RETAZOS

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Editorial Martin


RETAZOS


Ana María Labandal

RETAZOS

EDITORIAL MARTIN Colección Delapalabra


Queda hecho el depรณsito que marca la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Prohibida la reproducciรณn total o parcial sin autorizaciรณn de la autora. IMPRESO EN ARGENTINA Editorial Martin - 2012 ISBN:978-987-543-495- 460-5 Se terminรณ de imprimir en los talleres grรกficos de Editorial Martin sitos en Catamarca 3002, de la ciudad de Mar del Plata, en octubre de 2012.


A mis hijos Para que recuerden



Prólogo Mis días son sólo retazos de vida en el vacío A.M.L.

Muchas veces la gente se pregunta qué es lo que mueve a una persona a escribir. Fellini ha dicho: “El hombre escribe porque se sabe mortal”. Y qué es lo que la impulsa a publicar un libro. A esto respondió Jorge Luis Borges: “para dejar de corregir”. Si unimos ambas afirmaciones para aplicarlas a esta edición podríamos aventurar que Ana María Labandal tal vez lo haya hecho por la necesidad de dejar un testimonio, para no morir en el silencio, pero sobre todo porque la literatura permite borradores que pueden ser reescritos, no así la vida. En la vida hay momentos definitorios, situaciones que uno no podrá nunca volver atrás y habrá que rendir cuentas por ellas. Los cuentos que integran Retazos indagan las distintas formas y aspectos que rodean a la soledad y se tienden la mano unos a otros a través de personajes que van desnudando, primero de a poco pero cada vez con mayor intensidad, sus vidas y sus almas. Estos seres cargan en su pasado, embriones de historias abortadas por cobardía, y vagan con la imposibilidad de recuperar el tiempo perdido o enmendar ese error que los podría haber llevado a ser hombres y mujeres con experiencia porque se han dejado atrapar por el miedo, la angustia, el engaño, la culpa, la turbación o la melancolía. De poder reconocerlo y enfrentarlo es de lo que trata este libro. Ana María Labandal es una narradora que sobrecoge por la búsqueda en la que se sumerge para desentrañar la psicología 7


de sus personajes que, si bien nacen de la ficción, siempre son fruto de una observación atenta y crítica. Temas como la rutina, la vida sin motivo, el desconsuelo, los fracasos, el remordimiento, los secretos, la congoja y la angustia son puestos bajo el microscopio y en ellos la autora se detiene. Para lograrlo hace uso frecuente del monólogo interior, con el que consigue hacer audible los pedidos de auxilio de sus personajes, y una prosa finísima y detallada. Andrés de Luna dijo una vez: “El cuerpo en literatura no es el cuerpo real que tenemos ante nosotros, sino uno que, a través de las letras, se puede hacer crecer hasta el punto que llegue a envolvernos”. Y Retazos nos envuelve… porque los cuentos −algunos reflexivos, otros trágicos, irónicos o dramáticos revelan directa o indirectamente la historia de muchos otros que sin duda van a verse reflejados. En esto radica su fuerza: leerlo nos obligará a enfrentar el miedo a encontrarnos. Cuando un autor presenta su libro, muestra con pudor lo que ha escrito. Cuando otra persona se hace cargo de la presentación puede recomendar sin pudor lo que ha leído y éste es mi caso. Marcela Predieri Octubre 2012

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De Sangre

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Ángel

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n vuelo de cabotaje volví a la infancia. El destino me arrojó sin red en forma de viaje de trabajo. El jefe de sección estaba en Paris y se necesitaba un representante de ventas en Posadas. Andá vos, Amelia, de paso volvés al pago. Maldito el destino, que entre todos los centros comerciales de la empresa me había llevado justo allí. Desde que vendí la casa familiar me negaba a desenterrar esa parte de mi vida. No es que haya sido infeliz, es que me duelen los que no están, vos más que todos, y uno se habitúa a evitar el dolor, busca estrategias. La mía es simplemente no pensar, burlar los recuerdos de lo que fue y cuando buscan un hueco donde meterse y se cuelan en mi conciencia, los espanto como un mosquito molesto para que no crezcan chupándome el alma y me anclen en el pasado. El hotel, con sus laberintos de pasillos que sitúan las ciento –más algunas– habitaciones en una sola planta extendida, era un refugio refrescante contra la humedad pegajosa que había olvidado. Menuda obra de arquitectos y paisajistas expertos que ayudados por el clima completaron la atmósfera selvática con helechos emplazados en canteros de tierra moteados con piedras esféricas. Macizos internos y externos, separados entre sí por grandes ventanales. Más profusión de 11


enredaderas y orquídeas cayendo de las paredes en cascadas desde maceteros de paja, fuentes de aguas susurrantes en cada recodo donde se bifurca el camino hacia los dormitorios y luces difusas que dan un tinte íntimo y seductor. ¡Cómo se siente el fluir de la vida en este costado del mundo! Pero fue después, al abrir las puertas-balcón de mi cuarto con vista a los jardines para salir al aire tibio del atardecer, cuando sentí el aroma familiar de las noches de la niñez. Me sacudió el recuerdo de papá y mamá sentados en los sillones de mimbre del parque, nosotras en los escalones del porche jugábamos a los dados y nos contábamos las pecas. ¡Cuánto lamento no tenerte! Te extrañé todos estos años. ¿Por qué te moriste, si todavía no empezabas a vivir? ¡Me has hecho tanta falta! Cuando tuve a mis hijos, cuando gané amores que después perdí, cuando se enfermaron los viejos y no tenía a nadie que compartiera mi dolor. Los de afuera querían, pero no sirve el consuelo ajeno. Sólo vos hubieras sentido exactamente lo mismo que yo, Daniela, pero ya no estabas. Tal vez por eso papá y mamá no querían vivir; se ve que yo no les alcanzaba. Fueron egoístas, me dejaron sola en esa casa alejada y yo quería quedarme, era la forma de no perderte del todo. Pasaba mis tardes, siestas interminables, sentada en la hamaca debajo del limonero. Dormitando pensaba en vos, recordaba cada momento y lo traía a ese presente vacío para sentirte cerca y lo lograba. Siempre mis ojos descansaban en el mismo fruto, compartía con él mis recuerdos. En mi delirio de adolescente 12


solitaria el limoncito mutaba, se iluminaba, resplandecía, y en ese fulgor podía imaginar que en su interior latías en formas difusas que intentaban cobrar vida. Quería pensar que era un pedazo de vos, o vos misma, contenida en él. Mis ensoñaciones lo transformaron de simple limón a objeto de luz, translúcido y vibrante, dador de paz y aliento, único en su especie. Ya no era limón para mí, era mi ángel guardián, el protector. Veía en su piel rugosa las pocas marcas que te dejó una vida que te robaron. Y entonces fuiste vos. Ya no era, por tanto, un limonero. Era el árbol de la Sabiduría y de la Paz, un árbol divino en apariencia terrenal, donde cada tarde encontraba mi ángel confidente. La reunión empezó puntual y se extendió hasta el mediodía. Sabía que me esperaba el típico almuerzo de camaradería, para reforzar las relaciones interpersonales, donde se hablan trivialidades, se toma en exceso y termina al atardecer. Luego, lo de siempre: la vuelta al hotel, recoger el equipaje, el traslado al aeropuerto para abordar el avión de regreso a Buenos Aires. Me retiré casi sin pensarlo, no sé con qué excusa tonta y salí a la calle. Caminé apenas unos metros y paré un taxi. Fue un acto involuntario, de autómata, pero ahora sé que la idea tuvo que gestarse en mí al momento de tocar después de tantos años este suelo que fue mío. Sólo recuerdo que me encontré de pronto bajo el sol de mediodía en un taxi, volando con la mente por la ruta conocida y que 13


creía olvidada, hacia donde fue nuestro hogar. El auto detuvo su marcha frente a una tranquera cerrada con candado. Más allá, la casa se veía abandonada. Sus paredes descascaradas y el pasto crecido, con altos cardales invadiendo el jardín. Ya no había flores y aprecié el contraste con la exuberancia verde de las plantas del hotel. La vida y la muerte, el hoy con todo por hacer y el ayer que no vuelve más. Pedí al taxista que me aguarde unos minutos. No iba a tardar, no había mucho que ver. Trepé la tranquera de madera dura, con precaución, para no clavarme una astilla de la superficie reseca por tantos soles. Antes la cuidábamos con pinceladas de aceite de lino. Caí del otro lado y me temblaron los tobillos pero no me dolieron, los tacos altos de mis zapatos claros no están habituados al impacto de un salto. Recordé las alpargatas con suela de yute que mamá nos compraba en el pueblo. A vos te gustaban blancas, Daniela. Yo prefería azules. Caminé entre los cardos y el pastizal. Lejos de una agresión contra mi piel, ahora suave, los sentí como caricia de bienvenida a mis tobillos. La casa abandonada, derruída. Faltaban algunos escalones de la entrada, la puerta y las ventanas desprendidas de sus goznes y sus tablas podridas. Ya había visto demasiado. Cobarde, no me atreví a seguir la inspección. Mejor conservar en mi mente la imagen de cómo había sido. Las lágrimas no me dejaban ver más. Parpadeando me volví hacia la vieja hamaca, debajo del limonero. No estaba, se la habrán llevado. Y el pobre árbol sin vida, seco y gris, inclinado sobre sí mismo como 14


si los vientos del destino lo hubiesen doblegado. No olía a azahares en esta primavera. La tristeza se me vino toda junta. Mejor andate, Amelia, y seguí negándote al recuerdo, como hasta ahora. Una última mirada y mi vista sorprendida cayó en el limoncito guardián, el ángel que yo llamaba Daniela, que fulguraba como una luz de opalina. Sólo él resistió al tiempo y al olvido. Me estiré y en una pirueta digna de equilibrista, gracias a la inclinación del árbol pude alcanzar el fruto. Se sentía tibio entre mis dedos, temblaba en el hueco de mi mano con los latidos erráticos de un pichón que encontró el nido. Agradecidos, ambos, porque nos rescaté: a él de la soledad y a mí de tu ausencia. Ya al resguardo, en mi cartera, juntos salimos del parque abandonado hacia el presente, que me esperaba en Buenos Aires, con lo que quedaba de mi juventud. En el taxi, camino al hotel, mi mano tocaba una y otra vez el calor del ángel del pasado y sentí que era algo más. El reencuentro con vos, hermana mía, y con la que fui antes de perderte. Porque desde ese momento y para siempre supe que sos ese ángel. Me esperaba en el aeropuerto sólo una de mis hijas. No culpo a los demás, no habrán tenido tiempo. Nos abrazamos y me miró diferente, me dijo ¿estás bien, mamá? Miraba sus ojos verdes y en ellos veía los tuyos, que reflejaban tu ternura. No había reparado, hasta ese momento, en el parecido. Mamá, hay luz en tu cartera. Parece que tu celular está encendido o te llaman. Está iluminado, fijate. Vamos hasta el auto, se hace tarde, seguime, está cerca. Yo 15


sabía que el resplandor en mi bolso no provenía del teléfono. Con gesto casi reverente volví a acariciarte.

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Navidad

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on las primeras horas de una tarde espléndida. El cielo está despejado, ni una nube. Y el sol calienta mis ramas donde me han crecido unas pocas piñas cerradas, ya casi tantas como las que lucía mi hermano el año anterior. Pronto irán a madurar, abrirse y caer. Ya el viejo del ranchito de atrás vendrá a juntarlas con su bolsa raída y escucharé de nuevo sus quejas sobre la artrosis y la cadera; no entiendo su dolor, pero desearía poder calmarlo. Soy muy joven todavía, tengo mucho que aprender. Algunos vecinos apenas me superan en tamaño, y otros son todavía más pequeños. Me siento responsable por ellos. Quiero cuidarlos, al menos contarles mis cosas. Sé lo que se siente cuando uno está solo y desprotegido. Hay otro lejano, que alto se estira al cielo y nos habla de lo que ve del mundo. De pronto se acerca un hombre joven con un niño y me distrae. El chico me señala entusiasmado. Quiero éste, dice. Me da gusto su alegría. Ya no sufro, siento mis miembros aletargados, la savia se espesa en mis venas. Mamá y papá me ubicaron en un rincón al lado de la ventana que da al jardín. Otros árboles me dan la bienvenida. Soy un privilegiado, ya tengo una familia y un hogar. Hay clima festivo, los tres chicos me embellecen con adornos que sujetan a mis ramas. A pesar de los pellizcos y unos tirones no me quejo, me siento amado. Para terminar mamá me corona con una estrella y rodea mi cuerpo con dos 17


listas de luces multicolores que encienden y apagan. Temo que este calor y el parpadeo constante no me dejen descansar, espero que se apaguen por las noches. Ahora sí, estoy en la soledad del rincón como observador estático de la escena familiar que cada día se desarrolla frente a mis ojos. Se hace tarde y nadie viene. Es extraño porque apenas baja el sol ya están Marina y Juan con mamá en casa. Al rato llega Silvina y cuando se sientan a la mesa entra papá con su maletín de cuero negro, que deja cada noche sobre el piso a mi lado y me echa una mirada simpática. Parece que los chicos se olvidaron de mí, me ignoran la mayoría del tiempo. Creo que esperan un día especial, dicen que alguien dejará a mis pies unos regalos que han pedido, y cada tanto los sorprendo mirándome con ilusión. La única que se acerca es mamá, para encender o apagar mis luces. La luna está alta en el cielo, la veo a través del ventanal, y no llegan. Han pasado sólo diez días pero ya me encariñé con todos, daría mi vida por ellos. Son felices a su manera, se ríen mucho y a veces pelean, gritan, discuten, pero se siente el amor. Aprendí qué significa ser familia. Está todo muy callado, hoy. El silencio de la casa sólo es interrumpido por el sonido del teléfono, que ha sonado tantas veces, demasiadas. Tengo miedo, me siento inquieto. El hogar no es el mismo desde que mamá y los chicos 18


no están, no sé qué les pasó; sólo sé que no van a volver, por papá y Silvina, que lloran, se abrazan, y muy tristes lo repiten. Aquella noche de terror de golpe la casa se llenó de gente. Los demás se acercaban a brindar un inútil consuelo, hablaban de la fatalidad, de un semáforo y luces rojas que alguien a quien maldicen no ha respetado. Las mías ya no se encienden, no mencionan la Navidad y yo sigo ignorando de qué se trata. Ahora nadie viene, seguimos los tres solos. Todos los días son iguales. Ellos muy temprano por las noches se retiran a sus habitaciones y por las mañanas sale cada uno por su lado, para encontrarse a la hora de la cena en un silencio abrumador. El hogar está sucio y callado, y esta tristeza es tan contagiosa que mis ramas cada vez más secas no soportan el peso de los adornos y van cayendo lentas pero sin pausa. Una mañana llegó a invadirnos una mujer gorda, con delantal celeste. Tomó la casa como propia, con un plumero y una escoba. Al principio sentí temor de esta intrusa que llaman Aurelia; actúa como mamá, pero no se le parece. Comprendo que el aroma a limpio, a café y tostadas, trae una serena normalidad y lo que queda de mi familia parece más a gusto en el hogar ordenado. Tal vez ahora vuelva algo de la alegría perdida. Hoy percibo algo distinto. Un clima extraño flota en el ambiente, se siente al respirar como un misticismo en el aire. 19


Debe ser un día especial, porque papá y Silvina están en casa. Se levantaron tarde y no salieron. Aurelia actuó con torpeza, a los apurones. Se le caían las cosas de las manos. Pidió retirarse temprano para preparar todo y estar con los suyos. Estamos solos con la tristeza. Las luces del día se diluyen y se oyen en el exterior risas, gritos entre vecinos, corridas, autos que llegan y se van. La casa, en la semioscuridad del televisor encendido, se ilumina con colores que parpadean y que dan un halo encantador al ambiente. A Silvina la buscan sus amigas, se despide con un beso y se va aliviada, parece contenta. Papá cierra las cortinas, melancólico, como si le doliera la felicidad de los de afuera y casi veo a mamá y a los niños revoloteando como entonces. Mis ramas siguen cayendo. Ya es pleno verano, tengo sed, mis brazos están mustios. Me desnudan, me liberan de estos colgantes, sacan la estrella de mi cabeza y desenroscan de mi cuerpo las luces, que antes brillaron y nunca más encendieron. Mi rincón vuelve a quedar desierto, lo ocupan con un sillón azul. Me pregunto dónde vamos con papá, que me carga en la camioneta y enciende el motor. Recuerdo que así me trajo, con Juan sentado a mi lado abrazándome, cuando éramos felices, todavía estábamos vivos y llenos de energía. Antes tuvo más cuidado, no hacía estos movimientos bruscos que me sacuden. Salimos de la ciudad, reconozco la tierra donde nací. Papá hace un alto en 20


el costado del camino, baja la tapa que me contiene y me tira al costado sobre el pasto seco, tan sediento como yo. No me mira, se va. Me pregunto si habrá pasado algo así con mamá y los chicos, ¿los habrán tirado como a mí? Nunca supe bien qué fue de ellos, pero sí sé lo que pasará conmigo. Lo he visto antes, cerca de donde estaba anclado. Pasará el verano, vendrá el otoño, y con un hacha los hombres tomarán por pedazos mi cuerpo para llevarme quién sabe adónde.

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Llave al pasado

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l tren se detiene en la estación del pueblo. Es la última parada antes de retomar el rumbo y volver sobre sus pasos. Mi cuerpo despierta del letargo monótono, después de horas de un traqueteo que sacudió mis huesos hasta herir el alma. Me asomo a la quietud del paisaje conocido. El mismo olor de otras tardes y el juego de la luz del sol que bailotea entre las hojas de los álamos traen mil imágenes que se agolpan en una memoria sin tiempo. Anclada en el ayer, sólo quiero caminar hasta el hogar que creía olvidado, pero hoy la añoranza me deja sin aliento, me golpea, como una energía fatal liberada después de años. El sonido de mis pies sobre el camino empedrado se impone al rumor del viento entre los árboles. Una congregación de pájaros escolta mi regreso y el recuerdo. Y estas flores blancas que estrenan su presente al costado del arroyo, galope por los tiempos del juego fácil. Lo recorro con la mente y con los pasos. Antes de plantearme el rumbo conozco la bifurcación correcta, la elijo sin vacilar. Tengo dos horas antes de la cita con Castillo y hubiera sido traición a mi niñez discutir los derechos sucesorios antes de volver a la casa del abuelo. Al final de la calleja puedo ver el portón y la higuera de la hamaca; está enferma, se ve marchita. La fachada parece menos imponente, está descuidada, como el jardín lleno de malezas que el abuelo mantenía a raya. Agito el llamador de 23


hierro sólo por sentir el golpe apagado sobre la madera. Busco la llave bajo al macetón a la izquierda de la puerta. Nadie la descubrió. Sigue allí, semienterrada en la tierra húmeda que hierve de gusanos. La limpio con un pañuelo de papel que arrojo sobre los yuyos. Qué importa otro desecho entre tanta mugre, los parientes más que el piso. Me enfurezco. Los otros no se han ocupado de mantener digna la casona y la reclaman. Si la quisieran no la habrían dejado languidecer. En el interior no hay luz, sólo la que se cuela entre las rendijas de una ventana, y el resplandor detrás de mí proyecta mi sombra agigantada como espectro del ayer que vuelve para hacer justicia. El olor húmedo de la casa me deprime; contrasta con el recuerdo del dulce de higos de la abuela que llenaba el aire por tres días. Al fondo del pasillo, la biblioteca donde he pasado largas horas saboreando historias de viajes, de guerras, de amores. Me apresuro a entrar. No hay libros ni escritorio, ni sillones ni anaqueles. Los carroñeros se alzaron con todo. Ya no quiero ver. Busco la puerta que conduce al resto de la casa, llena de polvo y sabandijas. Anduvo la lacra también por acá. Las paredes descascaradas me arrancan el llanto, me arrepiento de haber faltado estos años, no advertir el saqueo que se llevó la dignidad de todos. El vacío se burla de las reuniones alegres alrededor del fuego, de los cuentos del pasado, los besos en la frente. Me pregunto dónde anidan los valores, el ejemplo; dónde están las miradas cómplices, los juegos. 24


Ya no hay nada acá de aquellos tiempos, y nada queda de su espíritu, sólo el lamento, que es más que un montón de muebles viejos. Decido no luchar, que se guarden el botín, no quiero avergonzar a los fantasmas del pasado. Vuelvo sobre mis pasos a las piedras del sendero, me lleno los pulmones con el aroma de la niñez, me prometo no olvidar. Conservo en el bolsillo, como un tesoro, la llave de la casa del abuelo.

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Desde el útero

T

oco el timbre y la puerta se abre al instante. Soy yo, mirándome absorta desde el otro lado del umbral. Los mismos ojos verdes, la tez mate, una boca como la mía, de labios al revés decían los chicos ¡cómo se burlaban en la escuela! Ella tampoco va a necesitar colágeno en el labio superior. No sé calcular el tiempo que estuvimos estudiándonos en el silencio. Me hace entrar, atravesamos el living oscuro con demasiados muebles y llegamos a la intimidad de la cocina. Me siento en un banco frente a ella, nos separa el aroma tibio que se diluye a través de la mesa. Tiene preparadas dos tazas, una para ella, otra para mí. Será la primera vez en nuestras vidas que compartamos un café. Pensar que hace tres días ella ignoraba mi existencia. Aunque es posible que también sintiera aquel asomo de hermana en el alma. Yo la presentía en los sueños, un sobresalto sin motivo, una intranquilidad que no podía explicar. ¿Le habrá pasado igual? Al principio no hablamos, mudas nos descubrimos en la otra. Es rara esta certeza de tener un doble. En algún momento vivimos tan cerca, fuimos una sola célula que se formó en el mismo nido. No fui feliz. Ahora entiendo. Sentía que estaba en un lugar equivocado, con gente extraña que fingía ser familia. Sin abrazos, un beso de vez en cuando. Ahorro de palabras, miradas clandestinas, retaceo de caricias. No culpo a nadie, 27


tal vez yo marqué la distancia. Los sentimientos no se obligan. Los viejos no son mala gente. Se compraron una hija y aún hoy hacen lo que pueden. Busqué la paz en la Iglesia y por Internet. Pacté con Dios y le recé al Diablo. Los tratamientos convencionales, psiquiatras y psicólogos, no tuvieron éxito. Emociones que llegaban sin motivo, pesadillas en las que me perdía para no volver a encontrar el camino. Cada día la misma sensación de ahogo, inquietud. Fobias, me decían los especialistas. Después supe de un gurú que podría ayudarme. Me llevó tiempo juntar la plata, ellos no lo hubieran entendido ¿quién cree en regresiones, en vidas pasadas? Dos semanas fueron suficientes para revelar la verdad de mi existencia. No fue necesario seguir indagando, la reencarnación no era la respuesta. En el centro mismo del útero materno encontré la causa de aquella incompletud que me ha acompañado todos estos años. Ese lugar oscuro y tibio, húmedo, pegajoso en el abrazo con alguien más que estaba conmigo. La percepción de ser dos en uno nunca fue tan clara como entonces. Dos seres entrelazados en el cuerpo lo que dura la gestación y en el alma por lo que resta de vida. Tal vez más allá de la muerte. Los viejos no son mala gente. Lo repito para convencerme. Después de todo, me criaron como pudieron y cuando los apuré escupieron un retazo de historia. La que les importa. El hermano de una amiga me ayudó, con título y cara 28


de abogado. Nunca falla la palabra mágica, abogado, seguida por la posibilidad de una temporada a la sombra. Juramos no hacer alharaca si la mujer cooperaba. Una historia como tantas, con el agravante de ser la propia: una madre joven, casi niña; un embarazo indeseado y la oportunidad de salir del problema con unos pesos en el bolsillo. Se habrá comprado un televisor y el equipo de música, con suerte. Con los datos que dio la partera averigüé quién se quedó con mi hermana. Después fue fácil encontrarla. La llamé hace tres días y le adelanté el asunto. Pensó que era broma, que estaba jugando. Cuando insistí, se asustó. Es comprensible. Aunque la inseguridad no llega a su pueblo del Norte, me pongo en su lugar. Me creyó pero con reservas, con pocas ganas accedió a recibirme. Una avenida asfaltada de doble mano, un puñado de calles de tierra y escondidas tras el jardín del frente, la puerta maciza y una sola ventana con postigos entreabiertos. Parece un sueño estar charlando con mi hermana. Me siento de regreso, a salvo en el nido. Después del silencio lloramos, reímos, nos contamos secretos tontos y detalles profundos. No se casó, como yo. Sus padres murieron jóvenes, hace algunos años, en un accidente de tránsito. La han querido, sin duda; dice que los extraña. En el fondo de la pupila batallan el amor de niña y el dolor de huérfana estafada. A ella también le mintieron. Las sombras de la noche piden encender luces y 29


calentar la sopa. Entre las dos desentrañamos nuestras propias sombras, que se descubren gemelas. Desarticulamos las almas para recomponer la vida desde otro lado, con esperanza, en nueva perspectiva. Orden en el caos, amor en los ojos, mano entre mis manos. Vuelve la historia completa donde había dos mitades, como aquel juego de encastre que manipulaba cuando era chica. Estamos en la cama, esperando el sueño. Sentimos los años como un paréntesis de olvido y nuestros pulsos retoman los acordes de la memoria. Me pego a mi hermana, la abrazo y acomodo mi cuerpo a este otro cuerpo, como dentro de aquel útero, tal como lo recuerdo. No tengo miedo a dormirme; la mente dejó de girar en falso, se ancló en la pureza del reencuentro. Con ella y conmigo. Para qué voy a conjurar los duendes, ya tengo mi atrapasueños. No sé qué haremos ahora. No sé si vamos a quedarnos juntas, si dejaré mi vida en Buenos Aires o ella querrá estar conmigo. No se recupera el tiempo pero me conformo con este comienzo. Voy a recoger mis partes para vivir como pueda. Esta vez con paso firme, confiada porque seguí el instinto y casi segura de que no estoy loca. Aunque eso nunca se sabe.

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Encuentro

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ómo me gustaban los atardeceres en la playa. Lo sabías. Será por eso que viniste a verme, con ese ramo triste que cuelga de tus manos y en los ojos una aceptación húmeda. Descalzo para no mojar los zapatos de cuero, las olas envuelven tus tobillos bajo los pantalones arremangados. Evoco la sensualidad de la espuma alrededor de mis piernas y la arena fresca, donde hundía los dedos de almeja mientras el sol se ocultaba en el mar y yo que no me cansaba de mirar el paisaje. – De nuevo acá, Nora. La misma playa, idéntica perspectiva. Hay más gente y construcciones. Si no fuera por los edificios y mis canas, si no fuera por tu ausencia y el pasado, podría amarte en esta misma arena. Qué bien te amoldabas a mi cuerpo, cómo coincidían nuestras formas; me duele recordar la sensación de tus pezones en las palmas, casi siento entre mis manos el peso de tus pechos. Hace tiempo, no sé llevar cuentas. Años por demás, con desamores y olvidos. Nos creíamos dioses, dueños del mundo, eternos, devenidos en humanos por cosas de la vida. Supe de tus viajes, el hijo que perdiste, las derrotas familiares, la carrera ascendente. En tanto, crié los hijos, amé mucho o poco; algo me han amado. Supe de muertes, abandonos, también fui feliz y siempre yo. – Nunca te olvidé, te deseaba en todas las mujeres y 31


ninguna me hizo feliz. Si no pisé más el pueblo fue para no llevarte a la fuerza. Supe que te casaste ¿ya no me amabas? Ahora, cerca del fin, te quisiera para mí. Tenerte en mis últimos días, por eso vine, por egoísta. Quién sabe, tal vez te hubiera convencido, con tu marido muerto. No vas a saber de mi cobardía y que siempre quise volver. Nuestro tiempo no es más nuestro, el destino nos dejó solos, compartimos algunas noches, muchos besos y buen sexo. Después el adiós obligado. Te recordaba a veces, en una flor que nacía, conmovida en un paisaje o en la antesala del fracaso. No pensé que habitaba en tu presente, casi no tuvimos pasado. Nada es tan claro ni tan cierto, ya veo. Por las flores, las lágrimas y tu imagen, sé que al menos cada tanto me extrañaste. Te amo, siempre te quise. Alguien viene, un joven desaliñado. Los chicos de ahora son tan distintos, tal vez si mi Enrique viviera se vestiría así, no hacen caso a los mayores. Pantalones flojos, el torso desnudo y tatuado, un montón de collares, el pelo largo despeinado que parece sucio. Me mira fijo, profundo, casi da miedo. Gracias al bastón tomo coraje y espero de pié, inmóvil, que llegue a mi lado. Adivino su intención de hablarme. –¿Señor Guerrero? –Soy yo. – Me avisaron mis hermanos que anduvo por la casa de mamá, yo no vivo ahí desde hace años. Nunca supe de usted, pero me daba cuenta de que Martín no era mi padre. No me 32


quería, me trataba distinto a mis hermanos. Mamá me dijo que lo buscara, que ya era hora. Ella no quería molestarlo. No hizo falta buscarlo, vino solito. Reconozco los ojos de Enrique en estos otros, acusadores, que me miran con dureza. –Dios mío, te juro no lo sabía. Cómo te llamás. Por qué Nora no dijo nada. –Decía que usted era un hombre importante, que tenía una vida complicada. Cuando quedó viuda me contó la verdad, que se fue del pueblo y nunca más llamó. Se casó con papá por mí y no hablaron más del asunto. Hasta el último momento, cuando me pidió que lo busque y le diga quién soy. Soy Francisco, señor Guerrero. Francisco se llama. Me extiende la mano. – Sos mi hijo, Francisco. No me pidas que te dé la mano. Dame un abrazo, el primero entre los dos. Perdoná a este viejo si te moja el hombro. Qué ironía, hijo, ahora que me estoy yendo, que no queda tiempo. Si sólo me hubiera avisado, habríamos tenido elección. Los dos fuimos cobardes. –Señor Guerrero… –Papá, decime papá. –Es difícil, no estoy acostumbrado. Papá. Tengo un departamento acá cerca, quédese… quedate. Tenemos tanto para hablar. ¿Las flores…? –Para Nora, me dijeron que está en el mar. Son para Nora. 33


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De Soledad

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Sin vos/z

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l desamor y la niebla, juntos en conversación silenciosa, se encuentran al salir del almacén. El frío de la calle parece no alcanzarla. La miro caminar lento, con manos en los bolsillos y recuerdos que le chorrean del pañuelo atado a esa cabeza vencida. Ya no hablamos, antes era mi novia, mi amiga, mi todo. Antes, cuando cantábamos en los bares y aprendíamos el amor. Pero aquella noche que no la acompañé, egoísta y celoso porque era mejor que yo, nuestro mundo se nos vino encima. La alegría se metía tibia en el cuerpo, le vino a la memoria el olor a vainillas de la abuela, la única que había confiado en ella, la única que la había querido. Sintió que su destino se iba encauzando, al fin alguien valoraba su voz. La presentación en el pub fue un éxito, la aplaudieron como nunca y tuvo que agotar su repertorio para conformar al público, que pedía más. El dueño del boliche le entregó el porcentaje como habían convenido, no podía creer toda esa plata junta. ¡Pensar que en casa no daban un mango por ella! Que no pasaría de los bares de mala muerte, que se iba a morir de hambre. Les tapó la boca. Sí, señor. Su mejor jugada fue cuando aceptó la propuesta de cantar en El Líbero, aunque tuvo que separarse del grupo y dejar atrás a Lautaro. Ya lo va a entender, estas oportunidades se dan una vez en la vida, a veces ni eso. 37


Si hasta la plaza, al cruzarla, le daba la bienvenida. Esos bancos amigos que la acompañaron siempre, ensayaban nuevas melodías. Podía sentir el rumor de los arbustos aplaudiendo y los vítores de los pájaros que buscaban el amanecer, cómplices de tardes interminables. Pronto descubrió que soñaba despierta y los arrullos eran una realidad atroz, una pesadilla de la que no podría escapar. Un grupo de fantasmas la rodeó. Seres que en la noche aullaban como animales, con porros y cerveza, bestias de muerte con hambre de sangre, la suya. Despertó en el hospital, sola. Quiso incorporarse pero su cuerpo evocó el tormento e ignoró la orden. Recordaba poco, algún instante de lucidez, el frío en la piel desnuda sobre la hierba, las ganas de estar muerta y el dolor. Alguien la habrá encontrado. Se esforzó pero su mente no registraba el rescate, se mecía en un limbo confuso. El tiempo se detuvo entre el terror y la fantasía, los gritos y el olvido; las caras, los lugares fragmentados; la mirada en suspenso. Así llegaron los primeros atisbos del ataque en cascada y cada oleaje iba forjando esa nueva mujer en la que se convirtió. No encontraba el alma, la dejó olvidada o se la robaron en aquella plaza oscura, antes compañera. Su madre la visitaba con pesar y por compromiso, para cubrir las apariencias; nunca fue cariñosa. El silencio era la única compañía, en los ojos el grito de un te lo dije con sabor a cachetazo, y las dos en espera del momento de la despedida 38


para terminar con esa actuación patética. Lautaro le llevó rosas, como si las flores le pudieran devolver la luz, sanar las heridas de la carne y de las otras. Durante una semana él insistió, primero en la clínica, después en su casa. Pronto se cansó de los desplantes y no volvió. Al mes el cuerpo estaba curado, pero ella ya no era ella; odiaba los bares, sólo pensar le oprimía la garganta. Le consiguieron trabajo en el almacén de la esquina, no era cuestión de alejarse mucho de casa. Dentro de todo, sus días eran tranquilos y sólo la aterrorizaban los rostros de esos hombres que volvían en sueños. Ya no estamos juntos pero igual la amo, espero cada día para mirarla de lejos cuando sale del almacén y camina hasta su casa. Ella me ignora pero me sabe cerca. Yo sé que en el fondo se siente cuidada esos pocos metros que tiene que andar por la calle oscura. Quisiera escuchar de nuevo su voz, dicen que ya ni habla. No quiere cantar, tiene miedo de las multitudes y la oscuridad. Dicen que cuando no trabaja mira televisión hasta la madrugada, todas novelas de amor, y se duerme con la luz encendida. No pierdo las esperanzas, puede que algún día despierte de la pesadilla donde ancló su mente y me quiera hablar.

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Una

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l camino de regreso se hace pesado, cada vez es más difícil volver al encierro del cuarto de pensión. Una procura demorar la vuelta en la entrega del último expediente, hasta que el sereno de la empresa pierde la condición que le da el nombre y con su impaciencia apura el trámite. Él sí que quiere estar solo. Ya en la calle, una se demora en cada vidriera como si no se la conociera de memoria, como si le interesara cada oferta. Una mira sin ver los chicos que juegan en las plazas que atraviesa, pensando en sus propios hijos, los que no tuvo. Habría sido una buena madre, tal vez. Esas cosas nunca se saben. Una debería experimentar la maternidad para saber qué se siente, pero es tarde. Sólo por un corto tiempo va detrás de dos chicas mal habladas y bien vestidas. Qué envidia dan la juventud y la belleza cuando son ajenas. No hay hombre que se interese por esta mujer seca. Antes, a veces alguno la miraba, aunque al instante la olvidara. Ahora es invisible. Los tres peldaños de acceso suenan bajo los pies como una queja, pero una se resigna y entra. Rígida, callada, pasa al lado de los tres viejos que juegan a los dados. Percibe sin ver a las mujeres que tejen junto al hogar y, tiesa, sube hacia la habitación húmeda y oscura que la espera. Así, en silencio, una termina otra jornada. Ya no espera el milagro, el amor, la vida. Nunca hubo un hombre y no hay madre, hermana o 41


amiga. Una está sola. Saca la botella del ropero y la mide, está como la dejó. Nadie anduvo hurgando entre sus cosas. El último cerrajero que trajo de Almagro no la defraudó como los otros. Todos la espían. Las mujeres comentan a sus espaldas, una no es tonta. Los hombres la miran de reojo con sonrisa torcida. Recuerda aquella noche con la divorciada. Golpeó a su puerta: ¿Me permite? Y se metió en el cuarto como si la hubiera invitado. Empezó con “quisiera ayudarla”, “me gustaría ser su amiga” y otras pavadas. Esta solterona que parece inofensiva la sacó a empujones. A quién le importa lo que una haga con su vida, si no se mete con los demás. Después de unos cuantos gritos y un buen escándalo es cuando la dejan a una tranquila y no la vuelven a molestar. Quién necesita de esa gente, que se queden con sus palabras de consuelo, sus consejos y su compañía. Una ya sabe que hay grupos de autoayuda, no es boba. Si se le antoja, algún día irá. Mientras tanto, que la dejen en paz y se ocupen de sus cosas, que no les vendría mal. Una espera que todos se acuesten, abre la puerta despacio y con sigilo sale al pasillo desierto. Toma el cuarto de baño por su cuenta, se ducha y vuelve a la soledad, a la mortaja de cada noche vaciando la botella para esperar agradecida el rescate gentil del sueño.

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Malena sin viernes

L

a misma rutina, idéntico hartazgo del trabajo en la empresa y el calor de enero en Buenos Aires, que no afloja. Qué diferente había imaginado la vida, rodeada de lujos. Pero siente que algún ser irónico, el que maneja el destino, se burló de sus sueños y la arrojó a un pozo sin emociones. Maldita sea su existencia, malditos perdedores con quienes comparte lugar. No tiene onda con Mireya, que la ve como rival en la hazaña de enganchar marido. Como si a ella le importara alguno de esos tipos que se babosean y se la comen con los ojos. Es un grupo patético. Al entrar la invade el olor a café quemado. Si al menos alguno tuviera luces para limpiar la cafetera al llegar, podrían tener un desayuno decente, pero ni eso. Finge un gesto amable y ocupa su lugar como cada mañana. Le divierte idiotizar a esos tontos con el meneo de caderas y el vaivén de las tetas. Después del café y unas cuantas llamadas el sudor le moja la nuca y le humedece la cara. La transpiración corre entre los senos, el escozor es un tormento. Otra vez se rompió el equipo de aire. ¡Para morirse! El malhumor generalizado llega para quedarse. Le sorprende el sonido de una voz alegre junto al escritorio ¿quién puede estar contento hoy? Levanta la vista: es un hombre de cabello ondulado, pura verborragia. Le cuesta reconocerlo, después de tanto tiempo. Es Miguel, compañero 43


de la secundaria. El Chueco, le decían. Jugaba al fútbol en el club del barrio. Trae un montón de carpetas desde una de las sucursales para el balance mensual. ¿La habrá reconocido? Ya no la mira a los ojos cuando habla ¡qué predecibles son los hombres! Manuel se acerca para guiarlo a contaduría y toma la mitad de la carga, mientras le hace un guiño a Malena. Es un lanzado, quién se cree éste, si nunca le había dado calce. Un ruido seco, un chasquido, de pronto la oscuridad. Bromas, groserías de hombres. Esperan la luz de emergencia pero no se activa. La puerta de acceso, con cierre eléctrico, los deja encerrados. A ver quién se ríe ahora. Manga de estúpidos. Es una trampa para ratas. Todos hablan a la vez, discuten opciones de escape. Las ventanas están selladas, con vidrios blindados. Malditos “edificios inteligentes”, sin energía son inútiles. En la cocina encuentran un farol a batería, la única fuente de luz y todos buscan su resplandor, como si fueran moscas. Mireya se acerca a su compañero de sección, que la tranquiliza con voz profunda, llena de ternura. El jefe de cobranzas, siempre callado, transmite pesimismo con su hablar lapidario mientras se seca la frente calva con un pañuelo rayado y manos temblorosas. Miguel, el ex compañero, toma la mano de Malena con dedos húmedos, pegajosos. Es un asco ¿y éste de dónde salió? El único que muestra seguridad y resolución es Manuel. Hasta entonces invisible, crece ante los ojos de Malena. Ella valora su aplomo, su presencia, se siente atraída por la agresividad animal que intuye en ese 44


gesto. Es lo que siempre había esperado y lo tiene tan cerca. En este instante decide que va a ser suyo. Nunca le había parecido tan alto y fuerte. Se suelta de la mano fláccida que la sostiene, se pega al costado de ese hombre, rozando el brazo masculino con sus pechos hinchados. Él la mira y puede ver cómo se oscurecen sus pupilas, dilatadas. Le dirige una sonrisa seductora de labios abiertos y lengua rosada, que promete un universo de placeres, para cuando escapen de esa caja de lauchas. Le gusta este hombre, lo reclama para sí. Manuel devuelve la sonrisa con timidez. Endurece el cuerpo. Está tenso, incómodo por la demostración pública. Ya se encargaría ella de aflojarlo. Vuelve la luz, qué oportuna. Después de ese día agobiante lleno de contratiempos, casi al final de la jornada, Malena busca excusas para acercarse a Manuel. No quiere volver sola a casa. ¿Es muy tímido o no está interesado? Se va a sacar la duda, además no soporta otro viernes por la noche, sola. – ¿Tenés programa para esta noche, Manuel? Es viernes. – Nada planeado todavía ¿Vos salís con Miguel? – ¿Con Miguel? ¿De dónde sacaste eso? – No sé, flaca, se me ocurrió. Para mí que está con vos. Te miró con ganas, te sujetó la mano durante el apagón. –Nada que ver. Por si no lo sabés, no me gusta para hombre. –Le hace un guiño asomando la punta de la lengua entre los dientes, de costado– Hay otro que ocupa mis pensamientos y no puedo dejar de pensar en él. 45


– ¡No me digas! Qué bueno, estoy feliz por vos. Sos buena mina. Salí con tu enamorado, entonces. Buen fin de semana. Manuel se acerca a Mireya, que se va, y le da una palmada en el trasero mientras se dirigen juntos a la salida muertos de risa. Él siempre mirando de reojo hacia atrás, no sea que alguno descubra el secreto. No está permitido elegir pareja entre los empleados de la oficina, es una regla especial de la empresa. Como decía su padre, con el trabajo no se jode.

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Defraudada

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esperté esa mañana como otras, como tantas. El mismo cuarto en penumbras, idéntico pesar de corazón y párpados. Hubiera seguido durmiendo ¿para qué salir a la vida sin motivo? Pero era día de balance y debía dibujar cifras. Me desconocí en el espejo. No eran mis ojos. Esa mirada de asombro, esa luz entre hojas secas que había visto sólo en sueños. Los sueños, donde me permito expresar las emociones escondidas, vivir los deseos velados. El espejo me dio la certeza de ser mujer, más rebelde, temeraria, más guerrera, una que pudiera escapar del rebaño. Fue una revelación y no la dejé pasar. Quise mudar para siempre del tedio, tomar carrera, perseguir ideales, burlar el hastío. Elegí la libertad de decidir, y en el reflejo de esa otra ser yo misma. Contabilicé baldosas hasta la bajada del subte, y los veintitrés escalones que se desgranaban como perlas de nadie; como antes, cuando coleccionaba fantasías. Me confundí entre la gente de ojos perdidos, esperaba que me devolvieran por contagio a la autómata que había dejado atrás. Los compañeros de siempre, el saludo en el vestíbulo, el ascensor hasta el quinto. La gente conocida tomó otra dimensión. Distinta. Descubierto el fraude, ¿quién estaría de acuerdo? ¿Alguno se jugaría por mí? Al menos uno entre tantos, ¿apreciará el valor de esta vieja? No importaba la respuesta, tuve clara mi misión y no me tembló la entraña. 47


Como cada semestre, el jefe firmó al pie sin mirar. No se me notaba el cambio. Demasiados años de burlar a dueto, cómplices en la jugada perfecta. Sólo me dejaba en pago una mueca casi sonrisa, un guiño que derretía y su mano bajo mi falda. Nunca creyó que de esta mujer insulsa brotara una ética tardía. La estafa se publicó en el boletín oficial, con firma del jefe. Ahora despierto mis días en este cuarto oscuro de paredes malditas. Pienso rara vez en él, que seguirá en la empresa. Aunque lamento la injusticia, la condena a los olvidados, el poder de los que se salvan, casi me siento aliviada. Prefiero la rutina sin sobresaltos, la que no me obliga a elegir. Ya no tengo esa carga. Entre el bien y el mal, éste es un gris mediano. Ni espero ni me esperan, nadie me visita. El baño diario con agua helada, un patio de cemento donde se ve el cielo, la mala comida y alguna compañera involuntaria que cuenta, al irse y para conformarme, lo dura que es la vida afuera. Me quiero convencer, estoy mejor donde estoy.

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La vida es ajena

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alí de la agencia con el estómago flojo, demasiado tequila en la fiesta de disfraces de la loca del quinto. Sólo Dios y yo sabemos lo que me costó sacar el cuerpo de la cama para tomar a tiempo el subte y en la oficina mantener la compostura, dar respuestas coherentes y no pelearme con esos imbéciles. El esfuerzo consumió la poca voluntad que me quedaba y sólo quería dormir. Ya en casa, metí la llave en la cerradura al tanteo, con un ojo abierto y el otro soñando con la almohada. Llegué como pude al desorden de mi cuarto y me desplomé sobre el colchón. Ahora me desperté con la mente embotada y me laten las sienes. Maldita noche. Entre cuerpos sudados, apenas si reconocí a unos pocos, y todos con las manos ocupadas en tocar a otras. Disuelvo una aspirina en el té y salgo al balcón para despejarme. El clima cálido, el cielo con todas las estrellas –no falta ninguna, las conté– y la luna llena, son perfectos para olvidar el día de hoy y el fracaso de anoche. Me apoyo en la baranda y el divague me lleva hacia cualquier lado. Llegan unas risas desinhibidas, serán dos amantes, casi los imagino. Mi pie y mis caderas siguen el ritmo de unos acordes suaves. Recorro hasta donde alcanza la vista cada ventanal iluminado de los edificios vecinos, parecen las celdillas que conforman un gigantesco panal. Gente como una, comiendo sola o en compañía. Un viejo 49


con el torso desnudo y control remoto en mano viendo televisión tendido en el sofá. Un hombre joven parece revisar papeles sobre una mesa. Otro justo arriba sacando cuentas con una calculadora. Estudiantes reunidos en discusión acalorada, alardeando gestos obscenos. Una pareja que hace el amor sobre la alfombra, a media luz y con las cortinas abiertas. La risa sería de ellos. Abajo, otra peleando a los gritos, hasta puedo adivinar sus reproches. Los ruidos se mezclan, domina el sonido de una radio en sucesión de cambios de estación; la descarga de una mala sintonía presagia tormenta. Ahora el diálogo de una película americana, la música pop, melodías diferentes. En los huecos del aire átono palabras amorosas, después más risas o silencios por segundos. Irrumpe un llanto, un insulto, el ladrido de un perro. Los aromas me alcanzan en forma de carne asada, o salsa de tomates, olor tibio de orines que trepan desde la vereda, un sahumerio encendido, los jazmines de mis macetas. Pasan los minutos en esta paz agradecida y tan mía. Atrapada en ese mundo de vidas ajenas traigo una cerveza helada y los cigarrillos. Me siento por fin en el sillón de mimbre inventando dramas, comedias, situaciones trágicas o románticas para cada escena. Puedo crear mi propia historia con esos personajes desconocidos. Los hago interactuar en complicadas telarañas donde se vinculan los estudiantes de las paredes celestes con la mujer madura del alfombrado verde; la bailarina que ensaya frente a un espejo con el 50


hombre preocupado por la economía, que no deja de hacer cuentas; o la pareja en crisis con el que revisa meticuloso los papeles desparramados en la mesa del mantel de coco. Quién sabe, nadie es lo que parece, puede que los jóvenes planeen un robo, esos hombres un desfalco, los amantes un crimen, o los casados se amen. Mientras voy por más cerveza pienso que esta soledad conmigo me nutre más que una noche vacía entre una multitud ruidosa que no me identifica. Las luces del aparente contador se apagaron, los jóvenes se pidieron pizza y están tomando cerveza ¿cuánta más información podrán retener en su cabeza en lo que resta de la madrugada? Que descansen la mente, se despejen y sigan mañana. Algo pasa en el departamento de los amantes, alguien entró. La luz difusa se vuelve brillante y un revuelo de cuerpos y ropas me deja fascinada, a medio paso entre el espanto y el asombro. ¿Quién habrá llegado a interrumpir el idilio? Es una mujer, se ve claramente en su cabello suelto, estilo salvaje, y en sus movimientos, aunque traiga pantalones. No hay gritos, hablan poco, pero hasta acá llega el clima tenso. Se percibe el ánimo alterado. Ya esos dos terminaron de vestirse. Ahora los brazos de la intrusa gesticulan ofendidos. El hombre quiere calmarla, se le acerca, y al tiempo que ella se abalanza contra la otra con obvia intención de lastimarla, él la inmoviliza desde atrás por los brazos. Las piernas de la mujer se despegan del piso en tijeretazos enloquecidos, rabiosos, como dispuestos a 51


desquitarse con el objeto más cercano. En esa danza de dos cuerpos en lucha creo ver al Poseidón y la Sirena de anoche en el quinto, mientras bailaban reggae tocándose con desparpajo como si estuvieran solos. Sí, no hay duda, son ellos. No pude identificar a la mayoría, no se quitaron las máscaras en toda la noche, tampoco nadie pudo saber que la gitana era yo, la solitaria del tercero “A” que no saluda, ni se da con nadie. Todavía sigo preguntándome por qué me habrá invitado a esa fiesta con desconocidos. ¿Me tendrá lástima, siempre sola? Apenas nos cruzamos a veces en el ascensor. ¿Y por qué fui? Estuve dos días pensando qué disfraz alquilaría y mientras lo decidía soñaba con un pirata valiente que me secuestraba para surcar juntos lejanos mares cálidos. No había un pirata. La amante desapareció del mapa, se mandó mudar. Él le grita algo al gato embravecido, que le aporrea el pecho con golpes histéricos mientras sacude la melena inconfundible. De pronto con el puño cerrado le da de lleno en el rostro, lo hace tambalear, cae hacia atrás, neutralizado, y se lleva ambas manos a la nariz ¿Quién dijo que las mujeres no peleamos bien? ¡Bravo por la “Melena Salvaje”! Lástima que no pueda cruzarme a felicitarla. Fue un derechazo tremendo, y si el tipo jugó sucio, bien merecido lo tiene. ¿Por qué ahora ella corre hacia él y lo abraza? ¡No estará arrepentida! Somos tontas las mujeres, demasiado blandas cuando se trata de amores ¡Lo llena de besos! ¡Más que estúpida! Pero ésta sí que se merece 52


los cuernos. ¡Debería estar yo en su lugar, a ver si le quedan ganas a ése! Ya las luces de los departamentos cercanos se apagaron. Entretenida en la tragicomedia de enfrente no me di cuenta de la hora, son las cuatro de la mañana y Buenos Aires se duerme. Todos menos yo, y alguno que otro tal vez, que en soledad esperará el descanso que no llega. Debería entrar, acomodar el desorden y poner el lavarropas para tender mañana. De comer, ni hablar: mi estómago sigue flojo. Voy a tomar la pastilla. Hay que apurar el letargo, conjurar el sueño. En pocas horas tendré que alistar mi cabeza en las filas de la rutina y marcar el paso de la vida real.

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Sin trofeo

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algo a la calle temprano, como cada mañana, pero hoy es diferente. Bendigo el frío húmedo de Buenos Aires, este viento helado que lastima la cara y me hace lagrimear sin tristeza porque me siento viva. Agradezco esas sensaciones y sigo sorprendida. Parece mentira, ¿ya pasaron dos meses? Los momentos vuelven, cierro los ojos y evoco cada minuto de aquel viaje como si fuera el presente, el ahora, este instante. El sol de la mañana plateaba el mar. Las crestas que se formaban en la superficie me hacían imaginar una asamblea imaginaria de peces, agolpados en el fondo para debatir el rumbo. Era mi tercer día en el crucero. Iba sola, para qué más compañía. Estaba tranquila, había logrado comunicarme con los chicos. Sentía que todo estaba en su lugar. De la oficina no llamaron, señal de que se las arreglaban sin la veterana. Cómo saltan los ratones sin el gato. Había querido hacer este viaje con las nenas, pero cada una tenía sus compromisos; una con la facultad, la otra con su trabajo. Ahí estaba yo, sola, en una reposera del Celebrity, Margarita en mano y el infaltable libro al lado. Un placer: después de tanta espera mi sueño se había hecho realidad. Tendida, con el cuerpo ardiente por el sol, me sentía feliz. Sin ojos vigilantes podía ser otra, descarada y fatal. La mejicana del camarote de en frente se acercó sin ser 55


invitada y pidió compartir un rato. No quiero laderos, pensé, y menos mujeres. Pero años de ejercitar las buenas costumbres callaron la descortesía; tuve que seguir la conversación aburrida escuchando su pavoneo. Cada tanto mi mirada se cruzaba con el guiño cómplice del hombre que la noche anterior había compartido conmigo la mesa del capitán. Me gustaba, era alto y moreno, sus músculos se destacaban en bajorrelieves ondulantes, mientras caminaba hacia nosotras con unos tragos en la mano. Es la excusa perfecta, pensé en ese momento. Mi compañera se hinchó de gusto, acostumbrada a la conquista fácil que le habían dado su posición y sus dólares. Aunque la mirada masculina estaba en mis ojos y me dedicaba el dibujo de su risa. Se sentó a mi lado, en la silla desocupada; nos ofreció la copa, que aceptamos, y una charla excitante. La diversión compartida duró poco. De pronto el tono se volvió íntimo, con susurros que adivinaba sin escuchar. Se suponía que una de las dos sobraba, en este caso era yo. Alejé de la situación mi orgullo pisoteado y obligué a mi mente a concentrarse en Sartre, “La edad de la razón”. Como es costumbre cada vez que me siento una fracasada, en lugar de dar lástima recurro al autoengaño: me digo que sólo me interesa leer, estar bien conmigo, que lo demás sobra. Demasiado habituada a ese ejercicio mental y con la rapidez que me dio la práctica, automáticamente me encerré en la coraza impermeable, ignoré el entorno, como si no existieran 56


esos dos seres que me robaron el juego de la seducción. No iba a permitir que la derrota me afectara. Nadie, menos yo misma, arruinaría ese viaje. La diversión debía seguir y me excitaba la idea de conocer San Juan de Puerto Rico, Saint Thomas, Saint Maarten. Esa noche, ya en mi camarote, antes de cerrar el ventanal, admiré por última vez el mar desde el balcón. Todavía siento su aroma salobre que me llena el alma. Me acosté sin sueño, con la esperanza de que la pastilla hiciera efecto y me escondí bajo la almohada para no imaginar los gemidos de placer a través del pasillo. Recuerdo con nostalgia los días que siguieron, intensos y agotadores. Hice amistad con tres colombianas que estaban solas. Compartimos visitas, comidas y mucha diversión. Todas las mañana desembarcábamos en una isla distinta, para volver a última hora al barco, extenuadas pero dispuestas a disfrutar de cada noche. Cuando una de nosotras se quería ir a dormir, las restantes argumentaban que ya habría oportunidad de descansar, en los últimos tramos de navegación antes de llegar a destino y al fin del viaje. Entretanto yo, cada vez que me cruzaba con esos tórtolos que me destrozaron la autoestima, desviaba la mirada y mi rumbo, con el gusto amargo de una derrota que me costaba aceptar. Hoy desperté a la madrugada y como siempre encendí el televisor. Mientras hacía el desayuno la pantalla mostraba las fotos de un hombre y una mujer. Los reconocí en seguida, cómo olvidarlos si cada tanto volvían a mi mente para 57


recordarme que todavía no he aprendido humildad. No fue grato ese fracaso. A menudo me sentía con la impotencia de un deportista a quien le han burlado un trofeo merecido, para sacudirme en seguida esa idea que traía resquicios de otras batallas perdidas. Inmóvil, clavada al piso, no podía creer la información de la voz en off: Después de años de búsqueda la Interpol apresó a Pierre Bossi, que ha dedicado su vida a conquistar mujeres solas. El malviviente transfería sus bienes para luego deshacerse de ellas. La víctima reciente, una acaudalada mejicana, fue ultimada en su finca de Guadalajara. La policía internacional llegó tarde, no pudo evitar el crimen. Por primera vez agradezco mi escasa fortuna, que no es falta de suerte.

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Hijo del viento

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s el final de otro día, agradezco el atardecer. Cuando el sol invade la habitación no da vida ni alumbra ni acompaña, quiere brillar para burlarse de esta soledad. Por eso me gustan las penumbras del ocaso, cuando avanzan y finalmente lo derrotan. Siempre le ganan la batalla al sol, lo humillan, lo pisotean. Para mí no hay más combates. El sueño y la noche me ayudan a olvidar esta incapacidad que avanza. Ya no busco ganar o perder, si tan sólo pudiera moverme. Las luces de la calle me trasladan a otros mundos, siempre me gustó la noche. Cuánta noche he transitado, pero tiene gusto a poco porque para mí no hay más. Las luces me traen recuerdos, hacen lo suyo pero no iluminan la oscuridad del alma. Sólo espero dormir y que la mente libere el cuerpo al mundo de la fantasía, allí donde no hay barreras entre mis ganas de vivir y hacerlo. La enfermera de la noche no tardará en venir, conozco de memoria cada gesto, palabra y acción. El taconeo firme desde la entrada hasta mi cama, un “buenas noches” tan apagado como su risa, haciendo sus deberes con movimientos certeros, en ahorro de energía. No sea que el derroche corte el vinagre en su cara. Por último, aplicará el sedante. Después va a tomar entre sus dedos asépticos mi pene adormecido, que ahora sólo sirve para vaciar la vejiga en el frasco de loza. Apoyado entre mis piernas, el maldito cambiando de temperatura mientras 59


se llena: del helado al tibio. La limpieza con una gasa que no veo, la tapa del tacho de acero que se abre y se cierra. Imagino el lienzo húmedo en el fondo con el resto de mis desechos. Después se aleja con andar ligero, presurosa. Ya termina su tarea que justifica el pago. El sonido de la orina en el inodoro y el agua del depósito cae en un remolino para llevarse de a poco la vida que me queda. Desde mi ventana miro la vereda de enfrente, con la farmacia a punto de cerrar y la casa de los postigos azules. Pronto pasarán los cuatro o cinco alumnos que salen de la nocturna con su grosera adolescencia. Sé lo que sigue, una calma aterradora. Ese silencio que como cada noche llena el aire. Barrio tranquilo, el mío. Solteronas chismoseando mientras barren sus miserias, mecanismos de persianas que acuerdan su horario metálico, el taller y la frutería. Un saludo, alguna risa, dos motores que se alejan. Después, la nada. Antes era esta paz lo que me gustaba, ahora pagaría por un poco de bullicio que me indique que estoy vivo. Hago un esfuerzo por primera vez en meses, me ayudo con los codos para traer hacia mí las piernas muertas y así apoyar la espalda sobre los almohadones. Un hombre viejo y andrajoso cruza la calle y algo en su silueta o su postura me resulta conocido. No lo había visto antes, estoy seguro, pero hay algo familiar que me atrae. La escena me fascina. Ahí vienen los estudiantes, se burlan. Le gritan ¡borracho, viejo sucio! El vagabundo se da vuelta y amaga una patada que 60


causa más pena que miedo en la ira de esa barba despeinada que se agita más que el viento. Vuelve la calma. Se calza al hombro el lienzo y vuelve su cara mugrienta hacia mí para cruzar la calle hasta este lado de la vereda. Casi veo mi reflejo en sus pupilas pero no es posible. Será mi imaginación que vuela en la impaciencia de este cuerpo aletargado. El linyera busca la soledad entre los dos árboles de mi vereda, se recuesta sobre el jergón inventado de cartones y frazadas, bebe de una botella envuelta en papel marrón. Le imagino la mirada perdida en la distancia. Un chico, también de la calle, se acerca al vagabundo. Una seña oportuna y al segundo comparte un lugar en el rincón del viejo. La puerta – ventana, abierta, me deja escuchar el diálogo: – Viejo, no me dieron nada. ¿Por dónde andarán los ricos? – No te preocupés, m´hijo. Mañana nos vamos para otro lado. Cruzamos el puente. – ¿Hoy vendrá la vieja de la social? No quiero que me lleve con esos pibes, me pelean. Me gusta estar con usted. – Asistenta social, se dice. Si serás bruto. No te preocupés, dormís conmigo. Te tapo y no te ven. – Gracias, viejo. Qué suerte que lo encontré. Esa voz. La del viejo. La conozco de algún lado. Imposible. Somos tan distintos, nunca pudimos compartir espacio ni tiempo. Esta cama me confunde, esfuma el contorno entre lo real y lo incierto. Detiene el tiempo, lo expande. Abre y cierra las fronteras del recuerdo y de los sueños. Pero el 61


viejo, nadie más real que el viejo. Lo envidio. Envidio su libertad, envidio sus piernas, envidio el amor que siente ese chico por él. Llega la enfermera y se cumplen mis predicciones, es vivir la misma escena cada noche, repetida. No veo la hora de que me deje en paz, quiero escuchar qué más dicen los vagos de la calle, mis nuevos compañeros de vida. Un desafío, el último: a ver quién es más desgraciado. Hay silencio. No hablan, se habrán dormido. Los párpados me pesan, conozco esa sensación: la droga hace su efecto. Por dónde andará el chico. Mañana me lo llevo al campo. La ciudad no es buena para ninguno de los dos. Allá corre el agua desde cualquier arroyo, y el viento acaricia la cara de los que están vivos. Voy por la calle, andando sobre mis piernas sanas. No sé hacia dónde camino pero me siento vivo, estoy fuerte. Es bueno sentir hambre, que me duelan los pies, tener ganas de tomar agua. El chico no estará lejos, tiene miedo de los otros que lo fajan para sacarle las pocas monedas que consigue en los semáforos. Ahí viene. Está contento con la bandeja que trae en sus manos. Qué sabandija. Siempre se las ingenia para conseguir que las viejas ricas le den algo para comer. – Venga, viejo. Siéntese conmigo en el banco. Vamos a comer juntos. – A ver qué trae, m´hijo. Tengo hambre. Coma ahora que mañana no se sabe. 62


¡Qué rico que está este pollo, calentito de piel crujiente! Con sal. Comer la pata con la mano, sujetarla y desgarrar con mis dientes la carne tierna. Masticar, deglutir, y ese sabor agradecido que se queda en la boca. Por favor, que alguien me ayude. Se me fue un hueso por la garganta, no puedo respirar. – Tranquilo, don Nemesio. Respire. Respire despacio, ya tiene la máscara. Respire. Ya abrí el tubo de oxígeno. Respire y vuelva a dormir.

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De Muerte

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De la mano

O

tro día agobiante en la estancia. Elena agita el abanico de encaje con su mano angulosa y manchada con las pecas del tiempo. Para qué insisto en quedarme todo el verano, como cuando la casa desbordaba de gente y risas. Es tarde. Idiotas los que viven del pasado. Si habré cocinado para ese batallón hambriento, si habré renegado por atender a esos desagradecidos. Hoy preferiría aquello a esta soledad que la adormece y acongoja. Antes sus hermanas venían con la prole, bien que se aprovechaban de ella. Los chicos crecieron, los grandes murieron y ahora los jóvenes no quieren saber nada de viejos. Pensar que había soñado con dejar la estancia a los sobrinos. Que esperen sentados. El testamento está en la escribanía. Flor de sorpresa se van a llevar esos sinvergüenzas, pero para ellos también será tarde. Elvia, la acompañante de turno, limpia y hace la comida. No es cuestión de traer un ejército de mucamas, si las dos qué pueden ensuciar. Tampoco le iba a pagar el sueldo sólo por dormir en el cuarto del fondo. Mejor mantenerla ocupada y no soportar todo el día la persecución con el “señora Elena esto, señora Elena aquello”. Ya no se entretiene en la biblioteca, leer le cansa la vista y se sabe de memoria todos esos libros viejos. Antes le gustaba tejer, pero ahora para quién. Se calza los anteojos 67


y recorre los estantes sólo para ver los títulos, tal vez se le antoje alguno. Pasa sus dedos sobre el lomo de “La divina comedia”. Si habrá peleado con madre. Desde niña se había negado a leerlo. Lo toma del anaquel y sacude el polvo que lo cubre, se sienta en el sillón bajo la ventana y al voltear las hojas amarillas un sobre viejo llama su atención. Una carta de Alejandro. Cómo olvidar su caligrafía perfecta, apenas inclinada hacia la derecha. Qué raro. Creyó haberlas quemado todas. No iba a dejar que los otros leyeran sus cosas íntimas, y menos cartas de amor. Con dedos inseguros desdobla la esquela y la descubre, la ve por primera vez. La fecha del encabezamiento indica que ha sido escrita dos días antes de su partida, cuando dejó para siempre la estancia, a su mujer y los hijos. Le pide que huyan juntos. La esperaría antes del amanecer en la tranquera del frente, al final del camino bordeado de álamos. Se ahoga con saliva ¿o eran lágrimas las que le corrían por dentro? No siente las manos, le tiemblan las piernas. El mundo tal como lo conocía se le da vuelta. Qué me has hecho, madre. Ya sé, no lo podías ni ver, un hombre casado y con hijos, un mujeriego además. ¿No será que me querías toda para vos, para que atienda tu vejez egoísta? ¿Y ahora quién me saca de esta soledad? Es tarde también para lamentos. Cómo volver en el tiempo para evitar el desconsuelo que habrá sentido Alejandro, solo en la tranquera. Es tarde para curar mi amargura pegajosa de 68


amante abandonada. Cómo llegar a mí en esos momentos, cuando el grito no brotaba desde el pecho, y advertirme que no me dejó, que quería llevarme. Alejandro le llevaba doce años. Tendrá casi cien, debe estar muerto. Y si no, da lo mismo. Qué enamorados estaban. Piensa en los años perdidos cuidando viejos y chicos, limpiando sus desechos, de arriba y de abajo. Cierto, es muy tarde. Se pregunta cómo hubiera sido la vida con Alejandro. Nunca se supo más de él. Si tan sólo madre le hubiera contado la verdad antes de morir, no se habría sentido tan vacía. Qué irónica, muy propio de ella esconder la carta allí. No atina a saber si fue mejor descubrir esta verdad ahora, cuando nada podía hacer, ni moverse. Si hubiera leído la nota a tiempo ¿habría tenido el coraje de seguirlo? Tal vez, cobarde, hubiera elegido la misma vida que ahora odia. Nunca fue de decisiones fáciles. De pronto se siente muy cansada. Quiere pedir a Elvia que la acompañe al cuarto. Elena intenta estirar sus manos para alcanzar la campanilla pero sus brazos están pesados. El cuerpo no obedece la orden de un cerebro temeroso que anticipa el final, ineludible. Espera resignada y en paz, con su soledad de compañera, que llegue el momento de descanso. Sola en la semioscuridad de “La Pastora”, en esa biblioteca que le parece remozada, vuelve Alejandro a visitarla. Ya no a escondidas o en sueños. Es él. La toma de la mano. Con sus ojos verdes y esos dedos tibios, la voz masculina le dice 69


al oĂ­do: No tengas miedo, Elena. Te vine a buscar, nunca es tarde.

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Lulú

E

ntraste por la puerta violeta con las calzas ajustadas y vi el desafío en tus ojos de acero. Las otras se hicieron a un lado, en el silencio de La Pluma Roja. Era temprano todavía para el ruido, el aire viciado, los perfumes empalagosos. Me dieron la tarea de mostrarte el lugar y aclararte los tantos: las nuevas atrás y afuera, saliendo por el corredor a la derecha. Pero eso cambia cada semana, te expliqué. Las mujeres no se quedan mucho, y con esa facha pronto vas a estar en el salón. Tan orgullosa, altanera, me reconocí en vos y por eso te apañé de movida. Ganaste un par de enemigas, todas hembras. Era envidia, te lo dije. Qué importaban los desplantes de esas putas, los hombres te elegían y yo te adopté como hermana. Este tiempo con vos fue lo mejor que me pasó en años, aprendí a confiar, a querer, a cuidarte. Los demás no entendían, pensaban que éramos amantes; mirá si serán giles. Nos reímos y les seguimos el tren, para joder no más. La verdad, más que hermanas, madre e hija. Como buena idiota, no me diste bola; te creías invencible. Fija que el Manco tiene la bicha, te dije, pero lo que pagaba y tu soberbia de inmortal te convencieron. Eras demasiado ambiciosa, de gustos caros. La buena ropa y los perfumes te perdían. Encima mandabas guita a tu gente. Todo lo que sacabas era poco y te mataste laburando. 71


La gota cae sin pausa, hipnotiza, la imagino taladrando inútil la vena seca. Es el fin. Ya no te leo, te gustaba escucharme. Pero no tengo ganas, y es tarde, y me tiembla la garganta. Qué lástima Lulú, tan joven y bonita. No hay futuro. Qué lástima yo, sola de nuevo. Tal vez hubiera sido más piadoso un final anticipado como el tuyo que esta vida sin motivo; el último eras vos y te estás yendo.

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Exilio

R

emo despacio por el río hacia la desembocadura; busco cómo y dónde seguir mi vida en soledad, navego hacia la Nada. Abrigado en mi refugio espero el milagro que me salve de esta vida miserable y me pregunto cómo llegaron mis huesos a este punto sin salida. Veo la orilla desde el balanceo de la canoa y ya los extraño. Ahora siento en alma propia el costo de hacerse responsable, de asumir la culpa. Consciente de mis errores, por ser fiel sólo conmigo, caí en esta negación obligada del exilio. Me niego a vivir entre hombres y preconceptos. Mis familias me aborrecen, la sociedad me condena, soy el vivo transgresor, el que burla normas hipócritas. ¿Quién dijo que se debe amar de a una? Las quise a las dos. Las quise con devoción y las preñé a la vez para prolongarme en ellas. Oculté la verdad para no causar dolor. Comprendía en lo profundo sus íntimos deseos y les di lo que necesitaban. Una, ternura y calma; la otra pasión salvaje. La diferencia las igualaba. Nunca fui un padre ausente, estuve en cada instante. Me multipliqué por cien, mil veces, y sólo Dios sabe que casi llegué al límite de lo humano. Exhausto, pero siempre amante, derroché atenciones. Dejo que la canoa me dicte adónde ir. Yo no lo sé. La tarde del accidente me despedí de Ángela y los niños con un beso, no podía suponer que detrás de aquella curva me esperaba el destino. El conductor de un camión, dormido por 73


el alcohol, nos cambió la vida. Más allá de un auto deshecho y unas cuantas quebraduras, dolieron más los cuatro ojos acusadores que vi al despertar. Me fulminó su dolor, el de las dos. Después, el de mis hijos, juntos por primera vez alrededor de la cama. Los hermanaba el reproche. La maldita patente advirtió a Inés; a Ángela, los conocidos del pueblo. Maldita la televisión, malditos aviones que apuran lo inevitable, malditos entrometidos. ¿Por qué debieron alertar al mundo? ¿No tienen vida propia y algo en qué ocuparla? No sirve el lamento sobre lo que no se puede cambiar. Pero tal vez no fue el destino; tal vez lo atraje para terminar con esa doble vida que me estaba cansando. Algunas veces, decidido a sincerarme, cobarde callaba y seguía la farsa. Me estaba poniendo viejo, quería permanecer en un sitio, uno solo, ¿pero cuál? No lograba definirme. Nunca estuve tan solo, no me gusta este vacío que me enfrenta conmigo. Yo, el real, el verdadero. Ahora veo las dos orillas más lejanas; la de Ángela a la izquierda, la de Inés a la derecha. Se hacen más pequeñas por distantes, como distantes fueron las palabras después del horror por la impresión fatal. Sé que el castigo es este olvido. La condena es el destierro. El pecado, haber amado y no saber renunciar. La redención, los incipientes lazos entre hermanos que nunca negarán la sangre. Lo vi en sus miradas. Si queda eso del dolor que les causé, me perdono. Sigo esperando el milagro que me rescate del destierro en forma rápida y austera, sin testigos y sin 74


pompas. No pude haber sido tan malo. Dejo los remos para que el mar me conduzca adonde sea mi lugar. La corriente es amiga, me dejo ir, recostado en la canoa. Es el vientre que me acuna. Voy a dormir, ahora puedo descansar.

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Evasión

L

a mujer se acomoda en sus secretos, sobre el almohadón que había abandonado apenas unos instantes para mirarse en el espejo oval que cuelga sobre la cómoda. La tarde entera añorando la piel tersa, un rostro hermoso, el cuerpo espigado que se burlaba desde el sepia de unas fotos viejas. El tiempo ha triunfado allí donde nadie pudo y se llevó la juventud, entre otras cosas. Altanera, desde el papel viejo, esa extraña conocida se jactaba de una hermosura que había creído eterna pero se fue tan rápido. Juliana del ayer, con mirada desafiante, orgullosa. Los fracasos habían pasado sin rozar su altivez, para desdicha de los que la querían vencida. Ahora el cristal le devuelve un atisbo de lo que había sido y casi no se reconoce en esas arrugas que son la hoja de ruta de una vida sin pasión. ¿Cuántos años han pasado desde que era feliz y tenía anhelos de familia? Sólo quería una casa alegre, un marido que la amara y la risa de unos hijos. Después se dedicó a la fábrica de su padre, donde enterró los sueños y nació la nueva Juliana: la empresaria, la exitosa envidia de hombres y mujeres, según la periodista del diario “El Avisor”, que la despidió con una última entrevista cuando la jubilaron a la fuerza. ¿Cuarenta desde que él murió? Aún le inspira alivio el recuerdo de aquella confesión fugaz que la reconcilió con la 77


pérdida. Cuando Marta le contó lo de su amorío con Pedro, se alegró de que fuera la muerte quien se lo llevara y no esa arrastrada, que además del hombre le habría robado el orgullo y el amor propio. A la vista del pueblo y de ella misma, una cosa es el arrebato por la fatalidad de un accidente de caza y otra muy distinta enfrentar el escarnio de ser sustituida por otra en el altar. Oportuna, la muerte de Pedro. El peso de una mentira, el amor fugaz que murió tan pronto, los amigos que la defraudaron. Aquello vuelve de pronto y la agobian los recuerdos, siempre agazapados para atacar en el peor momento, escondidos en el hueco donde estaba el corazón. Aunque el dolor volvía a veces inoportuno, nunca se permitió traslucir su tragedia y se mostró distante, vencedora, tan dueña de sí que rechazaba todo hombro amigo o enemigo. El precio de su soberbia lo paga ahora. Su cuerpo pasa la cuenta a través de su espalda debilitada y tiesa, un estómago doliente de gastritis y la dependencia del bastón para acompañar las piernas flojas desde la cama hasta su rincón confesor. En su casa de campo frente al lago, con una máquina de escribir bajo la ventana, sentada ante el secreter de caoba, lleva años llenando hojas con ideas locas que después rompe. La Penélope de papel, pensaba con ironía; pero la diferencia es que ya no espera. Con inocencia de niña había inventado historias de pasiones entre héroes y heroínas de aventuras, 78


distintos escenarios, diferentes nombres. Todas eran de amor eterno y final feliz. Decidió vivir en esas fantasías, dejar atrás el dolor, cobijar su inconstante corazón en la seguridad de una nube para alcanzar un alma cómplice y valiente que la sacara del hastío. Pasaba días y noches con su mente hundida en cada ilusión de amor, hizo propia cada historia y se dormía por las noches en el sopor de la dicha que construyó para otros. Engaño piadoso para una mujer enferma de soledad. Ahora, en el final, se hace cargo de la mujer postergada y le pide redención. Se promete buscar la paz perdida hace años en esa intrigante espera de príncipes valientes que nunca llegaron y recuperar la mujer que pudo haber sido. Se quiere convencer de que los sueños románticos ya no son para ella. Se declara depositaria de una amistad consigo misma, cómplice de la juventud olvidada en cada sueño imposible. Se conforma con lo que tuvo, deja atrás lo que no fue. Ya no duele. Consigue un perdón piadoso y en la quietud del último minuto se encuentra en equilibrio manso con el cosmos.

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Retazos

Ausencia

L

a misma plaza, los bancos gastados, vacíos de nosotros. Todavía me duele la ausencia. Aquella noche, cuando me dejaron en casa con un saludo indolente, no imaginaba que encontrarían el final sin mí. Si hubieran sabido que era una despedida, la habríamos prolongado en un interminable abrazo, un último secreto y miradas de adiós. ¡No, no es cierto! Nos hubiéramos reído y emborrachado hasta quedar tirados. ¿Cómo la muerte me iba a excluir justo a mí, si hacíamos todo de a tres? “Los tres locos”, nos decían en el barrio. Siempre los tres en el viejo Chevrolet, más parecido a un bote, con el cajón de cervezas en el baúl y la música a todo volumen de la radio sin perillas. Éramos inseparables, tan parecidos, eternos, inmortales. Y aquí estoy yo, ahora que por casualidad o cosa del destino vengo a dar con estos bancos tristes sólo para volver al pasado y comprender que están mejor allí donde se encuentren, con su alegría y sus camisas de colores. Mejor que éste en el que me convertí después de ustedes.

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Iniciación ¿Se acuerdan? A los catorce, una semana sin cigarros y con los vueltos de la panadería. Hasta vendimos la colección de “El gráfico”. Todo para llegar a la tarifa del cabaret de la Tía Mary. Las chicas del barrio no querían saber nada de sexo. Después de todo, quién las necesitaba si había mujeres más hembras que ellas para enseñarnos lo que queríamos. Para animarnos, ese sábado inventamos asado con unos vinos en la quinta del flaco Andino. Justo a la medianoche llegamos a la puerta del Edén, entonces puro misterio. Mary nos recibió en la entrada con la risa en los ojos y un cigarro en los labios, su habitual expresión entre burlona y divertida, la mano abierta para recibir los billetes. Los tres parecíamos muy chicos frente a los grandes pechos de aquella gorda que fue tan pródiga. Esteban, le mostraste la guita con esa mirada de desafío que te conocíamos cuando dudabas. Martín, tragaste saliva tan fuerte que te escuché ahogarte. Y yo sentía que me temblaban las piernas, tenía miedo. Nos designó a tres mujeronas, ahora pienso con culpa que no tendrían ni la edad de mis hijas y que tal vez no eligieron ser putas. No sé qué pasó en la cama con ustedes, porque siempre alardeaban. Yo les mentí que la pasé genial. Ahora que sólo yo me escucho, les cuento esta verdad que tenía atragantada.

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El Tiempo Han pasado veinte años desde que se fueron y parece ayer. En la vorágine del tiempo a veces tengo días sin recuerdos. De pronto sin buscarlos aparecen en mis sueños, en el tren, en las risas de unos jóvenes de ahora que poco tienen que ver con los que fuimos. Otro es el escenario, las jergas, los coches. Los encuentros con amigos no son los mismos, las largas charlas de antes ahora son reyertas callejeras. Hasta ustedes se asombrarían del cambio y me juego que se quedarían con nuestras noches vacías de tanto ruido y de gente, con el cajón de cerveza esperando en el baúl del Chevy, con el Rock de Elvis en la radio sin perillas y con las tres noviecitas de turno. Los seis apretados camino a la playa entre las rocas, la fogata en el medio y luego cada uno buscando convencerlas de que se dejen meter mano. Los extraño. Maldita conciencia El frío de la tarde me sacude. Las mujeres de la oficina se empeñan en subir la calefacción a pesar de mis quejas históricas y fundamentadas sobre los cambios bruscos de temperatura. Pero estoy resignado a obedecerlas, por mi convivencia de veinte años con el exponente más cruel del género femenino y tres descendientes, a su imagen y semejanza. Conocí a Elda a los dos meses de la muerte de 83


Martín y Esteban. No encontraba acomodo en este mundo sin ellos y Elda supo entonces llenar el hueco, darle calor y sentido. Tuvimos tiempos buenos: el noviazgo, los primeros años cuando nacieron las chicas, tan lindas y graciosas. Por ellas me quedé en la misma empresa. No podía darme el lujo de probar suerte en otras cosas que me habrían sacado del agobio de este trabajo monótono, del jefe autoritario que goza con aplastarme en cada intento de innovar, del puñado de papagayos obsecuentes con quienes comparto espacio. Antes me gustaba el teatro, hubiera tomado clases pero no había tiempo. Me gustaba viajar, la aventura; podría haber sido agente de viajes, con mi capacidad de venta. Pero Elda me advirtió. Estaban las nenas, tan demandantes con sus clases de tenis, de inglés. Pasaron los años, las chicas crecieron y yo me quedé en el olvido y en el tiempo. A veces intento revelarme ante la inacción de mis días. La rutina, la mediocridad, el hartazgo de todo y de todos, incluída Elda, sobre todo Elda, siempre Elda. Ritual Tomo como siempre la ruta que lleva desde mi antigua casa hacia el centro, recorro el trayecto durante la noche, ida y vuelta, hasta el amanecer. Espero en la oscuridad que se repita la historia y me lleve donde habitan los que nunca debieron partir sin mí. En vano sueño con romper las leyes 84


de la física y la relatividad del espacio-tiempo. Desde hace años en cada aniversario, todos los dieciocho de julio el mismo resultado. Ningún conductor distraído, ni camioneros dormidos, ni jóvenes borrachos que por esas cosas del destino se apiaden de este pobre caminante que no quiere seguir. El vacío Las siete de la mañana, apago el despertador y vuelvo a la rutina después de otra noche insomne. El desayuno en la mesa, las chicas peleando por el secador de pelo, el rubor que falta, el esmalte que se secó. Elda protesta por lo bajo contra alguna tontería o contra mí, como siempre. –No me dejaste dormir en toda la noche, te dabas vueltas en la cama de acá para allá. ¡Claro! Total, la que se levanta primero es la hija de la pavota ¿O acaso tenés algún problema? ¿Qué podría ser tan grave para que a vos se te mueva un pelo, si nunca te importó nada? – No, Elda. ¿Qué problema? (El problema sos vos, soy yo, esta vida obligada que llevo desde hace veinte años). Salgo a la calle aliviado por alejarme de ese infierno. Camino hacia la oficina me acompaña la eterna soledad, la tristeza, los recuerdos, la impotencia de añorar lo que fue y lo que pudo haber sido. Mis días son sólo retazos de vida en el vacío. 85


En la eternidad Es un atardecer cálido de verano. El cielo ha mutado hacia esa tonalidad rojiza tan familiar que me envuelve y me lleva a otra época, con otra gente que es mi gente. Se aleja mi vida con su miseria, el tedio, y como autómata cambio mis ropas grises por esa camisa de colores que me espera desde siempre en el fondo del placard. Ya no hay Chevy naranja, ni cerveza fría en el baúl, ni Martín y Esteban, ni música de rock. Sé que ellos me esperan en nuestra playita del acantilado, todo se mudó allí. Sin más equipaje que el ser que he sido llego a ese lugar vacío de gente y lleno de recuerdos. Descalzo piso la arena tibia y apuro la marcha. Sobre las rocas nos veo, fumando y bebiendo. Siento el sabor amargo de la cerveza fría, Elvis estalla en mi cabeza. Acaricio a mi paso el legendario coche y me fundo en el cuerpo de mi antiguo yo. Sabía que me esperarían, amigos. Estos veinte años no cuentan, no han merecido la pena. Antes de que la imagen se diluya los tomo del brazo y corremos los tres al vacío, más allá del acantilado.

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