Los Caballos de Arena - Mario Garfias Pacheco

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aceradas y su boca sonríe con una ternura ambigua, de Robespierre muchacho. (Míralo en el Museo de Versalles, el retrato de Adelaida Guiard). Al mirar sus rasgos, más bien un rasgo, el frío me invade. No puede ser el juego, típicamente infantil. Mas me engaño. No es un juego. Observo que el mayor tiene amarrada con un cordel, como a un perro, a una ratita blanca que tiembla imperceptiblemente. Los ojos de fakir del tribunal están clavados en el animalito. Monsieur Verdoux acusa sentir la tensión concertada de todas esas voluntades. Es el poder. Trato de apartar la vista pero no puedo, estoy agarrotado. El acto es relampagueante. “Sansón” coge a la ratita, la amarra sobre la cubierta, da un veloz tirón de cuerda y la cuchilla cae seccionando el mísero cuerpo. Huyo y mientras huyo casi grito: - ¿Entonces era verdad, Julio Cortazar, era verdad que conociste la guillotina aquí junto al Plata y no en París, donde ahora sós todo un señor escritor francés? Y la luz, al sol, se hace en mi cerebro. El ejecutor era pelirrojo. Como Claire. A quien veré esta noche.

21 de Febrero Y he aquí lo increíble, Fermín. (No te hablo a tí sino a mí, este es mi secreto). Durante tanto tiempo has sido mi “confesor” que no puedo eludir tu nombre ni en estas revelaciones que acaso no revelen nada. ¿Claire? No sé qué sería de su cuerpo. Mis perseguidores están a la puerta. Sus autos silenciosos, empavonados como una Lugger, se han aglomerado noche a noche en jauría en el Pasaje La Piedad. No hay fuga posible. Transcurren horas. Luego Parten. Guerra de nervios, Fermín, tal vez desde la boite con sus ríos de lujuria. Esta noche la sangre me advierte que es la última. 59


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