El mensajero

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El mensajero

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Cierto amigo mío insistía en la idea de que los sufrimientos, en una historia dada, aumentan a nuestros ojos el valor del héroe, nuestro parecer de que es más fuerte, más digno, más bueno o más no sé qué. Yo opino que los sufrimientos no ayudan, sino que HACEN, a nuestros ojos, al héroe. No importa cuán despedazado y sangrante está el héroe, su dolor físico se nos hace casi envidiable, nos tentamos de decir: “¡qué bien se está siendo héroe!”, como si a uno, cuando sufre en los pequeños heroísmos cotidianos, le pusieran música de fondo y le pidieran autógrafos a la salida. Algo dentro de nosotros establece una solidaridad necesaria entre un latigazo recibido por el bueno de la película y su virtud; aunque nadie tenga idea de lo humillante, de lo inhabilitante que puede ser el hecho de y el dolor producido por un latigazo, presuponemos una entereza exenta de toda debilidad en el héroe que lo recibe. Pero también opino que no cualquier sufrimiento del personaje en cuestión lo hace merecedor del título de héroe, no cualquier dolor en él aumenta en nosotros la estima, la identificación, el deseo de emulación, seamos o no capaces de ello, seamos más fuertes que él o desfallezcamos apenas nos pinchamos un dedo con un alfiler. No cualquier dolor es heroico. Hay sufrimientos heroicos y los hay degradantes. Veamos algunos ejemplos: puede concebirse (casi diríamos “imposible no concebir”) un relato de caballería de un tenor aproximado al siguiente: “Sir Robert Dowell de Riverside, hidalgo aún en la derrota, apretó con su brazo el costado herido y sangrante y, con la visión nublada por la fiebre, arremetió con la espada en alto y un grito terrible en la garganta”. Pero está destinado cuanto mucho al oprobio un relato similar a éste: “Sir Robert Dowell de Riverside, pálido por la deshidratación, se aproximaba tomándose el abdomen con el antebrazo y, con sus deposiciones chorreando por la cabalgadura, incontenibles y malolientes, alzó (como pudo) la espada, con un grito sordo y desahuciado en la garganta”. No. Decididamente la diarrea no es literaria. Es poco elegante, nada sensorial e imposible de asimilar a actos de nobleza y valentía. Más bien, la defecación suele relacionarse con la cobardía, tanto peor cuanto más copiosa. Sin embargo, conozco una historia en que la diarrea, profusa y líquida, es clave para sopesar cabalmente el valor de un hombre. Queda al lector la libertad de otorgarle, o no, el galardón de héroe.

La vida de Almantoc había sido bien simple. Y, hasta cierto grado, deseable. Nacido y criado en el sur, a los diez años entró al servicio del correo del Reino, y a los doce conocía los caminos y los atajos de memoria. Eso, más su juventud, hizo que a los trece tuviera su primera misión a la capital. Debía anunciar al ministro del Faraón que los canales para Khal Halim estarían listos para las lluvias venideras. Cuando Almantoc llegó al palacio, el ministro tomaba un baño en la habitación nordeste, por lo que Almantoc debió aguardar en la antesala circular. Desde la antesala circular se veían las estancias familiares, por una de las

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cuales acertó a pasar Sinfis. Se vieron. Y como si el fenómeno de la vida no bastara, tuvo lugar el hecho imposible del amor. Almantoc no pensó en otra cosa mientras volvía al sur con la venia real para la construcción. Sinfis tampoco mientras preparaba su ajuar para el matrimonio que debía celebrar con un lejano e ignoto militar que luchaba al frente del ejército de los estados del sur, de lo que Almantoc no alcanzó a enterarse. Dos meses después un general volvió a los estados del sur lleno de gloria, hechos de guerra y aterrorizados prisioneros. Almantoc debió volver a la capital con papiros que contenían la siguiente información, y que debía entregar, esta vez, en mano propia del faraón: - la victoria había sido aplastante; - para las próximas crecidas del Gran Río el general marcharía triunfante hacia la capital para recibir los honores imperiales que le eran debidos ; y llevaría de paso la nueva mano de obra disponible. En época de construcciones para la vida de ultratumba era un desperdicio ejecutar prisioneros; - aprovechando las cosechas que siempre eran generosas luego de las crecidas del Gran Río, podrían disponerse sus esponsales para entonces. Es decir en algo menos de un año solar, en forma conjunta, en lo posible, con las festividades en honor de Amón Ra, para propiciar la fecundidad de la nueva unión. Emocionado por los grandes acontecimientos de que debía dar noticia, de los que supo porque el mismo general, en su euforia, se los mencionó, Almantoc recorrió con impaciencia los muchos días que lo separaban de la corte. Además conocería al faraón en persona. Además... tal vez volvería a verla a ella. Cuando finalmente tuvo delante al monarca casi olvidó todas las ceremonias del saludo y sólo recordó permanecer de rodillas mientras el soberano leía, con visible regocijo, las nuevas. Éste, terminado que hubo de leer, mandó llamar a su ministro, el mismo a quien tiempo atrás Almantoc había llevado papiros, y abrazándolo exclamó: - ¡Al fin tendremos fiesta por tu hija, la flor que Amón maduró para nuestro general! El ministro mandó entonces a llamar a su hija. Y Almantoc casi muere al verla entrar, porque a la vez de reconocer en ella a la joven que dos meses atrás le había robado el corazón con sólo verla, entendió que era la mujer de cuyo casamiento hablaban, la futura esposa de aquel militar victorioso y severo que le había enviado con novedades. Volvieron a mirarse. Y Almantoc comprendió, con la timidez de su edad y su condición, que esos ojos lo habían estado esperando a él. La noticia, de tan buena, hacía acreedor al mensajero de reconocimientos especiales. Se le asignó una cámara en palacio para su solaz, mientras se reponía de las fatigas de la marcha. La cámara era vecina a la de Sinfis, no tardaron en descubrirlo. No tardaron en empezar a hablar con una excusa cualquiera, ni en hacerse veladamente, casi sin darse cuenta los dos, una primera cita. No tardaron en hallar una primera noche para estar solos. Los días pasaban. Almantoc debía volver con la respuesta. El paso del tiempo era la única custodia contra sus encuentros furtivos que no podían vencer. Para ese entonces, 3


Almantoc y Sinfis estaban perdidamente enamorados y los dos sabían qué significaba eso. La última madrugada de Almantoc en la capital, en cierto momento, él tomó entre sus manos el rostro de Sinfis, y se sintió increíblemente hombre. Ella lo besó, y ofreció una vez más su cuerpo desnudo al mensajero. No había en juego una lejana noción de honor, ni alguna afrenta al hombre a quien esa mujer había sido prometida. Los dos sabían que la vida del mensajero corría peligro por haberse atrevido a robarle al Sol. El corazón de Sinfis, de sangre real, era irremediablemente de Amón Ra, y de aquel a quien Amón Ra, por boca del faraón, decidiera darlo. Frente a tamaña catástrofe, poco importaba en verdad que los hombres se enteraran o no. Algo del orden de lo trágico se había instalado entre ellos dos. Con un suspiro de esperanza, cuando al fin se incorporaron, ella fue hasta el cesto principal del cuarto, descorrió la cortina y tomó el collar matrimonial, reservado para la pariente del faraón, destinado a ella desde su nacimiento y sin el cual ningún matrimonio real podía ser validado. Se trataba de una auténtica joya. Elegido y conservado por los sacerdotes, Sinfis lo había robado del templo hacía dos noches. Se paró frente a Almantoc y sujetó la joya alrededor de su cuello. De una primorosa cadena labrada colgaban seis rectángulos dorados con dibujos. Sinfis se irguió solemnemente delante del mensajero. La luz de una antorcha dibujaba sus figuras, y entre ambos la única vestimenta era el collar. Un gato a rayas negras y grises sacralizaba la escena contemplándola desde un rincón. Sinfis puso la yema del dedo índice delicadamente sobre los labios de Almantoc, pronunciando la primera frase de un rito eterno: - Que ni Amón ni la Luna te vean. A continuación, apoyando el dedo en cada rectángulo a cada frase, pronunció las seis restantes: - Que tu sombra no sepa lo que oyes. - Que el corcel más manso se encabrite antes que en tu boca se separen los labios. - Que ni el olor de tu cuerpo o la médula de tus huesos compartan el secreto que hoy entra en tu mente. - Que mientras vivas nadie sospeche de su existencia. - Que como si nunca lo hubieras conocido lo lleves a la tumba. Sorbiendo la lágrima que resbalaba sobre su boca pronunció la última frase: - Si tu valor es tal que soportas verte temblar de miedo, vuelve; y nunca nada jamás volverá a separarnos. Ahora lloraban los dos, en silencio. Ella acercó su boca al oído del muchacho y susurró: - Este es el secreto... (Nota: no se conoce el contenido exacto del mensaje tal como fuera pronunciado por Sinfis, debido al mal estado de conservación del original. Pero se sabe que numerosos autores se inspiraron en él. Por ejemplo, fue después de tomar contacto con este relato que San Agustín, en el S.IV d.C., escribió: “Ama y haz lo que quieras”). Por la tarde de aquel día, a lomos de un caballo blanco que debía transportarlo hasta Jasán, Almantoc emprendió el regreso. 4


Miró hacia atrás desde la colina. Un hormiguero humano en movimiento se atareaba dando aristas a unos enormes cubos de piedra, naranjas a la luz del sol que caía. Una fila sin fin de personas casi paralelas al suelo, asuzadas por gritos y latigazos, tironeaban de unas sogas enormes atadas a otros cubos. Las formas perpetuas crecían de a poco. Algo más al sur estaban las últimas tiendas, los últimos animales con dueño. Más allá, los dominios del escarabajo estercolero. Después, el desierto. Pasada la medianoche Almantoc torció un médano que se oponía al gélido viento de la noche, se apeó y, luego de asegurar las riendas a unas estacas que enterró bien, encendió un fuego y se sentó junto a él a llorar. Cuando el cansancio lo venció, tuvo un sueño. Dicen que el relato original trataba de un acontecimiento real, perteneciente a la vigilia, pero que luego se fue transformando en el relato de un sueño para ganar en credibilidad, cambiando incluso los personajes. Trata de una tortuga que pasó a espaldas de Almantoc cuando éste lloraba junto al fuego. Accidentalmente una pata del animal roza sus vestidos y, como la tristeza adormece el sobresalto, Almantoc vira su cabeza con naturalidad para ver de qué se trata. Ve a la tortuga, le sonríe con amistad y le pregunta hacia dónde se dirige. - Voy hasta el mar -contesta el animalito. Almantoc sonríe con amargura. - La distancia y el tiempo te consumirán -le dice mientras la acaricia. - El tiempo es amigo de la distancia para los que se sientan a llorar, pero es amigo también de los que lloran andando. Creyendo ver en el sueño una señal, se levantó en plena noche, ensilló y montó su corcel, y penetró la negrura. - Y haz lo que quieras -se dijo antes de partir. Almantoc no se detuvo ni aún para comer. Sólo refrenaba su cabalgadura para "ir tras el médano": bajaba del caballo y, tras ocultarse con pudor infantil de la mirada del animal, levantaba sus vestidos y cumplía con sus necesidades. Dos jornadas de camino antes de Jasán cruzó la última sombra vegetal. Después lo esperaba la fina y enloquecedora luz sobre la arena. Fue al día siguiente, en medio de esa soledad devastadora, que dio con un hombre de piel apergaminada y oscura, con profundas grietas y una sonrisa que jamás se extinguía, desdentada y que asomaba por entre una barba mal crecida, por debajo de una nariz enorme y de unos ojos blanquecinos. A Almantoc lo alegró el encuentro; aquella mañana había terminado de idear el plan para volver junto a Sinfis y ya no separarse de ella, y se sentía por eso más tranquilo y abierto al mundo; hasta creyó que podría hablar con alguien. Y como de hecho había estado pensando, profunda pero casi distraídamente, sobre el gran secreto, decidió comentarlo con el desgarbado extraño. El hombre se puso serio de golpe por un instante, pareció reflexionar, volvió a sonreír, esta vez con sorna, y le dijo: - ¿Amor? Abdul no entiende nada de amor, mu´jalaf. Acercó su cara a la del muchacho, de costado, guiñó un ojo y agregó, aún más divertido: - Abdul sólo entiende de mujeres. Almantoc miró en derredor. A más de la arena y el cielo, sólo contó seis camellos a irregulares distancias que parecían ser propiedad del hombre. Por curiosidad, observó 5


que los seis eran machos. Lo observó a Abdul, quien no había perdido su sonrisa. El hombre se separó, caminó hasta el camello más cercano, miró al muchacho al tiempo que palmeaba con energía al animal, dio media vuelta y se fue. Los animales lo seguían en fila. - Yo sé mucho de mujeres -se dijo Almantoc-; yo conozco a Sinfis. Bebió unos sorbos de agua que había cargado la jornada anterior y siguió camino. Y aunque el gusto del agua le supo extraño no fue hasta algunas horas después que comenzaron los primeros malestares. Primero fue como una caricia molesta justo en la boca del estómago. Al día siguiente llegó a Jasán. Desde allí debía seguir a pie por una ilógica red de senderos apenas transitables, hasta la siguiente parada, Menbah Helah, pero todo estaba calculado; el estropicio que esas agotadoras jornadas harían en su físico darían soporte a su fábula, mientras descontaba tener el tiempo suficiente, en las obligadas paradas de descanso, para hacer ciertas pequeñas modificaciones en los papiros reales. Por fortuna, el de correo real era uno de los pocos oficios que requerían obligatoriamente saber leer y escribir. El papiro referente al matrimonio preguntaría al general si había perdido la cordura, atreverse a creerse merecedor de la mano de una mujer de sangre real, fantaseando incluso que semejante afrenta agradaría a Amón. Los planes de Almantoc para el papiro referente a las campañas y los honores debidos a un general victorioso eran aún peores. Utilizando el lenguaje más desdeñoso que conocía, trataría con desprecio las victorias obtenidas; le diría que Amón y sus enviados bien podían prescindir de sus servicios, que en combatir no había hecho otra cosa que cumplir con su obligación y (sobre todo, esto) ni se le ocurriera pisar suelo de la capital. Y con respecto a los prisioneros, mandaba liberarlos inmediatamente y que cada uno hiciera con su vida lo mejor que pudiera. Entregar esta misiva requería de toda su velocidad, pues no era improbable que, si se demoraba, enviaran desde el sur a otro mensajero, luego de haberlo dado a él por muerto, el cual traería las respuestas verdaderas si es que, antes, no se enamoraba a su vez de Sinfis; y esto enloquecía a Almantoc. Sólo lo serenaba la fe absoluta en la fidelidad de aquella mujer. Ella no se enamoraría de otro. También podía ocurrir que el general recibiera sus noticias falsas antes que él se enterase que había un segundo mensajero en camino. Y por último, la idea de una mentira, la idea de verse obligado a una mentira, le resultaba atroz. - Y haz lo que quieras -volvió a decirse. Y se sintió más seguro. Pero aquella agua que recogiera en el camino y que ya le había provocado malestares, iría a traer grandes tribulaciones a sus planes. A Jasán llegó sudando frío y bastante pálido. Un anciano ciego a quien consultó le aseguró una pronta mejoría con la ingesta de una espesa dilución de pimienta y agua de coco en jugo de ajonjolí y corteza de palmera. Pero no dio resultado. Tampoco dieron resultado los dátiles prensados en vinagre ni las semillas de jameuf en orina de camello. Y cuando Almantoc, a pie, dejó Jasán a sus espaldas, estaba visiblemente peor de cuando había entrado. Ya llevaba un día de absurda demora probando ridículos tratamientos, y los días siguientes su viaje fue un infierno. La razón más a mano de que dispuso para explicar su 6


malestar fue la venganza puesta ya en acción por parte de la divinidad. Esto, de todas formas, ocupaba un último lugar en la cabeza de Almantoc. Cuando iba tras un médano, debía apurarse cada vez más en recoger sus vestidos para no mancharlos con sus líquidos, que cada vez afluían con mayor frecuencia y le eran más difíciles de retener. El calor lo aturdía y la deshidratación había ya obnubilado su cerebro. Estaba en el estado aquel en el cual la maravillosa y compleja estructura humana, ante un serio peligro de derrumbe, se refugia en sus funciones más elementales y corta amarras con las capacidades más exquisitas y externas, al modo en que los árboles de zonas con inviernos crudos aceptan perder las hojas y proteger su último resto de fuerza vital. O a la manera en que el desierto, en su salvaje rigor, lo mata todo y solamente no puede con un pequeño puñado de seres vivos elementales y subterráneos. Almantoc sólo tenía espacio en su cabeza para la atención refleja de sus necesidades, y para la evocación. Reflexionar, hilvanar ideas, modificar las ya pensadas, elaborar planes, pertenecía ahora al terreno de lo inexistente, de lo imposible. Almatoc ni siquiera pensaba en que no podía pensar. Evocaba, sí. Evocaba por ejemplo que viajaba hacia el sur, y que venía de la capital. Que viajaba con unos manuscritos reales que había modificado y, lejanamente, que se había enamorado de una mujer divina, de la que ya no recordaba el olor ni la voz, aunque sí los ojos y el pelo. Pero ya no se SENTÍA enamorado ni apasionado. Recordaba que se había sentido inmensamente feliz con esa mujer, y que al comenzar su viaje también se había sentido inmensamente feliz recordándola, pero no podía sentir ni pizca de esa felicidad. La fiebre y los temblores de frío se alternaban, y Almantoc tenía la impresión de que estaba viviendo una absurda complicación que se solucionaría si volvía a Jasán y pedía ser reemplazado por otro mensajero y se quedaba hasta sentirse mejor, o si simplemente se echaba tras un médano a morir. Pero no elegía ninguna de estas posibilidades no porque se diera cuenta de las consecuencias (ya quedó dicho que no podía pensarlas), o porque extrañara sensaciones gratas a las que quisiera volver. Seguía caminando sólo movido por la convicción de que algo le quedaba por hacer, algo más importante que su enfermedad, sea cual fuere ésta. La enfermedad le salió al paso mientras él hacía algo en lo que, recordaba, le iba la vida. Rendirse a la enfermedad, entonces, no podía ser una opción, pues había algo más allá de ella. Que la enfermedad se lo llevara a la tumba o lo dejara a merced del sol y los leones, si quería. Él no dejaría de moverse hacia el sur, caminando, arrastrándose, reptando. O llevado en camilla. No sentía felicidad. Y no era que ya no la amara a Sinfis. Simplemente, Almantoc tenía diarrea. Almantoc se deshacía con cada deposición. La deshidratación le hervía los ojos, que se quemaban tratando de adivinar algo que modificara en el horizonte esa monótona línea naranja. Que la enfermedad lo tumbara, él no se echaría. A los catorce años, Almantoc ya era casi un hombre. Por fin, al subir una pequeña elevación pedregosa el sol que se acostaba a sus espaldas esparció su sombra hasta allá a lo lejos, donde aparecían dos cúpulas, algunos muros blancos almenados y unos toldos que flameaban suavemente. Había llegado a Menbah Helah. Se albergó en la posta de los mensajeros y funcionarios de menor cuantía. A escondidas de las miradas de los demás huéspedes, extendió los papiros corregidos ante 7


sí, pasó mecánicamente la mirada por ellos, mecánicamente se repitió su plan y también mecánicamente salió una y otra vez a levantar sus vestidos en el baño de la posta, una especie de pozo protegido por toldos, donde era tan difícil escapar del olor como de las moscas. La sabiduría inconsciente de su cuerpo le dictaba oscuramente dos principios: el primero era que no debía esperar mejorar para partir, por que esa mejora podía no llegar nunca, o tardar demasiado. El segundo, que las comidas saladas lo mantendrían en mejor estado. Y era por eso que, sin habérselo propuesto, desde hacía ya unas jornadas abusaba del uso de la sal que le encarecía el costo fiscal de su viaje aunque, como mensajero, tenía ciertas prebendas. Cuando, cuatro jornadas más tarde, llegó por fin a su ciudad, pálido, afiebrado, maloliente y demacrado, pensaron que había sido víctima de salteadores. Todo lo que siguió a continuación tomó para Almantoc la forma de imágenes sueltas que se sucedían sin sentido unas a otras, y que se repetían en el sueño, así como los sueños y los recuerdos se le repetían durante la vigilia, de manera que ya le resultaba difícil decir qué escena correspondía a qué aspecto de su vida. Su única certeza era que, fuera sueño o realidad, había en la capital una mujer con la que quería reunirse y que, aunque tal vez no sobreviviera para lograrlo, iba a cumplir con todos los pasos que se había fijado para ello y que ahora recordaba como un camello amaestrado puede recordar las instrucciones que recibió, cuanto más no sea para que a aquella mujer le llegaran los rumores de que él, Almantoc, había resistido verse temblar de miedo, y entonces había seguido. Almantoc veía todo como una sucesión de imágenes inconexas. Vio el espanto con que unos chiquillos se apartaban, percibió los gritos de las mujeres, la oscuridad de sus ojos cerrados; la sombra del lino crudo, cuando los abrió, protegiéndolo del sol mientras lo llevaban en unas andarillas; unos pendones, el olor de los animales, el rostro de su madre, los altos muros blancos de un cuartel conocido, y el calor del cuero de la alforja que mantenía continuamente pegada a su cuerpo. Y el rostro afable, increíblemente tierno, del general, el principal interesado en que el mensajero llegara, o el preciado mensaje más que el mensajero mismo. Casi como si besara a Sinfis (en verdad, en ese instante la recordó con placer) llevó su mano temblorosa al interior de la alforja, y lo último que vio fue su infantil brazo amarillo, más infantil por la enfermedad, entregando los pergaminos a la mano del general, una mano robusta y peluda, de hombre. Luego se desmayó. El general ordenó atender al mozo, pero se desentendió rápidamente del asunto para pasar a lo que le interesaba ante todo y más que nada. Caminó alegre, casi victorioso y con paso decidido, hacia la estancia del fondo, se hizo acompañar por su sirviente preferido para que fuera testigo de su felicidad, abrió los pliegos y, trabajosamente, leyó. El rostro del general se desfiguró en una mueca terrible. El sirviente y, con él, los asistentes que contemplaban desde la otra sala, bajaron la cabeza y retrocedieron cinco pasos. Con movimientos furiosos y órdenes precisas, el general mandó traer a todos los prisioneros de su campaña y reunirlos con sus tropas. Cada uno disimulaba como podía el pavor que le producía la visible ira del general. A grandes zancadas subió a la estancia superior y desde un amplio balcón, cuyas cortinas arrancó y despedazó en el acto, le habló a la multitud. A su derecha, brillaba la soldadesca triunfal. A la izquierda, 8


una ingente cantidad de desharrapados prisioneros temía lo peor; por todos lados, los curiosos, los niños y las mujeres, algunas con sus cestas de ropa recién fregada. Almantoc, con la mirada ahora fija en el techo, escuchaba en el interior, temblando. Con siglos de distancia y traducido a una lengua entonces inexistente, el general vociferó palabras como éstas: - He recibido terribles noticias de la capital. Terribles para cualquier hombre que conociera el temor, de los cuales ninguno hay entre vosotros. Y mirando a los prisioneros: - La derrota no os hace cobardes. Las bajas que recibimos dan cuenta de ello. Los prisioneros, maltrechos y desaliñados, se miraban unos a otros sin saber qué pensar. - Hasta hace unas pocas horas marcharíais hacia el norte para construir la tumba del hombre que os llevaría, con ello, a vuestra propia tumba. Yo os libero de tan indigno destino. Primero con temor, luego con curiosidad, finalmente con euforia, los prisioneros, que sabían lo que se decía de quienes eran trasladados a la ciudad del hijo del Sol, de las interminables jornadas arrastrando moles de piedra, entre cientos de hombres sudorosos, famélicos y llenos de arena, los prisioneros iban quitándose con energía los cerrojos que el soldado iba abriendo. El general calmó el griterío con la mano: - Pero aquel hombre -dijo la palabra “hombre” haciéndose violencia a sí mismo: en que esos hombres aceptaran que el otro de la capital era también hombre, le iba que se animaran a enfrentarlo, o no-, aquel hombre no quiere veros libres -levantó la mano con los papiros y gritó-: ¡ha amenazado con venir a buscaros personalmente para las tareas! Lo gritos, ahora, eran incontenibles. Tratando de superarlos, el general gritó aún más: - ¡O peleáis por vuestra libertad o seréis sometidos por ese bribón! ¡Venid conmigo! ¡Yo os llevaré a la victoria! El discurso del general, y sus consecuencias, produjeron en Almantoc una desesperación que, al menos en un principio, tuvo mucho de terapéutica: su plan no contaba con el general furioso marchando sobre la capital, sino con un general que, avergonzado, se quedaba en el sur, dejándole a él el terreno libre para volver a Sinfis, sobre todo si el general lo enviaba con algún mensaje disculpándose ante el faraón. Ahora, tapándose el rostro desencajado con las manos, cada palabra del general lo había sacudido en su camastro, haciéndolo consciente de las imprevisiones de su plan, y de la urgencia de modificarlo sobre la marcha. Los prisioneros, que en menos de cinco minutos pasaron de una muerte segura y miserable a tener manos y pies sin grillos, no dudaron en alistarse en la nueva tropa, pasando así de ser mano de obra gratuita para las construcciones faraónicas, a ser mano de obra gratuita para un ejército. Pero aún sabiéndose responsable del drama que se desarrollaba ante sus ojos, Almantoc estaba en paz en lo que hacía a la suerte de aquellos hombres. Entre esos dos terribles destinos, trasladar bloques de roca tirando de cuerdas, hasta que los huesos mismos sean molidos al punto de confundirse con la arena del desierto, o morir peleando a las órdenes de un general del que no se podía jurar que no los volvería a su condición de esclavos, y esto si sobrevivían luego de conseguir una 9


probable victoria, de esos dos destinos Almantoc seguía prefiriendo éste último: si perdían, o si pagaban con su vida la victoria, la muerte era tan segura como en la esclavitud, pero más honrosa. Si ganaban y sobrevivían siempre era posible, sin grillos en las manos, pelear contra el general si quería volver a sojuzgarlos. En cinco días los soldados habían acondicionado todos los pertrechos, los prisioneros habían sido rearmados, y ambos grupos se confundían en un nuevo ejército, con filas bilingües, más numeroso que antes y hasta con folclore propio. En efecto, eran no pocos los cantos de combate sacrílegos hacia la persona del faraón que la nueva amalgama humana había pergeñado, y que ya se cantaban con ferocidad durante las largas caminatas y los duros entrenamientos. Los otrora vencedores aceptaban mansamente y aún con gusto las nociones de mardumeo con que los ex-prisioneros les enseñaban a denominar los utensillos cotidianos, empezando por las partes pudendas. Y éstos últimos recibían con sumisión de discípulos reverentes las nociones de tácticas de combate que les impartían los primeros. Cuando el ejército estuvo listo para la marcha, en medio del resplandor de las espadas, un puesto de honor le fue ofrecido a Almantoc, quien, después de todo, fue quien con su premura había dado el tiempo suficiente a la organización de semejante tropa. El general mismo, en persona, le ofreció marchar a su lado. Almantoc aceptó a medias, es decir, se mostró profundamente agradecido, pero hizo notar que no podía hacer peligrar la suerte de la campaña por su malestar aún no resuelto, quitándole el lugar de asistente del general a alguien en mejores condiciones que él, y bla, bla, bla. Era cierto que, a pesar de lo increíblemente terapéuticos que pueden ser tanto el pánico como la necesidad de rápidos reflejos, la diarrea no terminaba de permitir su restablecimiento. Pero también era cierto que Almantoc no quería quedar muy ligado al general, quien en definitiva era SU oponente, puesto que, como tenía cifradas sus esperanzas en la muerte de aquél, era necesario para pretender a Sinfis, además, que él sobreviviera. En suma, si el general caía prisionero con Almantoc a su lado, ambos serían ejecutados. Su treta consistía en llegar a la capital con el ejército del sur, desertar con el mayor disimulo posible, acercarse al palacio fingiendo buscar protección (después de todo era un servidor oficial y podía aducir que estaba prisionero del general y había escapado), presentarse ante Sinfis y escapar con ella a caballo. La leve mejoría que había experimentado había alcanzado para volver a recordar con placer a y para volver a excitarse pensando en Sinfis. Aunque es cierto que, por momentos, la imagen de Sinfis se desdibujaba y lo que prevalecía en su espíritu era toda la estética de la escena que había construído en su imaginación. Una sonrisa involuntaria le iluminaba el rostro imaginándose de frente al viento, corriendo a todo galope, con el collar ceremonial al cuello y el calor del cuerpo de una mujer a sus espaldas. ¿Y si el general sobrevivía? ¿No lo haría buscar encarnizadamente hasta el último lugar del mundo? ¿Y si el general triunfaba aplastantemente antes que él tuviera tiempo de huir con Sinfis? ¿Y SI LA ADULTERACIÓN DE LOS MENSAJES REALES ERA DESCUBIERTA ANTES QUE SE ENTABLARA EL COMBATE?... 10


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