El Montero, Pedro Francisco Bonó,

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biéndose acercado conoció a Manuel, pálido, yerto y empapado en sangre ya coagulada formando capas en su piel y vestidos. -Por todos los santos de la corte celestial --exclamó, levantando la cabeza del pobre mozo y viendo la horrible herida que en ella tenía-; esto no fue jabalí, fue hombre; ah, canalla de Juan, qué buenas obras haces y cuánto no diera por tenerte frente a frente en este momento, para que pagaras la muerte del hijo de mi amigo y esposo de María-; luego, sintiendo un casi imperceptible movimiento del herido, añadió: -Alabado sea Dios, no está muerto y tal vez volverá en sí dentro de un rato, pero yo solo, no sé como haré para cargarlo, porque esperar que este pobre mozo pueda valerse de sus pies por el momento es pensar que ahora es de noche. Lo mejor será, -agregó, después de una espera-, quitarlo de este sol que abrasa, ponerlo debajo de aquella guama, y esperar que con la frescura recobre sus sentidos, para yo ir al Juncal a buscar a mi compadre feliciano y otros que me ayuden a conducirlo a casa. Mientras esto decía, Tomás cargó lo mejor que

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