Molino de letras 106: Sexo

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–Nada. Su contestación me dejó perpleja. En ese momento se escuchó una voz de mujer por todo el establecimiento: “Se les recuerda a nuestros estimados clientes que las camisas y sacos para caballero están a treinta por ciento de descuento al pagar a seis meses sin intereses con su tarjeta M&H preferente.” –¿Nada? –exclamé desilusionada– Pero necesito saber si lo que se dice en la nota es cierto. –Si eso es lo que su merced desea, entonces yo le puedo asegurar que todo lo que está escrito en ella es verdad. Le daría mi palabra de religioso si no fuera porque con frecuencia esa palabra vale únicamente para dos cosas en nuestros días. –¿Está usted insinuando que mi hermano… que don Nicolás…? –No, señora mía, yo no insinúo nada –me corrigió fray Sebastián–: estoy afirmando. No supe qué decir. Ni qué pensar. No sabía de hecho qué estaba haciendo ahí ni por qué estaba metiendo mis narices en donde no me incumbía. Fray Sebastián, notando mi turbación, dijo con tono suave y dulce: –Sé lo difícil que esto debe ser para su merced. Pero ya lo asimilará y entonces decidirá por cuenta propia a qué bando quiere pertenecer. Sólo recuerde que a los tibios los vomita el Señor. En ese momento me atreví a preguntar: –¿Usted es Ariel Franco Figueroa, fray Sebastián? –Ojalá lo fuera –respondió él, en esta ocasión sin alterarse–. Yo usaría las redes sociales en lugar de la prensa para difundir mis noticias. Debe tratarse de un intelectual romántico pero comprometido que se niega a aceptar el fin del periódico impreso, así como ciertos empresarios corruptos no terminan de darse cuenta que la era de la televisión abierta está en su ocaso. No puse verdadera atención a su respuesta. Mi pensamiento giraba en torno de una sola idea. –Si usted no es Ariel Franco Figueroa y además ese nombre le parece tan peligroso –dije–, ¿entonces por qué fue tan imprudente como para escribirme un recado en un manuscrito de él? Mi pregunta sonó más áspera y directa de lo que hubiera deseado, pero no puedo negar que la presencia de fray Sebastián comenzaba a incomodarme. Había obtenido lo que buscaba y eso era precisamente lo que me molestaba. Quería estar sola, empezar a olvidar. Ignorar el mundo nuevamente. –Comprendo su turbación, señora mía, y espero que a su vez comprenda su merced que aquel día en el convento yo

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