El Sistema Periodico de PrimoLeví

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colorante y luego colaba la mezcla en un molde minúsculo. Otra chica ponía a enfriar los moldes bajo un chorro de agua corriente y sacaba de cada uno veinte pequeños cilindros, barras de labios color escarlata. Algunas otras se encargaban del aderezo y el embalaje. El dueño agarró groseramente a una de las chicas, le puso una mano detrás de la nuca para cercar su boca a mis ojos y me invitó a que mirase bien el contorno de aquellos labios. Aquí está, ¿lo ve?, después de algunas horas de habérselo aplicado, sobre todo si hace calor, el rouge se corre, se mete por esas minúsculas arrugas que hasta las mujeres jóvenes tienen alrededor de los labios, y se va formando así una antiestética tela de araña de hilos rojizos que borra el contorno y estropea todo el efecto. Lo observé, no sin turbación. Los hilos rojizos se veían allí, efectivamente, pero sólo en la mitad derecha de la boca de la chica, que soportaba impasible la inspección mientras masticaba chicle. Era lógico, según me explicó el dueño: la mitad izquierda de aquella y todas las otras chicas había sido maquillada con un excelente producto de marca francesa, precisamente el que él estaba tratando en vano de copiar. Una barra de carmín se puede valorar solamente de esa manera, por medio de un confrontación práctica. Todas las mañanas, las chicas aquellas se tenían que pintar los labios, la parte derecha con el carmín de la casa y la parte izquierda con el otro, y él las besaba a todas ocho veces al día para ver si el producto era o no resistente al beso. Le pedí al chulo la receta de su carmín y una muestra de cada uno de los dos productos. Ya al leer la receta sospeché enseguida de dónde podía proceder el fallo, pero me pareció más oportuno cerciorarme y hacer descender el veredicto un poco de lo alto, así que solicité un plazo de dos días «para los análisis». Volví a coger la bicicleta y, según peladeaba, iba pensando que como aquel negocio saliera bien a lo mejor podía cambiarla por un Velosolex y dejar de darle a los pedales. Cuando volví al laboratorio, cogí un pedazo de papel de filtro, marqué en él dos puntitos rojos con cada una de las muestras y lo metí en la estufa a 80° C. Al cuarto de hora se veía que el puntito del carmín de la izquierda seguía siendo un puntito, aunque rodeado de un halo grasiento; en cambio el de la derecha aparecía desteñido y dilatado, se había convertido en una aureola rojiza del tamaño de una moneda. En la receta de mi cliente se incluía un colorante soluble. Estaba claro que cuando el calor de la piel de las señoras (o de mi estufa) provocaba la fusión del elemento graso, el colorante lo seguía y se difundía con él. El otro carmín debía contener, en cambio, un pigmento rojo, bien repartido pero insoluble, y por lo mismo no emigrante. Me cercioré fácilmente diluyéndolo en benceno y sometiéndolo


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