Revista La Libélula No. 8

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EL DISCURSO

Alfonso cerró la puerta de su casa entre aturdido y emocionado. Las dos horas que duró la grabación de su entrevista de repente se le habían hecho muy largas, ya llevaba algunos años sin dar clases en la Facultad, le raspaba la garganta. Pero creía que valía la pena, esa noche recibiría su distinción de doctor Honoris Causa. En lugar de tomar su siesta de todas las tardes, le pidió a Chelo que le preparara un té. Ahora sí ya estaba todo listo. Como solía pasarle, no estaba tranquilo con tener esas horas que le quedaban vacías hasta que llegara su taxi a las ocho, tampoco estaba dispuesto a distraerse en la lectura. Sin Chelo en la cocina, la enormidad de la casa se sentía, pero a Alfonso le gustaba poner discos para rellenar el silencio. Puso el que estaba escuchando antes de que empezara el ajetreo de la preparación, el de The Dave Brubeck Quartet, y dio unos sorbos a su té recordando la entrevista que le acababan de hacer. Profesor, nos parecería interesante que nos platicara cómo le iba a usted en la escuela cuando era chico, ¿siempre le gustó la física? ¿Qué les contesté?, ¿Siempre me gustó la física?, se hizo la misma pregunta. De pronto se acordó, no de la clase de física, pero sí de cuando los cachó la maestra de geografía a él y a Mario escondidos en el gimnasio y llamaron a su casa para pedir una cita con sus padres que por suerte no estaban y nunca se enteraron ni de la cita ni de que se volaba las clases. En busca de otros recuerdos, su atención se detuvo en que sus padres no estuvieran ese día y en que no fueran muy estrictos con su desempeño escolar y, a diferencia de sus amigos, no tuviera que enseñar las marcas de cinturón a los maestros para conseguir su compasión, para pasar y que en casa no les fuera tan mal. Se agitó, puso su taza de té en la mesa y se levantó del sillón con rapidez. Deseó no haberse acordado, pero su cabeza regresó a la entrevista y a lo que hubiera contestado ahora: Nunca fui un buen estudiante ni me gustaba la física. Me iba muy mal. Yo firmaba mis boletas de calificaciones y a mis padres les enseñaba un papel hecho por mí en la máquina de escribir de los papás de Mario. A lo mejor esa sería una anécdota que interesara más a mis nietos, pensó. Su memoria había borrado ese episodio de la secundaria, ¿qué importaba que hubiera hecho trampa si al final estaba donde estaba ahora? Ya no había a quién preguntarle. Desde que se mudó a esa enorme casa donde había pasado su infancia y mucho tiempo después la adolescencia

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