RANDOM

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RANDOM Cuentos casuales


NARRADORES MARPLATENSES

RANDOM Cuentos casuales

COLECCIÓN DELAPALABRA


Random / (c) Leonel Migliacci, Mario Marchelli, Armando Fuselli, Jorge Nieva, Teresita C. Conti, Gustavo Olaiz, Lilian Orlandi, Jorge Necco, Silvina Martínez, María Silvia Oliveros, Marta Alvarez, Martha Conti, Patricia González, Diego Giannetti, Pablo Codias, Susana Bracamonte, Leandro Di Fino, Emilia Beatriz Pepa, Sara Kleiman, Marcela Predieri, José Luis Figueroa, Claudia Alvarez, Rosana Mabel Back, Graciela Bruschetti, Joaquín M. González, Fernando José Ramos, Alfredo Luis Osorio - 1a ed. - Mar del Plata : Lágrimas de Circe, 2018. 176 p. ; 20 x 14 cm. ISBN 978-987-3857-91-1 1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Migliacci, Leonel CDD A863

Fecha de catalogación: 09/10/2018 DeLaPalabra reúne desde hace casi treinta años a poetas, narradores y dramaturgos marplatenses. Con el paso del tiempo se han sumado escritores de localidades vecinas como Maipú, Miramar, Madariaga, Mar del Sud, Balcarce y Olavarría. Este año damos la bienvenida a Necochea. Colección DeLaPalabra e-mail: delapalabra@hotmail.com Dirección: Marcela Predieri Diseño de Tapa: Victoria Salvatierra e-mail: salvatierra.victoria96@gmail.com Permitida la reproducción —ya sea electrónica, radial, televisiva, mecánica, fotocopiado, grabado, xerografiado o cualquier otro medio— siempre que se cite el nombre del autor y la fuente.

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA Tirada de esta edición: 200 ejemplares Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723


Random (adj) Aleatorio, fortuito, casual. Que depende del azar o de la suerte.



PERMUTA Leonel Migliacci leonelmigliacci@gmail.com

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iempre me pregunté si no son los bares los que lo encuentran a uno. Poca gente, la mugre justa, mucha luz; como si el sol compartiera mis preferencias y quisiera entrar primero acá y, si le queda algo, iluminar el resto de la ciudad. La sencillez en las personas radica en que no te fuerzan a simular personajes, lo mismo con las mesas y sillas de estos bares. Una vieja ojea el diario y el disfrute de sentirse por encima de las atrocidades que lee se adivina en lo sutil de la sonrisa. Una pareja exhala desencanto en el fondo. Alguien de traje raído y corbata desalineada juega con un sobrecito de azúcar, saboreando el café en espera y la excentricidad de su presencia en este sitio. Mis pasos hacia allí me llevan. —¿Axel? —le pregunto y deduzco que ese nombre desentona tanto en él como ese traje en este bar. Parece que se enorgulleciera de la disonancia. —¿Quién llama? —y la respuesta conjuga las mismas actitudes y frustraciones del empleado de informes en algún mostrador estatal. Presas de varios automatismos, las manos parecen manipular telégrafos imaginarios. Me mira por arriba de los pequeños lentes, como si primero optara por ver la imagen indefinida de su interlocutor, para poder él diseñarlo a gusto. Le sigue la inspección a través de los cristales, el cotejo de lo creado con la realidad. La sonrisa dibujada en su rostro me recordó mucho a la de la vieja del diario. —Te buscaba por el anuncio, con doble intención. Primero para ver si es de verdad y segundo para participar. —Todos creen tener ideas de sobra, pero no se dan cuenta que están desesperados en la búsqueda de alguna idea que los salve —me responde enderezando la postura y estirando el cuello, en claro intento por marcar la diferencia en altura moral que cree que nos separa. Los ojos en continuo balanceo, incapaces de fijación, marcan el exceso de energía o la torpeza para manejarla. El mozo interrumpe la construcción caótica de respuestas por la mezcla de indignación y desconcierto. El ambo co—7—


lor café con leche sí está en perfecta sintonía con el ambiente. La rejilla húmeda guarda tal sincronismo con la mano que hacen imposible definir los límites entre ambos. Pido un cortado y Axel se limita a mirar al mozo. Entendiendo el pedido telepático, el mozo dice perfecto, así será, y gira en dirección a la barra. —¿Hace mucho que estás en esto? —pregunto de cortesía mientras me siento. —De toda la vida, solo que ahora le vi la veta económica. —Me intriga la clase de ideas que vendes o permutas. —De los defectos que arrastramos de la evolución, el peor es adaptarnos al ambiente. No sabemos forzar a que sea él quien se adapte a nosotros. Así le ocurrió a mi negocio. Empecé con ideas demasiado altruistas: cómo mejorar el mundo o enamorar alguna dama. Se acercaba muy poca gente, la mayoría más secos que yo. Entendí que cómo hacer guita con poco esfuerzo o evitar abogados en los divorcios tienen más salida. —Nada mejor que vender ideas para hacer guita con poco esfuerzo, ¿no? —interrumpo el discurso, ya con tintes de disertación. —No comercio utopías. El paquete incluye la idea y su fracaso. El mozo, como un showman celoso, reaparece haciéndose dueño de la escena. Café para el caballero y la grapa para el señor, dice y al retirarse la estela de su sonrisa persiste como el encandilamiento de esa foto que ya se tomó. —Vicio lindo la grapa matutina —con la pretensión de sacarlo de su zona de confort. —¿Qué es el vicio sino la excusa que justifica la cobardía en la vida? Vos seguro te matás laburando, yo elijo la grapa. De un sorbo liquidó el trago y todas mis respuestas. —¿Qué garantías se tienen del éxito de la idea que se adquiere? —con el deseo de retornar a mi zona de confort. —Mi menú se edita a partir de los fracasos. ¿Querés más probabilidades de éxito?, pagas más. No existe el concepto de seguro en el mundo de las ideas. —Me interesaría participar, tengo millones de ideas. —Te invitaría a participar del negocio si tuvieras millones de fracasos. —8—


NIEBLAS DEL RIACHUELO

O

Mario Marchelli mariomarchelli@hotmail.com

nce de la mañana, en el piso 26º de una torre de oficinas de la City porteña, tras los cristales de sus despachos, Clara y Romina, treinta y tantos años ambas, lucen elegantes y atractivas, a tono con la ambientación lujosa de una reputada auditoría local, asociada a una Corporación de New York de renombre internacional. A través de los amplios ventanales se deja ver el río en una soleada mañana de primavera. Un numeroso grupo de empleados trabaja y deambula por el espacioso piso, bajo discretas pero atentas cámaras que graban todo lo que allí sucede. Suena el interno de Clara —Hola. Clara, señor. No, no ha llegado aún, es extraño, siempre es el primero en llegar. Llamo a Personal para que traten de ubicarlo. Bien señor. —Cuelga. No alcanza a llamar suena otra vez su teléfono. —¿Qué? Bromeás, no puede ser… ¿Seguro? ¿Pedro, el Pedro nuestro? —Se sienta. —Dame agua Romina por favor, no lo puedo creer, estuvimos anoche con él ¡sí, sí! —Corta la comunicación. —¿Qué pasa Clara? ¿qué pasó con Pedro? —Está muerto. Llamó el portero de la casa lo encontraron en la bañadera, desangrado, se cortó las venas. —¿Se suicidó? Si anoche se lo pasó haciendo chistes, como siempre, no se puede creer, ¡qué horror pobrecito! —Las dos lloran. —¿Cómo no nos dimos cuenta Romina, cómo no nos dimos cuenta de que estaba mal? Clara balbucea algo inentendible y se desploma en una silla, Romina le da más agua. Después de unos momentos se recomponen algo, toman sus cosas y parten. En ese preciso momento en el Bufete de New York, Francisco Martínez su presidente, multimillonario mejicano, 65 años, bajo perfil, llama a Walter, su hombre de confianza —Sí Frank, estoy enterado… sí, empacando mis cosas, subo a su despacho. —Mira Walter, tengo feas noticias de Buenos Aires, se ha suicidado un chaval de la auditoría y no sólo eso. No sé si él o quiénes, han desviado cien mi—9—


llones de dólares que se evaporaron en nuestras propias narices y fueron a parar a varias cuentas en Suiza, que no son nuestras, claro. Seguro que están lavando plata de algunos clientes, o nos la están robando. ¡Debe ser gente nuestra de allá y en las propias narices! —repite. Su voz ronca y pausada impresiona. —Seguramente Frank, debe ser dinero de la empresa y quizás de algunos clientes nuestros. No me gusta nada esta puta chingada, Walter; así que tú te vas allá como un auditor común y corriente y me averiguas quien está detrás de esto. Y lo hacemos mierda, me entiendes ¿no? ¡Lo hacemos mierda! Y nada de policía. Si hace falta, hay un detective amigo de Duarte, el director de allá, si te inspira confianza úsalo. —Descuide Frank, yo me encargo. —¡Cuídate muchacho! Y por favor: No te enamores, en tu país las mujeres son muy guapas y ese es tu punto débil —dijo esbozando una sonrisa. —Recuerda, sólo reportas a mí y en cosas menores a Duarte. Buen viaje y suerte. —No se preocupe Frank y gracias por la confianza. Se dan un fuerte apretón de manos. Walter regresa a su escritorio. Termina de empacar, no sin antes mirar, una vez más, la foto de sus hijos, cuando todavía Elisa estaba. La guarda, recorre con la mirada su oficina, echa un vistazo a la ciudad y el río, allá abajo y se va. En el aeropuerto lo despiden sus hijos, ya mayores. Instalado en su asiento revisa algunos papeles; el gesto adusto, denota preocupación. Vuelve a Buenos Aires después de mucho tiempo y sin Elisa, que murió dos años atrás, dejando un enorme vacío en su vida. Durmió durante todo el vuelo. En el taxi que lo lleva al hotel contempla ávido y curioso un paisaje nuevo, casi desconocido. Desde la radio un tango de Astor lo pone en ambiente. A la mañana siguiente en la oficina de Buenos Aires Clara y Romina a dúo: —“Good morning Walter, welcome to…” —Tranquilas señoras. —Dice Walter riendo francamente—. Soy más argentino que el dulce de leche y más porteño que el “Tortoni”, de Barracas, para más datos. —Ah que bueno, estábamos preocupadas por quién vendría a cubrir el puesto de Pedro —dice Clara—. No nos anticiparon nada. Dijeron que venía alguien de Nueva York, se imagina la ansiedad, no es fácil compartir el trabajo con un extraño y yankee para colmo —completó Romina. — 10 —


—Antes que nada, chicas, no me traten de usted, tengo apenas cincuenta años y estoy soltero y sin apuro, jaja. Romina y Clara cuchichean. —Qué buen partido, jaja. No pierde el tiempo el yankee. —Necesito que me pongan al día, mañana tengo una entrevista con Duarte, ¿qué onda el Doc? —El Doctor es muy serio, pero se trabaja cómodo con él. —Coincido con Romi, además no se mete mucho. Pedro era el nexo, quizá por ser varón se entendían mejor. —Walter asimila el dato e indaga: —Qué tragedia, este muchacho tan joven, suicidarse. ¿Jugaba, tenía deudas o problemas laborales? No se sabe, ¿no? —La verdad, es un misterio, todavía no caemos; la noche antes habíamos salido. —¿Ustedes eran pareja? —No, nada que ver, Walter, cada tanto salíamos los tres a cenar y bailar. —Lo pasábamos bárbaro. —Pedro era muy divertido, lleno de vida, a veces dudo, no era del tipo que se suicida. —El suicida no se anuncia, lo hace y punto —dice Walter—; además accidente no pudo ser, cortarse las venas y meterse en una bañera llena de agua no cierra, ¿creen que pudieron matarlo, la policía no investigó? —La forma en que murió, la casa en orden, sin faltantes, ni puertas forzadas, es difícil pensar que lo hayan asesinado y ¿por qué lo harían? —Lo raro es que no dejó ni una nota —dice Clara—. Fue un viernes y recién lo encontraron el lunes. No le conocíamos amigos, ni pareja, no tenía parientes en Buenos Aires, si no fue suicidio, tuvo que ser algo muy profesional —opina Romina, pero rápido trata de arreglarlo— pero es tonto pensar eso. A Walter le quedan picando el tono de estos comentarios. —Bueno chicas, esto es muy triste, pero hay que hacer un esfuerzo y seguir adelante. —Sí claro —lo conduce Clara—. Ese es tu escritorio, en aquel armario están los archivos —Romina es contadora, responsable del área, — 11 —


supervisa a los contadores que atienden las cuentas más importantes. Yo estoy a cargo del área legal de las empresas grandes y próximamente abogada asociada del estudio. ¿Qué tal? —Felicitaciones jefa —dice Walter. —Gracias, pero yo no soy tu jefa. —Bromeaba jefa —replica y le lanza una fugaz e intencionada mirada, antes de ponerse a ordenar su escritorio. Lo primero que hace es colocar el portarretrato de sus chicos, será motivo de conversación. Mientras revisa algunos archivos, mira sin disimulo a Clara, le cayó muy bien y no lo oculta. Ella que lo pescó al vuelo, murmura al pasar cerca de Romina, —Nada mal el yankee ¿no? —¿Nada mal? Un bombón —replica Romina. Pasados algunos días, Walter ya integrado, tiene dos objetivos: dilucidar el desvío de los cien millones de dólares, el robo y si hubo lavado de dinero y tratar de establecer la relación con algún empleado o integrante del estudio con acceso a esa operatoria. No descarta a Romina ni a Clara, al propio Pedro, a Duarte, ¿por qué no? Habla un par de veces con Frank, pero no desde la oficina. Anochece en la oficina, Clara y Romina ya se retiraron, Walter está solo, se produce un repentino corte de luz que lo sobresalta, sin tiempo a reaccionar escucha un rumor de pasos extraño, una tenue luz parpadea, ilumina levemente el despacho y se acerca. —Happy birthday to you, happy birthday to you. —Asoma a la puerta una vela enorme pinchada en una tarta de crema y detrás Clara y Romina. —¡Qué linda sorpresa! ¿Cómo supieron? dice soplando la vela. Siguen aplausos, felicitaciones y besos. Contesta Clara, con intención —Querido Walter acá todo se sabe, es imposible guardar un secreto, ni el más mínimo. —¡Qué exagerada! No te asustes, no fue difícil averiguar en personal la fecha de tu cumple —aclara Romina. —Qué vergüenza. No traje ni un miserable paquete de masas —se justifica Walter. —Algo te va a costar —responde Clara. —El sábado a la noche hago un pequeño festejo con amigos en mi — 12 —


departamento, me gustaría que vengan, siempre que sus novios, esposos o amantes se lo permitan. —¡Yo no tengo! —Yo también jaja; ¡mentira, yo tampoco! —¡Qué ocasión! jaja, le aviso a los otros invitados que se suspende la fiesta. —¡Zarpado el nuevo! —dice Romina— ¡Audaz el yankee! Pero nos vamos a arriesgar, jaja. Por sugerencia de Duarte, Walter llama por teléfono al detective privado. —Un gusto Dante, el Dr. Duarte me puso al día con sus investigaciones… sí, hay que hurgar un poco en la muerte de Pedro, no se entiende el suicidio, a lo mejor vio algo que no debía y lo hicieron boleta. Dante, por favor máxima discreción, no queremos aparecer en los diarios. Y trate de mantener lejos a la policía... no, no es necesario que nos encontremos, cualquier novedad me llama. Gracias. —Cortó pensativo. Walter detecta algunas actitudes sospechosas de Romina. Presiente que siguen sus pasos en la calle, ruidos extraños cuando baja a la cochera. Estas situaciones no impiden el lento y laborioso proceso de seducir a Clara, que disfruta ese discreto asedio. El vienes a la noche Walter llama a Clara. Hola ¿Clara? qué tal, cumplo con la invitación, las espero a cenar mañana a las nueve… vienen en auto, bueno bajen directo a la cochera, hay lugar de sobra y el cuidador se va temprano, ok. Las nueve, las dos llegan puntuales en el auto de Clara. Están espléndidas. Clara, en evidente plan de guerra, luce un escote interminable. Romina, está más discreta pero igualmente atractiva, su fuerte es el maquillaje y un par de ojos muy seductores. La noche pinta estupenda, parece una larvada competencia entre las mujeres que agasajan a Walter y se alternan para bailar con él. Entre el vino y el champagne, las lenguas y los frenos se van soltando. —¿Cuándo llegan los demás invitados? —No podían venir y armé otro programa —responde Walter. —¿Y cuál es ese programa? si se puede saber. — 13 —


—Seducir a dos hermosas damas. —Qué omnipotencia el yankee. —No creo que pueda con las dos —replica Romina. —Soy un Don Juan incansable e irresistible —se juega a fondo. Dos horas después Walter se ha tomado todo. Entre mimos e insinuaciones varias de ambas mujeres, más un polvo extraño disuelto en su copa, entra en un sopor imparable, hasta quedar dormido sobre un pecho semidesnudo de Clara. —Ya está Clara, ¿Qué hacemos? —Bueno, salió todo bien… Dame un beso que estoy re caliente guacha. Por unos segundos se besan y acarician ansiosas. — Después la seguimos Romi, ahora a terminar el trabajito. —A este no lo podemos suicidar. —¡Noo, estás loca! Lo bajamos a la cochera en la silla de rueditas … si nos cruzamos con alguien, decimos que tomó de más. Lo metemos en su auto, vamos hasta el Riachuelo y que parezca un accidente. —Por suerte es tarde, no hay nadie, sentémoslo adelante. La puta que es pesado este tipo. Pesado y enamoradizo el yankee, jaja. Ponele el cinturón. —A vos te gustaba mucho, Clara, ¿alguna vez se acostaron? —¡Estás mal vos? Lo tenía calentito, calentito, pero donde se trabaja no se coge. —Bueno ya está maneja vos. —Esperá, no te apurés Romi, primero hay que sacar mi auto afuera. Vas vos, lo dejas a la vuelta, después lo venimos a buscar. — Romina saca el auto, se encuentran afuera, hay niebla cerrada. Se sube al auto—. Dale, arrancá. —No se ve un carajo Romi. —Mejor, pero andá despacio. Che parece que nos siguen. —No te preocupes, es el apoyo que mandó el jefe, por si algo andaba mal. Es una Hammer Clara. —Sí, de Dante, parece un camioncito. Apuntá para el Riachuelo, Clara, cuando pasás Caminito, ahí nomás está el retén de Prefectura. —¿Y si nos paran? —No te preocupes, con esta niebla, seguro que no habrá nadie a — 14 —


la vista, además ya está arreglado, cero vigilancias y la cadena baja. Falta poquito ahí está el río. Lo pasamos al volante, una aceleradita y al agua pato. —Qué fría sos che, en el fondo me da pena Walter, parecía buen tipo. —Era él o nosotras, ¿preferís ir treinta años en cana? —¡Ni en pedo!, Romi. —Che, que pegada está la Hammer, nos va a chocar el boludo. —¿Qué hace el hijo de puta?, nos chocó viste, nos chocó, nos está empujando. ¡Pará pelotudo, hijo de puta, pará! —¡Nos vamos al agua Clara, frena, frená! —¡No puedo carajo, no frena, no frenaaa! La Hammer se detiene justo al borde del muelle. Mientras el auto de Walter se hunde lentamente. Dos hombres se bajan, se aseguran que nadie haya salido a la superficie. Se suben a la camioneta y parten despacio. Por la mañana suena el teléfono de Duarte que levanta el tubo sin pronunciar palabra. Una voz deformada, metálica, le anuncia: Señor el paquete se cayó al agua, no lo pudimos recuperar. Duarte cuelga. Espera unos minutos, levanta el tubo, llama a Frank —Sí una desgracia, lo lamento por tu muchacho, ellas tuvieron su merecido por chorras. ¿Recuperar la plata? Lo veo difícil, veré qué se puede hacer… A tus órdenes Frank. Los diarios del día siguiente anuncian: “Tragedia en el Riachuelo, por la niebla cayó un auto al agua con tres personas a bordo. No hubo sobrevivientes”.

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RAMONA LA INFALIBLE Armando Fuselli arfuselli04@gmail.com

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l cartero que periódicamente llevaba la correspondencia y algunas encomiendas a las casas aledañas al pueblo, de apenas tres mil habitantes, hizo la denuncia en la comisaría de Mancha Blanca. Galarza, flaco, morocho y picado de viruela, le tomó declaración al afligido muchacho. Había visto al gordo Chamorro, junto a la mesa de su rancho, sobre un charco de sangre y con un tajo profundo en el pecho. —Sargento Cabrera, traiga el carro que vamos a ir con el testigo a ver qué encontramos en lo de Chamorro, además de su cadáver —ordenó el comisario con fastidio. Luego de media hora de marcha los tres se apearon frente al rancho. Primero ingresó el sargento, que tenía estricta la recomendación de no tocar nada. Luego ingresó el asustado denunciante y detrás el comisario, que hacía mucho tiempo no afrontaba un caso difícil. Chamorro se encontraba en el piso y por la rigidez de su cuerpo y el tono de su piel, además del hedor que invadía el lugar de paredes de adobe y escaso ladrillo, su muerte se podía haber producido en la madrugada de ese caluroso viernes de marzo. Después de que el testigo hubo dado testimonio de lo que había visto al entrar al rancho, se retiró, tras garabatear el escrito del sargento. El comisario Galarza echó un vistazo al exiguo mobiliario y se detuvo a inspeccionar la herida del finado. —Es fulera sargento —comentó impresionado— profunda y desgarradora. Le clavaron el cuchillo hasta el alma. Lo jodido es que no hay rastros del agresor. Supongo que se juntaron para chupar y luego discutieron por política, mujeres o plata y el visitante lo madrugó. Fíjate que el pobre todavía tiene su facón en el cinto. El otro fue más rápido o lo agarró distraído —de inmediato se paró y le ordenó a Cabrera. —Tomá nota de todo lo que hay sobre la mesa y cualquier otra cosa que te llame la atención. Hacé letra prolija. —Tras la orden, Galarza salió a tomar un poco de aire y liarse un tabaco. El sargento salió a los pocos minutos, con una hoja de su precario anotador llena de datos. — 16 —


—Le voy a leer comisario —dijo con obsecuencia—: Tres sillas con sentaderas de cuero. Una tiene la pata más corta. Una mesa de algarrobo pintada de blanco. Encima de la mesa: Papel blanco como mantel. Dos tenedores, uno sin un diente y dos cuchillos de cocina mellados. Tabaco para armar, un mazo de naipes bastante sobado, una damajuana de vino tinto casi vacía, dos jarros de hojalata y ocho empanadas de carne en una bandeja de cartón. El comisario, tras repasar el informe, se tomó unos minutos y ante la vaguedad de indicios que le permitieran iniciar una investigación o arribar a una sospecha, ordenó al asistente: —A ver che, metete en el rancho y contame bien los repulgues de cada empanada. —Cabrera, sin comprender la orden, entró a la vivienda y salió poco después con la fuente en la mano. —¿Y, contaste? —preguntó ansioso. —Cada empanada tiene trece repulgues exactos, mi comisario. —¿Estás seguro che? ¿Cuántas veces los repasaste? —Tres veces cada empanada, mi comisario. Estoy bien seguro. — Listo. Dejá la bandeja adentro y corregí el informe: donde dice ocho empanadas poné dos y traé el resto para el camino. Cuando lleguemos al pueblo hay que avisarle a la salita para que se hagan cargo del cuerpo. Y vos te hacés acompañar por el milico de guardia y se van hasta el rancho de la Ramona y me traen al Chato Flores bien sujetado. A ver qué explicación puede dar sobre esta muerte. —Para luego exclamar con aire triunfante—: La Ramona es la única en el pueblo que arma las empanadas con trece repulgues exactos. ¡Es infalible!

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HÉROE DE BARRO Jorge Nieva jorgenieva@msn.com

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iglos sin tomar un taxi, pero no le queda otra después de malvender el Audi. Llega al edificio Torres del Golf, paga y entra. —Buen día, doctor —lo ataja el encargado—. ¿Qué anda haciendo por acá con este sábado precioso? Lo hacía navegando… —Buen día, Atilio. Vine a ordenar el estudio, antes de entregarlo. Y a llevarme algunas cosas importantes. —Qué lástima que se va, doctor. Lo vamos a extrañar —y conocedor de su afición al juego, le pregunta—: ¿Vio qué número salió en la Nacional? El 99, los hermanos. Le cuesta reprimir un gesto de amargura. Sus dos hermanos lo llevaron al borde del abismo. Reclaman lo suyo. Él los convenció de arriesgar sus patrimonios con seguridades de fantásticas ganancias en negocios inmobiliarios. Si cumple con ellos, no le queda ni para cigarrillos. Si los manda a la bolsa de sus acreedores impagables, tal vez encuentre una oportunidad. Empezaría de nuevo. En el Uruguay, quizá. No en Punta del Este: la casa del barrio exclusivo, esa donde se revolcara con tantas mujeres después de encandilarlas con fastuosos paseos en el velero que ahora timonean otras manos, ya es historia. Se mete en el ascensor. Los espejos le devuelven la imagen de un hombre destruido. Pulsa el botón 17, igual que en el de aquel edificio lindero a la Cancillería, al que se habían mudado cuando a su padre lo nombraran funcionario del Servicio Exterior. Esa sí que es una nave espacial, la Otis que lo deja a tiro de la terraza y lo hace sentir en la cima del mundo. Así, cada día a la vuelta del cole sus fantasías adquieren el rango de aventuras. Espera que no haya pasajeros en su nave para abordarla y tomar la carnadura de alguno de sus héroes favoritos. El cuarto de trastos en la terraza le cae de perlas; allí Clark Kent muta a Superman y Batman inicia sus cruzadas justicieras desde ese baticuarto. Pero ninguno de los dos alcanza la practicidad del Capitán Maravilla. Al solo conjuro de ¡Shazam!, la palabra mágica, la transformación se opera al instante y en cualquier lugar. — 18 —


Metido en el ropaje de sus héroes, imagina situaciones catastróficas que requieren de sus proezas: dos trenes del ferrocarril Mitre a punto de chocar; un extraño sismo que inclina la Torre de los Ingleses, amenazando aplastar al piberío que juega con las palomas; una banda de asaltantes roba el banco City de Plaza San Martín y emprende la huida llevándose rehenes. La voz ventrílocua de este moderno Otis anuncia la llegada al piso 17 y lo regresa al duro presente. Entra al estudio: un semipiso con amplio despacho, sala de reuniones y una habitación en suite equipada con todo lo necesario para sus aventuras eróticas. Descorre las cortinas. Echa una medida demasiado generosa de whisky en un vaso y se ubica junto al ventanal. En esa postura, con vista al río de antes en lugar del mar de ahora, solía cargar las pilas de su ambición. Al alcance de los ojos se mece el que fuera su velero, amarrado en el Náutico Mar del Plata. En Puerto Madero veía el esqueleto de la torre en construcción que suponía iba a reportarle enormes ganancias. Había llegado a sentirse un superhéroe de los negocios y las finanzas, ahora no era más que un animal luchando por subsistir, acosado por las miras telescópicas de los acreedores. Sentado frente a su escritorio, mete la cabeza en extractos de cuentas en rojo, cartas documento, intimaciones judiciales y calamidades parecidas. No le hace falta recurrir a la calculadora: ni remotamente alcanza a cubrir tanto desatino. Se sirve otro Jack Daniels. Aprieta la tecla del contestador y deja correr la sarta de reclamos sin prestarle mayor atención. Desde uno de los portarretratos lo miran los ojos verdes de su esposa, “los más lindos de la facultad”, como solía decirle. Ojos que se replican en las dos rubiecitas que abraza. En otra foto se lo ve a él en uniforme escolar. Y a su padre, de impecable sobretodo beige, posando juntos en la entrada de la Cancillería. Un par de lágrimas mojan el cristal del escritorio. Suena el teléfono. Atiende por un acto reflejo, sin esperar a que el discurso de bienvenida llegue a su fin. —¡Ah!, ¿estás ahí, turrito cagador? Mejor, así el mensaje te llega claro. Escuchame bien: hoy es sábado, si el martes al mediodía no te pusiste con el toco que les debés a los de la torre Atlantis, sos boleta. Y una — 19 —


cosa más: ayer, con un par de amigos, relojeamos a tu mujer cuando fue a buscar las pibas a ese colegio cheto de nombre inglés. Ya sé que la minita no te importa, pero… ¡qué buena está para enfiestarla! Acordate: martes doce o’clock. Chau. Un frío de muerte le recorre el espinazo desde la nuca hasta el sacro. Saca hielo de la heladera y se sirve otro whisky. Lo toma sin darle tiempo a enfriarse. Otra medida y sube a la terraza con el vaso tintineándole en las manos. La brisa fresca del sudeste no alcanza a despejarle los presentimientos ni los sentidos embotados. Asomado al borde, mira hacia donde supone queda Retiro: la Torre de los Ingleses se ve firme y erguida. Un trago más y se sienta en el muro. Los trenes entran y salen con toda normalidad. En los alrededores de la plaza San Martín no se ve a nadie con intenciones de robar bancos. Cambia el ángulo visual y temporal de la mirada. Abajo, un auto se detiene en la entrada del edificio. Desciende una dama por una de las puertas traseras. De un auto negro estacionado a pocos metros bajan tres tipos; uno controla al chofer y los otros meten de un empujón a la mujer en el auto. ¿Cuánto demoraría el Capitán Maravilla en un vuelo hasta abajo? Empina el último trago y va…

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IGNACIO Teresita C. Conti tereconti@hotmail.com

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os dedos y la boca marcados en la ventana señalan la infancia de Ignacio. Mezcla de apuro y roña, el viento de julio lanza el sonido de los débiles que no llegarán a destino. Ignacio lo sabe, él ya lo vio. Unos cuantos caen, rodillas quebradas, caras al suelo, golpes secos y al montón. Ignacio resiste. Resiste y oye las palabras de su madre ya desfiguradas por el tiempo. Claro que resiste, resiste y pelea por el lugar en la ventana. A veces logra absorber una lágrima del sol y entonces corre entre palos escuálidos buscando a la madre que ya partió. Hoy su frente está apoyada en el doble vidrio del piso veinticinco. Por momentos cierra los ojos. Lo único que ve es movimiento y figuras insignificantes. Las manos en los bolsillos, el corazón queriendo salir por la boca. En la sala de reuniones lo esperan. Lo sabe, ya lo vio. Unos cuantos se presentan, cabezas bajas, miradas en los legajos, mezcla de apuro y roña. Caerán unos cuantos débiles. Ahora el verdugo puede ser él.

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EL CUERVO Y EL ESPANTAPÁJAROS (fábula psicológica)

Gustavo Olaiz gsolaiz@gmail.com

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ecesitaba ser más listo. Se posó en la cerca a unas cincuenta yardas del espantapájaros. Los músculos tensos y alertas para emprender el vuelo ante cualquier peligro. Al día siguiente probó con una distancia menor. Vigilaba al hombre de paja. Luego se posó enfrente. La fobia derrotada paso a paso. Luego en el suelo, a mitad de camino entre la cerca y el espantapájaros. Glorioso el día que en los hombros del hombre de paja observó con soberbia a los demás cuervos a lo lejos. Fue allí, en el éxtasis del éxito, cuando retumbó en el prado el escopetazo que acabó sus días.

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UNA TELA DIFERENTE Teresita C. Conti tereconti@hotmail.com

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uando Germán sintió la telaraña que lo envolvía ya era tarde para escapar. A pesar de que le habían dicho que esa zona del parque estaba llena de criaturas salvajes, quiso vivir su propia experiencia y se decidió a emprender el viaje. Unos meses atrás había visto una película de uno que, buscándose a sí mismo, vivía situaciones extraordinarias. El impacto fue tan grande que se dijo: “Por qué no yo”. Sin pensarlo demasiado, averiguó en una agencia de turismo las posibilidades de un viaje. Lo tentaron los detalles del paseo a Santarem, la visita a un pueblo indígena, la variedad de especies vegetales y animales que podría conocer y las noches en crucero de esa zona poco visitada. Después de contratarlo, y aprovechando las sugerencias del agente, fue a la tienda de camping en el centro de Manaus y compró mochila, linterna, repelente de insectos, una bengala y una manta de acampar. Agregó a último momento una trangia y una cantimplora. Pidió unos días en la oficina, compró un pasaje de avión hacia Santarem y después de volver a la tienda por unos borceguís, partió mochila al hombro para la aventura. Al llegar al puerto, donde se encuentran las aguas de los ríos Tapajos y Amazonas, comenzó el deslumbramiento que tendría atrapado a Germán por unos cuantos días. No paraba de abrir la boca y mover las manos, agitándolas y señalando cuanta novedad cruzaba en su vista y en su camino. Para alguien tan ajeno a ese paisaje, desde un pájaro de plumas coloridas hasta una lagartija cruzando el sendero eran motivos de comentarios y exclamaciones. El resto del grupo, algunas veces corría a ver de qué se trataba y otras, sólo asentía un poco alejado de este muchacho particular. El sombrero alado que cubría su cabeza casi rapada y la cara de piel blanca, la chaqueta tipo cazadora y los borceguís, daban a Germán un aspecto llamativo en contraste con su acento y modos de muchacho de ciudad. La excursión incluía una salida de varios días en un pequeño barco de crucero privado. Remontando el río Tapajos, al llegar a la confluencia del Jari, y mientras su GoPro funcionaba a full tomando cuanto — 23 —


podía apuntar, Germán continuaba en su éxtasis y borrachera visual que lo aturdía ya un poco. El segundo día, desembarcaron próximos a un pueblo indígena, para llegar a una enorme cascada después de cinco horas de caminata, parando de vez en cuando para tomar agua o comer alguna fruta. El grupo, numeroso para la época del año, no era tan ruidoso como la naturaleza en esa zona. Durante esa marcha, un sendero barroso, empinado y angosto, tentó a Germán. Desde allí, veía piedras irregulares con formas diferentes y muy atractivas, especiales para ser filmadas. Continuó el camino sosteniendo su cámara encendida y la vista concentrada en el paisaje. Comenzó a alejarse del grupo sin avisar. Sus ojos absorbidos por tanta belleza y su mente recreando toda clase de fantasías, no advirtieron la red que colgaba de una rama flexible de una especie de sauce. Una tela de araña perfectamente tejida le tocó la cara y lo tomó por la garganta. Un pinchazo en el lado derecho del cuello lo inmovilizó. La “cosa” lo había mordido. Sintió un escalofrío fulminante que casi lo deja inconsciente. Quiso agarrar la araña, pero ya era tarde, el bicho había desaparecido entre los yuyos. Como pudo con su mano izquierda trató de quitarse la tela mientras le latían velocísimas las sienes. La mano derecha, que sostenía todo el tiempo la cámara, empezó a entumecerse, siguiendo hacia el brazo y el hombro. Germán miró alrededor buscando un lugar donde apoyarse mientras sentía que empezaba a faltarle el aire. No podía gritar, nada salía de su garganta. Todo le daba vueltas hasta que cayó de boca sobre el fango, al borde del camino y con la pegajosa tela en parte de su cara. Trató de enderezarse, pero fue imposible. Mil pensamientos e imágenes pasaron frente a él, y como muchos cuentan en el preámbulo de la muerte, la película de su vida, mezcla de drama y comedia, teñida por los colores de esa selva mágica y ahora atrapante y literal. La escena más irónica, el titular que saldría en el Newsletter de la oficina: “Ejecutivo muere picado por una araña en la selva Amazónica”. Mientras esa locura se agolpaba, recuperó un poco la conciencia y la respiración, aunque entrecortada, le permitió moverse lo suficiente para darse cuenta de que, arrastrándose sobre su lado izquierdo podía moverse. — 24 —


Fue cuando vio unos pasos más adelante, una raíz puntiaguda, que había decidido caprichosa quedar sobre tierra. Tal vez, si pudiera alcanzarla, podría al menos mantenerse vivo sosteniéndose hasta que, no sabía, tal vez, hasta que alguien notara su ausencia en el grupo. Ahora, calma, se trataba de llegar a la raíz. Lentamente, respirando como podía, se arrastró y sus cinco dedos se engarrotaron a su alrededor. ¡Bendita Naturaleza que lo provee todo!, pensó agotado y próximo al desmayo, sin poder alcanzar nada de lo que cargaba en su mochila para pedir auxilio. Cuando despertó en la camilla de la precaria enfermería del crucero, creyó que lo había soñado. El médico de a bordo lo tranquilizó diciéndole que había dormido veinticuatro horas seguidas. —Ahora sólo tendrá que comer para recuperar fuerzas y tomar una caipiriña para festejar que está vivo. La reacción alérgica podría haberlo matado.

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EL GORRIÓN Y EL CHIMANGO Lilian Orlandi leila50mdp@hotmail.com

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n una calma y brillante mañana de verano. Después de una noche de intensa lluvia. No quería hacerme cargo de un día más. El sol me indicaba “la vida sigue acá afuera” y como confirmando su presencia sobre mi ventanal, vi un gorrión que volaba perseguido por un chimango. Observé cómo el pequeño agitaba sus alas casi con desesperación para no ser atrapado. Sentí que su cansancio era mío, y apreté los ojos por un instante. Cuando volví a mirarlos ya no se sabía quién perseguía a quién, volaban en círculo. El chimango se acercaba cada vez más. ¡Lo alcanza! pensé confundiendo los latidos acelerados de su angustia con la mía, pero el gorrión bajó unos metros y disminuyó el vuelo. El chimango seguía furioso hasta que se dio cuenta de que ya no tenía a su presa delante, planeó por un momento y se fue. Mientras el gorrión se escondía tras unas ramas, sacudió sus plumas, miró graciosamente para todos lados y emprendió vuelo en otra dirección. ¿Qué lo había salvado? ¿La astucia o solo el cansancio de un vuelo circular que parecía sin fin? ¿O solo el deseo de supervivencia? Después de un momento volví a confundir mis emociones con las de él. Debía romper mi círculo. Dejé las cortinas abiertas, armé las valijas y salí buscar la rama. En el parque el sol destellaba sobre las gotas de agua. Miré hacia arriba buscando al gorrión, no lo encontré. Sacudí mis plumas, miré por última vez a mi alrededor y me fui.

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QUÉ JUGADA Jorge Necco jorge.necco@gmail.com

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a tenía la pelota de cuero, entre el brazo y las costillas, lista para empezar el picado. —¿Qué tal? —escuché. Pensé lo peor: “Se suspende el partido”. Me vinieron unas ganas locas de putear. Era Don Arturo. Vestido de negro, bombacha de campo, botas, camisa, sombrero de ala, y una rastra de plata hermosa. —Qué tal, don Arturo, buen día. —Chiquín —frotaba su mano sobre mi cabeza— ¿me hacés un mandado? —Sí, Señor —respondí resignado. Diciembre, casi Navidad, dos de la tarde. Las calles parecían de marrón suave. —¿No vas hasta lo de Delia y le decís que me anote el número 77 en el sorteo de los cubiertos? Ah… y acá tenés para vos, pa’ la Bidú Cola. —Bueno, gracias, don Arturo. —Pero… ¿ahora, ahora tengo que ir? —Y sí, porque ya cierra, y si no me voy a quedar sin el número y éste sale seguro. Fui en busca de mi bicicleta, dejé la pelota. A pesar de la hora debía ir y tocar el timbre de la casa de Delia, otro trámite que no había considerado. Despertar a un vecino a la hora de la siesta era casi un delito, pero bueno, iba de parte de Don Arturo, y eso me indultaba. Traté de presionar el timbre de la forma más suave, pero el botón estaba duro y mi estatura no me ayudaba, así que el timbre se hizo sentir. Un raspar de chancletas sobre las baldosas se escuchó detrás de la puerta. —¿Quién es? —La voz era de siesta. —Soy yo, Delia, Marcos, me manda Don Arturo, por un número de la rifa de los cubiertos. —Ah... sí, pasá. —Ese pasá sonó con resignación. Dentro del living, se respiraba otro aire, más fresco—. ¿Qué número te dijo? — 27 —


—El 77. —Ése lo tiene mi hermana; acá yo tengo hasta el 50 así que te vas a tener que ir hasta la casa de ella. La noticia no podía ser peor. La casa de la hermana quedaba a 20 cuadras, en la otra parte del pueblo. Mi imaginación hizo que mi mente estallara en mil pedazos, podía editar una película de terror en un instante: Calles rojas, asfalto hervido, ataques furiosos de ráfagas infestadas de calor, mis pies descalzos, mis brazos desprotegidos, y mi cabeza al infierno del sol. No lo podía creer. No solo eso, no tenía respuesta a semejante orden. Me dije: “Necesito que alguien me ayude”. Acá hace falta una buena jugada. Recorrí todo mi cerebro buscando soluciones. El cuaderno abierto. Delia en la cocina. Mis ojos apuntando al medio de la hoja. Era como patear un penal. Allí estaba, solo, sin nombre. La oportunidad. El gol. El número 23. Todo mío. Solo faltaba la excusa perfecta. Y llegó. —Ah, Delia, me dijo don Arturo que si no tenía el 77 le anotara el 23. ¿Ése está? —¿El 23? A ver… Ah sí, está libre, pero ¿estás seguro? Mirá que, si no es así, Don Arturo te mata. —Sí, sí me dijo eso. —Mi coraje era total e imprudente—. Anote, Delia, anote. —En ese anote estaba mi sentencia de muerte. O la posibilidad de ganar el partido. Cuando llegué, mi padre estaba poniendo la radio para escuchar el sorteo. Los niños cantores hacían su entrada. Había tenido la sensación que, si algo salía mal, nada me podría pasar, al menos de parte de Don Arturo, pero mi padre ¡Ay! mi padre sí que era el problema. Ya llegaba la hora del sorteo. Era costumbre que los vecinos vinieran a escuchar los acontecimientos importantes a mi casa ya que la radio de mi padre era la más poderosa. Así que fueron llegando. Y la gigantesca imagen de Don Arturo no se hizo esperar. Mi madre le alcanzó una silla, me miró, me cerró un ojo… y yo, pálido. Don Arturo no se merecía semejante traición. Después de unos minutos interminables escuchamos el largo, muy largo: Un millóóón de peesoooss… Cerré los ojos, el silencio era total. Presioné la mano de mi madre. —¿Qué paso, má? — 28 —


—Nada hijo, salió un número que no teníamos… —Ah, ¿y cuál es? —El 23. —¡Don Arturo! —exclamé— ¡Se ganó el juego de cubiertos! —¿Cómo? No puede ser. Si le jugamos al 77… —No, es que, bueno… No lo tenía Delia, y le anoté el 23. —Me anotaste el veintitrés… Oh ¡pero qué muchacho! ¿En serio? Qué buen gurí… Che, gracias, querido… Muchas gracias… Reí. Sabía que tendría al menos para un par de Bidú Cola, así que fui en busca de la pelota de cuero, salí a la calle a juntarme con los amigos. Era la hora del picado, qué jugada.

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INVISIBLE Silvina Martínez luisina8@hotmail.com

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l amor da seguridad, su ausencia te hace fuerte. No ser amado por la primera persona que te abraza al nacer es como hacer equilibrio en altura sin red. Intentás tejer un vínculo que no se formó, pero fracasás una y otra vez. Te hacés visible a ojos que no te descubren. Aceptás “no ser”. Crecés con rapidez y pericia. Te reinventás. Salís a la vida con la habilidad de volverte transparente, con un dolor sin nombre. Desde que me enojo menos —me encanta filosofar—, acepté que amar es una elección y te solté. Ahora soy un ser libre. Incapaz de odiar. Tal vez escriba sólo para que algún día lo sepas.

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CONFESIÓN María Silvia Oliveros mia.coronel@hotmail.com

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e piden una confesión. Mente en blanco. Busco, busco y… nada. Si tuviera una imagen tal vez surgirían las palabras. Quizá tendría que confesar que no se me ocurre ninguna idea. ¿Una confesión personal? ¿Una confesión sacramental? —Padre, he pecado. Mi mente va hacia la infancia, cuando cursaba la primaria en un colegio religioso. Nos enseñaban cómo conseguir el perdón. ¿Perdón de qué? Alguna mentira. Peleas con mis compañeras. Malas contestaciones a mamá. Yo me lo tomaba en serio y me esmeraba en hacer la lista antes de ir al confesionario. —Dos Padrenuestros y tres Avemarías. Listo, al recreo. Ociosa visión de las realidades que más adelante tendría que afrontar para mantener la fe. La fe en mis propias convicciones. La fe en el camino que elegiría recorrer. Pero, no nos enseñaron cómo vivir para lograrlo.

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LA VELA Y EL GATO Marta Alvarez marta.mardelplata@hotmail.com

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uego de andar deambulando por las calles, me atreví a volver para observar el incendio. Las llamas se elevan iluminando la cuadra y el humo, que lo invade todo, me llena los pulmones con restos de mi propia vida. Los vecinos a medio vestir, junto a transeúntes ocasionales miran hipnotizados el espectáculo, reflejos rojos y anaranjados dan a sus rostros un aspecto diabólico. Los bomberos trabajan con prisa, dos grandes chorros de agua rocían inútilmente mi casa. Un bombero sale gritando: “No hay nadie adentro”. Esas palabras producen alivio, pero una adolescente pregunta con voz apagada: “¿Y el gato?”. Casi sin pensarlo balbuceo algo, pero nadie me oye. El fuego ya arrasó la parte trasera. Se escucha el estrépito que produce la vieja alacena al caer, destruyendo con un solo golpe la vajilla gastada con su aroma caprichoso de almuerzos y cenas en familia. Imagino que su caída habrá aplastado la mesa de la cocina marcada por la lapicera del niño que hizo cientos de tareas escolares allí. Al explotar los vidrios del dormitorio principal, como en un macabro televisor se puede ver el placard: en una mitad se quema mi ropa, que no ha tenido una renovación por años y en la otra mitad se incinera el vacío que dejó mi mujer el día que se marchó. También se vuelve cenizas el eco de su voz diciendo que haber perdido un hijo no significaba que tengamos que enterrarnos en vida. El colchón, al quemarse, genera un humo tan negro como las noches que lloré sobre él. Alguien me pone una taza de café en las manos. Lo agradezco sin saber si han reconocido en mí al vecino ermitaño que habitaba esa casa como un fantasma más, o si se trata simplemente de camaradería entre curiosos. Se ilumina la ventana que está sobre el garaje. Las llamas han entrado donde yo no me animaba a entrar. Arde el mismo aire encerrado desde aquel día amargo y los rastros de la breve vida de mi hijo: los objetos sin dueño, el reloj detenido, los CD mudos. El techo de la habitación — 32 —


cede con un rugido furioso y todas las miradas se concentran allí. Ya nada queda de aquel santuario inútil. La chica vuelve a preguntar por el gato y alguien le dice que seguramente se ha ido. No saben que se está consumiendo en su pira funeraria. Ese animal era el último nexo con mi vida pasada: él creció con mi niño y había envejecido junto a mi soledad. Hace tiempo, cuando sentí que cada rincón de la casa me dolía, coloqué una vela debajo de la cortina de la sala, al lado de la biblioteca, y estuve a punto de encenderla, pero el maullido del gato, me recordó que también era su hogar. ¿Qué derecho tenía mi dolor a arrojarlo a una vida callejera? Por eso durante años la vela permaneció apagada y expectante en su estratégico sitio. A veces, en el insomnio de mi angustia, creí ver como los destinos de ambos se entrelazaban en un juego de pujas: el gato rondando, durmiendo cerca, para vigilar la inactividad de su antagonista, y la vela, esperando, con la soberbia de quién se sabía segura ganadora, pues poseía como carta de triunfo su inanimada paciencia. Hoy el ronroneo del felino se apagó y sin dudarlo, encendí el fósforo. De a poco, me voy alejando de la gente. A mis espaldas las paredes, atiborradas de recuerdos crujen y se desgarran en pirotécnico final. Nada me llevo, tengo las manos vacías, la mente en blanco y ni siquiera sé adónde se dirigirán mis pasos.

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CIGÜEÑAS Y GOLONDRINAS María Silvia Oliveros mia.coronel@hotmail.com

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ndaba yo perdido entre las serranías del sur de España. Había pasado noches al abrigo de las estrellas, agotado por largas caminatas bajo el sol abrasador del mediodía. Planicies con silencios, sin trinar de aves que huyeron buscando sombra. A lo lejos, en la cima de una suave colina, divisé una antigua torre. Sabía que la ascensión no sería fácil, pero partiendo con las primeras luces del amanecer y a paso firme, pude llegar a trasponer los derruidos muros que un día construyeron los moros para protegerse de sus enemigos. Una amplia plaza centraba las abandonadas construcciones de piedra y una alta torre me mostraba su cúpula donde los cristianos pusieran un alto campanario. Y una cruz. ¡Cómo me sorprendí! Allá, en las alturas la vida decía “presente”. Blancas cigüeñas se mostraban orondas en grandes nidos sobre las salientes, mientras algún macho de enormes alas revoloteaba con majestuosidad. Gran alboroto con chillidos de mil golondrinas que se entrecruzaban en agitado vuelo con rápidas picadas y giros elegantes, me hicieron creer que buscaban alimento o sombra entre las frescas grietas de las techumbres en ruinas. Al verlas revolotear salpicando el agua que, al escurrirse por entre las resquebrajaduras de una pared, iba a juntarse en un brillante charco que destellaba en el piso, recordé los versos de Gustavo Adolfo: “volverán las oscuras golondrinas…” Sentí que la primavera había llegado… Sólo faltaba encontrar el amor.

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PRIMER BESO Emilia Pepa gabimauro@hotmail.com Lo que me gusta de tu cuerpo… Lo que me gusta de tu cuerpo es el sexo. Lo que me gusta de tu sexo es la boca. Lo que me gusta de tu boca es la lengua. Lo que me gusta de tu lengua es la palabra. J. Cortázar

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esado silencio. Deseo acariciar tu cara y mi mano la dibuja. Bella fragancia en tu pelo. Por primera vez jugamos con libertad y nuestros ojos se encuentran, nos miramos confundidos. Tu boca de labios húmedos y mi boca se superponen. Lengua, saliva y aliento que saben a fuego y ternura te acercan lentamente a mí. Es nacer, temblar, absorber, hundirse tibiamente… Ahogarnos vivos mientras la luna se abre entre aire y agua, y nos mira hundiéndose en el cielo. Entonces busco tus manos tibias, que como al azar me acarician. Instante fugaz que el vaivén de los años no ha logrado desvanecer.

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COMPAÑÍA Martha Conti victorialohola@yahoo.com.ar

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amino temprano por Playa Grande. Sólo el grito de alguna gaviota. Lame la arena una sombra larga que me sigue sujeta a los tobillos, como pulseras de niebla. Cuando se alza el sol barrilete de fuego, la sombra teme. Se encoje de a poquito, se espesa, se acurruca. Alcanza mis pies. Se ovilla y ya casi no existe. Apenas un círculo oscuro, sostiene mi cuerpo bajo el calor a pique que revienta en mi sombrero de brin blanco. El sol colea en el azul. Va perdiendo altura. Entonces la sombra chiquita se anima, renace, saca una mano, después otra, crece, se estira. Garras de cemento tragan un sol en agonía, allá del otro lado del mar. La sombra larga, larga, me sigue por las calles desiertas, siempre sujeta a mis tobillos como pulseras de niebla.

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TARDES DE LLUVIA Patricia González patriciamdq@yahoo.com.ar

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uestro mago tenía la fascinación del misterio pero no hacía trucos ni sacaba una paloma de la galera. Su actuación más sublime ocurría en las tardes de lluvia cuando en la casa de mis abuelos comenzaba el alboroto insoportable. Entonces, desde la cocina, aparecían los sonidos que invitaban a la calma. Abracadabra, pata de cabra. Él abría y cerraba la heladera, husmeaba entre los tarros, revolvía las ollas y apoyaba el bol en la mesada. Desde el exilio del corredor veíamos cómo rompía las cáscaras en el borde del mármol y el batidor entremezclaba rítmicamente los jugos de su poción. Después agregaba la harina que quedaba suspendida entre sus pies. Terminaba la mezcla con dos pizcas de agua burbujeante mientras la sartén caliente y humedecida desprendía el aroma de la manteca almendrada. Finalmente, con un cucharón pequeño deslizaba la masa y en el punto justo lanzaba el disco hacia el cielo para que cayera sumiso sobre la otra cara. Cuando el olor del caramelo enamoraba las narices y preparaba las bocas, Badabin Badabum, Esteban atravesaba la puerta de la cocina.

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NATALE Mario Marchelli mariomarchelli@hotmail.com

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l guardapolvo almidonado, impecable, anticipaba el lunes de escuela, Aurora, maestra, tiza y pizarrón. La tarea meticulosamente revisada por papá. Seguramente, en algún bolsillo, mamá ya había deslizado el infaltable paquetito de Sugus menta y con suerte, una Tita o una Rhodesia; todo un festín para el recreo largo. El recreo del infaltable Poli-Ladron donde mi equipo contaba con un refuerzo extra: Natale, un fornido napolitano recién llegado, dos o tres años mayor que el resto, fuerte como un toro y alto como ninguno. No había Poli o Ladron que resistiera su embate. Su cocoliche inicial fue mejorando con el tiempo, aunque el juego era bastante elemental y requería escaso esfuerzo intelectual. Muchos años después, treinta quizás, encontré a Natale en otras circunstancias. Un abrazo largo sumado a una charla cortita, bastó para saber que ya no éramos los mismos que fuimos. Pensar en la Escuela me trae siempre su recuerdo: grandote, tosco, generoso y solidario como ninguno, simplemente Natale.

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MITOLOGÍA MODERNA Leonel Migliacci leonelmigliacci@gmail.com

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aldijo al sol por pretencioso y cruzó la calle sin mirar. Un bocinazo le devolvió la vista a la superficie. Tras insultar al conductor, se percató de esa absurda lógica del resentido que gobernaba ahora sus reacciones espontáneas. Se acercó a las vidrieras para caminar lento, sin perturbar al resto. Detestaba a la gente que caminaba indiferente al entorno, capaz de chocar o interrumpir la marcha de otros. A través de los ventanales, vislumbró el rostro anhelante de los dueños de los locales, como abuelos a la espera de las visitas familiares. La crisis tiene esa arista humana difícil de medir, solo perceptible en las miradas. La calle exhibía el otoño que se respiraba en el ambiente. Los chinos usan la caligrafía para no pensar, él prefería esquivar desperfectos en las veredas. La temperatura agradable le permitía usar pulóveres ligeros. ¿Qué tenemos que ver con los griegos? Toda mitología debe ser propia del lugar. De eso estaba seguro. Esquivó un viejo pidiendo limosna, varios soretes de perro, otro charco y perdió el hilo de lo que pensaba. Ciudad de burros. La pequeña plaza lo aguardaba, ansiosa por contagiarle sus sentires. Con la involuntaria receptividad de los niños se sentó. El banco junto al árbol conocía sus gustos. Lo recibió con un manto de hojas caídas y esa sombra tenue e incompleta que tanto le agradaba. Mitos y leyendas abundan. Pero mitología es otra cosa. ¿Cómo saber qué quiere?, pensó, con las mismas chances de encontrar la respuesta que el arrepentido en la celda que contendrá reproches a perpetuidad. Imposible cambiar el enfoque cuando algo realmente duele. El dolor centraliza las culpas, aunque varias veces erra en los culpables. ¿Irse sin explicaciones qué implica, que uno debe conocer la razón, que debería asumir por completo la falta, es la respuesta a la ceguera?, no sé. Sus ramas interiores se sacuden con vientos de realidad. El otoño se parece al cáncer, obliga a contemplar el desgaste paulatino de todo lo que fue. ¿Cuánto hay de irremediable en nuestros otoños? El equipo frente a él grita gol, mientras que los reproches al arquero abun— 39 —


dan en el otro. ¿Cómo reprocharle a alguien que es obligado a hacer aquello que no quiere? El más fornido de los chicos futbolistas patea la pelota de bronca y le pega en la panza al desprevenido defensor. Cae doblado y gritando. Algunos lo ayudan. Ya nadie recrimina. A veces, la aparición de heridos fuerza el replanteo. Si acaso no hubiesen simulado dureza por tanto tiempo. Los ánimos se calman y el encuentro reinicia. El fútbol es más fácil que la vida. Abrió la puerta con dificultad. Estaba algo trabada, con las maderas hinchadas por la humedad, obstinadas en respetar la primera ley de Newton. El bar no lucía diferente, quizás la principal peculiaridad por la que varios deciden hacerlo su hogar. Mismas caras, mismos gestos, mismos pesares. El ambiente estaba bastante saturado y caluroso. Casi disfrutó reencontrarse con esa gota de sudor recorriéndole la frente. Hay molestias que evocan placeres. Se dirigió hacia el fondo, a la mesa que toleraba mejor las entrevistas. Los maderos más viejos habían aguantado por años conversaciones insípidas, discursos petulantes y reflexiones intranscendentes. Se sentía más a gusto entre ellos, como el bebé que se calma con la madre, a sabiendas de que ella tolera sus caprichos. Desde lejos se veía al rubio acomodándose el cabello. No consiguió no fastidiarse. Mito es acto en palabras y logía su estudio. ¿Qué otra cosa podría estudiarse que aquello que se reitera? Actos que merecen repetirse en palabras. Guiones, drama, lo humano expuesto como animal eviscerado. ¿El Olimpo puede ganarle al Aconcagua? ¿Está esta tierra carente de traiciones, abusos y desamores? Incluso el pueblo atesora historias de héroes, la mayoría inventadas pero copiosas en desventuras y finales atroces. El drama es mitología. El drama deambula por estas calles, pide dinero en estas veredas, juega al fútbol en estas plazas. Hay quienes se aventuran a decir que toma café en sitios iguales a éste. Este pueblo está sediento de historias trágicas. El tormento vende más que el éxito, Cristo lo sabía. Urgidos por semidioses del dolor, con el único atributo divino de la resistencia al suplicio. Solo su destino funesto puede elevarlo a la categoría de deidad. El rubio lo recibió con un apretón de manos y el gesto para que se sentara. Sin consultarlo, llamó al mozo. El morocho observó como el rubio le pedía otro café. Lo negro versus lo amarillo, la nueva mitología — 40 —


frente a los cuentos de hadas. —Perdón, no puedo seguir con esto —le dijo, se levantó y huyó del bar, dejando tras de sí a Zeus atónito sentado en el trono y a la diosa Aclis, con sutil sonrisa, parada a su lado.

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EL LOBUNO Jorge Nieva jorgenieva@msn.com

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l día amanece claro. El camioncito de propaganda despierta a los menos madrugadores: —Vecino de Realicó, no se pierda el acontecimiento del año. Hoy, a partir de las catorce horas, gran jineteada en el campo del Atlético Pampeano. Vea en acción a “Mandingo”, el imbatible lobuno que hoy se retira de la doma, con la monta de Ignacio Arteaga, el crédito de Lonquimay. En cada mesa de cada boliche del pueblo no se habla más que del suceso. El personaje requerido para el relato de alguna anécdota es un veterano domador, don Chito Bustinza. —Vea —afirma el viejo—, el Mandingo es invencible. Y no sólo eso: también es malo ese lobuno de patas renegridas. Y aguantador. Con veintisiete zarandeados años sigue invicto, y todavía es el más fuerte, el más temido. No bien se saca al jinete del lomo, vuelve grupas para tratar de patearlo. Una vez, en Rojas —continúa don Chito—, un conocido tropillero se apareció con un grupo de jinetes de Canelones y aseguraba que terminaría con el invicto del chúcaro. El más guapo de ellos, un tal Santos Bejarano, lo montó, y al segundo corcovo quedó colgado del cogote. Pero el Mandingo no era novia de nadie para que lo anduvieran abrazando, así que tiró sus más de quinientos kilos contra la empalizada, y el grupo se tuvo que volver al Uruguay con uno menos. Una lástima —rememora—, eran criollos de ley los orientales. Y el difunto quería llevarse el premio a toda costa porque estaba por nacer su primer hijo. Pobrecito el botija: quedó en la historia de la doma como la primera víctima fatal del lobuno. Ya pasaron más de veinticinco años, fue para los festejos grandes de mayo del sesenta. Y la cosa no terminó ahí: durante todo este tiempo el Mandingo mandó a varios al hospital y otro más al camposanto, allá por Pigüé. Pero ya está viejo, y espero que hoy el Nacho no lo deje retirarse invicto. Antes del mediodía se pueblan las gradas del Atlético. Empanadas, achuras y costillares invitan a la degustación, al amparo del solcito tibio. Nadie quiere dejar de ser testigo de lo que vendrá: dan el presente — 42 —


el Juez de Paz, el comisario, el gerente del banco, el intendente… La gente no hace más que aventurar el resultado del esperado duelo: ¿Quién ganará? ¿Hombre o bestia? Corren las apuestas. El jinete tiene destreza y coraje de sobra, pero quienes juegan a su favor lo hacen pensando en la decadencia del animal o porque consideran que es un bicho de mala entraña. Por una de las esquinas del campo llega para ubicarse en primera fila una pareja de gente mayor. El hombre camina con dificultad, se apoya en la mujer y en un bastón blanco. Ella lo ayuda a sentarse y le acomoda el ponchito. Él se quita por un instante el chambergo de fieltro para pasarse el pañuelo por la frente. Tiene el parietal derecho hundido y el párpado como telón cerrado, ocultando una cuenca vacía. El otro ojo, sin luz, fue vencido por el tiempo y las cataratas. —Parece que va a llover, vieja. —Pero, Isaco... si no se ve ni una nube… —Ya vas a ver, vieja, ya vas a ver. Años atrás, Isaco Villafañe había salido al encuentro del veterinario con un paraguas y un farol. —Buenas noches, don Martín. —¿Qué le ves de buena, Isaco? Es una noche del diablo. —Gracias a Dios que pudo llegar, don Martín. —Gracias a Dios y a la chata, que es barrera como ella sola. Bajo la galería de chapas del establo espera el dueño del campo. —¿Cómo va la cosa, Alfredo? —dice el veterinario a modo de saludo. —Mal, don Martín: la yegua no da más. Y para peor el crío viene de ancas. —Pobre Zafira, haremos lo posible por salvarla. Isaco no puede contenerse: —Por mí que se muera ya mismo, así la despanzurramos y listo. Y ojalá que el potrillo no salga de su misma laya. Si no, será un bicho maldito. La yegua se agita en el lecho de paja. Ladea la cabeza mirando a Isaco y le relincha mostrando los dientes. —¡Callate, Isaco! No seas rencoroso. —Disculpe, patrón, pero… esta bestia del demonio me dejó tuer— 43 —


to y deforme. Y de pura mala entraña, nomás. La patada fue de yapa, si ya me había volteado… —¡Basta, Isaco! ¿Hasta cuándo vas a seguir con esa historia? —Hasta que la vea muerta, patrón, y disculpe de nuevo… El animal vuelve a mirarlo y relincha, al límite de sus fuerzas. La experiencia de Martín Salaberry no alcanza para salvar las dos vidas. Ha de sacrificar la de la madre para que el potrillo viva. —¿Qué nombre le pondremos? —pregunta don Alfredo Urrutia. El aire se estremece. No muy lejos, un rayo se clava en el barro. Las chapas del galpón tiemblan. Por un instante se enciende la noche, y el viento redobla su fuerza. —¡Mandingo! —exclama Isaco—. Otro no le cabe. Esa misma noche, en un pueblo cercano, bajo el mismo cielo tormentoso, un alumbramiento resulta fatal para la madre: la chica, hija de un puestero, paga caro su relación oculta y fugaz con el hijo del patrón. La desgracia de una familia significa la solución al problema de la otra. El matrimonio, con un nieto que criar, debe abandonar el campo. Al poco tiempo consiguen trabajo en un establecimiento de Lonquimay. El chico crece alternando las tareas de la escuela y las rurales. Rápido para el aprendizaje, se hace ducho en los trabajos del campo. Pero siente especial atracción por los caballos, sobre todo los chúcaros. Ya mozo, gana reputación como domador. Fallecidos los abuelos, se larga a recorrer el país amansando redomones y llega a ser figura en los espectáculos de doma. En el campo del Atlético, la actividad crece. Llegan peones, auxiliares, jinetes y las caballadas que actuarán primero en la categoría “Bastos con encimera”. Mezclado entre el personal que bordea el campo, va un mozo empilchado de domingo: botas acordeonadas, bombacha, corralera y chambergo negros, camisa celeste y pañuelo rojo. Lleva un estuche de guitarra y trepa por las tribunas rumbo a las cabinas que se utilizan para las transmisiones de los partidos de fútbol. Un peón lo ve y le dice a su compañero: —¿Cómo? ¿Cambiamos de payadores? ¿No venían Cortínez y “El Estrellero”? —Que yo sepa, es así. — 44 —


—¿Y ése? ¿Quién es? —No sé. Será un payador invitado..., o habrá algún número sorpresa… Casi al finalizar la primera parte del espectáculo, llega el camión con la tropilla de reservados de Eusebio Benavídez. Al entrar la caballada en los corrales, se oyen relinchos nerviosos, alguno más fuerte que otros. El viejo Isaco da un respingo. —¡Ahí está, vieja, es él! —Pero, Isaco, cómo podés saber si... —... te digo que es el Mandingo. El olfato no me falla. Si hasta casi que puedo verlo, vieja... Después de varias entradas, Ignacio Arteaga queda empardado en el puntaje con un domador de Río Cuarto. Para llevarse el primer premio y revalidar el título nacional de la categoría “crina limpia”, debe doblegar al lobuno. En cada descanso, locutores y payadores elevan al máximo la expectativa por el duelo, historiando los pergaminos de caballo y jinete. Llega el momento. Los auxiliares traen al animal embozalado y lo dejan en el palenque en manos del sujetador. Ignacio se ajusta las botas de potro mientras espera la señal de salida. Los locutores la dan, con el agregado de un dato recién obtenido: —Señoras y señores, ¡fuerte el aplauso para Nacho Arteaga, el crédito de Lonquimay, en el día de su cumpleaños número veintisiete! El único que no aplaude es el viejo Isaco. Aprieta el brazo de su mujer y sentencia: —Vieja, uno de los dos no pasa de hoy. La mujer guarda silencio, ahorrándose peros inútiles. De repente, por el este, la tarde se entolda de nubarrones. Un locutor apura: —¡Qué se venga de una vez la última, antes que nos corra la lluvia! Un trueno preludia el silencio absoluto. Ignacio monta de un salto. El animal ni mosquea. El jinete anuda las crines entre los dedos de la mano izquierda y afirma las piernas. Se acomoda la boina y revoleando el rebenque grita: —¡Largue! — 45 —


El Mandingo sale con todo. Los apadrinadores, que le conocen sus mañas, lo esperan en el fondo de la cancha. Pero el muy ladino clava las manos a los pocos metros y vuelve grupas disparando para el lado opuesto, frena de golpe y lanza tres patadas al aire elevando el anca un poco más en cada una. Con la última, logra lo que quiere: el jinete queda en posición casi vertical, patas arriba, con la cabeza apoyada en la suya. Entonces arquea violentamente hacia atrás el pescuezo: el terrible cabezazo le parte a Nacho el tabique nasal. Ahora el animal se para de manos y se saca al mozo del lomo. Los apadrinadores vienen a todo galope, pero saben que no llegarán a tiempo. Nacho yace de rodillas, con la cara ensangrentada entre las manos. El lobuno, taimado, lo mide. En posición para la patada final, mira de soslayo al vencido y lanza un relincho estremecedor. Isaco se levanta de un salto. Retumba un trueno, que no viene del cielo. —¡Te lo dije, vieja! ¡Te lo dije! —grita Isaco. Mandingo se yergue. Afirmado en las patas manotea el aire, desesperado, como queriendo escalar una pared invisible. Suelta un bufido sordo por las fosas nasales hinchadas y, por fin, cae hacia atrás. El torrente oscuro que le brota de un ojo va tiñendo el pelaje ceniciento del cogote. Todas las miradas apuntan a la cabina en lo alto de la tribuna. El paisano endomingado, de pañuelo rojo al cuello, desmonta tranquilamente la mira telescópica del poderoso fusil de caza y guarda todo en el estuche de la guitarra. Comienza a bajar los escalones. Un par de uniformados le salen al encuentro. —Llévenselo —ordena el comisario. Parado frente a la máquina de escribir del oficial sumariante, el desconocido no espera el interrogatorio. —Soy —dice con satisfacción—, Marcos Bejarano, nacido en Canelones, República Oriental del Uruguay, el dieciocho de julio de mil novecientos sesenta.

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LEALTAD Diego Giannetti dfgtano@gmail.com

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uevamente ese crujido amargo que me desvela. Intento escapar del insomnio, pero los nervios superan el agotamiento. Aspiro lento, trato de contener el aire, el silencio es mi mejor amigo. Escucho en la casa un infinito zapateo que me provoca un sudor frío. El negro murmullo rebota en mi cabeza dejándome un sinfín de interrogantes transparentes. El sonido de los agrios latigazos estremece mi cuerpo, como si mi espalda fuera la receptora de ese rojo martirio. Por fin gano la quietud. Otra vez el anhelo de aferrarme a la vida. Espero la clemencia de la noche sin estrellas para poder estirar un poco mis piernas en este reducido espacio. El único contacto con la realidad es Marcos, él me alimenta y me mantiene en secreto. Solo él conoce este benigno agujero en el que estoy oculto. Creo que hace un año, un mes o una semana que estoy aquí, entre estas lagrimosas paredes de piedra. Espero con ansias el momento que Marcos abra la portilla del techo para darme los sustentos del día. Pero ese instante no llega. No tardo en reconocer que la fidelidad debe haber llevado a Marcos a la muerte. Y convierte mi escondite en una tumba.

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MAGIA Pablo Codias pabcod@gmail.com

L

a primera luz del día que se filtró por las hendijas de la persiana lo encontró con las imágenes deambulando desordenadas en la cabeza. Sintió con nitidez ese cosquilleo familiar que ahora le generaba inseguridad y que tiempo atrás explotaba con alguna destreza. Años largos y grises lo hicieron dudar de sus habilidades hasta dejar de confiar en sus dones, pero esta vez era tan palpable que no pudo negarlo. Dedicó la mañana a concentrar fortalezas en rescatar del pasado algo de su mejor versión, buscando disimular un presente solitario y anónimo que sabía inocultable. Almorzó unas sobras recalentadas y se dispuso a reacomodar las fotos, los premios y las dedicatorias que malvivían amontonados en los estantes del mueble de la sala como un certificado póstumo de su pequeño esplendor. Se esmeró en ordenar el departamento y la pieza con la esperanza de compartir el regreso y la cama. Abrió las ventanas intentando desalojar el aire decadente que tienen las casas que entristecen al compás de quienes las habitan. Había pasado un tiempo largo desde que dejó de recibir visitas, y mucho más había pasado desde la última vez que lo llamaron para entrevistarlo. Le gustaba flotar entre las imágenes de sus buenos recuerdos y revivir por un rato esa estelaridad fugaz que se escapó tan rápido que pasó el resto de la vida intentando reconstruirla para poder recordarla. Sobrevivía haciendo algunas funciones de ilusionismo, o actuando en fiestas de cumpleaños de algún carcamán, donde mezclaba magia, sugestión y gracias ramplonas. Había asumido su realidad. Son otros tiempos, se decía quizás para entender porque era tan poco lo que este sesentón raído había heredado del joven campeón de Magia, premiado en los campeonatos mundiales de Michigan, en el año setenta y cinco. Tampoco le había dejado mucho aquella versión posterior de él mismo que trabajaba en la temporada de Mar del Plata, y salía en programas de televisión adivinando entre aplausos y neones, el contenido de la cartera de alguna invitada. Y ni siquiera le quedó algo del protagonismo que — 48 —


alcanzó en las fiestas exuberantes de los noventa que no pudo ni supo capitalizar. Cargaba con la ironía de saber que justo él, “el mentalista”, no supo qué hacer ante una suerte tan predecible. Tampoco supo cómo estibar todos los recuerdos que lo sujetaban a los brillos de otros tiempos, mientras su vida se desgranaba. No pudo enterrarlos y seguir adelante, y se conformó simplemente con dejarlos a la intemperie esperando que se pudran, se degraden y se vuelvan invisibles como él. Pero no se resignó del todo a dejar de creer en su magia, y menos ante una percepción tan nítida como la de anoche. Desempolvando una ilusión que tenía en desuso, quedaron en encontrarse por la tarde en un bar cercano a su casa. Era un lugar de pocas mesas, de luces tenues y aire melancólico al que iba con alguna regularidad, sobre todo cuando necesitaba dejar fiado. Desde que se resignó a que nadie más lo reconozca por la calle, ya no se encontraba cómodo en esos lugares luminosos y con ventanales enormes, en los que ahora se veía como un carassius sin brillo, deambulando invisible en la pecera. Poco antes de las seis de la tarde como habían quedado, estaba esperándola en una mesa pequeña y separada que eligió con cuidado. Cuando ella entró, de inmediato la reconoció. O sin dudas, supo que era ella pese a que nunca la había visto. Una alegría con formas de revancha lo reconfortó al confirmar la vigencia de su arte para materializar el aspecto y la fisionomía de las mujeres a las que solo les conocía la voz en el teléfono. Y cuando ella con un entusiasmo natural lo saludo con un beso en la mejilla, desestimando con simpatía la mano que él extendió para saludarla, una confianza olvidada pero somática, sintió que se le acomodaba en el cuerpo. La entrevista era para una revista de arte alternativo, o algo así le pareció entender ayer, cuando ella lo llamó y hablaron un rato por teléfono, aunque no prestó mucha atención al sumergirse en la percepción de esa especie de premonición, que cada tanto aún lo iluminaba y lo rescataba de ese mundo aneblinado en el que se había acostumbrado a vivir. Inés tenía casi 15 años menos que él. Usaba un saco largo y de colores, que le daba un aire risueño y algo hippie, a la vez que ocultaba con gracia el ancho de sus caderas. Era alta, tenía el pelo ondulado, voluminoso y rojizo. Los ojos claros se veían inquietos detrás de unos anteojos — 49 —


simpáticos y de borde colorado, que se empequeñecían cuando la sonrisa le iluminaba la cara y la alindaba. La conversación atravesó la estela de su trayectoria, sus premios y sus reconocimientos. Pasó por la mención a sus “dones”, aunque le incomodaba tocar el asunto, quizás porque nunca supo bien como llamar a esa suerte de visiones que a veces tenía. De forma natural, la charla se fue prolongando y derivando hacia los recuerdos de sus apariciones públicas, que fue intercalando con el relato de algunas anécdotas acertadas. Siguieron hablando, y de a poco empezaron a reírse y a enlazar asuntos. Su hermana con Michigan, los perros que ella tenía con la juventud que sentía escurrida, las vueltas de la vida con una propuesta insólita que le hicieron en Mar del Plata a la salida del teatro, y que debió haber aceptado y haberse quedado a vivir allí. Sintió que ella escuchaba con particular interés cada detalle de lo que tenía para contar, y que las respuestas de Inés estaban teñidas del toque espontaneo y genuino de quien cuenta sus fracasos sin maquillajes y con cierto orgullo. Creyó empezar a ver esa telaraña sutil que se forma entre los que se gustan y que ya había tejido en su cabeza durante la noche con la firmeza de una sentencia. No se sorprendió cuando la conversación discurría por los carriles que durante el sueño se le habían revelado, y como si recorriera senderos familiares, la invitó a tomar algo más animado que un café. Cuando la tarde pasó a ser una noche de primavera las cervezas acompañaban la charla, que de a poco se fue desviando hacia caminos más sutiles y personales. Esquivó con oficio las referencias al tobogán resbaloso que lo condujo al presente desolado que tenía a mano y sobre el que prefería no hablar. Le pareció percibir una luz que iluminaba una realidad abandonada y que ahora —de repente— realzaba los brillos de sus encantos, que sentía obsoletos. Se escuchó reír y se sintió tan bien como hacía mucho que no se sentía. Mientras ella contaba con vaga desilusión un reciente desengaño, esquinadamente, casi de reojo, se dejó abducir por el ángulo entreabierto del escote que mostraba en la hondonada del pecho un puñado de pecas que se proyectaban sobre unas laderas que juzgó imponentes. Siempre le habían gustado las mujeres con esa piel, en las que el sol multiplica de pecas y sensualidad todos los rincones, y que en sus revelaciones alcanzó a recorrer brevemente. Siguió imaginando quizás empujado por — 50 —


las vivencias de la noche, los movimientos de las caderas generosas y de las ondas rojizas del pelo en la intimidad de la penumbra de su cama. Se alegró al recordar haber dejado presentable la habitación, mientras la cabeza se le inundaba de bosquejos eróticos. Percibió con inocultable entusiasmo las consecuencias eréctiles de sus proyecciones, y se volvió a alegrar. Por segunda vez. Cuando la noche llevaba un rato rodando y le costaba esquivar sus urgencias, decidió que era el momento de confiar definitivamente en su magia y jugar las cartas adecuadas mientras Inés acompañaba con complicidad indudable sus despliegues. Pero el primer truco falló. Quizás desconcertado, dudo en ajustarlo o intentar otro, que finalmente calculado en detalle y con precisión, tampoco acertó. Y esta vez, el fallo fue en medio de un silencio tan estrepitoso como indisimulable. Finalmente, cuando los pájaros lúgubres del fracaso sobrevolaban la noche e Inés miró el reloj, asumió con abatimiento que la magia no iba a aparecer. En un solo movimiento ella se puso de pie, se acomodó el saco colorido y sonriendo, argumentó una excusa cualquiera para no seguir la noche en su departamento. Y antes que pudiera recoger las astillas desparramadas de sus premoniciones, Inés se despidió con otro beso algo más lánguido que el inicial, caminó hasta la puerta, la abrió sin mirar atrás y como por arte de magia, desapareció.

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CHOCOLATE PARA TAZA Susana Bracamonte nelidasusana@gmail.com

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ielo y lago simulaban una pared uniforme en el paisaje, aunque la solemnidad del cordón montañoso se esmerara en separarlos. El silencio y la quietud del agua parecían ignorar esa intervención natural, aceptando un estrecho vínculo entre ambas dimensiones. Era una de las tantas mañanas, en las que, haciendo un paréntesis en la marcha, descansaba un rato deleitando el escenario. Viajaba sola, como lo hacía en los últimos años desde que Omar había partido. Me estaba acostumbrando tanto a la soledad que muchas veces la gente molestaba demasiado. Sumergida en mi caverna interior sentí con fastidio el eco de sus voces. Eran las dos mujeres de siempre, vaya a saber cuánto tiempo hacía que estaban allí esperando el momento oportuno para incluirme en su conversación. La sonrisa espontánea, constante, que sobrevivía en sus rostros y la simpleza del lenguaje, excusaban la intromisión por regresarme del espejismo. Eran viejas amigas, también consuegras, venían de Chile y habitualmente coincidíamos en el mismo banco frente al lago. —¡Nos encontramos nuevamente! —me dijo la mayor. El cabello cano la hacía casi una anciana, pero seguramente no superaba los cincuenta. Se llamaba Ofelia. — Sí, éste es mi lugar predilecto, vengo todas las mañanas. También a ustedes les da placer estar aquí ¿Verdad? ¿Hasta cuándo se quedan? —Hasta el bautismo del nieto seguro, después si no nos echan nuestros hijos, extenderemos las vacaciones un tiempo más. ¡Total no tenemos ningún apuro! —contestó Emilia, mostrando sus gigantescos dientes blancos, que contrastaban con los aros rojos pendientes de las orejas—. ¿Compraste chocolates? —me preguntó, señalando la bolsa de papel que tenía sobre mi falda. —Sí. Es el regalo más apreciado para los míos —respondí mientras pensaba ¨tantas veces, con las limitadas oportunidades que tengo de encontrarme con ellos, antes de que se apolillen, los como yo¨. Ofelia, extendió su mano con el envoltorio metalizado. — 52 —


—Probá éste —me dijo con mirada socarrona—. No creo que lo hayas comido alguna vez. Mi debilidad por las golosinas me llevó a abrir el paquete de inmediato. Era un bombón muy grande con cerezas y licor, el aroma me cautivó, lo engullí. Solo su espíritu quedó impregnado en el envase. Y, sí. Realmente el sabor era diferente, exclusivo, delicado. —¡¿Dónde compraron esta exquisitez?! —pregunté mientras lo terminaba de saborear. —Es cerca de aquí. Podemos acompañarte, de paso compramos más —contestaron al unísono y de inmediato se pusieron de pie Llegamos a una esquina donde la manzana se dividía en dos, una avenida en altura y un pasaje en descenso, mejor dicho, un callejón poco iluminado. Parecía que el sol lo hubiera omitido en su recorrido dejando a la noche perpetuarse en esa cuadra. Los negocios también estaban en la penumbra, ni siquiera una luz alumbraba las vidrieras. —En todos estos días de largas caminatas nunca he pasado por aquí —comenté. Las dos mujeres se miraron sorprendidas—. Qué distracción la mía, ¿verdad? Está muy cerca del Hotel. Yo creo que a veces camino dormida. —O soñando —dijo Emilia—. Es aquí, ¡Vaya! ¡Vaya! ¡El olorcito lo anuncia! —llevando la nariz hacia adelante como si la arrastrara algún fantasma, ingresó rápidamente. Tan solo la palabra delicatesen resplandecía en la marquesina y diferenciaba el local del resto de las tiendas dormidas. En el interior, el color estaba acentuado por la variedad de formas, tamaños y estilos; trufas, bombones, ramas, conos. Con almendras, pasas, cereales, higos. Delicias que de solo mirarlas humedecían mi boca con grandes volúmenes de saliva. Una bandeja contenía trozos cortados a disposición de los clientes. Probé uno, más de dos, más y más, luego tomé distancia porque a pesar de que solo estábamos nosotras tres y la empleada, supuse que alguna camarita oculta estaría observando mi glotonería. Compré unos pocos con la intención de volver en otro momento. Cuando me entregó el paquete la vendedora, agregó una pequeña atención por ser la primera vez que visitaba el comercio. Salimos nuevamente a la calle sombría con tiendas más sombrías. Las mujeres me miraron sonriendo y Ofelia me tomó del hombro y casi murmurando insinuó: — 53 —


—Volverás, seguro y acompañada, querrán degustar nuevos sabores. Ahora, descubrirás las virtudes que tiene un verdadero chocolate. El presentimiento de Ofelia se confirmó parcialmente, volví muy apurada, todo lo que había comprado lo consumí e imprevistamente debía regresar a Mar del Plata. No quería llegar sin las delicatesen. Grande fue mi decepción al recorrer toda la ciudad, las esquinas, las calles… Nunca llegué a la avenida que se bifurcaba, ni al sombrío callejón. ¿Cómo puede ser que todo haya desaparecido? Dudé si realmente estaba en el lugar correcto. Todavía había tiempo para pedir ayuda a las mujeres, a esa hora seguramente estarían frente al Huapi. En el camino seguí investigando, ni una pista, parecía que el pasaje se hubiera evaporado. En nuestro banco había un hombre solo, a quien le describí minuciosamente a las señoras chilenas, pero él no las conocía. Aproveché para comentarle sobre la chocolatería misteriosa. Me respondió que nunca la había visto, pero podía recomendarme otra, mientras me mostraba una bolsa de papel de aspecto similar de una marca renombrada de la zona. Como no estaba dispuesta a entablar conversación, fui nuevamente a explorar el área. Todo se había esfumado: la calle oscura y las alegres comadres. Unos días después de llegar a mi casa en Mar del Plata y mientras desarmaba la valija, encontré en el fondo, la bolsa de papel que tenía impresa con letras doradas delicatesen, ninguna otra señal. Recordé las palabras de Ofelia: ¨Volverás acompañada¨. Demasiado tarde para captar la compañía. Introduje la mano en el envase y ahí estaba, una delgada tableta con la imagen de una taza humeante dibujada en la etiqueta. Chocolate para taza. Era el presente que me había dado la vendedora. No tomaba chocolate desde el último cumpleaños de mi abuela, hace más de treinta años. Imaginé repetirlo para el mío y reunir a mis hijos, nietos y hermanos. Esa tarde hice el preparado en un litro de leche y un cuarto de la tableta, la cantidad sería suficiente ya que mis invitados no estaban acostumbrados a las bebidas caseras. La mezcla había tomado un punto petróleo con la consistencia de una melaza espesa de sabor fuerte y amargo, sin embargo, cuando el aroma invadió la casa le dio un vaho mágico, como si el espectro de Moctezuma fluyera del recipiente. Agregué miel para aliviar la amargura y leche para diluir la negrura. El volumen del preparado me obligó a recurrir a la gran olla familiar para obtener el — 54 —


punto alquímico del suvenir. Como un Druida revolviendo paciente la delicada pócima, conseguí la armonización perfecta de los elementos en el mismo instante en que tocaron el timbre. La familia estaba completa, merendando y yo feliz, pues hacía muchos inviernos que no estábamos todos juntos. Recuerdo que se sirvieron dos y tres veces. Gonzalo sacándose el chupete de la boca, me dijo: —Abela, ¿Me vas a hacer esta lechita para mi cumple? Dado la abundancia de la poción, comencé a ofrecerle a los vecinos; a la del octavo una jarra llena para suavizar las relaciones, al portero en agradecimiento por ser el vigía oculto de mis movimientos, a las hermanitas de al lado, para que me incluyeran en el partido de buraco de los jueves y al viudo del quinto, por su gentileza en ayudarme a subir las bolsas del mercado. Nada mejor que una rica infusión para macerar cuestiones de consorcio. Fue el inicio de la rueda. Inviernos aliviados en cálida compañía, con la intención de calentar el cuerpo con una bebida placentera. ¨Tengo unas masitas para comer con algo caliente¨, fue el pretexto que le di al señor del quinto cuando salíamos del teatro. Era el momento oportuno para seguir degustando sabores y poder revelar las virtudes del chocolate perpetuo. Tiempo después, volví al lugar y muy bien acompañada. Nos sentamos frente al lago, como lo hice aquella vez, observamos juntos, el bello espectáculo que ofrece el paisaje. Pero, pasan los años y nunca pude descubrir el misterio de la obscura calle dormida. Sin embargo, la esencia revive en cada taza y su alma conserva el hechizo infinito de dilatarse en la cocción. Si bien mis fuerzas disminuyen con los años, el deseo del encuentro está latente. Hoy me llamó Gonzalo, el menor de mis nietos. Fue una sorpresa. Hace casi un año que no lo veo. Es que él sale de noche y yo con el sol. —Hola abue, ¿Tenés frío? ¿Todavía te queda ese chocolatito que trajiste de Bariloche? —Sí, por supuesto. —Bueno, entonces, prepárate un par de litros, voy en un rato con mis amigos. Nos congelamos en el estadio y surgió la idea de tomar algo calentito, así de rico, como lo hacés vos. No somos muchos, unos diez — 55 —


más o menos. Pero no te preocupes, porque nosotros, llevamos los churros. —Este chocolate para taza, nunca se acaba. ¡Es verdaderamente mágico! No sé por qué le hice ese comentario.

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BREVE ESCALA EN LA ETERNIDAD Gustavo Olaiz gsolaiz@gmail.com

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sa vez había ido solo a pescar a la laguna, una buena manera de encontrarse con uno mismo. A la vuelta, apremiado por lo que se dice una necesidad fisiológica, la líquida, estacioné frente al pequeño cementerio del pueblo. Se me ocurrió satisfacerla dentro del mismo, un poco para no ser sorprendido por las luces de un auto que apareciera y otro por probar una nueva experiencia empujado por tanto aburrimiento. Me dije: “No hay lugar más tranquilo y pacífico”. Anochecía, incliné un poco la reja de hierro y ya estaba adentro. Elegí el pastito que poblaba una vieja tumba. Recordé haber escuchado que el Corán dice que no debe hacerse la micción en dirección a La Meca. Para cumplir con eso debería saber primero para qué lado está La Meca. Estaba dándole al miembro un pequeño movimiento sísmico como epílogo a la descarga cuando oí una voz inexpresiva. —Usted no tiene un poco de consideración a los que descansamos. —Ya no hay respeto —agregó una voz femenina. Las voces, aunque condenatorias, no mostraban ninguna emoción. No se veía a nadie por ningún lado, sobre la calle de tierra descansaba la camioneta, las pocas tumbas de este lado y la inmensidad del campo detrás. Más lejos la ruta y el acceso al poblado Los Chañares. —Es una necesidad natural —dije hacia el lugar donde había creído que venían las voces. Hubo una pausa breve. Por un momento no se escuchó nada. —En el pueblo de Epecuén se inundó el cementerio y hubo que salir a pescar los ataúdes —informó una voz con acento bien de campo. —Qué barbaridad. Asistía a un cambio de opiniones de ultratumba. ¿Hablarían así todas las tardes o las noches? El tiempo parecía haberse detenido. Ni frío, ni calor, ni una pequeña brisa. —Nuestro lugar es como un barco en un viaje interminable hacia el olvido —filosofó otra voz neutra, sin sentimientos. Pausada, pedante. — 57 —


Los demás habrán quedado saboreando esas palabras, durante varios segundos nadie dijo nada. —Hasta siempre —saludé porque creí que correspondía hacerlo luego de mi irrespetuosidad inicial. Era una huida elegante. —Lo esperamos amigo —respondió una nueva voz no escuchada hasta entonces. No supe si era cordialidad o una amenaza. El motor arrancó. Temí que no lo hiciera como en aquellas malas películas de OVNIS. El viento que entraba por la ventanilla era agradable si no fuera por el polvo que ensuciaba la cabina.

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EL AMULETO Diego Giannetti dfgtano@gmail.com

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e despertó el sonido de un vidrio roto, no atiné a moverme, le siguieron pasos estremecedores, podría decir desesperados. De inmediato levanté la cabeza y lo vi en penumbras. No dudé un instante en correr hacia la ventana y escapar por el parque. Logré llegar a la tranquera y traté de tranquilizarme. Respiré profundo y analicé la situación. Me encontraba solo en la quinta y sin armas, estaba indefenso. Sabía perfectamente lo que el sujeto buscaba. Recordé las palabras del anciano que me había entregado ese extraño amuleto al que llamó cinta de Moebius. “Debes resguardarlo de la codicia de los sectarios que anhelan poseerlo y no caigas en la trampa”. No entendí bien lo que quiso decir. Decidí volver y defender mi propiedad. El amuleto estaba bien reguardado en mi cuarto. Trato de llegar sigilosamente a la puerta que se encontraba abierta. El silencio oscuro me golpea, pero intento mantenerme calmo. Alterado me apresuro y me golpeo con la mesa lo que provoca la caída del florero de vidrio, ya sin posibilidades de pasar inadvertido voy directo al cuarto, me asomo y allí en la oscuridad veo al sujeto acostado en mi cama levantando la cabeza, observándome. No dudo un segundo en correr hacia la ventana y escapar por el parque.

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EL MOMENTO ESPERADO María Silvia Oliveros mia.coronel@hotmail.com

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l gato los mira desde las sombras. Nadie advierte su presencia. Los pantallazos del flash de las cámaras de seguridad registran los movimientos y esos reflejos de penetrantes brillos, que luego no se pueden interpretar. Tres avezados ladrones se deslizan por el piso de mármol del Museo de Joyas de Oriente. Han preparado el asalto con gran dedicación y experiencia. Al ingresar no se dispararon las sirenas y el sendero entre luminosas redes de alarma está perfectamente estudiado. Van avanzando en silencio, contorneándose para no ser detectados por los visores del techo. Moth, el enigmático felino, descendiente de antiguo linaje, siempre observando, ya los había visto entre los visitantes y descubierto sus intenciones. Los está esperando. Entre todas las estanterías, anaqueles y armarios vidriados que contienen las magníficas reliquias, sobresale la más preciada entre todas ellas. En el centro del recinto, sobre roja alfombra de Esmirna, rodeada de puntales y cordones dorados y en un alto pedestal, destaca la vitrina que guarda la venerable gema que habría pertenecido a la reina Cleopatra. Tiene una cerradura inviolable que impidió durante años que fuera abierta. Los ojos del gato de color plomizo con una mancha blanca en el centro de la frente, contienen las partículas sobrantes del tallado de pedrería de tiempos remotos. Su padre y el padre de su padre vivieron al acecho entre las altas y decoradas columnas de aquellos salones, esperando el momento oportuno para cumplir su señalado y sagrado destino. En su silencioso andar controlaban a cuántos se acercaban a la joya en eterno alerta. Nada más poder reverenciarla, cuando todos se retiraban. Sólo el guardia de los días martes sabe de la existencia de Moth y comparte con él largas horas de vigilia. Un hombre sencillo, de mente abierta y un agudo telepático, se entienden sin palabras. Ambos conocen sus secretos. Los delincuentes se dirigen sigilosamente hacia la joya, antes nunca alcanzada. Uno de ellos va marcando el recorrido estudiado y los — 60 —


otros dos se acercan con un equipo especial para poder violentar el cerrojo que les permitirá acceder al codiciado tesoro. No saben que los destellantes ojos del gato, los siguen paso a paso. Las pupilas dilatadas heredaron la habilidad de sus antepasados de ver claramente en la oscuridad. Recibieron los reflejos del dios Ra para poder cumplir con las tareas feroces de detectar en la noche las alimañas y salvar de las plagas de ratones y culebras los grandes depósitos de cereales que alimentaban a la población. Para luego durante el día, proteger al Faraón del mal, mientras ronroneaban dulcemente bajo su trono. El ojo entrecerrado del guardia de los martes, que simula dormir, también sigue los movimientos. Los intrusos se preparan, alistan lo que van a usar para la apertura. Moth se va acercando suavemente… la cabeza gacha y las zarpas listas para el ataque. Un potente rayo luminoso parte del arma y logra abrir la fuerte cerradura como nadie pudo hacerlo antes. El esperado instante ha llegado. El felino, con gran agilidad salta sobre ellos mientras el guardia oprime el botón rojo que tiene en su mano. Todo se convierte en un caos. Las alarmas enloquecen y se cruzan los sonidos y los gritos. Con la serenidad del momento propicio, en un relámpago, Moth cumple su destino. El guardia de los martes como habían acordado, vuelve a sellar la vitrina. Las luces se encienden y entran los controladores. Detienen a los sorprendidos y arañados ladrones. —¿Cómo entraron? ¿Qué buscaban? Todo está en orden. Sólo unos ojos humanos admiran la estatua de basalto negro verdoso, el gato sagrado con una gema en el centro de la frente.

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REVANCHA Mario Marchelli mariomarchelli@hotmail.com

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artín era un peleador consuetudinario; los compañeros de 4º C en algún momento habíamos soportado sus golpes o empujones. En la fila, la clase o el recreo, cualquier lugar era propicio para descargar su violencia injustificada y solapada, ya que Martín no era tonto, sus ataques eran tan relampagueantes como inadvertidos, tanto que ni las maestras se enteraban, salvo alguna tímida denuncia, casi siempre desestimada. Yo, perfil bajo, lo evitaba, pero presentía que algún día recibiría de su parte algo más que un empujón o una piña voladora. Y ese día llegó, salíamos de la escuela y sin motivo alguno, como solía ocurrir, me desafió a pelear delante de todo el curso. Hasta Raquel, mi amor imposible, estaba ahí, ¿cómo negarme? No tenía salida. Antes de que pudiera pensar o ensayar alguna defensa estaba de espaldas, en el suelo, con Martín a horcajadas sobre mí, dispuesto a descargar los primeros puñetazos. De la nada surgieron dos providenciales personas que evitaron que se consumara la paliza, separándonos antes que la cosa pasara a mayores. De pie, sacudiéndome la tierra y más que nada la vergüenza, felizmente a salvo del “bárbaro”, tuve un gesto que estimé necesario y reivindicatorio. A distancia prudencial y fuera de peligro le grité en tono sobrador: ¡Martín… mañana te doy la revancha!

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LA MANCHA Diego Giannetti dfgtano@gmail.com

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l tiempo se despliega a gusto, parece descansar, cada segundo indiferente estimula al siguiente y convierte un minuto en una eternidad. Trato de petrificarme, la carne lacerada vigila y acecha mis movimientos. Boca arriba, en penumbras, lo único que puedo observar es el yeso del cuarto descascarado y ausente de pintura. Los pocos instantes en los que pujo por recuperar mi lucidez son interrumpidos por los que parecen continuos picotazos que me destrozan los órganos. A pesar de la poca claridad, es el momento cuando fijo la mirada en la mancha del techo, busco imágenes, trato de disipar mi mente. Sonidos distantes, se pierden en mi somnolencia, vivo en ese estado nefasto donde el único escape es estar narcotizado. Quisiera salir de este círculo dantesco en el que soy protagonista. Ya no recuerdo el origen ni por qué me encuentro en este calvario inútil. La memoria resolvió abandonarme y soy huérfano de mis recuerdos. El olor a yodo y sangre se mezclan con mi sudor. Mastico la desolación y me abrazo a la esperanza de terminar de una vez por todas con este sufrimiento. Me obsesiono con esa sombra difusa que con su silueta parece presagiarme algo, aunque no llego a descifrar cual es el mensaje. Postrado, muevo despacio la cabeza y descubro con estupor una especie de simbiosis entre una máquina y mi hígado, como si formara parte de mi cuerpo. El espanto se apropia de la situación. Siento garras que escarban mi abdomen en forma constante. Intento recordar mi nombre, mi historia, mi vida, pero es en vano. Nada viene a mi mente más que el desconcierto. La puerta entreabierta invita a que la luz exterior encuentre la humedad en el cielorraso, para dejar al descubierto aquella marca cuyo contorno evoca el castigo al que fue sometido Prometeo como una burla de mi padecimiento, o quizás para señalarme que no soy ni seré el único que vive con este tormento. — 63 —


Un brazo empuja la puerta y se escucha una voz que comenta “aquí se encuentra otra situación irreversible, un intento de suicidio. Una explosión. El hígado perdió su función. Está condenado a convivir con ese martirio”.

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LO CUENTO EN GRIS Silvina Martinez luisina8@hotmail.com

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e dejaste en un lugar gris. Me vistieron de gris. Vestido gris, medias, zapatos y un saco, todo color gris. El resto de los niños también vestían de gris. Mi cama no era gris, pero era vieja y estaba tan sucia que se parecía mucho al gris, como mis sábanas rancias que guardaban el secreto húmedo de las infinitas noches grises. El tiempo pasó, dejé de extrañarte y casi te perdono. Crecí. Hoy el rostro gris de tu foto resucita aquel internado gris como mis ojos grises, que exhaustos aún te esperan.

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MAR DE FONDO Martha Conti victorialohola@yahoo.com.ar

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río, helado mi pie marca la blandura de la arena. Golosa de agua la marca desaparece. Las gaviotas picos fuertes, gritan dolor sobre mi cabeza. Y mi cabeza escucha esta boca callada. Nadie. El gris y yo. El viento y yo. Y ese olor a fondo de mar revuelto. Nos visitaba como amigo de mi padre. El mechón oscuro sobre la frente. Colección de corbatas de itálicas sedas. En el aire quedaba la cinta azul de su colonia inglesa. Boca de arcángel maligno, delicioso. Alguien traga el horizonte. Y algo liviano y pesado me envuelve gris, tan gris, tan gris. El frío como enredadera trepa por mis piernas. El viento me roba la suavidad del chal. Allá se lo lleva en el aire, vela pequeña de minúsculo velero. Y ese olor a fondo de mar revuelto. Mordía besos en la glorieta gloriosa gloria celeste de glicinas. Shhh… que no se entere tu madre. Shhh… que no sospeche tu padre. Un día te robaré. No soy digno. Tendré que robarte. Cuesta caminar con la pollera mojada. Se pega a las piernas. Me dice: hasta aquí, hasta aquí. Bambula amiga quiere retenerme entre sus flores y sus pájaros imaginados en la India. Y ahora sube fuerte ese olor a fondo de mar revuelto. La cinta azul de la colonia inglesa me envuelve al abrir la puerta de mi casa. Uncida a su yugo me lleva hasta el dormitorio de mi madre. (Yo había vuelto temprano del colegio). No quise llamar. No hubiera podido. Esa puerta sellada, aromada, me destrozó la frente, los ojos, la lengua. Y la sangre hirviendo me empapó la vida. Retrocedí amarga la boca, la garganta oprimida de nauseas. Creo que es la Cruz del Sur. No sé. Me parece. No hay luna. El mar es una boca negra. El agua mansa fría mansa llega lame. Lame mi pecho, salpica la garganta, se retira para volver. Pesan las piernas ceñidas por la tela. Los brazos extendidos tratan de asir la oscuridad. Ella me devuelve olor a fondo de mar revuelto. Él supo que yo sabía. No más glorieta. Y como si nada, siguió visitando la casa. Y comiendo nuestras comidas. Y bebiendo el brandy de — 66 —


mi padre. Sin pudor me miraba achicando los ojos. Malignos, como rata robando pichones. Adivinaba el sello de mi boca. Mi pelo sube. Flota en el agua oscura que llena mi cuerpo desplazando el aire. Y ese olor a fond‌

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ELVIRA Mario Marchelli mariomarchelli@hotmail.com “La curiosidad mata al gato” Proverbio español

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omo cada mañana, llega la bolsa con el correo de Andreani al edificio de Libertad 3555. Con solicitud no exenta de ansiedad, Elvira, la encargada, la recibe, despacha rápido al cartero y se instala en la portería de la planta baja para dar comienzo a la habitual selección. Ubica por piso la correspondencia y está feliz, porque llegó ese sobre que cada mes espera impaciente. No es para ella, pero tiene especial interés en conocer algo de la destinataria, aunque sea mínimo; algún pequeño detalle que le permita desentrañar el “misterio” que representa, “la del 3º B”, como despectiva la identifica. El sobre, anónimo y puntual la intriga, como le intriga también la discreta vecina. De algo más de 40 años, buena figura, viste bien, con elegancia, sale sola, vuelve sola, no se le conocen amigos, ni novio, ni parientes, nada. Saluda cortésmente, pero jamás entabla una conversación, que vaya más allá de respuestas a preguntas de compromiso; o lugares comunes, como el clima y otras trivialidades. Nadie, absolutamente nadie del consorcio conoce nada de ella. Elvira está intrigada en extremo. Hábil para ir descubriendo, solapada y astuta, vida y milagro de los vecinos, esta mujer la desconcierta. Para Elvira, tempranamente viuda, la vida de los otros, sus conflictos, sus alegrías, son su vida. Comentario o chisme que le llega, o que con habilidad sonsaca, verdaderos o falsos, son difundidos eficazmente, por lo que no tardan en ser conocidos por el resto de los habitantes de los treinta departamentos del consorcio. Lo único que ella sabe de “la del 3º B”, es que se llama Cristina Donato y punto. Jamás un comentario, una noticia, un detalle que permita saber más de la enigmática vecina. Algo le consta, la inquieta y entusiasma: una vez al mes llega para el 3º B un sobre grande, sin remitente, escrito a máquina y sin matasellos que permita, por lo menos, saber su procedencia. Elvira conoce increíbles intimidades de consorcistas, vecinos e incluso comerciantes de la — 68 —


cuadra. Posee un innato, desarrollado y casi inconsciente conocimiento de la debilidad de la lengua humana, por eso se siente íntimamente defraudada y vive su fracaso con impotencia. Hasta hoy se ha limitado a darle vueltas al sobre grande y abultado; escudriñado cada detalle que le permita sacar alguna conclusión. Eso fue hasta hoy. Tomó una decisión, va a intentar abrir el sobre con precisión quirúrgica, ver por fin su contenido y volverlo a cerrar sin dejar rastros. Elvira no es tonta, sabe que, como mínimo, arriesga su trabajo y tal vez una temporada en la cárcel; la violación de correspondencia es un delito grave. Se ha compenetrado de variadas técnicas para abrirlo sin dejar rastros y la que más la convence es el vapor de agua, viejo sistema que alguna vez le dio resultado, aunque nunca lo intentó con los sobres actuales, provistos de pegamentos más potentes y eficaces. Comprende que cualquier error será fatal, pero su curiosidad es irrefrenable. Deja aparte el sobre y reparte el resto de la correspondencia, a lo sumo tiene un día para cumplir con su cometido, quizá menos que eso, por que alguna vez que demoró la entrega, Cristina Donato indagó por la demora y salvó la situación con alguna excusa circunstancial. Encerrada en la portería comienza su operativo, algo rudimentario, pero operativo al fin. Enciende la hornalla de la cocina y pone a hervir agua en una pava; cree que el vapor, saliendo puntual por el pico, permitirá ir despegando, despacio y con seguridad, la solapa. Manipula el sobre con cuidado, está abultado, como siempre y lleno hasta el tope, circunstancia que la preocupa un tanto, por temor a dañar el contenido. La pava comienza a echar vapor, prueba la temperatura con el codo, que retira rápido, está muy caliente, disminuye el fuego de la hornalla y arrima con cuidado el sobre, al tiempo que con su uña más larga intenta despegar un extremo; el pegamento empieza a ceder, su cara se ilumina; poco a poco, tres o cuatro centímetros han cedido al calor. Es lo último que recuerda. Un chispazo, seguido de un fulgor amarillo tiñe cara, cabellos y manos de Elvira. Entró en combustión el compuesto de azufre, que el laboratorio envía regularmente a Cristina Donato, para atenuar una incipiente artrosis. En pocos días, aunque más de los deseado, la cara, el cabello y las manos de Elvira, entonados de un extraño e inexplicable color ama— 69 —


rillo, recuperaron su aspecto normal. No se conocen otras circunstancias de esta historia, y poca importancia tienen, pero es seguro que Elvira, recordará para siempre, el viejo proverbio español “la curiosidad mata al gato”.

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DOS CUERPOS Leandro Di Fino leandrodifino@gmail.com

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Dos cuerpos frente a frente son a veces raíces en la noche enlazadas. Octavio Paz, “Dos cuerpos”

hora el que dudaba era él. La recorrió con cuidado, detuvo sus ojos en los de ella y sonrió con complicidad. La respuesta tenía algo de razón. Conocerse a través de preguntas que no se refirieran a ellos era casi imposible. Habían permanecido sin conversar un largo tiempo en el banco de la plaza, debajo de una farola colonial que pincelaba con matices cálidos un círculo lunar sobre ellos. Durante ese tiempo no se produjo ningún movimiento, solo el bamboleo tímido de los cuerpos que envueltos en una atmósfera misteriosa comenzaban a naufragar. De sus labios no brotaron palabras hasta que tímidamente un decir impersonal desanudó el silencio. Lo siguieron intercambios conocidos y protocolares de ocasión. De a poco, el interés fue creciendo y la intimidad ganándolos. Entonces le propuso el juego. Las preguntas no debían recorrer sus vidas. No estaba permitido indagar sobre quiénes eran, a qué se dedicaban, qué estudiaron, de dónde venían o hacia dónde iban. Había que evitar cualquier pregunta que pudiera identificarlos. No necesitaban eso para conocerse. La propuesta hizo que ella vacilara. —En algún momento ese tipo de preguntas van a surgir solas sin que lo pensemos —respondió. Los gestos mínimos con los que acompañaba su propuesta se midieron. Movió sus ojos de los de ella perdiéndolos en algún lugar de sí. —¿Entonces, aceptás? —la interrogó y comenzó el juego sin atender la dubitación—. ¿De dónde viene el viento? Se tomó unos segundos, más para aceptar el reto que para pensar la respuesta. —Son suspiros que antes de partir se ahogan por vergüenza en el pecho de los hombres. El tiempo los alimenta y brota en ellos alas para que vuelen libres y tempestuosos cuando lo deseen. —Sin pensarlo demasiado y con la misma naturalidad con que respondió valió su tur— 71 —


no—. ¿Qué puede hacerse con un caracol? —Abrigarse en invierno. Desde la hendidura por la que saca su cabeza vas desplegando la concha —explicó mientras las manos dibujaban lo que las palabras decían—. La textura dura del torso se transforma en una superficie tibia de proporciones infinitamente superior a la que carga la babosa. Al final comprendés que el caracol no es más que un origami de cristal onírico en forma de espiral. —¡Pobre caracol! ¿Y ahora cómo se abriga él? —la piel blanca brilló tibiamente al sonreír mientras sus ojos llovían estrellas fugaces. Se acuclilló sobre el banco para acercarse más y continuó—: ¿De qué están hechas las mariposas? Tardó en responder, acaso porque disfrutaba del espectáculo que le ofrecían las pupilas frente suyo, acaso porque el juego hacía crecer en su boca un sabor que lo rendía en una ensoñación nueva. —De las palabras exiliadas que olvidaron como hacerse poemas en los labios de los hombres —sintió curiosidad por saber qué diría ella y la interpeló—: ¿Y para vos de qué están hechas las mariposas? —Mmm, del encuentro laminar de dos cuerpos. Se moldean con el polvo que fulgura del roce entre pieles. Nuevamente mi turno, ¿Cómo podemos transformarnos en agua? —¿Nosotros dos? —se burló jocosamente—. Sembrándonos en la tierra a la espera de que el calor húmedo y agobiante haga de nosotros una furiosa y fugaz tormenta de verano —y entre sonrisas le dijo—, te gustó el juego, tantas dudas al principio, pero no era tan difícil como parecía. ¿Qué pueden mirar las estrellas? —Acaso hay algo que no puedan ver —aletargó la respuesta dejando que el silencio también participara y jugara con ellos y susurró—: Las rutas peregrinas que trazan los seres marinos sobre los océanos buscando la redención del cielo y la tierra. Las preguntas se sucedieron hilándolos en una trama que los separaba de todo y los unía secretamente de un modo desconocido y postrero. Nada quedaba de la plaza ni de ellos ya. Embarcados en una intimidad común se alejaron de sí mismos, de sus seguridades y mundos. La luz nocturna avanzó acompasada por el deseo mutuo que emanaban hasta hacerlos una misma sombra. —¿Por qué se mueven las bocas? — 72 —


—Porque buscan besarse —el sonido se fue haciendo cada vez menos audible y comenzó a revolotear sin rumbo en la oscuridad. Preguntó otra vez sin intuir lo que sucedería—. ¿Qué hacemos con una sábana? —Un laberinto de silencios y gemidos para que aniden los labios pudorosos. —Las frases comenzaron a hacerse vibraciones brillantes que partían y regresaban de las fuentes de sus labios, dibujando los contornos de una misma y única forma fantasmal—. ¿Qué harías si fueras un ángel? —Cosernos en una misma miel —las palabras esplendieron como líneas lábiles de un modo cada vez más tenue hasta que titilaron—: ¿De qué materia están hechos los sueños? —De nosotros. Un sonido lejano que no lograron descifrar los despertó. En el umbral percibieron el reflejo fugaz y cambiante de un aleteo tornasolado. Envueltos en la telaraña de un sueño compartido que no los soltaba se fueron entregando a la realidad de sus habitaciones. Ella se acercó hasta la ventana, jugó con la cortina moviendo los pliegues y abrió buscando que el aire invernal recorriera su mejilla del mismo modo que lo había hecho la mano de él antes de apagarse. Se perdió en lo que noche le ofrecía, quizá buscándose, quizá queriendo ser parte de ella. Él nunca se movió. Dibujó en la superficie blanca y lisa del cielo raso un cielo de lavandas en el que pudieran perderse nuevamente. Intentaba recuperar lo que había soñado, pero ni bien las imágenes se formaban y creía tenerlas se deshacían. Lentamente los fue invadiendo el cansancio y regresaron al orden solitario de los cuerpos anónimos que eran.

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ESOS OJOS Patricia González patriciamdq@yahoo.com.ar

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ra un día muy frío. Laura se tapó la boca y la nariz con el cuello. Como iba a ser una larga jornada decidió realizar la caminata por la mañana y se sorprendió al encontrarse con su jefe. No la había reconocido y para evitarlo cruzó corriendo la calle y se alejó de la costa. A Emiliano Ruiz le gusta correr y sale desde su piso en Playa Grande, siempre a la misma hora. Sin embargo, ese día lo hizo más temprano de lo habitual. Al llegar al Torreón vio a una joven que marchaba y aceleró hasta alcanzarla. Pasó al lado y lo único que pudo ver de ella fueron esos ojos claros, que lo sedujeron. Siguió unos metros más y en el rostro apareció la sonrisa del ganador. Entonces se detuvo, simuló que ajustaba sus zapatillas y cuando volteó para volver a mirarla, había desaparecido. Emiliano es un hombre atractivo, con algunas canas y arrugas que bordean los ojos. El cuerpo musculoso y el dress fashion muestran el empeño por el cuidado de su apariencia. La carrera hacia la cima de la empresa petrolera en la que trabaja es vertiginosa. Tiene la agilidad para superar los errores y caer parado. Todas las mañanas recorre el pasillo hacia la oficina mientras arruga el labio superior olfateando la caza. Implacable en el trabajo, no perdona errores. Al llegar a la guarida afila las uñas, dilata los ojos y lanza el zarpazo. La presa es convocada por su secretaria y escucha la reprobación en silencio, sin poder hilvanar una defensa. El llamado de atención termina con “Un error y está afuera”. Desde que Laura ingresó al puesto técnico, Emiliano siempre tuvo algún cuestionamiento sobre su desempeño. Hacía una semana que le había encargado el análisis de unos datos geológicos. Esa mañana apenas llegó Laura le entregó el informe. Emiliano después de leerlo, la llamó a su oficina. Arrebatado le enumeró los errores que había cometido. “Es uno de los peores trabajos que he leído”, sentenció. La irritación desbordó en lágrimas por los ojos claros de Laura, y Emiliano, reavivando los que había visto unas horas antes, reparó por primera vez en ellos. Y — 74 —


traspasando sus límites, conmovido la abrazó. Cuando se encuentran, mientras Emiliano le acaricia el cuerpo desnudo, algunas veces le recuerda que sus ojos, parecidos a esos otros desconocidos que caminaban por la costa, le salvaron el empleo. Laura, sonríe guardando su secreto.

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NIETZSCHE Leonel Migliacci leonelmigliacci@gmail.com

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a primera vez que lo vi, no lo vi. Ojos y máscaras. ¿Son inocentes o ellos las inventan? La pose era tan vulgar que dudé de su espontaneidad. El cuerpo derrumbado sobre la mesa. El brazo sosteniendo la cabeza. La vista fija en la copa y en los giros que le imprimía la mano libre. En cualquier sitio sería de preocupar, pero en un bar esa imagen resulta tan corriente que aburre. —¿Ángel? —le pregunté sin certezas de no incomodar. Interpreté esa mirada sin fundamento como desinterés en la compañía. La duda es más fuerte que la inoportunidad. ¿Podría ser cierto? ¿Un ángel de verdad? ¿Mito de alcohólicos trasnochados o de menesterosos de mitología urbana? Mientras me sentaba consideré aquella espalda deforme como el primer indicio del engaño. —¿Molesto? —pregunté. —No más que todos. —Se dicen muchas cosas de usted. —Supongo que también se dirán varias de usted. No lograba interrumpir la fascinación de esos ojos con lo que aparentaba ginebra capturada por un remolino sutil. Quizás la mano artista recreaba en el trago el remolino interior contra el que luchaba. —Siempre imaginé que los ángeles serían más alegres o, al menos, más amables. —El tono de reproche inundó suavemente la frase. Creía, en realidad, que ser ángel implicaba un tedio enorme. Con la intención de agredir, muchas veces nuestras frases no reflejan lo que en verdad pensamos. —Los tiempos cambian. La gente también. Por eso estoy acá. —Se abrían grietas en la represa. La energía contenida del melancólico iniciaba su ansiada disipación en forma de palabras. La voz, demasiado fina, desentonaba con esa cabellera blanca y con el rostro surcado por arrugas y coloreado por el efecto erosivo de años de tabaquismo. —No alcanzo a imaginar que cambio en la gente haría que usted tenga que estar en este bar. — 76 —


—En la Tierra digo. A pesar de contar con advertencias, enfrentarse a frases de contenido psicótico siempre desconcierta. —¿Quién lo obliga a estar? —El supremo, el Jefe. —Dios ha muerto —y por primera vez logré contactarme con esos ojos. Severos, tiernos, azules. Me incomodó la profundidad que lograron, como si hurgasen en mi interior y tuviesen el poder de instalar preguntas allí. El silencio fue más que respuestas. Fue también una declaración de pena, amonestación, incluso de empatía. —Nietzsche no contempló el letargo de Dios. El supremo comprendió sus errores y ahora quiere recuperar la humanidad. Entendió que así como no hay ruido sin alguien capaz de escucharlo, tampoco hay divinidad sin nadie que la medite . Enarqué las cejas inclinando la cabeza y dejé escapar un chorro corto de aire por la comisura de los labios en señal de incredulidad. Para dejar en claro mi punto, proseguí: —Disculpe, pero no logro verlo como un ángel pregonando el mensaje divino. —Estoy más preocupado por esta mano medio lenta, el inconveniente con el habla y la somnolencia excesiva que me aquejan. Me distraen de lo importante —respondió mientras la anarquía de los ojos ciegos pasaba a gobernar su mirada. —¿Sufrió algún ACV? —Así es como entramos al mundo. Alguien sufre un accidente casi fatal y el Supremo aprovecha para hacer el cambio y hacernos nacer como humanos. Siempre le gustó eso de la metamorfosis espiritual como mensaje. —¿Cómo ha sido su metamorfosis? —pregunté. La lágrima discurrió por un surco de la cara, lentamente, como el río que retorna a su cauce luego de siglos, tomándose algunos instantes para rememorarlo y deleitarse. Las grietas de la frente respondían a la autoría del sufrimiento más que a la edad. El mecanismo innato de llevar el trago a la boca se activó y me intimó a un respetuoso silencio. El sello de eternidad que solo puede imprimirle el dolor al tiempo rubricó el momento. Tras contemplar la ventana por varios minutos, como lo hacen los ciegos sin esperanza, aclaró la garganta y esa voz trémula consiguió — 77 —


escaparse. —Estar tan pendiente de mi déficit me impide dedicarme a lo importante. Humano, demasiado humano. Quizás Nietzsche charló antes con Ángel.

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UNA IMAGEN DEL ESTÍO María Silvia Oliveros mia.coronel@hotmail.com

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uy temprano, desde el acantilado que enfrenta al mar, la figura de un hombre se instala firmemente para presenciar la salida del sol. A sus pies, unas mansas olas rompen en la arena. Con asombro, ve cómo el cielo color acero se va matizando desde el rosa suave hasta el carmín y las blancas nubes toman el añil y el púrpura para recibir al astro rey. Ya nota que se levanta un reflejo dorado por sobre el horizonte y va tiñendo la superficie marina. Observa cómo el albo centro luminoso se eleva poco a poco. Una bola de fuego parece salir de las aguas intensificando los tonos al rojo y al amarillo radiante. En sus ojos se refleja el rosado manto que cubre la enorme bóveda del techo del mundo y se esparce sobre las crestas espumosas en ese destellante amanecer. Las mejillas se le humedecen con la brisa y alguna lágrima de emoción. El espectáculo repetido por millones de años, siempre le trae algo nuevo a Manuel Francisco. Cada día él siente su alma otra vez despertar. La vida y el amor llenan su corazón y en cada aurora se siente un poco más sabio y más cerca de Dios.

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OJOS AZULES Silvina Martínez luisina8@hotmail.com

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on sus ojos empañados me rogó un rato más de compañía. Mi padre no sabía de tiempos pero entendía mucho de soledades. Lo escuchaba balbucear frases incoherentes, parecía recordar, sonreía, o tal vez era una mueca. Hablaba bajito, apretaba mi mano como el que sabe que se va y quiere despedirse. Olía tan bien, era el perfume que le regalé cuando aún podía disfrutarlo. Esa tarde fijó su mirada y me acarició. Un segundo, el último. Cerró sus ojos azules, profundos y se perdió.

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ANIVERSARIO Emilia Beatriz Pepa gabimauro@hotmail.com

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l auto dio un vuelco. La cabeza de Mercedes golpeó contra el parabrisas sobre la guantera. La sangre comenzó a correr por su cara, mientras ella sentía el cinturón de seguridad clavado en el estómago. Alguien la destrabó, la arrastró fuera del auto y la acostó sobre el pasto. Un jovencito que llegó con la ambulancia le preguntó su nombre. Mercedes, dijo, pero el enfermero volvió a preguntar una y otra vez. Como no obtuvo respuesta cambió la pregunta ¿cuántos años tiene? Contestó cuarenta. Pero él tampoco dio señales de oír. ¿Qué pasa? Se preocupó ¿no me oye? ¿estaré hablando? Era una soleada tarde de agosto, fría pero agradable. Recordó que se había asustado cuando vio acercarse el camión, enorme, hacia ellos; que había gritado e intentado girar el volante mientras Eduardo trataba de mantenerlo firme. ¿Y él? ¿Dónde está él? Gritó o creyó que gritaba porque nadie reaccionó; repitió el grito una, dos, más veces. Supo que su garganta no emitía sonidos, que sus labios no se movían, que ella estaba consciente pero los demás no podían percibirlo. Los brazos tampoco le respondían. Intentó moverse y no pudo. ¿Sabrían los desconocidos que la rodeaban que ella quería contar lo que pasó? ¿Se darían cuenta? ¿Y Eduardo? ¿Dónde está? Habían almorzado en una agradable parrilla, brindaron una vez más como la noche anterior para celebrar sus veinte años juntos y ahora regresaban para estar con los chicos el resto de la tarde y cenar con ellos. Seguía acostada a un lado del auto, sin poder moverse, incómoda por el cuello alto que le puso el enfermero. De pronto, sintió que la levantaban de las piernas y los brazos y la colocaban en una camilla. Casi de inmediato se encontró dentro de la ambulancia. Le pusieron una mascarilla con oxígeno. El vehículo corría y Mercedes temía caerse. Al cabo de una eternidad de movimientos bajo su cuerpo y del constante ulular de la sirena, la ambulancia frenó, la bajaron y entraron a la guardia, de allí la pasaron — 81 —


a una habitación. Está en la biblioteca. —¿Qué estudiás? Esa voz cálida la sorprendió. Mercedes vio los ojos verdes, la boca de labios gruesos sonriendo. Él estaba sentado a su lado. Ya lo había visto algún otro día. —Sociología ¿y vos? —Economía, estoy haciendo la licenciatura. Charlaban en voz baja. Mercedes volvió a preguntar ¿y Eduardo?, pero otra vez sólo obtuvo silencio por respuesta. ¿Es que no hay nadie en la habitación? ¿Estoy sola? Siguió hablando con él, —Me gusta mucho caminar por Buenos Aires y recorrer las librerías de viejos de la calle Corrientes. —A mí también. Anduvieron unas cuadras juntos. Están en la playa esperando ver la salida del sol a poca distancia de la casa que alquilaron cuando decidieron vivir cerca del mar. A los dos les encanta. Él le acaricia la cabeza y ella ronronea. Compartían sus sueños, los planes de futuro. Aparecieron los hijos, se veían felices, entrando al agua. La imagen se fue disipando. Desapareció. Ella no pudo oír la voz de Eduardo ni sentir su abrazo cuando él, llorando, la estrechó.

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LA ÚLTIMA CARTA Marta Alvarez marta.mardelplata@hotmail.com

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a voz neutra del periodista anunció que el plan de desmantelamiento de grandes estructuras obsoletas, iba a seguir su marcha. Luego del reemplazo de las oficinas de Registro Civil por un sistema de trámites digitales y de la eliminación de las escuelas presenciales, le llegaba el turno al correo que, a partir de mañana iba a cerrar sus puertas. Se entregaría lo enviado hasta la fecha y luego quedaría solo el recuerdo de las viejas cartas. Susana escuchó la noticia con el escaso interés que últimamente le generaba todo. —¿Y qué? —dijo Gustavo— si ya nadie escribe sobre papel. Hasta los viejos nos hemos acostumbrado a hacer trámites y a divertirnos con las nuevas tecnologías. —Sí, y los viejos son los más embobados —dijo ella, en una clara alusión al mismo Gustavo, que ya pasaba todo el tiempo mirando su móvil. De pronto, la indiferencia de Susana se tornó preocupación, al recordar la carta que tenía escondida entre su ropa interior, aquella que no había despachado, por miedo a despertar demonios dormidos. “Querido, por siempre querido:” La había escrito tiempo atrás, luego de que un viejo amigo se contactara con ella, para contarle que, mientras tomaba fotografías de los masáis, en Tanzania, le habían hablado de un médico argentino que vivía en la zona y ayudaba a la gente de la tribu. Por curiosidad había buscado al hombre, que resultó ser Renzo, un antiguo novio de Susana. Vivía entre los nativos, y se había distanciado de todos sus afectos en Argentina. La única forma de tomar contacto con él, era por la correspondencia tradicional, y le enviaba el domicilio de unos misioneros que cada tanto le alcanzaban su correspondencia. Las palabras habían pujado para salir de su mano como pequeñas criaturas paridas sobre el papel. “Me ha llegado una imagen tuya y sé, que has visto también una mía. — 83 —


Se ha tendido un puente. Esas fotos nuestras, algo crueles por su actualidad, han cruzado muchos kilómetros, y han roto un largo tiempo de silencio.” Recordó la imagen en la que se veía a un Renzo avejentado, algo desprolijo, junto a su amigo fotógrafo. Tal vez su aspecto se debía al tipo de vida, sencilla y sacrificada que llevaba, pero Susana conocía muy bien sus expresiones y supo que aquel rostro sonriente, ocultaba algún sufrimiento interno. Revisó una vez más la foto grupal donde ella aparecía, ya que esa era la que su amigo le había mostrado a él. También se notaba el paso de los años, pero su leve sonrisa denotaba paz. ¿O era resignación? “Me resisto a darle números a la distancia que nos separa o a los largos años transcurridos. Prefiero recapacitar sobre lo que tenemos en común: Somos sobrevivientes de la misma catástrofe: la interrupción de un amor cuando aún latía. Ambos estamos exiliados, por propia decisión, de aquella Córdoba que nos prestó sus calles y plazas para enamorarnos, como si se nos hubiera vuelto irrespirable su aire impregnado de recuerdos.” Renzo había manifestado su interés en saber si ella recordaba aquel amor tanto como él, y si había encontrado la felicidad. Susana no alcanzaba a determinar las razones: si era curiosidad, nostalgia o deseos de lavar alguna culpa. Sospechaba que no era un intento de retomar la vieja relación, porque a pesar de no parecer feliz, supo que él, después de varios divorcios, tenía una relación con una antropóloga joven y bella, que compartía su interés por la tribu africana. De todas maneras, no podía negar que se sentía halagada. Sin darse cuenta, tarareaba viejas canciones Saber que él no la había olvidado le revivió su autoestima. Por esos días puso azúcar a la sopa, faltó a compromisos y hasta hizo una compra de píldoras para revertir las canas con la graduación equivocada, por lo que su pelo estaba anaranjado, y ahora debía esperar a que su cuerpo eliminara el excedente de melanina. Lo peor fue cuando su antiguo amante comenzó a aparecer en sus sueños. Supo entonces, que el recuerdo se había vuelto peregrino y con insistencia devota visitaba cada noche al santuario de su cama, al que durante tantos años le había prohibido la entrada. Al relatar algo sobre sí misma, encontró una forma elegante de decir que su vida no era un lecho de rosas, pero tampoco un calvario: — 84 —


“Sé que te preguntas si soy feliz. He de reconocer que he tenido más sonrisas que lágrimas. Un buen balance. Pero el amor, esa clase de amor que conocimos, ese que te hace estremecer la piel y el corazón, ese chisporroteo emocionado ante la mirada del otro, no ha vuelto a mi vida. Tampoco lo he buscado. Yo solo anhelaba un rincón donde lamer mis heridas y hallé un sitio al que llamar hogar, una mano que siempre encuentro en la oscuridad. Respeto. Proyectos. Familia. Encontré calma, que es un sustituto tan cómodo de la felicidad que, por momentos, te hace creer que sos feliz.” Con Renzo habían vivido un amor de montaña rusa. En la subida cariño, felicidad, buen sexo, éxtasis. En la bajada infidelidades, llanto, desesperación. Los ascensos y descensos se alternaban, hasta que Susana sintió que su vida entera podía estrellarse. Como una forma de salvación se mudó a Mar del Plata. Pero no fue fácil. Lo amaba. No podía alejarlo de sus pensamientos como lo había alejado de su cuerpo. Sin ninguna motivación, caminaba hacia el trabajo arrastrando pasos solitarios, hasta que un día, dos ojos más tristes que los suyos la miraron. Era Gustavo, joven, viudo, con una hija pequeña. Más que un amor fueron dos necesidades que se acomodaron. Al principio eran muchos en esa casa, pues convivían con recuerdos muy fuertes: el novio inolvidable y la joven esposa muerta. Pero luego la vida cotidiana se fue devorando al pasado. Vino otro hijo. Cumpleaños. Colegios. Aniversarios. Adversidades. Prosperidad. Graduaciones. Casamientos. Nietos. Compañerismo. Costumbre. Habían dejado de mirarse. Ahora Gustavo ni siquiera notaba que por culpa de las malditas píldoras, su cabello ya no era castaño. “Algunas veces creo que fui muy cobarde por haber dejado de luchar por nuestro amor, y otras, pienso que fue necesario mucho valor para alejarme antes de lastimarnos demasiado. Lo que en ocasiones veo como un error, luego se me presenta como un acierto. Pero me he perdonado por renunciar. Te he perdonado por dejarme ir. Tal vez, solo éramos un par de tontos, demasiado jóvenes, que no supimos qué hacer con algo tan poderoso. Tampoco sabíamos entonces, que un sentimiento tan precioso, es irrepetible y tal vez sentimos que dividir nuestros caminos sería lo mejor.” Su esposo apagó el televisor y fue a trabajar en su jardín. Susana — 85 —


corrió a su cuarto a buscar la carta. La había roto y rehecho muchas veces, sacando algunas palabras y agregando otras, moldeándola para no decir más de lo que quería, pero tampoco menos, disfrazando así algunos sentimientos. Tal vez aún había cosas por corregir, pero no quedaba tiempo para hacerlo. Sintió de pronto, que aún vivía en ella la chica llena de sueños que un día fue, que la instaba ahora, a no dejar pasar esta última oportunidad de reconciliarse con su pasado. En una hora terminaba el plazo para enviar la carta y tendría que guardar para siempre el cariño y el perdón que trataba de transmitir sobre el final, pero con palabras inofensivas: “No pretendo que respondas a esta carta, ya supe que aún piensas en mí, y con eso me basta. Sólo quiero cerrar el capítulo inconcluso de nuestra historia, regalándole estas palabras a tu corazón, por si le están haciendo falta. Creo que te gustará saber que te recuerdo siempre. Mi cariño es inalterable. Mis brazos, distantes, no pueden darte un abrazo apretado, como aquellos que calmaban nuestras angustias. Mi alma sí puede. Mi alma te abraza. Susana” Ignoró el llamado de Gustavo para que le ayudara a tapar las plantas. Había empezado a soplar el viento del sud oeste, que venía de la zona industrial y se combinaba con la humedad para provocar una lluvia ácida. Se vistió, apurada por el redoble de su corazón rejuvenecido, que había pintado un rubor olvidado sobre sus mejillas ajadas. Metió el sobre sin cerrar en la cartera y, poseída por una inconciencia casi adolescente, salió, en el horario menos recomendable, bajo los rayos del sol, sin darle importancia a los ácidos corrosivos que pudieran caer sobre ella. II Octavio Romanini estaba dentro de la oficina de correos, intentando terminar lo mejor posible su último día de trabajo. Trató de no angustiarse por el final de los cuarenta y tres años que había pasado detrás del mostrador de despacho de correspondencia. Nunca había aceptado ascensos porque le gustaba el contacto con la gente, adivinar el tipo de cartas que recibía, observando la actitud de quienes las enviaban. Lo que más le emocionaba eran las cartas de una madre para su — 86 —


hijo: ellas trataban el sobre con especial cariño, como si fuera el mismísimo niño que habían criado. Tocaban el papel una y otra vez, como para transmitir a ese hijo lejano la caricia que hubieran querido darle. Las cartas de amor eran otra cosa, parecía que irradiaban una sensual vibración, como si dentro del sobre se encerraran sentimientos secretos y palabras susurradas. Quienes las enviaban se mostraban ansiosos, preguntaban cuánto tardarían en llegar, querían que fuera rápido y pagaban el tipo de envío más costoso aunque se les explicara que no era necesario. Luego estaban las cartas con alguna determinación trascendente, alguien que se había decidido a algún cambio importante en su vida y lo estaba comunicando. Esas personas la entregaban como sacándose un peso de encima, y Octavio los veía irse más libres que cuando habían entrado. Él era un soñador y se sentía partícipe de esas historias. Pero en los últimos años, la gente ya no escribía cartas, todo se hacía a través de las redes sociales, mensajes de voz, comunicaciones con imagen y hasta se podían transmitir aromas desde lugares lejanos. Por eso se cerraban los correos del mundo ese día y el fin de la correspondencia escrita sería una triste realidad. Les habían informado que los edificios de correos más importantes pasarían a ser museos de las comunicaciones. Algunos de los funcionarios jóvenes seguirían trabajando en ellos, y a los más viejos, como él, los jubilarían compulsivamente. Un piedrazo impactó sobre las ventanas que daban a Avenida Luro. Muchos anarquistas estaban protestando por el cierre del correo. Algunos formaban parte de un grupo radicalizado que no aceptaba ser invadidos por tantas redes sociales, pero otros, eran sólo revoltosos que se sumaban a cualquier protesta para exteriorizar sus frustraciones. —La falta de imaginación está matando a esta sociedad —comentó a Matilde Morales, otra empleada mayor, que en realidad era la única con quien podía comunicarse: los demás parecían zombis mirando absortos sus pantallas todo el tiempo. —¿Te imaginás, Matilde, que romántica resultaría la protesta, si cada uno de esos imbéciles hubiera decidido escribir una carta y enviarla? Pero no, están más cómodos tirando piedras. — 87 —


—¿Qué van a escribir, Octavio? ¡Si no deben saber! ¿Creés que aprenden algo con ese método de escuelas virtuales? No saben ortografía, ni dibujar letras y números, todo lo resuelven con un teclado. Ya no es necesario ni siquiera saber firmar. Ahora se apoya el dedo, como hacía antes la gente analfabeta. Y en eso se han convertido todos: son analfabetos on-line… De pronto, Matilde dejó de hablar y le señaló la puerta. Acababa de entrar una mujer con el cabello del color de las zanahorias. Llevaba una carta en la mano. Octavio se acercó al mostrador para atenderla. En principio pensó que se trataba de una carta para un hijo, por la edad de la señora, pero al observarla mejor, notó que el sobre no era tratado con el cariñoso cuidado de las madres. Esas manos tenían la sensualidad nerviosa de los amantes, a pesar de que la mujer transmitía mucha paz. No, mirándola bien, Octavio determinó que no era paz lo que se veía en su rostro, era resignación. La saludó y ella, con cierta ansiedad, le preguntó si aún estaba a tiempo para hacer un envío. — Quedan unos pocos minutos —respondió Octavio—. ¿Simple o certificada? —Certificada —dijo ella sin desprenderse del sobre. Octavio esperó un momento respetuoso, pero al ver que ella estaba algo indecisa le advirtió: —Ya deberíamos estar haciendo el trámite, pronto se cortará el sistema, y esta vez será para siempre. Pero ni siquiera ha cerrado usted el sobre. —Es que… creo que no he escrito todo lo que debería. Puede que esté faltando algo importante. —Entonces, recuerde cuando íbamos al colegio, al colegio de verdad… y una maestra de carne y hueso nos enseñaba las partes de una carta… —Tiene razón ¡La posdata! Servía para agregar algo o aclarar. Eso voy a hacer —dijo sacando del sobre un papel escrito con cuidadosa caligrafía—. Pero no tengo lapicera. Él, amablemente le tendió una, y le pidió que lo hiciera rápido. La hora de cerrar estaba llegando. Ella escribió un par de líneas con dedos temblorosos. Luego, ignorando la almohadilla húmeda que le ofrecía Octavio, pasó la lengua — 88 —


por el borde del sobre y lo cerró. Entregó la carta, que fue procesada por la máquina, luego acercó su dedo a la pantalla de cobro y fueron debitados de su cuenta personal los 0,0034 bitcoin que costaba el envío. Pasaron unos pocos segundos y el sistema se apagó, dejando muda y ciega la máquina de los despachos, que ya nunca volvería a encenderse. —Justo a tiempo. El edificio estaba recibiendo nuevos piedrazos, por lo que un policía condujo a la mujer hacia una puerta lateral y la cubrió con su escudo hasta que cruzó la calle. Él se había quedado absorto mirando la escena, cuando la suave mano de Matilde se apoyó en su hombro. —No estés triste, te vas a jubilar, tendrás mucho tiempo libre… —No, no estoy triste, al contrario: esa mujer me regaló una despedida gloriosa. Ella lo miró y notó que su mirada estaba brillante, como si hubiera estado viendo fuegos de artificio. —¿Sabés, Matilde? Era una carta de amor. —Otra vez con esas macanas. ¿O acaso la leíste? —No, pero leí la posdata. Delante de mis ojos, ella escribió: “P.D: Mis palabras anteriores, son sólo verdades a medias. Lo único real es que te sigo amando, como el primer día, desesperadamente.”

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MI NOMBRE ES JULIÁN Jorge Necco jorge.necco@gmail.com

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i nombre es Julián. Es muy importante que lo sepan. Hoy ha amanecido alto, rubio y de ojos celeste... como yo. El arroyo está feliz y me hace feliz, casi ni se siente. Sostiene en sus aguas peces que cada tanto se cuelgan de alguna flor del espinillo. Todo está como lo dejé anoche, mi vajilla en el mismo lugar, la olla negra colgada de un alambre que sale del hormigón. Dejé el paquete de yerba vacío para recordarme que se ha terminado, el mate al lado, solo el mate; seguramente la bombilla sin querer alguien se la llevó en alguna visita. En estos catorce años nunca me habían faltado cosas, pero últimamente es como si las provisiones se fueran agotando solas, y eso lo veo porque mi panza está hundida hasta la columna. Han florecido las margaritas. Los horneros se preparan para los cortejos. La carretera está tranquila, igual que la vía del tren. Debe ser de esos días a los que llaman domingo, como mi padre. No pasan camiones, apenas unos autos de vez en cuando, pero lo extraño son las bicicletas, hoy no pasan. Los ciclistas solían traerme algunas cosas que les encargaba. Alguien no los debe dejar andar por el frio, seguro son las madres, la mía, me solía hacer lo mismo. Camino apenas unos metros por la vera del arroyo buscando nada. Mi mundo es este puente, mi cielo, mi campo, mi carretera, mi tren, mi casa sin puerta, para que los visitantes se den cuenta si estoy o no y no anden hurgando en mis cosas. Ahora el sol está ya parado sobre mí. Algo está mal en mi cabeza, siento como cositas que jugaban a peinarme. Y me acuerdo cuando jugaba a peinarla, y ella se reía porque le cosquillaba. Meto la mano en el bolsillo de mi pantalón y no encuentro nada, tal vez si tuviera algo adentro, igual se hubiera caído. Siento venir la bicicleta del Negro. Él siempre me trae algo y capaz hoy pueda comer. O al menos hablar con alguien. O reírme. Tal vez venga y me diga: “Julián del puente, acá”. Y me deje esa bolsa. No, creo que no es él. El sol se debe haber ido a buscar algún otro como yo por ahí y se metió en el monte. Me voy a casa, ya es tarde. — 90 —


Ella vendrá, me va encontrar. Voy a dejar la casa abierta, aunque el frio entre. Seguro me va a encontrar… —Alberto, por qué no te paras en el puente que Luisito quiere hacer pis. —Papá, ¿Qué es eso? —Vení, es un señor que debe estar dormido, anda con Mamá, tengo que hacer una llamada. —Alberto, leíste lo que escribió ahí, mira dice: “Mi nombre es Julián es muy importante que lo sepan”.

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VENGANZAS MÍNIMAS Mario Marchelli mariomarchelli@hotmail.com

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astellano era una materia odiada por mí y mis compañeros de secundaria, pero estaba en la currícula y había que soportar a la profe que, los contados días soleados del largo invierno marplatense, solía amodorrarse, recostada contra el ventanal del aula, casi ajena a lo que pasaba en ella, “escuchando” la exposición del alumno de turno. Néstor M. no era de los más aplicados: buen amigo, canchero, atento y solícito con las compañeras, siempre impecable con camisa y corbata al tono, pero portador de un pequeño gran defecto: Néstor M. era tartamudo, mejor dicho, se volvía tartamudo cuando pasaba al frente a leer o a dar la lección, cosa que ponía frenética a la profe, que lo reprendía sin piedad, no por ser tartamudo —el INADI o lo que existiera en aquella época, la hubiera crucificado— sino porque sus lecturas eran muy lentas y poco expresivas. Es así que con resignación, no exenta de malicia, adoptó la modalidad que paso a contarles. La rutina era invariable. El día que decidía llamar al frente a Néstor M, en general soleado; llegaba, saludaba a la clase, se sacaba el infaltable tapado de piel que dejaba sobre su silla, al lado del pizarrón, tomaba parsimoniosamente su libreta y con forzado tono resignado, como anticipando lo poco que esperaba de él soltaba un: “Néstor M. pase al pizarrón, borre todo y escriba lo que sepa, pueda o se acuerde, de algún poema de Alfonsina Storni”. Como pueden apreciar, había desistido de escucharlo y lo humillaba haciéndolo escribir; porque escribiendo, Néstor M. también era tartamudo, si eso fuera posible. Dicho esto, se encaminaba lentamente hacia la ventana, dispuesta a disfrutar del solcito mañanero, mientras Néstor M., borraba el pizarrón con la manga del tapado de piel, consumando sus siempre festejadas venganzas mínimas.

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TRES MICRORRELATOS Sara Kleiman skleiman@copetel.com.ar Maldad

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na hormiga negra comió la hoja. La de atrás, no encontró otra.

Poder

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uando veo lo que no hay, pienso: tengo.

Pared

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onstruyo y destruyo. Un recuerdo mata otro.

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ESCORADO Martha Conti victorialohola@yahoo.com.ar

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scorado, el carguero dormita sobre la escollera fría, fuerte, firme, funcional. Los guinches en guardia, arañan la tersura de un cielo cuarzo ¿Descansa de tanta carga? ¿Añora? Juan sí siente la carga, y añora, y quiere descansar. —Papá, no podés estar viviendo solo, nosotros no estamos tranquilos, el hogar es hermoso, no viste las flores que tienen en el parque, no tenés que estar pensando en la ropa, en la comida, en la farmacia. — Dele suegro, va a estar acompañado. — Mejor solo que mal acompañado. —¿Qué, los conoce? —Sí… son todos viejos. —¿Acaso usted es joven? —No, justo por eso. La sombra del geriátrico araña el yeso del cielo raso de su dormitorio. Lluvia de cristales de una lámpara amiga le juega en los ojos. Va para un año. Espera que el hijo tenga un ratito de tiempo. Que le baje unos libros que tiene en el último estante. No lo dejan usar la escalerita. Pero el hijo, relámpago de afecto, siempre está apurado. Lo oye discutir con la hermana en susurros airados. —No tengo tiempo, para vos es fácil, te mantiene tu marido, no tenés que salir a trabajar. Una vez por mes va al Cementerio Parque en su motoneta. Hace un alto para comprar flores. Bajo la sombra de un árbol siempre verde, acomoda el ramo y habla con su mujer. Le cuenta cosas que nunca tuvo el valor de contarle mientras vivía. Casi no conoce a los nietos. Le crecieron de golpe. Ahora se parecen todos. No distingue a los varones de las mujeres: la misma ropa, los mismos pelos. Nunca pasan a visitarlo, salvo cuando tienen que pedir algo. Le queda un amigo, y ahora los alcanzó la grieta. Ya no pueden hablar sin discutir agrio, amargo. Entonces araña un ciclo de buenos recuerdos, pero eso no alcanza. Y un día va a caminar por la escollera, y se mira en el espejo del barco escorado. Llega al borde frío, fuerte, firme, funcional. Abajo las olas se deshacen en espuma contra el cemento. — 94 —


LA INDIFERENCIA DEL AVE Diego Giannetti dfgtano@gmail.com

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a paloma se acerca picoteando el canto rodado que se encuentra a mi alrededor, como queriendo tomar confianza, pero a la vez, ignorándome. Detrás de ella, otras la siguen con una distancia prudencial, yo observo calmo y quieto. Debí escuchar la advertencia del dueño de la posada. Yo era un extraño en esta tierra. Pero terco y osado, no tomaba en cuenta nunca los consejos ni la escuela de los que conocen los sinfines de caminos que puede tener el destino. Había bajado del barco agotado por el viaje. Era la primera vez que llegaba a este pueblo a vender mis artesanías. Me gustaba el lugar por el comercio ágil que se presentaba a causa de los innumerables inmigrantes, todos con ansias de progreso y trabajo. Las distintas culturas me hacían sentir un ignorante, a pesar de mi larga trayectoria de vendedor, que obliga a conocer gente de todo tipo y lugar. En la esquina de la plaza encontré la posada que me habían recomendado por su hospitalidad y calidad de comidas. La primera sensación que me dio fue seguridad. La madera de la taberna daba la calidez necesaria para intentar ganar amenos diálogos con otros viajantes e intercambiar experiencias de distintos lugares y gente. Después de la cena nos dejamos llevar por relatos frente al fuego del hogar, bebiendo el licor casero realizado por Emma, la esposa de Marcos el dueño del lugar. Aquella noche fue la voz ronca de ese personaje que apareció de la nada solicitando refugio en la posada en que yo ya me sentía un poco dueño, la que me hizo virar la cabeza y dejar de lado el bocado de carne que estaba por llevar a mi boca. En ese momento lo vi por primera vez. Su presencia opacaba el ambiente familiar, su autoestima lastimaba la humildad de los clientes que percibían su tiranía a través de su fría mirada. La capa mojada por la lluvia ocultaba el exótico atuendo que descubrió cuando se acercó al centro del calor del hogar. La luz del fuego nos mostró ese rostro que parecía castigado por los años, los surcos de la frente acentuaban el mal carácter, como si el entrecejo fruncido fuera su — 95 —


postura habitual para delimitar con los ojos negros el territorio en el que no quería ser molestado. La nariz aguileña culminaba con un bigote y una barba tupida, añeja, de color gris. Cuando encontró la ubicación adecuada se sentó en forma pesada, pero no relajada, como queriendo estar continuamente atento a los movimientos de las demás personas que se encontraban en el lugar, las que mantenían una distancia prudencial. El visitante, una vez seguro del contexto que lo rodeaba, realizó con su cabeza un giro para acomodar los huesos. Fue en ese momento que advertí la cicatriz que marcaba la mejilla del lado izquierdo, atravesando parte de su barba. Me di cuenta que él sabía que lo estaba estudiando, su mirada directa me estremeció a tal extremo que bajé automáticamente la vista hacia la comida que tenía sobre el plato. —Estoy solo de paso. Fue la única expresión que se escuchó con un acento originario de un extraño país el cual no pude reconocer. El silencio se acomodó en el ambiente con la idea de no escaparse. El extranjero una vez recuperado del frío húmedo al que había estado expuesto, se dio a entender con un chasquido proveniente de los dedos de su mano izquierda que requería el servicio de comida. Marcos entendió a la perfección el significado de su gesto, se apresuró a servirlo. Nos quedamos sin emitir una sola palabra el tiempo que permaneció este sujeto guarneciéndose de la tempestad, sólo se escuchaban los sonidos de los cubiertos cuando se apoyaban contra la vajilla, que daban un corte al continuo llanto del cielo que parecía eterno. Perdí noción del tiempo transcurrido. Fue el golpe de la puerta tras su retiro el detonante que logró hacer estallar el murmullo. El espíritu hogareño que se había fugado durante la presencia de este personaje que causaba temor, no así respeto, por sus apariencias y modales había retornado. —Es el alquimista —irrumpió Marcos—, no es conveniente relacionarse con él, existen numerosos rumores sobre su persona capaces de estremecer a cualquiera. Quedé atónito con lo que acababa de escuchar, creo que en ese momento me di cuenta de que nunca se llega a conocer todos los misterios que pueden manejar nuestro futuro. Procedí a retirarme sin ningún tipo de comentario y traté de con— 96 —


ciliar el sueño. La paloma levanta su cabeza y me mira fijamente, como queriendo encontrar un movimiento, una excusa para remontar vuelo, mas no la consigue. Esa mañana me desperté a la hora acostumbrada, el sol desde la ventana de la habitación empezaba su lucha cotidiana con los mástiles de los barcos que intentaban en vano enmarañar su presencia omnipotente. Emma me sorprendió con un desayuno digno de la alta nobleza, me explicó que éste era un día especial, se celebraba el aniversario de la fundación del pueblo, los habitantes se preparaban para festejar dicho acontecimiento en la feria. Tomé el suficiente coraje para consultarle acerca de la extraña visita de la noche anterior. Emma cambió notablemente la expresión del rostro, una mutación que hizo desaparecer su mirada cordial, amable y su sonrisa clara y la transformó en una mirada temerosa y nerviosa, que borraba aquel gesto que iluminaba su espíritu de hospitalidad y generosidad. Entrecortada y con un volumen tenue de su voz, intentó explicar que se trataba de un extraño que hacía poco tiempo se había radicado en el interior del bosque, en las afueras del pueblo y lejos del puerto. Comentó que era un alquimista, una persona que utiliza como herramienta la magia para alcanzar sus fines, que está en busca de la panacea universal, una fórmula que logra curar todas las enfermedades, y lograr la eternidad. El duende de la curiosidad tomó como centro mi persona, me atacó con sus dardos de tal manera que no podía quedarme tranquilo, mi ambición de saciar el hueco que me había quedado me torturaba de una manera incontrolable. Insistí en incrementar mis conocimientos sobre la historia que ocultaba este ser místico, propia de una leyenda medieval. —Es un hombre de pocas palabras pero de mucha influencia con lo desconocido, es conveniente no inmiscuirse en sus asuntos —Emma concluyó Marcos, que se encontraba repasando las copas detrás de la barra, asintió con la cabeza como adivinando lo que Emma me contaba. Él sabía que me intrigaba sobremanera la sensación experimentada la noche anterior, por lo que acomodó la copa, se colocó el paño que utilizaba para — 97 —


asearla en el hombro, se acercó a mi mesa y acomodándose la camisa dentro del pantalón, mucho más sereno que Emma me aconsejó: —Recuerda muy bien lo que te comentó mi esposa, no te acerques a él, puede ser peligroso. Me retiré de la posada, como todas las mañanas, con mi mercancía a cuesta, con un paso pesado y medido, sorteando el agua y el barro que entorpecían mi camino. Ofrecía mis artesanías puerta a puerta con destreza, intentando que los clientes sintieran imprescindible para su vida poseer mis creaciones, aunque sólo fueran ornamentos. Busqué acomodarme en un sector que me permitiera observar con detenimiento lo que acontecería en la feria. Mientras se realizaban los preparativos, meditaba acerca de los comentarios de Emma y no podía dejar de pensar que quizás en manos de este sujeto podría estar la meta más antigua y ambiciosa del hombre, enfrentar las leyes de la naturaleza, interrumpir nuestro destino, ver cumplido el sueño más codiciado de la humanidad, lograr la inmortalidad. La idea de que el alquimista, podría conocer ese secreto me despertó todos esos sentimientos que una vez Pandora dejó liberados al mundo, aquellos males que no tenía noción que dormían en mi conciencia. Traté de elaborar una estrategia para llegar a conocerlo, sin saber que el mismo destino se ocuparía de ello, debería haberme dado cuenta que no podemos manejar los hilos de la vida, las manos que los conducen están más allá de nuestras decisiones. Era agradable ver cómo colaboraban todos los vecinos del pueblo para organizar la feria programada. Resultó una fiesta de mucho colorido y música alegre, y aunque tuve motivos para distraerme, no podía sacudir la idea que me hostigaba en cada instante. Decidí retornar a la posada para descansar de la jornada, evité la cena, pues no quería poner al descubierto mi desesperación por contactarme con la persona que todos trataban de esquivar. Esa noche parecía que el fantasma del sueño me había abandonado, el desvelo se apoderó de mi habitación e invitaba a castigarme con desmedidas incoherencias que no dejaba posibilidad alguna de entregarme al descanso ni a los recreos oníricos que alegraban mis mañanas. A pesar de que tendría que estar acostumbrado a la situación no — 98 —


puedo dejar de desesperarme, no puedo concebir que la paloma se acerque con tanta paz. Pasaron varios días sin tener noticias sobre el culpable de mis desvelos y el enriquecimiento de mi ambición de aferrarme a este estado terrenal, dejando de lado lo espiritual y natural. Quise intentar olvidarme de lo sucedido, tratar de tomarlo como un juego de Morfeo sin considerar que no había conciliado el sueño. Si bien trataba de despejar mi conciencia, la estela señalada por mis estrellas no dejaba posibilidad alguna de saltear el final de mi camino. Esa noche, en la posada, volvió a aparecer el alquimista, resucitando así mis expectativas por descubrir sus secretos. Me quedé tranquilo mientras esperaba que terminara de cenar. Cuando se levantó de la mesa me preparé para seguir su rastro, tenía necesidad de conocer la razón que lo atraía al pueblo cada siete días. Una vez que atravesó la puerta de salida, tomé mi copa y con un enérgico movimiento del brazo, llevé el resto de vino que quedaba a mi boca, lo mantuve un instante dentro de ella y lo bebí de un solo trago, apoyé la copa sobre la mesa, tomé el abrigo del perchero que se encontraba en la entrada de la posada y me apresté sigilosamente a seguirlo de cerca, tratando de ser lo más cauteloso posible. Quería ser su sombra, su fantasma personal, no quería perder esta oportunidad de conseguir mi propósito, pero a su vez trataba de actuar con suma prudencia evitando que me descubriera antes de tiempo. Eran escasos metros los que me separaban de la presa, pero me ayudaba la poca luz de los faroles que iluminaban a desgano la acera, aprovechaba los espacios oscuros de las entradas a las calles aledañas para observar con detenimiento adónde se dirigía. No tardé demasiado en enterarme, puesto que a medida que se acercaba a la costa no había otro camino que el que conduce a la playa que se encuentra a escasos metros del puerto. Agudizando la vista, observé que en su cintura llevaba atado un saco de cuero, el que preparó para colocar en su interior una especie de alga color rojizo, que nunca había visto o nunca había prestado atención. Una vez que el saco quedó lleno, emprendió la retirada. Desde mi escondite, vigilaba cada uno de sus movimientos, esperaba impaciente que abandonara la arena ya que era un sector muy abierto y corría el riesgo de ser sorprendido. Cuando tuve la oportunidad — 99 —


volví al acecho. Cuidadosamente continué tras sus pasos. El mágico personaje caminaba con paso lento y preciso con el saco en el hombro que le humedeció la espalda, balanceándose para equilibrar el peso. Cada tantos metros se detenía, se tomaba intervalos para recuperar el aliento, apoyaba el saco en el suelo y se secaba la frente. Observé cómo se alejaba del pueblo por un sendero al que solo se lograba acceder caminando, era demasiado estrecho, incluso solo podía atravesarse de a una persona por vez. De no ser por la luz que reflejaba la luna llena, era imposible determinar el rumbo que tomaba. Creía tener la situación totalmente dominada. Sin embargo, la adrenalina me provocaba un sudor frío que mojaba mis manos y mi frente, pero como siempre, ciego a las señales que el instinto me advertía, decidí continuar con el objetivo propuesto. El sendero terminaba en una gruta cerca de la playa, allí fue donde lo perdí de vista. Decepcionado, pero a la vez con alivio por haber tenido la fuerza y el coraje suficiente para intentar lograr mi cometido. Era una sensación ambigua y contrastante, mi fin era descubrir su secreto, pero no sé si en realidad estaba preparado para ello. Resignado, pero conforme, di media vuelta para retornar al pueblo, fue allí cuando me perforó con sus ojos negros y sentí su aliento en mi cara. Lo tenía frente a frente, no podía emitir ningún tipo de sonido. Quede tieso, el temor se apodero de mi persona y sentí endurecer mis mandíbulas a tal punto que los dientes se quebraban. Cerré los ojos, oculté el temblor de las manos colocándolas en el abrigo. —¿Por qué me sigues? —su voz se escuchó como un trueno que retumbaba en los oídos, no podía responder a su pregunta, lo que provocaba más tensión en el ambiente. Respiré profundo, traté de tomar posesión de mi cuerpo y en sonidos que denotaban nerviosismo intenté responderle. —Escuché ciertos comentarios acerca de usted y quise comprobarlos por mí mismo. —Eres muy audaz. —Luego de un breve lapso, que para mí fue realmente eterno, pues solo se podía percibir el ruido del mar, continuó—: Ninguna persona del pueblo intentó realizar una proeza de tal magnitud. A pesar de que soy consciente que matarían por hacerlo. Sus palabras, emitidas con mala pronunciación, me tranquilizaron un poco, aunque no lo suficiente como para evitar el tartamudeo. Realicé — 100 —


una pequeña mueca con el labio como simulando una sonrisa y traté de continuar la conversación: —Tengo mucho interés en saber qué hay de cierto en los rumores del pueblo, pero no quiero incomodarlo. Si usted lo prefiere me retiro inmediatamente, por supuesto sin realizar ningún tipo de comentario de lo sucedido a los habitantes del lugar. Con estas palabras en realidad lo que quería era que me dejara ir, pues estaba totalmente arrepentido de haber invadido territorios que no me correspondían, deseaba ansioso que me liberara de esa tortura. Pero no fue así. El alquimista me estudió detenidamente, luego que tomó la seguridad suficiente continuó el diálogo: —No te esfuerces en explicarme, yo sé perfectamente lo que pretendes, conozco muy bien tus intenciones, pues en realidad te estaba esperando, sabía que vendrías a mi encuentro. Yo sé tu objetivo. Ante su expresión, quedé totalmente desarmado, no creí que me respondería de esa forma. No tenía escapatoria, estaba justamente enfrente a lo que quería llegar, no había forma de arrepentirse, las cartas estaban jugadas. —Sígueme. Ante tal situación decidí abandonar la resistencia que me oprimía, dejándole paso a la ambición que me había hecho llegar hasta este extremo. Sentí que la fuerza de la tentación revivía, quería continuar con el proyecto. Por lo tanto, ya relajado, seguro de lo que pretendía, invadido por la codicia, pero con temor, seguí tras sus pasos. Quise concentrarme en algún recuerdo para evitar el presente, no sé si por miedo a lo que iba a enfrentar o por evitar tomar una decisión cobarde y huir de la situación a la que estaba expuesto. Luego de caminar un largo trecho, donde el canto de los grillos y algún que otro pájaro nocturno retumbaba dentro de mí como si escuchara una muchedumbre que me prevenía de la decisión tomada, nos acercamos al acceso donde residía, si puede llamarse así, pues era una entrada muy bien simulada por los árboles que formaban una cortina de ramas que ocultaban perfectamente su entrada. El alquimista procedió a correr las ramas con el brazo descubriendo así, una grieta bastante amplia formada naturalmente al pie de la sierra. Entrar al interior de aquella cueva fue sumergirnos en la oscuridad — 101 —


absoluta. Calculaba cada paso tanteando el terreno con el pie antes de proceder a realizarlo, mis manos se apoyaban en las paredes de piedra palpando su superficie irregular. Unos cinco metros más adelante la senda giraba en un ángulo recto hacia la derecha. Recién en ese momento pude observar la sombra de mi guía tras el reflejo de una antorcha que señalaba el fin del camino a través de la tierra misma. Cuando di un paso a través de aquel límite entre el mundo real y lo desconocido, mis ojos no cesaban de captar todo lo que podían, no podía creer que un lugar así pasara inadvertido para el pueblo. Una serie de antorchas iluminaban en forma tenebrosa un espacio muy amplio, extrañamente seco, con imperfecciones en las paredes formadas por piedras de diversos colores. Cantidades numerosas de libros apilados en distintos rincones, una mesa improvisada de madera dura, donde desprolijamente se encontraban distintos utensilios desconocidos; en una de las paredes pude ver una especie de mapa astral con escritos, símbolos y jeroglíficos extraños. Descubrí que, a pesar de los comentarios del pueblo, este señor tenía mucha habilidad con las manos, pues en distintas partes de la cueva había una serie de animales esculpidos; parecían hechos con la misma piedra de las paredes, en realidad el trabajo era excelente pues las expresiones de ellos se acercaban tanto a la realidad, que podían ser la envidia de cualquier escultor famoso. El alquimista colocó las algas que traía dentro del saco en un recipiente con agua de mar, me ofreció sentarme en un almohadón cerca del fuego, el cual a pesar que brindaba calor, acentuaba el ambiente lúgubre y tenebroso con las distintas sombras que jugaban con las esculturas a raíz de los infinitos movimientos de las llamas. Ya resignado por la situación esperé que él empezara la conversación, pues por lo visto yo no podía aportar nada a lo que él ya supiese. Por fin se cortó el silencio. —Eres el primer ser humano que pisa este territorio. Nadie tuvo el honor de ingresar a mi morada. Leo en tus ojos tu desmedida ambición y tu desesperación por conocer el misterio que me rodea. Procedí a asentir con la cabeza, sin emitir sonido alguno, pues no quería empeorar las cosas diciendo algo fuera de lugar. En ese momento sentí en el centro de mi abdomen un cumulo de sensaciones que recorrían todos los puntos del cuerpo, desde dolor hasta ciertos cosquilleos, desde el ardor hasta el frío interno que erizaba la piel. Mi corazón tenía tanta — 102 —


fuerza que sentía cómo la sangre fluía con el caudal de un río de montaña. Traté en todo momento de disimular mi estado pero era obvio que mi expresión era la pantalla de mis sentimientos. Respiré la mayor cantidad de aire que aceptaban mis pulmones, lo retuve un poco y lo fui soltando suavemente, una técnica para tranquilizarme un poco. Mi aspiración era lograr recuperar el sentido del habla, apenas lo suficiente para tratar de continuar el dialogo. Observo mi mano y concentro todos los pensamientos en un punto de mi mente, realizando un esfuerzo casi sobrehumano para mover el dedo que apunta al ave que tontamente sigue caminando. No encontraba una frase para comunicarme. Con empeño pude comenzar a emitir un sonido, una palabra. Logré exhalar el aire con una pregunta inapropiada que denotaba mi nerviosismo e inseguridad. —¿Para qué estuvo recogiendo esas algas en la playa, en medio de la oscuridad? Mis palabras fueron como lanzas de fuego que se clavaron en los ojos del alquimista, pues apenas terminó de escuchar, se acercó enérgicamente. Su mirada brillaba de ira, y levantado su mano para señalarme con el extremo de su dedo índice, me respondió: —Además de atreverte a invadir mi privacidad, pretendes hacer que yo crea que no sabes de qué asunto se trata. Creo que olvidaste con quién estas tratando. Yo conozco absolutamente todo y sé, como lo anticipé en su momento, cual es el propósito que te atrae hacia mí. Por lo tanto no te preocupes en buscar artilugios o artimañas para descubrir mi gran secreto. Gracias a él he conseguido la longevidad y creo que estoy cerca de la inmortalidad. He visto en tus ojos tu verdadero yo, y sé que pagarías cualquier precio por conocer mi formula. Las algas son la esencia de la vida. La forma de vida más antigua que reside en la tierra, que sobrevivió a todas las catástrofes naturales, la única especie que habita desde la creación de la vida. Mi concentración se agudizaba de manera increíble, estaba tan absorto a sus palabras que por un momento el interés por incrementar mis conocimientos superó todo el temor que había experimentado. —Posee cierta proteína desconocida por el hombre, pero que — 103 —


pude tomar conocimiento de ello luego de varias décadas, gracias a mis estudios científicos. No podía entender cómo siendo un secreto tan cuidadoso, el alquimista se expusiera tan libremente a revelármelo. La duda, como los dibujos del humo en el aire, se desvaneció en unos instantes. Me estaba estudiando, buscaba en mis reacciones una excusa para probarme. Tenía una imperiosa necesidad de saber más. Estirando mis párpados hacia la frente, levantando las cejas y con la boca entreabierta daba todas las señales que imploran sin palabras que continúe su relato. Vertió las algas en una marmita suspendida frente al fuego la cual se balanceaba por el continuo movimiento que hacía con una especie de bastón de madera. El roce de la cadena que la sostenía con el larguero preparado en forma precaria provocaba un sonido agudo. Me volvió a fijar la vista y contestó mi pensamiento. —Tú quieres vencer la muerte, y como sabes que yo tengo esa posibilidad, sé que harías cualquier cosa para conseguirlo, incluso venderías tu alma. Y como conozco a esa clase de personas, antes de que corra algún peligro mi integridad física, prefiero revelarte el secreto. No entendía cómo, si había conseguido llegar a la meta de la eternidad, yo lo podría perjudicar físicamente, la respuesta también surgió enseguida. —¿Es que todavía no entendiste que puedo leer tus pensamientos? Si bien el infinito está en mis manos, no así el cuidado de mi cuerpo, si sufro alguna herida que perjudique alguno de mis sentidos o se mutile algún miembro de mi cuerpo es imposible que lo vuelva a regenerar, por lo tanto si quedo ciego, o sordo o quedo mutilado, lo es para toda la eternidad. Es por ello que debo tener total cuidado y seguridad con todas mis acciones. Ser inmortal, de ser una dicha se puede convertir en un infierno. Por esta razón que decidí compartir el secreto contigo, pero antes de decidirte, debes resignar una parte importante de tu vida mortal, como es el amor hacia las personas, el vivir solitariamente y evitar el contacto social con todo ser que tiene escaso tiempo de vida. Volcó un poco de esa sustancia líquida color morado en un tazón de madera y tomándolo con las dos manos me lo entregó cuidadosamente para evitar cualquier derrame. Tenía un aroma fuerte y nauseabundo, semejante al olor que desprenden los peces en descomposición. Me ordenó — 104 —


que lo bebiera de una sola vez. Antes de decidirme a dar ese paso, realicé mi última pregunta. —¿Se justifica? Lo único que conseguí como respuesta, ante mis inesperadas palabras fue una afirmación tácita realizada con un movimiento de cabeza de arriba hacia abajo. Llevé el tazón hasta la altura de mi boca y conteniendo el aire lo mejor que pude, procedí a ingerir ese líquido viscoso y concentrado, al que su alta temperatura le acentuaba el gusto por demás desagradable. El alquimista observó atentamente cómo bebía la poción preparada por él y se sentó paciente. Mi vista se nubló debido a las lágrimas que me provocaba el ardor interno, pero alcancé a descubrir una pequeña sonrisa irónica en su rostro, extraña, como si esa expresión no correspondiera a su personalidad. Sentí nauseas. Los músculos de mi cuerpo empezaron a endurecerse. Por un momento tuve una sensación confortable, podemos decir de bienestar. Creí que la decisión que había tomado era la correcta. El alquimista me hablaba en forma pausada y tranquila, como quien ha terminado su labor, queriéndome dar explicaciones sobre los síntomas que progresivamente iba padeciendo o sufriendo. Su voz era clara y amable, parecía que buscaba calmarme, pero percibía un mensaje oculto que concordaba con su forma de sonreír, dando a entender el verdadero significado de sus palabras con la entonación sumamente irónica que empleaba. —Esta fórmula que has bebido, es el final de una serie de experimentos que fueron pasando de generación en generación. Yo logré con mi sabiduría llegar a la cúspide de la ciencia. Te voy a predecir los futuros pasos que experimentara tu cuerpo: Tus células están sufriendo una metamorfosis que se asemeja a la fosilización de animales o plantas por el transcurso del tiempo. Como comprenderás y me extraña que no te hayas dado cuenta, nadie debe saber mi secreto. Mientras escuchaba sus palabras, entendí por qué mis músculos se estaban endureciendo. No era por su tonificación, sino porque se estaban inmovilizando. Empezaba a desesperarme. Me costaba mover mis articulaciones. Me incorporé despacio y con mucho tormento, abrí la palma de mi mano, pude observar cómo se perdía su color rosado por un — 105 —


color gris claro. El dolor era insoportable, los pulmones no encontraban el oxígeno necesario, me asfixiaba. Sentí que la saliva se desvanecía de la boca secándose por completo, los ojos se mantenían abiertos sin poder bajar los párpados, pude percibir como se detenía poco a poco el caudal de sangre que corría por las venas. La impotencia por recuperar mis sentidos era desesperante. Mientras el autor de mi destino continuaba con su discurso. —Yo no te engañé. Lo que buscabas era la inmortalidad, y la vas a conseguir. Solo que la fórmula que ingeriste corresponde a la elaborada por una generación anterior, está incompleta. Realicé un recorrido con mi vista por el lugar y comprendí, la razón por la que había tantos animales esculpidos en piedra. Mi mente se puso en blanco. Creo que por un momento me desvanecí. Es hoy cuando realmente comprendo que a esa sombra que nos acompaña a cada instante, no hay que temerle, solo hay que respetarla, hay que saber convivir con ella. Nos enseña, si la tomamos en cuenta, a valorar todos los verdaderos momentos de la vida. Hoy extraño ese descanso final, esa paz eterna, ese camino misterioso que podría liberarme de esta prisión, esa sombra que llaman muerte. Hoy sé cuán dolorosa es la eternidad. Y aquí estoy, en el centro de la plaza observando cómo las personas me lastiman con su indiferencia, ignoran mi anhelo que alguna de ellas se dé cuenta de que esta estatua de piedra tiene vida por dentro. El alquimista tenía razón, conseguí la inmortalidad de mi mente, pero no así de mi cuerpo. La paloma finalmente estira sus alas y levanta su vuelo hacia la vida.

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YO SOY EL QUE ESTARÉ Marcela Predieri delapalabra@hotmail.com

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e habían enseñado que había un solo Dios, pero ocho bochazos en la Facultad de Teología de la UCA —más un poquito de calle por cierto—, le demostraron lo contrario. Los hindúes adoraban a Brahma, Shiva y Vishnu; los musulmanes a Alá; los cristianos a Jesús, los judíos a Jehová… Los muchachos del barrio adoraban a la Marga, y eso no era una trilogía como lo del Dios uno y trino, era una orgía en todo caso. Y cuentan que trinó el terceto tía-abuela-madre a su llegada, y eso le hizo creer que sería especial, único en el mundo. Pero se llamaba Carlitos, igual que el gordo de la otra cuadra, Gardel y el primo más chico; ni siquiera Carlos como su padre o Don Carlos como el abuelo materno. Por eso, apenas alcanzó la altura de la mesa del comedor, supo que tendría que hacerse notar. Así que empezaron las trepadas a los árboles, luego las amonestaciones en el colegio y por último la carrera de técnico superior en sismografía planetaria. Al pedo, siempre al pedo. Porque Carlitos era Carlitos por mucho que quisiera diferenciarse. ¿Qué Carlitos? Él tenía que hacer algo en la vida que lo transformara en un ícono, o en el nombre de una calle por lo menos. No fue así. Como sismógrafo terminó trabajando de oficinista en el correo, como oficinista de correo —a pesar de coleccionar y vender estampillas— siempre ganó poco; y sólo pudo comprar una casita igual a todas con el plan del banco hipotecario para casarse con una chica, común y corriente, del barrio Chauvín. Él también creyó que ese amor sería único en el mundo. Fruto de ese amor tuvo un hijo único… hasta que llegaron los otros seis. También creyó que ella sería la única mujer de su vida, pero cuando murió de una bronquitis común recién cumplidos los treinta y cuatro, como los hijos no podían quedar sin madre, se volvió a casar. La “nueva” resultó ser tan buena esposa y madre como lo había sido su mujer anterior. Y también la amó. Tanto como amaba el olor a tinta de los sellos, las postales de viaje sin sobre, los encabezados comunes, tipo Querida Martha: te escribo estas líneas…, o los formalismos: Sin otro particular saluda a Usted… — 107 —


Eran simples. Igual que los telegramas o las cartas de renuncia, igual a la que él mismo mandó una tarde de setiembre, de esas tan sentimentales como suelen ser las tardes lluviosas de setiembre. Carlitos se sintió entonces dueño de todo el tiempo del mundo para concebir una forma de llegar a la inmortalidad. Si no podía ser una calle, sería por lo menos una placa en la biblioteca el barrio; así que se dispuso a escribir su historia. No podía ser igual a otras, de modo que compró y leyó cuanto libro de memorias, diario o autobiografía encontró en las tiendas de usados, más las que le prestaron y aquellas que le costaron fortunas —por ejemplo, las de los famosos que siempre cuestan demasiado sobre todo si son no autorizadas—. Pero ya todo había sido escrito. Uno quiere ser distinto y la suma de los distintos es innumerable… Primero se desmoralizó, después se dijo ¿por qué no? Fue entonces cuando le pasaron con un skate por encima del pie. Miró al jovencito con rabia y dolor. Cuando al primer hombre sobre la tierra le pisaron un pie ¿no había gritado? se preguntó. ¿Acaso no gritamos desde entonces? Tal vez por lo mismo “Qué tal López” figura en Wikipedia ¿O habrá sido porque lo escribió Cortázar? Eso es, se dijo. Había que marcar alguna diferencia. Y lo hizo. Cuando le pisaron el pie, no gritó. Ni cuando le pisaron la estima, ni cuando le pisaron tantas veces el alma. Para la época en la que el libro iba tomando forma murió su segunda esposa. Él tenía 57 años y algunos de sus amigos empezaban a faltar a las reuniones de los jueves. Uy ¿te acordás de Pancho? Y qué tipazo el Rubén… tan joven. Que un infarto, que un cáncer de colon, que no tendría que haber salido a la ruta con esa niebla. De todos se acordaban un tiempo. Y después: nada. Aquella tarde, poco antes de las seis, hora a la que cierra el cementerio de La Loma se le ocurrió ir a dar una vuelta. Había una leyenda en la que no había reparado hasta entonces: Aquí descansan los que no precedieron en la vida. Las inscripciones en las lápidas poco se diferenciaban unas de otras. No importaba si sus ocupantes habían dejado el reino de los vivos en 1879, 1946 o 2005. ¿Se destacaría la suya algún día? Allí estaban también las de sus dos mujeres, una en la galería de la izquierda al fondo, la otra a la derecha, tercer pasillo; las dos con los bronces opacos y el pasto crecido. A la salida encontró a la que sería su tercera esposa. Y a ella también la quiso. La quiso tanto como a las otras, — 108 —


con ese único amor único. Cómo puede uno amar, no más de una vez sino, tres veces. ¿Qué era entonces el amor? Decidió dejar de lado sus memorias y encarar otro género: el ensayo. ¿Sería original ese cuestionamiento filosófico? Sabía que no era dueño de las respuestas pero sí de las preguntas. ¿Acaso muchos no las habían formulado ya? Él no haría lo mismo. Le vino a la cabeza el nombre de una telenovela que miraba su madre: El amor tiene cara de mujer. No, el amor no era buen tema; había pasado ya por muchas manos. Igual que Marga, igual que él. Así que Carlitos, o Carlos, un tipo con nombre común, con una historia común, con las mismas preguntas que se han hecho desde hace milenios todos los mortales, se preguntó sobre la muerte y encontró que no había forma de hacerlo sino en plena vida. Con la minuciosidad de un arqueólogo, Carlitos hizo autopsia a los recuerdos, recorrió los lugares de su infancia, investigó, abrió heridas y mortajas, enterró desengaños, resucitó juegos, sufrió otra vez las pérdidas y revivió la gloria de sus pocos logros; compró momias en el mercado negro, coleccionó obituarios, transcribió, definió, esbozó su testamento y redactó su epitafio. Cuando sintió que estaba logrando plasmar una obra que estaba seguro lo haría merecedor de un lugar en el Parnaso, su mujer lo incineró con la mirada, dio un portazo y se fue. No se inmolaría. Por fin era el único habitante de la casa. Recién ahora, con más de ochenta años todo cobraba sentido: Esa vida, igual a la de los muchos Carlitos que habían llevado o no su nombre, era única e irrepetible. Esa noche lo internaron. Dicen que hablaba de tiempo y eternidades. De otros sin rostro, de disolverse, de fundirse, de un nombre impronunciable. Cuando le preguntaron el suyo, simplemente calló. Algunos afirman que eligió una cama cualquiera de la sala general, otros que fue la nº 7 del séptimo piso. Que se acostó a dormir, por última vez, con un NN atado al dedo gordo del pie izquierdo. Y que no tuvo miedo. Al fin y al cabo, su muerte sería igual a cualquier otra.

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CITA A CIEGAS Mario Marchelli mariomarchelli@hotmail.com

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s temprano. El hombre cree que el bar está cerrado, mira a través de la vidriera, no hay movimiento pero todas las luces están encendidas. Está muerto de frío. Empuja con la palma de la mano la puerta de Blindex. Está helada como esa mañana de pleno invierno. La puerta cede. Entra frotándose las manos. El ambiente es cálido y acogedor. Sorprende un bar de barrio tan pulcro y ordenado. El mobiliario es simple, elemental, relucen sobre las mesas, tazas platos y servilletas prolijamente dispuestos. El hombre no parece notar los detalles, su único propósito es arrancar de su cuerpo el hielo que trae de la calle, tomar un café bien caliente y esperar que se haga la hora de la entrevista. Al pasar recoge del mostrador un diario y se sienta a una mesa pegada a la vidriera, por donde el sol entra tibio pero luminoso. Es un hombre común y corriente, sus rasgos y la ropa que viste lo hacen poco menos que olvidable. El aroma a café y facturas recién hechas parecen reconfortarlo. Se acerca un mozo joven alisándose el pelo con una mano y acomodando con la otra el delantal negro a rayas blancas. —Buen día ¿qué le sirvo? —Buen día, un café negro y dos medias lunas saladas. El mozo asiente con un gesto y desaparece tras una puerta. El hombre despliega el diario y se dispone a leer cuando lo sorprende, afuera, la brusca y ruidosa frenada de un Laguna azul, impecable, que se detiene justo frente a la vidriera. Es un auto que ya no se fabrica pero llama la atención. Se lo queda mirando. Una mujer baja del lado del conductor, se la nota nerviosa. Delgada y atractiva, viste un enterito de lanilla gris claro que se ajusta perfecto al cuerpo “Cuarentona y en carrera” piensa y sonríe para sí el hombre sentado en la mesa de la vidriera. La mujer se dirige resuelta a la puerta del bar. Entra, mira en rededor parece desconcertada, busca a alguien, que obviamente no está. Repara en el hombre de la vidriera, duda, mueve levemente la vistosa cartera que porta en su mano izquierda. Tricolor a franjas verticales, es sin duda un código. Espera algún resultado. Nada. La mueve otra vez más abiertamente. El hombre de la vidriera supone: “Ésta vino a una cita — 110 —


a ciegas o algo así”. La mira con intención. La mujer se impacienta. El hombre en la mesa de la vidriera piensa: “A ésta le falló el candidato, yo le sigo la corriente”. Le hace un gesto discreto con la cabeza, ella se aproxima de a poco. Justo en ese momento entra al bar un cincuentón medio canoso, algo apendejado de campera jean y pircings en las orejas, que echa un vistazo y termina apoltronado en una mesa al otro extremo del bar. La mujer en tanto se acerca despacio al hombre sentado en la mesa de la vidriera. Él sabe que no es un Adonis, pero con el chamuyo no le ha ido nada mal. Le sonríe. Ella se para frente a él. Lo mira inquisidora, no se atreve a hablar, parece insegura. Él canchero se lanza “Qué suerte que vino, la estaba esperando”. La mujer se transforma, lo mira con desprecio, abre la cartera y al grito de ¡con mi hija no hijo de puta! Le vacía el cargador de un 38 corto. Y así quedó ella inmóvil, los brazos colgando mustios contra el enterito de lanilla gris salpicado de la sangre del muerto, el revolver todavía en su mano, sollozando, balbuceando monocorde “con mi hija no, hijo de puta, con mi hija no”. Cuando llegó la policía, el cincuentón medio canoso de campera jean ya no estaba.

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LA BELLA DURMIENTE Y EL MOTOQUERO DISTRAÍDO María Silvia Oliveros mia.coronel@hotmail.com

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orocho, pintón, inteligente pero muy distraído. Haciendo honor a sus ancestros debió asistir a una cita marcada hace más de 100 años. Pero, olvidó la fecha, se le pasaron varias décadas casi sin darse cuenta. En un libro de cuero, con letras en oro, estaba escrito el compromiso de su tatarabuelo de despertar, al cumplir sus 20 años, a una bella joven con un beso. Debía romper el cerco que protegía el sueño de la princesa sentenciada por una malvada bruja que se cobraba el precio de un olvido de sus padres, de invitarla a una gran fiesta. Pero como descendiente de familia de alta y noble cuna, con un chispazo, recordó su obligación. Rápidamente tomó su chaqueta negra con tachas plateadas y corrió atropellado a buscar su Harley Davidson, partiendo con un feroz rugido, pelos al viento. Se le irritaba la vista, claro, había olvidado las antiparras. Tampoco recordó la regla de su grupo motoquero de dar aviso de su partida y el lugar al que se dirigía. En realidad, no sabía a dónde debía ir, pero, tomó la dirección al sur. Hacia los grandes bosques que vio en una excursión rutera. Debe quedar por ahí, pensó. Se internó por senderos desconocidos sin darse cuenta que la magia lo guiaba directamente a su objetivo. Un poco asustado aminoró la marcha de su moto. Las ramas se quebraban a su paso y lo iban rasguñando. Ufa, olvidé el casco, se dijo. Siempre igual. Mejor hubiera sido una alfombra voladora porque su moto se detuvo… el motoquero, ya mayor, se dio cuenta que no había cargado combustible. Siguiendo un extraño impulso corría, avanzaba, ya que nada lo detenía. Un muro de zarzas espinosas se levantaba frente a él. Manotazos y patadas con sus botas puntiagudas para romper las ramas y por fin lle— 112 —


gar a un gran claro muy luminoso. En el centro y rodeado de multicolores flores, se destacaba un nicho de cristal delicadamente colocado. Allí yacía una hermosa jovencita, pálida como una estatua. Se dio cuenta que estaba comenzando a mover sus párpados hasta mostrar unos negros ojos de mirada asombrada. El motoquero corrió a levantar la tapa para admirar esa carita tan bella. El noble de blanca cabellera se perdió el beso. La Bella durmiente, aburrida de tanto dormir, se despertó sola. De un salto estuvo frente a él. —Hola abuelo. ¿Te mandó a buscarme tu nieto? Llevame rápido con él. Arrollando su largo vestido de seda y tules, y sujetando la enjoyada coronita, se subió a la moto para emprender los dos una veloz carrera. Eso sí, sin casco ni antiparras.

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RUTINA EN LA PULPERÍA Gustavo Olaiz gsolaiz@gmail.com

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tó el pingo al palenque y entró. Intercambiaron frases de rigor con el pulpero, sobre el tiempo y el clima. Ese tono manso y lento se aceleró al tratar la transacción comercial. Pidió rabas para llevar, ya preparadas para freír. El comerciante le ofreció además una bandeja repleta de pequeños tentáculos de pulpitos pero el paisano fijó su interés en grandes trozos de calamar gigante. Y sentenció: —Nooo ziiii no hay nada como carne e’pulpo pa’echar en la parriya. —Eso sí —retrucó el pulpero— no tráin güesos pa’la cuzcada. El gaucho asintió mientras imaginaba, con nostalgia, huesos vacunos en las fauces caninas.

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LA MAFIA CHINA ATACA NUEVA YORK José Luis Figueroa estefania_delmar@hotmail.com

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n día, en las afueras de Nueva York, cuatro residentes chinos de la mafia, que usaban armas de fuego, fumaban habanos y tomaban whisky escocés con soda, fueron detenidos por el detective J.B. quien pudo involucrarlos en cincuenta casos con fotos inéditas de un jefe nazi de la religión de un Pai Umbanda que tomaba cocaína en las afueras de la ciudad. Habían matado a un pibe de 18 años yendo al colegio y los padres, al hacer la denuncia, ayudaron a encontrar su paradero donde encontraron marihuana, dinero, teléfonos celulares, cocaína, paco, éxtasis, armas de fuego, granadas y computadoras portátiles. También había secuestros. Por eso intervino la FBI y cuando se allanó un prostíbulo eran tantas las mujeres violadas y desnudas, que fueron uno el miedo y el temblor. El miedo escapaba allí a tiros de pistola, y los de la mafia china escaparon a los tiros también, pero en un subte neoyorquino. Sólo una mujer salió del infierno del prostíbulo diciendo “Por favor, oficial, devuélvame la ropa y el calzado”. Un espía investigó fotos y videos en Facebook, Whatsapp y Youtube. Mientras hackeaba por internet, sólo decía a la mafia china: “Eh, no molesten a la gente. ¿Está claro?” así que todo parecía un chiste, y los delincuentes comenzaron a robar dinero en los bancos. Un custodio vio todo lo grabado por la cámara en el monitor y dio la alarma: “¡Alto ahí, ¡Policía, arriba las manos!”. Él mismo los detuvo con esposas y los entregó a la policía. Un mes después todos cuchicheaban entre ellos cuando la jueza del tribunal de NY dijo: “Muchachos de la mafia china, se los condena a la prisión perpetua y serán después llevados a la silla eléctrica y también morirán”. Cuando se terminó con la mafia china, Nueva York, festejó con música de Phill Collins, Queen y Stevie Wonder brindando con sidra entre la buena gente que pasaba. — 115 —


TODO AL 33

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Armando Fuselli arfuselli@gmail.com

l jefe llegó a la mesa de ruleta a cumplir su turno de rigor. Tras ocupar su lugar y mientras se acomodaba el moñito, dirigió una sutil mirada a los apostadores con aire de perdonavidas. Era una noche cálida de febrero a mediados de los setenta en la centenaria ciudad. Verano marplatense pletórico de turistas y niñas mostrando sus bondades en los boliches de la avenida Constitución. El jefe en cuestión, bigotito recortado y estampa de galán, comenzó a girar lentamente el cilindro y al echar un vistazo al paño, la descubrió. Era bellísima. Cuando cruzaron sus miradas, con el cilindro girando, la morocha le dedicó una leve sonrisa, mientras inclinaba la cabeza mirándolo fijamente. Lo estaba incitando a tirar el número que había apostado. El pálpito no se dio. Una molesta primera docena conformó a pocos. La morocha se acercó con paso insinuante hacia el tirador y con tono provocador preguntó: —¿Qué pasa, no figura el 33 en la ruleta? Hace media hora que lo estoy jugando y nada. El jefe, sorprendido ante tal desparpajo y acostumbrado a manejar situaciones de súbitas conquistas, respondió con fina ironía. —A ese número hay que encargarlo con tiempo. Es muy requerido y tiene su costo. La morocha, inmutable, dio una pitada larga al cigarrillo, retrocedió para cubrir totalmente el número, regresó y casi en tono de súplica dijo: —Tiene que salir antes de las doce, porque es la edad que cumplo. Sería como un regalo. El Jefe la miró y le guiño un ojo, como accediendo al pedido. Pensó que era una de esas que sostenía que ellos poseían la rara habilidad de colocar la bolita a su antojo. El número de la morocha se ubicaba entre el veinticuatro y dieciséis hacia la izquierda y el veinte y catorce a la derecha. Hacia allí dirigió la mirada e impulso la bola muy suave. Cayó en el veinte, cerca. Ella volvió a perder. Imperturbable, pidió más fichas y volvió a la — 116 —


carga, repitiendo el jueguito de coronar el número y acercarse despacio a la cabecera con cara de fastidio. —Veo que no tengo más remedio que preguntar cuál es el costo —dijo como entregada, lo que agrandó aún más al tirador, que con suficiencia respondió. —Teniendo en cuenta un deseo de cumpleaños voy a esmerarme. El costo no será tanto, apenas un café. Pero vas a tener que esperar hasta las dos que es la hora que salgo. —Todo sea por escucharte cantar el número y apurate. Falta poco para la medianoche. Tirármelo que no te vas a arrepentir —fue la osada respuesta Tomó la bolita entre sus dedos y extendiendo el brazo hacia ella le dedicó el tiro. Movió suavemente el cilindro y arrojó la pequeña esfera muy despacio en dirección contraria al andar de la ruleta. Tras unos giros interminables, el marfil se zambulló hacia la zona buscada. El jefe, ansioso, agachó la cabeza para observar con atención la maniobra y clavando la vista en el número buscado, bramó eufórico: ¡Negro treinta y tres! Le puso tanta energía a la acción, tanta fuerza contenida, que al unísono del patético grito su dentadura postiza cayó pesadamente sobre la ruleta que aún giraba. El inspector alertado, apartó al empleado de la incómoda situación e invocando al reglamento aclaró con voz sonora: —¡La dentadura no va! —y de un manotazo rescató el extraño elemento. Nadie se dio cuenta que el atribulado tirador cuyo rostro hacia juego con la alfombra, había huido prestamente de la escena con la prótesis en su mano, acordándose más del odontólogo que de la morocha perdida.

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ELEMENTAL, RAMIRO Mario Marchelli mariomarchelli@hotmail.com

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l periodista que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia de la muerte de Larry llegó al diario. Ramiro, que a desgano hacía la sección deportes del matutino, se justificaba. “No es lo mío, pero de algo hay que vivir”; cuando se enteró de la novedad no lo pensó dos veces. Era un fanático de Sherlock Holmes, lector ávido de Poe y Agatha Christie, lo que se dice un adicto al género. Era la oportunidad de su vida. Encaró al Jefe de Redacción y en un minuto, sin ponerse colorado dijo que él podía hacer la crónica de Larry “un delincuente de poca monta, sospechado de estar ligado a peligrosos narcotraficantes”, mintió con suficiencia. Mencionó también sus conocimientos criminalísticos, producto de cientos de lecturas sobre asesinatos y asesinos famosos. Para coronar su ofrecimiento contó, algo exageradamente, sus relaciones en el ambiente policial, algunos vínculos con comisarios, amigos de amigos, informantes y matones provenientes del submundo barrabrava, que tan bien conocía por sus crónicas futboleras. El Jefe lo escuchó con atención, pensó que después de todo salía del paso y no perdía nada con probar: “Y bue metalé pibe” —dijo— “pero no se olvide que usted es cronista no detective”. Antes del amanecer y luego de dar mil vueltas en la cama, impaciente, se levantó y con apenas un café medio frío metido en el cuerpo, se encaminó a la escena del crimen; un descampado no lejos del centro de la ciudad. Portaba los guantes de látex de rigor, algunas bolsitas para guardar evidencias que se le hubieran escapado a los detectives y, obviamente, una lupa. Su desilusión fue mayúscula: el sitio estaba totalmente contaminado, huellas de automóviles y pisadas por todos lados, hasta envases vacíos abandonados por los primeros en llegar; ni rastros de nada que relacionara el lugar con un crimen, apenas una desflecada y vencida cinta de seguridad “La poca profesionalidad y desidia habitual”, pensó; pero no se descorazonó; dirigió sus pasos hacia la Morgue Judicial para ver qué le decía el cuerpo de Larry. No le costó mucho entrar, su condi— 118 —


ción de periodista y el conocimiento con forenses y policías del sector le facilitaron la tarea. Enfrentarse con el cuerpo le aflojaron piernas y estómago; estaba horriblemente mutilado, irreconocible por medios que no fueran científicos. Un crimen bien mafioso. Dudó, pensó que se estaba metiendo en terreno fangoso, pero fue sólo un instante, sus veleidades detectivescas superaron el pánico inicial. Se metió de lleno en el caso: antecedentes policiales del muerto, trabajos, amigos, enemigos, mujeres, en fin, todo lo que un detective, no un cronista, hace en estos casos. Nada de lo que investigaba lo llevaba a buen puerto; casi sin advertirlo empezó a meterse en ambientes cada vez más pesados y peligrosos, a hablar con tipos de toda laya, en bodegones y piringundines de cuarta, hasta que un día obtuvo un dato clave: Larry era un policía infiltrado en una red de narcotráfico que, obviamente, había sido descubierto. Se le cayeron las medias y también las ganas de seguir “la cosa viene recontra pesada”, pensó. Ocurre que Ramiro, a través de sus investigaciones y contactos había ganado la confianza y amistad de gente muy cercana a la banda que investigaba Larry. Abandonarlo todo ahora era lo aconsejable, pero el ego, algo de ingenuidad juvenil y por qué no también, un poquito de valentía, lo impulsaba a seguir adelante, que fue exactamente lo que hizo, inconsciente ante el peligro. Estando un día cualquiera bebiendo, de charla con algunos miembros de la banda, se abrió repentinamente una puerta. Un sujeto bajo y fornido, de rasgos y aspecto centroamericano, vestido con un impecable Armani, dirigió al grupo una fiera mirada, que los hizo levantarse de sus sillas como resortes, reverentes con el recién llegado. Ramiro se dio cuenta al instante de que estaba nada menos que ante el jefe de la banda; la sangre pareció helarse en su cuerpo, el corazón le latía a mil, no obstante casi impasible, participó del ritual observado; el trato con hampones le había dado un cierto aire de aplomo y seguridad que realmente no tenía. A un ademán del jefe, todos se sentaron, éste hizo algún comentario banal que distendió un poco el clima, sólo por un momento, ya que con voz casi amable y pausada pero firme, moviendo apenas los labios, disparó: “En este sitio hay un traidor y lo vamos a matar”, siguió a esto — 119 —


un silencio sepulcral. “Tú lo vas a matar” dijo señalando a Ramiro, al tiempo que le alcanzaba su 9 mm. La tomó sin pensarlo, con un leve temblor imposible de disimular. Un silencio más profundo aún invadió el lugar. Imprevistamente el Jefe tomó de un brazo al “loco” Tony y retorciéndoselo contra la espalda ordenó “Anda, mátalo, él es el traidor”. Ramiro empuñó el arma, no sin antes intentar una tímida réplica, no podía matar a un ser humano y a sangre fría. La mirada del jefe se clavó en él, inapelable, así que con lentitud subió el brazo armado, apuntó y disparó. Tony ni se movió, las carcajadas invadieron el lugar, eran balas de salva; una prueba que debía pasar y lo había logrado. El Jefe, tan rápido como llegó, desapareció tras otra puerta. Ramiro suspiró aliviado, apuró su Whisky y con una excusa se marchó. Sin dudar ya, que la banda era la que había asesinado a Larry, decidió que debía hacer la denuncia, pero no a la policía, que sabía en buena parte corrupta, de modo que se contactó con el Fiscal General, pactó una cita que le fue dada de inmediato, dado lo “importante y delicado de la situación”, como le manifestara telefónicamente. Ya frente al Fiscal, que lo escuchó con mucha atención, detalló con lujo de detalles todo lo que había logrado investigar. Pidió algo a cambio: al hacer el anuncio a la prensa, el señor Fiscal General destacaría la valentía, sagacidad y honestidad del periodista Ramiro López que se había jugado la vida en pos de la justicia. Este aceptó la propuesta y luego de felicitar con vehemencia a Ramiro, le recomendó absoluta reserva hasta el lunes, cuando se realizarían los allanamientos y la detención de los hampones. Loco de contento, dispuesto a pasar un fin de semana relajado en su lugar en el mundo: el bunker de la montaña, hacia allá enfila su auto. La mañana está soleada, perfecta. Veloz, el viejo Ford se desplaza por la carretera, el ronroneo del motor es música para sus oídos. Encara la última loma, y conocedor del camino, aminora la velocidad para sortear esa curva peligrosa y trepar la pendiente final. Pisó suave el freno sin resultado, volvió a pisarlo, nada… “¡El freno!, ¡frena! ¡Frená carajooooo!” Rescataron su cuerpo treinta metros abajo, casi irreconocible. El diario del domingo destacó en grandes caracteres: “Periodista deportivo muere en accidente carretero, fallas en los frenos lo precipitaron al barranco Los Robles”. — 120 —


El lunes por la mañana, suena el celular del Fiscal General que éste atiende sin pronunciar palabra, una voz le anuncia “Como usted suponía señor, parece que fue un accidente”.

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UN SUEÑO Sara Kleiman skleiman@copetel.com.ar

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ra un día luminoso. Pablo estaba sentado a la orilla del mar, de vez en cuando, una ola le mojaba la punta del pie. Fijó su vista en el infinito, donde se juntan mar y cielo. Todavía parecía brillar el sol. Soñó con viajes largos por mares embravecidos, largas caminatas por tierras áridas, un campo de alelíes, la fragancia de las rosas. Y en una cabalgata por el campo. Rápido. ¡Rápido! Tanto que le ganaba al viento. —Señor, ya es tarde, mejor vamos yendo —dijo Juan, sacando el freno a la silla y comenzó a empujarla. Mientras iban camino a la casa, Pablo sintió mojadas sus mejillas. “Tan saladas como el mar”, se dijo.

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ARTES Claudia Alvarez cece57ar@yahoo.com.ar

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lla no quería festejar, no quería gastar plata. No disfrutaba. Pensar en tantos besos y abrazos le daba miedo. Él contaba los días, con su look extravagante, un salón divino, en el último piso de un edificio recién inaugurado en la costa. Los treinta y tres años de los mellizos Artes. Yo estuve allí, era su vecina. Él en la puerta, anfitrión perfecto, ella escondida entre la vajilla y el catering. Como si fuera poco, la fiesta pagada con la herencia. Habían compartido mucho, un vientre, unos pechos maternos, juguetes, vacaciones, amigos… Lástima ese olor a competencia y desamor que se sentía entre ellos. A ella le gustaba nadar, él odiaba el agua. Ella era brillante en matemática; él, en historia y encantaba con sus relatos. Ella vivía en un PH con algo de verde y él en un piso 12 sobre avenida. Ella no lo quería, tan simpático y tan malo. Para él su hermana no categorizaba, con esa timidez amarga y ese humor ácido que derramaba. Ella había aceptado ir a la fiesta solo para ver a aquel primo segundo que siempre había amado, y es muy probable que cuando estuvo frente a él se haya dado cuenta de que lo seguía amando. Marcos era su nombre. Cuando llegó Marcos, un poco tarde, con dos regalos, abrazó a los mellizos Artes. Luego el brindis, la torta, el cumpleaños feliz en el centro del salón y el anuncio de su hermano: —¡Me caso el próximo mes! —¿Con quién, con quién? —preguntaban los invitados —Con el amor de mi vida —dijo el mellizo señalando a Marcos. Fue lo último que ella pudo escuchar. Nadie supo cómo fue, la música, el griterío. Solo cuando ingresó la policía supieron que la melliza Artes se había estrellado en la planta baja.

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FERNANDO Teresita C. Conti tereconti@hotmail.com

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os pasos lentos de Fernando se hunden en el pasto recién cortado. Más allá, algunos claros de césped seco y amarillento. La pérgola desnuda, atravesada por el sol del mediodía, atrae a Fernando que quiere llegar a sentarse y descansar en el viejo banco de madera. El bosque vecino cargado de cantos de pájaros, lo escolta hacia el banco. Fernando se detiene al llegar, fija sus ojos en uno de los nudos de la madera. La marca oscura en medio del respaldo tiene la forma de su riñón recién extirpado. El respaldo del banco está debilitado, los bordes del nudo, abiertos, transparentes, anticipan un hueco futuro. Como el que le dejaron a Fernando al sacar el riñón. Maldito nudo piensa Fernando. Tendré que arreglarlo, tal vez cambiarlo todo. Al sentarse se fija que su enorme espalda no lo toque. Mira hacia un lado y otro. Con cuidado se toca la faja que protege su cintura, asegurándose que conserve su lugar después de la caminata. El dolor persistente lo tiene respirando difícil, el aire queda en un camino truncado, sinuoso y opaco, oscuro como el nudo del banco. En unos días los médicos tendrán su veredicto. Podrá saber cómo sigue todo. Una brisa llena de pensamientos mueve su cabeza a un lado, mientras las hojas alargadas de los arbustos sacuden las últimas gotas de la lluvia reciente. Como reciente fue la internación inesperada, la soledad en la habitación del hospital, el frío del quirófano y las palabras filosas de su hermana que había ido a reclamarle por el despido de su marido. Fernando tiene poco que hacer en su negocio. Sabe que lo manejan los otros, ellos deciden. Como los médicos que, con la intención de salvarle la vida, lo mutilaron sin preguntar. Él también quería salvar la vida de su hermana. Relajada, sin apuros ni ajustes económicos, sin servicios atrasados ni cuentas bancarias en rojo. Pero sus socios habían dispuesto otro destino para su cuñado. Viejo — 124 —


y sin trabajo. Tanto parque, tantas plantas y tan poco aire, descubre Fernando cuando grita un chimango. También le duele la garganta, le raspa al tragar la saliva. Maldito tubo de la anestesia. Maldito nudo en la madera que debilita el banco. Puedo esperar sentado. Que se me pase el dolor. Que me digan cómo seguir. Que este respaldo no se rompa antes que yo. Y que el césped cambie el color de esperanza frustrada.

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SABIDURIA Pablo Codias pabcod@gmail.com

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uchas veces —la mayoría— no tengo la menor idea de por qué llegamos a esas discusiones viscerales, donde de repente, todo está en juego. Es extraño como el horizonte se pierde bajo la tiranía de un dedo acusador apresuradamente desenfundado. Y todo se desmadra. Tampoco sé por qué la frustración y los rencores conquistan el terreno, dictando los movimientos crueles de nuestras disputas. Pero sí sé, que, traspuesta esa línea, lo mejor es dejarlo. Irse, emigrar del país de las desavenencias y volver cuando la realidad vuelva a mostrar rasgos afables para abordarla. —Andate a la mierda… ¡pelotudo! El insulto fresco en mis oídos, a pesar de sus angustias y exigencias desbordadas, señaló que era el momento de irme. Y aunque justo ahí pasando frente al espejo, por un momento breve percibí con claridad la cara idiota de nuestra relación, no me detuve. Con tranquilidad, agarré la correa, el medio porro que tenía en el cajoncito del mueble de la entrada y le chiflé al gordo, que vino apurado a la puerta abananando los labios, y haciendo esos ruidos guturales de alegría que hace cuando sabe que sale a callejear. Un silencio férreo y un portazo firme —buscando quizás el impacto histriónico de una salida teatral— anunciaron que me iba. El gordo está con nosotros desde hace varios años, más o menos desde la última frustración que aceptamos transitar, en la que decidimos que para bien o para mal, íbamos a ser una familia de dos. En la indignación de la primera cuadra, enlisté varias de las razones para terminar todo, e hice un mapa con sus errores, sus defectos, sus carencias y mis virtudes. Y aunque llevábamos una temporada difícil, aún mantenía intacta esa increíble sensación de plenitud que la sonrisa de G podía provocarme, para rescatarme siempre y de donde fuera. La primera pitada me relajó. Nunca supe bien por qué, pero la — 126 —


expectativa de la primera seca, tiene la ilusión del efecto prometedor de lo que vendrá. Y el mundo desde ahí, no puede más que mejorar. Poco a poco, se van abriendo resquicios. Hendijas pequeñas pero reveladoras. Y también de a poco, una realidad contradictoria asoma y lentamente, empieza a delinearse. Despacio, a medida que caminábamos y el humo operaba en mis estructuras, los errores y defectos de G empezaron a desdibujarse. Y mis virtudes, bueno… quizás perdieran entidad a la luz de un foco menos complaciente. En la calle, el gordo daba saltitos en la tarde del verano, yendo feliz de un árbol a otro. Mientras pisaba con cuidado las flores que colorean el gris de las veredas que vive bajo la alfombra lila que deja el jacarandá en enero, yo vislumbraba que tal vez, la responsabilidad en este incendio era mía. A medida que fueron pasando las cuadras, y el humo seguía con su trabajo silencioso y reflexivo, se consolidaba en mi cabeza la idea de que mi escape ante las crisis, constituía el delivery de nuestras distancias y diferencias. —¿Y? ¿vas a dejar de hacerte el boludo? —La cara del gordo era consecuente con la simpleza de sus palabras. El enojo se evaporó ante la certeza de la consistencia de mi estupidez. La sabiduría del gordo había zamarreado sin contemplaciones mi arrogancia. Es innegable que, a través del prisma introspectivo y vaporoso del porro, las cosas suelen tener aristas más complejas para analizar. Tan innegable como reconocerle la virtud de poder escuchar voces sabias, mientras se van redondeando —de a poco— los ángulos filosos de la realidad. Me apuré en volver, dispuesto a mantener —ahora con la guardia baja— la charla que antes había evitado. G estaba parada al lado de la puerta, esperándome con la cara maltratada por el llanto. Una mochila al hombro, un bolsito y el libro que estaba leyendo en la mano, me anticiparon su decisión. No llegué a decir nada, aunque noté que en esa mochila pequeña, tal vez se estaba yendo nuestro futuro. —Me voy. No puedo seguir así. Hablamos después. Necesito — 127 —


irme…

Una caricia al gordo, y una puerta que se cerró suave, me dejaron atrapado en mi sombra, sin espacio para el odio ni la ira. El gordo me miró con un gesto inconfundible y se fue al patio. Entonces supe que en la casa, jaqueado por las culpas, quedaba un tipo solo frente una noche interminable.

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ROSAS ROJAS Emilia Beatriz Pepa gabimauro@hotmail.com

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ace casi un año que la atiendo una vez por semana. Ayer la vi más apesadumbrada que de costumbre. Ante mi casi rutinario ¿cómo está?, comenzó a contar: —No pasó nada especial; un día estoy contenta, al siguiente depre, no logro aceptar que el tiempo pasó, que hay tantas cosas que quería hacer y ya no voy a poder… Mara tiene setenta años y está en tratamiento por una leve depresión. Si yo no debiera profundizar el análisis, diría que sufre por motivos banales, formó una familia y su marido, hijos y nietos son unidos y la quieren; trabajó desde joven en lo que eligió, es licenciada en enfermería y durante treinta años ejerció en el Hospital de Clínicas donde se jubiló como Jefa del Servicio. La falta de ocupación y escasos recursos para viajar como siempre soñó, son las razones que ella esgrime como causas del malestar que la trajo a mi consultorio. Habíamos hablado muchas veces de su niñez que según ella manifiesta fue muy feliz, de su adolescencia, que tuvo los avatares comunes de la etapa, pero sin graves sobresaltos, de su afán para cursar rápidamente los estudios superiores; en fin, creí tener datos válidos para aproximarme a un primer diagnóstico. Durante la última sesión le pregunté si había estado o estaba enamorada de otra persona, que no fuera su marido. Me miró sorprendida —Sí, ¡hace tanto tiempo que no hablo de él! A veces me extraño de no recordarlo con frecuencia. Lo amé, sí, lo amé mucho, pero creo que sufrí tanto por su culpa que lo sepulté bien hondo para que no siguiera dañándome. Yo tenía veinte años y hacía las prácticas en el Clínicas. Durante una recorrida de salas noté que él (no lo había visto antes) me miraba y me encantó. Respondí a su mirada. Después charlamos un largo rato en un bar de estudiantes cercano a la facultad de Medicina. Dijo que iba a ese lugar diariamente, que cursaba cuarto año y — 129 —


estaba empeñado en terminar su carrera lo antes posible. Me dio un número de teléfono pero sugirió que lo llamara varios días después porque debía rendir exámenes. Y yo, no sé por qué esperé el tiempo convenido con muchísima ansiedad. La cara de mi paciente se iluminó con el recuerdo. Habló sin que la estimulara para hacerlo, expresando a borbotones sentimientos y amarguras retenidos durante muchos años. No pude interrumpirla a los cuarenta minutos. —Lo llamé. Fuimos a cenar y a bailar y empezamos a vernos diariamente. Él trabajaba en un sanatorio y estudiaba en el bar de nuestro primer encuentro desde el atardecer hasta la medianoche. Dijo que vivía en un pequeño departamento con un compañero y ese lugar fue refugio para nuestra intimidad. Adapté mi rutina a sus horarios y disfruté cada encuentro aunque sólo fuera para leer y tomar un café juntos. Creo que controlaba mis movimientos porque llamaba a casa cada dos o tres horas cuando no nos veíamos y continuó haciéndolo a mi lugar de trabajo cuando comencé a ejercer. En aquélla época, ese seguimiento era a mi entender signo de amor y me halagaba, así como los frecuentes ramos de rosas rojas que enviaba a mi casa, porque en nuestra primera salida yo había comentado que esas flores me encantaban. Mara sólo interrumpía su relato para secarse las lágrimas. Yo la escuchaba expectante sin animarme a hacer preguntas para no intimidarla. —Durante más de tres años seguimos viéndonos, saliendo y estudiando. Conoció a mis amigos y yo a los suyos. Éramos novios. Lo presenté a mi familia como tal. Presencié su último examen en el hospital y festejé con compañeros, huevos y harina el resultado. —¿Ud. conoció a los padres? —pregunté. Entonces esbozó una misteriosa sonrisa: —No. Desde el comienzo de nuestra relación creí que su familia vivía en Chubut y como en ese entonces lo más importante era recibirnos, para luego formalizar lo nuestro… Mientras ella hablaba yo observaba la ambivalencia de sus gestos. Los recuerdos dolían en su cara y aunque habitualmente mueve mucho — 130 —


las manos, las retuvo casi todo el tiempo sobre la falda, estrujando el pañuelo. Pocos meses después recibiría el diploma. Me compré ropa especial para ese evento porque estaba segura de poder compartirlo con ellos, pero él encontró la forma de evadirlo y vino a buscarme a la facultad un día antes del que yo creía era la fecha, con el estuche bajo el brazo. Recién en esa oportunidad comencé a sospechar que algo muy extraño sucedía. No lograba entender y seguía firme con mis anteojeras. Sus palabras, sus gestos y sus celos me impedían ver claro. Dijo que los padres estarían en Buenos Aires el día de Nochebuena. Entonces conseguí por intermedio de una de sus compañeras el domicilio que figuraba registrado en la clínica. Encargué un canasto con dos docenas de flores y las hice enviar a esa dirección a nombre de su mamá. Esa fue la víspera de Navidad más triste de mi vida. Desde la florería me avisaron que allí no había nadie. Y él esa noche no llamó ni vino a buscarme. Pasé una semana sin noticias suyas. Llamó el primero de enero un rato antes de que yo saliera para Mar del Plata. Sólo atiné a preguntarle a dónde podía escribirle. Le envié una carta y recibí enseguida la respuesta. Volví a Buenos Aires antes de lo que él esperaba, y me presenté en la casa. Me recibió una mujer, pregunté por el Dr. J.C. y ella dijo que era la hermana. Yo no sabía que existía, como tampoco sabía que él tenía una esposa y un hijo de doce años. Intentó disculparlo explicándome que se habían casado muy jóvenes, que se llevaban mal y que estaban juntos por el chico. Cuando salí a la calle quería morir. Fui hasta una estación de trenes muy próxima, quería arrojarme a las vías. Vi venir el tren, pero un “ángel”, un hombre cuyo rostro no puedo olvidar, me tomó de los hombros con fuerza y me detuvo. —¿Volvió a encontrarse con J.C. alguna vez? —Fue lo único que atiné a preguntar. —Sí —me dijo, mientras enjugaba sus lágrimas—. Sí. No podía creer lo que pasó. Pero tampoco podía alejarme. Seguimos saliendo por un año hasta que logré separarme. Hice un tratamiento psiquiátrico para superar la desesperación. Y bueno, aquí estoy. — 131 —


Busqué afanosamente una estrategia para aliviar su angustia. Una de esas estrategias que no están en los libros, pero sí las aporta la experiencia. Aparentando una distracción, miré la primera página de su historia clínica y pude comprobar que sólo dos días atrás, Mara había cumplido sus setenta años. ¿Ud. cumplió años anteayer, ¿no? —Sí, gracias por traerme a la realidad —y sonriendo agregó— mi nieto mayor me regaló un ramo de rosas rojas.

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SIMPLEMENTE UN LARGO VIAJE Leonel Migliacci leonelmigliacci@gmail.com

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ienso en el final y el principio surge automático, intrusivo, quizás celoso. ¿Por qué no ausentarme a ese maldito último acto? Discursos de despedida para el nuevo docente jubilado. El pecado de juventud es creer en la eternidad de las cosas. Mi viejo se cansó de decirme: “Lo único que es para siempre es el Renault 12”. Y tenía razón. Ahí me espera: rojo, desalineado, sosegado. El asfalto discurre bajo las ruedas del Renault como el pasillo del baño bajo mis pies. Salí tarde y tendré que exigirle algo más a este viejo amigo. En algunas horas pasaremos ambos a retiro, y podrá descansar. Parece que los pozos han salido todos a despedirme. Si pudiesen, a este camino también lo habrían jubilado. Por estos pagos, nadie circula dos veces por la misma ruta. Al salir de la estación de servicio, haciendo dedo, un desconocido de larga barba me sorprendió por su cara inexpresiva, ausente. La mano gesticulaba para que alguien lo levante, pero el rostro confesaba un profundo desinterés. La intriga es poderosa y sutil en el accionar. Lo saludo mientras se acomoda en el asiento y me devuelve un gracias, más propio de la cara que de su mano. Los minutos pasan y nada dice. Solo quiere ir, no importa a dónde. Me recuerda mis inicios en el profesorado, cuando compartía esa actitud en lo profesional. Hay personas que disfrutan el camino, despreocupados del destino, aunque esa apatía parece apartarlo de este grupo. —¿Viaja por trabajo? —le pregunto para hacerle notar el silencio ingrato que me obliga a tolerar. —Mi mujer me dejó por mi mejor amigo —responde absorto en sus pies y se contrae sobre sí mismo. Por miedo a que implote, suspendo el interrogatorio. Pesados minutos, de horas de duración, se apoderan del ambiente. Me concentro en eludir pozos, más por disimular que por el bienestar del Renault. —Fue hace poco, desde allí solo escapo —exhala de golpe, sin dejar de vigilar su calzado. Trago la espesa saliva que acumulé en la boca y el ruido de la garganta suena como solicitud de disculpas y promesa de silencio. Saca la billetera y me muestra la foto de una pareja de novios — 133 —


en el altar. —Acá es justo cuando me dice que me amará por siempre, en la salud y en la enfermedad. La llevo conmigo para que me recuerde que solo moviéndome podré escapar. Reniego por no haberme escuchado. Si me levanté tarde era el aviso premonitorio que me estaba dando a mí mismo. Maldita sordera. A lo lejos, distingo la salida a esta situación novelesca que el destino se guardó para el último día. Morocho él, de lentes, rondando los cincuenta años, cargando un maletín en la mano izquierda. Me detengo y le abro la puerta trasera con una sonrisa exagerada, más suplicante de ayuda que por gentileza. Nos saluda, da las gracias y arrancamos. Según entiendo, el protocolo indica que el recién llegado debe hacer algún comentario para iniciar la charla. Lo espero y me doy cuenta de que llevo otro autista. El copiloto sorprende preguntando: —¿Y a usted que lo tiene tan amargado? —Quiero asesinar a Dios —responde con pavorosa tranquilidad. Busco desesperado, en los gestos, algún indicio de engaño, de broma. Inmutable. Siento la espalda arquearse por el frío que la recorre desde arriba. Maniáticos de todos los colores. Asustado, solo me aferro a la conducción. El copiloto se da vuelta con una sonrisa entre labios, fascinado por la respuesta y otra ola de frío acosa mi dorso. —No se asusten, no soy un loquito. Solo alguien desesperado por la traición. —¿Cómo sería eso? —pregunta el copiloto, con el cuerpo girado por completo para observar con detalle al psicótico. —Siempre hice lo correcto. Fui una buena persona. Creía en Dios y practicaba sus recomendaciones. El muy traidor decidió llevarse a mi único hijo. Quince años apenas. Ahora es tiempo de que ajustemos cuentas —y el tic en el ojo delató la tensión en un discurso por demás calmo. —¿Tiene alguna especie de pistola celestial? —pregunta el copiloto. La ausencia de risa sarcástica me alerta sobre la posibilidad de que sufra alguna especie de subnormalidad. —¿Cómo se le ocurre? —responde cuerdo el psicótico—. No me gusta que se rían de mí. —No, por favor —me apuro a contestar, tratando de evitar que saque algún arma y nos mate a todos en algún ataque de ira. —¿Y cómo piensa matar a Dios? —hostiga el copiloto. — 134 —


—Voy a empezar por su familia, tal cual hizo él. Voy a liquidar primero al cura del colegio. Solo podía acelerar y apretar más el volante. Yo conduciendo el Renault como si estuviese corriendo rally, el copiloto focalizado nuevamente en los zapatos y el psicótico en silencio, eligiendo el arma o repasando los planes de huida quizás. Una eternidad más adelante, intento forzar al tiempo para que abandone el letargo en el que cayó y digo: —Bueno señores. No sé cuál es el destino que los espera pero yo paro en la escuelita, en el kilómetro cincuenta y tres ¿Dónde quisieran bajar? —Ningún destino me espera —respondió el barbudo. Sabe, estuve pensando y la idea del compañero no es mala. Dios desarma familias a destajo y ¿nosotros, lo miramos impávidos, incluso pretenden que le agradezcamos? Se mete con nuestras familias y nosotros nos metemos con la de él. —Le agradezco la comprensión —respondió con suavidad el psicótico. Todos buscamos la aceptación del prójimo, incluso aquellos que son víctimas de algún desequilibrio mental. O quizás más ellos. —Agradézcame la colaboración, porque, si le sirvo, pienso ayudarlo. —Solo si a usted le sirve— contestó con voz paternal. —Momento, momento —dije como separando a los chicos que se pelean en el recreo—. No sé si lo dicen en broma pero es demencia pura. Les voy a pedir que se bajen del auto, por favor. Reduzco la velocidad y me orillo al costado de la ruta. Detengo el auto y los miro con la actitud férrea del docente que envía los alumnos a la dirección para el castigo. El psicótico desciende casi al instante. El copiloto demora acomodando algunas cosas en la mochila. Creo que entró en razones y se retrasa con intención de acomodar las ideas. Ata bien el bolso. —Chau, gracias por el viaje —dice mientras abre la puerta. —Esperá —y lo agarro de la manga de su campera—. Es un disparate todo esto, no hagas una macana de la que puedas arrepentirte. —¿Cuál es tu nombre? —y me obliga a soportar todo el peso de su mirada. —No importa —digo y lo suelto. Me aterra que sepa mi nombre. — 135 —


—Mirá “No Importa”, ¿sabés qué pasa? Yo también estoy harto de los falsos infinitos. Baja del auto y sale caminando hacia atrás sin darse vuelta. Aprovecho y huyo todo lo rápido que el Renault me permite. Reniego contra mí mismo por no escucharme. Debí quedarme durmiendo.

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CASAMIENTO Claudia Alvarez cece57ar@yahoo.com.ar

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ienvenidos a la casa del Señor. Hoy celebramos el casamiento de María y José. Confieso nervios. Va a venir mucha gente, y más para verme a mí. Nadie creyó que yo, el hijo de la peluquera y el sodero del pueblo, fuera a entrar al seminario. A decir verdad, no hubo mucha opción. Ni plata. El seminario estaba cerca y el Colón o el San Martín muy lejos. Da igual, hoy es mi primera presentación. O actuación. Yo me pongo un disfraz, cuento una historia fantástica y no le saco la careta a nadie. Es como el caso de María y José. Ya me han venido a contar, las comedidas del pueblo, que ella está embarazada, que le han mentido a José, que el futuro niño o niña no es hijo de él, que un tal Federico también es parte de la escena... No quiero saber. Hoy es mi día, y con este casamiento, mi primer protagónico delante de este público pacato, mentiroso, ocultador, sobreviviente. No importa, aplausos y flashes. Bienvenidos a la casa del Señor. Hoy celebramos el casamiento de María y José.

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EN MI PUEBLO Rosana Mabel Back monchi1773@hotmail.com

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e siento en el único banco de la plaza de mi pueblo y miro. Miro la iglesia avejentada como las mentes que las conducen con ideas de pájaros que ya se fueron. Observo los pasos que arrastra las más longeva del pueblo, la savia mala de sus venas no la deja morirse. Cuento las mismas margaritas que parecen tener más pétalos que en mi adolescencia, o quizás, hoy ya no tenga el apuro por contarlos o no confío en su resultado y culpo a ese pétalo malo. Y miro, miro ese cielo celeste, los huecos entre ruinas donde anidan las golondrinas que tantas veces mis manos acunaron. Y veo a esos niños que ya no las atrapan, miro la tierra sin huellas de bolitas que se chocan ni hoyuelos que las esperan, tampoco hay niños que jueguen en la tierra. El ladrón y policía ya no es un juego de destreza, sino una cruel realidad, donde no gana el más atlético sino el mejor armado, donde no es polvo lo que se levanta en la huida sino pólvora. Constato con tristeza un presente que no se preveía. Mi pueblo dormía sin puerta. Hoy mi compañero de aventuras pasa y me saluda con las manos esposadas. “Me atraparon mientras saltaba las rejas de la iglesia con la virgen en la mochila. Siempre hay quien la compra. Al ser de la iglesia piensan que les hará más milagros si le rezan”. Veo su sonrisa imberbe petrificada en mi recuerdo. Y aquel beso limpio… Cierro los ojos para no guardarlo con este presente vacío. Y veo a don Juan que pasa negando a su hijo. Reniega y esconde el llanto entre las arrugas de su cara. Y veo a Doña Elizabeth que no comprende qué segmento de la lección no fue dada en ese viejo colegio. Y pienso en Catalina, la portera que fue baleada por aquel joven a quien, de niño, ella le había servido el mate cocido. — 138 —


Y miro. Miro mirando nada, me quedo con el recuerdo, pero me apuro porque el sol se va y ya no es una pareja de novios la que va a ocupar ahora el único banco de la plaza de mi pueblo.

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SILENCIOSA COMPLICIDAD Lilian Orlandi leila50mdp@hotmail.com

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os rayos de sol se esconden entre los árboles. Amalia parece adormecida en el patio del geriátrico, mientras Mirta, la enfermera, que hoy tendrá que hacer dos turnos, se pone la chaqueta mientras mira hacia afuera por el gran ventanal. Es hora que Amalia entre, ha perdido mucha vitalidad este último tiempo, y hoy no quiso merendar. Su gente no vino en todo el verano, creo que se fueron a Europa, Ni siquiera su nieta, que solo lo hace para saber la historia de esa tía perdida, Nina. Se termina el verano y no vinieron, ni mis hijos ni mi nieta que escribe ese libro familiar. Solo quiere saber dónde está su tía desaparecida. Mira vos la mocosa se animó a encontrar a todos sus tíos menos a Nina. ¿Será justo para ellos negarles la verdad?¿Para qué quieren conocerla ahora de viejos? Ahí viene Mirta presiento que está en complicidad con ellos, y además es tramposa con sus preguntas, como mi nieta, ella sabe secretos que no sé si se anima a contarle a mi familia. —Vamos adentro Amalia, es hora de la medicación. —Está lindo acá afuera, deberíamos tomar la merienda bajo este ceibo. —¿Viste? Hoy tampoco vinieron, parece que perdieron interés por mi historia —Estarán ocupados ya vendrán. —¿Volverán? Lo dudo. En la última visita su nieta perdió la calma cuando no logró sacarle la información que quería. ¿Será Amalia otra abuela más que espera visitas como a la muerte en soledad? Es fuerte por dentro, tenaz. Su nieta también. Me veo venir el embate cuando Amalia ya no esté. Sé que algo les dice, lo perciben, que yo sé más de su historia no autorizada que me la cuenta en sus sueños inquietos desde hace siete años. —Vamos adentro a escuchar ronquidos, palabras incoherentes, y — 140 —


a ver esa pantalla que lo sabe todo. —No protestes, vos estas bien. Es hora que vuelvas a tejer, necesito una manta ¿sabes que voy a ser abuela? Estoy tan feliz. Pobre de ella, debe empezar a guardar los secretos bajo la llave del olvido. Son curiosos los nietos, lo que los hijos no preguntan lo hacen ellos, sé que sabe más. Te cuento lo que quiero cuando me hago la dormida, atraigo la atención, aunque sea la tuya. Si supieras Amalia que ya sé que Nina era la mayor de doce hermanos, que era la protegida de su padre a la que nunca golpeó, la que presenció la tragedia, la que le tuvo tanto miedo que la traicionaran, la que sabía dónde estaban todos sus hermanos. Si tu nieta encontrara a Nina encontraría la verdad. Pobre Mirta, cada vez se parece más a mi nieta, y se parece a Nina. Ya casi sabe toda la verdad. No llegaré al próximo verano, tendré que fingir más sueños donde pueda comprender por qué sucedieron las cosas. Tiene que sentir el miedo que sentí yo cuando me golpeaba ese hijo de puta que me hizo parir doce veces entre palos y asquerosas noches. Tiene que comprender que Nina no podía permanecer en mi vida porque sabía la verdad, me daba miedo. Era la materialización de mi conciencia, por eso dejé a los mayores en distintas puertas de iglesia. No importaba dónde porque ella regresó con el vientre cargado y los reproches en su piel, en sus ojos, en los labios sellados. Nació su hijo y volvió a desaparecer. Hasta que una tarde volvió furiosa dejando al descubierto el rencor acumulado en el silencio de todos esos años de ausencia. Regresó sola. No pude preguntar por su hija o hijo ya no recuerdo qué era. Cayó al barranco igual que su padre, delante de mis ojos y de mis manos extendidas hacía adelante llevándose mis miedos. El salón desayunador está envuelto en un tango antiguo, mientras murmullos incoherentes se mezclan con juegos de cartas, alguna sonrisa y muchas historias que se repiten casi todas las tardes, menos la de Amalia: —¿Querés más agua? Hoy está distraída, esta noche habrá pesadillas, presiento que nos acercamos al final. ¿Por qué me siento tan inquieta? Tal vez porque esta historia me es familiar, mi madre también desapareció. — 141 —


OCASO Diego Giannetti dfgtano@gmail.com

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a noche cerrada me sorprendió. En el momento que escuché el trueno me di cuenta: debía encontrar un refugio. Las gotas me ayudaron a decidirme por el bar que descubrí cruzando la calle, tarea no muy grata cuando los autos estúpidamente cierran tu paso y buscan los baches para recordarte que ellos son los que mandan. Empujé la puerta de madera pesada y encontré una especie de taberna, poco iluminada. Busqué un espacio donde pasar desapercibido y a su vez poder registrar los movimientos continuos de los clientes y del personal. Me transformé en un observador minucioso de todo lo que acontecía en ese pequeño mundo de confesiones que giraban en el ambiente. Los grandes ventanales simulaban una vidriera viviente, podría decirse un teatro, donde los actores se reemplazaban en forma continua por espectadores que decidían incorporarse cuando pasaban frente al escenario. La música suave y la copa de vino combatían la angustia e invitaban a la calma. Las cabreadas y las paredes de madera absorbían las preocupaciones y segregaban armonía. La puerta se abrió bruscamente quebrando el pacto de ensueño que gobernaba el ambiente; no solo a mí me llamó la atención, a más de uno se le dibujó una sonrisa, pero luego del episodio cada uno siguió en su ficción, en su actuación fugaz. Parecía que era habitué del bodegón, no dudó un instante en caminar hacia mi lugar, el vestido negro adherido a su cuerpo delineaba una figura perfecta, su cabello azabache contrastaba con su tez blanca, sus ojos nacarados me envolvieron en un hechizo indescriptible, con movimientos cautivantes se acercó a mi mesa y apoyando sus manos, me preguntó con voz suave si podía acompañarme. Asentí con la cabeza. Ninguna de las personas prestó atención a lo acontecido, es más, creo que hasta fueron indiferentes, fue como si ella no existiera. Con una sonrisa cómplice pronunció mi nombre, quedé tieso; a — 142 —


una mujer así seguro que la recordaría, pero no era el caso. Preguntó por mi familia con datos precisos, lo que me dio a entender que sabía bastante. Mientras hablábamos, mi mente en forma paralela escarbaba en la memoria historias truncadas que no llegaban a darme su nombre ni de dónde la podía conocer. Me sentía muy incómodo por la situación, pero a su vez muy tranquilo. El lunar en su mejilla cautivó mi mirada, punto misterioso que inspiraba sensualidad, cada palabra que brotaba de sus labios impactaba en mi alma, y me hizo recordar muchos momentos que marcaron mi camino. Fui descubriendo lentamente hacia dónde se dirigía el diálogo, busqué en vano un escape, pero ya estaba atrapado en su canto de sirena. Me limité a mirar tras mi hombro buscando temas pendientes, intenté ocultar mi temor. Reímos, lloramos, los sentimientos jugaban entre ellos, aflorando cada uno en su turno. Quedé completamente desnudo, frágil, permeable. Ella parecía haber escrito no solo mi vida, sino también mi otra vida; la soñada, la postergada. Estaba todo dicho. Me tendió su mano y mirándome a los ojos me dijo serenamente: “Ya es hora”. Cerré los ojos y me entregué a sus brazos.

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TRAICIÓN Graciela Bruschetti gracielabruschetti@hotmail.com

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etrás del caballo blanco que tiraba el carruaje con su féretro, caminaban uno tras otro vestidos de negro. La llovizna caía limpia sobre las galeras de los hombres y embarraba el vestido de las damas. El luto oscurecía el ocaso. Detrás de la ventana de la casona una figura solitaria miraba el cortejo de su propio entierro. Cerró la cortina y se miró en el espejo de la sala. El reflejo de aquel muchacho que fue, apareció ante su vista. Sonrió con tristeza. El viejo envase en el que había vivido sería sepultado. El salón se iluminó poco a poco cuando los habitantes de la casa en la que había habitado comenzaron a encender las velas. Sacaron su retrato de la pared y lo lanzaron a las llamas de la estufa. La caja escondida detrás de los libros de la biblioteca fue abierta con desesperación. El dinero que había ahorrado toda la vida se repartió descaradamente. Luego, aquellos en los que había confiado brindaron con cogñac. La puerta del jardín se abrió de par en par y el viento apagó las velas. Una joven mujer gritó aterrada cuando dijo ver por la ventana al muerto caminando hacia su sepultura del fondo del parque.

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LA MUERTE DEL INGRATO Jorge Necco jorge.necco @gmail.com

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l sol de la mañana se apoyaba sobre la inmensa copa del cedro centenario. Redondo, naranja, quieto, impávido. Peinaba su luz contra los pastos húmedos y fríos. Apenas unos perros flacos andaban buscando algún hueso viejo por los pastos altos. Un bayo pialado en el palenque. Una bataraza. Un juego de rastras de arado rotas. El tractor con las gomas desinfladas, y el motor a medio desarmar. Alario miró la tranquera abierta. Con los nudillos se quitó las gotas de agua que le caían de su rocosa nariz levantando la gorra vasca apenas desde la punta. Metió los tres dedos del medio y rascó con fuerza, con rabia, con bronca, con odio, su cabeza pelada y fría. Los ojos llenos de lágrimas gruesas, babosas, pesadas, duras de asco y del odio que puede tener un peón de campo de 75 años con cincuenta de puestero que entiende que la tranquera abierta no es para que entre un visitante. Su bronca, la bronca que se refleja en sus manos quebradas y secas, lastimadas de cardos y alambres, llenas de ordeñe, de degüelle, de fuego y vino malo. Acomodó la vasca, giró para la casa, entró a la cocina y pasó rozando la espalda de Emilia. En la habitación, se inclinó de una rodilla frente a la cama, dejó la gorra a un costado. Se persignó despacio como dejando en claro que quería hablar con Dios. Rezó y mal rezó un Padre Nuestro. Se levantó y mirando entre nublado con sus lágrimas viejas y llenas de desesperanza, quitó la vieja frazada y tomó con la zurda la escopeta yuta del 12 grande. La apoyó en la cama y buscó al costado la caja de cartón dura, sacó dos cartuchos, quebró y los calzó en los caños. Giró y pasó por la cocina rozando la espalda de Emilia, sus pies húmedos apenas cubiertos por unas alpargatas desflecadas, caminaron rápidos y seguros, más rápidos y seguros que nunca. En la manga, Marcos, el hijo del dueño, avisando del cierre del campo, daba las últimas instrucciones a los dos únicos peones que queda— 145 —


ban y al camionero que se llevaría las quince terneras. Mirando el peso en el barral de la báscula, giró para cantar el número. Justo enfrente estaba la cara de Alario, fría y empapada, —El único que me gritó en la vida fue mi padre y está muerto. ¡A mí nadie me grita! Dio un paso atrás, cerró la escopeta y apretó los dos gatillos a la vez. La cabeza de Marcos voló y se estampó en pedazos contra las tablas de la balanza, el cuerpo cayó vacío contra el piso. Alario pasó los nudillos para quitarse el agua de su nariz. Con lágrimas viejas metió los dedos debajo de la gorra, se la quitó, y giró para la casa. Cuando entró, Emilia lo miró y apenas llorando le dijo: —¿Qué hiciste viejo? —Lo que había que hacer, lo único que me quedaba por hacer. Quedate en la pieza, prepárame algo de ropa y tabaco, buscá a tu hermana y andate a vivir con ella. Acá voy a esperar a la policía.

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EL FLAN DE AMELIA Armando Fuselli arfuselli04@gmail.com

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l flan que estoy probando está bueno, pero nada que ver con el de Amelia —afirmaba Sergio, mientras lo saboreaba, para luego ratificar—: Ella tenía una habilidad distinta para lograr un gusto suave y delicioso al paladar que invariablemente adornaba con un copete acaramelado inigualable, tanto que lo adopté como postre preferido. Recuerdo que los sábados por la noche íbamos a una parrilla en Villa Crespo, esas que el aroma a churrasco te atrapaba y siempre terminaba pidiendo flan, pero no era como el de Amelia, nada que ver. Este que estoy comiendo está bien, pero tampoco se puede contrastar. Debo reconocer en Amelia una gran compañera. La vida nos negó hijos y fortaleció la pareja, porque salvo esos domingos que le dedicaba al fútbol, íbamos a todos lados juntos y los vecinos siempre nos preguntaban cómo hacíamos para estar tantos años en total armonía y yo les contestaba en joda que era por el flan, que no había en el mundo entero un postre tan rico. Pero Amelia no andaba por todo el mundo, vivía conmigo, entonces lo de ella me pertenecía, incluido el flan. Una vida sencilla, sin sobresaltos, disfrutada a pleno hasta donde alcanzara la guita. Al fin y al cabo, gran parte de culpa fue de la televisión. Resulta que se les ocurrió programar un partido adelantado los viernes con la participación de equipos chicos, entre los que estaba Atlanta. Entonces me cambiaron la vida, porque tenía que cerrar la peletería más temprano justo el día que se vendía bien por los casamientos. Pero era imposible eludir la cita y no desperdiciar el abono a platea que costaba unos buenos mangos. Esa noche el rival era Chacarita, un clásico con bronca e historia acumulada, al que no debía faltar. Por esos años la conocí a Amelia. Cuando tomé confianza y logré entrar a la casa y sentarme a la mesa de los domingos, el flan era obra de doña Berta, mi suegra; luego fue Amelia como una creación divina. Después la acostumbrada parrillada con la barra en el restaurante del club que se remataba con una partidita de póker, como terminábamos — 147 —


muy tarde, me llevaba el chumbo que tenía en la peletería. Todo era legal, con papeles y permiso para portar, porque el regreso podía ser peligroso por más que siempre me acompañara alguien. No sé cuántas veces habíamos elevado ya una nota al presidente del club para que renovara el sistema eléctrico del estadio y el tipo ni bola, no quería gastar un mango. Esa noche, el partido se había suspendido por la deficiente iluminación y la decisión fue drástica porque el que mandaba era el canal. De puro fastidio, la barra suprimió la cena y el póker. Le había dicho a Amelia que me dejara el flan en la heladera para comerlo cuando volviera y si era con crema mejor. Regresé mucho antes de lo previsto, igual Amelia se acostaba temprano, no era de quedarse a ver películas. Tratando de hacer el menor ruido posible fui hacia la cocina en busca del preciado flan. Lo presentía esponjoso, suave, coronado por un caramelo almibarado que la crema sublimaba, pero nunca pensé que lo iba a encontrar comido hasta la mitad. Lo coloqué sobre la mesa y fui a darle un beso para que se enterara que había llegado y pedirle explicaciones sobre el estado del flan. Al ingresar al dormitorio comprobé con estupor que no estaba sola. A su lado reposaba mi primo Germán durmiendo el sueño del placer. Encendí la luz y ella, desencajada, pasó del sobresalto al pánico. Mi primo al verme quedó tieso con una mueca de terror estampada en su rostro pecoso. Amelia sabía lo del revólver, porque era costumbre que los viernes lo trajera a casa. Para ella con un tiro bastó. En mi primo gasté dos balas. Una por hijo de puta y otra por pelotudo. A mí el flan nadie me lo toca, ya bastante tenía con Amelia. Luego llamé a la comisaría, y me senté a comer lo que restaba del postre porque suponía sería el último en disfrutar. Me equivoqué. Resulta que en Devoto los sábados a la noche sirven flan y éste está realmente muy rico, aunque ni punto comparación con los de Amelia, absolutamente ninguno. Ella tenía un secreto para elaborarlo que jamás me confesó. Tampoco lo de mi primo.

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GERONTEOSIS Joaquín M. González joaquin23gonzalez@gmail.com

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omo tras cualquier velorio y posterior entierro, dada la costumbre de nuestro país, los familiares más cercanos procedimos a dirigirnos a la casa de la reciente difunta. En aquel momento nos pusimos a revivir recuerdos y fotos viejas embebidos en etanoles diversos. En particular siempre recordé a aquella lejana tía como una anciana, recuerdo que de niño de hecho sospechaba que siempre lo había sido, que incluso había nacido así. Revolviendo cajones y armarios encontramos, entre un centenar de biblias, una particularmente delicada. Parecía antiquísima y estaba escrita a mano, la caligrafía y las ilustraciones eran de una exquisitez inimaginables. Sin embargo, lo que me dejó absorto fue lo que descubrimos dentro de ella. Escrito en un papel conservado en una pésima calidad y con una letra algo descuidada que sin lugar a dudas era la de nuestra difunta pariente, encontramos las siguientes instrucciones: “Consuma en ayunas media botella de bebida de hierbas serranas mientras mastica tres caramelos. Vale aclarar que los mismos no deben ser escogidos al azar, sino que necesariamente deben ser dos caramelos de propóleo y un caramelo de anís. La locación debe ser la cola de alguna institución representativa de este sector etario. El ritual debe ser efectuado con una elevada concentración de ancianos por metro cuadrado y ejecutado antes de la salida del sol.” Si bien en un primer momento esto fue motivo de bromas familiares, mi natural curiosidad sumada a la intrepidez e incredulidad de tonto muchacho, me motivó a seguir los pasos al pie de la letra. Una vez ejecutado el ritual, ya se había dado comienzo a la transformación. Sentí la energía senil que me rodeaba e invadía mi cuerpo. La sabiduría inundó mi cabeza, pero por algún extraño motivo esto no tenía importancia. Como es sabido la misma siempre acude, cuando ya no es necesaria. De tanta información no hubo lugar para otras — 149 —


cosas, así comencé a olvidar algunas cosas de vital interés y otras sin importancia, pero para mi ventaja la cuestión me importaba poco o más bien nada. Particularmente nunca más pude recordar dónde diantres dejo aquella cosa, si debajo del coso, o adentro de aquella otra cosa. Un día al levantarme y mirarme al espejo vine a enterarme, que de realizarse en especímenes masculinos un efecto colateral posible, y de hecho casi garantizado, es la calvicie. Mi piel comenzó a arrugarse, y comenzaron a salirme manchas por todas partes. Las nieves cubrieron mi sien y si bien ponía gran empeño, se me hacía difícil recordar cómo era que se reproducían los seres humanos. Comencé a padecer reuma y lumbago, dolores en el ciático, los pies, o partes del cuerpo antes desconocidas. Como si fuese poco, además, todo comenzó a resultarme en exceso fastidioso. Sin motivo alguno empecé experimentar una insaciable sed de amarillismo, un implacable sentir morboso. No sabía qué tenía de mágico, pero me sorprendía particularmente excitado y completo al espiar a la gente por la cerradura o a través de las persianas. Me regocijaba con cosas que no debía, por ejemplo ver accidentes en la calle, disfrutaba la sección policial en el diario u otras miserias humanas, no sé por qué pero esto me llenaba de regocijo. Un día ver cruzar un semáforo en rojo a un inoportuno mentecato hizo que comenzara a insultar y a quejarme por todo. Progresivamente e inevitablemente en breve lo estaba realizando de modo compulsivo ante cualquier infortunio. Por algún motivo, el conductor televisivo me parecía un pelotudo, la juventud perdida, y el clima en exceso frío, o caliente, o húmedo, o seco, en síntesis, siempre una cagada. Sin embargo, cuando accidentalmente solté una flatulencia en un ascensor (la falta de control sobre los esfínteres es otro lamentable efecto de esta trasformación), me supe acreedor de un gran poder. La ancianidad me equipaba con una de las mayores herramientas del ser humano, la capacidad de hacerse el sota. Sépase que este gran beneficio no debe ser utilizado al divino botón. Muy por el contrario, sólo debe ser reservado para utilizarse en grandes encrucijadas. Cuando el ridículo sea inevitable, saque a relucir esta vieja herramienta. Tras este accidente inicial procedí a hacerme el gil, la impunidad era ahora mi mejor aliada. Giré a un lado y con una mirada incriminadora — 150 —


busqué algún niño u otro incauto. Nadie moralmente decente pudo sospechar que había sido el culpable, claro está no porque no me creyesen capaz, sino porque se sintieron culpables de creerme el perpetrador del crimen. Así sin más, procedí a ser un beneficiario más de la tercera edad.

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LA FAMILIA PRIMERO Leonel Migliacci leonelmigliacci@gmail.com

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er, ¿otra vez tirado ahí, como una piltrafa? —Qué querés, abuelo, si me siguen dando vueltas del laburo. Que me echan, que no, me están volviendo loco —respondió como abatido por alguna ceguera incurable. —¿Por qué te quedás ahí como una momia? Hay que remarla. —No hay nada por hacer. Solo esperar, no depende de nosotros. —Estás tan equivocado que no me dejas alternativa que contarte esta historia. El abuelo llenó de yerba el mate con la meticulosidad de los cirujanos a punto de iniciar un procedimiento. La armoniosa lentitud de esos movimientos funcionaba como la del encantador de serpientes. Cada paso captaba más y más la atención del reptil, en un erguirse paulatino desde el sillón, cautivado por la promesa de la música. Recién en el momento en que la yerba estaba tan sedienta del agua caliente como el joven de sus palabras, el anciano inició el relato. —Tenía tu edad, apenas incorporado a la fuerza. El campo andaba mal y todo el pueblo se resentía. El recorte de personal llegó a la policía y los recién ingresados fuimos cesanteados al instante. Pasamos a engrosar el mar de caras largas que inundaba las calles. El pueblerino es orgulloso y mediocre como actor. La ampulosidad en los gestos, que el forastero confunde con calidez propia de la gente del interior, no son más que vanos intentos por disimular la desazón. Así andábamos como mimos gritones sin mucho que decir pero mucho por aparentar. Hasta que algunos eventos desafortunados interrumpieron la pésima función que tenía a casi todo el pueblo como protagonista —y el viejo utilizó la pausa obligada de todo contador de historias para crear suspenso y acomodar la yerba. —Una mañana el murmullo amaneció más temprano que de costumbre. Tu abuela no alcanzó a preparar ni un verde cuando las vecinas ya la habían hipnotizado con su rueda de chismes. Era normal el cotorreo en la cocina pero lo raro era lo tempranero y multitudinario. Las noticias frescas e inexplicables sacudían la modorra del pueblo. — 152 —


Las vecinas son conscientes de su rol ineludible de repetidoras. Actos vandálicos, dijeron, fueron perpetrados por desconocidos durante la noche. Es notorio como se respeta el léxico asignado para cada situación. Era noticias con potencial televisivo. Palabras como actos vandálicos, perpetrados, desconocidos, causas poco claras y otras se oyeron hasta el hartazgo. Esto que voy a contarte forma parte de la historia vergonzosa del lugar. Aprendimos a ocultarla evitando contarla y analizarla, en el intento por que pierda entidad y gane en olvido si no la nombrábamos siquiera. De hecho, toda memoria que no se evoca es igual a la rama del bosque que cae en el momento que no hay nadie para oírla, no hace ruido. La población asimiló la vergüenza del golpe. Tal es así que un profesor de historia en la escuela del centro lo contó a los alumnos y el revuelo fue tan grande que el tipo se fastidió y renunció. El rostro del abuelo se iluminaba al igual que el de los buenos actores sobre las tablas, aunque fuese ante solo un espectador. La dualidad de estos momentos se adivinaba en su cara triste con sonrisa profunda. Esa eterna fascinación por el lado poético de la vida pisoteada largamente por la bota policial. La familia primero justificaba los sacrificios. Decidió que la melancolía no podía arruinar eso en lo que se consideraba bueno, contar historias. —De los hechos solo recuerdo tres. Dos de ellos se develaron temprano y el tercero cayó como el flan con dulce de leche luego del asado con picada y vino. La estatua de San Martín y la Iglesia dispararon las ansias de cronistas, analistas y comentaristas de todos. No había lugar donde escapar a expertos desarrollando los hechos y teorías. Lo gracioso era que todo el mundo conocía la verdad como una revelación. No había suposiciones, solo certezas absolutas defendidas a capa y espada. La estatua de San Martín amaneció luciendo musculosa blanca y pollera entablada, con los labios pintados y lentes negros dibujados con aerosol. El juramento repetido de inocencia por parte del parquero disparó las primeras especulaciones de la masa congregada al instante. El resabio instintivo de acción ante las catástrofes puede explicar esa actitud de bombero que se desata en la gente. Lástima que siempre aparecen más rápido los ojos y lenguas que las manos. Se elucubraban las primeras hipótesis cuando algunas viejas aparecieron con la novedad de que la — 153 —


Iglesia también había sido profanada. El mar de curiosos se desplazó las dos cuadras que nos separaban de allí a una velocidad formidable. El horror paralizó a las ancianas devotas antes que el sol y el cura despertaran. El Cristo grande lucía los mismos lentes que San Martín pero con bufanda rosa y una guitarra eléctrica dibujada con aerosol atravesándole el tórax. Debo admitirte que varios tuvimos que disimular la sonrisa. El Cristo rockero era muy gracioso. Y la bufandita era colosal. Por respeto a los cirios nos contuvimos. Pasada la gracia, la indignación general empezó a crecer. La radio comenzó a rociar con nafta el incendio. Analistas aún en bata abrieron fuego a discreción. Jóvenes, seguro, con el cerebro lavado por la violencia e inmoralidad del rock. Homosexuales, claramente, por los labios pintados y lo rosa de los accesorios de moda del supremo. El poder homogeneizador del pensamiento de la radio se hizo patente. Todos relojeaban detectivescamente a los jóvenes, escasos en los pueblos, para detectar indicios de homosexualidad escondida. Los comentaristas diversos y creativos que atestaban las veredas se sincronizaron bajo la certeza de los vándalos jóvenes y homosexuales. La congregación de todos los habitantes en la plaza retrasó el descubrimiento del tercer agravio al espíritu del pueblo, quizás el más doloroso y humillante. El viejo Carlos demoró la apertura del club de fútbol Defensores Unidos por su presencia en el lugar de los hechos. Cuando muchos decidieron llevar las protestas al frente de la municipalidad, el viejo recordó que solo él poseía la llave y que debían estar los chicos para el entrenamiento aguardándolo. Al abrir las puertas, su pobre corazón se hizo notar con un dolor agudo. La vitrina que recibía orgullosamente al público, aquella que exhibía el logro máximo local, la copa del campeonato de fútbol, se hallaba pintada a lo largo de verde, rojo y algo sucio que impresionaba querer ser amarillo. Ningún equipo contrario vestía esos colores. Faltaba lo peor. Alguien percibió aromas amoniacales provenientes del mueble. Habían orinado el trofeo. La ira se apoderó del pueblo. Exigían la cabeza del intendente. La indignación hizo olvidar almuerzos, trabajos, colegios y otras obligaciones. Rápidamente, la radio agregó un nuevo adjetivo a los vándalos. Jóvenes, rockeros, homosexuales y bolivianos. La furia incrementa el desconcierto. No había bolivianos viviendo en el pueblo. Forasteros, seguro. Pero, ¿cómo llegaron?, ¿cuál era el — 154 —


mensaje tras esos delitos?, las preguntas abundaban. El intendente habló desde el balcón del primer piso pidiendo calma, asegurando que la policía trabajaba en el asunto y que pronto aparecerían los culpables. No era necesario tomar medidas apresuradas. La turba se fue serenando y optó por disolverse. Como chico resentido por el reto del padre, se alejó cabizbaja y murmurando por lo bajo. Durante el día entero resonaron esas cuatro palabras hasta la saturación. Algunos nos fuimos a dormir para escapar de esa repetición infinita. Otros se desvelaron, convencidos de que era imprescindible sostener en la noche una vigilia dialogadora para aclarar las cosas. Muchos no entienden que el razonamiento en forma de calesita agota y frustra. Me dormí con la certeza de despertar con la mañana abarrotada de esos cuatro términos. Habrás notado que la ansiedad transforma la voz de tu abuela en gritos. Así me despertó para contarme que se preparaban anuncios para esa mañana. Otra vez el pueblo congregado en la municipalidad. El histriónico del intendente se hizo esperar. Siempre tuvo ese perfil de estrella. El escenario estaba listo desde temprano, con esos micrófonos grandes que usaban los cantantes de jazz. Al subir al escenario el tipo levantó las manos, como agradeciendo la presencia del público. Ciertos ignorantes se comieron el show y esbozaron tímidos aplausos que acallaron velozmente. Comentó que no estaba dispuesto a tolerar vandalismos, de que no podíamos dejarnos vencer por aquellos que mancillen la historia del pueblo, que los violentos no podían ganar. Aclaró que se comprometía a encontrar los culpables y a evitar que se repita. Por el honor del pueblo y no sé cuántas sandeces más. El populacho agradecía con aplausos fervorosos el pan y el circo que su emperador le obsequiaba. Algunos aplaudimos sin ganas el giro de ciento ochenta grados en el discurso del mandatario. Chimentos posteriores hablaban de la decapitación de los enanos de jardín en la casa del intendente y del comisario. Hipótesis tardías de ajustes de cuentas dominaron algunos cafés pero nunca llegaron a torcer el diagnóstico primordial, jóvenes, rockeros, homosexuales y bolivianos. Se organizó un gran operativo de control de los ingresos y egresos del pueblo. Se requisaba a todo pasajero en la terminal de ómnibus, todo auto entrando o saliendo por la ruta. Para eso requerían más gente y — 155 —


me devolvieron el empleo. Después de algunos años acumulados ya no pudieron echarme. —Muy linda la historia, abuelo, pero eso ¿qué tiene que ver con lo mío? —Uno tiene que hacer lo que haga falta para conservar el empleo —dijo el abuelo al tiempo que cebaba el último mate lavado con el agua restante de la pava.

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PADRES RESPONSABLES Pablo Codias pabcod@gmail.com

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veces nuestra casa es un jardín de infantes y nuestros hijos pequeños gobiernan nuestras decisiones. Van creciendo a un ritmo alegre con sus descubrimientos y nuestras perplejidades. La cotidianeidad de padre resulta exquisita, agotadora, interminable. El mal dormir, las rutinas, los horarios y el trabajo son los caballos que tiran del carro de la fantasía de rajarse. Irse un rato, eyectarse por unas horas para leer al sol, para reencontrarse, para conectar con los encantos del otro adulto de la historia en otra escenografía, en otra realidad y en otra cama. Un fin de semana en Mar del Plata parecía prometedor. Ella armó los bolsos y yo cargué las bicis con rueditas. Ella trajo los cepillos de dientes y el peine para los piojos, yo la pelota y los juegos de playa. Ella el Ibupirac, yo el Benadryl, ella el protector solar, yo las curitas, ella el Febratic, y yo el Caladryl, pero ninguno de los dos se acordó de traer los forros.

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SOLO TU VOZ Armando Fuselli arfuselli04@gmail.com

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el Beto se decía que era un buen cantor de tangos. Puntilloso del compás, el fraseo y la fidelidad de la letra. Había mamado el tango desde chico, cuando su padre comenzó a joder con el mito de Gardel y el fuelle de Pichuco. Las fiestas familiares y las kermeses del club lo fueron modelando hasta que lo llamó un tío para cantar en un cuarteto de Villa Urquiza. Al terminar el primer ensayo el pianista lo llevó aparte y con franqueza le confesó: —Pibe no te voy a engañar, tenés estilo, un buen decir, pero te falta vigor. Saliste de la adolescencia y no cambiaste el matiz de voz. Creo que lo tuyo es el bolero. A pesar del consejo, Beto insistió con el tango, pero no era convincente en los temas reos ni en las milongas canyengues. Lo del bolero se repetía como un estigma al final de cada prueba. Cierto día en un café, le llamó la atención un mozo que cantaba el pedido desde las mesas con una voz recia y armoniosa. Se hizo habitué del lugar hasta que estuvo plenamente convencido. Era la voz que buscaba. Una noche fue a tomar unas copas y se quedó hasta el cierre. Con el mozo ya había confianza. Esperó que bajara la persiana y se fueron caminando unas cuadras. Al llegar a una esquina detuvo la marcha. —Coco, tengo que hablarte de algo muy serio que puede ser de vida o muerte para mí. Pero no te asustes, no te va a pasar nada. —Y cambiando duramente su actitud le ordenó: —¡Quiero tu voz, la necesito, dámela! —gritó desaforado al tiempo que arrinconaba a su víctima contra un oscuro umbral. Sin vacilar lo tomó del cuello, le abrió la boca con brutalidad, introdujo la mano y le extirpó las cuerdas vocales, una por una, para hacerlas suyas. De la misma forma se arrancó las propias y las introdujo en la garganta del atribulado mozo, impedido de gritar, con los ojos des— 158 —


orbitados y a punto de perder la conciencia. El paso del tiempo fue encumbrando a Beto Navarro como “La Voz Recia del Tango”, tal cual lo anunciaba el cartel del dancing en donde era figura consagrada. Su fuerza en el decir lo llevaba a bajar el micrófono en algunos finales, para lucirse y provocar la ovación del público. Al café no volvió jamás, aunque siempre guardó un sentimiento de culpa hacia el pobre Coco, imaginando que ya no sería la atracción de la clientela, ni contaría con el agrado del patrón. Una noche, al terminar la faena, el director del quinteto típico que lo acompañaba lo invitó con una copa y le puntualizó algunas cosas inquietantes. —Beto, noto que llegás incómodo a los tonos altos. Además, te estás equivocando feo con la letra y el público se da cuenta. Anoche cuando arrancaste el estribillo de Por una cabeza, dijiste “saca la corteza”. Después al cantar Tu nombre era María, te salió “con una leche fría” y hoy la completaste cuando metiste un “sale un tostado mixto” en lugar de Sin tu amor no existo. Nene, ¿se puede saber qué carajo te pasa? El Beto, compungido y entregado, escuchaba al exigente maestro sumido con la impotencia de no poder explicar el terrible secreto que lo agobiaba. A los pocos días el propietario del lugar fue terminante. —El quinteto no va a seguir con vos. Me apuntaron algunas cosas delicadas que también escuché en estas noches. Buscá quién te acompañe o canta con una pista. Además no vas a cerrar el espectáculo, lo vas a abrir. El tango está en baja, comprendes. El final lo hará otro cantante. El tanguero viendo que no había escapatoria, ni tampoco justificaciones, levantó la solapa de su lustroso saco de fantasía y salió a la calle resignado. En la puerta del local un joven estaba pegando un afiche que anunciaba el debut estelar de Coco Sánchez, una bandeja plateada con su foto y la inscripción: La Ternura del Bolero. Se fue cantando bajito El Ultimo Café, tratando de acordarse si salía solo o con leche.

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UN AMERICANO QUE FUE LÁGRIMA Fernando José Ramos lunaramos999@gmail.com

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l vidrio esmerilado resalta “Café de los Diablitos”. La puerta, doble pechuga de cedro, empuñadura de bronce gastada por las manos de sus parroquianos, las únicas partículas de bronce que ostenta, aunque sus historias merezcan toda una estatua. La iluminación no parece venir de estas lámparas enmohecidas, sino del conjunto de sujetos y objetos que se mueven al compás marcado por un bandoneón imaginario, al cual todos pulsan sus teclas y abrazan su fuelle. En una de las paredes se confunden futbolistas, músicos, actores y un caballo campeón montado. Me cuesta elegir mesa, quizás porque es la primera vez que vengo o tal vez porque son todas marrones y no conozco las historias retenidas en las cicatrices de sus maderas... Comienzo mi estrategia de elección observando el degradé de la oscuridad, elijo una que está en el fondo. Me inquieta algo parecido a una cachiporra que sobresale del saco de mi probable vecino, me tranquiliza con el reflejo de los anteojos que salen de su estuche y por lo escaso de la propina que deja. Me siento a empezar una nueva historia, en oposición a todas las otras que tienen el privilegio de décadas, tal vez no llegue a ser nada más que un recuerdo olvidado. En la mesa contraria al de la supuesta cachiporra, se encuentran cuatro que orejean sus rectángulos tecnológicos. Hoy las señas viajan por ondas y el ancho de espada fue reemplazado por un video viral repartido desde un mazo de chips de origen incierto e ignorado. Me detengo en una mesa de dos en la que están sentados tres, porque a un reflejo de los dos se lo comió la cortina. Conversan apasionadamente, eso me lleva a pensar ¿Dónde quedó mi pasión? Quizás la melló la edad y la importancia de los finales ha desaparecido, pesando más el desarrollo presente que el final con resultado conocido. Pero en la mesa de dos que son tres impera la juventud, hasta parece que el reflejo es más joven que su original, y si estuviera su opuesto le habría sacado mocos de la nariz con los movimientos descontrolados de sus dedos. ¿Estará el — 160 —


segundo reflejo detrás de la cortina? Un resplandor blanco me saca de mis observaciones, le hago la típica seña de café. Me pasa a ilustrar con una variedad de contenidos y contenedores entre los que no logro discernir el típico pocillo de café. Una lágrima, no me cayó por la mejilla, digo al mozo. No era lo que quería. Volviendo al pasatiempo de descubrir historias, veo a dos caballeros andantes con sus agendas abiertas en un combate de cifras y horarios. Uno trata de imponer una idea en la que pone su porvenir, el otro la desecha con la fuerza del capital. El resplandor me deja sobre la mesa un líquido exprimido de un sofisticado rectángulo plateado y reluciente que le hecha un chorro de vapor a su vecina de mostrador, no tan eficiente, de bronces opacos y dueña de las leyendas del lugar. La espuma que navega sobre el fluido no me da indicios del sabor. Fluye por mi boca sin corroer, casi agradable y deja una pátina artificial. Otra vez me digo que al café tengo que ponerle azúcar y no edulcorante. En una mesa del fondo, una pareja, entre ellos una rosa, intenta la conquista o la reconciliación, la mujer mira preocupada sus francesitas y él espera el pase en la pantalla. Parto sin dolor, contento de haber recolectado historias y no tanto por haber derramado mi lágrima. No dejo propina porque mi torpeza fue ignorada. Y en un intento por develar un misterio que me corroe, descorro la cortina y veo cuatro sujetos sorprendidos.

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GUITARRA DE LAUREL María Silvia Oliveros mia.coronel@hotmail.com

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orría el año 1806. Los habitantes del virreinato del Río de la Plata necesitaban una identidad nueva para constituirse en una nación con características propias, costumbres, músicas, bailes y un lenguaje que iba adoptando regionalismos tan particulares que cada vez más se iban alejando de las cortes españolas y sus dominios. Todos los esfuerzos por lograrlo resultaban infructuosos y los personajes más capacitados habían bajado los brazos. Seguiría siendo una colonia al servicio de la corona y sus caprichosos designios. Una bonita anécdota circula burlona entre la población y así cuenta: “Juan José, un criollo de Buenos Aires que no se atrevía aún a escribir, le pide a un vecino letrado que le solicite por carta al virrey lo autorice a plantar un árbol para adornar su patio y lograr sombra que cobije los juegos de sus hijos. Después de mucho esperar, la respuesta es caprichosa. El virrey se opone a que haya en sus tierras planta que no fuera ordenada por él. Juan José ya había plantado un laurel y comenzaba a crecer. Mientras insistía con el pedido de autorización, el tallo del laurel siguió elevándose hacia el sol en el patio familiar. Preocupado, el virrey escribió a España y de un año se pasaron más. El rey, indeciso le preguntó a la reina si Juan José podía plantar un árbol en el centro de su patio. Mientras lo debatían, el laurel siguió creciendo con los hijos y las bellas niñas de la hermosa ciudad. Con las ramas plenas de hojas, las sombras que refrescaban las tardes de verano y las aves que año tras año volvían a construir nidos en las altas ramas y enseñaban a sus pichones a volar. Un día llegó la orden de tirar abajo con el hacha, el árbol que no tenía permiso del rey para crecer. Juan José, con el árbol en las manos comenzó a cantar, sin el permiso de España, con su guitarra de madera de laurel.” — 162 —


EL TREN Emilia Pepa gabimauro@hotmail.com

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legó a Constitución. El gentío le impedía apurar el paso y temió perder el tren. Aunque su manera de correr casi sin mirar para no chocar a los transeúntes le abrió camino, sí le costó identificar el vagón al que le correspondía subir y aún más saltar a tiempo porque el tren iniciaba su marcha. Trepó los escalones pero el más alto estaba flojo y tuvo que sostenerse para no perder la mochila que, aunque liviana era para él sumamente importante. Allí estaban todos sus bienes: la foto de su mamá, los documentos, la poca plata que había podido conseguir para viajar y la carta de un vecino dirigida al dueño de una carnicería que necesitaba un ayudante. El tren era más largo que aquellos a los que él estaba acostumbrado, así que recorrió muchos vagones para ubicarse en busca del asiento que le correspondía y al que deseaba llegar porque se había agitado por la corrida y los nervios que lo acosaban desde hacía varios días. Se sentó y puso la mochila en el asiento de al lado. Era su primer viaje largo. Muy distinto a los que hacía a veces por alguna changa desde la villa donde vivía, cerca del Tigre, hasta la Capital. No podía quedarse quieto, así que caminó un rato, tomó agua en el bebedero frente al baño y se detuvo en el espacio entre un vagón y otro. Cuando volvió a su asiento la mochila no estaba. Buscó, miró, preguntó a algunos pasajeros cercanos que dijeron no haber visto nada. Palpó los bolsillos gastados del pantalón y lo tranquilizó un poco encontrar a su compañera, la vieja armónica que le habían regalado los abuelos cuando terminó la escuela primaria. Continuó el viaje angustiado, sin poder contener las lágrimas. No conocía a nadie en Mar del Plata. Había emprendido el viaje ilusionado por la posibilidad de trabajar. Ahora está solo, sentado en un umbral frente a la puerta de la nueva estación. Hace más de una semana que está allí. Es muy joven; su — 163 —


barba y el buzo verde desteñido delatan el tiempo que lleva sin higienizarse. Tiene sobre las rodillas una caja de cartón. La mirada y su actitud piden ayuda. Mucha gente pasa sin querer verlo, algunos lo miran y siguen su camino sin darle importancia. Otros se acercan y ponen dinero en la caja, entonces él abre los ojos grandes que se destacan en la tez oscura, sonríe y murmura: “Gracias, ¿puede usted darme trabajo?”

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DESPERTARES Alfredo Luis Osorio alfredoluisosorio@gmail.com

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l día iba a ser tranquilo. Al menos eso pensó al despertar, anticipándose a la alarma del reloj. La persistente lluvia, caída desde la madrugada, no lo haría claudicar en su optimismo. Ni siquiera el golpe contra el somier. Soportó en silencio el dolor para no despertar a la familia. Se dirigió al baño. En el mismo instante en que apretaba el botón de la mochila, recordó que el inodoro había sido tapado por uno de sus hijos adolescentes. ¡Qué pesadilla! Abrió el grifo de la ducha. Mientras el agua se deslizaba presurosa por la bañera, sonreía por los pequeños obstáculos. Con el cuerpo cubierto de espuma trastabilló. El abrazo a la cortina, no impidió que terminara arrinconado entre el inodoro y la bañera. Pudo recomponerse. Quiso la fortuna que fuera una caída sin mayores consecuencias, pero suficiente para hacerlo desconfiar de su vaticinio. El sangrado de su mentón al afeitarse profundizó sus dudas. Con un pedazo de papel higiénico, a modo de compresa, se dirigió a la cocina. La prudencia con que encendió la hornalla puso al descubierto el temor que comenzaba apoderarse de su prematuro optimismo. Puso la pava sobre el fuego. Comprobó la escasez de alimentos, sólo unas finas rodajas de pan y un poco de manteca conformarían su desayuno. Encendió el televisor. No había llegado a sintonizar el canal de noticias, que un fuerte olor a quemado lo puso en alerta. Vio en llamas el repasador olvidado junto a la hornalla. Rápido de reflejos, logró tirarlo en la pileta al tiempo que dejaba correr el agua. No pudo evitar la humareda. ¡Qué más podía pasarle!, pensó. Se cercioró que no hubiera fuego encendido, cerró la puerta y se dirigió al baño. La esposa se había levantado para servirse un vaso con agua. Fue sólo un instante, fracción de segundos. El golpe en el rostro, al chocar con su esposa, lo dejó conmocionado. Mientras se recuperaba escuchó: “Qué hacés levantado tan temprano?” Golpeado también en su entusiasmo, se abrazó a la almohada. La torpeza y el olvido del día no laborable dejan secuelas. — 165 —


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ÍNDICE PERMUTA …............................................................................... Pág. 7 Leonel Migliacci NIEBLAS DEL RIACHUELO ………..…….............................. Pág. 9 Mario Marchelli RAMONA LA INFALIBLE ..................................................... Pág. 16 Armando Fuselli HÉROE DE BARRO .................................................................. Pág. 18 Jorge Nieva IGNACIO ................................................................................... Pág. 21 Teresita C. Conti EL CUERVO Y EL ESPANTAPÁJAROS ................................ Pág. 22 Gustavo Olaiz UNA TELA DIFERENTE ....................................................... Pág. 23 Teresita C. Conti EL GORRIÓN Y EL CHIMANGO ......................................... Pág. 26 Lilian Orlandi QUÉ JUGADA ......................................................................... Pág. 27 Jorge Necco INVISIBLE ............................................................................. Pág. 30 Silvina Martínez CONFESIÓN .......................................................................... Pág. 31 María Silvia Oliveros LA VELA Y EL GATO ........................................................... Pág. 32 Marta Alvarez CIGÜEÑAS Y GOLONDRINAS ........................................... Pág. 34 María Silvia Oliveros PRIMER BESO ........................................................................ Pág. 35 Emilia Beatriz Pepa COMPAÑÍA ............................................................................ Pág. 36 Martha Conti TARDES DE LLUVIA ............................................................. Pág. 37 Patricia González NATALE ................................................................................. Pág. 38 Mario Marchelli — 167 —


MITOLOGÍA MODERNA ..................................................... Leonel Migliacci EL LOBUNO .......................................................................... Jorge Nieva LEALTAD ............................................................................... Diego Giannetti MAGIA ..................................................................................... Pablo Codias CHOCOLATE PARA TAZA .................................................. Susana Bracamonte BREVE ESCALA EN LA ETERNIDAD ................................. Gustavo Olaiz EL AMULETO ....................................................................... Diego Giannetti EL MOMENTO ESPERADO ................................................ María Silvia Oliveros REVANCHA ........................................................................... Mario Marchelli LA MANCHA ......................................................................... Diego Giannetti LO CUENTO EN GRIS .......................................................... Silvina Martinez MAR DE FONDO .................................................................. Martha Conti ELVIRA .................................................................................. Mario Marchelli DOS CUERPOS ..................................................................... Leandro Di Fino ESOS OJOS ............................................................................ Patricia González NIETZSCHE ........................................................................... Leonel Migliacci UNA IMAGEN DEL ESTÍO .................................................... María Silvia Oliveros OJOS AZULES ....................................................................... Silvina Martínez — 168 —

Pág. 39 Pág. 42 Pág. 47 Pág. 48 Pág. 52 Pág. 57 Pág. 59 Pág. 60 Pág. 62 Pág. 63 Pág. 65 Pág. 66 Pág. 68 Pág. 71 Pág. 74 Pág. 76 Pág. 79 Pág. 80


ANIVERSARIO ........................................................................ Pág. 81 Emilia Beatriz Pepa LA ÚLTIMA CARTA ................................................................ Pág. 83 Marta Alvarez MI NOMBRE ES JULIÁN ....................................................... Pág. 90 Jorge Necco VENGANZAS MÍNIMAS ........................................................ Pág. 92 Mario Marchelli TRES MICRORRELATOS ....................................................... Pág. 93 Sara Kleiman ESCORADO ............................................................................ Pág. 94 Martha Conti LA INDIFERENCIA DEL AVE .............................................. Pág. 95 Diego Giannetti YO SOY EL QUE ESTARÉ ................................................... Pág. 107 Marcela Predieri CITA A CIEGAS ..................................................................... Pág. 110 Mario Marchelli LA BELLA DURMIENTE Y EL MOTOQUERO DISTRAÍDO .. Pág. 112 María Silvia Oliveros RUTINA EN LA PULPERÍA ................................................... Pág. 114 Gustavo Olaiz LA MAFIA CHINA ATACA NUEVA YORK ......................... Pág. 115 José Luis Figueroa TODO AL 33 ........................................................................... Pág. 116 Armando Fuselli ELEMENTAL, RAMIRO ........................................................ Pág. 118 Mario Marchelli UN SUEÑO ............................................................................ Pág. 122 Sara Kleiman ARTES .................................................................................... Pág. 123 Claudia Alvarez FERNANDO .......................................................................... Pág. 124 Teresita C. Conti SABIDURIA ........................................................................... Pág. 126 Pablo Codias — 169 —


ROSAS ROJAS ...................................................................... Emilia Beatriz Pepa SIMPLEMENTE UN LARGO VIAJE .................................... Leonel Migliacci CASAMIENTO .................................................................... Claudia Alvarez EN MI PUEBLO ................................................................... Rosana Mabel Back SILENCIOSA COMPLICIDAD ........................................... Lilian Orlandi OCASO ................................................................................. Diego Giannetti TRAICIÓN ............................................................................. Graciela Bruschetti LA MUERTE DEL INGRATO ............................................... Jorge Necco EL FLAN DE AMELIA ......................................................... Armando Fuselli GERONTEOSIS .................................................................... Joaquín M. González LA FAMILIA PRIMERO ...................................................... Leonel Migliacci PADRES RESPONSABLES .................................................. Pablo Codias SOLO TU VOZ ..................................................................... Armando Fuselli UN AMERICANO QUE FUE LÁGRIMA ............................ Fernando José Ramos GUITARRA DE LAUREL ..................................................... María Silvia Oliveros EL TREN ............................................................................... Emilia Beatriz Pepa DESPERTARES .................................................................... Alfredo Luis Osorio

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Pág. 129 Pág. 133 Pág. 137 Pág. 138 Pág. 140 Pág. 142 Pág. 144 Pág. 145 Pág. 147 Pág. 149 Pág. 152 Pág. 157 Pág. 158 Pág. 160 Pág. 162 Pág. 163 Pág. 165



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