Tumbada del Municipal

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Por LUIS ENRIQUE OSORIO para "Lecturas Dominicales".

Desde mucho antes de que estallara la tragedia del nueve de abril de mil novecientos cuarenta y ocho, el Teatro Municipal de Bogotá se hallaba condenado, no propiamente al paredón, sino a la prematura e irascible pica que habría de destruirle sus paredones con pretextos de arquitectura fiscal.

Así lo puso en claro Alberto Uribe Ramírez cuando, como gerente de dicho coliseo, fue a pedir ayuda a la junta organizadora de la Novena Conferencia Panamericana, a fin de que fuese posible refaccionar el recinto para presentarlo en forma decorosa a los ojos de los visitantes de toda América.

Eso está sentenciado a muerte se le dijo en forma rotunda, inapelable.

En apariencia el propósito era progresista. Tratábase de darle amplia visibilidad a la fachada posterior del Capitolio, y de construir, a la vez, entre éste y los edificios de San Agustín, un nuevo palacio presidencial, que centralizara el “barrio cívico y tradicional de nuestra Metrópoli”.

Pero no era dicho motivo el único. Tras del plan urbanístico y progresista había también cólera soterrada contra lo que pudiéramos llamar el alma del coliseo, tan acertado en su misión de divertir a los bogotanos y de mantener siempre encendida la llama del arte vivo. Aquel era, además, el centro dé las agitaciones populares que animaba Jorge Eliécer Gaitán. Y para complementar la inquietud que producían los discursos del líder unirista, subían a menudo a escena obras de teatro que desenmascaraban la farsa política y afilaban en el público, si no el sentido crítico, por lo menos la capacidad burlona que sabe demoler con el hacha de la risa.

Estaba también el Municipal muy cerca de la residencia de los presidentes, y desde las ventanas de la galería se alcanzaban a ver los cristales del máximo despacho ejecutivo.

En resumen, el teatro estorbaba de todos modos: como edificio, como tribuna y como sede de la crítica nacional al estilo de Aristófanes. Acabar con él iba a producir triple alivio, sobre todo a los políticos teatrales que urden sus intrigas y tragedias en un escenario mucho más amplio: el de la candidez y el desconcierto de sus compatriotas. ***

No fue tan antiguo como el Colón, que antes de tomar su actual nombre alcanzó a divertir a los santafereños de la época colonial. Lo construyó el empresario italiano Zenardo, que vino a Bogotá a fines de siglo con un circo de maroma y se empeñó en levantar un coliseo cubierto para toda clase de espectáculos. Consiguió, al efecto, frente a los solares donde Instaló su tolda, las casas viejas que la Sucesión Perreros destinara a la educación pública, y que el alcalde don Higinio Cualla resolvió consagrar al aspecto docente que pudiera haber en el arte de Talía.

Con gran esfuerzo se levantaron los muros y las tres filas de palcos de estilo italiano, coronadas por una galería de tablas escalonadas para regocijo del pueblo. Bogotá apenas completaba por entonces los cien mil habitantes, y aún florecían geranios en las casonas solariegas de Santa Bárbara y La Candelaria. Pero como también funcionaba en las cercanías la Plaza de San Juan de Dios, popular y vocinglera, la nueva sala de espectáculos hubo de definir muy bien el carácter de los dos ambientes: el de cierto señorío, que entraba por la puerta principal a llenar la platea y las dos primeras filas de palcos; y el de ruana y pañolón, que se

apiñaba en las alturas, empujándose, vociferando cuando era el caso y hasta disparando hacia abajo en forma de bodoques los papeles de los caramelos milanos.

Esta dualidad hizo que el coliseo de Zenardo careciese desde un principio del exclusivismo aristocrático que caracterizaba al Colón. Fue desde su apertura el teatro de confianza, a donde se iba en forma improvisada, sin atavíos ni rigidez. Y quienes no se amoldaran al apiñamiento de las alturas baratas ni a la tarifa de las butacas, refugiábanse modestamente en la tercera fila de palcos, discreto rincón de promedio para la clase media de escasos recursos.

Por estas razones el Municipal persiguió desde sus primeros años la tónica de lo festivo, de la obra teatral que divirtiera sin tener que pasar por el tamiz exagerado de la crítica.

Despuntaba el nuevo siglo, cuando Chapinero, que era aldea distante unida a Bogotá por tranvía de mulas a lo largo de potreros que hoy son circuito de los grandes teatros y asiento de barrios aristocráticos y populosos, organizó el grupo escénico de La Escala entre sus pobladores y veraneantes, contagiado quizá por las comedias que representaban, en los chocolates santafereños, IOS Osorios y Marroquín. Ante el éxito de ese grupo escénico, que atraía gentes de la capital y les proporcionaba horas de solaz prolongado por el regreso bullicioso de la medianoche, el gran animador teatral que fue Arturo Acevedo se empeñó en que la iniciativa se trasladara al centro de la ciudad. Y fue así como el Municipal, que aún se alumbraba con lámparas de petróleo, acogió esa carroza de Tespis.

Ocurrió, sin embargo, que, al perder La Escala su carácter familiar y pueblerino, surgió la dificultad de hallar intérpretes. Acevedo pasó horas amargas entrenando artistas que consideraban la interpretación escénica como tarea indecorosa, y creían jugarse su prestigio en las tablas, por modesto que fuera el origen de cada quien. Algunas estrellas, sacadas de las aplanchadurías y puestos de mercado, llegaban a la hora del espectáculo a quitarse el pañolón y las alpargatas y dejar el canasto en un rincón del escenario.

Al lado del esfuerzo nacional menudeaban los grupos ambulantes de origen hispánico, que las más de las veces llenaban el teatro con las obras de Vital Aza, Muñoz Seca y Arniches, y que nos traían también el repertorio de lo que pudiera llamarse segundo siglo de oro de la escena española: Echegaray, Benavente, Linares Rivas, Martínez Sierra, los Álvarez Quintero, Dicenta y Quimera.

Muchos bogotanos mayores de cincuenta años recordarán los ratos agradables que pasaron cuando nos visitó la cupletista Mary Ferny, que entonaba coplas de actualidad con el estribillo picantísimo de:

Y ven y ven y ven y ven chiquillo conmigo.

No quiero para pegarte, mi vida. Ya sabes pa lo que digo...

Reforzado aquello con el de su compañero que, luciendo nariz postiza y atuendo muy risible, cantaba frases que hoy resultarían un contrasentido:

Yo me pienso divertir en La Habana, porque ‘allá “. nunca pienso yo en mañana...

Establecióse luego la costumbre de que las compañías de tiros largos que venían al Colón a todo bombo pasasen después al Municipal a redondear su temporada, para regocijo de quienes por timidez o economía no abordaban el coliseo aristocrático de la calle diez.

De esta suerte, cuando Bogotá reunía apenas la quinta parte de los habitantes que hoy aglomera en sus rascacielos y dispersa por sus alrededores, el Municipal tenía siempre un espectáculo vivo en acción y otro pidiendo turno. Los recesos eran pocos, y las temporadas siempre nutridas de público de todas las clases sociales. Allí se consagraron e hicieron aplaudir por mucho tiempo artistas como Ferruccio Benincore, Baldoví, Alejandro Barriga, Rafael Burgos, Lucrecia Rodríguez, etc. Los Soler, que hoy son estrellas de primera magnitud en el cine mexicano, actuaron por un año sin interrupción, con lo mejor del repertorio cómico español. Gobelay se cansó de ofrecernos las convulsiones de "Los Espectros" de Ibsen. Y el estreno de "Como los Muertos", de Antonio Álvarez Lleras, pieza que conmovió a fondo a la sociedad bogotana, abrió paso a una larga fila de obras nacionales, que después de 1943 convirtieron el Municipal en el cuartel general de la escena criolla. * * *

Pero bastó que se lograra este éxito halagüeño, y que Bogotá contara ya con Un teatro donde el arte vivo de tono nacionalista prevalecía, ya fuese con obras buenas, mediocres o malas, sin que el público le volviera la espalda por causa de los desaciertos, para que tan bella realidad empezase a mover envidias y recelos, y para que se considerara más interesante construir un palacio que mantener ese foco de cultura qué prometía los mejores frutos.

Cuando se gestó el proyecto de demolición, no sabría precisarlo; pero él coincidió casi con el triunfo de la iniciativa que perseguía poner en escena obras colombianas con intérpretes colombianos, y llevar así a las tablas todos los aspectos familiares y sensacionales de nuestra propia vida. Lo que sí es indiscutible es que cinco años después de iniciado el movimiento nacionalista, ya el propósito demoledor se había concretado en el magín de un político influyente. Y no se pensó en un traslado del Municipal a otro sitio, de una medida que permitiera el desarrollo del plan urbanístico y palaciego sin perjuicio de una labor cultural que estaba produciendo beneficios de todo orden. Lo que se ambicionaba en primer término era demoler a toda prisa y a todo costo. Milagro fue que en el empeño destructor no entrara también el Observatorio Nacional, que ocupaba una esquina en el área de la pretendida transformación.

Quienes teníamos interés en que se salvara la labor, refugiada por lo pronto en el coliseo de Zenardo, empezamos a hacer gestiones para que se formalizara, ante todo, la construcción de un nuevo Municipal y no se dejara a Bogotá sin sala de espectáculos vivos y al arte nacional sin medio de expresión. Pero tal inquietud no impresionaba en lo más mínimo al gobierno, que había entrado ya en el período de franca dictadura y violencia sin freno.

De nada sirvió alegar que el Teatro Municipal era patrimonio de la educación pública, y debían salvarse sus realizaciones y funciones artísticas. De nada sirvió encarecer que, mientras se construía otro edificio que lo reemplazara, sé le dejase utilizar, y que fueran éstos los últimos muros que cayesen bajo la pica demoledora. Había, respecto a la desaparición del edificio, un capricho obsédante. Habría de ser el primero en caer, como si se tratara de un delincuente condenado en consejo de guerra por un tribunal militar; como si en vez de estar prestando un servicio fuese venero de revoluciones y epidemias.

Recuerdo haber hablado con Jorge Leiva, ministro de obras públicas, y luego con el alcalde Manuel Briceño, para que permitiesen al Municipal tener sus puertas abiertas mientras terminaba la demolición de todos los demás edificios de esa manzana. Ambos encontraron sensata la solicitud; y como la reforzaron varios empresarios de espectáculos que no tenían otro sitio para presentar sus conjuntos, se acordó permitir nuevas temporadas.

Tomose entonces la precaución de tapar los huecos de las ventanas que, desde la galería, dejaban ver el interior del palacio presidencial. Lo que pone en claro que el proyecto demoledor no tenía tan solo fines urbanísticos, sino también un fondo de miedo a las reacciones populares que pudiesen animarse en cualquier momento.

Pronto, sin embargo, el ministro y el alcalde cambiaron de parecer. Pudo notarse que sobre sus buenas intenciones había una presión de lo alto, y que donde manda capitán no manda marinero. Se llamó por teléfono al doctor Laureano Gómez, quien manifestó que él se hallaba por lo pronto retirado del poder y no se inmiscuía en lo más mínimo en asuntos administrativos. Acudí entonces al despacho del presidente encargado, doctor Urdaneta Arbeláez, quien me recibió cordialmente, halló acertada la idea de que se demorara cuanto fuese posible la demolición del teatro, y hasta llamó por teléfono delante de mí al ministro de obras públicas para comunicarle ese punto de vista.

Fueron vanas, empero, las diligencias posteriores. Todo se redujo a antesalas, evasivas y actitudes vacilantes.

Y cuentan las malas lenguas que un buen día alguien despertó con su obsesión alborotada y llamó a sus subalternos.

¿Qué pasa, que no ha comenzado la demolición del Municipal? Quizá no se atrevieron a decir que se pensaba permitir por algún tiempo su reapertura. No hay partida en el presupuesto... Por eso no se ha podido empezar. Partida, ¿para qué...? Díganle al ministro de guerra que mande allí inmediatamente al Batallón Caldas. Que los soldados agarren las picas y los camiones oficiales empiecen a sacar tierra.

No hubo ya objeción posible. Obedecióse la orden de batalla y la tropa llegó al coliseo de Zenardo en el término de la distancia. Comenzaron la lucha lanzando por los balcones el archivo, que guardaba la historia del establecimiento y las fotografías de, todos los artistas que allí habían actuado. Tras esos documentos siguieron los uniformes de los empleados, vestidos que por algún tiempo sirvieron de disfraz y abrigo a los limpiabotas de la Plaza de Bolívar. Y todo lo que se consideró útil pasó a los depósitos del batallón, no propiamente como botín, sino como recompensa por el servicio que estaba prestando.

Había yo comenzado por entonces, ante la sordera oficial, a construir el Teatro de la Comedia; y quise ver si era posible comprar el telón de boca, para conservarlo como recuerdo del coliseo que tanto habían amado los bogotanos. Fui allí en momentos en que un coronel estaba dirigiendo las maniobras, y entré por la puerta de los camerinos que con inmenso cariño había construido el poeta Diego Uribe cuando desempeñó la gerencia.

Coronel dije , ¿con quién pudiera entenderme para proponer la compra de algunos objetos que me interesan sentimentalmente?

El jefe militar me miró con desprecio de pies a cabeza, y sin preguntar siquiera mi nombre inquirió a uno de sus funcionarios: ¿Por dónde ha entrado este señor...? He dado orden de que no sé deje pasar a nadie sin mi permiso.

Excuse usted el abuso... contesté . Entré por una puerta que me es muy conocida. Y entré a un sitio donde hice mis primeras armas, donde libré mis mejores luchas, donde recibí de mis compatriotas las mejores recompensas. Me creí, por tanto, autorizado a seguir adelante sin permiso previo... Cuestión de costumbre, por la cual, en mi calidad de persona de teatro, le presento excusas por tanto atrevimiento. Y le volví la espalda.

Algún tiempo después fui a la sede del Batallón Caldas a preguntar por la suerte del telón.

Lo tenían arrinconado, deshilachado, pudriéndose por causa de la humedad y el abandono.

Ya no se levantaría más...-

Poco después vino el golpe de Estado que originó la comedia cómico-dramática más lamentable que se haya representado en Colombia.

Las demoliciones ya estaban muy avanzadas y hubo qué terminarlas para qué él centro de Bogotá no ofreciese aspecto de ruina. Pero la idea del Palacio frente al Capitolio se cambió por otra que encontraba más tradicional: ocupar las riberas del Río del Arzobispo, donde Tisquesusa tuvo su casa de recreo antes de la venida de los españoles.

Donde antes estaba el coliseo de Zenardo empezó a crecer la hierba, sobre la cual se puso un letrero que decía:

"PARQUEADERO PARA AUTOMÓVILES MILITARES

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