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Después de leer la tregua pág

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Después de leer LA TREGUA... Camino a casa, Montevideo me pareció un lugar extraño. Lucía el sol, pero su luz no me alcanzaba. Mi mirada, lente ahumada, se batía en duelo con mi extrañeza. Me demoré los pasos de varias manzanas en aplacar las dudas. El tiempo estaba ya a mis órdenes. Quizá, por el exceso, me perdí. Cuando levanté la cabeza me encontraba en la boca de un túnel. Estaba extraviado, sin duda, porque nunca antes lo había visto. Valiente, di un paso al frente hacia la negrura. La oscuridad se convirtió en un foco que inyectó luz en mi interior. Andaba sin saber muy bien hacia dónde, ni por qué, pero estaba cómodo. De súbito, como en una sala de teatro negro de Praga, empezaron a aparecer personajes: Blanca me recibía en el vestíbulo de casa con una sonrisa abierta como una granada. “Tenemos que hablar, papá”. “Pues tengo todo el tiempo del mundo”. Hacía unos días que la veía como en una nube. Yo era ducho en saber cuál era la causa. Sólo el mal de amores proporciona una sonrisa así, teñida de seda carmesí. “Hemos estado hablando con Diego y nos vamos a vivir juntos”. No me dio tiempo a platicar, desapareció dentro del telón negro de fondo. En su lugar me pareció ver a Jaime en la acera de enfrente. Andaba con unos tipos de una pinta que no me gustaba nada. “Jaime, hijo, cruza un momento hasta aquí”. Mi grito actuó como una cortina de humo que hizo desaparecer la escena. Volví al negro. Seguía caminando y sentía que mis pensamientos me guiaban en una clara oscuridad. Aparecieron luego, gris sobre negro, líneas de edificios de oficinas. Alcé la mirada y justo vi a mi colega Esteban, emergido de la nada, cruzando tras las cristaleras del segundo piso como un buque flotando en un mar de petróleo. Estaba muy alto. No le llegaba mi voz. De todos modos no me habría escuchado. Andando, andando, llegué al portal de casa. El rojo arcilla de los ladrillos quedaba recortado por ese negro omnipresente que me envolvía, que hablaba por su silencio. Podía haber sido un día normal. El día de mi jubilación era una fecha que tenía bien aprendida y yo creía que asimilada, pero el subconsciente trabaja de autónomo. Me quedaba una sensación de vermú amargo endulzado por unas rodajas de naranja. Puse la directa hasta la puerta. En el mismo vestíbulo me esperaba mi mujer Isabel. No era un día normal, estaba claro. La fui a abrazar propulsando las piernas a la carrera y se desmoronó como de niebla. La misma que, en un quiebro de rayo, giró en un reloj de arena e hizo aparecer a Avellaneda. Mi amante me sonreía y volví al intento de abrazo, pero su presencia se convirtió en aire. No miré atrás. No podía dejar de caminar, no hasta la salida. Y así lo hice. El fogonazo de luz me devolvió a la piel, a la realidad: era dos veces viudo. Adiós Isabel y Avellaneda, amores interrumpidos. Jaime se perdió en sus tormentas. Blanca emprendió su vida de amores. Me queda Esteban, perdido como un cofre bajo tierra. Sin embargo, jubilado a los cincuenta, aún estaba vivo.

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