"Laboratorio de escritura" Nº 03

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Editorial / Pág. 2 “Darío” / Pág. 3 (Alexandra Valencia) “Rampante” / Pág. 11 (Christiam Márquez) “El psiquiatra visita el taller literario” / Pág. 19 (Paul Rubio) “29 de Junio” / Pág. 22 (Wild Parra) “Negro y carmesí” / Pág. 25 (José Prada) “Reflejo en el infierno” / Pág. 31 (Geraldine Rincón) “Un nuevo comienzo” / Pág. 34 (Juan Santana) “Mantra” / Pág. 40 (Leonardo Bustamante)


Bienvenidos “Laboratorio de escritura” se enfoca en divulgar experiencias de composición de textos de ficción. A través de procesos históricos los textos se conforman en estructuras conocidas como géneros. Si estudiamos su funcionamiento, aprenderemos más fácilmente a dominarlos. Incluso la ficción tiene estructuras textuales convenidas socialmente. Los buenos escritores invierten mayor tiempo en planificar y corregir los textos que en producirlos. Esta revista es producto de numerosos encuentros con entusiastas de la lectura y la escritura que reflexionan a partir de técnicas para escribir Escribir implica un pretexto, un contexto y un texto No existen escritores geniales: existen personas que explorando el lenguaje logran producir un texto de calidad

Los colaboradores: Leonardo Bustamante ljbr111280@gmail.com @lejebus www.comounapalabra.blogspot.com

Las imágenes incorporadas en este número son de circulación abierta a través de la red social Pinterest.

Alexandra Valencia Christiam Márquez Paul Rubio José Prada Wild Parra Geraldine Rincón Juan Santana Leonardo Bustamante


La aventura de haber iniciado un taller de estudio y producción de discursos de horror bajo la tipología del género cuento ha representado un interesante y –debo confesarlo– agotador reto de escritura, porque el horror constituye un género altamente explotado por la industria cinematográfica y el mercado editorial. El mercado ha sabido recurrir a la compleja emoción del miedo, fijando simbólicas, modos, estándares sobre este tipo de narrativas; por lo que al producirlas uno teme reincidir en temas y maneras previamente utilizadas: el horror pareciera adolecer de originalidad. Esta circunstancia, lejos de inhibirnos, derivó en una pesquisa minuciosa tanto de la teoría como de la amplia producción literaria canónica y fronteriza que disemina el elemento del miedo sobre la línea. Es así como las prácticas de lectura y producción efectuadas en las actividades propias del taller implicaron la incorporación de amplias miradas a partir de la teoría, comenzando por lo históricamente inmediato y cercano: el terror en las sociedades avanzadas, concretamente el modo en el que los medios de información y televisivos generan miedo en el mundo de hoy. Desde una visión panorámica, retrogradamos desde la Modernidad hacia el Renacimiento y la Edad Media, hasta tocar el horror cósmico ligado a los albores del universo, tal como lo palpaba Lovercraft en sus noches tejiendo monstruos genealógicos y originarios. Ciertamente, es el Medioevo un poderoso generador de imaginarios extendidos hacia la Novela Negra que fueron desparramando hacia las urbes contemporáneas vampiros, súcubos e íncubos, brujas, hechiceros, zombies y un alfabeto de demonios imaginados desde la escolástica. A través del intercambio solidario de opiniones como método de construcción de verdades, progresívamente identificamos un quiebre en las narrativas del miedo que parte en dos la historia del horror. Dicho quiebre se caracteriza por la persistencia de un discurso muy actual y sugerente según el cual se advierte que el horror del hombre contemporáneo yace dentro de sí mismo; dicho en un código más filosófico: el horror es una experiencia que acontece en la intimidad de cada persona bajo identidades ambiguas, marcadas por la supervivencia en una sociedad vertiginosa, desolada, alógica, caníbal, si se quiere. Pareciera que en la medida en que el mundo contemporáneo se hace más laico y más escéptico, niega la representación del horror como algo externo, para introducirlo en el psiquismo, entre los pliegues de lo familiar y de lo cotidiano. El horror es cada vez más cercano a nosotros mismos y a lo que somos. No nos horroriza la personificación de satanás; por el contrario, nos atemoriza aquello que podemos resultar usted y yo bajo el signo de lo onírico, la locura, la peste, el desasosiego y la incertidumbre. Alcoholismo y auto-mutilación, sensualidad femenina que emerge de la noche en una comunidad asediada por la peste, exploraciones psicológicas y prácticas para-clínicas que abren portales hacia lo desconocido, operaciones conscientes que se entremezclan con los sueños, despertar abrupto en un laboratorio y ser un objeto de inexplicables experimentos, o el miedo a la guerra y la búsqueda ilusoria de resguardo, configuran los espacios narrativos de la presente edición.

El editor


Pรกramo del Batallรณn y la Negra, Tรกhira, Venezuela / En: https://www.inparques.gob.ve


Darío Por Alexandra Valencia

Sonaban las campanas de la iglesia cercana, lo que indicaba que justo eran las cinco de la tarde y que empezaría la misa. Me encontraba sola en casa, pequeña pero acogedora. Ese día mi mamá decidió salir junto a mi papá y la nona a una visita médica, mi hermano seguramente se encontraba jugando futbol o videojuegos, era tan extraño estar sola en casa que el silencio llegaba a aturdirme. Preparaba la maleta de excursionista para mi próxima aventura, concentrada en que no se me quedara absolutamente nada necesario para el viaje: dos mudas de ropa ligeras para la caminata, una pijama, medias para dormir y para caminar, ropa interior, toalla liviana, desodorante, cepillo de dientes, papel higiénico, crema dental, taza para comer, cubiertos, todo perfectamente empacado en bolsas por si acaso llovía durante mi ascenso, bolsa de dormir, linterna, mi inhalador no podían faltar. Hipnotizada entre la lista de cosas para llevar escuché la puerta de la casa de mi nona, los pasos trastabillantes y una voz reconocida que pronunciaba mi nombre…

–¡Elena!¡Elena! ¿Dónde está mi sobrina consentida? ¡Tengo hambre! Deme arroz puro... –¡Ya llegó a molestar! Mire como está, no puede ni sostenerse... Vaya a su cuarto, ya le llevo algo.

Siguió su camino sostenido por las paredes del largo pasillo, acarició su gran perra negra preferida, hablando solo entre los buches del aguardiente, mientras tanto pausé mi labor de empacar para revisar qué había en mi cocina, si había quedado algo para darle de comer a aquel ser que pese a su estado de inconciencia me preocupaba. Sentía que era mi deber alimentarlo para que pudiera soportar un poco el ardor del alcohol. Mi tío Darío, quien siempre bebía, madrugaba cual emprendedor hacia su negocio, solo que en este caso se trataba de ahogarse en alcohol. Desde las 4 de la madrugada escuchábamos la puerta mientras él salía como un gato, escapándose para seguir su fiesta larga y personal. Prendí la cocina para calentar el arroz blanco, me ensimismé mientras con la paleta de madera daba vueltas sin parar, agarré una taza y serví la comida medio tibia, no quería que se quemara, abrí la puerta de mi casa la cual daba al pasillo donde ellos vivían y donde siempre llegaban a pedir comida, agua, o a pelear por cualquier cosa entre su ebriedad. Pensaba en la mala suerte que tenía la nona al tener la desgracia de dos hijos dominados por el alcohol. Miré al cielo, justo por ese pequeño pasillo que no tiene techo con las paredes en construcción cruda, me adentré a la casa, un cuarto, dos cuartos, tres cuartos, ahí estaba junto a su perra favorita. Me sonrió y me dijo:


–¿Quiénes son esas amigas a tu lado? –¿Qué amigas?

Refuté, seca e incrédula, volteé a los lados y se me erizó la piel, caminé a la puerta, creyendo que todo era producto de su borrachera. Caminé rápido y sudorosa, tratando de resguardarme en la seguridad bendita de mi casa, cerré la puerta creyendo que con esto, ningún espíritu pudiese entrar a mi morada; encendí mi computadora y coloqué música para intentar relajar la situación que me había espantado minutos atrás. Pasado un tiempo corto lo escuché llamarme nuevamente, estaba evitando escuchar, no quería escuchar, no quería salir de mi tranquilidad y protección, pero no podía simplemente ser sorda a su llamado, así que inhalé profundamente y me dirigí a la puerta que une ambas casas, lo miré pálida del susto mientras traté de descifrar lo que me decía, vi dos sombras a su lado, mi cerebro unió las palabras después de devolver la mirada hacia él y logré entender que decía:

–Gracias por el arroz con sardina, te ha quedado muy bueno.

Vi la taza con algunos restos de arroz blanco y sangre. Su boca burbujeaba un líquido espeso, su camisa blanca de vestir, totalmente pintada de rojo intenso, al igual que sus zapatos de tacón marrones tenían pequeñas gotas de sangre, intenté reaccionar y respondí:

–No tenía sardina; internamente, me repetía una y otra vez. -no tenía sardina -¡no tenía sardina!

Cada vez más subiendo el tono de voz para recordar que únicamente le había servido arroz blanco, mientras tanto él intentaba decirme algo y solo salían burbujas de sangre de su boca. Le recibí la taza y visualicé unos pedazos grandes de algo, era carne, o eso parecía, cubierta cual salsa roja exquisitamente preparada por un chef. Era su lengua, trozos de su propia lengua mordisqueada, destrozada, insistí en que abriera su boca roja y hedionda a aguardiente, le hacía falta aquel trozo de lengua que posaba sobre el arroz blanco. Sin entender cómo sucedió eso pensé que llamar a mi madre era la prioridad, desorientada y sin más que hacer. Pasaron pocos minutos hasta que llegó ella, lo sostuvo con mi padre y salieron sin decir una palabra al hospital; yo me senté a observar hacia el infinito, intentando entender, intentando borrar esa imagen perturbadora, pero ansiosa por mi viaje, mi maleta a medio hacer y el teléfono sonando con mensajes de mis amigos planificando la salida a la primera hora del siguiente día. No supe cuánto tiempo me quedé así, en silencio, mirando la nada, De repente tocaron a la puerta y eran ellos, nadie pronunció una palabra, entraron a la casa, pasando la puer-


ta que da al pasillo sin techo, entraron en la casa larga y oscura, a los minutos regresaron mis padres, nadie se explicaba qué ocurrió, si el accidente fue producto de su borrachera o de un ataque epiléptico. Lo sacaron de su estado y remendaron su lengua, lo regresaron a casa y ahí está, solo al final del pasillo. No pude dormir bien esa noche, estaba intranquila, no sabía bien si por recordar la sangre saliendo de la boca de mi tío Darío o por la emoción de irme a la aventura de una excursión preparada semanas atrás con mi grupo de amigos veinteañeros; repasaba en mi cabeza una y otra vez la lista, recostada en mi cama, no quería que se me quedara nada. Me levanté temprano, mis padres y hermano aun dormían en los cuartos adyacentes, yo dormía justo en el medio, en el cuarto que daba al pasillo sin techo, al pasillo del que siempre llamaban. Decidí levantarme y encendí la luz, enseguida escuché los pasos de esos zapatos con tacón y mi nombre un poco desfigurado. Era él, la sombra de un hombre alto, delgado, tembloroso por la abstinencia, bien vestido y peinado. Me pidió café, lo hice esperar mientras colaba el café que inundaba con su aroma toda la casa. Serví para ambos. Él seguía en la puerta. Debido a su estado de ebriedad constante y su mala maña de tomar las cosas que no le pertenecían para venderlas y beber, tenía prohibido el paso a nuestra morada. Tomó la taza de café y me dijo: “menos mal me diste, de lo contrario te voy a jalar las patas cuando muera”, y soltó una risa jocosa, pasó el último trago de café y partió nuevamente. Volví a lo mío, estar a las ocho de la mañana en el terminal de pasajeros para irme a mi amada excursión a las lagunas de La Grita. Nos encontramos como estaba pautado, el plan era llegar a La Grita en tres horas, tomar el siguiente autobús al Páramo El Rosal, quedarnos en la última parada y empezar a subir por La Cortada, donde se encuentra una cruz de las misiones hacia nuestra meta final, la laguna de Rio Bobo. Éramos siete en total, Osiris, Daniel, Nicolás, Cheo, Mariam, Yessica y yo. Me estaba costando subir un poco más de lo normal, como si algo me llevara hacia abajo, me sentía realmente extraña, aunque había olvidado por un momento el episodio del día anterior, hasta que llegamos a una parte llamada El Pesebre. Ya habían transcurrido alrededor de dos horas desde que empezamos a caminar, nos detuvimos a descansar, tomar agua y conversar. Me quedé fijamente mirando hacia el infinito, deleitándome con la paz que me traía el sitio. De repente sentí perder el color de mi piel, mi rostro palideció haciendo que mis amigos se preocuparan por mí, Yessica estaba parada frente a mi tratando de hacerme reaccionar, llamándome, volví en mí y no les comenté nada para no preocuparlos, pero sentí un escalofrió reconocido que recorría mi cuerpo, de nuevo las dos sombras caminaban en dirección hacia donde nos dirigíamos, por eso enmudecí, no quería parecer loca ante mis amigos. Pedí disculpas, le atribuí mi momento a la altura, al mal de páramo, a la caminata, a la falta de oxígeno, de nuevo fingí demencia como si nada hubiese ocurrido y continué a paso constante hasta llegar a nuestro lugar de acampada. Armamos el campamento, comimos un poco, esa vez me tocaba compartir la carpa con Osiris y Nicolás, el campamento estaba pautado para dos días, un fin de semana único con mis panas al aire libre, compartiendo, riendo, soñando, pero algo muy internamente me incomodaba. Caí profundamente dormida por todo el es-


fuerzo de la caminata. Al despertar ya todos estaban súper activos, hicieron un delicioso desayuno montañero, mis manos estaban tiesas del frio, cepillarse los dientes era todo un reto y recibir una taza de café después de hacerlo para así calentar las manos era lo máximo, sentí ganas de orinar así que agarré papel y me fui a una parte donde nadie pudiese verme, respiré profundo y bajé mis calzones para disponerme a orinar, sentí la presencia de alguien, una mirada penetrante que me perturbaba. Empecé a mirar hacia todos lados y nada, no veía nada, pero seguía sintiendo esa presencia extraña, cercana, así que esa sensación hizo que saliera casi corriendo hacia donde se encontraban mis amigos, otra vez pálida, una vez más con la vista perdida y rara. No podía estar sola y no quería estarlo, desde ese momento decidí que mi amiga Yessica debía acompañarme a mis idas al baño, ella no comprendía mi propuesta, pero era usual que las chicas se acompañaran al baño en la ciudad, así que tampoco sería poco común hacerlo en la montaña. El hermoso atardecer rodeado de montañas es una cosa inexplicable, los rayos del sol ocultándose y tornándose en esos hermosos naranjas y violetas hacen que me sienta viva… Tomamos aguamiel con hojas de frailejones que conseguimos caídas, la bebida era realmente agradable y producía sueño. Decidí dormir temprano, aprovechando la bebida espiritual, me metí en mi saco de dormir y enseguida mis parpados se hicieron pesados. Al abrirlos nuevamente me encontraba en una boda, una mujer danzaba con un vestido azul con botones dorados, recordaba ese vestido, era familiar, me acerqué un poco más y pude distinguir quién era, era mi madre quien reía a carcajadas desenfrenadas, daba vueltas y vueltas con un hombre alto a quien no lograba distinguir, reían y reían y giraban y giraban. En el fondo la mesa con la novia vestida de blanco, estaba anonadada, enseguida todos fijaron su mirada en mí, y se reían a montón. La risa que más me perturbaba era la de mi madre, burlona y ese hombre alto sin rostro que me señalaba a su lado a dos ancianas vestidas de blanco con miradas perturbadoras, con uñas largas y demacradas, sus ojos denotaban muerte y sufrimiento. Grité, grité tan fuerte que desperté a mis compañeros; estaba llorando, temblorosa, y entre mis balbuceos decía:

- ¡Alguien de mi familia se murió! ¡Alguien de mi familia se murió! ¡Auxilio! ¡Ayúdenme!

Nicolás y Osiris no sabían cómo tranquilizarme, enseguida llegó el resto del grupo y observaron cómo me desmayaba a su lado al ver a las dos sombras de nuevo junto a ellos. Cuando recobré la conciencia, estaba aturdida, recordaba mi sueño, también mis gritos y aún tenía esa sensación de que alguien muy cercano a mi había fallecido, solo que no sabía quién era. Mis amigos estaban extrañados, nunca antes había tenido un comportamiento así. Algunos me miraban extrañados e incrédulos, otros solo me repetían que había sido una pesadilla, aunque no entendían qué tenía que ver el sueño de un matrimonio con la muerte de un familiar o por qué lo asociaba de esa manera. Decidimos recoger el campamento, mis amigos estaban convencidos que me había dado mal de páramo o que la altura había hecho estragos en mí.


Empezamos a bajar. No pronuncie ni una sola palabra. Pasadas las tres horas de descenso nos conseguimos nuevamente con la cruz de las misiones que indicaba que ya estábamos cercanos a la carretera y un poco más cerca de la civilización. Bajamos por la selva de cemento y enseguida todos mis compañeros encendieron sus celulares, la primera en decirme que debía llamar a casa fue Marian, pensé que sentía lástima por mí y mi pequeña crisis de horas atrás. Al unísono Osiris y Nicolás insistieron que llamara por sus celulares, y no fue hasta que vi a mi amigo Cheo, pálido, extendiéndome el celular con una llamada entrante, lo miré fijamente y empecé a sudar frio, mis manos temblaban pero pude sostener con tensión el celular:

–¿Aló? –Elena, vente ya a casa. Era la voz de mi hermano, algo precipitado y molesto. No entendía el porqué de su apuro y de su tono de voz. –¿Qué le pasó a mi abuela? Pregunté, recordando el sueño y el episodio de la mañana. –Nada, vente rápido a casa. una voz al fondo le decía, ¡Dígale! ¡Dígale! –¿Que me digas qué? Pregunté –Mi Tío Darío, murió ayer, hoy es el entierro, vente rápido, alcanzas a llegar para su sepelio, será a las tres de la tarde. Colgué el teléfono sin pronunciar una palabra más hacia mi hermano, todos a mi alrededor parecían haber entendido qué sucedía, mis gritos matutinos eran realidad. Solté un grito ahogado y todos intentaron detenerme para no caer al suelo, ninguno encontraba una razón o explicación lógica para mi premonición. Empecé a caminar más rápido, mi respiración se aceleraba, quería poder tele-transportarme y estar ahí con mi familia, dar mi último adiós, pero era casi imposible, ya eran las doce del mediodía y me encontraba lejos del terminal de pasajeros de La Grita. Logré una cola y me despedí de mis amigos que seguían caminando; tomé el autobús ensimismada y pálida, pasadas las tres horas de viaje cogí mi mochila y me fui directo al cementerio. Ya no había nadie, solo éramos su tumba, muchas flores y yo. Al alzar la mirada pude ver las dos sombras desaparecer entre las cruces del cementerio, era un adiós. Toqué la fría cerámica, pedí la bendición y me fui. Al llegar a casa estaban todos en silencio, las caras largas y llorosas, pedí disculpas por no haber podido estar junto a ellos, de verdad lo sentía, pero nadie quiso comprender que así es la vida. Quise intentar contarles lo que me había sucedido, pero mis palabras y el sentimiento de vacío en la casa no me lo permitían. Llegó la noche y no lograba concentrarme en dormir nuevamente, así que la pasé en vela junto a mi hermano. A la mañana siguiente ya no tenía que darle café a nadie en la puerta que daba al pasillo sin techo. Pasé el día con profunda melancolía; sola, al pasar la tarde, mis familiares se reunieron para asistir a la iglesia cercana a los rezos de mi tío Darío. Todos se marchan menos yo. Decidí tomar una ducha antes de subir y dejé la puerta abierta. Ya no sentía que tenía que cerrarla al bañarme y que nadie se iba a parar a observar. Cerré la llave de la regadera, tomé la toalla, miré en el espejo mis ojos tristes…


Cuando sonó la puerta de la casa de la nona, los tacones se estrellaron contra el piso, mi piel se erizó y mis ojos se tornaron más grandes. Me observé, reconociendo el sonido de esos zapatos. Alguien se paró en la puerta del pasillo y pronunció mi nombre: “¡Elena!”. Corrí rápido a observar la puerta y no había nadie, pero era su voz y mis pulmones me dieron confianza para decirle: “¡Vete a descansar!”, con voz de regaño.

Enseguida sonaron las campanas de la iglesia. Eran las cinco de la tarde.


“Death of a Queen” de Tim Lukeman En Pinterest / Usuario: fluxraptor


Rampante Por Christiam Márquez

I Un pequeño grupo de casas se amontona en medio de la llanura árida y desértica, yerma, a varias horas de cualquier zona con electricidad. En el caserío deambulan perros famélicos que sobreviven de sobras y chivos que parecen ser los únicos hechos para aquellas condiciones. Algunas de las casas tienen las puertas abiertas, causando un constante golpeteo debido a los fuertes vientos. Tobos de madera yacen tirados en el amplio espacio entre las dos filas de casas dispersas, con un pequeño pozo evaporándose rápidamente, siendo lo único que queda del agua derramada. Las mecedoras en los porches se mecen solas, con el sonido del polvo arrastrado por el viento. Un pequeño rumor se escucha como un murmullo colectivo. La pequeña escuelita desde hacía tiempo no se usaba como escuela, en ella se aprovechaban los baños (únicos del caserío), de resto la infraestructura está completamente abandonada, corroída por la exposición a los ásperos elementos. Los murmullos no vienen de aquí. Las casas están vacías, ollas sobre brasas aun calientes. Los sonidos lejanos se perciben como oraciones. Un par de caballos ensillados, con bozal puesto, deambulan por el espacio, curioseando el lugar sin saber qué hacer con su repentina libertad. Al fondo del terreno, en medio, haciendo de ultima edificación, la pequeña capilla se levantaba a duras penas bajo el calor implacable y los vientos abatibles de aquella zona peninsular. En su interior solo había un espacio abierto con una gran cruz en la pared, sin otro suelo que la tierra, al que cada visitante podía traer su propia silla, o si prefería, permanecer de pie a recibir la eucaristía. Preferencia de la mayoría usualmente. Esta vez se disponían de rodillas, con la frente en el suelo y las palmas entrelazadas, brazos estirados por encima de la cabeza. El murmullo aquí rebotaba contra las paredes, llenando el aire de ave marías, padre nuestros, llantos contenidos, lamentos, disculpas y la frase repetida: –La plaga… la plaga…Oh dios la plaga, la plaga viene. Muchos de ellos temblando y estremeciéndose. –La plaga… perdónanos… la plaga, la plaga viene por nosotros. Alrededor de la puerta, formando un semicírculo, se distribuían en el suelo toda serie de santos y crucifijos. Ancianos, niños, incluso una muchacha embarazada, todas las personas permanecían en la misma postura, expectantes.


Afuera, junto a una de las casas, un pequeño caballo permanece en pie a duras penas, con su hocico amarrado a meros veinte centímetros de una cerca, moscas revoloteando sobre sus ojos que reflejan una mirada lánguida y apesadumbrada. El sol en posición perpendicular azotaba con fuerza, resquebrajando el terreno pétreo carente de sombras.

II El camino es árido, rocoso, de arena fina y rojiza, el único tipo de vegetación es xerófila. Las corrientes de aire son implacables, llenas de polvo, dificultando el trayecto para el joven y para el caballo, a los chivos no parece importarles. El rancio olor en el aire va y viene cuando pasan por alguna de las humeantes quebradas que salen del suelo y se extienden serpenteantes por el terreno, siendo este intenso olor lo que saca de vez en vez al joven de su intermitente sueño, sobre el caballo. El calor es mucho menos intenso, lo que resulta un alivio; consecuencia de que el sol ya se halla escondido tras el horizonte, dejando los últimos vestigios de luz del día. Los chivos van tranquilos y mantienen una formación más o menos uniforme frente al caballo. El joven carga ojeras y un color de piel pálido y enfermizo, el cansancio y la fatiga lo abruman, lucha por mantener los ojos abiertos, cabeceando y despertando abruptamente, sosteniéndose con fuerza de las riendas, solo para ir apagando sus ojos de nuevo lentamente. La noche anterior se había trasnochado bebiendo, por lo que nunca despertó para cumplir con la tarea que le encomendó su padre. “–Tengo que ir al pueblo temprano, por lo que necesito que estés pendiente de cuando pasten los chivos para que los guardes... Yo los saco antes de salir, pero tú tienes que estar pendiente de meterlos de nuevo al corral”, le dijo el padre severamente al joven la noche anterior, a lo que él asintió para irse de inmediato a la bodega, donde había quedado en encontrarse con una botella de agua ardiente. Gran sorpresa cuando entre el profundo sueño etílico recuerda esto y abre los ojos de golpe con un punzante dolor de cabeza, dándose cuenta de que es al menos medio día y extrañado de no haber sido despertado por una lluvia de patadas y correazos propiciada por su padre. A tropezones y sosteniéndose la cabeza como si eso fuese a contener el dolor, sale de la casa, echa un vistazo al corral, vacío. Luego mira la colina a unos metros de la casa donde normalmente pastan los chivos. No hay señas de ninguno. Le extraña que su padre no haya regresado, pero no lo piensa mucho. Mejor, quizá aún pudiese recuperar el rebaño y así salvarse de una paliza. Se pone con rapidez sus botas y sale a ensillar al viejo y escuálido caballo. Afuera resultó inquietante el silencio; el caserío era bastante pequeño, pero a esa hora normalmente se veían personas caminando con tobos de agua recogida del pozo o se escuchaba alguna conversación entre ancianos meciéndose bajo la sombra de algún porche vecino. Nada. Aun así, la prioridad del muchacho estaba en partir y conseguir lo antes posible aquellos chivos. Solo al montarse al caballo es que alcanza a escuchar voces lejanas que parecían venir de la capilla, pero no les presta atención y coge camino rápidamente.


Ya el atardecer atenuaba sus últimos colores, a su papá lo que le importaba era el rebaño y ahí lo llevaba completo o al menos eso creía, y si faltaba alguno lidiaría con eso mañana… Con tal y su padre lo permitiera, sino se escondería en el gallinero y dormiría allí. No sería la primera vez. Su caballo se detiene abruptamente, él iba prácticamente dormido por lo que estrella su rostro contra el cuello del animal. Al componerse ve frente a ellos a los chivos inmóviles, y en medio del camino la silueta de un cuadrúpedo apenas perceptible, casi fundiéndose en la oscuridad creciente del crepúsculo. Poca razón para una detención tan abrupta, piensa el joven irritado mientras clava con fuerza los tacos de la suela de sus zapatos a los costados del caballo. El animal relincha y se agita, se mueve hacia los lados y retrocede, pero se niega a dar un paso hacia adelante. En completo contraste los chivos continúan extrañamente tranquilos. El joven baja del caballo para encender la antorcha, no sin antes tomar una rama cercana de un arbusto seco y lleno de espinas para castigar al animal que gime por el ramazo que rompe el aire. Encender la antorcha resulta un proceso complicado, ya que al mismo tiempo debe sostener la correa del caballo que insiste en retroceder. Cuando lo logra, nota que la figura frente a ellos es solo un robusto burro negro. Los chivos erguidos lo observan sin moverse. El burro apunta ir en la misma dirección que ellos, pero con su cabeza volteada, mirándolos. El caballo insiste en retroceder, pero el joven jala con violencia de su bozal, poniendo la cabeza del animal incómodamente cerca del suelo. Las cabras continúan inmóviles. El burro voltea con aparente indiferencia su cabeza y comienza a caminar lentamente hacia la izquierda, saliéndose del camino. El joven logra dominar al caballo y observa al burro moverse; trata de seguirlo con la luz de la antorcha. Su pelaje es brillante y terso, su cabeza está erguida, en su lomo no parece que se hubiese puesto carga alguna. Camina con la gracia similar de un caballo pura sangre. Un sonido repentino, una oleada de pisotones y polvo contra el suelo lo sacan de su absorción con el animal. Las cabras todas casi en perfecta sincronía, saltan en la misma dirección hacia la que se dirige el burro, pasando junto a su caminata parsimoniosa con agilidad, fundiéndose en las sombras, lejos de la luz de la antorcha, similar a tizones ardientes que se desprenden en una hoguera, desapareciendo en el aire sin dejar rastro. Cuando tuvo tiempo de reaccionar lo único que aún se veía era el burro finalmente introduciéndose en la oscuridad de la amplia llanura. El joven sigue al burro fuera del camino, hacia la planicie.

III La noche cae rápidamente, en el cielo no asoma luna ni estrella alguna, por lo que más allá del alcance de la antorcha la oscuridad es profunda y carnívora. Los chivos balaban a su alrededor sin dejarse ver, el joven sisea tratando de llamarlos. No podía volver sin ninguno, su padre lo mataría. Con que aparezca con uno le daría la excusa de que oscureció demasiado pero que ya sabía dónde estaban, los buscaría con la primera luz de la mañana. –Eso le diré a mi padre–, piensa el muchacho, tratando de convencerse inútilmente de que no recibiría una golpiza. El caballo sigue inquieto, pero obedece las direcciones. En su cuadril izquierdo se puede


apreciar la docena de marcas al rojo vivo que fueron aplacando su desobediencia. Los escuchaba cerca, saltaban cuando sentían la luz del fuego, dejando ver por un instante un par de patas, o una cornamenta, o unos ojos saltones e inexpresivos. Solo por un instante. El reflejo repentino de un pelaje negro le da al joven una pista del burro.

“–¡Arre!”, exclama sobre el caballo, sacudiendo las riendas en dirección al reflejo que en un segundo se pierde nuevamente en la negrura.

–Los encuentro a ustedes un tanto peculiares…

Se escucha a una voz femenina saliendo de la oscuridad.

–…a pesar de que sean un montón cruel, egoísta e inservible.

El muchacho agita la antorcha con violencia y grita.

–¿Quien anda ahí?

Es una voz adulta, su acento es extraño, sofisticado y primitivo a la vez. El caballo se sacude, el muchacho aprieta las riendas.

–Ingenuo. ¿Qué fascinaciones ven en estas tierras?

Vuelve a manifestarse la voz.

–¿Quién es? Solo vine a buscar unos chivos que se me escaparon.

Expresa con temor el muchacho sin dejar de agitar la antorcha y tratando de controlar al caballo, que jadea dejando soltar con cada aliento un chillido carraspeante.


–Me complace cuando me llaman Ángel…

Se escucha a la voz responder, mientras la luz viviente de la antorcha deja entrever, con finas líneas, las curvas de un esbelto muslo desnudo, medio iris azul. Los vagos reflejos de una cabellera dorada se funden en las sombras. La bestia se encabrita haciendo caer al muchacho de su silla, dándose este un golpe contra el suelo que saca todo el aire de sus pulmones. El caballo turbado se mueve nerviosamente alrededor del joven, la antorcha también cae al piso. El animal observa intranquilo la oscuridad, sin terminar de atreverse a dar un paso hacia ella. Por unos instantes, mientras el muchacho recupera el aire en sus pulmones, lo único que se escucha es el crepitar de la llama y las exhalaciones del caballo agitado. El joven se incorpora, sobándose la espalda, le sorprende la poca visibilidad cuando mira hacia el frente, no recuerda noche tan oscura como esa.

–¿Quién está ahí?

Repite el joven sin recibir respuesta. Toma con violencia al animal del bozal y le da un golpe en el hocico con la mano cerrada, seguido da una patada frontal con toda la suela, dirigida a las marcadas costillas de la bestia, haciéndola perder el equilibrio y caer al suelo con un relinchido de dolor.

–Extraño mortal con curiosas costumbres.

Escucha decir por encima de su hombro. La voz era profunda, hablaba de manera pausada e indiferente. El joven voltea rápidamente y observa. Entre el vacío, partiendo la oscuridad en dos, un cuarto de un cuerpo de pies a cabeza se asoma hacia el circulo de luz. Esbelto, curvilíneo, parte del busto erguido se dejaba ver dividido a la mitad del pezón, entre la cálida luz de la antorcha que yacía en el suelo y la profunda oscuridad de la noche. La mirada del ojo que se dejaba ver era vidriosa, mostraba aburrimiento, incluso decepción. El joven se congela, sintiendo que lo mismo pasa a su alrededor. La figura frente a él se limita a observarlo con frialdad.

“–No puedo hacer el mal porque no sé lo que el mal es…”, empieza a decir la mujer rompiendo el silencio, mientras se sumerge nuevamente en la noche. El muchacho rígido, con la sangre helada ve con el rabo del ojo un chivo, apenas visible a unos metros de su derecha. Salta sin pensarlo y alcanza a tomarlo por una pata cuando ya iba en el aire tratando de alejarse.


–…sin embargo…

Continua la voz. El caballo se incorpora de golpe, el muchacho no lo nota, solo quiere volver lo antes posible al camino. Trata de amarrar con rapidez las patas del chivo.

–…el conflicto resulta necesario para revelar el verdadero carácter.

El muchacho mira nervioso a su alrededor, la voz parece venir de todas direcciones. Termina de amarrar al chivo y se dispone a cargarlo sobre el caballo que se para inmóvil como una estatua, viendo hacia la nada. Al acercarse, el animal violentamente lanza una coz con ambas patas traseras que roza la cabeza del muchacho. Este da un paso rápido hacia atrás dejando caer al chivo. La antorcha crepita en el suelo y suelta pequeñas virutas candentes en el aire, el chivo se queja y trata en vano de liberarse de sus ataduras. El muchacho lentamente se acerca a la parte delantera del caballo y toma las riendas. De inmediato, el animal se posa sobre sus patas traseras, extendiendo las delanteras en posición de ataque, impactando con una de sus pezuñas la cabeza del muchacho. Este cae hacia atrás sentado, aturdido. Ahora le cuesta definir su horizonte, algo tibio baja por su frente. El caballo brinca violentamente como un toro de rodeo, lanzando feroces patadas al aire. El joven trata de incorporarse, pero a medio levantar una coz de la bestia impacta en su mandíbula, tirándolo explosivamente hacia atrás. Su cabeza da un golpe seco en el suelo. Siente de inmediato la sensación de dientes que llegaron a su garganta, más los que bailan entre la sangre de su boca. No siente dolor.

–Nada existe más que el espacio vacío y tu…

Escucha decir a la parsimoniosa voz. El caballo aún se mueve con violencia, acercándose de salto en salto a su jinete que yacía en el suelo. El joven mueve sus brazos y trata de arrastrarse. Escupía sangre y dientes con su cabeza colgando de lado, no era capaz de enderezarla.

–…y tú no eres más que un ser cruel e inútil.

La voz femenina retumba en el aire nocturno. El caballo lo alcanza, colocándose sobre sus patas traseras, dejando caer todo el peso sobre las delanteras,


haciendo crujir el pecho del joven y disparando un vomito de sangre que es forzado fuera del cuerpo por la presión del impacto.

–Soy un ser primordial...

El caballo continúa pisoteando el cuerpo inmóvil con desespero, levantando una densa nube de polvo, hasta que no queda más que una pulpa grotesca y ensangrentada de carne y huesos.

–…brillando divinamente en todas mis formas.

La antorcha aun crepita en el suelo dejando escapar pequeñas brasas. El caballo se tranquiliza, da unos pasos lentos alrededor de lo que solía ser su amo; sus cuatro patas empapadas de sangre hasta la articulación. Una repentina brisa arrastra la nube de polvo, haciendo temblar la luz de la antorcha que se refleja en la mirada negra y fría de ambos animales. El chivo parece resignado, respira con pesadez en el suelo. El caballo arrancar en carrera, dejando un sangriento rastro y el lejano sonido del galope, introduciéndose en la abismal llanura hacia las tinieblas.

FIN


“Sturmwind” Por: Marianne von Werefkin


El psiquiatra visita el taller de literatura Por Paul Rubio

Es casi doloroso ver que estas personas creen que por venir a un taller como este, amanecerán mañana codeándose con Isabel Allende, o que van a poder llamar a Álvaro Vargas y a su papá para proponerles escribir un libro juntos. “–Perdón”, levanta la mano María, y se dirige al profesor mientras se limpia el rímel chorreado de su denso maquillaje y se endereza su ceñido corpiño rojo sangre que casi le hace saltar un pezón. Mira alrededor para asegurarse que tiene la atención de todos “–¿Me podría explicar que es el copretérito ese del que usted habla?” Dice con voz grandilocuente y con ademanes de una diva devaluada que no se da cuenta de que su dorada juventud paso hace tiempo, dejándola mustia. “–¡Uhm!”. El perfil psicológico de esta cuarentona es mas obvio que el que dibujan sus tetas y sus protuberantes nalgas. Escribo la fecha en mi libreta y comienzo a recopilar información sobre los sujetos a observar. María: hembra en sus 40, de belleza marchita, insegura, muy probablemente soltera. Evidencia enorme carencia afectiva y una gran urgencia de ser deseada, amada. Seguramente con un largo historial amoroso basado en relaciones sexuales insustanciales. Posible razón de estar aquí: conquistar prospecto masculino a quien pueda llevar a su cama y con suerte al altar, aunque ella misma lo duda. Realmente no le importa un pepino saber que es el copretérito, de eso estoy seguro. El profesor la mira y en su perorata intelectual comienza a repetirles el concepto con ademanes sobreactuados, caminando de un extremo al otro del recinto, subiéndose cada tres pasos, su pantalón notoriamente ancho que no se está fijo en sus caderas a pesar de traer una correa. Su lenguaje corporal adopta una postura como la de aquel que declama y al mismo tiempo se contonea como el macho del pavo real. Perfil psicológico: macho en sus 50 quien probablemente reconoció temprano en su ciclo de vida su desfavorable atractivo físico y se procuró cultivar un alto nivel intelectual, utilizándolo para compensar su infortunada apariencia física y de esta manera poder aparearse. Se parece María, solo que en vez de tetas, exhibe ideas sofisticadas como método de conquista. Probablemente casado, y seguramente infiel. Razón de estar aquí: El sueldo de profesor de liceo no le permite cubrir sus gastos básicos. “–¡Uhm!”, este grupo se perfila interesante. Dirijo mi mirada a un adolescente. Lo veo y escucho interactuar con otros tres semejantes a él durante el receso de actividades. De movimientos y verbo rápido encaja en el patrón adecuado para su edad en cuanto a su apariencia física y sus ademanes y lenguaje corporal. Sin embargo, hay algo en él que no descifro. Me intriga y aunque es primera vez que veo al sujeto, hay algo en él que me parece familiar. Lo observo agudizando mis sentidos para poder percibir que es lo que no encaja. Me aproximo al sujeto de manera imperceptible para no contaminar su libre desenvolvimiento y de esa manera poder apreciar su comportamiento natural. Comienzo a tomar notas: Macho en sus tempranos 20, del tipo atlético con un 30 por ciento de leptosomático y un 70 por ciento atlético. Levanto la mirada de mi libreta para continuar observándolo y encuentro sus ojos clavados en mí


con una intensidad inusual que me hace estremecer y me produce un escalofrío que recorre mi espina dorsal. Con paso firme y sin darme tiempo a reaccionar, se dirige hacia mí parándose justo a mi lado. “–Hola, Robert, ¡Que sorpresa encontrármelo aquí!”, me dice con tono de camaradería propio de amigos de larga data, y continúa diciendo: “–Pensé que después de aquel fin de semana no le volvería a ver”. Sus palabras me desconciertan y un miedo punzante me desequilibra. Mi mente agitada busca respuesta lógica a las palabras del joven, quien evidentemente parece conocerme. Con voz quebrada en un franco estado de pánico atino a decirle: “– discúlpeme, creo que me confunde, mi nombre es Paul”. Con una expresión burlona y dominante en su rostro, se me acerca de tal manera que sus labios quedan a tan solo milímetros de mi oído izquierdo y me susurra con un aliento ardiente y notoriamente sexual: “–tranquilo, solo estoy muy…” y hace una pausa mientras denota picardía, y continua: “–digamos que estoy muy excitado de verte una vez más”. Su mirada sonriente busca en mis ojos complicidad. Me toma de un brazo y me dirige al pasillo fuera del salón de clases, lejos de la atención de todos. –Espere un momento joven, no lo conozco, de verdad usted me confunde con alguien más, le digo mientras prácticamente me arrastra hacia una esquina poco iluminada del pasillo. Ahora su actitud se torna violenta y acerca su rostro desafiante muy cerca del mío “–¿¡Qué le pasa mi doctor, está jugando a hacerse el idiota o qué!?”. Su mirada es una mezcla entre desprecio y burla. Y continúa diciendo “–¿Tan rápido se le olvido ese fin de semana en su casa de campo?”, y sigue caminando a mi alrededor, mirándome de arriba a abajo, en tanto que mi cabeza gira en un torbellino de ideas inconexas. Una extraña sensación de que a pesar de lo descabellado, todo cuanto me dice, me es familiar. Y el joven continúa hablándome: “–No voy a negar que acepté su propuesta por dinero, pero la verdad, créeme que lo volvería a hacer, esta vez por placer”, me dice con un tono sensual de Lolita masculino. Experimento un desequilibrante mareo que provoca en mi estómago revuelto una náusea profunda que me hace apoyarme en la pared. Mis piernas fallan en su función de mantenerme en pie y un frio sudor cubre mi frente. Con expresión malévola y retadora me dice: “–No se ponga así mi doctor, le prometo que no lo voy a desenmascarar aquí”. Eso sí, me das esta vez un número de celular donde sí te pueda localizar.

–¡Dios mío! Hace tres meses.

Entonces eso fue lo que paso ese fin de semana donde un episodio de amnesia temporal bloqueó de manera selectiva todo recuerdo. Intempestivamente el joven me sujeta ambos brazos y acerca su rostro de manera tal que sus labios rozan los míos y continua diciendo: “–quiero volver a sentirlo desbocado de placer insaciable”. Logro deshacerme del fatídico abrazo del joven y, tambaleando, comienzo a alejarme de él. Trastabillando, avanzo con dificultad hacia las escaleras que dan a la calle. Un intenso horror se apodera de mí mientras mi creciente paso rápido pronto se transforma en carrera. Quiero huir. Mientras más corro, más me acerco a mi locura. Soy un monstruo. Salgo finalmente a la calle e intento atravesarla en mi carrera frenética, sin percatarme de un vehículo que se aproximaba a alta velocidad. Mi cuerpo sale expelido a varios metros del punto de


impacto. Siento el crujir de mis huesos mientras se fracturan perforando mis órganos, ocasionándome un derrame interno masivo. Escucho gritos y el murmullo de la gente aproximándose. Horrorizados, los curiosos comienzan a aglomerarse alrededor de mi desarticulado cuerpo que yace en el pavimento convulsionando al ritmo de los estertores de la muerte. Siento la sangre caliente correr por mi frente como un bálsamo que me alivia. A pesar de que mis ojos se nublan gradualmente, ahora veo con claridad quien soy. Nada me duele. Comienzo a sentirme libre, en paz. Es mejor así, y poco a poco voy dejando de respirar.

Pavel Tchelitchew. Spiral Head. 1950.


29 de Junio Por Wild Parra

Pedro se acuesta a dormir con la intención de recuperarse un poco del último episodio espasmódico y de los dolores fantasmas que sufrió. Han pasado más de cuatro años desde el accidente, en su retiro intelectual, cuyas consecuencias lo han postrado progresivamente en su silla de ruedas, poco a poco ha comenzado a recuperar la memoria del tiempo que vivió en el San Rafael del Páramo de Mucuchíes. Sin embargo, la recuperación de esta, parece inversamente proporcional a su estado de salud, pues cada flash o evocación de los acontecimientos sucedidos en el paramo, viene acompañado de un ataque de dolores en sus extremidades, siendo estos muy agudos y casi inexplicables para los doctores. El último episodio lo llevó al punto de amputarle la pierna que le quedaba después del accidente. Los resultados del procedimiento fueron peores, sumergiendo a Pedro en una fuerte depresión, pues ahora, aparte de tener “estas pequeñas torturas” como él las describe, debe soportar la imagen de verse mutilado. Cuando su compañero de trabajo y amigo particular, el profesor Pablo, lo visita, ve a Pedro en un estado bastante deplorable. Para mejorarle el ánimo, lo invita a tomar un café o un par de cervezas, pero sus esfuerzos por sacarlo de casa y estado de ánimo son infructuosos. Al observar su escritorio, nota un paquete de Anticonvulsivos totalmente nuevo, lo cual le causa curiosidad.

─¿Pedro, no te estás tomando las pastillas, o esa es la ultima que te queda? ─Ya parezco una colección de psicotrópicos, me va a caer la ley por acaparamiento de medicinas y drogas… ─Bueno más razón aun para tomártelas─ le comenta Pablo con algo de molestia. ─Esos químicos, aparte de ser inefectivos me ponen de mal humor, sobre todo esos anticonvulsivos. No sabes mucho de eso, pues este último año fue que los tome en mayor cantidad. Más bien cuéntame del viaje a Paris. ─No me quejo, me ha ido bastante bien. Por cierto, te comento que averigüé sobre tu doctor “brujo”. Ese José Gregorio se las trae, tiene muy buenas referencias en París. ─Eso me han dicho. ─Entonces ¿cuál es la desconfianza con el hombre? La última vez que me escribió me comentó que estaba mejorando, inclusive que recordar tu retiro intelectual ya no te atormentaba tanto. ─Pablo, pues todo iba bien, pero cuando comenzó con la vaina de las regresiones y los amuletos de azaba-


che, entendí por qué le decían el doctor “brujo”. Preferí dejar de ir y volver a las pastillas, que por cierto, también termine abandonando. ─¿Cuál es el problema de que le hagan regresiones? Deje el pragmatismo y vamos para allá de una vez. Además, recuerdo que hace cuatro años estaba muy medito en la investigación del budismo tibetano y la cábala. Y no es que eso del Golem y el Tulpa sean de las cosas más científicas.

En ese momento Pedro comienza a contraerse y estira la mano en dirección a Saulo, el sudor recorre su frente y se nubla su vista, con las fuerzas que le quedan le grita a su amigo: “–¡Las piernas, las piernas”, mientras tiembla a causa del dolor. Inmediatamente, Saulo se agacha y lo sujeta fuertemente, con la intención de evitar que se lastime por las fuertes contracciones, la respiración de Pedro se va haciendo más forzada. Saulo intenta ponerlo en el suelo y sujetarlo como puede. Las facciones de Pedro comienzan a desdibujarse, dando paso a un rostro deformado y desconocido por su amigo hasta ese momento. En una habitación con iluminación muy tenue, Pedro observa su traje color amarillo, y al fondo de la habitación ve a unos monjes orando en dirección a la imagen de Bodhisattva, quien en su mano tiene una lazo del infinito. Luego voltea a su izquierda para observar lo más siniestro que ha visto hasta ahora: visiones, una entidad delgada que desprende un aura de odio y desespero. Aunque no lo mira directamente, Pedro se siente observado por lo que él cree que es un petra, se distrae un momento, intentado buscar de nuevo a los monjes, cuando devuelve su mirada a la figura espectral, esta ya no está en el mismo sitio, ni él está de pie. Siente un tirón de repente en la piernas, un dolor que llega a subir desde su pantorrilla hasta la medula espinal, como si un grupo de navajas lo apuñalaran. Temeroso baja la mirada, ahí está, pegado a él, lacerándolo con su manos. Con cada roce de los dedos siente el recorrido de una daga sobre su piel. Con el avance de las heridas Pedro siente que desfallece, desea desmallarse; sin embargo, en el mundo onírico no nada hay semejante al desmayo. Al fin logra recitar una frase, que le da un poco de lucidez. Cuando Pedro sale del trance, está maniatado al sofá del despacho, Saulo lo observan con una mirada impávida. Saulo llama a Susana para preguntarle por el Dr. José Gregorio y sobre la posibilidad de que los atienda a la menor brevedad posible. Después de un rato Susana les comunica, que el Dr. no tiene más cupo en el hospital; sin embargo, estaría dispuesto a recibirlos en su casa el domingo 29. La mañana de la fecha pautada para la cita con el doctor, Pablo decide él mismo hacerse una regresión, pues recuerda que en el páramo logró varias cosas con la meditación. Sin embargo, esta vez tiene algo de nervios, además mira de reojo el amuleto del doctor José Gregorio sin darle mayor importancia: “–a fin de cuentas esto es una vaina mental ¿Para qué necesito un amuleto?”, dice con algo de desdén mientras se prepara para la regresión auto-inducida. En su sueño Pedro vuelve a recordar las palabras de aquel libro tibetano con respecto de la creación del Tulpa, es justo ahí que su cabeza se aclara, uniendo los fragmentos de su memoria perdida. Ahora entiende


quién es esa figura tan ominosa que lo lastima en sus sueños, quién le pide libertad. “–Sí, lo logré, sí, lo logré”, repite desesperado en su sueño mientras ve como se materializa su némesis onírico, su propia creación. Pedro tiembla ante este ser, quien se rebela totalmente, esta vez con una mirada más intensa que la vez anterior, pero sin atreverse a tocarlo “–¿Pero por qué me ataca?”, se pregunta sin lograr atinar a una respuesta concreta. Cuando esta entidad comienza a avanzar de nuevo hacia él en forma amenazante Pedro intenta por todos los medios salir de ese sueño. De repente abre los ojos, su cuarto tenuemente iluminado por una lámpara lo relaja un poco, respira profundamente y con el brazo que aún le queda operativo intenta sentarse para llamar al profesor Saulo. Cuando sube la mirada ve de nuevo a su némesis, quien ha abandonado el mundo onírico para proseguir su persecución. Ahí está amenazante como en sus sueños, la distancia que los separa es cada vez más corta. En el aire comienza a percibirse un olor a formol, mientras un sonido seco se hace más intenso a medida que esa entidad da cada paso.

“–¿Por qué, por qué?”, pregunta Pedro insistentemente “–Si yo te creé, no tienes ninguna razón para atacarme”.

Sin poder hacer más nada, y sin otra dimensión a la cual recurrir, Pedro expide lo que tal vez será su último suspiro.

─¿Cual es la historia de este Dr.? ─Lo encontraron con la tráquea casi destrozada y sufriendo fuertes convulsiones. ─¿Qué dice el diagnostico? ─No creemos que vuelva a despertar; además, solo respira porque está con ventilador debido al daño en su traque y el problema cerebral, consecuencia de la falta de oxígeno. Sin embargo, según la resonancia magnética tiene una actividad mental muy extraña. ─¿Por qué no lo desconectamos entonces? ─Eso mismo sugirió el Dr. José Gregorio. No obstante, tiene un seguro, que lo puede mantener respirando por mucho tiempo.


Negro y carmesí Por José Prada

...“Cause the night was mainly made for saying things that you can’t say tomorrow day” / “Porque la noche fue hecha por el hombre para decir cosas que no puedes decir al día siguiente” (Artic Monkeys)

Su trabajo en la oficina había terminado, luego de teclear haciendo informes y llenando planillas, llamando clientes y cerrando tratos, una charla jocosa con un colega y una mirada sucinta con la guapa, el jefe que les daba un cafecito sin azúcar, negro como la noche que cruzaba, un poco quemado y frio. La jornada finalizó con una campanilla intangible, marcando justo las ocho y media cuando todo cerraba y las computadoras eran apagadas, sus colegas emprendían tertulias alegres, mientras esperaban el transporte de la oficina, y él emprendía solo y resuelto su caminata a casa. Pero la noche era un extraño invento de la naturaleza que pocos seres llegaban a comprender y que esa ínfima minoría empleaba para sus propios asuntos, desde el simple descanso al complejo ataque, para arrastrarse por el fango y alimentarse de animales desorientados, para beber de néctares prohibidos en tiempos tan cínicos, para pronunciar conjuros indecibles a la luz del día, para pretender cosas, para taparse las arrugas, sacudir el esqueleto y fundirse en el pecado; un magnifico espacio cedido para lo oculto, lo sombrío, para aquello que era considerado blasfemo durante el paso del carro de Helios por los cielos. Infinitas eran, impensables también, y Fidel las ignoraba en su gran mayoría, mientras inocente, a la calle salía, bajo un cielo sin estrellas. Era su costumbre, una especie de ritual arcano que le permitía serenarse con el aire gélido de la noche, ligero y punzante, apretando su bolso contra su cuerpo y con la mirada fija en el horizonte. Caminaba tres cuadras y luego giraba en una zapatería, subía por una larga escalinata y seguía tres cuadras más hasta un enjuto bloque de apartamentos, bautizado como “El Limoncito”, con un pequeño cristo y un foco incandescente bañando de dorada luz el vestíbulo de cristal.

–No entiendo tu gran seguridad de andar así no más, dijo un colega. –Tal vez estoy loco, respondió Fidel, encogiéndose de hombros. –Eso mismo digo, comentó otro, con un cigarro en la boca. –Ten mucho cuidado, dijo la guapa, dándole un abrazo.


–Conozco bien el camino, dijo Fidel.

Ella le golpeó en el brazo, con una sonrisilla en el rostro. Cuidado, ¿Cómo tenerlo en semejantes calles? Su mera presencia implicaba una ofensa, se entendía como un desafío, una oportunidad que no podía ser desperdiciada por todos los diestros andantes de las sombras, diagonales amigos de lo ajeno. ¿Cómo ser precavido al caminar dentro de la guarida de un león? ¿Cómo pasar frente a las fauces de las bestias sin salir herido de gravedad? Gracias a Dios, ha podido ejecutar aquel menester en paz. Pero no debía estar retando al Destino en estas calles que estaban tan obscuras últimamente, tan desoladas ya desde las seis de la tarde, calles que daban cabida a imaginar una ciudad fantasma en vez de la pujante San Cristóbal donde, se suponía, vivía. “Parece una boca de lobo” decía su mamá hace tantos años, cuando iban por la carretera del Zumbador a la finca de su tío en el Cobre, y el carro se deslizaba muy pegado a la montaña en la serpenteante carretera a altas horas de la noche, pero la ciudad, lejana, brillaba como un pesebre. ¿Qué había pasado con ese precioso diagrama navideño? Era fácil decirlo: los focos se habían quemado o roto, y nadie tomaba la modestia de cambiarlos, es más, los buenos que quedaban, se lo habían llevado hace varios días, dejando una obscuridad perpetua

–Es una boca de lobo, –dijo–.

...“Cause the night was mainly made for saying things that you can’t say tomorrow day”...

Los versos restantes de la canción de los Monos Árticos no venían a su cabeza, pero sí el ritmo de la batería tocada modestamente por él haciendo chasquidos con su lengua y dando palmadas en la pierna. Iban dos cuadras y a lo lejos divisó una recatada figura, desfilando bajo una inusitada hilera de bombillos encendidos frente a una casa (luz naranja). Era una muchacha, tal vez unos años menor que él, se veía exquisita, bien proporcionada de volúmenes en sus caderas y busto, con el cabello suelto y un vestido de discoteca: pantaloncitos cortos, una blusa morada con trasparencia, la gargantilla que parecía de plata y los labios rojos, sus ojos eran finos, como los de una tigresa y caminaba para que todo el mundo la viera, no llevaba abrigo, y parecía un poco disgustada. La veía a los ojos y con vergüenza, bajó la vista mientras más cerca estaban; pero ella no le determinó. Lucía petulante, creída, la última Coca-Cola en el desierto, y pensándolo bien, un refresco no caería mal en este momento: al cabo que estaba soltero. Cada vez estaba más cerca y Fidel no podía evitar verla. Era hermosa, radiante, aunque desprendía pedantería de sus poros. Su cuerpo hacia olvidar todos aquellos defectos que resultaban fútiles a la hora de la chiquitica.


Sin embargo, las luces se apagaron de improviso, ella desapareció y solo un hueco negro quedó donde ella estuvo. Se escuchó un estrépito, un golpe seco, se removió, eran como bolsas de basura y algo cayéndoles encima, revolvían las bolsas. Fidel seguía encandilado por el repentino apagón. “De seguro es una rata hurgando en la basura” pensó. ¿Y cómo iban a desaprovechar esas ratas el tremendo festín que hay para ellas en las calles? Pero el sonido persistía, era cada vez más intenso, más violento, era más lucha, era más un grito ahogado, un gemido atragantado, se sacudía algo entre la basura, algo grande… no algo: ¡alguien vivo y estaba peleando con todas sus fuerzas! Era claramente audible, pero Fidel no podía ver nada. Seguía caminando y sentía que el sonido venia de la dirección hacia la que se dirigía. Sacando unas cuentas rápidas, se percató que en este momento ya la muchacha debía pasar a su lado, pero ya desde un buen rato no la veía, y se imaginó que tal vez había cambiado de acera o llegado a su destino. Mientras tanto, la lucha entre la basura seguía, era muy fuerte, había murmullos, voces muy tenues emergiendo entre el escándalo, botellas chocando, papeles revueltos, el olor a carne podrida surgía desde la distancia y Fidel casi podía imaginar las moscas revoloteando y los gusanos arrastrarse mientras cargaba la bolsa chorreante de porquería. Golpes, más golpes, un gemido, un grito.

–¡AYUDA!

El grito le estremeció profundamente, le heló la sangre y sus piernas flaquearon. Era una voz femenina. Indudablemente, la muchacha vestida de fiesta. El grito había sido ahogado en el mismo instante que emergió frente a él. Alguien la tenía, alguien abusaba de ella, debía tenerla agarrada y estar penetrando en oquedades que ella solamente podía autorizar bajo rigurosa inspección, intimas y que eran solo de ella. La luz volvió a encenderse y no había nada. Un hombre se levantó, los gritos y el escándalo se detuvieron. Muerte. Fidel se paró en seco. Sentía esa brisa etérea que soplaba cuando Caronte pasaba entre los vivos. Un hombre fue el primero y único en salir de aquel sombrío rincón. Él solo veía hacia donde debía yacer el cuerpo de la muchacha, con las manos apretadas y con un líquido carmesí en las yemas de los dedos, cubiertos por guantes negros. El hombre debía estar satisfecho, debía sentirse victorioso, debía estar tan orgulloso de sí mismo ante su repulsivo opus magnum, aunque haya salido corriendo tangente hacia la calle, en la oscuridad, dejando un sombrero gris a su paso. Muerte, debía ser. La muchacha no salió del callejón. Con su cuerpo sensual y la mirada despectiva debía estar tirada en el suelo cual muñeca de trapo, descocida por un costado, el abdomen y el pecho, con la inocencia destrozada y rechazada por su caprichosa dueña, esperando a que la Dama se la llevé y la deposite en una caja de madera… Esperando entre ratas, fruta picha, papeles llenos de mierda, botellas vacías, revistas viejas, humedad, hongos, peste. Muerte.


Sus tripas se revolvieron y dio media vuelta, dobló en la esquina siguiente y subió por una pesada cuesta que solía evitar gracias a la monumental escalinata dos cuadras, ahora, a sus espaldas. Trato de serenarse, pensando que esto era bueno para las piernas, así agarraba fuerza y tal vez algún año se animaría a hacer su propia peregrinación a la Grita; no obstante, prefería no prometer nada que no cumpliría. Su mamá y hermano le pasaba recordando todos los años de la travesía del Santo Cristo, pero él, muy diplomáticamente, aludía a su trabajo, a la problemática para conseguir comida, a su gata Petronila o cualquier otra excusa que se le ocurriera para posponer un viaje que tarde o temprano terminaría por hacer. Pasos. Se sintió aturdido al ser arrancado de sus pensamientos, pero había pasos que no eran los suyos. Pasos detrás de él. Eran audibles, innegables. Pasos. Puntuales, precisos. Él no caminaba así, él no usaba zapato de tacón, siempre lucía sus Converse negros y curtidos por la mugre y el uso, unos que tenía desde la universidad y los portaba con orgullo. La brisa débil soplaba y apabullaba un montón de papeles a mitad de la calle, levantándolos y precipitándolos contra el suelo hasta que sopló un brutal ventarrón que le estremeció. Los pasos seguían y la cuesta también. Pensaba en voltear disimuladamente ¿Y si era el hombre que atacó a la muchacha vestida de fiesta? Era testigo de un homicidio, y a nadie le gustaban los chismosos. Ahora lo mataría a él, el crimen quedaría impune porque nadie podría culparlo ni reconocerlo en una línea ¡Pero ni la cara le había visto! Solo las manos ensangrentadas, solo su posición fría frente al callejón, solo la carrera despavorida, y media vuelta ¿Por qué molestarle? Podía llegar a un trato con él, podía cerrar los labios hasta su tumba si le dejaba llegar a ella con el cabello canoso, podía hacer lo que él pidiera sin chistar, podía si lo dejaba vivir. “¡Por favor, por favor!” pensaba. El corazón latía muy fuerte, respiraba con fuerza en pequeñas ráfagas, y sentía un par de sádicos ojos clavados en su nuca, sentía la presencia del misterioso hombre encima de él, con esos pasos que martilleaban hasta lo más profundo de su ser. Pasos. Pasos. Pasos.

Sentía que se acercaba, que le tocaba el hombro, o que quería hacerlo, porque había una presión en su espalda y una aguja insertándose en su hombro. Acero atravesando su interior. Manos apretando su cuello. Una fina hoja sacándole el cuero. La válvula de su pecho explotaría, las bombas de oxigeno se reventarían. Si el hombre no le mataba, los nervios generarían un fallo masivo en su organismo. Pasos. Pisó triunfante un escalón bastante alto donde terminaba la cuesta, vio un coche pasar frente a él y se atrevió a voltear en aquel momento. Se topó con el hombre parado frente a él, con los brazos tras la espalda y una presencia que se proyectaba en todo su rango de visión, en toda su conciencia y sus terrores. El hombre vestía un abrigo gris que le cubría por completo y portaba un sombrero en la cabeza que tapaba su rostro tras una densa sombra tan oscura como la noche misma. Mientras más lo observaba, se sentía peor y ante los segundos pasando, su corazón era más veloz, las tripas se revolvían, las piernas perdían fuerza, la cabeza daba vueltas. Se perdía en sí mismo, se hundía en una oscuridad más profunda que la que le rodeaba. Se sentía agotado, ma-


reado, como si fuera a vomitar, pero no perdía la vista del misterioso caballero. No quería moverse, pero quería dejar de verle. El hombre tampoco se movía, ni un centímetro, parecía una estatua frente a él, parecía que ni respiraba y no se estremecía ante el creciente frio de la noche. El viento empezaba a soplar más fuerte y sonaba macabro entre el perpetuo silencio de lo que alguna vez fue una ciudad, de lo que alguna vez tuvo personas (personas con alma), en calles desiertas, edificios negros y sin vida, cascarones de cemento y asfalto, carros de aluminio y caucho, seres de carne y hueso.

“–Cuanta oscuridad, ¿no te parece?” Salió de su boca.

El hombre no hizo ruido alguno ¿y si le atacaba? ¿Si era él quien golpeaba primero? Podía tener una navaja en sus manos, escondida detrás de su espalda. De alguna forma increíble, dio un paso hacia su casa y siguió cuatro cuadras arriba, caminando muy rápidamente, aguantando las ganas de correr loco y desesperado, con la mirada pegada al suelo para concentrarse, y los pasos fríos siguiéndole muy de cerca. Pensaba en lo que podía hacer cuando estuviera en la puerta, calculaba las posibilidades. Tomó la llave y la sostuvo, lista para meterla en la cerradura. Ni pensaba en llamar a la policía, ellos no harían nada, solo responderían como parte de su obligación, pero le ignorarían de forma rotunda, al día siguiente acordonarían el sitio del deceso, removerían las cosas y volverían de donde salieron, sin respuestas, pues no les importaba; se sentarían en una silla, esperando más llamadas para repetir el negligente proceso. Moriría, sin más, sin que a nadie le importara, sin que nadie supiera, en la oscuridad de una ciudad vacía, entre la suciedad. Moriría, ¿de verdad? Podía estar solo exagerando, tal vez el hombre doblaría en la siguiente esquina y seguiría su propio camino. Pero no fue así. Tal vez estaba perdido y le daba vergüenza pedirle que le ubicara o estaba borracho como una cuba y disimulaba muy bien. Pero tampoco lo era. Tal vez… tal vez sí iba a morir. Quería correr, salir disparado como un bólido calle arriba hasta perderlo, correr y correr por kilómetros, salir de este infierno sombrío, alejarse de este martirio, de esta agonía. Era como un perro jugando con un escarabajo, dándole golpes por aquí y por allá, aplastándole una pata, luego la otra, el abdomen y por último la cabeza, dejándolo muerto, entonces el perro se aburría y se iba. Y el escarabajo era un amasijo destripado. Finalmente llegó al edificio, miró a ambos lados y el hombre no estaba. Suspiró aliviado y entró al vestíbulo dorado, brillante como un castillo de cristal y oro. El corazón le palpitaba con fuerza en el interior de su pecho, las manos le temblaban y su frente brillaba del sudor, la vista estaba un poco borrosa y la risa emergió inaudita. El pobre Fidel se agitaba con fuerza, soltando las más obscenas carcajadas que recorrían fatalmente todo el edificio, escalando por el hueco de las escaleras, reptando por los pasillos, las recamaras, a oídos humanos lo


cuales perturban en su lento viaje onírico, sacándolos de arrebato del lecho, proyectando a los más osados escaleras abajo, mientras que los más temerosos se encerraban en sus habitaciones, se cubrían con las sabanas y contenían su propio grito de terror. Los rostros consternados se mezclaban en el áurico portal, todos enfundados en modestos pijamas, buscaban respuestas a la misma cuestión, con una mezcla repugnante de temor y curiosidad. La señora Matilde y su esposo Justino trataban de calmar al enloquecido Fidel. Ella lo cogió entre sus manos como si de su hijo se tratara y lo consolaba mimando sus cabellos revueltos y sudados. Justino, en cambio, con tono de reproche, le instaba a levantarse y retirarse a su apartamento, ducharse y tomar la cena, para él poder descansar. Por otro lado, los presentes no dejaban de murmurar, con una argamasa de pavor y desdén, colmados de una intranquilidad en sus ojos debido a las carcajadas. Lentamente, las risas se convirtieron en un gemido sordo, atorado en lo profundo de sus entrañas, hasta que lo escupió en un llanto amargo y espasmódico, acompañado por gruesas lagrimas saladas. En su mente, el hombre le asesinaba una y otra vez a sangre fría, desde diferentes ángulos y perfiles en los recovecos oscuros del inconsciente: el acto se repetía de forma despiadada y la carne moría auténticamente, retorcida en la paranoia, la impotencia. De un momento a otro se detuvo el llanto y los presentes por un momento creyeron que todo había acabado, pero una mueca de sorpresa se dibujó en su rostro, muda por completo y se proyectó con un terrible crescendo, irguiendo la mano ante los vecinos, apuntando con el delgado índice hacia la doble puerta de cristal. La mueca se transformó en un grito sin aire y rompió en un bestial bramido, despavorido. Fidel se arrastró a cuatro patas escaleras arriba, sin lograr apartar la vista de lo ominoso que había en aquella puerta. Los vecinos se esfumaron del vestíbulo y trabaron todas las ventanas del edificio luego de ver aquello que el muchacho tanto instaba que vieran y solo dos grotescas manos quedaron marcadas con sangre sobre el grasiento vidrio del vestíbulo dorado del Limoncito.


Reflejo en el infierno Por Geraldine Rincón

Los baños de este tétrico y conglomerado aeropuerto son repugnantes. Con razón que nadie desea entrar aquí; estoy sola. No entiendo cómo alguien puede instalar un espejo en la parte posterior de la puerta. ¿Acaso desean que uno se observe mientras defeca? En fin, necesito salir de este pútrido sanitario. La puerta está trancada; empujo con fuerza, pero el esfuerzo es inútil; no soporto el hedor, mi nariz llora de dolor. Uno a uno, los bombillos de los baños cercanos comienzan a estallar y queda, colgando y rechinando, el bombillo arriba de mí, el cual titila lentamente. Un ruido ensordecedor emanado del espejo me absorbe y todo se torna negro. Desde la penumbra de la nada absoluta, un brillo rojo surge y se aproxima pausadamente; mi piel se eriza ante su presencia. El brillo va tomando forma en lo que parece ser un espejo; es antiguo, con un borde rojo y algunas manchas. El espejo ondea como si fuera una especie de portal. No logro ver mi reflejo en él. En este punto mis opciones son reducidas: ¿permanezco en la penumbra de la nada absoluta o traspaso la barrera de lo ilógico e ingreso en este extraño espejo? Opto por la segunda. Me siento pegajosa. Al levantar mi mano izquierda percibo el origen de esa viscosidad: estoy cubierta de sangre y, en mi mano derecha, empuño un cuchillo. Inmediatamente evoco, desde los confines de mi inconsciente, aquel atroz incidente. Las gotas de sudor recorren mi frente al no comprender esta situación. Cierro los ojos. Un viento, ardiente y luminoso recorre mi cuerpo hasta llegar a mis ojos. Algo semejante a una caricia roza mi espalda escotada por mi bello y ahora pegajoso vestido azul marino. Abro los ojos y solo está, frente a mí, el mismo espejo, pero con un brillo verde aceituna. De él emergen dos grandes y deformes manos grises repletas de gusanos, quienes se arrastran por sus orificios descompuestos como invadiendo una manzana. El fenómeno me toma, su aliento huele a muerte y su rostro a perfume. ¡Ese perfume! Antes de que pueda decir palabra alguna el monstruo, mirándome fijamente, me penetra. Una lágrima recorre mi rostro y se pierde en la penumbra. Abro la boca y parpadeo dos veces; el freak desaparece. Parpadeo una vez más y el espejo, con brillo amarillo sol, está frente a mí. Retrocedo un paso, sin embargo, ese maldito espejo tiene sus propios planes: me succiona y arroja, en ropa interior, a un viejo colchón, donde se derramó hace muchos años la inocencia de una niña, cuyo nombre deseo enterrar en las fronteras del olvido. Mis brazos están repletos de moretones, heridas físicas y emocionales, las cuales un día juré no volver a tener. Escucho gritos ubicuos, provenientes de todos lados y de ninguno, la mujer más hermosa de este mundo me está hablando después de su deceso: “–¡Mira lo que te ha hecho ese monstruo!”


Ahora me doy cuenta: estoy embarazada y sé exactamente de quién es. Por mi cuerpo recorre el frío de la indignación convertido en vergüenza. Intento lavarme con un manto de lágrimas –mis lágrimas– saladas y sucias. Mientras seco el llanto, de un momento a otro, todo se desvanece y el espejo iluminado de morado surge; me succiona y me lanza a la sala de estar de la casa de mis padres, donde viví algunos años de mi infancia. Mi mamá está tejiendo un suéter, sentada en su mecedora favorita y junto a ella estoy yo de pequeña. Juego con mi muñeca de trapos mientras nos calentamos frente a la chimenea. Aquella escena emblemática borra mi sonrisa cuando el monstruo llega, cuyo nombre, al igual que el de esa niña, deseo enterrar en las fronteras del olvido. El monstruo, en estado de ebriedad y bajo la influencia de psicotrópicos, despide a mi mamá por los aires hasta que, por efectos de la gravedad, el suelo detiene su caída; la golpea, la escupe y le dice consecutivamente “zorra”. Ella le suplica que se detenga y le grita a esa niña –mi fantasma de la infancia– que no se acerque. Esta situación nos petrifica. Lo peor de todo es que no podemos hacer nada por nuestra mamá: ella con un metro veinte de estatura y yo como un fantasma a quien nadie, en esa habitación, escucha ni ve. Los minutos que dura el femicidio se vuelven horas de suplicio para mí. La vemos tendida en el suelo; vomita sangre y gime, pues sus lágrimas ya se han agotado. El monstruo da su golpe final y termina la primera parte de su fechoría, ya que no le basta con asesinar a su esposa, sino desea dañar a su pequeña. La niña, temblorosa, deja caer al suelo su muñeca más preciada cuando el espectro la lleva al cuarto de arriba, levanta su vestido, arranca su ropa interior y la penetra; todo esto en menos de un minuto. En menos de un minuto y a mis 6 años de edad, experimenté la suciedad, indignación y vergüenza juntas. El diabólico ser cae inconsciente en el colchón manchado por mi inocencia. Aprovecho el momento para huir en busca de la mujer más hermosa de este mundo. El cadáver de mi mamá está impregnado de ese asqueroso perfume, cuya fragancia es tan agria que ni el vinagre se compara con ese aroma. Confundida y atormentada por las imágenes producidas en un minuto y al ver el cuerpo inerte de mi mamá tendido en el suelo, mi fantasma de la infancia hace lo primero que se le viene a la cabeza: toma un cuchillo y mientras el monstruo duerme, corta su yugular en dos pedazos. Su sangre está en nuestras manos y nuestra sangre está en su pene muerto. “–¡Basta! ¡No quiero recordar ni un segundo más esta nefasta noche!”, gritó. El espejo, con un brillo azul “esperanza”, tiene escrito “el último”. Sin pensarlo y alentada en salir de esta pesadilla hecha realidad, saltó hacia el espejo. Para mi sorpresa, aparezco en el pútrido sanitario de este tétrico y conglomerado aeropuerto. Empujo la puerta y está trancada. Uno a uno, los bombillos de los baños cercanos comienzan a estallar y


queda, colgando y rechinando, el bombillo arriba de mí, el cual titila lentamente. Un ruido ensordecedor emanado del espejo me absorbe y todo se torna negro. –¿Hora del deceso, doctor? –03: 00 a. m.

Dante y Virgilio cruzando el río Estigia / Grabado del S.XIX


Un nuevo comienzo Por Juan Santana Despierto en medio de la noche, completamente agitado y desorientado. Todo está totalmente oscuro. Al no poder ver nada, empiezo a percatarme que estoy solo entre las tinieblas. Me levanto, siento un intenso dolor en mi espalda. No consigo distinguir si estoy en mi cama o en el piso de mi habitación. Al final me doy cuenta que no importa; siento que es lo mismo, sencillamente no logro conciliar el descanso que tanto anhelo. Mis pensamientos y pesadillas me atormentan cada noche impidiendo que pueda llegar a descansar. Hay ocasiones en las que comienzo a sentirme tan abrumado que no puedo encontrar una clara diferencia entre un sueño y la realidad. En las dos siempre hay oscuridad, siempre hay una sombra abrumadora sobre mi ser. ¿Qué sentido tiene poder diferenciar la realidad si de cualquier modo es lo mismo? ¿Acaso debería vivir mi sueño como una realidad o la realidad como un sueño? ¿Qué caso tendría? A veces puedo recordar algunos sueños en los que por breves instantes, puedo ver una luz al final de la habitación, no obstante, al despertar, veo que en mi realidad esa luz no existe, solo hay una oscuridad, y aquellas imágenes mordisquean mi mente para llevarla a la locura. En otros, puedo ver una flecha que dicta la dirección de mis pasos; sin embargo, cuando me despierto, solo puedo ver discordancias entre mis pisadas. A pesar de ello, en ambos llego a sentir cierto aire de esperanza. Empiezo a desear encontrar una prueba que me muestre de alguna manera que hay más de lo que he sentido en toda mi vida, alguien que me diga que aún puedo encontrar una razón para seguir con la monotonía del día a día; pero aún no he podido descifrar lo que puede ser. Cuando por fin vuelvo a reconciliar mi sueño, un rayo de luz se cuela por la ventana de mi alcoba y me avisa que es el comienzo de un nuevo día. En ese momento, llega a mí la tonta esperanza de que podré comenzar de una manera diferente, pero la sombra de mi soledad me envuelve y me arropa con un frio manto de tristeza y melancolía. Continuamente trato de descubrir la razón de aquella aflicción, me pregunto muy seguido si se trata de un vacío que hay en mí ¿por qué existe ese vacío? ¿A qué se debe? ¡Pero si tengo todo lo que podría desear! ¿Será acaso que hay algo dentro de mi qué está mal? Me digo a mí mismo que, quizás, podría intentar visitar a un psicólogo. Momentos luego de pensar esa posibilidad, siento un temor inexplicable. No he podido averiguar cuál es la razón de aquel temor, no sé si tengo el miedo de perder aquellos sentimientos a los que me he acostumbrado ¿será que es el pánico que tengo, de que digan que estoy loco? En cualquier caso, aquella idea quedó descartada hace un buen tiempo. Por alguna razón, siempre le he tenido fobia a los doctores, incluso me asusta la idea de ir a un hospital. El horror a la sensación de incertidumbre domina mis pensamientos, no poder saber si estoy bien o mal.

Al terminar otro largo día, lleno de trabajo y de debates mentales, pude llegar a mi casa. Usualmente uno creería que da paz llegar al hogar después de una jornada dura de labor, pero en mi caso, el llegar a ella repre-


senta una fuerte carga, ya que ahí dentro se apodera de mí un sentimiento de melancolía. Me propuse ir a dormir, esta vez logré conciliar el sueño de inmediato. Y ahí estaba yo, otra vez acostado sobre el mismo duro y frío lecho, acurrucándome como si quisiera protegerme del exterior, mientras soy arropado por ese sentimiento de pesadez. Volví a despertar a medianoche, he de decir, que no es nada nuevo, pero esta vez es muy distinto a otros momentos: el lugar estaba bañado de una intensa luz que lastima mis ojos. Me siento desnudo, y a su vez, me percato de que mi cama se está moviendo, como si la estuvieran impulsando hacia los lados. Me embarga la incertidumbre y la zozobra al desconocer mi paradero, pero me esfuerzo a sobreponerme ante aquellos sentimientos. Poco a poco abro mis ojos, contemplando, no con mejores expectativas, el entorno en el que me encuentro. Luz blanca, intensa, lastimera bañan un pasillo largo por el cual me estoy moviendo, las paredes del lugar lucen bastante desgastadas, el blanco que alguna vez les cubrió estaba casi totalmente corroído y en muchas partes destrozado. No puedo moverme, algo me ata con fuerza a la cama, enseguida alzo mi cabeza para ver qué es, descubro que estoy atado con una especie de correas de cuero, lucho por liberarme, por muy rusticas que se vean, no me lastiman, pero el hecho de no sentir dolor no resulta nada gratificante, en cambio me hace sentir un temor y una impotencia muy grande, mientras la angustia se apodera complemente de mí. No sé dónde estoy ni tampoco a donde voy. De repente llega a mi cabeza una idea bastante escalofriante del lugar en que me encuentro, trato de negar aquella posibilidad, pero a medida que avanzo, se reafirma.

Por fin me detengo. Empiezo a sentir que estoy siendo observado, pero al levantar mi rostro noto que estoy solo, no hay más nadie. Solo encontré una especie de espejo gigante que está incrustado en la pared frente a mí. Me veo en aquel espejo, observo que no estoy en mi cama, si no en una especie de camilla, tampoco tengo puesta mi pijama, solo me cubre una bata. Comienzo a gritar pidiendo ayuda, pero me doy cuenta que mi voz es muy tenue, nadie lograría escucharla por más que grite y solo el eco vuelve a mí a la distancia. Cierro los ojos y por un largo rato empiezo hacerme a la idea que no hay en estos lóbregos pasillos que pueda ayudarme, estoy solo, a la deriva. He decidido rendirme y aceptar mi trágico destino en este destierro. Pero, de pronto, un pequeño zumbido emerge en mis oídos, una voz familiar, pero no consigo recordar de quién era ni tampoco entender lo que decía, solo sé que es dulce y llena de amor. Por muy complicado que resultara, intento concentrarme y entender lo que dice; por un segundo me parece comprenderlo y retorno a mi infancia, en brazos de mi madre, pero prefiero hacer caso omiso. De repente siento en mí como una especie de pellizco y a su vez comienzo a sentirme revitalizado. Percibo una fuerza y energía que corre a través de mis venas, determino aprovechar esa sensación y decido moverme en la camilla para poder soltar esas correas que me atan.

Después de haber insistido por un largo rato las correas empezaron a ceder hasta el punto en que me pude librar de ellas. Me levanto de aquella camilla y busco desesperadamente una salida; y ahí está, clavada entre el espejo y un colosal reloj antiguo que marcaba eternamente las 12.40. Decidí dirigirme hacia ella e intentar abrirla, pero me doy cuenta que está bloqueada por el otro lado. Empleando la reciente descarga de energía, decido tratar de abrirla, retrocedo unos cuantos pasos atrás para tomar impulso y arremeto contra la tabla de


duro nogal. El primer golpe me lastima enormemente y siento un dolor recorriendo cada fibra de mi cuerpo, pero la puerta cede. Casi agotado, tomo impulso de nuevo y cargo contra la enorme puerta, esta vez lo logro, zafo el seguro de la puerta, aunque con ello, casi la destrozo por completo. Estando afuera de la habitación encontré un pasillo que parecía casi infinito, estaba lleno de puertas a los lados: imagino que también estarían bloqueadas. Caminé a través de aquel pasillo, decidí ver por las ventanillas que tenían aquellas puertas, lo que pude ver adentro de ellas fue escalofriante. Vi que en todas las habitaciones estaba yo, mi cuerpo destrozado y retorcido en múltiples posiciones sanguinolentas del ballet más fino y pulcro de la gran Rusia zarista, pies en punta, espalda recta, cabeza en alto; frente a nobles cortesanos que admiraban el repugnante espectáculo que era mi martirio. Estremecido ante aquellas imágenes, me detuve a pensar a mitad del pasillo: ¿Si no hubiese escapado de la habitación, ese también hubiese sido mi resultado? ¿Qué fue lo que me salvó?, ¿Por qué esa voz decidió ayudarme de entre todos estos “yo”? Aquello me estuvo rondando por un tiempo, sin poder darle respuestas. Seguí caminando hasta el final del pasillo y encontré una reja que bloqueaba el camino. Intenté abrirla, pero era diferente a las demás, estaba bloqueada con una cerradura electrónica, deduje en ese instante que de seguro habría un panel eléctrico que la abriera, intenté pensar en dónde podría encontrarlo, al principio empecé buscando a los alrededores de la reja, pero recordé que en la habitación donde estaba recluido había una pequeña caja eléctrica dentro de ella. Decidí volver a atravesar ese pasillo para encontrar la habitación y realmente me tomó un largo tiempo encontrarla, puesto que no estaban las ventanas que me ayudaban a ver lo que había dentro de ellas. Cuando entré en la habitación correcta, sentí un fuerte escalofrío al ver mi cuerpo sobre una camilla totalmente desnudo y degollado. Me detuve, por varios minutos, con mis ojos abiertos como si fueran platos, sentía un horror teñido de roja muerte recorriendo todo mi cuerpo, me comencé a preguntar, ¿realmente soy yo? El olor a muerte y putrefacción emanaba de este ser revolvió mis entrañas y ensucié todo el piso de aquella habitación con lo que regurgité. Pude ver que era bastante extraño, había vomitado una especie de sustancia amarilla y viscosa. Decidí centrarme en mi objetivo, empecé a buscar por todos los rincones del cuarto. Por fin pude encontrar la caja eléctrica, tenía que ingresar alguna combinación de cuatro dígitos. Arrojé el cadáver al piso y me senté sobre la camilla. Pasé un buen tiempo tratando de descubrir cuál era la contraseña. Introduje varias combinaciones al azar, sin resultado alguno. Pero la respuesta estaba en el viejo reloj marcando las 12.40. Escuché al fondo del pasillo cuando la puerta se abrió luego de introducir los números en la consola. Salí de la habitación y atravesé el pasillo hasta la reja que se encontraba abierta, entré en ella y me di cuenta en seguida de que era una sala de espera, pero todo estaba completamente destrozado, había sillas de ruedas y camillas volteadas, algunas rotas, otras, parecían quemadas. Por el suelo había varios cristales rotos. Esos vidrios me recordaban a unas ventanas ¿Ventanas? Ese es mi boleto de salida de este lugar. Si había vidrios rotos en el piso, era porque había ventanas, y esas ventanas, podrían ser mi salvación de este horrible y desolado lugar. A diferencia del pasillo y de las demás habitaciones que había a mis espaldas, esta sala estaba bastante oscura, solo había unas cuantas lámparas encendidas y las otras estaban averiadas.


Entre tanta oscuridad, decidí comenzar a buscar alguna salida cercana, pero mi búsqueda fue en vano. En esa sala no había ninguna ventana y, si alguna vez la hubo, imaginé que estaban tapadas por una gruesa capa de concreto. No había salida, no tenía escapatoria alguna, las esperanzas e ilusiones de salir de este infernal lugar se habían extinguido. En la sala, solo, sin esperanzas y teniendo como único consuelo la pequeña luz que alumbraba el centro de la habitación, decidí recostarme en aquel suelo rebosante de cristales rotos y deformes. Deseaba sentir dolor, por lo menos uno que fuera distinto a la melancolía que había en mí ser. Recostado en el suelo, sentí como comenzó a desgarrarse mi carne poco a poco por causa de esos cristales y mirando alrededor, podía ver como lentamente se formaba un pequeño charco de sangre que se iluminaba gracias al resplandor de una lucecita. Mi sufrimiento terminaría pronto, estaba resuelto a morir rodeado por mi sangre. Comencé a sentir como una parte de mí se alejaba, distanciándose de mi cuerpo, tras cada exhalación, la vida se me escapaba en el aire que salía de mis pulmones. Por un momento sentí que alguna persona, allá en lo más alto, se contentaba al ver que toda esperanza que llegué a tener, estaba destruida. Acurrucado en mi charco de sangre, presentí que estaba por enviar el último suspiro, entonces vi como la última luz de esa habitación se apagaba y me era negado morir. Las heridas comenzaron a cicatrizar y podía sentir como las partes que se estaban alejando volvían a incorporarse a mí. No entendía qué estaba sucediendo, ¿La razón de mi débil fuerza se debía al vacío que ahora está frente a mis ojos? O ¿hay algo que tengo que hacer para poder obtener el descanso que tanto anhelo? Me levanté, y mientras lo hacía, toda la sala comenzó a iluminarse. Vi que todo lo que había con anterioridad, era totalmente distinto. Había ventanas y en ellas se podía apreciar un bello mundo que me revitalizaba. La luz del sol entró por aquellas ventanas e inundó por completo la habitación. Decidí dirigirme hacia la ventana y encontré una vista espectacular, un paisaje verde y lleno de mucha vida. Era hermoso, pero cuando me doy la vuelta, observo que en el centro de la habitación hay varias sillas de ruedas colocadas en forma de círculo, y sobre estas había personas. Quedé intrigado por aquel panorama, pero prefiero darme la vuelta y seguir apreciando lo hermoso de la vista. De un momento a otro, todo quedó opacado, las luces se volvieron a apagar y otra vez todo a mi alrededor quedó oscuro. Lo que sucedió luego fue algo que nunca podré olvidar. Una luz se encendió sobre mí, dejando el resto a oscuras. Poco después se iluminó el resto de la habitación y me encontré rodeado por personas extrañas en sillas de ruedas. Tuve la vaga sensación de una repentina aclaración: ellos eran los que había visto en las otras habitaciones. Traté de ver las caras de aquellos cuerpos, pero no pude, el dolor y la tristeza en aquellos rostros era bastante fuerte, la apariencia famélica y la presencia de una sustancia amarilla derramándose de sus bocas me asquearon y pensé: “¡Pobres seres atormentados!”. Pero de repente todas centraron su fría mirada en mí y quedé completamente inmóvil: nunca antes me había sentido así. Una extraña lona de color blanco se tendió frente a mis ojos y con ello inició una orquesta de extraños soni-


dos. Volteé a ver qué ocurría: me hallaba con que los cuerpos en las sillas de ruedas habían desaparecido; en su lugar había un gran proyector que se encendió cuando lo vi. Decido voltear y volver a ver la lona blanca. En ella comenzaron a proyectarse imágenes que al principio no les encontré sentido, pero al rodar la cinta, pude llegar a descifrar su significado: era mi vida, mas no era yo el protagonista de ella, sino otras personas. Comprendí que las personas que se estaban proyectando eran las mismas que había visto en las sillas de ruedas, todas ellas eran distintas, pero con la misma historia, y a su vez, esta se relacionaba con mi vida. Además, todas compartían el mismo final. Todos encontraron la muerte, unos de forma despiadada, otros de forma muy dolorosa, pero todos, llenos de tristeza y soledad. Pasaron las mismas imágenes por un largo rato, ya estaba comenzando a cansarme de verlas una y otra vez, decidí cerrar los ojos, pero incluso así, podía seguir viendo la luz de las proyecciones. Volví a abrir los ojos y las imágenes ya no estaban, las había re-emplazado una palabra que estaba escrita varias veces. En diferentes direcciones, tamaños y tipos de escritura, cubría por completo la lona y era difícil de entender por la gran cantidad de letras entretejidas. Tras verlas por varios minutos llegué a la conclusión que decía “Cambio”. Empecé a pensar cuál era el significado de aquella palabra, lo más obvio que llegué a pensar era que tenía que cambiar algo, pero ¿Qué tenía que cambiar? y si cambiaba: ¿eso me salvaría de tener un final diferente a las otras personas? Pensé mucho en mí, en lo que he sentido, en lo que he visto y en lo que he vivido, ¿Será que tengo que cambiar mi forma de ver, de sentir y de vivir? ¿Esa es la repuesta? Volví a cerrar los ojos debido a que la luz era muy intense y me lastimaba la vista. Al volver abrirlos, ya no había nada alrededor. Todo empezó a oscurecerse, pero logré ver una luz a lo lejos. Decido ir hacia donde está aquella luz y veo que hay dos marcos sin puertas. En uno de ellos estaba aquel paisaje que había podido ver por la ventana; al acercarme pude ver que allí había una pareja de espaldas, la chica estaba embarazada y ambos parecían muy felices. Estaban hablando, pero no lograba entender qué decían. Eso sí, sonaban muy joviales. Miré a la otra puerta y ahí estaba alguien durmiendo en lo que parecía ser mi habitación. No pude ver su rostro, pero era obvio que era yo. Se podía escuchar pequeños ruidos, como de una persona llorando. Junto a la cama, estaban varios frascos de pastillas abiertos. Al verme, allí en la cama, volví a mirar a la pareja y me di cuenta que la contextura del chico era un poco diferente a la mía. Era extraño, ya que parecíamos tener aproximadamente la misma edad. Volví a ver al yo que estaba acostado, pero la visión comenzó a hacerse borrosa en ambos marcos. Por un segundo vi algo parecido a un antiguo reloj. En ese momento salió de los dos marcos una neblina oscura, evitando que pudiera seguir observando el panorama que allí se encontraba. Claramente esta niebla seguía permitiendo mi entrada. Comprendí que me estaban ofreciendo una nueva oportunidad. Ambas eran una salida de esta pesadilla. En una podría volver a comenzar y tener una nueva vida distinta a la que ya tenía; en la otra, en cambio, podría hacer caso omiso a todo lo que vi y continuar con la vida que ya tengo. Si cambiaba, no tenía por qué volver acabar así. No sabía qué hacer, no sabía a dónde ir.


Decidí cerrar mis ojos por última vez, y comencé a caminar a tientas. Sentí una leve sensación alrededor de mi cuerpo. Desde mis ojos entrecerrados vi un pequeño resplandor. Sentí que había atravesado el humo y cuando lo hice empecé a notar que ya no me encontraba en el sueño.


MANTRA Por Leonardo Bustamante

07.25am

Noche viste un manto negro que la arropa entera. Su figura –aunque humana y pedestre– flota a centímetros del suelo, suspendida. Por su boca entramos al reino de las pesadillas y solo quienes se aventuran en el descenso hasta el fondo de su vientre logran tropezar con su hermana, Muerte. De día sobre la tierra inventamos excusas que nos distraen del destino fatídico que nos aguarda al ocaso de los días, pero ella yace al otro lado de una puerta oscura y una pesadilla puede ser su fiel anunciadora. Para este hombre, el descanso dura lo que un abrir y cerrar de ojos. El alba se despliega por el cristal de la ventana y acontece la mañana. Etéreo fue el descanso del insomne. El Andante Cantábile de Tchaikovski hizo dramática la soledad de la cena, el disco sobre el plato pretendía el rito de un viaje hacia el sueño, la predisposición al descanso, el mensaje a la psique que lo prepararía para dormir, utopía de un despertar reparador; sin embargo, el estruendo de la alarma matutina del reloj desde la mesa diluía toda ilusión de amanecer ligero, sereno; por lo que el cuerpo, tendido –rendido– sobre la cama, anhelaba empequeñecerse bajo la sábana hasta comprimirse, escondido del mundo, preso en un biombo de cristal, envasado en vidrio, vacío, en el vacío. Era cierta la tarea de reducir su mundo al contemplar la mesa del comedor ahora en su cuarto, pero con solo una silla: la casa era desde entonces un lado de la cama, una silla y una mesa, un solo baño, y él, sobreviviendo entre escasísimos objetos.

(Cuando la noche ocurre pesada como el ancla de barcos viejos uno emerge a la superficie para despertarse en la ducha). Descorre la cortina de baño y peregrina hasta el espejo que se erige en un rincón de la habitación, como si se dirigiera hacia un altar. En su peregrinaje desprende un hilo de agua que rápidamente es absorbido por la alfombra a los pies de la cama. El espejo –al igual que Noche– tiene hermano: un perchero que ofrenda la ropa preparada con atisbos de esperanza la noche anterior. Mientras se seca ante el reflejo de su cuerpo se mira directo a sus ojos y comprueba que su insensibilidad permanece intacta; curando todo síntoma gregario, tasajeando el cordón umbilical que antes lo unió a los demás, castrándole hasta el apaciguamiento, sus pulsiones. Sabe que juega con los límites y le preocupa que la mutación resulte irreversible, le preocupa ser demasiado alterno, un Charles Manson, un ratón grotesco. El asunto es que se ha determinado a erradicar toda forma de fe, toda certidumbre de índole metafísica que lo embelese de ilusiones, que lo rebaje a la empatía humana con la que estaría otra vez disponible; es decir, vulnerable al


tajo de angustia ante la confianza que de nuevo sería vulnerada. La preocupación se resuelve mediante un movimiento de segura frialdad que cierra el último botón de la camisa. Coge el bolso y descansa la correa en su hombro, mira el reloj de pulso y deduce que dispone de tiempo antes de abrir la farmacia; por lo que se dirigirá hacia el Jardín de niños para saborear su propia podredumbre, hasta saciarse sin culpa, porque a fin de cuentas de monstruos y fantasmas estamos hechos. Aunque es normal que los integrados teman mirarse en el fondo de sus abismos: los zombis que deambulan en los centros comerciales.

08.30am Cuando se acerca al enrejado del pre-escolar suena el timbre, lo que le recuerda al perro de Ivan Pavlov, científico amado por los generales que hizo práctico un modo de conducir masas mediante la programación. Imagina las babas del canino resbalando ante el sonido de la campana, esperando un pedazo de carne; Se sorprende ante el milagro: no hay ningún trozo de carne, pero sí entelequias y el control de todo su mundo bajo el predominio de otro. El hombre se desprende de su cavilación científica y abraza el bolso para corroborar que dentro yace el producto, se ubica frente a la columna que sostiene el enrejado, suficientemente escondido de las maestras, pero visible al monstruo. Ella se acerca con su braga y su pequeña camisa amarilla. Arrastrando un piecito, segundos después asoma su labio -leporino- y sonríe:

“–¡Dulce o pesadilla!”

Rápidamente extrae del bolso el frasco de aceitunas cuyo costo, considerando el cambio en el mercado negro –que es el que rige– le ha costado la mitad de su quincena. La pequeña ríe arrebatada, partiendo el labio superior en dos tiras que bailan, babosas frente a sus incisivos; el resplandor verde de las aceitunas deslumbra entre el aceite verdoso a consecuencia, el sol no escatima en traspasar sus rayos a través el frasco. La mirada de la niña se adhiere compulsivamente al envase hasta guardarlo celosamente en el bolsillo frontal de la braga y con malicia voltea para determinar que no hay maestras cerca. Junta las manitos, respira hondo, cierra los ojos y procede a enseñarle el mantra.

02.30pm La farmacia donde trabaja se ha quedado sin personal. Durante meses escuchó hablar de certificación de títulos, validaciones, apostillas, visados y ese rosario de palabras huidizas que recitan los emigrantes. La ciudad se está quedando sin gente, los anaqueles se muestran vacíos. Él está aburrido de responder a los pocos compradores que se acercan sosteniendo un récipe médico, temerosos: “ese medicamento no ha vuelto a lle-


gar”. Es hora de bajar la persiana de la caja de compra-venta. Suspira al ver la blanca hoja de relación de ventas del día, luciendo tan inmensa como vacía. Para retrasar el pavor que significa volver a casa comienza a escribir sobre la hoja de ventas, a la manera de una caligrafía, el mantra del monstruo que hará bostezar a la noche. El vacío claro del papel comienza a llenarse con trazos compulsivos de una grafía temblorosa, declinada, torcida. Es una frase repetida que deja pocos espacios entre letras y palabras. En la soledad de ese expendio de medicinas vacío retumba el mantra, en su cabeza estalla la imagen imborrable de la boquita del monstruo, pronunciándolo, meditativa, serena. De la farmacia el sonido del mantra sale hacia la calle para clausurar la tarde, callando al viento en los alrededores. El mantra puede matar en los alrededores. Los pájaros caen, flotando en la tarde como hojas de los árboles, con el corazón agitado por el impacto de lo que acaban de oír; la niña, a tres cuadras, suelta la mano de su tía (el único familiar que queda en la ciudad), se ovilla y recoge un pichón muerto, le retira las hormigas, lo guarda junto al frasco de aceitunas y planea que jugará a enterrarlo, dándole cristiana sepultura. Calle arriba el hombre camina en dirección a la bodega. Entra directo al área de verduras donde le espera entre la blancura de los vacíos estantes una enorme calabaza amarilla, torcida. Paga, quedándose sin la otra mitad de su quincena. Luego se dirige al Sauce de los ahorcamientos para robarle una espiga, sin querer pisa un pichón que cruje su débil osamenta bajo el zapato y esparce alrededor la sangre.

INDICACIONES EN TORNO AL MANTRA: Preparar la calabaza: debe llevar dentro una espiga del Sauce llorón en el que fueron ahorcados los jóvenes disidentes d el régimen del Gral. Eustoquio Gómez. La calabaza debe estar sobre la mesa de noche, meticulosamente situada; es decir, simétrica en relación a la mesa. Recitar el mantra hasta que el sueño entre con su invasión poderosa Evitar la presencia de objetos filosos o punzo-penetrantes a un radio de 2mts. del cuerpo del durmiente.

09.45pm El mantra hizo bostezar a la misma noche y el farmaceuta trepó por ella hasta introducirse en su boca y descender hasta el vientre. La garganta era un desfile militar de mutilados y desahuciados en nombre del heroísmo. Al fondo, dos murallas, altas, separaban a todos los hermanos. Avanza hasta atravesar una nube de agente naranja que le produce estertores. Confundido, corre entre multitudes de noctámbulos hasta que se vio en el tren de Barcelona. Minutos después de salir a su destino una bomba descarrila el vagón, precipitándolo a Parque Central. Respira, aunque el aire de la ciudad aparece contaminado, siente que el Big Bro lo observa. Alza


la mirada sorprendido por dos grandes pájaros de hierro que van directo hacia las torres del WTC que en segundos se desploman. Desde el polvo y los escombros emerge por la tierra hasta salir al Monte de las bienaventuranzas. Desde la cumbre contempla en silencio a los viandantes que huyen de la guerra. Cuando se decide a enterrar en la arena de una plazoleta en Ciudad de México el papel con la caligrafía del mantra, su mano golpea un cráneo humano que se hallaba enterrado.

07.25am El reloj desde la mesa de noche estremece la habitación. Aunque no se tratara de un descanso reparador el hombre ha rozado bordes de un mal que acontece en otras latitudes. La certeza de saberse despierto y la comprobación de que esta forma de la violencia ocurre lejos, le arrebata una sonrisa que asegura un día tranquilo, como ha sido costumbre en esta tierra de gracia. Cobijado bajo la ilusión de lejanía inherente al horror, sacude el polvo a la televisión y la enciende. Estupefacto y ante la pantalla observa desde el noticiero el ingreso de tropas foráneas que se atrincheran en zonas estratégicas de su ciudad. El hombre baja la mirada y contempla los hilos de agua que resbalan por su cuerpo dejando un camino desde la puerta del baño; las gotas vibran sutilmente hasta que el estremecimiento se extiende a las paredes de la habitación y el edificio, como la boca de la noche a plena luz del día. El hombre cierra el último botón de su camisa y mira el reloj, sabe que debería haber abierto la farmacia hace minutos. Afuera ruge el combate, adentro aguardan los fantasmas. El hombre se sienta en el precipicio de su cama.



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