamos además actividades en la parroquia nos miraba con simpatía y no pocas veces nos concedía permisos que por lo general denegaba. En una ocasión en que me concedió uno de esos permisos, eso estuvo bien lejos de ser una ventaja. Otro miembro de la comunidad religiosa de “la Buenos Aires” era el padre González, quien superaba en edad y en salud a fray Whiscacho. Más bajo que yo, y bastante menudo, solíamos verlo en la secretaría parroquial, donde se ponía unas mangas negras de oficinista (en Retro, cuando pasan capítulos de “Los intocables”, suelo ver tipos con mangas por el estilo) y se escondía detrás de enormes libros donde se registraban bautismos y casamientos. “Gonzalito” daba la misa de siete de la mañana, la menos concurrida y más llena de viejas, y dos veces en un año respondió el saludo de alguno de quienes, con toda la intención, lo saludábamos en los pasillos de la parroquia cuando lo cruzábamos. Lo teníamos computado. Dos veces. Una fue a mi hermana Pipi, y otra al Chino, quien agregó esa conquista a la lista de rarezas que lo rodearon a poco de ingresar al colegio. Gonzalito permanecía bastante alejado de lo que no fueran sus misas tempranas y sus largas estadías en la secretaría. Nos daba bastante pena, aunque tampoco eso parecía importarle. No parecía triste. Tampoco alegre. Para un Año Nuevo en que nos quedamos despiertos toda la madrugada para ver amanecer desde la terraza en la casa de Pepe, decidimos darle a Gonzalito lo que creímos sería una alegría para él, y fuimos todos, unos cuarenta y cinco jóvenes, a la misa de siete y luego fuimos a la sacristía a desearle un feliz año. “Para usted también”, nos dijo a cada uno, y luego se marchó a la casa parroquial. Recuerdo que comentamos la anécdota con Beto. Pepe estaba como loco. “Ese cura es un amargo”, decía. - Nos parezca lo que nos parezca, lo que importa de cada uno es su santidad, y eso sólo lo sabe Dios. ¡Pensálo! Beto siempre tenía la palabra justa. Completaba la comunidad de apóstoles el padre Benito, un tipo muy gordo, a quien jamás nadie, en todos los años que vivió en la parroquia, y fueron muchos, pudo sorprenderlo en un acto de caridad. Ni por error. Había llegado no sé de qué provincia porque allí sus hermanos de comunidad no lo aguantaban, según supimos. Y llegó para reemplazar al padre Eugenio Therno (le decíamos “Dios”, porque era el Padre E. Therno), quien tenía más o menos disimulados problemas con la bebida, en especial los domingos por la tarde. O ahí nos dábamos cuenta, ya que siempre que lo cruzábamos a la hora en que nos reuníamos en la parroquia, destilaba un llamativo olor a vino. Beto siempre nos decía que lo teníamos que comprender, que la soledad, que la vida religiosa. Benito era una simple máquina de cumplir normas, preceptos, mandamientos. Beto nos exhortaba siempre a darle testimonio de nuestra alegría de jóvenes, a comprenderlo, a comprender la dureza de la vida del sacerdote. La joda fue cuando nos dio una charla

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exhortándonos a cuestionarnos si no tendríamos vocación sacerdotal, si Dios no nos llamaría a “eso”. Recuerdo que fue en un retiro, y que recordé al padre Benito. Sí, teníamos la vida resuelta. Ya sabíamos cómo viviríamos el resto de nuestras vidas, sabíamos lo que creeríamos, lo que sería bueno y lo que sería malo. Hasta esa mañana que faltó la de Física y fray Whiscacho me concedió ese permiso.

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II- Solas Bueno, después de todo quizás no sea tan mala idea llenar algunas paginitas, no para hablar de aquello, sino precisamente para no hacerlo. Siempre me sentí tentada de hacerlo, y no creo que sea buena idea esté o no entre cuatro paredes cerradas. En cambio, hablar de todo un poco, mi familia por ejemplo, tal vez me entretenga los ratos que estoy al pedo (y dale con la boquita) y, de paso, tal vez me ayude a entender lo que pasó pero sin nombrarlo. No creo, en ningún caso, que sea buena idea nombrarlo. Es más, por si acaso, voy a destruir este librito (y que se joda Brenda por regalar boludeces) ni bien termine de escribirlo. Empezando de adentro para afuera, te cuento (¡cursi!, me faltaría decir “querido diario”) que estoy en mi cuarto, supuestamente preparando el parcial de Sociedad y Estado del CBC que curso para poner contento a mi viejo, quien quiere que la nena sea abogada como él, luego de unos añitos sabáticos que me tomé después del cole. Mi viejo está leyendo el diario abajo, en el comedor, sonriendo a los comentarios de mi madre, cirujana ella, y jugando a ser un “padre ejemplar y amantísimo esposo” como una profe, creo que la de lengua, siempre nos decía que se suele poner en las lápidas (yo misma recuerdo haber visto alguna cuando… ¿no dije que no iba a hablar de eso?). En realidad, lo que hay detrás de esa frase no es más que una esposa con poca información. Como mi vieja, por ejemplo. Y como también suele ocurrir (conozco otras chicas a las que les pasaron cosas parecidas) quien dispone de esa información es la hija mayor, o sea yo (además de la mayor, la única), y en parte por miedo, en parte por lástima y en parte por un sabio “que se vayan todos a la mierda, no es problema mío”, no dice nada a nadie y sigue su vida. ¿Mi vida? ¿Cuál es mi vida? Mi vida era la escena que veo desde mi ventana en la planta alta de la casa, desde hace veintiún años: la avenida, el muro gris del Santa Brígida, detrás las matas de arbustos y las copas de los árboles del jardín. Y allá al fondo, dominándolo todo como en una película de terror, la parte alta del edificio de la escuela, con su trazado sacado de algún castillo, sus ventanales copiados de alguna universidad inglesa, y sus monjas pendientes del cobro de las cuotas, del largo de nuestras polleras y de nuestra concurrencia a las misas de los domingos y a las convivencias. Nunca entendí por qué tanta gente a la que la religión le interesaba tanto como la supervivencia de los osos koala mandaba a sus hijos a escuelas religiosas. Creo que las monjas en algún punto me daban lástima: eso de vivir haciendo de cuenta que no sabían que lo que hacían por “evangelizarnos” nos importaba un pedo. Y nos importaba un pedo porque además eso de tener un colegio para enseñar el evangelio a los hijos de las familias de más dinero para que, una vez evangelizados, vayan de misión a Añatuya, donde los miserables como ratas nos darían las gracias por nuestro testimonio de amor y por la ropa usada que les llevaríamos, no nos cerraba por ningún lado. Conclusión: nuestros padres nos mandaban a una escuela religiosa haciendo de cuenta que querían hijos que fueran ante todo buenos cristianos; las monjas hacían de cuenta que no sabían que eso era mentira y que tenían en sus claustros a jóvenes deseosos de convertirse en fervientes seguidores de Jesús. Y nosotros, en el colegio hacíamos de cuenta que nos interesaba la religión, 10


además de Jesús; y en casa, donde nuestros padres esgrimían el “y eso que vas a un colegio de monjas” cada vez que nos salíamos de sus esquemas, hacíamos de cuenta que les estábamos agradecidos. Digo lo de Jesús porque en verdad nos interesaba, más allá de alguna broma subida de tono entre las chicas cuando nos tentábamos en la misa, acerca del cuerpazo con que siempre lo hacen en los crucifijos. Y siempre pensamos que, si volviera, lo primero que haría sería cagar a latigazos a nuestros padres y a las monjas. La primera que me lo hizo ver más o menos así fue Patricia, “Pato”, llorando, mientras estábamos de rodillas en una misa en el momento de la consagración. - Son una mierda –me dijo; recién ahí reparé en que se la caían las lágrimas. No es que hubiera estado muy atenta a la misa, sino que estaba hablando con Micaela, que estaba a mi otro lado. - ¡Pato! –le murmuré-. ¿Qué te pasa, loca? No pude evitar pasarle el brazo sobre los hombros. - Ponéte bien Silvi, ponéte bien que si nos ve va a ser peor –me contestó por lo bajo señalándome a la hermana Gervasio, quien oficiaba de guardia pretoriana. Pato miró al altar, al cura que levantaba la hostia, y me dijo:- Vos fijáte: Jesús dijo en la última cena lo de que esto es mi cuerpo y esta es mi sangre, y yo no veo ningún problema con que eso pueda ser o no literal, después de todo con tantas hostias que se comen todos los días en el mundo si eso fuera literal las cosas deberían andar un poco mejor. Pero no, resulta que si no creés que ese cacho de pan se transforma en el cuerpo de Jesús sos una blasfema, una hereje y seguro que no lo querés. No te rías, boluda, que es en serio. Pero ocurre que Jesús también dijo clarito como el agua que el que lo quisiera seguir venda todo y se lo dé a los pobres, y después lo siga, ¿no? Y vienen con que no tiene por qué ser taaan literaaaal –estiraba las palabras como Mariana la catequista, y yo me cagaba de risa, y Pato se rió, y se le cayeron los mocos, y entonces volvió a llorar, y yo le di un pañuelo-, con que es simboooólico y toda la peloooota. O sea que mis viejos son mejores que Facundo porque comen hostias aunque se caguen en guita y caguen a medio mundo, y… y resulta que no… que no me van…. a… a dejar –se me llenan los ojos de lágrimas a mí recordando la escena- a dejar verlo más a Facu si no se hace católico y si no les digo a las monjas que lo que le dije el otro día a Mariana sobre la comunión era una broma “de muy mal gusto” –frase del viejo, típica-. Cuando el problema, ¿sabés cuál es el problema? -¿cómo no iba a saberlo, Pato? Era el mismo problema de todos ahí dentro-. El problema es este: ¿cómo una Rodríguez Leclerq va a ser expulsada de un colegio de monjas? - Boludas –escuchamos a Mica que nos hablaba por lo bajo-, paren que está mirando. Efectivamente, la hermana Gervasio nos dirigía una mirada condenatoria. Qué ganas de mandar todo al cuerno. Por supuesto, dos minutos después estábamos en la fila para ir a comer el cuerpo de Cristo, amén. Pato lo había conocido a Facundo en un baile al que nos había invitado Yamila, el mismo en que conocimos a Brenda. Pablo, el hermano de Yami, cumplía dieciocho, nosotras teníamos diecisiete… pintaba que por ahí algo enganchábamos. Sobre todo nos interesaba el hecho de que el hermano de Yami iba a un colegio del estado y a las chicas de un colegio religioso siempre les interesa saber cómo son las cosas ahí afuera, donde los chicos no tienen ni idea de lo que es la misa y, según nuestras fantasías al menos, se 11


mueren por hacerte pasar un rato lujurioso. Los chicos de nuestro curso no eran malos, ni tontos, pero… salvo alguna que otra parejita que se había formado suponíamos que darles un beso sería como besar a tu hermano. Lo de afuera, lo distinto, siempre parece que va a ser más divertido. La cuestión es que en la fiesta estaba Facundo, un flaquito que recibía las caricias de todas las miradas de las minitas, las mías incluidas, pero que desde que entramos sólo tuvo ojos para Pato. ¡Amor a primera vista! ¡Cómo te envidiamos, guacha! Facu lo tenía todo. Era precioso, no era ningún boludo, se manejaba como pez en el agua con los zánganos amigos del hermano de Yami y sin embargo nunca dejaba de ser él mismo. Era cálido, se lo veía delicado con Pato y la trató toda la noche como a una reina. Pero Facu tenía un defecto: era evangelista. Santiago y Lucas, dos flaquitos del curso, se pusieron en pedo. Yami, con su ingenuidad habitual, se había puesto a llorar. - ¡No ven que no se los puede invitar a nada! –repetía a cada rato, siempre preocupada por el ejemplo que los amigos de su hermano pudieran darle a Pablo. Siempre haciendo de madre de su hermano. Vivían solos. Facu se ofreció para acompañarlos a sus casas, y cuando todas hicimos causa común con Pato y le dijimos que no hacía falta que nosotras nos ocupábamos, nos dijo que al menos los ponía en un taxi. Cuando puso a Lucas en un taxi, y después de pagarle él al tachero (¿cómo no enamorarse de un tipo así?), se dio media vuelta para volver al salón, y allí, en la entrada, estaba la única mina que se cagaba en todo lo suficiente como para querer cagarle a Facu a Patricia: Brenda. Faltó poco para que se lo fornicara ahí mismo, pero se limitó a arrinconarlo con sus tetas (si las miradas de los chabones fueran lija se le hubieran gastado esa noche, y había mucho que lijar) contra el marco y preguntarle, mientras alzaba un brazo y se enredaba el pelo: - ¿Así que vos sos Facundo? Hola, yo soy Brenda. A Yamila se le cayó la mandíbula. - ¡Pero esta mina es una yegua! –exclamó. - No –acotó Mica-, es un poquito hija de puta nada más. Pero por si faltaba algo para que todas exclamáramos “¡qué dulce!”, con las manitos juntas y la cabeza para un lado, como una manga de pelotudas, Facundo se hizo finito, le sonrió y le dijo: - Hola. Es un gusto. Y se fue a buscar a Patricia, a quien le había prometido llevar hasta su casa. Esa noche empezaron a salir. Brenda era la hermana menor de uno de los amigos del hermano de Yamila. ¿Se entendió? O sea que tenía nuestra edad. Y, por desgracia, no sería la última vez que la veríamos. Así había empezado la historia de Patricia y Facundo. ¿Cómo no me iba a conmover con el llanto de Pato en aquella misa? Me acuerdo que, cuando terminó, salíamos de la iglesia abrazadas, Pato secándose los mocos, y la hermana Gervasio se nos acercaba amenazante. No sé de dónde lo saqué, pero antes que nos pudiera decir nada, le mandé: - Usted vio como es Patricia, hermana: a veces se emociona demasiado con la misa. 12


Mica y Yamila, que salían delante nuestro, se meaban de la risa. Patricia pudo terminar ese cuarto año sin mayores sobresaltos. Facu decía que había sido porque le habían entregado el amor de ellos a Dios (¡¿no era un tierno?!). Patricia, más práctica, le había pedido a Mariana que le diera las vacaciones para “madurar su fe”, frase que a Mariana por poco le arranca un orgasmo, y se mató tanto por mejorar el boletín que sus viejos casi empezaban a pensar que Facu, después de todo, no era tan mala influencia. Pasaron las vacaciones. Mis viejos aceptaron llevar con nosotros a Las Leñas a Yamila. La pasamos genial, pero ya empezaban las clases y nosotras seguíamos sin un Facundo. - Ni un Termidor –agregaba siempre Yami. Yo la miraba y me decía: ¿cómo puede haber tantos chabones y que no le den bola a esta mina? Yamila era preciosa. Más bajita que yo, tenía ojitos verdes y un pelo castaño claro por el que cualquiera se babearía. Era delgadita y, aunque era re sensible, continuamente estaba de buen humor. La típica mina para la que la vida es una fiesta, a pesar de tener con qué haber sido distinta. Y, sin embargo, ningún flaco se quedaba con ella más de diez minutos. Una tarde, ya empezado nuestro último año de secundaria, para esa época en que no se terminó de ir el verano, estuvimos hablando como una hora por teléfono sobre eso. - ¿Pero es porque les decís que no cuando te hablan de fifar? - ¿Y te parece que si me hablaran de fifar les diría que no? Boluda, estoy para cualquier cosa, ya. Y nos cagábamos de risa. Pero sabíamos que por dentro estábamos llorando. Me acuerdo que corté y me quedaba acá, en la boca del estómago, una sensación como de vacío. “¿Y vos qué, pavota?”, me dije. “Andá a buscar los repuestos de carpeta”, me contesté. Y mi respuesta me sonó tan abrumadora que me dejó la mente en blanco. Mientras bajaba la escalera le grité a mi vieja: - ¡Voy a la librería, ma! Creo que me dijo algo de tomar fresco, y salí como bajé. Bueno, esa había sido mi intención. Pero cuando abrí la puerta me tuve que frenar para no llevarme puesto a un flaquito que estaba sentado ahí, en el umbral de casa.

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III- Permisos Hasta el cambio de profesor de Física, cuando ahora miro para atrás, parece preparado por alguien, alguien que después de dedicarse durante no sé cuánto tiempo a acomodar una cantidad infinita de fichas de dominó, paraditas una atrás de la otra, de golpe dijera: - ¡Ya está! Y refregándose las manos y mordiéndose el labio inferior, decidiera por fin empujar la primera ficha. Después era cuestión de sentarse a disfrutar…

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