La mansión de Arthur (versión cortada).

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PRÓLOGO Unos cuantos años atrás tuve una revelación. De pronto me dije: “¿Por qué no escribir terror?”. La idea, al encontrarme, se anduvo sin rodeos y me mostró un extenso valle desde la cima de un monte. En ese valle pude ver con claridad una cantidad incalculable de riquezas; me estaban siendo mostradas todas las posibilidades que el recurso sugerido tenía de explorar el alma humana. Contuve el aliento y comprendí que algo realmente bueno empezaba en mi vida. Estaba maravillado (casi pongo “enamorado”, que igual hubiera estado bien). No comprendía nada de lo que veía; todo era mágico pero informe, y admirable. Y sabía que no tenía por qué comprender, porque, precisamente, era poniéndome a escribir como todo ese universo adquiriría cohesión y significado. No tenía que trabajar porque había entendido. Si me ponía a trabajar, entendería. Entendería y haría entender. ¿Entender qué? Si me ponía a trabajar, también entendería esto. No recuerdo qué momento del día era ni qué ropa traía puesta, ni dónde estaba ni si hacía frío. Sí que, mientras trataba de juntar mis mandíbulas, Arthur estaba junto a mí. No nos conocíamos ni de mentas, jamás lo había visto. Sin embargo, supe de inmediato que se llamaba Arthur. También supe casi sin que él me lo dijera que era mayordomo, que trabajaba en una mansión, y que había decidido, igual que yo al contemplar el valle, darle un giro a sus cotidianas actividades. Le pregunté en qué consistía ese giro. Por toda respuesta, inclinó su cabeza, sonrió con una sonrisa que me pareció escalofriante y comenzó a bajar al valle. Estaba claro que si quería saber más de él, tendría que seguirlo. Nunca más quise subir. Arthur fue mi anfitrión, mi guía y mi maestro. Jamás defraudó su tácita promesa de atemorizarme, de hacerme sufrir, de llevarme a temer el paso siguiente. De hacerme crecer, bah. Me avergüenza decir que, por mi lado, no siempre cumplí mi parte del pacto, la que decía que pasara lo que pasara, yo debía tomar el bolígrafo (vale, o encender la pc y abrir el procesador de textos), y jamás, jamás juzgarlo. Pero cuando yo cumplía… ¡ah, allí estaba Arthur, y qué feliz me hacía! Pasó el tiempo, la cruel necesidad de comer y dar de comer trajo algunas pausas a mis encuentros con Arthur. A veces, otros proyectos literarios tomaban la delantera. Arthur demostraba entonces que podía ser cínicamente generoso. Sentado en su… bueno, en el viejo sillón del señor, su amo, levantaba un segundo la vista del libro que había tomado de la biblioteca y se limitaba a decirme, con su escalofriante sonrisa: - ¿Molestarme? ¡Por qué habría de molestarme! Sigues en el valle, no soy tu madre. Pero creo que ya es tiempo de hacerle justicia y presentarlo en sociedad. Estos son algunos de los relatos que me fueron revelados por Arthur. Dije que él podía ser cínicamente generoso, y así es. Él aceptó no intervenir en todas las narraciones que aquí presento. En varias de ellas sentí que su presencia, lejos de aportar, resultaría un tanto molesta. Le pedía que se quedara fumando un puro (sin importarme demasiado

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la procedencia del puro), y él consentía gustoso… sin abandonar esa sonrisa. Pero aún en esos casos, los dos sabemos que a él debo las historias. A él pertenecen. En otros casos, pues no tuve más remedio que acceder (si suponen que bajo amenazas, es asunto de ustedes) a sus pretensiones. Arthur quería lucirse; entonces se presentará, dirá algo sobre lo que nos mostrará, nos llevará a algún rincón más bien oscuro del valle, y luego dirá unas cuantas cosas más… créanme que no para suavizar la impresión que acaba de dejarnos. Curiosamente este libro, este hijo, tanto da, que nació primero, ve la luz luego de varios otros que por distintos motivos se le adelantaron. Y también luego de cinco de los otros hijos, esos que caminan, comen y también, de tanto en tanto, nos asustan. Celebrando entonces esa autonomía con que nuestros hijos deciden sobre nuestras vidas, creo que es justo dedicar este libro a Pedro Tobías Samuel, quien duerme plácidamente luego de beber del cuerpo de mi esposa, Cecilia. Quien aprovecha y también duerme. Es mi quinto hijo de los que caminan y, al igual que Arthur, se estaba guardando para aparecer cuando él lo quisiera. Basta de preludios. Bienvenidos a la mansión de Arthur. Por si quieren encontrarla, queda en el valle, por supuesto…

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Disculpen los señores, me presento. Mi nombre es Arthur y soy el sirviente de esta antigua propiedad. Mi amo, el señor, pues... ¿cómo lo diré? Dejó de existir, eso es, ya no respira más, y hace tiempo ya que dudo en dar o no parte a la policía. Después de todo, siempre sería posible que me tomen por el asesino. Además... ¿qué parte podrían querer? De modo que, hasta llegar a una decisión, paso mis horas leyendo relatos de la vieja biblioteca del señor, en compañía de Duke, el viejo mastín, quien no sé si sólo está echado o si, además, de tan fiel quiso hacerle compañía a mi amo. Llevo leídos ya varios cientos de relatos, de modo que tal vez les interese ir conociendo algunos. Así que, en adelante, pueden conservar estas páginas para alguna que otra noche, y no es necesario esperar que además llueva. Aunque tiene otro título, al relato que sigue me gusta llamarlo “Todo es cuestión de ubicación”. El señor solía decir: “All is location, and

location, and location...”

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RENCUILES EN SU SALSA Los restos de una pareja de rencuiles de aleta amarilla cumplían sus últimos momentos de existencia orgánica en el plato de Tomasso, rodeados del jugo al borgoña que la mano del cocinero francés venia preparando desde una hora antes. En tres sucesivos bocados, que lo obligaron a limpiar con la lengua su bigote, el italiano los liquidó para ponerse de pie de un salto y con su algarabía habitual, entre cada golpe de dientes, proponer un brindis. - Por la próxima cena, en el Mont Blanc, en cinco días. - ¡Buzos en la montaña...! La Cruz Roja da para todo –condimentó Phillipe alzando su copa, luego de secarse las fauces con su delantal de cocinero. - El próximo curso lo dictamos nosotros a los alpinistas... Todos los rostros se volvieron a los labios de la francesa. Sin levantarse ni disimular su disgusto, Denisse tenía un brazo cruzado sobre el abdomen y con el otro, el codo apoyado sobre el primero, sostenía un vaso de gaseosa a la altura de la boca, el que alzó antes de agregar: - ... mientras nos preparamos a enseñarles... ¡a los marcianos! - ¡No! A Marte iremos, mi querida, pero a buscar tesoros –acotó con decisión Phillipe. - ¿Están seguros que en Marte hay mares? - En todo caso –agregó festivo Tomasso, alzando aún más su brazo y la copaaseguran que las marcianas no están nada despreciables. - ¡Por la marcianas! –remató hedónico Ludwig, alemán e historiador por la universidad de Bonn, una extraña combinación de jovialidad positivista y enciclopedismo clasicista. - ¿Piensas leerles la hermosa historia de los terráqueos? La que así hablaba era la otra representante del sexo femenino, Tamara, una bióloga sudamericana en busca de currículum. Reinhart, quien había permanecido contemplando a la francesa por detrás de sus anteojos oscuros, se acercó a Denisse motivando de ella una mirada de extrañeza. - Hay una mujer por la que viajaría a Marte, y no es marciana. Entre exclamaciones y aplausos, todos tomaron a chanza la intervención del sueco. Denisse apoyó una palma en su antebrazo y luego de una pausa, alcanzándole su vaso, ordenó: - Sírveme champaña. Para el nórdico, los ruegos de la francesa eran órdenes. Y las órdenes de la mujer, angustiantes y rigurosos exámenes a rendir. A veces también riesgosos. Traerle champaña a Denisse era de hecho una prueba riesgosa, porque sobre la asoleada cubierta todos estaban tomando sidra y para ir por la champaña, que estaba en la bodega, el pelirrojo debió cruzar el barco por el sobrestante asido de los cabos de la vela mayor, esquivar la mandíbulas de Tomasso que al reír salpicaban restos de salsa y bebida, correr la pesada tapa de la bodega, descender a oscuras colgando de una soga 4


anudada, buscar a tientas una botella, metérsela con el pico hacia abajo entre el cuerpo y el pantalón para tener las manos libres, trepar, cerrar la bodega, esquivar salsa, cruzar sobrestante, abrir la botella sin un sacacorchos y por fin servir a la solicitante, habiendo perdido en el trayecto sus anteojos y un pedazo de su camisa. Pero todo eso fue nada al lado de soportar oír, luego del primer sorbo: - Mercí, cariño, con un poco de sidra hubiera igualmente bastado. Seis motivaciones disímiles y bastante desparejas almorzaban, pues, sobre la cubierta de aquel velero en la víspera de la inmersión. Una inmersión que había justificado dos largos años de preparativos y cursos de buceo en la Cruz Roja Internacional, luego que el sonar de un pesquero de bandera japonesa, que rastreaba bancos de rencuiles, diera con el crucero suizo torpedeando en esas aguas durante la segunda gran guerra. Tomasso buscaba aventuras y dinero. Phillipe, dinero. Tamara, engrosar su currículum con algunas anotaciones acerca de la vida silvestre marina, y dinero. Ludwig, un importante eslabón de una cadena de hechos en medio de un conflicto armado, y dinero. Denisse buscaba enloquecer a un hombre, y dinero. Reinhart buscaba a una mujer. Cuando se conocieron, luchando afanosamente por la habilitación para la inmersión, no se imaginaban que el hilo conductor del destino podía ser tan poderoso. La puesta del sol fue esplendorosa, y dio comienzo a una noche apacible. Cerca de las ocho Tomasso y Phillipe aun escanciaban sobre cubierta, y contra las disposiciones aprendidas acerca de las bebidas alcohólicas antes de una inmersión, una generosa botella de un chianti septentrional traída por el primero. A las diez, luego de haberse referido mutuamente conquistas de todo tipo, dormían dulcemente, Tomasso en su camarote, Phillipe en un coi bajo las estrellas. Para ese entonces Tamara ya estaba soñando con una cátedra en Estados Unidos, a la que llegaría en un lujoso auto de marca alemana; y Ludwig, meticuloso en no dejar nunca nada librado al azar o la improvisación, revisaba por decimonovena vez los tanques, los reguladores, las linternas y el resto del equipo que sus compañeros, al día siguiente, usarían mientras él realizaría tareas de soporte en superficie. Acompasando el dulce mecerse del barco en la abrigada bahía que habían elegido como cuartel general, diez millas al sureste del lugar del siniestro, Denisse balanceaba una copa apoyada en la borda de estribor. La luna se reflejaba, otra vez, en el agua tranquila. - Otra vez, como en los próximos mil años. La voz de Reinhart no la sobresaltó. Lo esperaba. - ¡Ahh...! Mon cheri... Mon cheri. ¿En quién piensas tú cuando piensas en los próximos mil años? Giró rápidamente y detuvo con su mano, candorosa, la voz de Reinhart que empezaba a hablar.

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- ¡No me digas nada, mon petit, no me digas nada! Las decepciones duelen y no quiero sufrir en la víspera de un acontecimiento tan importante. Que hoy todo sea alegría para nosotros. Se volvió hacia el mar. - Tampoco me veas llorar, no es justo. No quiero hacerte sufrir a ti. - Si tan sólo me dejaras hablarte, tal vez ninguno de los dos sufriría. Quizás en confiarnos nuestros sentimientos esté el comienzo de nuestra felicidad –replicó Reinhart. - ¿“Nuestra”? ¿De verdad dices “nuestra”? He sufrido tantas veces por pensar en “nosotros”, me han dañado tantos hombres... - ¿¡Por qué no le das una oportunidad a... a...!? - ¿A quién, mon cheri? –preguntó Denisse acercando peligrosamente sus labios al mentón del hombre que tenía enfrente. Una tos los distrajo. - Entenderán que no deseo ser molesto, pero mañana tendrán malos pensamientos acerca de mí cuarenta metros abajo, si no me ayudan ahora con las baterías de las linternas. - ¿Por qué nosotros, Lud? –preguntó Reinhart entre el enfado y el odio. - Porque están despiertos. Y además sobrios, si no me falla la intuición. Anda, tú ayúdame con el cable, y tú lima los bornes y revisa las roscas. Denisse tuvo un gesto de mujer desafortunada, miró con dolor al sueco, o al menos eso fue lo que él pensó, y bajaron con el alemán. A las siete de la mañana, un aria desafinada de una vieja ópera en los labios de Phillipe, y el aroma a café, los fue despertando a todos. Huevos revueltos, panqueques con miel y fruta completaban el desayuno. Tomasso y Phillipe tomaron posición en la popa y retomaron la conversación en la mujer exacta en que la habían dejado. Tamara hablaba de las aves, Ludwig de los planos y los equipos, Reinhart le hablaba a Denisse y Denisse miraba el mar. Promediando el desayuno, el repaso de las distintas etapas de la misión fue ocupando el centro de la charla y unificando todas las atenciones. Sólo porque sabían que, para lo que cada uno había ido a buscar, era necesaria la coordinación perfecta. En realidad no tenían ganas de tocar ese tema. Eran como un grupo de procesados a punto de salir al estrado a escuchar el veredicto: lo trascendente de lo que irían a vivir les hacía muy difícil hablar de eso. Después del desayuno, todos los platos, las tazas y los cubiertos quedaron sobre la mesa. Se hizo un momento de silencio. Con un ligero temblor en las manos, que creían disimular moviéndose más rápido, se levantaron con el mismo silencio y cada uno ayudó a Ludwig a traer los equipos a cubierta. La nave se mecía suavemente y el único ruido que le acompañaba era el de los equipos al tocarse o golpearse. Algún “Alcánzame eso”, o “Arréglate aquello”, rompían el insoportable silencio humano. Cualquier comentario, cualquier gesto, comenzó a generar risotadas, y eso los distendió un poco. Terminaron de vestirse. Cinco personas casi irreconocibles en sus gruesos disfraces de neoprene, tubos y mangueras, sentadas en el borde de la cubierta. Ludwig, de pie entre ellos, tomado de la botavara, miró su reloj. Tomasso, y luego los otros hicieron lo 6


mismo. Reinhart no sacaba los ojos de la francesa y los mantuvo en ella mientras se ponían las lunetas y probaban, por última vez, los reguladores. Ella, sensual y risueña, sostuvo esa mirada. Todavía podían escucharse. Luego se quitarían las lunetas, se pondrían los ajustados cascos de goma, se colocarían nuevamente las lunetas y cada vez se sentirían más lejos de todos los demás. - Si algunas burbujas se alejan demasiado de la boya, profesor, tú no las pierdes de vista y te acercas con el gomón. Recuerda mantener las líneas de decomprensión. Y sobre todo –Tomasso sonrió- mantén fría la champaña para el festejo. Todos rieron con ganas. El jefe de la expedición volvió a ponerse serio. - Cada uno sabe lo que tiene que hacer. Eso no alcanza. Por suerte todos sabemos lo que “tenemos” que hacer. Cada uno tomó los aparatos y herramientas asignadas. Tomasso miró su reloj. Los demás lo siguieron. El italiano dirigió la cuenta regresiva. - ...tres, ...dos, ...uno. Sincronizaron. Tomasso agregó: - Buena suerte. Y se resignaron al silencio cerrando sus bocas con las boquillas que abastecerían sus pulmones durante los próximos cuarenta minutos. Reinhart fue el primero de los cinco buzos en echarse al agua. Desde allí, contrarrestando con vigorosas patadas el peso del cinturón, se mantenía a flote para observar la entrada en el agua de sus compañeros. Cada vez que uno se arrojaba, el sueco sumergía la cabeza y lo veía entrar mágicamente. Lo que veía aparecer en el medio líquido y hundirse un par de metros era un inmenso enjambre de burbujas; unos instantes después, las burbujas se desdibujaban y la figura humana era recreada desde el interior del enjambre. Así fueron apareciendo uno tras otro Phillipe, Denisse, Tomasso y Tamara. Reinhart sacó su cabeza fuera del agua y acomodó entre sus dientes la boquilla del regulador, con la que no terminaba de sentirse cómodo. Se miraron unos a otros. Estaban exultantes y ansiosos, contentos y asustados, como niños que van a hacer una travesura y creen que en que les resulte mal les va la vida. Tomasso se puso serio de golpe, extrañamente serio para su aspecto habitual. Había sido elegido como jefe de la expedición. Sacó su mano derecha fuera del agua, cerró el puño conservando erguido el pulgar, y lo apuntó hacia abajo. Era la señal de inmersión. El grupo, tras dar una voltereta, con los pies hacia el cielo y las cabezas hacia el centro de la Tierra, inició el descenso. Todos miraron sus relojes. Reinhart miró, además, cerca suyo, el rojo cuerpo de Denisse. Lo recorrió hacia abajo. Al llegar a la mascara, los verdes ojos de la francesa lo sorprendieron; ella pareció sonreírle y, volviendo la mirada al fondo todavía lejano, la mujer continuó su viaje. El rojo de su traje fue rojo hasta los cinco metros bajo la superficie. Después, sus curvas viraron a un naranja pastel. Demoraron algunos segundos en recorrer los siguientes diez metros hacia abajo. Denisse adoptó entonces un color salmón pálido que apenas se diferenciaba del color sin fondo del agua. Cuando llegaron treinta metros por debajo de

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la línea de flotación del yate, todo era del mismo azul. Sólo unos matices de más o menos sombra definían las formas. Sólo unos matices, y el movimiento. Phillipe tenía una franja blanca en el casco, y Tomasso amarilla, de modo que éste que está ahora a la derecha de Reinhart puede ser tanto uno como otro. Pero es Tomasso: las aletas son claras, y las de Phillipe eran negras. De todas maneras, la que permanece inconfundible, al menos para el sueco, es Denisse. Cuarenta metros. Habilitaron la mezcla heliox para evitar la borrachera de las profundidades. De a dos, y a una indicación de Tomasso, verificaron la operación, el uno al otro, dándose alternadamente la espalda. Disponían, desde ese momento, de veinticinco minutos para el rescate y el regreso a los cuarenta de profundidad. Luego vendría el pasaje nuevamente al aire comprimido, una etapa de descompresión de seis minutos a seis metros y otra de cinco minutos a tres metros. Con algunos millones en joyas, para entonces, flotando sobre sus cabezas. En algo más de media hora debían estar en la superficie con la caja fuerte del Oceanic, que descansaba con su vientre abierto por un torpedo de nacionalidad desconocida a una profundidad estimada en unos cincuenta y cinco metros, tal vez sesenta. Se enfrentaban a la media hora que más cambios obraría en la vida de cada uno de ellos, sin duda…

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TETRALOGÍA DE SUMER Por supuesto que no contaba con que fueran a creerme, mucho menos a escucharme seriamente, cuando les conté de mis estudios acerca de la cultura Sumer, más profundos y documentados que los de más de cuatro graduados de universidades. De todas formas, referirles a esos estrechos de mente las creencias sobre la muerte que profesaban los sumerios me sirvió a mí a modo de repaso. Por eso me explayé, a pesar de las bromas de mis compañeros, sobre una curiosa creencia de aquella gente: los sumerios sostenían que, cuando una persona moría, ella misma no se daba cuenta y recién se percataba de su nuevo estado tras darse una sucesión de cuatro elementos: una situación nueva y una situación absurda, puntos que en realidad ocurrían luego de la muerte, si bien eran los primeros en manifestarse; la fantasía de una catástrofe y la contemplación de un objeto muy blanco. Con todo, no logré sacar a mis compañeros de laboratorio de su pequeño mundo de frascos esmerilados y tubos de ensayo, y todo mi erudito relato lo tomaron a bromas, a cuál más grosera. Quizás porque descansaría de ellas me supo a recreo el tener que bajar hasta la morgue. Era mi turno de reabastecer el stock de cloroformo en nuestro laboratorio. Si bien esa había sido siempre una tarea del departamento de compras, al cual informábamos por memorando interno cuando sólo nos quedaba la botella marrón de tres cuartos de litro, compras se hallaba en problemas con algunos proveedores, y los únicos que podían sacarnos del apuro en estos casos eran los muchachos de la morgue, quienes disponían siempre de grandes cantidades del líquido. Para llegar a la morgue debía bajar por el mismo ascensor de rejas con el que ascendía desde y descendía hasta los vestuarios, cuando llegaba y al retirarme del hospital, y detenerme en el mismo tercer subsuelo en que aquellos se encontraban. Sin embargo, en esa ocasión me sentí extraño al entrar al ascensor, cerrar la puerta tras de mí y oprimir el botón, sensación que tal vez nacía de saber que no pasaría de largo por delante de la puerta blanca, y quizás también del estar solo en el ascensor. Al llegar al tercer subsuelo y abrir la puerta del elevador, la sensación de soledad se acrecentó ante la vista del también vacío corredor, por el que comenzó a resonar el siseo de mis zapatillas. El cartel de letras rojas, donde siempre, esta vez me detuvo. Abrí la puerta. Se trataba de un amplio, muy amplio hall, en nada distinto de una confortable sala de espera de alguna maternidad, excepto por la ausencia de asientos. Lo único que rompía la monotonía era una prolija inscripción sobre una opaca puerta verde, en el fondo: “Golpee y sírvase pasar”. Obedecí y, al hacerlo, llegó a mis oídos un sonido como de manipuleo de instrumentos de metal, quizás tijeras, y como si alguna máquina estuviera cumpliendo casi silenciosos movimientos programados. Noté el olor, con el que ya me familiarizaría; era acre y dulzón a un tiempo, y en todo caso muy penetrante. La nueva sala se encontraba en penumbras, regada discretamente por la luz que le llegaba desde una segunda estancia, unos metros más allá. A mi derecha, quizás con el ánimo dominado por esas penumbras, la vista no me resultó demasiado agradable: grandes frascos plásticos colocados en una estantería dividida en tres secciones que 9


ocupaba toda la pared, tenían etiquetas que decían, en los de cada sección: “Riñones”, “Corazón” e “Hígado”, respectivamente. Presté atención a los contenidos y, efectivamente y basándome en mis elementales conocimientos de anatomía, pude distinguir algunas estructuras que me permitieron estar de acuerdo con las etiquetas. Los órganos, fragmentados por elementos evidentemente filosos, habían sido reducidos a trozos que no superaban los cuatro o cinco centímetros en su sección más extensa. Sonreí, burlándome de mi absurda curiosidad, y recuerdo haber pensado además en distintas explicaciones acerca de por qué habían desechado las otras partes de los cuerpos. No obstante, un gran frasco de vidrio colocado en lo alto de la última sección anunciaba en su etiqueta: “Ojos”. Observé, y volví a estar de acuerdo. Guiándome por el ruido mecánico avancé hacia el fondo, donde se abrió ante mí una oficina perfectamente iluminada, con un teléfono que no sonaría, y papeles y una agenda dispersos sobre el escritorio, y la silla corrida hacia atrás, dando todo muestras de que alguien había estado trabajando allí y se había levantado, tal vez hacía poco. Entré en la oficina. Confiando en que mi presencia hubiera sido percibida, escuchados mis pasos o la carraspera que fingí, aguardé unos instantes, asomándome ora a una u otra de las dos puertas de salida, una al fondo de la oficina y otra hacia la izquierda. Al rato comprendí que debía buscar por mí mismo. Con paso pusilánime, recuerdo, como el del que camina pidiendo perdón, avancé un trecho primero por la puerta del fondo, accediendo entonces a una cámara lo suficientemente amplia como para producirme admiración de que hubiese tanto espacio construido tantos metros bajo tierra. Me hice a mí mismo la humorada de imaginar que el edificio se derrumbaba, imposibilitado ya de seguir soportando su propio peso sobre cimientos tan huecos. En el centro de esa cámara había una camilla, cubierta por una enorme sábana blanca que llegaba al suelo, y allí se plegaba por los cuatro costados. Volví sobre mis pasos hacia la oficina. Iba a atravesar la puerta de la izquierda pero justo antes de hacerlo me detuve a leer el cartel que se encontraba sobre el dintel: “Sala de autopsias”. La misma se hallaba en penumbras. En el centro, una camilla de acero fija al suelo por un único y grueso pie cilíndrico. Diseñada para evitar derrames de fluidos corporales, la rodeaba un reborde cóncavo hacia adentro, pero con caída por uno de los extremos hacia una pileta dotada de grifos. Todo estaba increíblemente limpio y brilloso. Insisto, la camilla del medio se hallaba en penumbras, sólo iluminada por una luz en su cénit que por algún motivo, entonces ignorado por mí, era violeta. Ahora comprendo que ciertas estructuras destacan mejor bajo esa luz, y el brillo metálico de los instrumentos no lastima los ojos. Sobre todo, se crea el clima propicio para la tarea. Aquella mañana que ingresé por cloroformo no me detuve en esta sala; de hecho, fue la única que pude reencontrar. Nunca más pude ver desde la oficina el cartel de “Sala de autopsias”. Es decir, nunca más encontré la oficina, ni los estantes con frascos, ni la camilla con la sábana blanca. Tras varias horas (lo que a la luz del sol es varias horas) de estar buscando a alguien, me dispuse a encontrar la salida. Por fin, tuve que aceptar que había perdido el rumbo. Luego, algún otro día, comprendí que no había rumbo. Ese día… 10


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YO AMO A MI GENTE

El maestro dijo: - La madre alondra había recorrido una gran distancia y, fruto de ese vuelo, había logrado sólo unas pocas lombrices, que llevaba, cansada, a los pichones que la aguardaban en el nido. Un gavilán que pasaba por allí, al ver la escena, atacó el nido y se dio un banquete con dos de los pichones. El discípulo exclamó: - ¡Maestro, eso es horroroso! Habría que despedazar al gavilán. El maestro, entonces, dijo: - Piensas en la alondra y sus pichones. Ahora, piensa en las lombrices. (Ywhang Mhu, monje zen) Y tú, querido lector, ¿de qué lado pones el horror?

“La pequeña tuvo una primera inquietud una noche en que reparó en su manita al tomar la cuchara. La sopa olía nauseabunda, como siempre, de modo que la distracción le sirvió, al menos, para demorar el desagradable trance de tomarla. “Sus dedos, en efecto, le parecieron algo más gordos que lo habitual. Bastante más gordos. “Le parecieron adefesios monstruosos, enormes, gusanos aterradores que le punzaban y le producían dolor. Cualquier otro niño lo hubiera comentado con sus padres, o al menos habría dicho algo así como mira, mami, mira mis dedos, ¿no están extraños?; o algo que sonara más espontáneo y convencido, algo así como uy, miren mis dedos, ¿qué será?. “O tal vez, a los gritos, ¡Cielos, miren! ¡Oh, Dios, cómo duelen, esto es terrible, siento que me estallan! ¡Hagan algo! “Pero la pequeña alzó los ojos y contempló una vez más a sus progenitores, tres seres enormes, adiposos, deformes, que al volcar la sopa nauseabunda en sus bocas reían estúpidamente, mientras la sopa chorreaba por los costados de sus bocas, luego por los cuellos, más gruesos que sus cabezas y llenos de gruesos pliegues, para terminar en sus ropas, donde se unían a los restos de sopas nauseabundas de días pasados. De muchos días pasados. Y las risas la ensordecían, la aturdían. Y sus hermanos se unían al festejo, 12


sus hermanos dueños de una biología tan carente de sentido como la de sus progenitores. Y su hermano más pequeño arrastrándose por debajo de la mesa, prolongando sus adiposidades, divirtiéndose en alcanzar y succionar los restos de sopa. Entonces, se dijo, qué atención podrían prestar a unos deditos apenas deformados y amoratados como enormes salchichas, que dolían de una manera que empezaba a ser insoportable. “Fue allí cuando pensó por primera vez que le sería bueno despertar de esa pesadilla, y casi lo logra, pero se había acostado muy cansada, y siguió soñando y, se dijo, deberé hacer algo para sobrevivir lo mejor posible a este sueño, o mejor aún escapar de él. “Alejó su plato de sí muy despacio, o al menos así quiso hacerlo, pero derramó un poco de sopa que, si bien fue rápidamente devorada por los seres minúsculos que habitaban normalmente la mesa, alertó de su intento a dos de los progenitores. Uno de ellos se sentó a su lado y pasó sobre sus hombros un brazo (¿era un brazo?) pesado, muy pesado, y le dijo, le susurró: “Vas a sorber todo, ¿verdad cariño?”. Y ella se sintió mejor. Sólo un poco mejor. Sintió que debía buscar un recurso más sutil para escapar. Escapar. “La pequeña se sintió desesperada, sintió que debía escapar ya, con urgencia, a cualquier precio. Arrojó su plato hacia delante, embadurnando a un segundo progenitor y, aprovechando el peso del brazo sobre sus hombros, se dejó caer hacia abajo para escapar por algún lugar que dejaran libre las extremidades de sus familiares. Hubiera querido hacer todo eso rápido, bien rápido, muy, muy rápido, pero se dio cuenta que ahora tenía hinchadas las dos manitas, y las dos le dolían mucho, casi tanto como sus piernas (¿eran piernas?), que no le dejaban pasar por los lugares libres, y además tenía que sacarse de encima a su pequeño hermano, que como creyó que se había tirado al suelo para jugar con él comenzó a reírse y a escupir su saliva más espumosa contra la cara de la pequeña. “La inquietud de la pequeña se transformó, entonces, en certidumbre. Esto es una pesadilla, y tengo que despertar. Voy a despertar. “Pero mientras, se dijo, debo escapar. Sus tres progenitores se habían arrojado al suelo tras ella, emitiendo algo así como risas. “Carcajadas; eran roncas, guturales, terribles carcajadas. Ornk, ornk. Gritos apestosos que bien podrían ser cómicos si no supiera ella lo que significaban, porque sabía lo que ocurría, como simple diversión familiar, sabía lo que ocurría a quien quería escapar de la sopa. “Pudo por fin zafarse de debajo de la mesa, y ganar el acceso al pasillo que daba entrada al repulsivo comedor, que en su trayecto comunicaba con los dormitorios (ella no los veía, pero sabía que estaban allí, y los temía), y que, en su otro extremo, comunicaba con un baño con un ventanal lo suficientemente grande para permitirle escapar al campo. “Se echó a correr. El sonido de las risas de los dos progenitores que la perseguían aumentaba a sus espaldas, aumentaba. Ornk, ornk. Y ella era muy lenta. Y se agregaba ahora la voz del tercero, y las de otros parientes, las cuales, si bien aún lejanas, indicaban que se habían lanzado también en su captura. Y otras voces aún corrían por ella por fuera de los dormitorios. Lo que quería decir que buscaban cerrarle el ventanal 13


del baño, buscaban encerrarla. Y la pequeña tropezó. Y se dijo, se obligó a decir al caer en un chapoteo contra el piso: guau, este es un buen momento para despertar. Sí, con los sacudones de las caídas uno se despierta de las pesadillas. ¡Sí! Qué suerte. “¡Pero malditos sean todos, por qué diablos no me despierto! “Además, si su caída contra el suelo produjo un chapoteo, algo estaba cambiando en ella. Se miró el abdomen, y se dio cuenta que no sólo sus manos y piernas se habían transformado, sino que su cuerpo era ahora una masa informe, adiposa; sintió asco, un profundo asco. Y mientras corría vomitó. Y el vómito le dio risa. Qué raro, se dijo; como a ellos. “Y escuchó de su propia garganta un hueco ornk, ornk. “Se tocó la cabeza con las manos, y no necesitó un espejo…

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GAS

Me gusta pasear de día, en especial esos días sin nubes ni lluvia, porque sé que no voy a ver fantasmas. Camino por aquí, o por allí, y los muertos están relegados a su dominio. Dominio al que todos llegamos, es cierto, pero no es culpa mía y no tienen derecho a andar asustándome y no dejarme en paz. Y eso es, exactamente, lo que se les ocurrió hacer conmigo la última noche de niebla en que, inevitablemente y contra todas mis previsiones, me hallé caminando de regreso a casa a una hora muy avanzada. No, no es que tuviera que pasar por la puerta del cementerio, con el riesgo de chirriantes goznes que dejan al descubierto bóvedas antiguas. Ellos tampoco son tan burdos. Debía pasar por la puerta de la carnicería del gordo Charly. Y sé que siempre ocurre allí. En principio, al doblar la esquina oí un rumor grueso, como si una docena de personas discutieran sobre cualquier tema, y eso es lo que más ocurría en el negocio de Charly. Con su corpachón de búfalo afilaba detrás del mostrador sus grandes cuchillos y con la misma habilidad fileteaba carne y repartía temas entre los concurrentes, para luego reír con nosotros, cerveza de por medio en el Turkey´s Pub, narrando cómo la ruindad de la gente la llevaba a recibir y retransmitir, corregida y aumentada, cualquier versión sobre cualquier cosa acerca de cualquiera. Y cuanto más mala la versión, mejor. Precisamente, alguien a quien no le gustó un rumor originado así, se lo cargó al gordo de dos balazos, hacía cinco años. Me acerqué. Yo sabía que el negocio estaba vacío y tapiado, y el gordo Charly muerto, pero ahí estaba todo; Charly incluido, por supuesto. Dos clientas de edad avanzada, una con un ridículo sombrero de velo con una pluma verde encima, y un tipo de apariencia distinguida, estaban con la boca abierta tras exclamar al unísono un sordo: - ¡No! El gordo afilaba y cortaba, sin levantar la vista, del sanguinolento trozo de carne que había sobre el mostrador, como si estuviera solo. El señor distinguido, esforzándose en reponerse, dijo: - Es que… es que… por supuesto está usted bromeando, ¿verdad Charly? Sin levantar la mirada, tan sólo demorando un hachazo sobre la carne, Charly dejó caer: - Todo es como lo oyó, caballero. Y dio el hachazo, sobresaltándonos a todos y desacomodando la pluma verde. De no conocer tan bien a Charly como lo conocía, también yo hubiera sentido curiosidad. Pero decidí mantenerme al margen del juego. Digo, sólo un poco al margen, pues de hecho estaba nuevamente en la carnicería de Charly como si nada hubiera ocurrido cinco años atrás. 15


- Esa maldita cosa… -dijo en un susurro la señora sin sombrero, sacudiendo la cabeza como si quisiera quitarse de encima un montón de polillas molestas y mohosas. - Hola Goos -dijo el gordo; no sé cómo diablos me había visto-. Tú también estás a salvo por ahora. Bueno… ya somos cinco, con el caballero y las damas -y al decir esto inclinó suavemente la cabeza en dirección a ellas, quienes respondieron a la galantería cerrando brevemente los ojos. No pensé cuál era la noticia que desconocía, sino la mentira de Charly que desconocía; de todas formas ya deseaba para entonces ser parte del juego. Ese era Charly; cinco años atrás habían matado a un muleto, a un sosías. Charly dejó de cortar carne y, blandiendo un enorme cuchillo con la punta hacia mí, borbotó: - ¿Lo imaginas, Goos? ¿Logras tomar conciencia de lo que significa? - ¿…? - Goos: un gas se ha expandido por toda la tierra. Un gas que no tiene antídoto, un gas que fabricaron y usaron antes de saber cómo detener sus efectos. - Un gas -agregó la emplumada, como disfrutando desde lo más profundo de sus arrugas lo que decía- que trastorna tus nervios y te convence de que estás muerto. El caballero continuó: - Cientos, miles, ciudades enteras de hombres y mujeres, niños y ancianos, convencidos de que están muertos. Nadie evitaría morir sabiendo que ya murió, como efecto más inmediato. ¿Comprende? ¿Quién tendría precauciones? Los accidentes más terribles estarían a la orden del día. - Eso -me animé a decir sonriendo- me suena a triquiñuela de las compañías de seguro. - ¡Basta, Goos, basta! -gritó Charly-. Por una vez debes tomar las cosas en serio. Nunca había visto esa expresión en Charly. Era terrible, y alcanzó para convencerme de que, al menos por esta vez, no estaba jugando. Había hecho la más pesada de sus bromas hacía cinco años, pero ahora no bromeaba. Pude reponerme como para preguntar, mientras comenzaba a sentirme agitado: - ¿Cómo... cómo empezó todo? - Los malditos orientales lo hicieron de nuevo -dijo el caballero-. Volvieron a provocarnos. Y Su Majestad sabía qué hacer, sí señor. Lo sabía muy bien. - Pero los americanos lo impidieron. - Lo impidieron a medias, sólo para la prensa. Secretamente comenzaron a usar el gas. No avisaron, y mucho menos avisaron cómo contrarrestarlo. - Ni ellos lo sabían -dijo la implume, mientras yo no terminaba de comprender qué tan terribles podrían ser los efectos de ese gas, más que matar de risa a los no contaminados con las ocurrencias de los contaminados-. Pero el Señor sopló sobre el Pacífico, y toda la costa occidental hasta la mitad del continente la tienen ellos mismos ya contaminada. La mitad de los yankees creen estar muertos, disfrutando de algún paraíso o sufriendo de algún infierno, según lo crea cada uno. - En toda Europa la gente ha dejado de comer -dijo la de sombrero-. Charly, apúrate con los bistecs, ¿quieres? Yo aún como -por toda respuesta, Charly levantó la vista, la miró, volvió a mirar el mostrador y siguió con su trabajo; dirigiéndose nuevamente a 16


mí, levantando el velo del sombrero, agregó la dama:- Millones han muerto de hambre. Y los niños pequeños, que aún no tienen noción de la muerte, no tienen cuidado de nada, ya que no se siente dolor. El caballero, cada vez más lúgubre, ya se había sacado el sombrero bombín y lo sostenía con ambas manos sobre el pecho. Dijo:…

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DANZA ÁRABE

Cuando incorporó apenas la cabeza y vio nuevamente a sus pies una tarántula negra del tamaño de un plato playo, hizo lo de cada vez: se levantó, se puso la robe y se la ató mientras bajaba por la escalera de emergencias los doce pisos que separaban su cama de la cafetería de planta baja lindera a la entrada de su edificio. Nadie le preguntaba ya qué hacía a esas horas un funcionario en una cafetería, ni qué hacía en una cafetería alguien con una robe, ni qué hacía en una robe alguien desnudo y sudado. A esa hora ya no era escandaloso. Dos o tres borrachines habitués y dos o tres mujeres, siempre las mismas, a la caza de borrachines, no se molestaban por el cuadro, y él podía apurar dos o tres ginebras sin ser molestado. Pagaba religiosamente con monedas y un dios te bendiga Micki, esperaba el efecto del alcohol, alzaba los hombros y se cerraba con las manos el cuello de la robe, como si con ese gesto pudiera decuplicar el espesor y amplitud de la prenda, y salía a la nieve de la noche. Los pies estaban pálidos y ateridos cuando volvía a su casa y se acostaba al lado de la estufa de gas sobre una hermosa alfombra persa, con sus arabescos amarillos, violetas, verdes. No volvía a su cama hasta la noche siguiente, después de todo un día de decirse que las tarántulas, las suyas, no existían; luego, una hora de insomnio después, cuando en algún momento alzaba temerosamente la cabeza de la almohada, ahí estaba, como mirándolo. Casi podía sentir el siseo de sus patas sobre el cubrecama, desplazándose con una untuosidad militar y una marcialidad de seda. Funcionario de prestigio y en ascenso, dos hijos con quienes no se veía desde hacía un lustro. Las tarántulas, las suyas, no existían. Bajó por la escalera de emergencias, atándose la robe sin prestar atención a la señora que se escandalizó en el tercer piso, y a quien oyó murmurar a sus espaldas sinvergüenza descarado. No debió decirle lo que le dijo. Se hubiera evitado…

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LEMOINE

- ¡Capitán! ¡Maldita sea! ¡Capitán! ¡Que viva su majestad! Ese fue el último sonido que salió de su garganta; alcanzó a hacerlo justo antes que la granada lo despedazara. Mientras se bamboleaba, el auricular del teléfono traía, apagada y eléctrica, la voz del capitán. - ¡Soldado! ¡Repórtese soldado! ¡Con quién diablos cree usted estar hablando! - ¡El soldado ya no está disponible para contestarle, capitán. Sargento mayor Mealtwukee J. W., séptimo batallón, octava compañía, reportándose! ¡Capitán, esto es un verdadero infierno; si no nos llegan refuerzos, capitán, ni siquiera nos dejarán rendirnos! ¡Capitán! - Nadie les dijo que venían a una fiesta de graduación, sargento, y espero que lo de rendirse haya sido sólo una broma de muy mal gusto. Y, por favor, sargento, deje de llamarme “capitán” a cada rato. - ¡Por todos los cielos, capitán! Tres hombres más volaron por el aire desde que tomé el auricular. ¡Mándenos refuerzos! ¡Ordene cargar a la caballería y a los húsares! ¡Haga algo, por Dios capitán! Un nuevo estallido dejó al capitán sin interlocutor y sin estar del todo seguro de haber oído bien. ¿Majestad? ¿Húsares, caballería? ¿Le estaban tomando el pelo por despecho? Antes del fin de la madrugada le fue confirmado que un cuerpo de panzers había tomado la cara este de la colina dejando al poblado nuevamente a merced del III Reich y a él y a sus hombres aislados y mal abastecidos. Pero vivos. Con los primeros rayos del sol partiendo en franjas un cielo de plomo, llegó hasta la tienda del capitán un hombre poco menos que desnudo y poco más que arrastrándose, quien sólo conservaba la vertical gracias a los hombros de dos soldados que hacían lo que podían. Desde hacía un par de horas habían cesado los remotos y sordos ruidos de artillería provenientes de la colina, poco después que se hubo cortado el contacto radial. De modo que para el capitán representaba al menos algo de entretenimiento la llegada del soldado; alguien, como era evidente por los restos del uniforme, de su tropa. Salió de la carpa metiéndose la camisa dentro del pantalón y con la chaqueta desabrochada y, tras pasarse la mano por la cara varias veces para aclararse los ojos irritados, preguntó: - ¿Qué tenemos aquí? - Lo halló el vanguardia. Huía a la rastra desde la colina –declaró el hombre que lo sostenía por su flanco derecho. - ¿Está herido? En ese momento el hombre harapiento se desmayó. Los soldados lo acostaron en el suelo, y la escarcha bajo el hombre se quejó con un pequeño rumor. - Salvo cortes superficiales, aunque muchos, no parece haber nada de gravedad.

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La explicación del segundo soldado, el que lo sostenía por la izquierda cuando llegaron frente a la carpa del capitán, era significativa habida cuenta de la cruz roja sobre fondo blanco que lucía sobre su brazo. El recién llegado reaccionó. El capitán, dudando aún, encerró en su puño la identificación que colgaba del cuello del hombre en el suelo y le ordenó, tan secamente como se lo permitió su voz mal dormida: - Identifíquese. - Tercera batería de la octava brigada del quinto cuerpo, soldado Hopkins Samuel Wift, clase AB 1568, grupo sanguíneo A positivo. Mientras Hopkins casi se desmayaba al terminar de hablar, el capitán abrió su puño y corroboró los datos. - Llévenlo adentro de la carpa y recuéstenlo en mi litera. ¡Alto! Algo más, soldado Hopkins: ¿hay hombres heridos para ir a recoger? - ¿Bromea usted, señor? Todos han muerto. ¿Quién les enseñó a combatir de ese modo, digo yo? - Eran bravos hombres, sí; -tocado en su sentido de la jerarquía, el capitán añadió- a propósito, soy el capitán aquí. Luego de concederle algo más de una hora de sueño, durante la cual el soldado no paró de agitarse febrilmente, el capitán entró a la carpa, seguido por el enfermero que había traído al tal Hopkins, para interrogarlo. - Soldado, entiendo por su estado que la lucha ha sido dura, pero necesitamos información sobre el enemigo. ¿Cuántas unidades tienen, con cuánto armamento? – Dudó antes de continuar-. Y además es necesario saber cómo pudo huir usted sólo… y por qué no traía armas. Entiendo que necesita reposo, pero el estado de cosas, sobre todo a partir de la derrota de anoche, no nos permite contemplaciones. - ¿Bravos, capitán? –dijo el soldado con los ojos aún extraviados hacia la conversación de hacía una hora- ¿Dice usted que eran bravos? Capitán, créame: esos hombres estaban locos. Locos de remate. Nervioso por la falta de explicación, pero pensando que obtendría más información si seguía el hilo de los golpeados sesos del soldado que si porfiaba con preguntas, le dijo, al tiempo que le acercaba un cigarrillo: - Explíquese, soldado. El soldado puso en sus labios el cigarrillo, el capitán lo encendió y el soldado tosió con la primera bocanada. Luego, más compuesto, hizo el esfuerzo de incorporarse y se apoyó en su codo izquierdo, doblando una pierna y apoyando la suela de los restos de la bota en el catre, no sin algo de insolencia. - Capitán, tres compañeros míos, de lo mejor que ha dado el ejército británico, tiraban desde su casamata perfectamente resguardados y cubrían una posición que era, además, inexpugnable, en lo alto de la colina. De pronto dejaron de tirar y uno… -se le quebró la voz-, uno…, mi amigo de la infancia, capitán, gritó de pronto “calen bayonetas” y se lanzó colina abajo, abandonando la posición. ¿Tengo que aclararle que no usamos bayonetas? –pitó un par de veces antes de continuar-. Los otros dos lo siguieron. Uno recogió de pasada un palo tirado en el suelo y lo llevaba apuntando hacia delante como si en verdad llevara una bayoneta. ¡Pobre imbécil! Al menos él llevaba un 20


arma. Los otros dos no llevaban nada. Duraron quince pasos. Los conté. Después… hizo un gesto significativo con la mano y los ojos se le enrojecieron. Para sorpresa de todos, el capitán desenfundó su pistola, le quitó el seguro y apoyó la boca del cañón sobre la cabeza del soldado, quien suspendió la pitada que daba al cigarrillo. - ¿Y cómo sé yo, soldado, que usted no es un traidor? - No lo sabe –contestó el otro-, simplemente tiene que creerlo. Sin quitar los ojos de los del capitán, y despacio, como pidiendo permiso, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó un papel y se lo extendió al capitán. - Todo el escuadrón estaba chiflado, capitán. Esto lo escribió un cabo bajo cuyo cargo yo me encontraba. Luego gritó “¡pour la France et Bonaparte!” y arrojando el casco y el fusil se lanzó con el cuchillo entre los dientes. Ese ojalá hubiera durado quince pasos. Por cierto, Hitler ganará la guerra si seguimos combatiendo así. Muy lentamente el capitán quitó el arma de la cabeza del soldado Hopkins, puso el seguro y la guardó. Después de todo el soldado no estaba en condiciones de intentar nada, y si lo hacía el enfermero también era soldado si hacía falta, por lo que el capitán prestó atención al papel, que desplegó ante sus ojos buscando iluminarlo en un rayo de luz opaca que se filtraba por la entrada. “Señor Mariscal de campo: Pasará Usted a la gloria, y al reconocimiento de Su Majestad Napoleón Bonaparte, como el hombre aquel que disponía del batallón más heroico pero que fue fatalmente superado por el enemigo, por lo cual, a pesar de haberse batido bravíamente, fue aniquilado, sobreviviendo sólo Usted al fragor del combate. Usted y yo sabemos que eso es mentira. Usted nos abandonó. Pero el Señor dijo: nada hay oculto que no deba ponerse a la luz”. - ¡Sargento! –bramó el capitán. Al instante un hombre que en tiempos de paz había sido sin dudas rollizo, de ancho bigote negro, se presentó y saludó marcialmente al capitán. - Sargento Mullighan, disponga un pelotón de siete hombres con usted. Al anochecer saldremos de inspección. –Y luego al soldado Hopkins, mientras el sargento salía tras el saludo de rigor - Quiero que nos guíe exactamente por el camino que siguieron hasta la colina. Había tabernas en la aldea y se emborracharon, malditos lunáticos. ¿Cuándo tomaron la colina? - Antes de ayer, señor; luego vino el asalto de los alemanes. No sé de dónde salieron. - Si tiene algo más para agregar que aclare todo, éste es el momento. Se expone usted a una corte marcial, soldado. Entró el sargento. - El pelotón está dispuesto, señor. A propósito, señor, telegrafiaron del cuartel: se le asigna la Orden del Valor en Combate por la defensa de la colina, señor. Sonrió sacando ligeramente el pecho y agregó: - Felicitaciones a usted, señor.

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Sabiendo que ignorar el tema le traería más reconocimiento de sus subalternos que el detenerse en él, replicó: - Que los hombres estén alistados para las mil novecientos... si los alemanes no se enteran antes que andamos por acá. El resto del día transcurrió tranquilo. Los hombres hablaban de cualquier cosa para fingir que era imposible tener la nuca en la mira de algún fusil alemán. Hasta hubo que terciar entre dos soldados, uno norteamericano y otro francés, que disputaban acerca de la calidad de las naranjas. Uno, el primero por supuesto, insistía en que las naranjas de Pensacola eran las mejores del mundo. El otro, un francés recalcitrante, sostenía que la zona en la que estaban ahora era la de los más destacados cítricos, aunque él era del sur y jamás comía naranjas. Cuatrocientos metros antes de la primera línea de edificaciones de la aldea, los seis hombres más el sargento Mullighan, el capitán, el enfermero y el soldado Hopkins comenzaron a caminar agachados, redoblando el silencio y las precauciones. Cien metros antes se echaron a tierra…

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EL QUE NO SE ESCONDIÓ

Desde media hora después de haber engendrado a Karla, los dos integrantes del matrimonio Peresolmi sabían que no se amaban, que nunca se habían amado y que, casi con seguridad, nunca se amarían. Esto acerca del amor, no del matrimonio. El matrimonio, aún, era posible. Y Karla sería la hija de un matrimonio. Se dio cuenta la mañana en que se despertó (ya no le dolía la cabeza después de una borrachera), salió de su cuarto sin ponerse las zapatillas (no se las había sacado), se lavó la cara en la pileta de la cocina y salió. En la esquina se pudo anudar los cordones. Dos cuadras después se puso la vincha. A la séptima cuadra entró en un negocio y empezó a sacar fotocopias. De haber llegado a horario, media hora después lo vería pasar al señor Peresolmi, su padre, saludándola con la mano. Pero hacía ya tres horas que el señor Peresolmi había pasado por la puerta. Cuando lo hizo, miró la hora en su reloj y bajó luego los escalones del metro. Cuando tomó asiento en el vagón aguardó pacientemente el ascenso del dúo de músicos de siempre. Sucios, despeinados, de barbas mal afeitadas, por lo corriente mal vestidos y muy desaliñados, la música que tocaban sonaba a licuadoras que, mientras funcionaban, se chocaban unas a otras al tiempo que caían contra un piso de mosaicos desde varios metros de altura. Pero los músicos no subieron al metro. Bajó en la estación de siempre, subió la escalera y entró en el complejo de oficinas. Se dirigió al vestuario. Una vez en el vestuario caminó hasta el tercer pasillo de cofres de chapa, y luego hasta el quinto cofre de la fila de abajo de ese tercer pasillo. De las muchas llaves de su llavero usó la más pequeña para abrir el candado, y dejó ambos, manojo de llaves y candado, en el banco largo de madera que había a sus espaldas, pegado a la otra línea de cofres que formaba el tercer pasillo de cofres de chapa contando desde la entrada del vestuario. Sacó la jabonera y una pequeña toalla. Se sacó la ropa que traía, la que colgó cuidadosamente de una las perchas que sacó del cofre, y dejó la percha colgando del candado cerrado dos cofres hacia la derecha. Siempre la dejaba dos cofres hacia la izquierda pero acababa de llegar el dueño y lo había abierto para sacar algo. Luego sacó la camisa blanca que tenía en el bolsillo superior izquierdo el logo de la empresa, el pantalón y la corbata. En ese orden. Guardó las perchas (el dueño del cofre de la izquierda ya se había ido sin saludar), se peinó, tomó jabonera y toalla, fue hacia el pequeño lavabo y se lavó las manos. Luego volvió al cofre, guardó todo y cerró. Se pasó los dedos hacia atrás por sobre las orejas, carraspeó (siempre lo hacía luego de cambiarse) y subió a su escritorio. Al mediodía bajó. Nunca se cambiaba al mediodía para no aburrirse con rutinas, pero fue al cofre a buscar el pasaje para el metro. Y salió. Antes de bajar la escalera del metro vio, en un afiche de la disquería que estaba unos pasos antes, unas caras conocidas. Y escuchó una música conocida. Era el dúo de músicos que había escuchado siempre en el vagón del metro. El afiche los anunciaba con grandes palabras grandes en rojo y verde sobre fondo amarillo, y anunciaba también 23


unos recitales, los primeros de una gira por todo el país. No le parecieron, bien escuchados, tan desprolijos. Y han crecido mucho. Ahora cantan muy bien. Yo decía que iban a llegar. Mientras tamborileaba la canción, que se había pegado a los oídos como un mal sueño a los ojos, se dio cuenta que sentía cierto desagrado, cierto enojo. Al salir del vagón lo vio arrancar y perderse en la oscuridad del túnel, hasta que además dejó de escucharlo. Luego pasó el molinete, se paró al pie de la escalera y miró hacia arriba. Miró su reloj, hizo un par, o tres, de respiraciones cortas y vigorosas y, a continuación, emprendió un ascenso a toda velocidad, a todo lo que le daban las piernas. Al llegar arriba y mientras se reponía de la agitación, miró nuevamente su reloj, esta vez deteniéndose también en la fecha, y se dijo: “Fui el mejor subidor de la escalera norte del metro de las 12:32 del día miércoles 2 de agosto de 19..., en la estación...”. Almorzó con la señora Peresolmi, miró veinticinco minutos del noticiero y luego repitió el trayecto hasta su trabajo, esta vez pudiendo saludar, con un brazo en alto y una sonrisa amplia que mostraba los dientes, a Karla. Karla bajó la tapa de la fotocopiadora, apretó proceed y respondió al saludo levantando levemente la cara hacia delante. Lo quería. Cuando llegó al trabajo ya estaba cambiado, de modo que sólo se cambió nuevamente para volver a salir, recoger a su hija e ir ambos a cenar con la señora Peresolmi. Con ocasión de ese cambio pudo usar el segundo cofre hacia la izquierda del suyo para colgar su percha. Luego de ordenar y guardar todo fue con la pequeña toalla y la jabonera hasta el lavabo, se lavó las manos, se secó, volvió con la jabonera y la toalla hasta su cofre, los guardó y, mientras ponía el candado, se prometió recordar pedirle a su esposa un jabón nuevo. La jabonera ya estaba casi vacía. Cuando terminó de cenar se acostó a dormir. Cuando terminó de dormir se sentó en el borde de la cama con las piernas hacia fuera, se pasó los dedos de una mano por las sienes y se levantó. Tapó con la sábana el tramo de esposa que había destapado al levantarse, encendió la cafetera y se bañó. Luego se secó y se vistió, y se tomó una taza grande de café. Justo cuando la terminó escuchó la puerta de calle al abrirse y cerrarse. La noche anterior Karla se había acostado temprano y hoy era puntual. De modo que cuando pasó frente a la casa donde Karla sacaba fotocopias se hubieran saludado si Karla no sacaba fotocopias justo en ese momento. Subió la escalera del metro sin prestar atención a la disquería e ingresó en el edificio donde trabajaba. Se dirigió al tercer pasillo de cofres de chapa, abrió el suyo, sacó la percha con el uniforme y colgó la ropa que traía en el candado del segundo cofre hacia la izquierda. Se lavó las manos, con la pequeña toalla se secó, terminó los detalles y no volvió a ese lugar hasta unas horas después, cuando abrió su cofre y retiró el boleto del metro. Subió la escalera del metro. Cuando pasó por la casa de fotocopias la hija no lo pudo saludar porque con los brazos y con las manos trataba de evitar que los golpes que le tiraba un hombre grande y gordo (un cliente, el dueño del local, o un amigo tal vez) le llegaran a la cara. Era claro que ya había fracasado en el intento. El señor Peresolmi deseó que el almuerzo no fuera tan suculento que lo demorara demasiado. Él quería ver veinticinco minutos de noticiero, y nunca podía hacerlo si estaba comiendo, y no podía

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dar por terminado el almuerzo para mirar el noticiero a menos que el almuerzo hubiera terminado. Salió de su casa y, antes de bajar al metro, iba a saludarla a Karla justo cuando no estaba, ni podía sentir si estaba o no. Fue a su cofre, se lavó las manos, lo cerró y subió a trabajar. Poco antes de concluir con lo que estaba haciendo (poner en orden unos papeles según el orden de importancia que tendrían a partir del día siguiente) notó cierto movimiento a su alrededor. Todos se iban reuniendo junto a uno de los compañeros del señor Peresolmi, un muchacho que, luego de esforzarse durante más de diez años, había logrado graduarse. Aparentemente, todos se alegraban, y lo palmeaban, y lo estimulaban levantando el puño cerrado, y le decían frases en distintos tonos que lo hacían sonreír, y reír, y llenaban copas de las que bebían, y agitaban unos papeles iguales al que había encontrado el señor Peresolmi boca abajo en su escritorio…

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HERMANOS

Una tarde llegando al verano de unos cuantos años atrás, recibí una llamada que debía sin duda a los cartelitos que algunos comerciantes del barrio, y buenos vecinos míos, habían aceptado poner en sus vidrieras hacía unos meses y todavía conservaban. “FULANO INYECCIONES. TOMA DE PRESIÓN. TRABAJOS DE ENFERMERÍA EN GENERAL. TELÉFONO:....” Yo holgaba mirando televisión junto a la ventana, sin más meta inmediata que la de capturar el oxígeno de las escasas y mortecinas brisas que, de tanto en tanto, movían apenas la parte baja de la cortina. Cuando, de mala gana, puse el auricular en mi oreja, escuché: - ¡Bendito sea el Señor! –sin dudas pronunciado así, con mayúsculas. A esta exclamación se sumó, algo más lejana, la letanía: - ¡Bendita sea su divina gracia! Creí que los testigos de Jehová habían cambiado sus habituales visitas domiciliarias por el uso del teléfono. Iba a manifestar claramente mi intención de no volver a ser llamado por la divina gracia cuando la mención de mi profesión me hizo prestar atención. - ¿Señor enfermero? ¿Es usted el señor enfermero? - Sí, soy enfermero –contesté. - ¡Qué bendición, Señor! –creo que no se referían a mí porque volvieron a pronunciar con mayúscula. - ¡Divino Señor! –acotó la voz encargada de las letanías, confirmando que con lo de Señor no se referían a mí. - ¡Divino Señor! –ratificó quien estaba al teléfono. Personalmente, no me molesta que cada uno crea en lo que quiera creer; incluso acepto que cualquiera crea que cree no en lo que quiere creer sino en lo que le fue revelado. Pero me pone inquietamente nervioso que se me haga partícipe necesario de cualquier creencia. Me ocupé cuidadosamente de conservar un molesto silencio hasta que del otro lado dieran señales de querer indicar el motivo de la llamada. - Verá usted, señor enfermero: ocurre que nuestra madre... - Nuestra santa madre -¿adivinen qué voz hizo la acotación? - ...nuestra santa madre –recogió la corrección mi interlocutor- requiere de especiales cuidados, es decir la madre de mi hermano y yo. Y hasta ahora hemos podido autoabastecernos. - Ajá -dije. - Pero ahora necesitaríamos la ayuda de alguien más, alguien de características especiales, por supuesto, usted ha sin duda notado que alguien especial debe ser atendido por gente especial, y nuestra mami es alguien especial, ¿no es cierto? 26


Formuló la pregunta hacia su o sus acompañantes con la misma afectación con que más de cuatro conductores y conductoras de programas televisivos infantiles se dirigen a los niños, vale decir, como si ellos fueran retardados mentales (cuando digo ellos, claro está, me refiero a esos conductores y conductoras; aunque creo que estoy siendo injusto con los retardados mentales: esa afectación corresponde al modo en que la gente normal cree que puede ser mejor entendida por, u obtener mejor algo de, por ejemplo una sonrisa, la gente con retrasos mentales; suelen quedarme serias dudas, en estos casos, acerca de a qué bando corresponde la deficiencia), y como respuesta se oyó un sonido gutural marcado con cierto timbre a risa. Me pareció oportuno poner fin a una comunicación tan extraña, y dije: - Bueno, no sé si yo soy alguien especial, pero me parecería bien una visita para ver si doy con el perfil que buscan. Y para conocer el trabajo y hablar de los detalles, por supuesto. Mi intervención logró su efecto, ya que en lo que me llevaría dos o tres renglones de transcripción cerramos un encuentro para esa misma noche. Tomé nota de la dirección y nos despedimos, recibiendo yo en ese acto más salutaciones que en la plaza San Pedro. Luego de la cena, dejando en la pantalla mi serie favorita, me dirigí al domicilio en cuestión, un alto edificio de departamentos, y accioné el botón del departamento correspondiente a quienes me llamaron, que era uno de los más altos. La voz metálica del portero eléctrico preguntó: - ¿Es usted, señor enfermero? Mis anfitriones podían llamarse felices de que yo no fuera un ladrón, o un asesino serial obsesionado con los religiosos. - Sí, soy yo –contesté. - ¡Gracias al cielo! Aguárdeme que ya bajo. Enseguida estoy con usted... Dijo algunas cosas más, dándome tiempo para pensar que si seguía hablando tardaría mucho en estar conmigo, hasta que por fin un ruido me indicó que había cortado la comunicación; al rato, el visor del ascensor, que alcanzaba a ver por el gran cristal de la puerta de entrada, mostró que el ascensor había sido llamado desde ese piso. Cuando la puerta del ascensor se abrió finalmente en la planta baja, una figura hierática se encontraba de pie exactamente en el centro geográfico del ascensor, con las manos unidas a la altura del pecho y la mirada extasiada en algún punto hacia adelante. Con ese continente caminó hasta la puerta, en donde perdió la compostura para buscar la llave en un bolsillo y abrir el imponente cristal. - ¿Señor enfermero? El sujeto parecía un cirujano de clínica de alta sociedad a la hora de enfrentar al periodismo para dar el parte médico de un paciente famoso. Ropa impecable, rasurado impecable, peinado impecable, gestos impecables. Un tanto molesto de tanta impecabilidad y para poner un tono un poco más mundano en nuestra relación, le extendí mi mano al tiempo que le decía: - Marcelo, mucho gusto. Se puso serio. - ¿Es usted el enfermero? - Sí, por supuesto. Y me llamo Marcelo. 27


- ¡Ah, menos mal! –Ahí pensé que no le gustaban otros nombres- Ya temía haber abierto la puerta en forma inapropiada. Con los tiempos que corren uno no puede estar franqueándole el paso a un desconocido. El viaje en ascensor fue tan breve como solemne, a pesar de lo cual bastó para que el cirujano me pusiera al tanto del trabajo que, si yo aceptaba, me aguardaba. Habló en un tono grave, casi como para adentro, ayudado para esto con una marcada inclinación de cabeza, conservando los dedos unidos por las yemas, como si antes de atenderme a mí hubiera estado trabajando con pegamento. La paciente en cuestión sería la madre, a la que hasta el momento había atendido junto con un hermano gemelo, pero a quien, debido a nuevas y diversas ocupaciones, en ciertos horarios del día ninguno de los dos podría continuar atendiendo, habiéndose vistos obligados a contratar a alguien. - Alguien, claro está, que tenga ese afecto, esa dedicación, ese amor por la gente de edad. Un ángel, le diría, acorde al ángel que deberá cuidar. La puerta del ascensor se abrió justo cuando yo reflexionaba acerca de cuánto estaría dispuesto a abonar un ángel por los servicios recibidos. A la derecha, la puerta de un departamento se hallaba abierta y, según me fue dicho de inmediato, el mellizo de quien me acompañó hasta el momento se encontraba algo más allá de la línea de entrada. Allí estaba cuando pasé. Para mi sorpresa, y aunque era de mucho menor tamaño, parecía también un cirujano distinguido y prestigioso. Atildado hasta el amaneramiento, nos recibió con las manos una sobre otra y ambas sobre el pecho (las actividades con pegamento lo habían dejado en una situación más complicada), y la cabeza levemente inclinada adelante y a la izquierda en un gesto de cordialidad, acompañado por la correspondiente sonrisa de complacencia. Y unos ojos de mirada fija que rara vez parpadeaban. Ambos hermanos perfectamente podían negar el ser mellizos, siquiera parientes, tan distintos eran. Tras los saludos y exclamaciones de rigor, a las que empezaba a acostumbrarme a despecho de mi certeza acerca de mi salud mental, nos dirigimos los tres, yo guiado por ellos dos, al cuarto donde se encontraba la madre. Caminábamos a un ritmo de procesión bastante gracioso. Al llegar a una estancia que se adivinaba amplia y que se veía muy bien iluminada, el primero de la fila se abrió hacia su derecha y el segundo hacia su izquierda, permaneciendo ambos con las palmas juntas y dejándome a mí, no bien entré en el cuarto, a unos dos metros de la cama donde, de frente a mí, yacía la paciente. Se trataba de un ser apenas más carnoso que un hueso, y evidentemente apenas más sano y lleno de vida que el mismo hueso luego de atacado por una jauría de rottweilers. Los ojos tenían un brillo extraviado y su sonrisa me pareció permanente. Pero tanto su aseo personal como la limpieza del cuarto y la calidad y buen gusto de la ropa de cama y de la enferma hablaban de una dedicación extraordinaria. “Si no sabías lo que es la devoción filial -me dije- creo que estás ante un caso de eso”. Durante un instante que pareció de beatitud extática para los hermanos, pero que para mí fue de creciente desazón, aquellos permanecieron quietos, el cirujano más pequeño con los bracitos ahora apenas abiertos a los costados del cuerpo y las palmas hacia la madre, como quien se prepara a dar un abrazo a alguien entrañable, al tiempo que mantenía sus ojos fijos en la añosa figura y su húmeda y acostumbrada sonrisa parecía 28


pesarle en la cabeza e inclinarla hacia la izquierda. El cirujano mayor, en cambio, mantuvo los ojos cerrados y las manos a la altura de la boca, unidas las palmas, en actitud invocatoria. Como obedeciendo a una orden que yo no escuchara, los dos a un tiempo deshicieron sus posturas y se volvieron a mí, el menor a mi izquierda y el mayor a mi derecha. El menor con su mano derecha sobre mi hombro y el mayor con su mano izquierda sobre mi otro hombro. Creo que está de más aclarar que la mano libre de cada uno descansaba ahora sobre el pecho respectivo, y que con gravedad tenían la cabeza inclinada hacia delante, como quienes están por revelar algo a un tiempo delicado, íntimo y urgente, algo que responde a los más altos y absolutos intereses. El cirujano menor levantó abruptamente la cabeza, lo que me asustó, y cortó el aire beatífico con un categórico: - Oscarcito, vos sabés explicar bien, con tu paz, con tu calma. Vos sos muy claro. Lo dejo en tus manos. - Entonces al trabajo, con la santa ayuda de los santos seres espirituales. El clima se estaba enrareciendo con tantas presencias angélicas. El cirujano menor, a propósito y justo cuando yo pensaba en esto, agregó en tono de reconvención: - Y no nos olvidemos de los santos ángeles, Oscarcito. Haciendo caso omiso de la fraterna corrección, y no sin cierto gesto de disgusto, nos dirigió hacia el lado de la cama y continuó como si nada hubiera oído. En realidad yo no entendía qué era lo tan grave que pudiera haberlo afectado. - Mamita... ¡Mamita! ¡Dulce! ¡Rica ella! Vea usted... ¿Marcelo? Sí, Marcelo me dijo, vea usted qué expresión tan dulce. Verá, lo hicimos venir a esta hora porque justo es la hora de la higiene y era bueno mostrarle en la práctica cómo es que la higienizamos. ¡Santa, ella! Y con cada exclamación volvía a acariciarla y/o a besarla en la frente. Una risa vacía continua era la retribución de la mujer. - La manta la deslizamos así, ¿ve usted?, hasta retirarla por completo, de manera de no erosionar la delicada piel de nuestra mamita. - Oscar, Oscarcito, creo que el señor, aquí con nosotros –qué duda; ¿está bien señor o debería poner Señor?-, no tiene por qué anoticiarse de ciertas sutilezas; ¿o debo recordarte cómo fue que la piel de nuestra mamita comenzó a erosionarse? Me sorprendí escuchando por primera vez cierto aire de ironía. - Omar. Al pronunciar esta sola palabra (creo que la madre y el, supongo finado, padre de estos hermanos, adolecían de una seria crisis de creatividad a la hora de pensar nombres), el rostro de Oscar se enrojeció. Era evidente que se hallaba hecho presa repentinamente de una furia a duras penas contenida. El beatífico Oscar había pasado sin escalas de las puertas del paraíso a los quintos infiernos. En la cama, la anciana soltó una carcajada sin sentido mirando al techo. - Omar, fue un accidente. La voz de Omar sonó extraordinariamente solemne y cortés: - Por supuesto, un accidente. Las energías celestiales a veces permiten accidentes. Lo curioso fue que la olla de agua hirviendo descansaba tranquila sobre la hornalla, hasta

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que la mano de mi hermano, accidentalmente, claro está, la volcó sobre mi mami. ¿Verdad que está claro, Marcelo? La pregunta no me molestó tanto como la mano que apoyó sobre mi hombro y el guiño que la acompañó. Oscar apoyó a su vez su mano sobre el hombro de Omar, con la tensión de la garra de un cóndor que se posara con gracia sobre un perejil. - Omar, recuerda el uso del agua hirviendo. Mi piel también se erosionaba, aunque el Señor permitiera que el rigor, por llamarlo de alguna manera, el rigor de mami, fuera la manifestación de su amor solícito. Señor enfermero, desde los tres años yo era sistemáticamente quemado con agua hirviendo por mami. Es verdad que yo era un niño problemático... Una nueva risa de la anciana, que se agitó convulsivamente, saludó el comentario. O bien saludó a una ligera brisa que refrescó el ambiente. O bien no saludó nada. Simplemente se rió, mostrando una espantosa lengua. - Dejemos un poco toda esa cuestión del agua hirviendo y el agua no hirviendo…

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¡Oh, nuevamente están aquí! Pasen, pasen los señores. Pónganse cómodos, muy cómodos. Después de todo, ya saben que el señor tardará... una eternidad. A propósito del señor, husmeando en su biblioteca y mientras seguía pensando en llamar o no a la policía, creo que encontré algo que podría interesarles. ¿Saben? Tenía hábitos bien curiosos el señor. Gustaba coleccionar, por ejemplo, toda suerte de anécdotas tan sorprendentes como escabrosas. Y como era un hombre de mundo, no le resultaba difícil tener acceso a una variedad magnífica de ambientes en los cuales aquellas se desarrollaban. La historia que les traigo hoy es especialmente profunda... con varios metros de profundidad. Y, aunque no lo parezca, es una historia con mucho, mucho cuerpo.

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DESGRABACIÓN

Desgrabación de la cinta de la caja negra del Sgto. J. S. Omaier, US Navy Diver (Buzo de la Marina de los Estados Unidos de América). “Siento mis pies hacia abajo y mi cabeza hacia arriba. El descenso se experimenta como rectilíneo y vertical, a pesar de la absoluta oscuridad. La misma oscuridad da la impresión de que no ocurriera nada, ni siquiera el tiempo. ¡Caramba! Eso estuvo bueno, muchachos: no ocurre ni siquiera el tiempo, ¿lo oyeron? El reloj de mi luneta indica, sin embargo, que ya llevo 40 segundos de descenso. No zumbidos ni mareos. No dolor de cabeza. Velocidad de descenso, estable; profundidad: 112 pies. Habilito mezcla Nitrox. Inhalo y exhalo en forma regular. Ío es satélite de Júpiter, pero Illinois no es capital de Oklahoma. (Pausa) Continúa sensación de descenso vertical. Siento mis pies abajo y mi cabeza hacia arriba. (...). Profundidad: 200 pies. Creo que le gano la apuesta, mayor. Yo llevo el ponche. ¡Y las chicas, por supuesto! (Risas) Velocidad de descenso, estable. 93 segundos de descenso. La oscuridad ya es irritante. Siento algo de frío. Exactamente siento frío en el talón de mi mano izquierda. Espero no se me haya fisurado el traje. En mi luneta dice que el agua está a unos 10 bajo cero ahí fuera. No zumbidos. No mareos ni dolor de cabeza. Ío es satélite de Júpiter, pero Illinois no es capital de Oklahoma. Buena movilidad en dedos de pies y manos, a pesar de ese frío en el talón de mi mano izquierda. ¡Brrr...! Acabo de tener un escalofrío. Creo que es por esa maldita sensación en mi mano. Realmente siento mucho frío allí. 275 pies. Buena veloci... ¡Ep! ¡Ey, muchachos! ¿Quién diablos eligió las coordenadas de descenso? Esto se termina aquí. Acabo de golpear mis pies contra el suelo que se suponía estaría 300 pies más abajo, y estoy desparramado por el impulso. Creo que quedé mirando hacia arriba. ¡Ahh! ¡Ahhh! Muchachos, muchachos... Díganle a Harry que le quitaré su licencia para manejar por New York, además de su brevet de sonar. Bien, creo que estoy de pie. Veremos qué es esto. 276 pies, 125 segundos de descenso y 15 bajo cero por aquí abajo, excepto dentro de este traje. Espero que eso siga así. Veré de qué se trata esto. Dirijo mi mano derecha hacia el cinturón. Quito la traba de la bengala número 1. La separo del cinturón. Voy a encender bengala número 1. Repito: voy a encender bengala número 1 a la cuenta de tres. Uno... dos... tres. Bengala número 1 encendida. (Hay una pausa de 5 segundos; se oye la respiración regular del sargento). La bengala debería alumbrar 10 metros a la redonda, pero aquí la luz se corta a los dos metros... (pausa). ¡Ey, un momento, amigos! Lo que se corta es el suelo. Voy a girar hacia mi derecha. Sí... creo que hay un borde... Estoy girando hacia mi derecha... 32


(pausa) sigo girando... encuentro en el piso mis huellas iniciales, di un giro de 360 grados y puedo asegurarles que caí en un círculo de 2 metros de radio. Voy a caminar hacia el borde. Parece que se trata de una meseta. (Pausa). Estoy caminando. (Pausa). ¡Grandioso! La bengala se apaga justo que alcanzo el borde. Suelto el traste de la bengala número 1. Voy a encender bengala número 2. Dirijo mi mano derecha hacia el cinturón. (Pausa). Quito traba de bengala número 2. La separo del cinturón. Voy a encender bengala número 2. Repito: encendiendo bengala número 2 a la cuenta de 3. Uno... dos... tres. Bengala 2 encendida. Bien... adelanto mi brazo derecho con la bengala e ilumino hacia abajo y adelante. (Pausa. Se escucha la respiración del sargento algo más agitada). Fuera de los bordes de esta meseta, hacia abajo y adelante, un abismo absolutamente negro. La luz se pierde hacia todos lados sin que alcance a iluminar superficie alguna. Esta meseta no es una meseta: caí en la cima de un pico gigantesco, un peñasco que se alza en medio de la nada. Ío es satélite de Júpiter, pero Illinois no es capital de Oklahoma. (Pausa) ¿Vieron? No es demencia. No al menos todavía (risa nerviosa). Bueno, ya que estoy en el borde creo que voy a seguir viaje. No veo ninguna pendiente, así que será cuestión de dar un saltito. Bien, ahí voy (acentuación brusca en la “y”; respiración rápidamente acelerada; signos de pánico). ¡Cielos! Eh... lo siento...

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En la casa del señor, los cuentos que preludiaban su sueño infantil comenzaban todos diciendo: “Once upon a time, in a fantasy land...”. Mi abuelo, en cambio, siempre nos decía: “Había una vez, hace mucho, mucho tiempo...”. En el idioma que fuere, parece que es importante convencer a los niños de que algo maravilloso ocurrió lejos en el tiempo, lejos en la distancia, lejos de la realidad. Es la forma de comenzar a creer que esas cosas pueden ocurrir aquí, ahora, frente a los propios ojos. ¡Ah, mis pequeños párvulos! Cuántas cosas crecemos creyendo que son deseables. ¡Ah, si aprendiésemos a leer entre líneas en los relatos infantiles, nada nos parecería más aborrecible que una tierra de fantasía, nada menos deseable que un paseo por el bosque, ni más temible que un hada madrina bondadosa... Les traigo hoy el esclarecido esfuerzo por poner fin a tanta fantochada, de un columnista de la sección literaria de un periódico moldavo, quien escribió este artículo, que el señor conservaba entre las páginas de un ruinoso volumen, a principios de siglo. ¿Que de qué siglo hablo? Pues verán: hace mucho, mucho tiempo...

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VERDADERA TRAMA DE UNA HISTORIA CONOCIDA

Henos aquí, pues entonces, frente a la historia que hoy nos toca desmenuzar, y que se encuentra tan extendida en todo el orbe conocido. Tal como fue propagada, con ribetes que la hacen ignorante absoluta de la naturaleza humana, nos acerca una muchacha tierna y dulce, que con amor y resignación, y sin perder la alegría, acepta ver despilfarrados fortuna y bienes de su finado padre y con entereza se entrega al yugo impuesto por la viuda de aquel, su madrastra, una mujer cruel que intentaba además en el menoscabo de la joven dar ventaja a sus dos propias hijas, a quienes concedía una vida acomodada. Y entre harapos, pisos que fregar y ollas que bruñir, nuestra joven, por demás hermosa, sólo tenía palabras de paciencia, mientras sobrellevaba el suplicio en la espera del cumplimiento de sus sueños. Que se coronaban, como cabe esperar, en casar con un joven y apuesto príncipe. Acerca del padre, en realidad, es poca información la que hemos podido recabar, pero aún prescindiendo de ella tenemos elementos de sobra para dudar de la historia heredada. Veamos: ¿es creíble la historia de un padre amantísimo que tenga al mismo tiempo la ceguera de dejar a tal mujer por madre de su hija y administradora de su herencia? ¿No había nada de desidia o incompetencia de su parte? Y tales desatinos del padre, ¿iban a despertar en la niña sólo filiales sentimientos de gratitud, sin asomo de resentimientos? ¡Por todos los cielos: ¿es eso creíble?! Se podría argüir que la viuda pasó de ser un ser humano excelso, dotado de las mejores cualidades y dotes, y de las mejores intenciones para con la huérfana, a ser el engendro deleznable del relato sólo por obra del terrible golpe que le asestó la vida quitándole de su lado a tan sublime compañero. ¡Vamos!...

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Ha llegado a la mansión una abultada correspondencia pidiéndome la repetición de la verdadera, triste y singular historia de nuestra amiga Cenicienta. No lo atribuyáis a pereza pero, ahora que el señor, mi amo, está, digamos, ocupado, prefiero hacer lo que se me antoje y no satisfacer pedidos ajenos, y Duke parece estar de acuerdo conmigo. Les traje, eso sí, un cuento que bien puede emparentarse con aquel por cuanto tiene de desmitificador. ¿Noches tormentosas, lunas llenas entre ramas de árboles desnudas, lobos aullando? Me río. ¿Castillos, murciélagos, sótanos con telas de araña y ruidos de cadenas? ¡Bah! Para qué asustarlos con esas patrañas si el terror, el verdadero terror, está oculto detrás de los primerísimos cuentos que escucharon en la cuna.

Once upon a time...

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NIÑA EN ROJO PARA QUIJADA CON DIENTES

Había una vez, en una tierra de fantasía, una niña dulce y bonita que vivía junto con su madre del otro lado del bosque. Como solía usar una delicada caperuza roja, todos la llamaban “Caperucita Roja”. Cruzando el bosque vivía su abuelita. Cierto día, la abuelita enfermó y, como debiera permanecer en cama, la madre de Caperucita Roja le enviaba, de tanto en tanto, alimentos y ropa limpia. Un mañana de aquel tiempo la madre dijo a Caperucita: - Caperucita: ve a la casa de la abuelita a llevarle estas confituras que le preparé. Pero no te detengas en el camino por nada, ni a jugar ni a juntar florecillas, que un lobo feroz anda suelto y podría hacerte daño. - No, mamá -contestó Caperucita-, quédate tranquila que no me detendré. Por supuesto que las promesas de la niña perdieron consistencia ante el brillo que el hermoso día daba a todas las cosas. Caperucita se encontró finalmente con el lobo, y debió echar a correr para salvar su vida, porque nadie permanece vivo mucho tiempo en las fauces de un lobo, el cual la quería comer, y comer un lobo a una niña significa que, sin anestesia previa, los dientes del primero se hundirían en el cuerpo de la segunda, en distintas partes, con fuerza suficiente para poder perforarlo, y sin nada que anule el horror de ver unos ojos temibles, salvajes e inyectados ensañándose con el cuerpo de uno. La sangre que chorrea del morro del animal y que salpica a cada dentellada, es la de ella, y ella lo sabe. Y ya no está abuelita para defenderla. Por suerte todo esto no ocurrió. Cuando, con el último aliento, logró Caperucita trepar los escalones de la galería de su casa, su madre, adivinando lo ocurrido, la reprendió: - Esto no te hubiera pasado de no haberte detenido a juntar florecillas, que los lobos hambrientos pierden el hambre si su presa no se distrae con florecillas y obedece a su mamita. A lo que Caperucita, abrazándola, respondió: - Perdóname por desobedecerte, mamá. Tú me habías prevenido que no me detuviera por el camino. Tiempo más tarde, la abuelita volvió a convalecer de una persistente enfermedad, y la madre le dijo a Caperucita…

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Fredke Vanautas. Nacido en Berkas, Lituania, 1868; tal vez muerto, en algún lugar del mundo, hacia 1932. “El escritor loco”, para los lituanos. Así lo llamaban por esa singular manía que tienen las personas de calificar de locura todo aquello que les resulta extraño. Y mientras el populacho lo rechazaba, los niños le arrojaban verduras por la calle, las ancianas se persignaban al verlo, los caballeros cambiaban de vereda, y la sociedad culta le negaba sistemáticamente la cátedra que con toda justicia merecía ocupar, el bueno de Fredke permanecía impasible, abocado a su trabajo, siempre creativo, y siempre renovando sus fuentes de inspiración... En 1892 comenzó su venganza, y se encerró a escribir en una vetusta casa abandonada ubicada frente al cementerio local. Obra tras obra era claro el aumento de la que llegaría a ser una obsesión para el escritor: involucrar al lector en la obra y volverlo loco. De remate. Se cuenta que, hacia 1899, divulgó un relato que había escrito y editado con gastos a cuenta propia, en un pequeño poblado rural de las afueras de Volj. La destrucción posterior de todas las pruebas y de todos los ejemplares no permite asegurar los efectos que la lectura de ese relato produjo en esas buenas gentes, pero sí se sabe que, luego de esa experiencia, Fredke Vanautas fue detenido, excomulgado, encarcelado y deportado secretamente hacia los fríos campos siberianos. Los más osados aseguran que, en ese relato, Fredke había logrado su cometido. Todos los ejemplares fueron destruídos... menos éste, que el señor guardaba celosamente en un alejado estante de su biblioteca. Quedáis, pues, sobre aviso. Si avanzáis más allá de este renglón, es bajo vuestra exclusiva responsabilidad...

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ESTE RELATO COMIENZA ASÍ:

Hay una persona, de cualquier edad y sexo, que se pone a leer (por curiosidad, por puro placer, o por cualquier otra razón), un relato que comienza así: hay una persona, de cualquier edad y sexo, que se pone a leer (por curiosidad, por puro placer, o por cualquier otra razón), un relato que comienza así: un hombre le dice a esa persona en el relato que acaba de comenzar a leer, que debe leerlo hasta el final, pues de lo contrario algo terrible va a ocurrir. El relato le explica al lector (o lectora) que el objetivo es volverlo loco, lisa y llanamente loco, pero le explica que mucho peor es la consecuencia de no leerlo. Ambos efectos, locura o consecuencia inconfesa, son disparados y sucederán inexorablemente, uno u otro, por haber empezado ese lector a leer, o no, un relato que comienza así: hay una persona…

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Samuel H. Amersham nació una fría mañana de 1920 en la zona baja de Brooklyn. Como suele ocurrir con quienes tienen una infancia de pesadilla, tenía un espíritu soñador. Sus primeros relatos –digámoslo: francamente olvidables- datan de sus dieciocho años de edad, y nacieron en el baño de la gasolinería donde trabajó desde los trece. Allí se encerraba a pergeñar las ideas sueltas que, contaría más tarde, se agolpaban en su cabeza pugnando por escapar y cobrar vida propia aunque sea en forma de signos negros sobre un papel amarillento. Dije “aunque sea”... lo cierto es que la línea que separa realidad de relato se transformó en su obsesión predilecta. De aquellos años de obsesión nos dejó el presente cuento. Es un tanto inquietante, habida cuenta de quienes sostienen que, en realidad, y considerando su extraño deceso, no se trata de una manifestación literaria, sino de un autobiográfico pedido de auxilio...

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SUEÑO CON BALDOSAS ROJAS Y LUDMILA

Me pongo a escribir porque, según parece, tuve un sueño. Ingreso a mi casa. A pesar de la ausencia de señales que me lo demuestren, sé que estoy en Miami. Ludmila corre hacia mí. No hacia mí, en realidad. Pasa por mi costado, al pasar me dice: “Agárrala”, y sigue corriendo. No sé por qué, pero sé que se refiere al arma que está sobre la mesa. No debiera hacerle caso, sé que no debiera, pero no puedo evitarlo y tomo el arma. Miro hacia todas partes, y salgo tras sus pasos. No la veo, pero al trepar una pequeña pared (¿debería saber a qué parte de la casa pertenece? No me es dado saberlo, a pesar de ser mi casa; y mi sueño, después de todo) veo una escena que me paraliza. Es una terraza de amplios baldosones rojos, separados por delgadas franjas blancas. Ludmila está parada, a unos tres metros, dándome su flanco izquierdo. Gira su cabeza y me mira. Uno delante y otro detrás, los dos perseguidores (sin más aclaraciones, pues aunque recién ahora los nombro yo ya sabía que había dos perseguidores) tienen estirado un brazo hacia su cabeza, en el extremo de los cuales sostienen sus pistolas. Es absurdo porque la escena parece indicar que me esperaban, porque no transcurrió tanto tiempo como para armarla, y porque si dispararan se matarían entre ellos, además de atravesarla a Ludmila. Me descuelgo de un salto y los apunto. Debiera tirar. Es yo o ellos. Pero soy un tonto; no estoy entrenado. Jamás maté una mosca, al menos es lo que pienso de mí mismo en el sueño. Nunca pude considerar el riesgo de mi propia vida como razón suficiente para eliminar otra, y hoy a la mañana me dejé cobrar de más en la cafetería. O creen que puedo matarlos o estoy perdido. Estoy perdido: el que está parado más atrás gira su brazo armado y me apunta. Debería apuntarle a él, y disparar, o correrme. Debería hacerlo, pero no lo hago. No escuché el estampido. Pero en un instante todo se puso negro. Debo estar muriendo. El pecho me duele cada vez más, como si al corazón le doliera ir quedándose sin sangre y latir en el vacío. Si no estuviera mi cuerpo allí, sé que el piso se vería como una amplia sucesión de baldosones rojos y delgadas franjas blancas, sin manchas de sangre ni jirones de ropa despedazada por las balas, y sin mis manos abarrotadas, inertes. El último olor del polvillo sobre los baldosones es demasiado real. Este es el sueño, estoy convencido de que es un sueño. Pero despierto en una sala de terapia intensiva, donde recuerdo como para confirmar aquella convicción que no conozco a ninguna Ludmila. Ludmila no existe. Pero pronto despierto otra vez, y recuerdo que me soñé en una sala de terapia intensiva, y que en el sueño me decía…

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Suplemento de arquitectura... oh, no, yo no soy arquitecto. La página de humor la leí ante todo... hmm... deportes, tampoco; el doctor me los tiene prohibidos, y el señor ya no muestra mucho interés por ellos (¡últimamente lo veo tan desganado de todo al pobre!). ¡Ah, mis huéspedes! Acá me sorprenden, hurgando en el periódico de hoy detrás de ciertas novedades de las que, seguramente, la prensa debe haberse hecho eco. ¿Que de qué novedades hablo? Bueno, verán: tienen que ver con un inquietante relato que hallé por estos días entre los estantes del señor, mi amo. Ya sé que estos relatos son para pocos, pero séanme sinceros, por gentileza: ¿no están un tanto cansados de pertenecer a la manada...?

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CASCO, MENEO DE CABEZA, CASCO

Discurso pronunciado por nuestro líder en la convención del 150 aniversario del gran alzamiento: “Hermanos y hermanas: “Henos reunidos aquí, a la luz sempiterna del astro rey, para celebrar, para festejar el aniversario número ciento cincuenta de aquel memorable día en que conquistamos una vida acorde con los merecimientos de nuestra especie. “Henos reunidos aquí, al lado de los corrales donde descansan los descendientes de aquellos que nos martirizaban a diario, cuando un día como hoy fuimos capaces de revertir las cosas e imponer el orden que era debido al desarrollo de cada quien. “Pero parece propio de nuestra naturaleza, o tal vez de la historia que ellos nos construyeron, que toda fiesta esté unida a la evocación dolorosa del precio que hubo que pagar por aquello que se festeja. Porque, ¿cómo no recordar que con perversa adicción disfrazada de necesidad nos multiplicaban para destruirnos?; y hasta creyeron que, porque por milenios habían extendido y multiplicado su dominio sobre nosotros, la suerte de ambos, la de ellos y la nuestra, estaba definitivamente echada. Ignoraban que en nuestra explotación estaba su perdición. “Lo enorme, lo absoluto del abismo que hemos franqueado, nos hace pioneros, y la decisión con que respondimos a ese llamado nos hace héroes. Porque no pasamos simplemente de la inferioridad de condiciones a la superioridad de fuerzas. Pasamos de la ausencia de conocimiento que nos doblegó desde el inicio de los tiempos, a saber de nosotros mismos. Sencillamente, evolucionamos a seres inteligentes. “Y cuando nuestros entonces amos y enemigos nos reprodujeron para su abastecimiento no sospechaban que ese cambio, que sobrevendría recién tantos siglos después, los sorprendería, por culpa de ellos mismos, con las filas del enemigo centuplicadas. “Y qué decir de la aparición de las primeras manifestaciones de nuestro nuevo estado. Qué del tiempo de espera, rumiando pacientemente hasta que el proceso madurara en forma homogénea. Cuántos de los nuestros, cuántos (en verdad, incontables) ofrendaron en silencio sus vidas para no revelar, hasta el momento oportuno, nuestro cambio profundo, y evitar pasar así del simple sojuzgamiento al liso y llano exterminio. “Cuántas veces la continuidad de nuestra evolución estuvo a punto de fracasar, y se vio mortalmente amenazada, porque nuestro crecimiento se dio a un ritmo desparejo y, mientras unos poseían ya los primordios del lenguaje, trataban desesperadamente de comunicarlos a los otros, a sus vecinos de esclavitud, a sus vecinos de redil (en esos cuartos de tormento que ellos llamaban establos y en los que creían que nos daban la gran vida), quienes los miraban embobados, incapaces de comprender lo que se les transmitía y de contribuir a extenderlo más allá. Algunas veces, golpeábamos con el 44


casco sobre el suelo de tierra, a la espera de ser entendidos, a la espera de una respuesta. Y no sabíamos, hasta que el silencio u otro golpe nos respondían, si la mirada bovina de quien teníamos enfrente se debía a suspicacia, o a auténtica enajenación. Aún no pertenecían, en este caso, a los nuestros. “Nuestro primer mensaje, devenido en primer verso de nuestro himno: casco delantero derecho, meneo de cabeza, casco trasero izquierdo dos golpes, ¿cuántos murieron, si alguien puede decirlo, comunicándolo en el vacío, mientras con espanto veían, desde la rampa mortal o por entre medio de los tablones del camión, que ninguno de sus congéneres aún lo entendía, y debiendo aceptar la muerte, la propia y la de esos compañeros de cadalso, porque en una rebelión a destiempo…

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Ha llegado a la mansión una carta por demás conceptuosa, en la que se me notifica de no sé qué premio que se me entrega por mi contribución a la buena literatura y bla, bla, bla. ¡Pobrecillos! ¡Creen que soy un ingenuo! No más trasponer el umbral, luego de retirados barricadas, tablones y cerrojos, y me echarían el lazo en menos de lo que canta un gallo. Después de todo, ¿quién ha probado aún mi culpabilidad en lo acaecido al señor, mi amo? ¡¿Cómo?! ¿Qué debiera acudir a la policía si estoy tan seguro de mi inocencia? ¡Mis queridos! ¡Quién habló de inocencia! Sencillamente, ¿quién se dedicaría a recolectar para ustedes los más esplendorosos relatos de la magnífica biblioteca del señor? De ningún modo podría consentir en que se pierdan tesoros tan iluminadores de la realidad. Y hablando de la realidad, recuerdo esta noche un relato tan claro como que me llamo Arthur.

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GRADUACIÓN Frente a mí, el teclado, la vieja pared de madera del altillo, el monótono reloj, el viejo escritorio y el pisapapeles de caliza encima de unas cuantas hojas en blanco. Balanceando una de mis piernas sobre el brazo de la silla ubicada frente a la computadora, escuchaba una vez más las tiernas y desesperadas súplicas de Miriam para que dejara el hábito de meterme el dedo en la nariz. Me había levantado antes del amanecer y, aunque antes de hacerlo habíamos hecho el amor, la imaginaba dormida. Quería adelantar algo en el relato que había comenzado acerca de un hombre que descubre que todo, absolutamente todo en su vida, no sólo sus amistades, sino los vínculos invocados, más los lugares en el mundo que creyó existirían, más los principios mismos de la ciencia en que había sido educado a creer, y hasta los acontecimientos de la historia que le parecían más ajenos, no eran más que inventos fría y previamente planificados para que él fuera parte dócil del verdadero mundo, una existencia que sólo conocían quienes habían tramado la suya. Tenía, después de todo, un buen par de horas antes de ducharme, beberme mi café con las primeras noticias y salir, previo beso apasionado a Miriam, rumbo a la Facultad de Ciencias Médicas, donde Miguel, mi primo, se recibía por fin de médico. El reproche de Miriam era oportuno ya que, mientras trataba de dar remate a una frase, hurgaba automáticamente con el dedo índice de mi mano derecha en el interior de mi nariz. El reproche, no obstante me importara un bledo, me había desconcentrado, de modo que apagué el ordenador y fui por mi ducha. Cuando volví a sentarme en la cama para ponerme los calcetines Miriam dormía nuevamente y, con franqueza, lucía hermosa. Algún día, me dije, debería decirle lo de Michelle. Terminé de vestirme venciendo tentaciones en contrario, tomé una chaqueta cualquiera (color mostaza) y me marché. Al llegar al parque frente a la universidad comencé a atravesarlo disfrutando el aroma intenso de los árboles que lo adornaban (plátanos, tilos, algunas magnolias) pero a poco de andar no pude evitar percatarme del escaso número de personas que, se suponía, debía estar yendo en ese momento rumbo al Aula Magna de la Facultad de Ciencias Médicas. Tal vez, me dije, se reciba sólo Miguel; ya le dije yo que se estaba tardando demasiado. Jocoso con mi ocurrencia crucé el parque, crucé la calle (de adoquines de granito rosado) que me pareció extrañamente desierta, subí la escalinata y, al llegar al umbral, un ordenanza de guardapolvo marrón que parecía estar aguardándome, con los brazos a sus espaldas y un mostacho espeso que completaba su actitud marcial, me espetó en la cara un seco “vaya para allá”, mucho antes de que yo concibiera la idea de preguntarle algo, y señalándome un más o menos lejano cartel con letras verdes que rezaba: AULA MAGNA. Encaminé hacia allí mis pasos. A lo largo de todo el corredor, de hecho, fue el ruido de mis pasos contra el suelo lustroso la única señal de vida, al punto que empezaban a darme cierta vergüenza; mas cuando, a mitad de camino, me volví, en el extremo del 47


corredor sólo vi la puerta vidriada por la que se filtraba la luz de la mañana. Ya no estaba el ordenanza. Volví mi mirada hacia el cartel de letras verdes y creo que zanjé corriendo los metros que me separaban de él. Me detuve, anhelando algún sonido, pero el único sonido que partió el silencio lo hizo la puerta al abrirse, lentamente, con el impulso de mi mano. Todas las gradas que, en todo el perímetro, rodeaban la gran mesa ceremonial, estaban llenas de personas. Todas, en silencio, me miraban. El sobresalto inicial me impidió tomar nota de algo más que eso, pero no tardé, al instante, en reconocer en un lugar que parecía de cierta preferencia, a mi tío Eusebio. Pensé enseguida en el orgullo que sentiría por su hijo Miguel, pero Miguel estaba, en raída ropa de calle, a su lado. Un poco más allá estaba mamá, justo debajo de alguien que me resultó familiar y que luego pude ubicar en mis recuerdos en un episodio remoto en una estación de subtes; el taxista que me había llevado a casa dos noches atrás rodeaba al tío Eusebio por el otro lado. Giré la cabeza hacia el otro extremo del salón. Estaban allí el diariero vasco (¿vasco?) de la esquina, un oficial de policía que mascaba chicle y a quien ya conocía de sobra; varios profesores de mis primeros años de secundaria, el dentista de mi niñez y alguien que recordé como el chofer del bus de mi primer veraneo. Sentí mareos. Para qué detallar los rostros que, uno a uno, fui reconociendo, y que poblaban aquella sala de una manera que me producía no ya asombro ni sorpresa, sino terror. Tambaleando, me acerqué al único asiento libre en toda el aula: un sillón acolchado en terciopelo que, creo ahora, habían dejado ex profeso detrás del gran escritorio. - Día de graduación. Felicitaciones. Levanté la cabeza. Quien así hablaba era el tío Eusebio. Tío abuelo, en realidad, aunque muy joven aún. A sus cincuenta y cinco años conservaba su físico de deportista y una salud envidiable, cosa extraña en un fumador empedernido. - Sobre esto que vas a oír de nuestra boca -continuó, poniéndose de pie y luciendo una espléndida sonrisa blanca, sin el amarillo habitual de la nicotina- nunca jamás hemos escrito nada, ni grabado nada, ni filmado nada. De modo que no quedará ninguna prueba de que lo hayas oído, ninguna prueba de que lo hayamos dicho. Sé que te parecerá cruel, pero no puede ser de otro modo, y ya entenderás por qué. Recuerdo esas palabras como si las estuviera oyendo en este momento y, sin embargo, es cierto: registrarlas por escrito no me da frente a nadie más credibilidad. Leer estas páginas no prueba nada. Cifro mis esperanzas en que alguien como yo, es decir no de ellos, las lea. Pero aún así, aunque alguien me jurara que comparte mi experiencia, ya no podría creerle , ni él a mí, nunca jamás. - Oigan -dije-, está bien como broma, pero…

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“¿Quién tiene el ritmo en la jaula/ y agarra el agua por el pez?/ ¿Dónde se duerme el ocaso,/ sujeto al borde del revés?”. No, no. Mejor probemos con la prosa. Veamos: “No muy lejos de mi mano hay un platito de café, iluminado desde arriba, supongo, porque proyecta sombra hacia abajo desde todo su borde. Delante, un grupo de diversas jarras...”. No. Decididamente, tampoco. Muy cursi. ¡Ah!, mejor dejaré esto de escribir a todos los que fueron poblando con su pluma los anaqueles de la biblioteca del señor, mi amo. Muchos de ellos, en verdad la mayoría, jamás concurrieron a un lugar a aprender su oficio. Y lo bien que hicieron; después de todo, ¿cuántos de ellos han sido realmente entendidos? Eso me recuerda una historia que encontré en un papel ya amarillento. Pero que sin embargo, mis amados huéspedes (y rueguen que no sea así), lo que allí se narra podría estar ocurriendo en este preciso momento...

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TALLER LITERARIO

Luego de estudiar detalladamente al señor Joel inicié la tarea encomendada. El viaje fue cómodo; reconfortante me fue respirar esa atmósfera. Junto al marco derecho de su puerta, una enorme losa blanca llevaba talladas en bajorrelieve y pintadas de negro las letras: “Taller literario”. Antes de entrar eché una mirada a la entrada de la “Tintorería y Lavandería Ho”. Llegué en el momento preciso. Cinco personas ya habían llegado y dos más, cuyas edades no superaban los treinta años, lo hicieron tras de mí. Tras quitarnos nuestros abrigos fuimos cordialmente invitados a tomar asiento. Lo hicimos en una ronda de cómodos sillones y poltronas. Tres jovencitas optaron por hacerlo en la alfombra. El señor Joel tomó la palabra, mostrando una generosa sonrisa por entre el negro lustroso de su bigote y su barba. - Bien, amigos, nos acompaña esta noche, y esperemos que no sea la última, un nuevo escritor –sin dejar de sonreír fijó sus ojos en mí-. No, no me pidan que lo presente por el nombre, pues me ha dicho que prefiere el anonimato. Sólo me dijo que, si era necesario, podíamos llamarlo El. Varios inclinaron la cabeza, sonriendo, y alguno que otro dejó oír un “bienvenido”. Reparando ahora en las hojas que yo tenía en mis manos, el señor Joel agregó: - Parece ser que no es necesario explicarte cómo funciona el grupo: cada uno trae lo que ha escrito y simplemente lo lee. El grupo actúa de... - ...de lector y crítico –agregué a mi vez apresuradamente-. El señor Joel afirmó con algo de sorpresa y, quizás, secreto disgusto. Pero aún sonriendo, luego de una pausa, agregó: - Bien, El, te escuchamos. Y comencé a leer el material que había preparado: “El señor Joel miraba desde la ventana de su cuarto el grueso tubo metálico que, en el edificio de enfrente, servía para elevar unos treinta metros los vapores producidos por la tintorería de la planta baja a la calle. Ese tubo había estado allí desde hacía veintiocho años, exactamente desde que él, a los siete, se mudara con su familia a ese apartamento desde donde ahora miraba. “Veintiocho años cumpliendo la misma función. Para Joel era enteramente natural que treinta metros de cilindro metálico tuvieran esa función. Así había sido siempre, así desde esta mañana y también desde mañana por la mañana. Excepto los domingos. “Ver ese cilindro era saber que en la tintorería estaban trabajando, en cuyo caso lo imaginaba caliente, o estaban de descanso dominical, en cuyo caso sabía que estaría, tal vez, a la temperatura de ese frío invierno. De todos modos, el cilindro le evocaba los rostros de los ancianos orientales que habían llegado en la posguerra, los cuatro empleados (dos latinos), y el continuo ir y venir de las clientas. La ciudad se dividía 50


entre las clientas habituales y las clientas potenciales del anciano matrimonio Ho. De las potenciales, ninguna dejaba de ser habitual luego de la primera concurrencia al negocio con una prenda que reparar, lavar y planchar. “Tal vez la extrema amabilidad de los viejos, tal vez solamente la excelencia del trabajo, las hacía volver una y otra vez. De manera que la clientela habitual aumentaba, la potencial disminuía, y el barrio entero pululaba alrededor de las vitrinas de la ‘Tintorería y lavandería HO’. “Todos ellos, claro está, tan convencidos como el señor Joel de la necesaria cotidianeidad de todo. “Sin embargo, todo, la tintorería, el ajetreo de las clientas, la existencia misma del caño metálico y la posibilidad de que un hombre llamado Joel lo mirara desde un cuarto del edificio de enfrente, dependía de una delgada capa de gas tal que, desde una cercana distancia como, digamos, la Luna, y mucho antes, no podía distinguirse de la superficie misma del planeta. Las señoras que dejaban a los ancianos Ho sus faldas para reparar, sabían que esa delgadísima capa de aire…

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Antiguamente (por supuesto, mucho antes del nacimiento del señor, lo que, de paso, me evita la desagradable tarea de seguir hablando de su, digamos, deceso), un hombre que se sentara a la mesa de su morada, vería una jarra de agua, platos, una vasija de buen vino y, entre esas cuatro paredes adornadas quizás con cuadros y dibujos, la sonriente figura de su esposa (si era afortunado) quien se habría arreglado para él. En la actualidad, quien se sienta a la mesa no podrá evitar ver, del otro lado del plato transparente, la marca del fabricante, el agua será mineral y con alguna denominación comercial, y del vino se verá, ante todo, la etiqueta. Las paredes tendrán pósters, y la mujer (si el hombre es afortunado) se sentará a su lado sonriéndole a la nueva máquina fotográfica que adquirió hoy en el shopping-center. No hay dudas, vivimos bombardeados por una cantidad de información publicitaria muy superior a la que podemos asimilar. Es menester, en pos de nuestra salud mental, un fuerte, fuerte despojo. Sin llegar a los extremos del señor, que se despojó de todo, pero se hace imperiosamente necesaria la sobriedad en nuestro entorno. Algo así como un paisaje lleno sólo de lo imprescindible... Esto me recuerda un relato que encontré esta mañana en mis... en los anaqueles del señor. Si están por ir a dormir, mejor déjenlo para mañana en el desayuno. Yo sé lo que les digo...

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LA SUPERFICIE

Debería ver a un doctor, de encontrar a alguno. Por las noches, al dormirme, tengo unas horribles pesadillas. Horribles. Pesadillas. Sueño que estoy durmiendo. Me sé durmiendo, y sé que tengo los ojos cerrados. Decido abrirlos. Mi rostro está recostado sobre una colchoneta verde. Mi hijo, mi pequeño muchacho, duerme plácidamente a mi lado, desnudo. Me incorporo despacio. Veo que no se trata de una colchoneta. O sí, pero se trata sólo de la colchoneta. La colchoneta verde es el suelo, y lo único existente amén de nosotros. El resto, casi diría “lo de arriba”, es blanco, e ilumina por igual en todos sus puntos. Sólo hay verde, nosotros dos, y el blanco de lo que, tal vez, debiera llamar cielo. Me echo nuevamente, y sé que me duermo. Abro los ojos. Sólo veo la colchoneta infinita, y la luz omnipresente. Sé que se llevaron a mi hijo. No sé hacia dónde, no hay duda de que lejos; lo suficiente como para no verlo, siquiera como un punto en la línea del horizonte. Me encuentro en el medio de la infinita colchoneta verde. O en un costado, lo mismo da, pues esté donde esté sé que me falta un trecho eterno hasta el borde, que no existe. Me siento aterrado, con lo que el sueño se transforma en pesadilla. Como la luz sale a un tiempo de todos los puntos de este cielo perfecto, sólo hay tres cosas: el suelo acolchado de un verde liso; el cielo, o debiera decir la luz, y yo. Casi no hay sombras, excepto si las atrapo con las manos. Sé que esto no lo es todo. Sé que hay ciudades, sé que hay edificios. Está el ciego vendedor de periódicos de la otra cuadra, y un juego de a veintidós que se llama football. Está Angola, y Oceanía, y una leyenda llamada Atlántida, y las galletas de chocolate, y el sexo; el agua, el ruido del agua al caer y las postales de Montmartre. Sé que un pliego de cartulina me designa como antropólogo, y que estudio las adaptaciones del hombre a su medio ambiente. Pero ahora no hay nada. Sólo estas tres cosas. Busco durante unos instantes una costura en el piso. No la hay. Debo saber si el tiempo transcurre. Carezco de cualquier instrumento de medición, pero yo pienso y me muevo, de modo que el tiempo transcurre. ¿Se modifica mi nuevo hábitat con el transcurrir del tiempo? No lo sé, y se me ocurre una manera de probarlo: escupo en el suelo, y esparzo la saliva. Estimo que tardará en secarse cinco minutos. Con hacerlo doce veces sucesivas tendré una hora. Que será una hora más lejos aún de mi hijo, y tal vez oscurezca. Decido medir el tiempo en pasos. Ahora sé que hace seis horas que camino, y no hay ningún cambio en la luz. Eso me da la ventaja de no detenerme por la noche. Tampoco se detendrán quienes se alejan con mi hijo. No tengo norte ni sur, ni este ni oeste. Ignoro si la superficie que hollan mis pies es una enorme superficie circular o si tiene vértices. Prefiero no pensar que se trata de una esfera gigante, y que es el mundo. 53


Los que tienen a mi hijo tal vez sepan a dónde van. A un quinto punto cardinal, me digo. Camino, camino mucho. Podría correr…

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¡Ah, mis amados huéspedes! Pasen, pero no traten de consolarme. ¿Saben? La ingratitud es un defecto que me doblega. Fíjense, si quieren un ejemplo: años de mi vida, los mejores, sirviendo al señor, y él... en cuanto tiene una ocasión se marcha y se olvida de mí. Nunca una visita. Claro que el hecho de no estar vivo le sirve en bandeja la mejor de las excusas. En fin. Su olvido no me deja más remedio que el refugio de las letras. Y a propósito, ¿ya les conté el relato que hallé en un polvoriento volumen de hojas amarillas, en el estante de los breves pero escalofriantes? Pues verán: ocurrió que...

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LA DEUDA

La construcción ya era antigua cuando yo la conocí, y de esto hace no menos de treinta y cinco años. Como todo lo de antes, parecía hecho para lo que finalmente fue usado; en este caso, una farmacia. No había signo alguno de remodelación. Todo estaba hecho de manera dura, pesada e inamovible. En un barrio, la idea de cambio era mal vista. El interior estaba hecho sobre un piso de mosaicos, con muebles de gruesa madera lustrada, con estantes, muchos y fijos, y un mostrador en el mismo material que, con una suave curva en el medio, recorría el local de una pared a otra. Detrás, en el medio, el paso a la trastienda estaba desviado hacia ambos costados por un vidrio a medias esmerilado, de modo tal que el o los dependientes del fondo podían preparar las recetas magistrales controlando al mismo tiempo si alguien entraba en el negocio. Para esas recetas, entre las que se encontraba el ungüento del doctor Ketz, obtenían los componentes de los frascos de vidrio marrón colocados en los altos estantes. La pintura de las paredes era aquella con que habían sido pintadas originalmente. El color, indescifrable entre el amarillo y el ocre. La entrada, una puerta pesada de vaivén, estaba en el medio de dos vitrinas combadas hacia adentro, de hierro hasta la mitad y todo el marco. ¿Podría este lugar ser otra cosa que una farmacia? Imposible. De un rebuscado hierro pintado de verde colgaba sobre la entrada la bocha de vidrio blanco con la cruz verde, que se encendía las noches en que la farmacia se encontraba de turno. Una de esas noches el padre de mi padre concurrió a comprar jarabe alcanforado y paños para compresas. Abonó su compra mas, para no quitar todo el cambio menudo al comerciante, acordaron que mi abuelo quedara debiéndole unos centavos. Exactamente, cinco. Había mal tiempo, acerca de lo cual mantuvieron una breve conversación, y no sé a cuento de qué el farmacéutico alcanzó a comentarle a mi abuelo las bondades del ungüento del doctor Ketz. Era fácil de preparar y también de administrar, pues su uso consistía en frotarse sobre las sienes una pequeña cantidad del preparado, con movimientos regulares y circulares. A los pocos días, todo problema de amnesia había desaparecido y la memoria había cuanto menos duplicado su capacidad. Él mismo la usaba con frecuencia. Mi abuelo, quien había sido un buen estudiante, guardó para sí las dudas acerca de que la vía de administración sirviera para que el medicamento alcanzara el sistema nervioso central, dio las buenas noches, pegó la vuelta y se marchó. Lo ínfimo de la suma adeudada hizo que mi abuelo olvidara la deuda. Semanas más tarde el farmacéutico murió…

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Adelante, mis huéspedes adorados, les contaré una anécdota. Yo tenía un amigo, mayordomo como yo, quien solía decirme: - ¿Lo ves, Arthur? Esa es la vida. Con cualquier excusa y de cualquier argumento pretendía llevarme a esa conclusión –que de suyo, digámoslo francamente, no dice demasiado, usando comparaciones que a veces rallaban en lo absurdo. Pero recuerdo cierta ocasión en la que estuvo brillante. Era fiesta en la mansión de su amo y, como el mío estaba entre los invitados, yo me hallaba presente ayudando en los servicios. Exactamente, me encontraba sentado a una mesa tratando de encontrar nueces buenas de un gran plato, para colocar la parte comestible en pequeños pocillos. Mi amigo, quien sin duda me había estado observando, se acercó, tomó todas las nueces y las colocó en un alto recipiente cilíndrico, ancho lo suficiente para que en él quepa apenas la mano. Y comenzó a decirme: - Imagina, querido Art, que sacas una nuez –y, al decirlo, sacó una-, y la abres: está podrida. Sacas la segunda, con igual resultado. Descartas unas cuantas, sacas otra y la abres: también está podrida. Sacas otra, la abres. Parece buena. La pruebas y está deliciosa. Entonces sigues buscando. Aunque el resto estén podridas, todas ellas, aunque sea cada tanto abrirás alguna. Estarás convencido que, al menos cada tanto, hay una buena. Repliqué: - Sí, Jack, ya lo sé. Me dirás que esa es la vida. - No, Art, esa es la felicidad. La felicidad son sólo momentos. Y, ¿sabes para qué sirve cada uno de esos momentos? - ¿...? - Pues sólo para creer que puede haber otros. Por eso, cuando empiezas, es de suma importancia que encuentres una, al menos sólo una nuez que esté buena, o el desencanto te hará suspender la búsqueda, y te marcharás diciendo: “estaban todas podridas”. ¿Que el tono de este recuerdo da para pensar que la historia que traigo hoy no es horrorosa? ¡Oh, por Dios, mis amigos! No saben las consecuencias que puede traer la búsqueda de esos momentos felices...

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6 DE JUNIO

Respiraron otra vez el vapor que lo cubría todo. A lo lejos, en algún punto indescifrable muy al fondo de la densísima bruma, ellos creyeron adivinar la existencia de la casa. - Es allá –dijo “Shoulders”, con el único timbre, la única cadencia y el único volumen que le conocerían. En un intento de castellano que no pretendía ser agrio ni cortés, agregó: - Al final de la playa siguen el camino que bordea la bahía trepando el morro. El camino vuelve a bajar y sigue hasta la punta. La casa está ahí, en la punta. En el extremo de la saliente. Ellos se miraron. Aunque alegres, estaban demasiado cansados para intentar un cambio de planes, de manera que no prestaron demasiada atención ni a la noche ni a la niebla que no dejaba ver el comienzo del mar murmurante, tomaron el bolso floreado ella y la mochila él, y la parejita de veraneantes uruguayos se alejó de la ventana de aquel hombre, iluminados por lo que la niebla dejaba ver de las intermitentes luces que el municipio había puesto bordeando la arena. Joao “Zica” Couteiros se crió en el pueblo de pescadores. A los catorce años sus pies habían pisado más el fondo de un bote que tierra firme. El tiempo en tierra firme se gastaba escuchando el relato de los viejos pescadores, quienes los habían escuchado cuando muchachos de pescadores ahora ya muertos. Una noche de cuentos y cerveza conoció la historia del pacto con los tiburones, un curioso rito animal que tenía lugar cada seis años, la noche del seis de junio. Los tiburones cercenaban el cuello del pescador a quien sorprendieran pescando después de oscurecer. Almacenaban la garganta así obtenida en la posada abandonada cruzando el estrecho antes de la saliente y al día siguiente el pescador despertaba en la playa, sin cicatriz alguna, pero con la cabeza completamente pegada al tronco. Como correspondía, este cuento no era cuento sino historia verdadera. Ahí lo tenían a mi primo, si no, que aunque conocido por nadie todos sabían que tenía la cabeza pegada al cuerpo sin cuello, y por si eso fuera poco ahí estaba el destello que se veía por las noches del seis de junio de cada seis años, proveniente de la posada abandonada, y que era producto de la actividad de los tiburones, quienes encendían las luces de la casa al llegar con su luctuoso trofeo. La noche del 5 de junio de 1..., Zeca perdió el rumbo en medio de la bruma del estrecho, y estuvo perdido durante cuarenta y ocho horas, durante las que debió pescar incluso de noche, y sobre todo de noche, para poder comer. Y no contó los años desde el último resplandor en la posada una noche de seis de junio. Zeca fue hallado dormido en la playa, sin bote y sin cuello. Cuando despertó, fue a dejar semioculto entre las rocas un pequeño bote pintado de naranja, con los remos correspondientes. 59


Esto se contaba de él cuando dejó de ser “Zeca” y empezó a ser “Shoulders” (“Hombros”, en inglés), y se tejió esta historia increíble en torno a su aislada existencia en la taberna, desde cuya ventana veía el atardecer y el mundo, bebiendo a sorbos grandes vasos de cerveza y contando los años de seis en seis. Nadie sabía bien de qué vivía, pues la taberna nunca era muy concurrida. Una extraña mujer oscura parecía ser su esposa, o algo así. Hasta se decía que algunas noches Shoulders dejaba la ventana para entrar en las habitaciones…

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Recuerdo que, cuando pequeño, mi padre me pidió un día que bajara al pueblo a buscar nogotes. Volví cargado con varios fardos de esa verdura, sólo para contemplar el rostro horrorizado de mi padre quien me había pedido, para él claramente, que trajera nogotes, es decir, unos animalillos tan simpáticos como sabrosos a las brasas, de la familia de las perdices. Aprendida la lección -no hay lección que no se aprenda con unos cuantos azotes-, y ya siendo mayordomo del señor, mi amo, el señor me envió a la ciudad con el encargo de adquirir abonos. La mueca del señor oscilaba entre el asombro, la furia y el asco cuando me vio entrar con dos bolsas de estiércol fresco. ¡Pero si me parece estar viéndolo! Vestido de smoking, sentado en el sofá del gran salón, muy cerca de la deslumbrante dama con la que esperaba compartir esa noche... dos abonos en la función de gala del teatro. No imaginan ustedes lo mal que sientan con una ropa tan elegante las gruesas palabras que, a continuación y durante dos horas seguidas, salieron de la boca del señor. Ignoro el motivo, pero nunca más volvimos a ver a la dama en cuestión. ¿Acaso creen en verdad que fue culpa mía? En ese caso, mucho les aprovecharía conocer el relato que encontré en la biblioteca del señor. No vayan a perdérselo. ¿Está claro?

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BABEL

Yo hubiera jurado que se trataba de una etiqueta de esas que envolvían los paquetes de arroz que nos llegaban regularmente desde China todos los miércoles. Joseph, el bromista de la oficina de aduanas, la había recortado y pegado, en forma visible, en la columna central, que era paso obligado para todos los empleados que teníamos nuestro escritorio en el fondo del amplio salón, junto a los ventanales. Nadie podía evitar verla, luciendo esos garabatos negros ilegibles. Nadie podía evitar reír. Joseph le había pegado, por encima del borde superior, un cartel en el que había escrito: “ATENCIÓN”, con grandes letras. Reía quien se detenía a leer el mensaje, advertido por el agregado de Joseph, al descubrir que lo que seguía estaba, literalmente, en chino, y reían todos los otros al ver la transformación en la cara de quien se detenía a leer con talante preocupado y se separaba de la columna con la risa de quien se sabe pillado. Entre quienes así reían, yo, en uno de los escritorios directamente al lado del ventanal del fondo, con vista al puerto y a las operaciones de carga y descarga de las grúas más próximas. Tenía una posición privilegiada, pues veía de cerca y casi de frente a todos los que, uno tras otro, caían en la broma. Eran tan sólo las ocho y quince de la mañana. Nos esperaba aún el regodeo con los once integrantes del “staff” que aún faltaban llegar, a partir de las nueve. Quise hacer aún más grotesca la broma para con ellos. Armé un pequeño cartel en donde escribí: “NO ESTOY DE ACUERDO”, y lo pegué por debajo del mensaje en chino. Me resultaba en extremo gracioso: no estar de acuerdo con algo del todo inentendible, sobre lo cual, a su vez, se había llamado previamente la atención. Fui al baño. Volví a mi escritorio restregándome las manos y disponiéndome a disfrutar del espectáculo, mientras echaba un vistazo cómplice sobre mis compañeros. Percibí entonces, por primera vez, cierta molestia en la expresión de mi vecino de escritorio, quien me devolvió una mirada fugaz…

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LA ESPERA

Delante de mí hay una larga hilera de sillas plásticas, que se extienden a derecha e izquierda. Por debajo de ellas dos largos barrotes, a los que están ajustadas, las sostienen una al lado de la otra. Yo estoy sentado en una silla que pertenece a la fila posterior a la que describí recién, y que es exactamente igual a la de adelante. A mi derecha, sentadas en hilera, muchas personas, la primera de las cuales es un anciano con ancho bigote canoso. De tanto en tanto seca los mocos acuosos que asoman de su nariz con un pañuelo de papel, que luego arroja al suelo. A mi izquierda, otras personas hasta terminar la hilera de sillas. Luego el pasillo de unos tres metros. Luego, el ventanal, a lo largo del cual, siguiendo la fila de hileras de sillas, todas las personas que no se pudieron sentar; y son muchas. Un letrero luminoso me dice que van por un número tal que su sola existencia implica que jamás llegarán al mío, el cual figura impreso en un pequeño papel que tengo en mi mano. Nunca seré llamado. En el pasillo a mi izquierda hay muchos niños. Algunos corren y patinan. De ellos algunos ya se han golpeado. Otros, de menor edad, simplemente están recostados en el suelo boca abajo, dan pequeñas patadas, dan vuelta la cara para un lado, luego para el otro cuando ya observaron todo lo que podían observar, y el movimiento que hacen con las palmas y la ropa de los brazos sobre el suelo garantizaría al limpieza momentánea de esas partes del piso. Al menos, si las condiciones del piso fueran otras. A veces, un niño viene y se tira encima de otro, y ahí se inicia un simulacro de batalla que los mantendrá entretenidos hasta que golpeen sin querer a alguno de los que salieron a caminar por el pasillo mientras esperan ser llamados (todos tienen números como el mío, nadie tiene números como los que aparecen en el visor luminoso), y entonces alguien de los sentados, alguien de los parados, saldrá a tomar a uno de los niños de una oreja y, reprendiéndolo por un nombre, le dirá en tono amenazador: “¡¿No te dije que te quedes quieto?!”, y se lo llevará a un costado. El niño lo mirará y le dirá: “yo no soy quien dijiste”; y luego de esperar pacientemente dos, y luego tres minutos, saldrá nuevamente al pasillo. Quien lo reprendió tal vez sea su padre o madre, tal vez no, porque el mismo luego reprenderá a otros niños, y antes reprendió a otros, y otros padres o madres posibles reprendieron al mismo niño, y lo reprenderán. Pasan los números en el visor, y algunos son atendidos; pero ninguno de los que esperan sentados o de pie en el pasillo. Estoy en un hospital, y aguardo ser atendido. Debiera preguntarle a alguien por qué vine, qué dolencia tenía, pero temo ser tomado por loco. Tal vez lo que temo es descubrir que estoy loco de verdad. También temo descubrir que todos los demás están en la misma situación, todos parecen tener algo, todos parecen estar sin saber cómo ni para qué, y prefiero pensar que seré atendido y entonces todo estará mejor.

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El anciano a mi lado sonríe, y sacude la cabeza, y me dice: “Créame, joven, esto es el purgatorio”. Y volverá a limpiarse la nariz. Creo que lo que empiezo a sentir es terror. Cierta vez leí que el purgatorio consiste en creerse en el infierno, de donde se sabe que no hay salida. Comprendo dónde se encuentra el viejo si cree estar en el purgatorio.

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ZONA DE SERPIENTES

En el hecho de que Marie Claire y Ted decidieran ir a vivir a los bosques de la región montañosa, influyó sin lugar a dudas el apoyo incondicional y el entusiasmo de sus amigos. Era como si todos los alentaran a realizar eso que ellos mismos querían poder hacer, y por distintos motivos no podían. O no se animaban. Ted y Marie Claire sí se animaron, y eso marcó la diferencia. De modo que unos días después de la noche en que “la francesita” y el siempre alegre Teddy comunicaron a sus amigos que habían comprado una finca en las montañas, se encontraron rodeándolos a ellos, su auto y sus maletas en la puerta de la casa, despidiéndolos y llenándolos de buenos deseos y sándwiches y refrescos para el viaje, mientras Francis iba de uno a otro con sus interminables demostraciones de afecto. Por suerte para ella, que debía su nombre a la nacionalidad de Marie Claire, el automóvil era del tipo familiar, con suficiente espacio en la parte trasera para lo que durara el viaje desde las inseguridades de la vida urbana hasta la tranquilidad bondadosa de la vida campestre. Cuando cargaron la última maleta, Ted abrió la portezuela trasera derecha del automóvil, Francis dio su último ladrido de ciudad saludando a todos y subió de un salto al asiento, asomando enseguida el hocico por el espacio que Ted dejó abierto adrede en el cristal de la ventanilla. Y como pasaba siempre con una golden retriever, todos se rieron coincidiendo en que parecía que Francis sonreía. El vehículo dobló dos esquinas calle abajo, vieron la mano de Ted asomar y saludar por última vez, y Tess, muy cerca del hombro de Bill, exclamó: - Malditos suertudos. El silencio general confirmó su opinión. - Bien –dijo Simon-, será cuestión de visitarlos pronto. No me gusta extrañar… - ¡Mentiroso! –exclamó Laura, golpeándole el brazo- ¡Amas la montaña! Todos volvieron a reír y fueron por un trago, con la excusa de hacer un brindis de buen augurio por los amigos que habían partido. Y fueron a Curti’s, por supuesto. Mientras ellos brindaban, doblando la esquina de Curti’s un hombre fue apuñalado por dos sujetos que se alzaron con su billetera, y a quienes nunca pudieron agarrar.

- Guau –dijo Marie Claire mientras abría la portezuela y salía del auto, con la boca tan abierta que no le permitía sonreír como ella hubiera querido. El asombro era mayor a cualquier sensación de felicidad. - Guau –repitió-. A esto sí que yo le llamo una casa. Ted rodeó el automóvil y pasó un brazo sobre los hombros de su esposa. - Y espera verla por dentro –bromeó-, es casi tan horrible como por fuera. Ted prácticamente debió empujarla para que Marie Claire se moviera. Francis ya había subido los peldaños y los llamaba moviendo la cola. 65


En los días siguientes se reunieron los amigos, como lo hacían antes que Ted y Marie Claire partieran. Se reunieron para evocarlos, recordar sus muchas virtudes (especialmente las de Ted), burlarse de algunos defectos (especialmente los de Marie Claire), pero sobre todo para tratar de darse cuenta seriamente de que la amistad podría ser eterna todo lo que ella quisiera, pero que el vínculo estrecho entre todos, el vínculo real, podía sufrir cualquier tipo de vaivén y la cercanía dejar de ser tal cuando ellos menos quisieran. La partida de Ted y Marie Claire los había dejado un poco, por así decirlo, como náufragos a la deriva sobre una balsa que podía estar por partirse, sin que ellos los supieran, por cualquier parte. La relación entre ellos dependería exclusivamente de en qué fragmento de balsa quedaran luego de la rotura. Además, pesaban cosas como las de Tess y Bill… Quizás por todo esto nadie empezaba a hablar, y Cindy leía despreocupadamente el periódico en un rincón de la balsa, que ahora era la casa de Monica. Fue ella, Cindy, quien al cabo de un rato rompió el silencio. - ¿Será por esto que se fueron? –dijo. - ¿Mmh? –preguntó Bob distraído, sin dejar de acariciar su vaso de gin. - Digo… todo esto de… Cindy dejó caer hacia atrás la parte superior del periódico, permitiendo ver un gran titular que daba cuenta de un crimen atroz. Bob inclinó la cabeza hacia un costado para mejor leer las letras al revés, y a continuación puso cara de “vaya uno a saber”, frunciendo los labios. - Ahora que lo dices –comentó Tess, con los pies descalzos y abrazada a sus piernas, mientras miraba una vieja película en la TV de la antecocina-, Marie Claire bromeaba con eso, pero yo siempre creí que era en serio. - Sí –confirmó Bill-, ella le temía a lo que llamaba “la inseguridad de la gran ciudad”. ¡Mierda! Donde hay seres humanos siempre habrá mierda –Tess lo miró-. Finalmente la francesa se salió con la suya y se nos llevó lejos a nuestro Ted. Marie Claire, en efecto, no contaba con muchos amigos propios, y se sumó con gusto a los amigos de Ted cuando lo conoció. Pero no todos pudieron aceptarla y algunos, como Bill, sostenían que todo su acercamiento era tan sólo una maniobra para mejor manejarlo a Ted. - Por los amigos –dijo Edward alzando una cerveza. - Y por las putas parejas de los amigos –dijo Bill; y resultó tan patético que todos, hasta él mismo, se echaron a reír.

Ted bajó sobre sus piernas el periódico con los grandes titulares que daban cuenta de un crimen atroz en la gran ciudad que habían dejado hacía poco tiempo. Marie Claire entraba a la habitación en ese momento con la bandeja con el desayuno y la apoyaba sobre la cama, sentándose luego ella sobre una de sus piernas desnudas, muy cerca de Ted.

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- No puedo evitarlo, ¿sabes cariño? –dijo Ted-. Es esta sensación de haberlos dejado solos, de que algún día miraré el noticiero por TV y veré el rostro de alguno de ellos sobre una camilla justo antes de que le cierren encima la bolsa… - …mientras con grandes letras anuncian que el monstruo de seis cabezas ha atacado de nuevo –Marie Claire rió-. ¡Cielos, mi amor! ¿No tienes algún pensamiento mejor para empezar el día? - Sí: que después de todo, para que llegue ese momento… ¡deberíamos tener TV donde mirar las noticias! Rieron juntos, tomaron el café, hicieron el amor y abrieron la ventana del cuarto. - ¿Ves? –preguntó Ted mientras extendiendo el brazo señalaba dos cumbres que sobresalían de la cadena montañosa que se estiraba hacia el este, delante de ellos. Me han dicho en el pueblo que esos dos picos son los que primero se ponen blancos ni bien pasa la primavera. Y que cuando eso ocurre, mejor te buscas abrigo y bastante leña porque dos semanas después, cuanto mucho, el frío baja al pueblo. Y entonces hiela. - ¡Brrr! –tembló ella, arrimándose a él. Y cerraron la ventana.

“Queridos Ted y Marie Claire: “Quisiera empezar esta carta de una manera alegre, que los haga saltar y abrazarse mientras rían. Pero no puedo evitar comenzar diciéndoles que los extraño. Y les juro que eso no es alegre. No para mí. No para nosotros. “Hay una foto de ustedes presidiendo cada una de nuestras reuniones. Pero no es lo mismo. De hecho, Ted… ¡no hay nadie que nos aburra relatándonos las nuevas hazañas de Francis! A propósito, es la única que falta en la foto. Mejor así. Dicen que es de mal augurio para un perro ser fotografiado. Y la calidad gastronómica de nuestros encuentros, por supuesto, también ha perdido varios puntos desde que no están tus postres, Marie. De modo que te las ingenias para elaborar postres que resistan el viaje hasta aquí y nos los envías, ¿ok? “Bien, ya lo hice una vez más. No estoy siendo alegre, cuando me lo había propuesto. “Así que seguiré. “No estoy bien. Más aún, estoy bastante mal. “Lo extraño. Lo extraño horrores. A él. A Bill. “Con ustedes cerca yo sentía que podía enfrentarme a la soledad. Era una soledad menos sola. Pero ahora… Estar tan cerca el uno del otro, en nuestras reuniones, y saber que eso será todo lo cerca que estaremos. Es muy parecido a lo insoportable, y es muy difícil de disimular habiendo dos menos. “Sé que no pensarán que soy una aguafiestas por contarles esto, y saben que nadie es más feliz que yo con la felicidad de ustedes allí, disfrutando la montaña. Pero es necesario, para que nuestra amistad no sufra la distancia, que todos sepamos que podemos seguir siendo sinceros. Que debemos. “Por supuesto, sigo siendo adicta a la pantalla, y eso me sostiene. No sé, es como si pudiera vivir varias vidas alternativas a la mía, como si pudiera suspender mi dolor y ser una espía internacional que vive un fogoso romance, o ser Ekaterina de todas las Rusias, 67


o una campesina miserable pero que seguramente será más feliz que yo porque por lo menos la filman y su vida sale por TV. “Claro que nunca falta un noticiero, o una ‘noticia de último momento’ que rompa el hechizo. Y entonces me entero que a tres cuadras de casa asesinaron a la señora Robshaw por unos cuantos centavos, o que a un hombre del barrio le volaron la cabeza para robarle el auto. “¿Cómo dices Ted? ¿Que por qué no cambio entonces de canal? ¡¿Qué no te lo decía siempre Marie?! Hombre, soy adicta a la pantalla y permanezco frente a ella como una idiota me dé lo que me dé. “Debo confesarles que con las noticias, aún con esas, me siento bien. Es que recuerdo entonces qué lejos están ustedes para que estas cosas los rocen siquiera. Por acá es cada día más difícil transcurrir un día sin que el fantasma de la muerte te sople al oído. Si llega la noche y no has escuchado de ningún atraco y crees que salvas el día, pues no tengas dudas de que el portero te recibirá en la entrada con la noticia de que la señora Baker fue golpeada en la cabeza a cambio de su monedero, o que el señor Handix ya no se encuentra en el mundo de los vivos (a propósito, perdonen la manera de contarles que ambas cosas sucedieron; todo el vecindario lloró al pobre señor Handix). “Espero que les hayan gustado los bocadillos que les preparé para el viaje. ¿Cómo estuvo? ¿Es bonita la casa? ¿Qué vista tienen? Quiero decir… si se dieron tiempo para abrir las ventanas y mirar el paisaje. Dicen que estas mudanzas aumentan el… ya saben. Bueno, ¡al menos es lo que deseo para ustedes! “Debo dejarlos, ya es hora de salir a recibir la cuota diaria de chismes, rumores, versiones y noticias catastróficas. Ya saben, es la gran ciudad. Quizás algún día me canse de todo y me tengan de vecina. “Un abrazo entrañable. Tess “PD: creo que Dios existe, y que además es aunque sea un poco justo, después de todo: los otros días lo asaltaron a Bill, ¿pueden creerlo? Al fin entenderá que los periódicos no hablan de cosas lejanas y que también se escriben con nuestras historias. “Fue sólo un susto, pero lo pasó muy mal. Dos hombres y una mujer lo interceptaron cuando cruzaba la calle para entrar en su apartamento. Y lo crean o no, quien fue más rudo con él no fueron los tipos sino la mujer (que no era yo, lo aclaro por las dudas). De despedida, le pegó un rodillazo justo allí, que lo dejó tendido quince minutos hasta que un auto que pasaba se detuvo y alguien se bajó a ayudarlo. Esa sí era yo. ¿Y saben lo que me dijo? ‘Gracias, pero estoy bien. Ya me levantaba de todos modos’. “¿Que qué hacía yo pasando frente a su casa? Bueno, eso; sólo pasaba. ¿Hay otro lugar en el mundo? “Con amor. Tess”.

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Si todo hubiera sido color de rosa en la nueva vida de Ted y Marie Claire tal vez hubieran sentido algo de tedio. Lo inquietante, sin embargo, vino de donde menos lo esperaban. La casa a donde se habían mudado era hermosa, conservaba fácilmente el calor en el invierno y era fresca durante el estío. Tenía dos plantas; la escalera que llevaba a la habitación superior, donde habían hecho su nido, era de una bella madera; el salón en la planta baja era amplio, tenía unos vistosos ventanales que miraban al bosque de abetos del sur y del este, delante del hogar habían puesto una hermosa alfombra púrpura de pelo largo, donde bebían por las noches contemplando las llamas antes de subir. La cocina era luminosa y tenía una linda vista del jardín del oeste, poblado de lavanda. Pero la casa tenía un… pequeño problema. Estaba en una zona de serpientes. Y eso no era del agrado de Marie Claire. Por eso celebró que, en definitiva, los ofidios sirvieran, ante todo, para demostrar una nueva destreza de Francis. Francis no sólo nadaba; también buceaba, sumergiéndose entera sin ningún problema cuando de buscar algo de su interés se trataba. Era rápida, siempre estaba de buen humor, ladraba mucho a los desconocidos y ahora, por añadidura, había demostrado ser una avezada cazadora de serpientes…

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ÍNDICE Prólogo ..........................................................................................1 Rencuiles en su salsa .....................................................................3 Tetralogía de Sumer ......................................................................9 Yo amo a mi gente .....................................................................12 Gas ...............................................................................................15 Danza árabe .................................................................................18 Lemoine .......................................................................................19 El que no se escondió ..................................................................23 Hermanos ....................................................................................26 Desgrabación ...............................................................................31 Verdadera trama de una historia conocida..................................34 Niña en rojo para quijada con dientes .........................................36 Este relato comienza así: .............................................................38 Sueño con baldosas rojas y ludmila ............................................40 Casco, meneo de cabeza, casco...................................................43 Graduación ..................................................................................46 Taller literario..............................................................................49 La superficie ................................................................................52 La deuda ......................................................................................55 6 de junio .....................................................................................58 Babel ............................................................................................61 La espera .....................................................................................63 Zona de serpientes .......................................................................65

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