Mar del Plata en boca de todos

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Mar del Plata en boca de todos



Mar del Plata en boca de todos

EDITORIAL MARTIN Colecciรณn Delapalabra


Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio o método, sin autorización previa de los autores.

IMPRESO EN ARGENTINA – 2011 EDITORIAL MARTIN

ISBN: 978-987-543-494-4 Se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Multicopy sitos en calle Catamarca 3002 de la ciudad de Mar del Plata, en noviembre de 2011.



MAR DEL PLATA EN LEYENDAS

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MARIÑA Silvia B. Politano

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n las noches claras pueden verse sus figuras etéreas. Rondan las paredes del Torreón. Para siempre. El monje que fue soldado y la india que no pudo defender. Indios. Palabra equivocada que los denominará por siglos. Ya no poseen la tierra ni sus dioses. Deben adorar al crucificado y someterse a sus representantes. Los niños nacidos en la Reducción ignoran el ayer; aún no les hablan de las pérdidas, ya habrá tiempo. María, la niña de piel oscura y extraños ojos cumplió diez años de vida despreocupada. Se divierte, feliz, a pesar de las envidiosas agresiones de sus compañeras. No se disgusta, comparte juegos, sonriendo ante las ofensas. Se sabe hermosa. Púber precoz, ya se insinúan en su cuerpo delgado las líneas que la convertirán en la mujer más deseada de la Reducción. Con los cambios físicos nace un sexto sentido. Aparecen imágenes fugaces, incomprensibles. Logra atrapar una que siempre se repite: una mujer de ojos claros, cabellos negros, y algo indefinido que le resulta familiar. A veces la visión es tan nítida que logra reconocer un paisaje: el caserío en que sus padres se convirtieron al cristianismo, la Fortaleza donde ansía con los años poder enseñar a los de su raza. En otras ocasiones es tenue, la silueta casi transparente, y a la mujer acompañan un indio y un monje. Sus contornos parecen atravesar las piedras de una torre. Le sorprende la ternura que le producen algunas percepciones, semejante a la alegría de ver a su padre al regresar de una expedición de caza. Ocurre cuando cruza sus ojos la visión de un soldado del Destacamento. No logra comprender el sentimiento que la invade. A veces el mismo soldado tiene la cabeza rapada, como las 8


de los Padres del Monasterio y lo adivina tristísimo. Otros días se manifiestan figuras confusas, que no puede interpretar; la mujer cabalga con alguien importante, siente que va forzada. Cada vez que se presenta esta escena, su corazón late con fuerza y no puede resistir la angustia en la mirada de aquella que huye: la siente propia. La niña ha crecido, es una mujer hermosa y ya nadie recuerda que su nombre cristiano es María. Todos la llaman Mariña y muchos se refieren a ella como La Flor del Lago. Cumplió su deseo: trasladarse con regularidad al caserío de la Fortaleza, donde durante meses enseña música a los residentes. Conoce a alguien ajeno a su raza que le habla de la vida y de los astros: Alvar. Alvar Rodríguez, soldado custodio de la Reducción donde los nativos trabajan dirigidos por los Padres del Monasterio. Disfruta de los sermones de los Padres, pero ahora, más que la devoción, lo mueve la presencia de la nativa de piel cobre. Cobre, plata, oro, los matices de las flores que recoge para ella la deslumbran. Al principio fue un acercamiento tímido. Juntos disfrutaron la torpeza inexperta de las primeras caricias. Con el tiempo la confianza y el amor ahuyentaron temores y tabúes. De noche, a punto de dormirse, rememora instantes. El cuerpo ardiente de Alvar, la delicadeza con que la acaricia acrecentando su deseo, el estallido de sus almas abrazadas con ternura. Cae con lentitud en un sueño plácido que quiebran imágenes perturbadoras. Está en brazos de alguien que no es Alvar y la posee con brutalidad, con un deseo animal que la degrada. Es alguien de su raza, alguien poderoso, no alcanza a ver la cara. Se superpone la figura ecuestre que la intrigó de pequeña y ahora confirma su sospecha: la mujer es ella. La escena se repite cada día. A veces despierta, impulsada por el horror de la vivencia, pero la imagen se perpetúa en la vigilia, se desliza a las paredes y las cubre con colores y sonidos amenazantes mientras pasa al exterior, donde desaparece. 9


Su espíritu joven le permite sobreponerse a las pesadillas y el fresco olor de la brisa marina la impulsa a disfrutar la calidez del sol. Solo un detalle la inquieta, la visión de un Alvar distinto, encerrado en un convento, con hábito en lugar de uniforme y una enorme tristeza en sus ojos. Los ojos de Rucamará intimidan a los hombres y deslumbran a las mujeres de la tribu. Cacique bravo acostumbrado a obtener lo que desea sin que nadie se atreva a oponerse. Lo desconcierta la indiferencia de Mariña. No acepta que lo ignore. Jamás lo había despreciado una hembra. Nunca un hombre lo desafió como el soldado que se atreve a acercársele. Deseo y odio tensan sus músculos, su piel enrojece al ser atravesada por la furia, que en gotas saladas cruza sus poros y se desintegra en un temblor que dura instantes. Sin vacilar monta y encamina su caballo hacia el Torreón. Su único pensamiento está centrado en arrancar a la india de los brazos de una civilización que no pidieron. Pidieron libertad para amarse. La tienen. El precio fue alto pero ya no importa. Recordar los últimos momentos no lastima. El rapto. El fiero Rucamará. El olor salvaje del animal que la lleva en ancas. El sudor. Su corazón desbocado al ritmo de los cascos. Atrás, tan cerca pero inalcanzable, Alvar persiguiéndolos, desesperado. Los caballos galopando con furia. La arena desplazada salpicándola, mojando su cara, lastimando sus ojos. Sus ropas al viento. Los gritos inútiles del amante. La súplica impotente. Los alaridos guerreros del cacique. El ruido de las olas. El acantilado. El gran salto final. La nada. Ya no es Mariña, no es María, ni La Flor del Lago. Es la imagen que la acompañó toda su vida, ahora es ella quien se materializa, transparente y sutil entre las piedras del torreón. Con ella, el soldado que al perderla se refugió en un hábito. Lejana, semiesfumada, la silueta de un indio extiende los brazos en un gesto inútil. silviabpolitano@gmail.com 10


ESCONDIDO ENTRE ESAS HOJAS Roly Salvatierra “Me estuve quieto, fumándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo… entre ese humo y esa gente” Julio Cortázar

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e volvió a encontrar caminando por esa extraña ciudad que alguna vez visitó. Ignoraba las razones, pero una y otra vez volvía. Aunque ningún viaje era igual a los anteriores, algo le hacía sentir que era el mismo de siempre. En sus permanentes vueltas por el mundo entero, le era común repetir el mismo ritual. Desperezarse en el avión, asomarse a la ventanilla para apreciar la anatomía de aquellas nubes. A veces, se ponía a conversar de lo que fuera (cuanto más banal mejor) con el pasajero de al lado; mirar a los ojos e intercambiar alguna gracia (en francés, sí) con la azafata de turno; y entregarse a la música que traía consigo, o a la novela o ensayo en que ya se había comenzado a sumergir unos cuantos días antes. Aterrizar, aflojar el cinto de seguridad, levantarse, saludar y caminar hacia el portal. Bajarse, retirar su equipaje, jugar a encontrar en el aeropuerto a algún desconocido parecido a algún conocido de su país (y ante la mirada de asombro del fulano, saludarlo con el apodo que no era... todo para reír a solas). Tomar el taxi hasta el hotel que lo esperaba. Registrarse en la recepción, llegar a su habitación, darle la propina al cadete. Una ducha, la llamada telefónica para tranquilizar a todos. Y la caminata anónima por la ciudad. Un café, la lectura del periódico local (hay que ver qué pasa en el mundo…), el infaltable partido de fútbol televisivo. Un encuentro de ocasión, a veces con uno o dos amigos, a veces con una dama. Y el paseo por los lugares “imposibles de olvidar visitar”... en esa ciudad. Antes de la conferencia, de la clase magistral, del congreso, de la entrevista para la radio, y de la vuelta al avión. Más o menos –siempre– el mismo circuito. 11


Esta vez se sentía perdido en una ciudad sin embargo conocida. Iba y venía por todas las demás, pero algo –que no llegaba a comprender– lo atraía, lo llamaba, lo llevaba, hacia esa ciudad marítima, con un mirador entre dos esfinges grises, desde el cual es posible estar parado, frente a frente, hacia ese gran océano del sur. Decenas de rascacielos a sus espaldas, y mucha, muchísima gente que quiere ser feliz, en los meses de verano. Era pleno invierno. Y una vez más volvió a “su” lugar. El lugar que hacía ya muchos años se había ganado: las bibliotecas. El lugar donde había derrotado a la muerte. Fuera donde fuera, siempre lo estaban llamando, le escribían, o hablaban de él. Fue aprendiendo a internarse, de a poco, en la profundidad de los miles y miles de ojos que lo seguían buscando. Se llevaron al cine algunas de sus aventuras, y no sólo fueron actores los que alguna vez fueron “él”. Lo invocaron, lo impulsaron a seguir viviendo, a seguir viajando, a seguir caminando. Aún más allá de aquel orwelliano mes de febrero. Hasta que un día nos cruzamos. Iba caminando por esa playa, a la que siempre regresaba cuando me hacía falta. Vaya a saber desde cuándo se encontraba oculto entre esas hojas esperándome, sin yo saberlo (ni él tampoco). En aquella biblioteca de mi madrina primero… para luego hacerme, azarosamente, compañía (en mi destierro). Alguna vez me preguntaron si lo conocía, pero no tenía yo tamaño gusto… apenas me sonaba su nombre. Un jazz acuático que nunca supe de donde vino, prestaba su fondo a la complicidad acerca de los juegos de palabras y el análisis de los misterios que estos mismos escondían. Fumaba un cigarro (como en aquella foto) y reía solo. Me dijo que esta vez vino por la autopista, huyendo del perseguidor. Conversamos largas horas, quizá años enteros. En irrealidad, desde siempre…pero en realidad, desde ese día, no dejamos nunca más de dialogar. Y me sumé al círculo de quienes lo llamaban, y lo hacían seguir viajando por los aires…cada vez que volvíamos a leerlo. rolysalvo@hotmail.com 12


EL INFORME LIBERTARIO DEL TIGRE Maximiliano Costa Martínez

…otro día en la vida carcelaria de este tigre sin nombre siquiera.” Así cierra la leyenda grabada en ese suelo que entonces fue mío, junto a otras de quienes permanecieron enjaulados hasta que detuvieron sus escrituras sin explicación. Solo las dudas me hacen caminar en círculos, de un lado a otro por meses o años –como si contara– sin hallar otra respuesta que… Después de estar toda la noche escribiendo, rasgando el suelo con los cuchillos que se erectan en mis manos, me dispongo a descansar bajo el filo de la ventana. Aunque más adentro de esa cueva esté oscuro y húmedo, duermo donde las señales de la estrella que llaman “Sol”, tras un par de horas, me darán la pauta para hacer mi número. Sueño que soy libre. ¿Quién me puede decir que eso no es un despertar fugaz de la percepción cotidiana? La voz de un animal cercano dice, muy áspera –La misma idea, el mismo objetivo… –Sí, liberarme del rol que me han asignado, pero no puede ser: No puedo vivir dejando de ser yo para ser libre. –interrumpo. –Tenés que cambiar un poco hermano, sabés que es la respuesta –insiste la voz entrometida. –Si cambio, el que sería libre sería otro, pues dejaría de ser yo. –Puede ser, pero enjaulado ya sos un tercero, porque tu espíritu se fundamenta en la independencia y ésa es la elección que no vivís ahí. –¡Eso no puede ser, no tiene sentido! –espero la respuesta unos minutos–. Me alegro que te hayas ido pájaro de mal agüero, nadie te llamó –digo al final y me quedo pensativo hasta que el primer rayo de Sol me calienta las orejas. Me asomo por esa parecita que linda con un parque sin pasto y lleno de porquerías que tiran esos hombres lisos, sin mancha 13


alguna en sus vergonzantes pieles ocultas. Esperan que yo tenga suficiente humor para hamacarme o mordisquear unos huesos de toro nacido, para ser sacrificado. Pobre bicho, ese sí que fue criado para llegar a ser un juguete que descansa ahí. De este lado de la reja pienso sin moverme por fuera pero revolucionándome por dentro: ¿Puedo estar seguro de que hubo diferencia entre nosotros? Hay un cardumen de cachorros humanos tras la verja. Puedo oler las telas que esconden su cuerpo real, su pestilencia genuina es matizada con una fragancia ficticia, agradable pero tan extraña que no puede terminar de acomodárseme al hocico. Me asomo cuando sonrío para compartir mi mal aliento y luego tiro una carcajada para darle algo más de impulso a la onda fétida. Es lo único que me quita el aburrimiento, ver esas cabezas chatas cambiar horrorizadas. Ya de noche, al pensar en el toro siento que he estado sin vida todo ese tiempo, como esos que yacen aglomerados en un museo de modas pasadas; vestimos los huesos con pieles arbitrarias. Todo cierra en principio para abrirme los ojos y ser libre al fin. Pongo firmes los cuchillos en mis manos y me quito las rayas una a una, ahora sé que esos barrotes no son sino sombras, proyectadas por el contraste de mi espíritu y las etiquetas de mi imagen felina, que desaparecen mientras termino el trabajo. Ya en la mañana llegan los hombres con cachos de otro toro o del mismo, no sé. Ven el cuerpo en trozos: piel ojos orejas. Hasta mis cuchillos me he quitado. La figura de un hombre desnudo y confundido entre la sangre felina, les devuelve la mirada y esgrime la mandíbula como queriendo dar forma a algunas palabras de un vedado idioma. Abren las puertas de fierro tal como lo había descubierto hace semanas sin querer hacerme cargo y como ese pájaro de buen au14


gurio repico en mis divagaciones. No estoy seguro de cómo me escurrí; en mi recuerdo se confunden sus partes lisas y alargadas con las ahora mías. Corro por esos caminos repletos de automóviles, otro signo del encierro sistemático al cual han sido acostumbrados. Rondan limitados por sus roles, pienso mientras camino en dos piernas con la transformación como vestidura. Entonces entiendo que no es compatible mi actitud con la suya: viven al revés que yo. Esta ciudad que piso, a ellos los aplasta. maxcosta333@gmail.com

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SIMPATÍA POR EL DEMONIO Jorge Arribas

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a verdad que hacía tiempo que andaba con ganas de encontrarme a Miguel. Aunque él no me conociera, yo lo conocía muy bien. Yo conozco a todo el mundo ¿vio? y me pareció que podíamos hacer negocios entre los dos. Tengo que admitir que lo dudé bastante. Después de todo no era cosa de ir así nomás y hacer propuestas al aire: había que pensar bien todo porque no andaba muy bien el curro. Pero al fin me decidí y un buen día me fui derechito a su casa. “Qué rancho venido a menos tiene este tipo,” me dije al llegar a su casa. “Seguro que me dice que sí, no está en condiciones de hacerse rogar demasiado.” Como no había ningún timbre a la vista golpeé la puerta. Llamé dos veces pero nadie respondió. A la tercera se escuchó ruido de pies que se acercaban. Miguel abrió la puerta apenas y se asomó un poco. –¿Qué quiere? ¿Qué anda vendiendo? –Permítame presentarme – dije. – Encantado de conocerlo. ¿Le tengo que decir cómo me llamo? No creo que sea necesario. Me acerqué un poco más a la puerta para que me viera mejor a la luz de la lamparita que tenía en la entrada. Puso esa cara típica de la gente que reconoce a alguien que hace mucho no ve, y con la mano me hizo señas para que entrara. Tiré a la calle el pucho que ya estaba por terminar y entré. Tal como me había parecido de afuera, la casa era un sucucho. En un único ambiente habían dos sillas, una mesita tapada por un mantel con ausencia de limpieza, en el rincón sobre un taburete una radio que seguro relató la invasión Orwelliana, una cama con una colcha que debió ser nueva cuando yo nací, una heladera Siam roncando más que mi perro, y nada más. Me acercó una silla y él se sentó en la otra. 16


–Bueno, usted dirá – me dijo mirándome fijo. Tenía unos ojos fríos que metían bastante miedo. –Aja, yo le diré, así es. Mire, no lo quiero hacer perder el tiempo ni malgastar el mío. Yo soy más bien una persona de armas tomar, por así decirlo. Y por lo que tengo entendido, usted también. Y ya que soy directo también le voy a ser franco: parece que muy bien no le ha ido, mi amigo. Por lo tanto, le vengo a hacer una preposición de negocios. –¿Que me va a proponer? ¿Venderle el alma al diablo? –preguntó con cierta ironía–. No creo que valga mucho. –Amigo, déjeme decidir eso a mí. Y no crea que su alma no tiene valor, no no. –¿Usted sabe a cuanta gente maté yo en mi vida? Ya ni creo que tenga alma.– Miró alrededor suyo significativamente y agregó –: Bah, digamos que tener, tener, no tengo casi nada. –Primero: en cuanto a su pregunta, le puedo decir que sé con absoluta exactitud a cuanta gente mató usted. No solo eso, le puedo decir uno por uno, nombre, dónde y cuándo los mató. Segundo, mi querido Miguelito... ¿Le puedo decir Miguelito, no? Bueno, mi querido Miguel, segundo le decía, lo importante es por qué usted está así hoy por hoy, tan en pampa y la vía. –Porque con las pocas changas míseras que hago, y que me dan los vecinos medio de lastima, apenas si me alcanza para comer. –Sí, pero eso es lo notorio, Mike. ¿Mike tampoco? Bueno seguimos con Miguel nomás. Usted decidió hace un par de años dejar el negocio para dedicarse a una forma de vida “más digna”, dicho con sus propias palabras. Que mala decisión, si me permite que le diga. ¡Con lo bien que ganaba usted! –Al final ya ni dormía, era demasiada la culpa. ¿De qué me servía lo que ganaba? –¡Uy, la culpa, la culpa! Cómo jode la gente con eso. Si lo que usted hacía era un laburito, che. Pero bueno, dejemos el pasado en el pasado. Vamos a lo nuestro: mire, este es el contrato. Tómese 17


el tiempo que quiera para leerlo y después me hace un gancho ahí abajo y listo, ya estamos. Yo tramito todo y efectivo desde el lunes, usted pasa a tener poder, riquezas, y todo lo que viene en el combo. Me miró como si le hubiera cantado truco con la seguridad de un ancho pero sabiendo que yo solo tenía una sota. Se puso a mirar tan de cerca el contrato que primero pensé que sería un poco corto de vista, pero después me di cuenta que el problemita era que la lectura no estaba entre sus mejores habilidades. Mientras esperaba que Miguel terminara con el contrato, me puse a mirar un reloj de pared que no había visto al entrar. Marcaba las siete, y la mano del minutero era un pescadito. ¡Qué cosa desagradable, si me pregunta! En un momento me distraje pensando en cualquier pavada, mientras miraba un agujero de su camiseta por donde era enteramente posible que pasara un camello. –Me está ofreciendo cosas que no quiero, Don – dijo después de un rato de esforzada lectura. Se le veía la duda en la cara, y me pareció que era momento de arriesgarme o perder la mano. –¿Qué le parece si le conseguimos algún carguito político? –Yo no sé nada de política. –Pero si mucho no hay que saber. Yo la tengo bastante clara con la política, le puedo dar una mano. Se acordará usted de aquel asunto de Pilato, me imagino. Yo me aseguré que se lavara las manos, como debía ser. Esa fue una de mis primeras incursiones en el tema y me salió bastante bien por lo visto. –Lo que usted diga, pero la política no es lo mío. –¿Y el tema de la venta de armas que le parece? Yo le tomé un gustito bárbaro desde la Segunda Guerra. Ahí sí que tuve trabajo. Es más, afortunadamente se me presentó la oportunidad de estar al mando de algún que otro avioncito alemán durante los blitzkrieg. ¡Qué maravilla! –No no, a mi déjeme de armas. Ya usé demasiadas. –Bueno, bueno, ¿y si se dedica a regentear algún que otro bulín? 18


–Mmm, no sé, hay que darle una parte al comisario siempre, y a mí me gusta ganar lo mío y que no me lo toque nadie. –Pero viejo, no hay nada que le venga bien a usted. ¡Qué trabajo que me está dando! – La cosa venía mal así que me jugué la mano – ¿Y la fama? ¿Qué me dice de la fama? –¿A usted le parece que con esta cara me da para ser famoso? Eso déjeselo a los artistas y los cantantes. Yo con esta facha más bien parezco el patovica de algún famoso. Agarré el contrato, lo guardé en mi maletín, y me levanté despacito. Me alisé un poco la capa, porque se me había arrugado al sentarme. Miré unos segundos el techo, a ver si se me ocurría algo más, pero no me vino nada a la cabeza. Por primera vez en mi vida, me di cuenta de que había perdido mi poder de convicción. No poder hacer negocios con alguien como él fue la gota que colmó el vaso, como dicen. – Qué cosa, che,– le dije abatido– Antes como último recurso los tentaba con el tema del conocimiento infinito. Pero ahora ya ni eso sirve: todos me dicen que lo que no saben lo buscan en Google. Me abrió la puerta y me acompañó hasta la vereda. –No se me bajonee Don– me dijo, palmeándome la espalda. – Va a ver que ya va a repuntar el negocio. Usted siga, algo se le va a dar. –Gracias Miguel, es usted muy amable mi viejo.– Le di la mano y me quedé parado ahí, hasta que cerró la puerta. ¿Quién hubiera dicho, no? Con esa pinta de matón y al final resultó ser un buen tipo. Miré la hora, me aseguré de que el maletín estuviera bien cerrado y empecé a caminar despacito. Saqué de un bolsillo la lista de potenciales clientes para esa noche, taché el nombre de Miguel, consulté la dirección del próximo y apuré un poco el paso. Todavía tenía un par de casos desesperados aguardando y, en una de esas, había suerte. Después de todo, soy un tipo muy insistente. jor.rbs@gmail.com 19


LOBO SIN QUERERLO Sergio R. Aznar

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elia subió al monte promediando el atardecer inundada de ira. Ella, la más hermosa y fiel de las amantes había sido traicionada. Su alma clamaba un fuerte deseo de venganza –sentía en su piel la ausencia del amor y esa falta la transportaba al más infame y retorcido de los odios– Llevaba en su bolso tan solo un poco de pintura blanca y un pincel de cerdas gruesas, la foto de su amado Guillermo, algunos pelos de lobo atados con cinta color violeta y estiércol de cerdo aún tibio. Con el torso encorvado delineó un pentagrama y en sus puntas dibujó extraños símbolos guardados dentro de su insana mente –los mismos llegaban desde un libro gastado de hojas amarillentas que le prestara Luisa, la inescrupulosa curandera del barrio– Terminada la labor, echó los pelos lobunos y el estiércol maloliente a favor del áspero viento. Con tristes y apagados ojos observó la faena terminada al tiempo que una enorme luna llena derramaba luces de plata sobre su rubia y larga cabellera. Bastaron apenas quince palabras para elevar el conjuro, o mejor dicho, sepultarlo en el centro del averno, allí mismo dónde Belcebú solía regodearse con las acciones nacidas en la miseria humana. Sin mirar atrás, la bella y sombría muchacha descendió por el camino y terminó perdiéndose, como otras tantas sombras, en alguna otra de las muchas casas despintadas, antiguas y solitarias que escondía el poblado. Eran las dos de la mañana. Con tranco despreocupado, un lobo gris de ojos enrojecidos bajó por la ladera del monte, con destino prefijado, hacia el huerto de Guillermo. A lo lejos los perros aullaban un canto de pena. 20


El lobo, sin prisa alguna, levantó la pata y orinó con desdén la huerta de rabanitos. Luego, como el resto de las sombras, acabó extraviándose dentro de la oscura noche. Bastó con que el mediodía siguiente Guillermo almorzara ensalada de su propio jardín para que el conjuro comenzara su labor llevando el infausto elíxir dentro de sus sanas venas. A las doce en punto de la noche sintió el primer síntoma: un fuerte dolor en la columna le obligó a lanzarse de bruces y posteriormente a retorcerse en el piso. Creyendo enloquecer observó como sus manos tomaban forma de garras, al igual que sus pies; cómo su cuerpo se cubría rápidamente de largos pelos color marrón oscuro y como sus dientes, llevados al cenit del suplicio, crecían desmesuradamente. Quiso gritar, pero no pudo. Sólo alcanzó a escuchar un fuerte gemido, algo así como un grotesco ulular saliendo desde sus cuerdas vocales también deformadas. Desconociéndose a si mismo, abrió la puerta apoyando en ella su hocico y se lanzó a vagar por las calles. Su mente sólo recordaba a Celia y no sabía por qué. Sólo deseaba esa sangre dulce que provenía del erótico frenesí y morder la carne del delirio irrefrenable. Sin hacer ruido entró y mutiló a su primer y única víctima: aquella hermosa mujer de largo pelo rubio y labios color carmesí que noches atrás jugara con el vello de su pecho como niña hipnotizada. La misma que durante la luna anterior danzara siniestramente frente al mismísimo demonio como hembra herida de muerte. La mañana siguiente, dos policías golpearon la puerta de cedro de la casa de Guillermo. Nadie atendió. Luego le encontraron tendido en la cama, desnudo y lleno de sangre ajena. A lo lejos, un lobo albino aulló estruendosamente sobre la colina teñida de ocres y verdes. La maldición ancestral había logrado otra vez su necesario efecto. alasvidasalvaje@hotmail.com 21


NIEVE BLANCA Cecilia Lagorio

–No es falta de solidaridad, discriminación, sexismo, ni un rasgo de personalidad narcisista –le dijo el enano Gruñón al psicoanalista-. Simplemente no me gusta que duerman en mi camita.

cecilagorio@hotmail.com

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MAR DEL PLATA INJUSTA

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POBRE INESITA Ana María Rodríguez Arbizu

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uando llegó a la esquina del banco pudo ver una cola que se extendía a lo largo de Libertad y otra, por Dorrego. Caras detrás de caras, esperando llegar a las puertas del paraíso. Todas para cobrar la jubilación y un subsidio de doscientos pesos, por única vez. Un policía como barrera humana que marca el ritmo: pase, hasta acá, espere. Entonces le informa que el viernes se cayó el sistema, y esos son los que le dieron número y éstos son los que cobran hoy, y se juntaron todos, claro. Todo depende del sistema, del azar, de la lotería, de los decretos, piensa ella y busca un lugar donde esperar en la cola correspondiente, no vaya a equivocarse, por Dios. Porque no habrá bancos abiertos hasta no sabe cuándo, varios feriados interrumpen el almanaque. Es lunes, veintidós de diciembre, dos mil ocho. Y la Navidad está cerca, Año Nuevo, el pan dulce y las felicidades. Hace hora y media que está en el mismo lugar, ya analizó cómo las raíces de los plátanos levantaron las piedras de la vereda, cómo se forman círculos de gente, que hablan del tiempo y otros temas para hacer más llevadera la espera: La Argentina es así, dice alguien. El vienes se cayó el sistema y me tuve que ir. Ella se quiere sentar en algo, le cansa esa resignación demasiado nacional de aguantar lo que venga. Entonces se da cuenta: está en la vereda de la casa de Inesita. De la mamá, a la que venían a pasar los veranos. Detrás de ese edificio a medio terminar busca la reja y el patio. Busca los jazmines entre los escombros de la memoria. Era preciosa Inesita, con su pelo rubio y lacio, el flequillo, pollerita fruncida en la cintura, a cuadritos rosa y blanco. A ella no le quedaba bien, era gordita. Tenían casi la misma edad y la admiraba a Inesita. A veces salían a pasear en el auto del padre y la hermana menor llevaba un pato mascota que hacía sus cosas por 24


todos lados, un asco. Tenían montones de revistas de historietas. Y un hermano. Para ella eran lindos, ricos y felices. Son las doce y media, van dos horas de espera, la fila no avanza. Le dan ganas de romper ventanas, hacer un piquete en la avenida, recuperar algo de dignidad, qué es eso. Una barrita de cereal le hace recuperar la cordura. Sigue escuchando lo que no le interesa: Si hacemos la cuenta te roban un mes, tenemos el país que merecemos, así nos tratan a los viejos, agrega una mujer a un diálogo de sordos. Porque no hay peor sordo que el que escucha y no le importa. Otra mujer predica las obras de Jesús, que bien podía hacernos el milagro de cobrar en media hora, piensa ella y así dar testimonio. Se sienta en el paredoncito de la villa Mary, al lado de la villa Anita, viejas casas dignas. A las tres horas siguen los comentarios: A aguante no nos van a ganar. También acá hace frío. Y a quién vamos a votar. Tenemos el gobierno que nos merecemos. Una chica joven habla por el celular con su novio, seguro le dice frases calientes, porque la chica se agarra el pelo, mueve la cabeza y se ríe con risa caliente. Cuando yo era joven, dice una jubilada pero no tanto, tenía lindas piernas, me querían para modelo de medias. Vení cuando quieras, me dijo el tipo y yo fui. Me hizo levantar la pollera, dice con un gesto que muestra hasta dónde. Mi papá no me dejó, pensar que ahora podría ser famosa y estar en el living de Susana. Hace cinco horas que espera, ya no puede irse, tiene que seguir. Alguien se descompuso y todos miran, quizá prefieran estar acá y no en su casa, aburridos y jubilados. Si te toca a la sombra te morís de frío, si te toca al sol te morís de calor. Vuelve el recuerdo de Inesita cuando mira el edificio, los vidrios rotos de los locales, a piedrazos, seguro. Los balcones sin barandas. El frente sin revocar. Después ya no se vieron tan seguido, se acuerda. Supo que estudiaba en la facultad y era la novia de un militante de la Jotape. De lo que no supo es cuándo y cómo 25


se llevaron a Inesita, a su novio y a su hermano, pero se los llevaron. Como a tantos otros. En esos tiempos de entre el terror y la guerra, no se hablaba. Ni escuchar, ni saber por las dudas. No se sabía. No te metás. No sabíamos nada. Derechos y humanos. Por algo será. Después tuvieron que quemar los libros, se acuerda, los discos y las utopías. Esperó seis horas, en silencio. Pobre Inesita. anamr2001@hotmail.com

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VOLVER A LA FUENTE Roly Salvatierra

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enía bigotes y buzo blanco. Un gorro del mismo color, con la visera hacia atrás (como los pibes raperos), pantalón vaquero y mocasines negros. Cerca de 100 kgs, y unos cincuenta y tantos años. Hablaba solo y en voz alta. Nadie le prestaba demasiada atención. Gesticulaba y modulaba su voz... Por la solemnidad con que pronunciaba su discurso, parecía un candidato radical de otra época (acaso le faltara un poncho). Le decían “Tarugo”. Por el canal de ondas acústicas circulaban sus decires: “¡Cuántas veces fuimos absorbidos por intereses foráneos y extranjeros! No me da vergüenza decir estas palabras, al país lo estamos llenando de mal paridos, al país lo estamos llenando de autoritarios, al país lo estamos llenando de soberbios...y ¡a las pobres provincias argentinas, le seguimos choreando, queridos ciudadanos!” Mientras “Tarugo” proseguía su aguerrido discurso (absolutamente para nadie), a pocos metros se podían avistar dos hombres cercanos a los cuarenta. Estaban sentados en uno de los pilares, que bordean la fuente de San Martín y San Luis. Hacía años que no se veían, eran dos viejos amigos a los que la vida separó. Actualmente uno vive en Buenos Aires, y otro en España. Por e– mail, acordaron visitar en simultáneo su ciudad natal. Corrían las catorce horas y fracción del martes 6 de junio de 2006 y estaban algo ebrios. Uno le dijo al otro: “Estamos sentados con total exactitud en el centro de Mar del Plata, y esta ciudad que nos vio nacer y crecer, está condenada como casi todas... ¿sabés por qué? Porque prácticamente en todos los pueblos y ciudades de este país se repite la misma diapositiva: tenés la Intendencia, enfrente la plaza central, y frente a la plaza... siempre la Catedral... ¡Haceme caso, cuando te vuelvas! Acordate lo que yo te digo... ¡Vos sabés todos los viajes que me hice! En todos los lugares donde se metió la Iglesia es igual, en todos los lugares donde veas esta diapositiva, 27


sospechá! Todos parecen corderos, pero son lobos... Estamos en el corazón de esta ciudad, y acá el lugar es la fuente... ¿No viste que todos se encuentran acá? Y aunque nadie le dé bola, ese tipo que habla solo es un profeta, vos te diste cuenta, ¿no...? ”. El otro escuchaba atentamente la revelación de su amigo radicado en España, y remató con una frase que hizo que una mujer muy bien vestida se diera vuelta: “Si, si...pero él es un cordero de los de antes, nosotros en cambio somos corderos disfrazados de lobos...y hacemos lo nuestro de otra forma, no queremos que nadie nos descubra...”. Frente a ellos, ocho taxis en fila esperaban algún viaje (hacía por lo menos media hora). El que estaba en la punta se dispuso a lavar el auto. Y, como siempre ocurre en estos casos, a los diez segundos se le subió un matrimonio de rengos que al cojear a destiempo, parecían sacados de un programa de Alfredo Casero. Poca era la gente que entraba a los locales deportivos de las esquinas. Siempre frente a la fuente, a la derecha de la disertación de “Tarugo”, y de donde están los dos amigos conversando, hay un café. Pusieron unas doce mesas a la calle, están todas ocupadas. Parejas más y menos jóvenes, hombres entrados en años con todo el aspecto de vivir de rentas, mujeres entradas en años muy bien peinadas y de modales refinados, camareras entradas en diminutas minifaldas preparadas para todo (idiomas varios, computación, eficiencia, algún taller de teatro, otro de erotismo, casi todas se parecen a Jessica Alba o a Florencia Peña, leyeron a Bucay, y a la noche bailan salsa). A la izquierda la casa de zapatos, al lado la de fotografía, más allá la librería, y luego la casa de Dios (cuidando de todos). Van llegando el vendedor de pochoclos y los aerógrafos. El hombre araña se baja de un remise trucho a mitad de cuadra (para que los tacheros no digan nada). Desfilan adolescentes, muchos de ellos con el cabello teñido, tanto chicas como chicos. Las vendedoras de estampitas se confunden con los pordioseros...y más atrás una mujer de la edad de las camareras todopoderosas, pide limosna con un bebé en sus brazos. 28


Volviendo a la fuente, los dos amigos siguen hablando sobre lo interesante que sería esto de organizar un grupo de corderos disfrazados de lobos. Ahí nomás, hay tres mujeres grandes intercambiando improperios sobre sus respectivos maridos. Dando la vuelta por la izquierda, dos jubilados recuerdan los detalles de un partido de ajedrez entre Bobby Fischer y Boris Spassky. Justo en el medio, hay un tipo medio raro con un saco de cuero. Hace algunas anotaciones, parece ser el único que está escuchando a “Tarugo”. Es que su discurso nunca se detuvo, y se ha puesto un poco fuerte: “Los bancos de nuestras plazas también han visto alterado su descanso centenario, y también las paredes de nuestra ciudad...Están llenas de ‘Te quiero y te amo’,’ de Viva Boca’,’ Viva Alvarado’ y Fuera yanquis go home’... eso es el fruto de nuestra ignorancia, y de nuestra falta total de educación... Cuando un niño le pide un consejo a la madre le decimos ‘¡No...¡Salí de acá!’...Al país le falta parir el derecho del amor” Un grupo de cinco pibes muy graciosos (no tendrían más de diecisiete años y andaban en skate) lo aplauden, e inmediatamente se dirigen a “Tarugo”, gritándole: “¡Viejo drogado!”. Pero “Tarugo” no se entrega: “Ustedes lo notarán queridos ciudadanos, nuestros jóvenes ya no tienen educación...antes tenían cuadernos y hojas para poder estudiar de sus propias carpetas, pero ahora tienen las hojas llenas de marihuana y de cocaína. Estamos cada vez más lejos de aquel querido y soñado país, estamos cerrando nuestros comercios y fábricas, tenemos salarios de negros, que apenas son migajas...No nos dan créditos sin recibos de sueldo, porque ya no somos creíbles...Ya no tenemos hombres, ya no tenemos trabajo, ya no tenemos patriotas, ya no tenemos héroes... ¡Estamos llenando el país de travestis y de terroristas! ¡Estamos asistiendo al final de los tiempos, queridos ciudadanos!”. Las últimas palabras de “Tarugo” sonaron como un latigazo para todos los allí presentes. El centro de la ciudad, se vio parali29


zado ante tamaña revelación. Desde las terrazas de los edificios, se veían cientos de cabezas gachas. Una gran nube envolvió un silencio aterrador. Las campanas de la Catedral comenzaron a sonar, y se oyeron graznidos de pájaros. ¿Habría llegado la hora tantas veces señalada? De pronto, irrumpió la voz de uno de los pibes que andaban en skate. Tenía una gorra blanca, con la visera hacia atrás (era un raperito auténtico). Fue él quien rompió el hechizo, con su providencial grito: “Viejo puuut–to!”. Fue en ese mismo instante que “Tarugo” finalizó su discurso. Se arremangó el buzo, y comenzó a correrlo. Primero alrededor de la fuente, luego por toda la plaza. Algunos rieron, pero ninguno pudo ver el prodigio que en ese lugar acababa de ocurrir. Porque a partir de ese preciso instante el mundo había sido salvado. Aunque nadie, absolutamente nadie, pudo llegar a saberlo. Ni siquiera ese rapperito que tampoco nunca supo, por qué lo llamaron Hermes. rolysalvo@hotmail.com

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MALABARES Graciela Barbero VaivĂŠn de clavas en la esquina Ojos indiferentes laberinto de colores, un vistazo atento extiende la moneda.

Acurrucado en el sendero un perro aburrido. El juego sigue y despierta una sonrisa en el globo de la niĂąa. Perplejo el anciano manotea recuerdos de otros circos. Cambio de luces, utopĂ­as a cada minuto. gracielabarbero@hotmail.com 31


E NENE Maximiliano Costa Martínez

U

n sociólogo o cualquiera de esas hierbas podrían decir que David está viviendo en “situación de calle”, yo desde un punto de vista más común, quizá más humano y menos científico diría que ese nene está viviendo en una “situación de mierda”. Peque camina bajo el sol húmedo de la primavera hasta encontrar a su amigo “muerto” contra la pared del mercado entre dos montículos de basura aun con una bolsa de pegamento reseco. –Daví… ¡Dale despertá che! – insiste el niño mientras rugen sus tripitas – ¡Dale que está rastrera la yuta! –¿Dónde ta’ La Gorra, Peque? Vamos, ¿que te quedas tirado? ¡Me vas a mandar una esquela desde la tumba! –David reacciona de un salto y mira cómo el niño permanece sentado en la vereda de tierra abrazándose la barriguita. –Era un chamuyo, tengo hambre, perdoname Daví. –Ta’ bien pendejo pero ya tené que dejar de usar tu boca para chamuyar y mentir y bardear, porque la yeca es de posta y de verdá y los que tienen piernas de palo no caminan y se caen. Acá valen los de fierro, si tenés hambre enfierrate y comé. –No me animo a robar, todavía tengo miedo. David tiene una sola norma; para el que es con él, él es con él y medio. Si le dan pan, él devuelve pan y fiambre, pero si le dan la espalda él los apuñala, “corta la bocha” me dice mientras se acomoda la visera para la derecha. Algo así como ojo por ojos, diente por dentadura. Por otro lado tiene la creencia que si solo se es “del palo de la droga” uno está planeando, es decir que no está haciendo nada y solo es cuestión de tiempo hasta que se conjuguen las fuerzas 32


externas para que uno caiga. La manera de mantenerse en pie es ser de fierro, o sea, de armarse y así reclamar lo que por derecho es suyo; él no sabe de dioses ni de vidas póstumas. Lo distingo al otro lado de la plaza, se acomoda el cinturón debajo de la cadera y camina por la ciudad junto al Peque que cada tanto acelera el ritmo para seguirlo. Creo que cuando una mirada lo ignora y pasa por sobre su cabeza resta una de sus dudas, tapa uno de los huecos de lo que llama “mi ideología”, con bronca ya que refuerza esa idea suya de que todos queremos dejarlo al margen de nuestra sociedad, entonces veo cómo su mano supina se vuelve atraída a propinar. –Señora, ¿una moneda para comer mi hermanito y yo? –Señor, tenemos hambre y no queremos robar y usted nos puede ayudar con un poco de sanguche. –Muchacho, ¿una moneda para…? –Señorita, estamos mi hermanito y yo y tenemos hambre, no queremos robarle ¿Nos ayuda? –Señora, ¿una moneda o un pedacito de pancho o algo que le sobre o nos puede comprar un pancho al Peque o a mí? Solo la señorita los mira antes de salir corriendo hasta el auto de su viejo, quien los echa. Dudo si David va a sacar un arma pero no lo hace, entonces puedo entender su muletilla sobre la orfandad “…y no la voy a compartir con nadie” ¿Pero qué podía perder? maxcosta333@gmail.com

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LOS HOMBRES DEL MAÑANA Blanca Zarza En ese trasnochar de errante bohemio te vi con tu flamante diploma de mendigo Me dolió tu mirada sosteniendo la mía tu soledad tu frío mi limosna que no suple la falta La mezcla risa mueca de tus zapatos rotos y la triste ignorancia de mí sabiduría blancairene12@hotmail.com

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NENA Daniel Battiston

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ube. Sube braceando a través de los velos del sueño. Tiene los ojos cerrados y los dedos arañan la nada de ese océano tibio y salado que estalla en sus oídos. Piensa que no llegará a tiempo, que el tiempo se muere entre sus dedos, un manojo de relojes destripados; su boca no puede nombrar, presa de siglos, muda, y se abre para que el sueño escape por ella y al fin regrese; su mano izquierda se mueve de aquí a allá, busca a alguien entre las sábanas. Está sola. Todos se han ido. De ellos solo le quedan trazos de saliva y jadeos sobre su piel. Abre los ojos. El techo es inalcanzable. Apoya una mano sobre el vientre todavía chato. Algo crece allí, lo sabe. Ella extraviada en las manchas del techo y los brazos abiertos, ella crucificada contra las sábanas que guardan el recuerdo de otros cuerpos. Se pasa una mano por la cara, se frota los brazos y los muslos, quiere arrancarse la memoria de los que la visitan cada noche. La mano corre a través de sus piernas y otra vez se detienen en el abdomen. Se duermen sobre ese cielo invertido, ese cofre palpitante y húmedo y tibio. Gira. Gira a su derecha. Ella, la nena, de espaldas, boca abajo, recostada de lado, gateando. Sacude la cabeza para alejarlas de si. No puede. Siguen allí. Dolorosas. Laten dentro de la cabeza como eso con lo que el viejo la obsequió dos meses atrás. Late. En silencio. Estira un brazo y toma el reloj. Toda una mañana extraviada en sueños. Sueños de volver a casa. Estar con mamá. Abrazarla. Que mamá la vuelva a tener en sus brazos. Mirarse a los ojos después de un año como siglos. Hola, ¿mamá?... Está todo bien... No, no te preocupes... Sí, acá me tratan bien y voy a la escuela... ¿rara?... no, no es nada, hoy no me siento bien... me duele... no, mami, no es nada, un poco la panza me duele, nada más... sí, sí, no te preocupes, estoy bien... yo también los extraño.... a todos... besos a todos... Aprieta hasta que los nudillos se ponen blancos. 35


Y aprieta. Y no sabe que es eso que crece en la garganta. No sabe. No sabe porque no tiene palabras para decirlo. Para nombrarlo. Y el reloj se estrella contra la pared. El reloj se muere a las 12,43. Se apaga poco a poco. Se ralentiza. Y ella, la nena, piensa que nunca desde que llegó aquí se levantó tan tarde. Un año antes era un rutinario levantarse a las seis para llegar a tiempo a la escuela. El fin de semana hasta no más de las ocho porque hay que ayudar a mamá y papá en la casa. Se sienta. Mira hacia el armario de puertas cegadas con candados. Mira la ropa en el piso junto a la silla, parece un animal acurrucado en la penumbra del dormitorio. Y vuelve a pensar en los gritos de la Coca ayer a la tarde, meta joder con que le habían robado una aguja de tejer, la de las grandes, de esas para los pulóveres gordos. Y dio vuelta la casa la Coca, armando quilombo por esa aguja de mierda, que se compre otra y se deje de joder, si valen dos mangos las agujas esas. Y ella que se va para la cocina a tomar unos mates para no escucharla más. Y después volverse a la pieza y encerrarse para no seguir escuchando a la Coca. Y esperar a que llegue la noche, y se cuele por la rendijas de las ventanas mal cerradas, y se arrastre por la casa como un hilo de sangre, de esa sangre que ya no la visita desde hace dos meses, pero se calla, y ella sabe y se calla. Se calla porque el viejo la va a zurrar si se entera. ¿Para qué? Si todo se va a terminar pronto. El asco a su cuerpo, el asco a esa cosa que le regaló el viejo hace dos meses, que crece en ella, que se retuerce, se agita, que se enrosca como un gusano y la come por dentro. Hasta que salga. ¿Qué hacés nena? ¿Todavía durmiendo vos? le grita la Coca siempre impaciente, siempre diciéndoles que estén siempre lindas y sonriendo, que con esas caras de culo no las va a elegir nadie. Golpea la puerta con el pasador puesto. Golpea como para tirarla abajo. ¿Cuántas veces te dije que no cierres la puerta nena? Ya va Coca, ya estoy. Camina arrastrando los pies desnudos, el cuerpo apenas vestido de una remera dos talles más 36


grandes que ella. Abre la puerta antes que la Coca la tire abajo. Preparate ya, bañate y te vas conmigo para la peluquería que a las tres te viene a buscar el de los jueves. Otro jueves. No quiere recordarlo. Otro jueves. Y hola mi nena y el beso que te deja siempre un hilo de saliva colgando entre los labios. Y la mano en el culo llevándote para el auto bajito, vistoso, caro. Y de la casa a la otra casa. La de él. Y la encerrará allí solo para verte, y apenas tocarte. Tocarte durante toda la tarde hasta que las manos se le cansen. Y después te llevará en brazos hasta la bañera, la grande, la del primer piso, para sumergirte en el agua tibia que huele a flores y lavarte, sin prisa, diciendo a media voz alguna especie de rezo. Mi nena... mi nenita linda... El loco de los jueves todavía no vino, pero la Coca la apura. Que dale. Apurate nena, que todavía te tenés que bañar, tenés que ir a la peluquería y ponerte linda. Le toma el rostro entre sus manos, con una ternura infinita. Sos una linda nena. Y besa. Y le da una palmada en el culo. Apurate, andá a bañarte. ¿Dónde tenés la ropa limpia? ¿Es esa? Y va para el montón junto a la silla. No. De dos zancadas la alcanza y toma la ropa apretándola contra el pecho. Sí es esta. Ya voy, ya voy y me baño, Coca. Y aprieta la ropa contra ella. Que no se caiga nada. La remerita blanca y la pollera azul plisada apenas por sobre las rodillas flacas, y la bombacha blanca con el Ratón Mickey. Pasillo a media luz aún al mediodía; casa de ventanas cegadas donde duerme el aroma de mil cuerpos. Pasillo hasta el fondo de la casa que despierta cada noche. En un rincón, sobre la bañera, un ventiluz se abre al cielo. Se trepa tratando de alcanzar un fragmento de ese trazo azul abierto a los fondos. Abre los ojos, enormes, olvidados de asombrarse, buscando hartarse de tanto cielo. La ropa limpia sobre la tapa del inodoro. El pestillo de la puerta se corre. La bombacha con un Mickey asustado, la remera blanca tan blanca dos talles más grandes caen al piso sucio, pegajoso por tantos pies extraños. Abre la ducha. Deja que el agua corra hasta que llegue caliente, muy 37


caliente, y arrastre ese trozo de la última noche. Lo hace por costumbre. No hay nada vivo allí, nada capaz de erizarle la piel tan blanca, tan tibia. No hay nada en ella salvo eso que crece en ella, ese gusano pegajoso, ese regalo del viejo que tantas promesas le hizo a papá y mamá, ese viejo que la alimenta a palabras suaves y mierda mal cortada. No hay nada en ella salvo sueños opacos. Sueños que huelen a hombres transpirados, vestidos de desesperación y ojos enrojecidos. Deja que el agua corra por esa piel tan blanca deseando que la arranque y la vista de nena otra vez. Pero no. Sigue ahí. Sentada bajo el agua que cae colándose bajo la piel con la esperanza que ahogue al repugnante presente que el viejo le hizo dos meses atrás cuando la encerró en la pieza grande. Pero no. Porque ella sigue ahí, sigue ahí sentada esperando que el agua tan caliente le arranque la piel y deje la carne desnuda. Pero no. La nena sigue allí. Se levanta cuando la voz de la Coca llama desde atrás de la puerta y apurate nena que llegamos tarde que no llegamos acordate que a las tres viene el loquito de los jueves y todavía hay que ir a la peluquería. Arrastra los pies dejando un rastro de agua tibia. Tibia como la cosa que tiene adentro. Y de entre el montoncito de ropa sobre la tapa del inodoro saca la aguja de tejer, esa grande para los pulóveres gordos. La mira con asco, con un asco que no sentía desde mucho tiempo antes. La sostiene entre dos dedos lejos de ella y dale nena que no llegamos y vuelve a la ducha y la Coca ya se impacienta y golpea dos tres cinco nueve veces la puerta del baño con fuerza y ella que se sienta otra vez bajo el agua con las piernas abiertas muy abiertas como todas las noches y como la noche que el viejo le dio su repugnante regalo y ¿qué carajo estás haciendo ahí? Salí de una puta vez o rompo la puerta pendeja de mierda. Ya no escucha a la Coca como no escucha los jadeos al oído ni las palabras de amor pago de cada noche y nada más escucha el latido de esa cosa babosa y maloliente que tiene adentro muy adentro de ella y que ya es hora que salga y la puerta que golpea y la Coca que la apura y una de 38


las chicas dice de ir a buscar a alguien para que abra la puerta y ella con las piernas abiertas sentada en la bañadera bajo la ducha caliente y la aguja de tejer pulóveres gordos que entra, entra como cada tipo cada noche desde hace un año y no siente dolor porque se olvidó de él y no sabe que es eso y abrí la puerta de una puta vez mierda y no la escucha ni a la Coca ni a las chicas y nada más quiere que la aguja entre cada vez un poco más y que salga al fin eso que tiene adentro y escucha un crujido suave y tibio que no es la puerta que se está abriendo. Algo se escapa de ella algo húmedo y rojo y los ojos abiertos muy abiertos que ya no ven nada y ¿qué carajo hiciste nena? y trata de ver a la Coca que le habla y le da palmaditas en la cara y no la ve y no siente que la alza ni eso que se escapa de ella y se escapa del baño de la casa y no escucha nada sumergida otra vez en otro sueño espeso y nada. danielbattiston@gmail.com

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VAMOS YENDO Gastón Sequeira (Pringas) fuimos desmigajando la vida dejando heridas que cicatrizaron para multiplicar la experiencia fuimos desperdigando amigos leyendo otras vidas trajimos los bártulos cargados de impostores que creímos eran lo que creímos trajimos manos inocentes entre las nuestras sueños vagabundos no acudimos a los rezos ni lloramos contra puertas carcomidas solo fuimos hacia allá sí hacia allá sí ya sé que hay murallones ya sé que hay musgo en las piedras que el mar no está calmo que escupe sal 40


sé que ese colofón no está cerca pero ahí vamos ahí vamos gasbhitour@hotmail.com http://pringas–pringas.blogspot.com/

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EL PADRASTRO Graciela Barbero

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a araña es minuciosa y perseverante. Teje su tela con la maestría y la paciencia de un artesano oriental. Los insectos voladores como las mariposas, son los más vulnerables. Julián tiene cuarenta y ocho o cincuenta años, flaco, pocos dientes, cabellos enrulados que asoman de un gorro de lana azul. Porta un sobretodo grueso en invierno, si hace calor deja el torso desnudo. Una cicatriz le atraviesa la mejilla izquierda. En el barrio lo conocen como “el padrastro”, porque los chicos de diez o doce se le acercan cuando escapan de sus hogares, si es que lo tuvieron alguna vez, para que les dé comida o algo más. Al principio les ofrece un pan y plato de guiso que cocina en un latón pero enseguida los manda a pedir, repartir estampitas o flores. Como a Motyl, que roba en el cementerio para armar ramitos por dos pesos. “Amigos, nada es gratis en la vida” suele decirles como una sentencia. No se sabe cómo logra convencerlos, o tal vez sobornarlos, para que se queden en ese lugar, el callejón, cerca del puente que une con la autopista. Al final de la calle, una fábrica abandonada sin luz y con una sola canilla de la que sale muy poca agua para limpiar tanta mugre, sirve de vivienda a los vagabundos. Motyl tiene doce años. Ojos negros, juguetones, dientes pequeños y separados que brillan aún más sobre la piel oscura y un cuerpo demasiado desarrollado que trata de ocultar con la ropa grande, desaliñada. Vive en la calle, entre la basura urbana, desde hace un año. Abandonó su casa porque la madre estaba siempre borracha, el padre se fue prometiendo volver a buscarla. Todavía lo espera. Ella le dejó una notita a la dueña del quiosco de la esquina, en la que le decía dónde podía encontrarla, el lugar que le había enseñado Pelusa, el vecino que había dejado la casa mucho antes porque lo castigaban duramente. Motyl lo quiere mucho, 42


busca su amparo. Primero lo veía como a un hermano, pero fue descubriendo que le gusta, y sin saber qué es el amor, siente que está enamorada. Oculta en un rincón, sin apuro, la araña va hilando cada milímetro mientras espera a la presa que tiene en la mira de sus ojos infinitos. La araña tiene paciencia pero no, oponentes. Julián recorre las calles vigilando a sus “pequeños empleados”. Cuando llega la noche, él los espera en el recodo de la fábrica, un ángulo entre la columna y el portón de entrada, que usa como oficina porque la luz perdura más tiempo. A medida que van llegando, los obliga a vaciar de los bolsillos hasta la última moneda y con ello algún golpe a modo de castigo porque siempre resulta poca la recaudación. Después les da algo para fumar. De ese modo se esmeran por traer algo más. Los tiene amarrados sin sogas. Con las chicas se comporta de otro modo, desliza sus manos sucias por la cara y va bajando por los pechos, entre las piernas. Ellas se espantan, se esconden pero sigue el juego perverso, las corre, las toma por el brazo y las somete, “nada es gratis en la vida, nenas”. Pero cuando vuelve Motyl la situación cambia, se pone meloso, casi se diría que se relame ante su presencia y con cautela, la rodea, espera el momento preciso. La llegada imprevista de Pelusa lo descontrola, ya descubrió que entre ellos “hay algo”. Decide encomendarle una buena misión, como dice cuando percibe un oponente. Eso significa meterse en la villa para buscar los paquetes que después venden al doble o al triple de su valor. Tiene sus riesgos, no siempre se sale entero, a veces deben pagar el peaje. El que siempre realiza esa tarea es otro, más grande en edad y en cuerpo que Pelusa. Julián lo sabe, no le importa. Motyl quiere acompañarlo, esto es cosa de hombres, vos te quedás que tengo algo interesante que mostrarte. Pelusa sale de la fábrica, debe cruzar el puente y seguir por la colectora hasta el paredón, tomar el camino lateral y entrar al barrio por el alambrado. La casilla se encuentra en el medio de 43


la villa. Es de noche, la música de cumbia le llega de todos los rincones. Dos hombres lo paran pero uno de ellos lo reconoce ­– ¡Pelusa! Otra vez por acá, si te agarra tu viejo te muele – Me manda El Padrastro a ver al Turco, tiene algo para él. Pelusa avanza hasta el punto señalado, un relámpago lo sobresalta, comienza a llover. La tela está lista, pegajosa y brillante. Motyl se acuesta en su lugar pero no puede dormir. Piensa en Pelusa. Hace mucho que se fue. Afuera el viento golpea las pocas ventanas enteras, un relámpago ilumina todo el salón, deja ver la figura negra que se acerca sigilosamente. Ella permanece inmóvil, el temor le corta la respiración. Un sudor frío la recorre al tiempo que la manta raída que la cubre se desliza. Siente la aspereza entre las piernas y una mano en su boca le impide gritar. Respira en su oreja, yo soy tu protector, no podés irte. Motyl intenta escapar pero una fuerza ilimitada la doblega. La araña rodea la presa, estira sus patas, sube y la paraliza. Un golpe seco derriba a Pelusa que cae boca abajo. La lluvia, ahora más copiosa. La sangre que brota de su cabeza se escurre por el barro, llega a la calle y se detiene en la manta que Motyl estruja con dedos fríos. La tela se rompe. La araña busca otro rincón para rehacerla. gracielabarbero@hotmail.com

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NADA ES IGUAL Blanca Zarza Ayer alegre niña Hoy sombra caminando las tardes y los días

Ante el rigor muta de piel de ropa bebe su llanto Se debate Sueña inalcanzables sueños Como tan azul cielo por lejano

blancairene12@hotmail.com

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UNO MÁS UNO, UNO Lidia B. Castro Hernando

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omo es la primera vez que venimos, lo vamos a poner al tanto. No sabemos cuándo y si alguna vez nos conocimos. Todos los recuerdos son nuestros recuerdos; los olvidos, también. Sabernos juntos: eso es lo bueno. Los demás no comprenden esta relación; les causa gracia que estornudemos a un tiempo o vayamos al baño en el mismo momento de la cena de los sábados. Por suerte para ambos y desgracia de su bolsillo, una sola historia clínica alcanza, lo mismo que un correo electrónico: no nos interesa quién figura primero antes del @.Nos sentamos uno sobre otro frente a la computadora, escuchamos el mp3 con un audífono cada uno, mantenemos una cuenta de ahorro conjunta, dormimos y usted sabe…uno arriba del otro en la cama, nos enjabonamos uno al otro bajo la ducha, compartimos el jacuzzi. Trabajamos, vamos a bailar, nos ocupamos de la casa, y un teléfono inalámbrico con dos auriculares nos permite hablar al unísono, igual que cuando cantamos. Comemos de la misma fuente y usamos inodoros, bidettes y lavatorios dobles en el baño. ¡Y… si no! ¿Y por qué se le ocurre que tendríamos que hacer algo por separado? No hace falta. Así nos sentimos completos. Nos amamos. Estar unidos es La Felicidad para nosotros. En el caso de que alguien nos sugiriera que intentásemos desarmar esto que tenemos, nos moriríamos. Es como un nudo, ¿vio? Y nos gusta estar así. Enlazados. El nudo (de amor o de apriete) estuvo a punto de desatarse cuando el médico que escuchaba con pasmosa curiosidad al dúo, dijo: –“Señora, lo lamento mucho pero usted está embarazada”. Por primera vez deberían separar las historias clínicas. No lo dudaron ni un instante: –"¿Cuándo puede hacernos el aborto, doctor? Decididamente no admitimos un tercero incluido".castrohernando@gmail.com 46


SU ARMA MORTAL Elena Nuñez

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l tren devora paisajes y pueblos con destino al norte del país. El pasajero del coche dormitorio, se asoma por la ventanilla, los chillidos de las ruedas al frenar le indican que ha llegado a destino. Toma su equipaje, una pequeña valija y un bolso donde guarda lo más importante para su tarea. Baja presuroso y se encamina al pequeño hotel del pueblo, el viento levanta remolinos de tierra roja, penetran en las fosas nasales y le producen malestar. Se distrae mirando a su alrededor, sin darle importancia el espectáculo Algunas personas caminan por la acera despareja, cargan en sus espaldas grandes fajos de leña, otras arrastran carros maltrechos, la mayoría lleva alpargatas que dejan ver los dedos de los pies. Llega al hospedaje donde tiene su reserva. Si todo sale como lo tiene planeado, se irá en dos días. Piensa. Instalado en la habitación, luego de un baño reparador que le quita la tierra y el cansancio, se viste con un pantalón de lino blanco y camisa de seda; calza unos mocasines livianos sin medias, se cala un sombrero de panamá, y toma la campera de gabardina. Recoge el bolso y esconde un pequeño revolver plateado en uno de los bolsillos. Comprueba cuánto dinero tiene en la billetera y sale a la calle. Toma la que lo lleva a las afueras del pueblo. Lo sorprende un paraje de ranchos al comienzo del monte. Ahora sí presta atención al paisaje; con gran destreza dispara, una y repetidas veces, a los árboles torcidos por el viento, al follaje. La algarabía de los pájaros que levantan vuelo lo aturde. Mira a su derecha y ve un campo cubierto de cardos y flores silvestres en contrate a lo agreste del monte. Se detiene. Dirige su visión a uno de los ranchos: niños descalzos que juegan en el patio, caritas sucias, ojos negros alegres, uno de ellos mira al intruso y se acerca 47


confiado. El hombre ha cambiado su paisaje repetido. –¡Hola! –dice con su vocecita de acento norteño– ¿Quién es Ud.?, ¿cómo se llama? –Me llamo Raúl –le contesta–, ¿y vos? –Yo soy Lautaro y tengo cinco años, ¿Qué tiene allí? –los otros chicos se arremolinan curiosos. Él sin mediar palabras dispara varias veces, a todos, especialmente a Lautaro. Llega una niña de ocho años, y tomando a los chicos de la mano los arrastra a la casa. –Dijo mamá que no hay que ser curioso, dejen al señor tranquilo. –Yo no hacía nada –replica uno de los niños, refunfuñando Lautaro le preguntó qué era lo que tenía. –Yo quería ser su amigo. Se meten en el rancho a espiar por la ventana. El hombre se dirige al bosque con su arma presta. Recorre unos quinientos metros y lo encara una jauría de perros famélicos qué se abalanzan ladrando furiosos. Un silbido y un “Juera perros“, los aplaca. Sale un hombre de piel aceitunada, y tantas arrugas como un pergamino. –Buenos días,–saluda atento –¿Qué se le ofrece? –Nada, estoy trabajando para una Compañía de la Capital que quiere comprar tierras, verá, quiero llevar testimonio de estos lugares. –Espero no molestar– –¡Qué bien!, –No señor, no molesta, pase y haga su trabajo. –Le agradezco. –¿Quiere pasar a tomar unos mates?– no es mucho pa ofrecerle, pero no dude que es de todo corazón. –Es usted muy amable – –Por aquí no hay mucho, pero lo que tenemos lo compartimos con las visitas. Sea Ud bienvenido. Se suma al aborigen una mujer con cálida sonrisa. 48


–Mi mujer, madre de mis hijos– . –Mucho gusto señora… –María… Guarda su “herramienta” y se sienta en un tronco de algarrobo, se saca el sombrero y seca el sudor de la frente; en ese momento se acerca una joven de unos catorce años. El rostro fresco, boca sensual, ojos y cabellos negros tan negros como si la noche hubiera caído sobre ellos; lo lleva recogido en una trenza gruesa atada con una cinta roja. Una belleza agresiva pero impactante, piensa. Sabía que en su búsqueda encontraría algo así, salvaje y bello. –Es difícil encontrar gente amable. Si me permiten llevar un recuerdo –dice el hombre mientras saca del bolso su cámara fotográfica –Ta bien, como Ud. quiera. Se acomodan sonrientes, no ocultan nada, son simples y sin malicia, pies descalzos, ropa demasiado lavada, al hombre le faltan algunos dientes, y María representa más años con su piel marchita. Los ojos melosos, se detienen en la niña, en ese cuerpo de mujer, de suaves curvas, pechos nacientes perfilándose bajo la blusa de algodón, en el rostro moreno tostado por el sol, en las piernas bien formadas, las caderas anunciando la cadencia del placer. Satisfecho de su logro se despide de ellos, recibe un pedazo de pan recién horneado. – Pal camino –dice María. Con cierta culpa lo recibe y agradece. No se conformará con tan poco, debe buscar más testimonios. Sigue un trecho y vuelve al hospedaje, almuerza liviano y toma una siesta, el calor del mediodía es abrasador, en el cuarto está tolerable; el zumbido del viejo ventilador lo adormece de inmediato. Por la tarde, más relajado, vuelve a salir, ve a unos chiquillos que juegan en la plaza, y tres mujeres que pasean con sus chicos. 49


La Iglesia pequeña tiene las puertas abiertas. es un pueblo perdido, casi olvidado en el agreste paisaje, unas pocas casas construidas de ladrillos y blanqueadas a la cal; el resto de adobe con techos de pajas y algunas chapas que cercan los gallineros Llega la noche y le pregunta al dueño del Hotel, dónde se reúne la gente para entretenerse; le indica el lugar donde se lee un cartel “Club La Estrella” y se dirige al salón, donde se organizan campeonatos de trucos. Los jóvenes, muy pocos, pasan música autóctona en un pasadiscos obsoleto, de vez en cuando se escucha algo de “Rodrigo” o “Gilda;” entusiasmados sacan a bailar a las chicas asiduas del lugar, algunas buscan conseguir plata fácil, dos o tres de no más de quince años, no muy bonitas pero apetecibles. La dueña del bar. Una mujer rolliza, sigue la escena con atención. En especial al forastero. La suerte lo favorece una vez más: entabla conversación con los parroquianos, los invita con unos tragos. Cuando está satisfecho se retira. Cruza las calles vacías y oscuras, llega a su habitación coloca el arma bajo la almohada y se va a dormir dispuesto a tener un sueño reparador. Para continuar al día siguiente con su trabajo. Unos golpes ahogados lo saca del sueño. Pregunta ¿quién es? –Yo… –dice una voz melosa de mujer. –¿Y… quién es Yo? –Soy Gisel, la que satisface a los viajeros. –Vete, no necesito mujer, –Vamos, no seas malo, te costará muy poco para lo que te ofrezco. –No, gracias, no necesito de tus servicios. –Te vas arrepentir, ya verás. Escucha los pasos pesados que se alejan por el corredor. Se acomoda entre las sábanas y no demora en dormirse, tiene pesadillas, sueña que lo persiguen y atacan. Por la mañana desayuna, luego toma el camino de los ranchos, 50


pero esta vez se adentra a lo desconocido. Una comunidad aborigen ocupa terrenos en el interior del monte; gallinas, algunos patos y unos cerdos andan por los patios de tierra y varios perros que se pueden contar las costillas se acercan moviendo la cola. La caminata y el calor le da sed, no ve agua por ningún lado, sólo algunos baldes y latas vacías, enjambres de moscas y mosquitos pululando sobre ellas. De los ranchos salen columnas de humo, las vinchucas caminan por las paredes de barro. –Pobre gente, las autoridades se han olvidado de ellos sistemáticamente, los marginan diciendo que son escorias de la sociedad… –piensa para sus adentros. Se acerca despacio, ve niños desnutridos, Algo todavía le mueve la compasión, jovencitos recogiendo leña y otros elaborando canastos con hojas de palmeras, recuerda haberlos visto en un comercio del pueblo Seguramente no pagados a su justo valor. Se presenta el cacique: un hombre de físico enjuto y rostro tallado con cincel, duro y sabio. –¿Que se le ofrece señor? –Disculpe usted, es que estoy trabajando para una Empresa de la Capital, que quiere comprar tierras por aquí y daría trabajo a mucha gente. –miente. –No quiero molestar, pero si me permite… –Haga usted nomás. Fue la respuesta inocente y se alejó. Comienza con furia, debe hacer justicia, dispara alucinado una y otra vez, Dispara a los pequeños que lo seguían como perritos, Dispara sin detenerse. Las chicas intentan esconderse aterradas. Debe terminar su trabajo. Dispara. A la madrugada, acomoda su equipaje y encamina sus pasos a la estación. Satisfecho de la misión cumplida. Mucho no le gusta su trabajo, pero pagan bien No se percata de que varios ojos siguen sus movimientos. Saca 51


un cigarrillo, lo lleva a la boca, alguien llega corriendo y le asesta una precisa puñalada en el hígado, otro puntazo lo sobresalta, mira el estómago: una rosa roja se agranda en la blanca camisa. Siente que le arrebatan el bolso, escupen el suelo. La vida se le va entre borbotones de sangre, En la nebulosa de su inconciencia alcanza a ver una mujer, a la que llaman “Gisel“. Queda tendido en el andén con la cara al cielo. Los atacantes huyen mientras caminan con pasos pesados perdiéndose en la luz de la aurora. La mujer gorda dice en voz baja –Estos vienen de la gran ciudad y creen que es fácil engañar a la gente como uno. Mientras, satisfecha, destruye la cámara fotográfica. elenanoes@live.com.ar

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DE LA SANGRE Cristina Larice “Yo soy una mujer/ a la que siempre le gustó/ menstruar. (…) nuestra sangre se da/ en mano besada (…) / la sangre masculina, / tiñe las armas/ (…)” *Marina Colasanti (Brasil, 1937)

De la sangre apasionada, pura revolución, de los hombres y la nuestra pura ternura, libertad y amor, nacieron los pueblos, las naciones, nuestros hijos… Nuestros amados hijos, abanderados nobles de causas nobles, Con armas valiosas, intangible, desde el Arte, están haciendo la revolución. recibieron herencias culturales, auténticos tesoros, la ruidosa voz de un puñado de pueblos originarios, Guerreros de la Luz, Martí, Gandhi, Luther King, Lennon, San Martín, nuestro Che…y tantos… 53


Revolución sin sangre, ¿Es posible? Sí con las palabras como múltiples varitas mágicas, no alcanza Los pinceles, misiles de colores, no alcanza Los acordes musicales, bombas de amor, no alcanza, recurramos a la alegría: “Peligro, el pueblo se ríe” dirán los informes a los poderosos… Dice un cuento tradicional: “Peligro; su majestad, el pueblo se ríe y no quiere pagar los impuestos” De la sangre amorosa, guerrera, apasionada, nacen las utopías. Nacen las ideas, los cambios. cristinalarice@hotmail.com

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SAUDADE Silvia B. Politano

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or qué habré dicho que sí. Siempre el mismo flojo. Ahora qué hago. Podría no ir. Pero no tendría paz. Para colmo a esta hora ¿circulará algún colectivo? Tendría que ir en taxi. Ella sabía que esto podía pasar. Pobre mujer. Para colmo me acosté tarde, va a ser duro laburar todo el día si no duermo. Podría ponerme un pulóver sobre el pijama, el pantalón parece un jogging. No, debe hacer un frío de locos. No puedo salir sin tomar un café. No merece que lo ayuden pero voy a ir, por ella. Si me pregunta, en vez de contestarle lo volteo de una piña. O por ahí ya sabe que murió y se hace el opa. En algún bolsillo debo tener cambio. ¿Tendré saldo en la tarjeta? a esta hora no debe viajar tanta gente, difícil conseguir que alguien me preste, por ahí van medio dormidos y no quieren molestarse en sacarla. Qué rico olor, ahora sí voy a entrar en órbita. Menos mal que la gente del edificio es macanuda, todos se turnaron para cuidarla. Sí, son buena gente, no me van a decir nada si no llego a baldear la vereda a horario. Capaz que cuando les cuente lo que fui a hacer me aplauden. O me dicen que soy un pelotudo. Mejor me tomo otro, tengo que estar bien despierto. Es el mes de julio, una de esas noches en que el frío puede olerse y la luna ilumina los contornos de las nubes dando brillo a las calles. Dos pulóveres sobre la camiseta y un antiguo gamulán lo transforman en un hombre corpulento. Delgado, no muy alto. Con la aparición de las primeras canas sus cabellos oscuros se endurecen y resisten la caricia del peine. El pelo rebelde y su andar desgarbado lo hacen aparentar menos de los cincuenta y cinco que está a punto de cumplir. Frotándose las manos atraviesa el pasillo que une las vidas de los habitantes del PH. Abre la puerta de madera gastada. Un día de estos compro un tarrito y la pinto de 55


blanco, o de verde oscuro. Si no me caliento yo los demás dejan que se caiga en pedazos. Comienza un trote liviano, para ablandar. Ya se siente mejor, la resignación se convierte en entusiasmo. A unas calles se distingue la silueta de tres personas. Esos deben saber qué colectivo puedo tomar, seguro andan siempre por acá a esta hora, pobres, tener que trabajar de noche. Los desconocidos están a una cuadra y ya no le inspiran confianza. Con rapidez dobla en la esquina y el trote se convierte en pasos largos y rápidos. No va a correr, si traen malas intenciones no tendrá chance. Busca un lugar para esconderse. Desde la esquina contraria se acerca una moto. Se relaja. Le hace una seña. El conductor para. No llega a hablarle. –Dame el abrigo, rápido. Y la billetera. Y no te hagás el gallito. Le muestra un bulto en el bolsillo de la campera. –Por favor, tengo que ayudar a alguien. Es alguien como vos. El asaltante lo mira sorprendido. – ¿Y vos qué sabés cómo soy yo? – Digo, también trabaja de noche. Bajo la gorra los ojos duros sonríen. – Ah ¿sí? Seré curioso ¿De qué trabaja? – Y… de esto que estás haciendo ahora – ¿Cómo llamás a esto que estoy haciendo ahora? Yo lo llamo equilibrar las cosas, vos vas corriendo, podés andar sin abrigo, yo en la moto me cago enfriando con esta camperita. ¿No te parece injusto? – Si necesitás podrías pedir. – Si te pedía el abrigo y la plata ¿me los hubieras dado? – Y… no sé…sí, te los daría, pero robar está mal, podrías buscar otra forma de ganarte la vida. – Ah, al fin dijiste lo que pensabas. Me llamaste ladrón. Hijo de puta. Insulto y golpe simultáneos. El dolor aulló después. El grito y el estruendo súbito de la moto alertaron a los tres 56


hombres, que de sospechosos pasaron a salvadores. – Tranquilo, no estás herido. Vamos a pedir ayuda. – No, yo voy a ayudar. – Calmate, ¿A quién vas a ayudar? – Al Torcido, está en peligro. – Delira, está peor de lo que parece. – Mirá, acá a unas cuadras vive una amiga, está terminando Medicina, ¿si lo llevamos hasta su casa? Entre los tres lo cargan. Sus siluetas, contra la oscuridad disminuida por la niebla incipiente, parecen surgidas de un folletín policial. La chica es linda y simpática, posee las palabras exactas para infundir confianza y la suficiente autoridad en la mirada para convencer. –No podés irte, recién se te está pasando el frío. Tomate el tecito mientras te limpio las lastimaduras. Menos mal que estabas bien acolchado, atajaste bastante los golpes. –Pero el Torcido, tengo que ayudarlo. –Delira otra vez. –No, no, es mi amigo, bueno, el hijo de una amiga que falleció, le prometí, tengo que irme. La mirada confundida de la chica lo anima a relatar su historia. Mientras habla, al ver las expresiones y movimientos de cabeza de los oyentes se da cuenta de que en realidad no es tan imperioso que corra a buscar al Torcido. Logran persuadirlo. –Sería conveniente que no estuvieras solo hoy. ¿Tenés algún familiar o conocido? –Un hijo, podría ir un rato a su casa. Pero tendría que avisar al consorcio para que me reemplacen. No sé… Ellos se encargan, llaman, concretan. Lo acercan a la casa del hijo. Al final, sin querer ya tengo la mitad del camino hecho. To57


davía estoy a tiempo. Qué hambre, se ve que no estoy tan mal, mejor tomo un buen desayuno. Si hubiera comido antes de salir seguro no me topaba con el de la moto, demoraba diez minutos en desayunar y ya estaría llegando. Pobre Torcido, qué le pasará. Bueno, pobre Torcido ¿pero y yo? lo pasé bastante mal. Por ahí él está muy pancho planeando porquerías. Yo soy un hombre recto, siempre trabajé, no le hice daño a nadie. Él ya de chico hacía maldades y se salía con la suya. Y doña Teresa decía que me quería mucho pero siempre lo defendía. Aquella vez que estuvo presente cuando él me pegó, se puso seria y dijo ahora mejor te vas a tu casa. Cómo no me acordaba de todas las que me hizo ese infeliz, cómo pude haber olvidado las reacciones de ella. Tendría que haber pensado un poco antes de salir de casa. Además él puede arreglarse solo, tampoco es que lo dejó desamparado. El tipo que me avisó debe ser algún amigo o vecino, por ahí lo está ayudando, no dijo que era urgente, eso lo supuse. Me apuré mucho. Una cosa es cumplir una promesa pero arriesgar la vida por alguien que no lo merece, no. Menos mal que me acordé también de las malas. A mamá no le gustaba el Torcido, y desconfiaba de la vieja. Resuelve desistir. En el baño, el espejo refleja la bondad de sus ojos. Él sólo ve una expresión canallesca en la mirada. El Torcido se viste para huir. Sabe que lo ayudarán, se lo había asegurado la madre mucho tiempo atrás, si llegás a estar en peligro pedile ayuda a Víctor, él te va a sacar del apuro. Se peina frente al espejo y hace una mueca a su cara asimétrica, origen del apodo entre los compañeros de primaria. Lo conserva como toque recio para infundir respeto. Qué linda época la niñez, qué amigos éramos con el Torcido. La mesa grande de la cocina de doña Teresa, la tómbola casi todas las noches. ¿Cómo era aquello de cantar los números? La niña bonita por el 15, el 90 era el abuelo, ¿y esos que decían en pia58


montés? pucha no me sale, ah el 69, su e giú. ¿Cómo era el otro, el guaso? ah, quatordes, mi cago ti mordes. Esa mesa, qué divertido, sus tíos cargando los cartuchos para cazar. Doña Teresa sentada en el patio con un fuentón lleno de perdices recién cazadas. ¿La puedo ayudar señora? Mirá que no te va a gustar el olor. Yo se las pelo. Las manos buenazas de la doña sacando la porquería de las pancitas, huaaa qué olor asqueroso, qué increíble cómo se pueden recordar los olores. Para mí que la escopeta se la quedó el Torcido. Aquellas palmeritas caseras con mates de leche. Qué paciencia nos tenía. Y le estoy fallando. Después de asegurarse de que está bien, su hijo se encamina al trabajo. Está solo. Abre la ventana. No hay peligro, el departamento se encuentra en un cuarto piso. Afuera, sólo el ladrido lejano y un aleteo oscuro en la calle desierta. Desde la esquina un sonido que le recuerda el del granizo al golpear los cristales. Es el taconeo de una mujer, la distingue contra el rosa que se filtra a través de las nubes. Suéter ceñido, falda muy corta y una boca de rojo exagerado. No alcanza a ver su mirada, que imagina sin luz. Desde la otra cuadra un auto zigzaguea veloz. Se encuentran en la mitad de la calle. Ella cae, el auto sigue. Nadie para auxiliarla, sólo el sonido de dos ventanas al cerrarse con rapidez. Se pone el abrigo y baja. La mujer, casi adolescente, sigue sentada en medio de la calle. –No es nada –dice–. Si me ayudás a llegar a la esquina voy a esperar al colectivo. –No, mirá, te acompaño al hospital, esperá, llamo a un taxi, va a venir más rápido que una ambulancia. Veo que no tenés ningún hueso roto. Sonríe para tranquilizarla. La voz paternal le da confianza. Acepta. En el taxi se relaja. –Se me rompió un taco. –¿Qué? –El zapato, se salió el taco. 59


Víctor no contesta. Taco, taco, ¿por qué las palabras se escapan tan rápido? ¿Qué se me colgó cuando dijo taco? Taco, taco. No pude agarrarla ¿Adónde me llevó esa palabra? –Estabas ocupado, puedo ir sola, te veo tan serio. –No, no. Estoy pensando. No puedo recordar algo. No tiene importancia. Bajan del taxi al pie de las escalinatas. A esa hora no hay mucha gente esperando. La ayuda a subir. Se la ve mejor. Después de asegurarse de que espera en la sala que corresponde, le deja unos pesos para el regreso y sale. Cruza el estacionamiento con la vista fija en las lajas. Recién al atravesar la calle para esperar el ómnibus advierte la ubicación del hospital. ¡Qué cerca estoy de la casa del Torcido! Vuelve a cruzar la calle y entra en el Café. Se sienta a meditar en los sucesos mientras pide un cortado. ¿Y si esto fuera una señal? ¿Si el accidente hubiera ocurrido para acercarme al Torcido? Trata de recordar. La persona que lo llamó había dicho: Tengo miedo de que esté por hacer una macana grande. Me dijo que a la mañana temprano salía para Pinamar. Me dijo que no me preocupara que solamente quisiera conversar, pero no sé. Sobre la mesa había harina de maíz desparramada, me dijo que iba a hacer tacos pero no vi carne ni verduras, no sé, no le creí. Esas habían sido más o menos las palabras. Pide otro café y en los vidrios empañados del ventanal la nostalgia le muestra una mesa larga, los naipes, doña Teresa repartiendo. Roba Montón, Escoba, Chinchón. Ella les enseñó a jugar. Qué paciencia me tenía. La semana que mamá estuvo internada me llevó a su casa todas las noches, la sopa de lentejas, el pan casero. –Chicos coman rápido que los tíos necesitan la mesa para cargar los cartuchos. Los tubos de cartón, las municiones, la harina de maíz… ¡la harina de maíz para los tacos! eso, taco se 60


llamaba ese lugarcito entre la pólvora y las municiones. Eso me quería decir el vecino, pensó que yo sabía. Qué me iba a acordar, hace tanto tiempo. Este loco va a salir armado. Tengo que atajarlo, no me puedo borrar. El taxista dormita con una taza de café a punto de derramarse en una de sus manos. Le golpea la ventanilla y sube con torpeza. De tan agitado apenas puede hacerse entender al dar la dirección. Ayuda pisando un acelerador imaginario. –Por favor ¿puede ir más rápido? Un golpeteo en el pecho le avisa que debe calmarse. Respira hondo y lento. Están llegando. En la puerta lo espera un hombre. –Usted es Víctor ¿no? Pensé que no iba a venir. Era como le dije ¿vio? estaba cargando los cartuchos. Pase, está por salir. Entra corriendo. El Torcido no levanta la vista, termina de preparar un bolso pequeño. Ademanes decididos pero lentos, como quien cumple un deber contra su voluntad. No existe en sus ojos la fiereza que Víctor esperaba. Las lágrimas que lo mojan muestran sensibilidad y un profundo deseo de enmienda. Puede adivinar el dolor. En lugar de un sinvergüenza ve a un ser desamparado, alguien cercano que le provoca la sensación de llegar al fin al hogar después de años de ausencia. El sentido de familia que no pudieron reemplazar su esposa ni su hijo por pertenecer a otra etapa. La paz de reencontrarse con un hermano. –José –El nombre olvidado surge espontáneo. Aferra su hombro con cariño obligándolo a levantar la cabeza. –Calmate amigo, vamos a conversar. Encontremos una solución, juntos. Con un sonoro suspiro de alivio murmura: –Ya estoy aquí. silviabpolitano@gmail.com

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CRUZ VACÍA Graciela Barbero Una angustia larga asfixiante fría y pegajosa se desliza bajo el reflejo azul de una luna cómplice que hiela el alma. No hay rayo de sol nada entibia la piel Dolor intenso hondo un puño exprime el cuerpo ahueca el llanto. La tarde se deshace en grises sin sol nada entibia la cuna Los pasos retumban en los senderos Dios se oculta avergonzado Una cruz vacía carga la congoja El sol está de luto Ha muerto un niño. gracielabarbero@hotmail.com 62


UN TRABAJO DE LOCOS Carlos Morteo

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tra vez se había hecho la hora. El dueño abrió la puerta lateral del establecimiento. Siempre primero, jamás había que esperarlo. Miguel, como buen parrillero, estaba allí a la llegada del matarife para elegir los cortes que debía bajar del camión. A veces era una pelea encarnizada pero después de todo, parte del éxito de su trabajo se debía a la correcta elección de la mercadería. Era importante tener para todos los gustos; los mozos eran muy exigentes con sus comandas. Y claro, la propina… Para Miguel, la buena relación con los demás del restaurante era fundamental. Se formaba un equipo, se obtenían resultados. Había trabajo. – Miguel, dos tiras de asado. Salen con un chorizo– pidió el mozo más joven. Todo lo que le falta– se dijo Miguel ¿Es que no iba a aprender nunca? – Muchacho, tenés que preguntar si lo quieren jugoso, a punto, seco. Es importante, hay mucho en juego. Y el carbón, el fuego, el tiraje, la grasa y la noche que pasa. El patrón que le pregunta por el mozo nuevo. Le dice que mañana hablarán. Acomodar todo. Limpiar. Partir. Está muy cansado y por la mañana lo estarían esperando sus subordinados, prontos a desayunar y comenzar el trabajo de su día de franco, su otro trabajo en el que era el jefe. Se despertó sin necesidad de alarma alguna. Tomó unos mates y pensó en la ansiedad que ya tendría el Tuerto. En cambio el Pardo, sereno, seguro, sabía esperar su turno. Chiquito firme, Balazo en descanso. Se puso ropa cómoda y un gorro de lana hasta los ojos. Agarró la bolsa con comida y salió pronto. Llegó a la costa y cuando iba a la altura del Asilo Unzué, lo vieron y se acercaron, el Tuerto a la 63


cabeza, los demás cerca. –¡Ajá! Ya estuvieron haciendo algo, adelantando trabajo por lo visto – les dijo Miguel al verlos un tanto transpirados. De inmediato volcó el contenido de la bolsa con restos de asado en cuatro montones iguales para que todos comieran lo mismo. Mientras, se puso a pensar en la distribución del trabajo. El tránsito vehicular estaba más caótico que de costumbre. Todo habría que hacerlo con extremo cuidado. –Tuerto, vos te ocupás hoy de las camionetas. Pardo, a los vehículos viejos. Chiquito a las motos y Balazo a los autos rápidos. Cuando llegan hasta la Avenida Constitución, pegan la vuelta y se vienen detrás de los grupos de gente que trota, haciendo que entrenan. Los perros lo miraban y escuchaban que él les hablaba con voz de mando pero con tranquilidad. Terminaron de comer los huesos y justo pasó un furgón de reparto de modo que los cuatro salieron a correrlo. –¡No usen los dientes, no usen los dientes! ¡Sólo ládrenle a las ruedas! – les gritó y rogó que Balazo se cruzara por delante al vehículo. De esa manera, los obligaría a bajar la velocidad. Nadie le daba bola a los carteles; él y su equipo eran los encargados de que bajaran la velocidad. Menos mal que con esos perros con cierta dosis de locura (la mayoría de los perros van por la vida sin perseguir cubiertas de autos), lograba algo que la autoridad de tránsito no: que los autos no corrieran. Ese domingo de sol, Miguel venía caminado y miraba cómo sus dos hijos jugaban uno a cada lado de su esposa. Al llegar al semáforo les gritó: “Cruzamos juntos, espérenme”. Pero la luz ya estaba roja y les daba paso. Ese auto no frenó. Él también tendría que haber muerto. cmorteo@gmail.com 64


SIN MAGIAS NI PLOMADA Maximiliano Costa Martínez No es un martillo el que junta los clavos no unen maderas ni una chapa cubrió tu familia No es el alcohol que reseca los hígados o la caja boba quien hipnotiza Los cigarros no se queman sin que pitemos y el cenicero no se tiñó solo Como a nuestros vasos lo decoramos ¿La roña salpicó un zanjón o al derrapar metimos la pata? Toda ayuda que buscás fuera está guardada dentro tuyo esperando y es la maquinaria más pesada Mientras no la uses ocupa lugar en el nivel de tu equilibrio Fuiste vos quien agarró martillo clavo madera chapa Te creció el rancho como el cabello pero con maña Cada palo oculta su historia detrás sabés bien qué pared es fuerte y qué rasgo inconcluso dejaste aprisionado en tu mente maxcosta333@gmail.com

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NO MIENTO Enriqueta Noemí Borrello

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a no hay nadie en la calle, sólo camina la madrugada con sus pies descalzos. El bar es una cueva en el interior de la noche que agoniza. Pronto se desplegará el día con su desmesura ciudadana. La escoba, en manos del muchacho, barre junto a los corchos y colillas, los restos de una jornada en cenizas. El mozo coloca algunas sillas con las patas hacia arriba como brazos rígidos en una oración tribal. En cada mesa, cubiertos con un vidrio, trozos de papeles dejados por los clientes, con versos de poetas conocidos unos y anónimos otros. Palabras de amor, de angustia, de alegría, de desengaños. Frases de alguna canción, dedicatorias, despedidas. Mesas palabreadas, dicen algunos. En un rincón, un hombre apura el trago y fija sus ojos, por unos instantes, en la columna del fondo. – Aquí todo el mundo miente – murmura – yo, no. –¿Qué te pasa? Contame quién miente– dice el turco que alcanzó a oírlo. –Ahí están los que juegan al truco, el juego los obliga a mentir. Los del billar siempre hablando de hazañas con mujeres, todas mentiras. Aquellos del fondo que cada tanto salen de excursión a pescar en la laguna de Guaminí, cuando vuelven abren los brazos para mostrar el tamaño de los pescados. ¡Farsantes! A medida que enumera va alzando la voz. El que está en la barra lo mira de reojo, nunca lo ha visto tan alterado. – Y si escuchás a los que se sientan en el fondo a hablar de fútbol. Una mentira tras otra. Y los burreros, siempre tienen una fija. Una yegua o un potrillo que nunca ganan. Mienten, mienten, mienten. Yo no. Los que no son clientes dejan mensajes. Cuando los leés te das cuenta que ellos también engañan– grita. 66


Calla de golpe. El momento parece congelarse. Luego baja su cabeza. Le galopan los recuerdos. Con un movimiento aletargado toma la lapicera del bolsillo interior de su saco, escribe algo en una servilleta y la desliza bajo el cristal. Se incorpora lentamente, camina hacia la salida. La noche es toda quietud. El silencio se quiebra con el chirrido de la puerta que se abre y luego estalla en un estampido. El hombre queda tirado sobre la vereda. El chico deja la escoba y lee el papelito que dejĂł. Ăšltimo dĂ­a, dice. noekechy@yahoo.com.ar

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DESDOBLARSE Elena Nuñez

“Hay dos maneras de vivir la vida, Una como si nada es un milagro y la otra es como si todo es un milagro.” Albert Einstein 14,30 hs. La mujer entra casi corriendo al nosocomio, el apuro se debe a la noticia del accidente ocurrido en Balvanera: 13 muertos esperan en la morgue. Toma el ascensor justo ante de que se cerraran las puertas, aprieta el botón del subsuelo –2 . Viajan en silencio cinco personas. Se detiene el ascensor y es la última en salir, se dirige como autómata al final del pasillo. Abre la puerta vaivén e ingresa presurosa. La respiración aún está acelerada. En el interior sonaban constante los ruidos metálicos de los instrumentos quirúrgicos. Le ayudan a colocarse el delantal de hule, también el gorro y los guantes, levanta la vista y mira a sus compañeros de trabajo. Los saluda con una inclinación de cabeza. El espectáculo es mucho más horrible que los está acostumbrada... Las camillas con los cuerpos amontonados asoman descalzos debajo de las mantas. Sujeto de los dedo grandes cuelgan cartones; un número escrito con marcador negro. Los demás están colocados sobre las mesas de acero, parecen altares de algún rito pagano. Todo un despliegue febril. Es como ver una película de ciencia ficción. Dan comienzo a la extracción de órganos para transplantes. El primero que le toca es un joven de 25 o 30 años. “Su semblante debió ser hermoso“. La cabeza desarticulada queda grotescamente al costado del hombro derecho, como una marioneta. 68


Se coloca junto a su ayudante: una estudiante Universitaria haciendo su práctica. Se coloca el barbijo, da comienzo a su labor con la dedicación impuesta por ella misma. Entorna los párpados, sus ojos brillan con extraño fulgor. Evita toda emoción, su semblante es frío, su cerebro trabaja afanoso. Abre el tórax con un tajo preciso, impecable, se diría que siente placer, no le tiembla la mano, sólo un leve aleteo en las tupidas pestañas. Un compañero toma radiografías al fémur izquierdo. Ella toma el órgano donde palpita la vida, con delicadeza separa una a unas venas y arterias, sigue su trabajo minucioso y prolijo. Mira el rostro perfecto por última vez. Levanta la vista cuando una compañera se acerca, y le muestra un par de ojos increíblemente azules, los deposita en la bandeja de acero esterilizado y se aleja. Todo es movimiento en ese ámbito de delirio. Colocan en refrigeradores los órganos que serán mandados a otros hospitales. Ella vuelve a su tercer cuerpo, una niña de once años; la fragilidad la enternece, se le nota en la mirada, perlas de sudor caen de su frente, el cansancio la vence, Pulmones, hígados, riñones, piel y todo lo que la ciencia logre transplantar, se separan. Muchos podrán obtener nuevamente la vista perdida, otros recuperar la salud quebrantada; comenzarán a vivir una nueva vida. Los cuerpos son colocados en nichos especiales. El tiempo corre veloz, cada uno va dejando su tarea tras horas largas y tediosas. Ella calma su ansiedad dirigiéndose al lavado, se quita el delantal y guantes de látex manchados de sangre, el olor químico de las emanaciones biológicas sumado al desodorante dulzón la marea un poco. Detiene la mirada en sus manos desprovistas de joyas; son finas y delicadas pero, seguras, pueden realizar su trabajo sin dificultad, no se equivocan en ningún momento. Un rictus doloroso se perfila en la boca de bellos labios, la lengua roza el contorno y los humedece; son perfectos, carnosos y suaves. Cierra lo ojos por un momento, sofocando el suspiro. Tira el gorro en la 69


pileta y una cascada de cabellos negros le cubre los hombros, lo recoge en la nuca con una hebilla, se inclina y moja la cara sin afeites, es perfecta y luminosa. Luce un cuerpo pequeño y armonioso. Cambia los guantes por unos nuevos, toma los órganos que están en el refrigerador y sale al pasillo. La puerta vaivén sacude sus hojas vidriadas. Protege la caja del preciado tesoro contra su pecho. Ya no hay luz de sol entrando por los ventanales, una a una se prenden las luces incandescentes de los Quirófanos, Se renueva el escenario, un nuevo equipo se apresta a la tarea del trasplante, los pacientes están sedados y dispuestos; si tienen éxito, esas personas tendrán una nueva oportunidad El tumulto de gente atesta la sala de espera. Familiares y amigos rezan; llantos, abrazos, gritos, lamentos al conocer las nefastas noticias; otros acunan la esperanza que dará una nueva oportunidad al ser querido. Cumplida su misión sale a la calle, el frío de la noche golpea el rostro como una cachetada, necesita una taza de café bien fuerte. Se dirige al bar de la esquina, busca una mesa oculta, el deseo de fumar un cigarrillo la inquieta, ha hecho la promesa de dejarlo y no va a claudicar. Aparecen algunos compañeros buscando lo mismo que ella. Se acerca Enrique, le pone una mano en el hombro, presiona suave y se sienta a su lado. Se miran y él dice, “Qué porquería es la vida“. Ella asiente y quedan en silencio. Se despide de Enrique y sale del bar. Piensa: Siempre dulce y enamorado… No puede corresponderle. Su corazón está como los que extrae. Enrique es un hombre apuesto, de unos cuarenta años; pequeñas arrugas alrededor de los ojos grises, dan realce a su aspecto; arranca suspiros entre sus colegas femeninos, Si pudiera amarlo sería fabuloso, pero aún duele en su pecho el amor que no fue. Cavilando se dirige al estacionamiento donde dejó el auto. 70


Todavía no puede acostumbrarse a la muerte que viene de la mano de la vida. Comprende una vez más el mecanismo exacto de la compasión, cuando hace entrega de lo más valioso del ser humano. Piensa en el joven, en sus manos que acariciaron otras manos, esa boca que habrá reído y besado a su madre, robado besos a una chica que lo deslumbró; habrá cantado con esa voz que se perdió para siempre; en esos pies que caminaron caminos de la infancia. No estará la conjunción de los amigos del bar esperándolo. Nunca sabrá el color de sus ojos cuando brillaban con luz propia. Hay palabras repetidas que nombran al amor y no escuchará. Hoy dejó su equipaje mortal. Queda el silencio, rincón de sombras. Ojala quien tenga su corazón lo cuide y aprenda a amar sin dobleces. A los que han salvado, agradecidos irán apretando sus pechos, disfrutarán sus hábitos cotidianos. Oyó al pasar que fue un camión el que cercenó tantas vidas que viajaban en aquel micro de larga distancia. Nunca comprenderá a los que son la muerte al volante. La muñeca con la ropa sucia, quedó en la cuneta entre el pasto y la sangre Ya no habrá atardeceres rojos para la pequeña, ni estaciones con sus cambiantes tonalidades, ni lluvias que mojan, gotas que atraparán otras manos, murmullos de olas lamiendo la arena donde construiría sus juegos. Se ha escabullido su balsa. Porque morirse ya no tendrá sustantivos. Contiene las lágrimas con gran esfuerzo. Llega a su departamento pequeño y cálido, con vista al río, donde encuentra tranquilidad; podrá dormir sus pesadillas. Mañana sonará el despertador, se levantará e irá a su trabajo, caminará la calle como todos los días. elenanoes@live.com.ar 71


RETAZOS DE UN PASADO Y UN PRESENTE Ana María Hernáez “No tienes derecho al banquete Si es sinónimo del hambre”. Mariam Muiños

No hay odios ni rencores sólo palabras desterradas donde no germinan los deseos. Son amigos del silencio traicionados por la espera desde el fondo de la incomprensión y el olvido. Maldicen el lenguaje de los trasnochados. Nostálgicos de una grandeza pospuesta levantan murallas. El futuro les resbala hacia lo efímero. Extraña soledad de siluetas arrastrando sus costumbres. El frío que encierra saludos los adormece. Sienten todas las cicatrices de la vida talladas en la piel y lastiman. Intentan acelerar su paso urgidos por llegar a casa pero los vencen las distancias. No se dan cuenta: “De historia y pueblo estamos hechos. Pueblo e historia conducen al futuro. Nada es más invencible que la vida”. ( ** ) (* * ) Otto René Castillo

anyrojo15@yahoo.com.ar 72


NOCHE DE PAZ Susana Enrique

A

l tiempo que Don Hilario murió Doña Filomena se vistió de navidad y tristeza, pero como era costumbre, con la voluntad que aún le quedaba, decoró la casa de modestia y abalorios. Vistió la mesa con el mantel de lino y las servilletas bordadas a mano, los cubiertos enmarcando el plato de porcelana y recuerdos, y al frente la copa de pie alto, delgada, orgullosa. Preparó con esmero y lágrimas una cena opulenta de buenos deseos y esperó con la mesa servida que los comensales fueran llegando. Quien lo hizo primero fue José. Vestido en su traje de paño de juego y desidia. Se sentó a la mesa con el cejo enjuto y Doña Filomena creyó ver en su hijo al finado, tan parco como un poste seco. Arietta, la mayor, llegó con apuro. Hacía tiempo que había olvidado su luto y pudor. Desplegó su falda en la silla de pana gastada en la cabecera de la mesa. Sofía llegó retrasada. Que el tráfico, que la gente, decía en una disculpa vacía dejando su saco de seda y apariencia en el perchero de la entrada. Recordó a Hilario cuando lo conoció viudo y con los chicos tan chiquitos, que ella se enterneció de ese hombre y aprendió a amarlo con su torpeza, sus gritos y sus manos pesadas. Casi eran las once cuando sirvió la cena mientras con recelo y voz baja José hablaba con sus hermanas sobre el trabajo, desviando la vista de vez en cuando al televisor que en transmisión directa anunciaba la llegada de la Navidad. Filomena servía el pollo al verdeo humeante cuando Arietta se puso de pie junto a la mesa. Filomena la observó solo un instante y reconoció en esa voz potente de soberbia, los genes del finado. –Queremos contarte una decisión–dijo – Hablamos con el Sr. Menéndez, ¿te acordás del amigo de papá? Filomena asintió en silencio. 73


–El de la inmobiliaria de la calle Talcahuano– aclaró. Filomena se escuchó decir un sí que escapó de su boca sin permiso. –Ya tiene un comprador para la casa. – ¡Un comprador! Pero si la casa no está en ven… –Es todo un negocio– continuó Arietta. Podemos sacar más de sesenta mil dólares que para el estado de la casa es una muy buena oferta. –¿Pero ahora? Tan pronto. No sé –Ya lo pensamos – La voz de José resonó en los tímpanos y le caló el cerebro. Igual a su padre, pensó y sintió un escalofrío perplejo. –A papá le hubiera gustado que vivieras acompañada–dijo con zalamería– Por eso decidimos que vas a ir a vivir a casa de la tía Juana. Ella tiene una casa grande y está tan sola la pobre…La única familia que tiene somos nosotros. –La tía necesita compañía –dijo Sofía convencida. –Hay que ser solidaria. Al fin y al cabo Juana es tú única cuñada. Las campanadas de las doce tintinearon en la televisión y los fuegos artificiales en su cerebro. –Entonces yo mañana me encargo de contactar a Menéndez y apurar el trámite, dijo Arietta. Fue Sofía quién trajo las copas y las llenó con un líquido de hiel y burbujas al tiempo que se besaban unos a otros y repetían con un inusitado entusiasmo ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad! No eran más de las doce y media cuando José se despidió y Sofía le pidió a Arietta que la alcanzara hasta la casa de unos amigos. Filomena los despidió en la puerta, cerró con llave y trabó bien las ventanas mientras que, a su paso, apagaba las luces de la casa. Al llegar al comedor, sintió que no estaba sola, pero no se sorprendió al ver sobre el mantel de lino, tres enormes ratas comiendo los desperdicios. susanaenrique@gmail.com 74


SOMBRAS Blanca Zarza Ajena al terrenal mundo de presa ave feliz surqué el espacio

Mis alas de ilusión se quemaron al avistar sombras nutriéndose de sombras proclamando al estoicismo como única doctrina de los pueblos blancairene12@hotmail.com 75


EL ESTIGMA DE OMAR Crónica breve Oscar R. Ruiz 1. Omar R. apoyó la punta de los dedos sobre el teclado y comenzó a vomitar palabras, una tras otra, con el solo objetivo de poder descargar su tremendo enojo. Ese enojo que lo acompaña desde hace más de treinta años. Demasiado tiempo y no puede tolerarlo más. Siente que lo ahoga y lo absorbe. Tiene que sacarlo, expulsarlo, tirarlo como si fuera un exorcismo No hay otra solución. Le provoca una mala vida. Trata mal no solo a los pibes del barrio, sino también al panadero, al vecino, a Melinda, a la inquilina de adelante, a los muchachos de la oficina y a quien se cruce por su camino. Pero, la verdad es que no sabe cómo. Durante años probó, para desarmar su enojo, todos los métodos habidos y por haber: recetados, imaginados, leídos, sugeridos, prescriptos, intuidos; años de terapia con varios psicólogos, consultas a médicos tradicionales, clínicos, especialistas, homeopáticos, ayurvédicos, orientales; boxeo, rugby, yoga, meditación, Tai Chi Chuan, percusión; hasta putear a troche y moche. Nada le dio resultado, alguien que ya ni recuerda una vez le dijo que probara escribiendo… –Pero, ¿te parece Flaco? ¿Ponerme a escribir? Eso me parece una pelotudez. –Pero no, Omar, haceme caso. Sirve, escribí lo que se te ocurra, no importa, sin pretensiones. Es una catarsis. Volcá en un papel lo que sentís: emociones, sentimientos, broncas, todo lo que se te ocurra… tu vida. Largá las cosas, sácatelas de adentro. Jorge Alberto (63), colega: Conocí a Omar en la facultad. Buen tipo, puteador como él solo, pero buen tipo. Recuerdo 76


que empezó a escribir un poco por sugerencia mía. Cuando nos recibimos había nacido su hija Juliana. Estaba muy preocupado porque decía que siempre andaba enojado y tenía que hacer algo al respecto. 2.…Las continuas crisis políticas y económicas del país lo habían desanimado mucho. Terminaba su día de trabajo con un agotamiento inmenso. Sentía mucho peso sobre sus hombros, mucha decepción y un cansancio de espíritu tremendo que lo deprimía permanentemente. Había días en que, de una buena vez por todas, deseaba que todo terminara… Mabel Mercedes (25) y Mariela Paula (38), compañeras de militancia: En la unidad básica hablábamos mucho con Omar, siempre comentaba lo duro que le habían pegado los descalabros económicos de la Argentina. Nosotras éramos chicas, por eso lo escuchábamos con atención. Primero el Rodrigazo del 75, después la tablita mortal de Martínez de Hoz en el 79, las híper de Alfonsín, primero la de 1985 y después la del 89, la destrucción económica del país durante la década del 90. Me acuerdo, cuando nos contó que en la época de Menem, por más de cinco meses no le entró ningún trabajo nuevo en el estudio y, de los clientes habituales, la mitad se había fundido y la otra mitad no pagaba un peso. La situación económica no era floreciente ni mucho menos, al contrario. Por suerte los pibes ya eran grandecitos y se la rebuscaban: Melinda aportaba con su empleo de docente la guita necesaria para bancar la comida por lo menos. Después vino el corralito de De la Rúa en el 2001, y la caravana de Presidentes peronistas después de su escapada en helicóptero. Pero sin duda, lo que más le dolía a Omar era la decepción por los continuos gobiernos peronistas que él mismo había votado desde Cámpora hasta los Kirchner. En fin, desengaños comunes de casi todos los argentinos. 77


3. Ya habían transcurrido seis días desde que anuncié a la familia que me iba a vivir con Melinda E. Pirez Plana, la chica portuguesa que conocí en el casamiento de unos amigos en común y de quien estaba perdidamente enamorado. La reunión familiar –solo para hombres– , fue citada para la tarde del domingo en la casa del abuelo Francisco R. porque él había pedido especialmente estar presente. Cuando llegué, estaban el Abuelo, Papá y el tío Jorge., sentados en el comedor con un copita de anís de Chinchón cada uno, discutiendo o hablando a los gritos como siempre, pero con un dejo de seriedad que no era habitual en ellos. Al verme entrar, mi Viejo inmediatamente tomó la palabra: "Sentate, los malos tragos hay que pasarlos rápido. Mirá hijo, te llamamos porque ahora que vas a casarte, tenés que saber a qué te estas exponiendo", dijo mientras me acercaba una copita de anís. Pensé que el viejo se iba a despachar con algún discurso moralista, pero me equivoqué totalmente. Me contó que en nuestra familia desde hacía años, los hombres no éramos calientes, malhumorados, leche hervida o como quieran decirnos porque sí, que el tío Cacho no había muerto por el cigarrillo y que Pedro el sobrino del Abuelo, tampoco en un accidente. No, nada de eso, somos así porque llevamos en nuestra sangre una enfermedad que nos vamos transmitiendo de generación en generación, gravísima, si no le prestamos atención nos termina devorando. –Con los años, Omarcito– ahora el que hablaba era el abuelo Francisco R. – supimos que nuestro mal tiene nombre. Los médicos lo nombran como “Foeniculum vulgare”, algo así como “enojo vulgar”. Sí, suena simple, muy simple, pero ese nombre no refleja para nada la magnitud de esta enfermedad. Sabemos que no tiene cura, no cómo se origina; solo se puede atenuar y convivir con ella toda la vida. Podemos darte algunos consejos, algunas cosas que hemos hecho para tratar de eliminarlo pero tenés que saber que ninguna ha dado resultado. No podemos decir que sea una maldición porque no creemos en eso; simplemente es una enfermedad, como la hipertensión o la diabetes, silenciosa pero te mata igual. –Este mal hereditario –de vuelta hablaba mi viejo–, persigue a los varones de nuestra familia desde tiempos idos, con la única excepción, hasta 78


ahora, de la tía Adelaida, la única mujer en toda nuestra historia familiar que sufrió el mal. Tampoco sabemos por qué, sin embargo algunos síntomas descubrimos, y esto tomalo como una advertencia: todos nuestros muertos, días antes de desaparecer, comentaron que se sentían como afiebrados, con una temperatura corporal mayor a la habitual, pero nunca les dimos bola porque pensamos que era simplemente gripe, pero no. Lo importante es que está latente en todos nosotros y solamente se empieza a manifestar si cumplimos dos condiciones: Una es convertirnos de hijos a padres; ese pasaje fundamental en la vida del hombre, ejerce en nosotros un poder tan fuerte y tan extraño que hace brotar el mal; ni siquiera necesita que nuestros hijos nazcan, con la sola fecundación ya es suficiente. La otra condición es abrazar la causa peronista. Eso en nuestra familia no es novedad alguna, creo que somos peronistas desde antes de nacer Perón en 1895, de manera que descubrir esta relación de causalidad nos costó mucho más trabajo que la primera. Como podrás darte cuenta: dos cosas casi inevitables. El abuelo y el tío Jorge asentían con la cabeza, callados y con el gesto serio y adusto. El silencio se hizo pesado. –Por lo tanto Omarcito–, dijo el abuelo con cariño– ahora sabés que estás expuesto al mayor de los peligros. Ya sos peronista, así que si Melinda queda embarazada se va a desatar el infierno. Es tu elección. Si no engendrás vas a estar a salvo del mal, pero solo vos podés tomar esa decisión. Si por el contrario decidís seguir adelante y tener hijos, ahora sabés que llevás dentro tuyo un mal que te va a devorar, que el enojo se va a hacer carne de una manera terrible, te va a absorber y tragar, hasta que ya no quede ni un vestigio de tu humanidad. Nadie te reconocerá, ya no serás más aquel muchacho alegre y sociable. Solo serás un tipo malhumorado, gris, aislado y solitario. Esto empieza de a poco, casi sin darte cuenta. Va y viene como en oleadas, pero es seguro que lo vas a empezar a sufrir y será de tal magnitud que terminará tragándote. Por esta razón nuestros muertos se velan a cajón cerrado, porque en realidad no están, desaparecen tragados por el enojo. Si algún día tenés un hijo varón es tu obligación contarle lo que hoy estás escuchando. 79


–Pero… no entiendo, Papá ¿La Abuela y Mamá no lo sabían? –Sí, por supuesto se lo tuvimos que decir, era inevitable, por esa razón nuestros matrimonios duraron. Cuando se comprende la enfermedad, las cosas se toleran más–, dijo el tío Jorge. –Pero: Si es así. ¿Cómo el bisabuelo Irineo lo sufrió, si él era español y vino a la Argentina en 1940 antes del peronismo? Es cierto, no sabemos muy bien; y eso que lo hemos discutido entre nosotros muchas veces. Nos inclinamos a pensar que fue como una especie de anticipo. Algo natural y lógico. Pasar de la segunda República Española del 36 a la Patria Peronista del 46… no estamos seguros pero algo de eso debe haber. –Bueno, para hacerla corta: llevás encima las dos únicas condiciones que se necesitan para sufrir este mal. Sos hombre y Peronista, y eso te guste o no, se lleva toda la vida con uno –sentenció Papá. Dichas estas últimas palabras los tres se levantaron y me dejaron solo con la copita de anís y el peso de la tremenda verdad. 4. Susana Mabel (72), suegra: Qué puedo decir de Omar. No mucho, era un buen hombre; a la nena y los chicos los quería mucho. Héctor (67), martillero: Sí, yo a Omar lo conocía mucho, venía casi siempre a mi oficina y hasta a veces me ayudaba a alquilar algún departamento mostrándoselo a los clientes. Dra. Cristina (30), psicóloga: Discúlpeme, el secreto profesional no me permite hablar. 5. La semana había sido muy dura, muchos disgustos y preocupaciones, pero por suerte tenía –después de mucho tiempo– casi diez horas de soledad en la casa. Se había prometido a sí mismo no mirar televisión ni escuchar radio, nada que lo conectara con la realidad del país, que tanto le dolía. Solo música y de la que le gustaba. Mucho Blues, algo de Jazz, Luís Salinas, El Chango Spasiuk, María Bethania, Mercedes Sosa, Louis Armstrong, Ray 80


Charles, Esteban Morgado, Andrea Boccelli. Su gusto musical era tan ecléctico que realmente disfrutaba de casi todo, salvo el Heavy Metal. Nunca pudo soportarlo. Los CD desfilaban uno tras otro por el reproductor. Estaba tranquilo, casi feliz. Era un día, literariamente hablando, muy productivo. No había cesado de escribir desde la mañana temprano, estaba ansioso por empezar a corregir y darle mejor forma a lo ya hecho. De pronto sonó el timbre, dejó la computadora para atender el portero. Eran los muchachos de la recolección vendiendo bolsitas de residuos, lo despachó rápido y volvió a sus tareas literarias. No había pasado más de un minuto cuando volvió a sonar el timbre, esta vez era un pibito para ver si tenía ropa para regalar o alguna moneda; le contestó de mala gana que no, que no tenía nada, y volvió a la computadora. Otra vez sonó el timbre, molesto atendió: no, no quería que le cortaran el pasto. El cursor titilaba sobre el documento de Word, pero sus dedos estaban inmóviles sobre el teclado (apenas apoyada la yema sobre las teclas, los montes de la Luna y de Venus de ambas manos apoyadas en el escritorio, los dedos curvados y apenas levantados) como si fuera un tigre a punto de dar el zarpazo a una inspiración que se había escapado. “La puta madre que lo parió no se me ocurre nada. La concha de la vaca y la reputisima madre que lo recontramilparió.” Soltó la puteada. Se sintió momentáneamente aliviado y fue a calentar el agua para el mate. 6. En la oscuridad me entretuve mirando la brasa prendida del cigarrillo que se reflejaba contra el ventanal, mientras el humo hacía volteretas caprichosas y figuras fantasmagóricas. Dormitabas apenas, con una respiración silenciosa y tranquila que no se condecía con la turbulencia de nuestros cuerpos algunos momentos atrás. Aún seguía viendo tus ojos claros e increíblemente bellos, atravesándome de par en par hasta el fondo del alma. Te saqué 81


suavemente el pelo que caía sobre la cara; la presión de tu cabeza apoyada en mi brazo hacía que empezara el cosquilleo típico del calambre, pero nada importaba; lo último que quería era romper el momento. Una inmensa y hasta entonces desconocida sensación de paz me inundó. 7. Con el mate en la mano y el termo lleno, Omar, se sentó frente a la computadora, tratando de volver a escribir, creyendo o buscando –pobre iluso–, que la escritura aliviaría la ira y el enojo, que a medida que las palabras fluyeran el nivel de bronca y odio iría bajando hasta desaparecer. Nada más alejado de la realidad. El enojo lo iba ganando a medida que pasaba el tiempo y el documento de Word seguía en el mismo lugar donde lo había dejado. Lo que había escrito no le gustaba para nada; sentía que eran solo palabras incoherentes, sin sentido, mal escrito, ilógico. Cerca de las cinco de la tarde, se fue a la cocina a prepararse un café con leche, tenía algo de hambre. Sin querer alguien había dejado olvidado el diario del domingo sobre la mesada. En primera plana y con letras grandes de molde estaba la noticia que le llamó la atención “El reciente 29 de abril de 2008, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner firmó el contrato del proyecto del tren de alta velocidad –320 km/h– con tecnología francesa .La obra tendrá un plazo de ejecución de 4 años y un coste de 4.000 millones de dólares, financiados al 12 % anual. Siendo el primer sistema en Latinoamérica”.

No quiso leer más, mirando la tapa del diario, dijo: –¡Estos tipos están todos en pedo!, mientras la gente viaja para ir a laburar todos los días, peor que vacas, o se caga de hambre en el conurbano, piensan en trenes bala. Y nada más ni nada menos que por cuatro mil palos y al 12 %– Se tomó el café con leche de un solo trago, quemándose. Volvió a la computadora… 8. La decisión de tener hijos no fue nada fácil. Por supuesto Melinda lo quería a toda costa. Yo que hasta ese momento, no le había contado nada de mi historia, dudaba terriblemente. Al final me convenció. Cuando nació Juliana me sentí aliviado. El hecho de que fuera mujer me daba cierta tranquilidad, aunque no podía olvidar a la tía Adelaida. Pero 82


cuando llegó Nicasio, entonces sí me preocupé. Ideé en ese momento una estrategia que me pareció brillante, por lo efectiva y simple. Tenía que lograr que Nicasio no se hiciera peronista; privarlo de la posibilidad de ser padre me parecía demasiado duró y cruel. De modo que oculté a sus ojos mi militancia y fervor por el General. En casa estaría prohibido terminantemente hablar de Perón. Comencé a obligar a Nicasio a leer la doctrina radical, a estudiar y admirar a Alem, Irigoyen, Balbín, Illia. Pasaba por video los discursos de Balbín, hasta hablaba despectivamente de “los cabecitas” lavándose las patas en la Plaza el 17 de Octubre, ya que prefería –una barbaridad– que Nicasio se hiciera gorila antes que peronista. Le repetía constantemente hasta grabar en su mente las frases célebres de Balbín como “El que gana gobierna y el que pierde ayuda” y otras como el del famoso discurso de despedida frente al cajón del General: “No sería leal si no dijera que vengo en nombre de mis viejas luchas,… Este viejo adversario despide a un amigo”. No solo eso, desde los cinco años y hasta pasados los diez, en cada fiestita familiar el nene tenía que recitar ese discurso de Balbín, por supuesto provocando el disgusto de todos los varones de mi familia. Pero fue todo inútil… Apenas entro en la facultad, mi hijo Nicasio R. comenzó a militar en la J.P. Y de allí no salió nunca más. 9.… Pronto se dio cuenta de que su temperatura corporal aumentaba, y que un calor tremendo desde las extremidades inferiores, como si la sangre le hirviera, le subía hasta la altura de la rodilla , a través de la piel delgada y pálida vio con asombro como la sangre le burbujeaba en las venas. ¡Ya empezó, Iedraverde y la reputa madre que te parió! De un solo impulso se metió en la bañera, abrió la canilla de agua fría y el burbujeo cesó. Estaba solo .Tenía miedo. Ni siquiera pudo alejarse del agua fría para buscar un toallón; temblaba y su piel se ponía morada. 10. ¡Y qué mierda sé yo Doctora como empezó esto! No lo sé. No ten83


go referencias precisas, algún leve recuerdo de conversaciones escuchadas al pasar: Mi bisabuelo en la guerra civil española defendiendo La República contra el golpe de estado de julio del 36; el viejo vivía en Luno, pegadito a Guernica así que cálculo que se comió el bombardeo de lleno. Mi bisabuelo debía tener a lo sumo 18 años cuando vino a la Argentina. Nunca habló ni dijo nada, como corresponde a un vasco duro y curtido; hay cosas que no se dicen, y la verdad, Doctora me parece bastante estúpido venir acá y pagar una sesión para hablar de mi bisabuelo. 11. Papá llegó del trabajo más tarde de lo habitual, pasada la una y media de la tarde y con la bicicleta pinchada; estaba particularmente molesto y muy acalorado. Yo tenía entre siete u ocho años, no me acuerdo muy bien, pero sí me acuerdo que era sábado, y hacía calor, sería cerca del verano. El viejo se fue a lavar a la pileta del patio como hacía todos los mediodías antes de sentarse a comer, y fue en ese momento que, abriendo la canilla se dio cuenta de que no había agua. Pegó el grito: ¿Qué pasa? No hubo respuesta. Nosotros, cada uno en lo suyo. Preguntó de vuelta gritando más fuerte y como nadie le contestó empezó a agarrar a las trompadas los azulejos de la pileta y a putear quejándose por toda su vida de una manera que nunca habíamos escuchado. El viejo se cortó la mano y salpicó sangre por todos lados. Mamá al sentir los gritos salió corriendo de la cocina y trató de calmarlo. Yo estaba quieto, muerto de miedo, en el vano de la puerta que daba al patio Mamá empezó a gritar: ¡Tráeme agua, tráeme agua! En ese momento, a Papá se le reventó una vena de la nariz, reacción común en él cuando la presión se le iba a las nubes. Las salpicadas de sangre eran apoteóticas. La vieja le sacudió el baldazo de agua fría que yo le había acercado, y después, no sé cómo hizo, le metió la cabeza en un fuentón de aluminio con cubitos de hielo donde poníamos la cerveza. Papá se calmó. Yo limpié la sangre de los azulejos. 12. Omar, buscó un hematólogo en la cartilla de la obra social y pidió turno 84


–Buenas tardes señorita, tengo turno con el Dr. Iedraverde. –¿Su nombre? – Omar R. – Tome asiento por favor, ya lo llama el Dr. Pasaron por lo menos treinta minutos ¡Omar R! –Sí Dr., buenas tardes. –¿Qué lo trae por aquí? –Bueno Dr. el motivo de mi consulta es porque desde hace un tiempo tengo algunas dudas y la verdad no conozco a ningún hematólogo, de modo que me he decido a pagar la consulta para poder preguntarle específicamente ¿es posible que la sangre humana hierva? – ¿Cómo dice? –Sí es posible que la sangre humana hierva–, repetí sin prestar atención a la cara del Dr. Iedraverde. –Bueno, le diré amigo… Rara pregunta la suya. Mire, no se puede ver la sangre como si fuera agua, no es lo mismo aunque sea líquida .Sus componentes son plasma, glóbulos rojos, glóbulos blancos, plaquetas… Si la expone a altas temperaturas no va a ver a la sangre “hervir”. Sus componentes se deterioran; por ejemplo: el plasma que es la parte líquida, los eritrocitos o glóbulos rojos, se destruyen al igual que los glóbulos blancos; y las plaquetas que son las encargadas de la coagulación , se condensan o evaporan. La sangre, Omar, no tiene la capacidad de hervir. Sus componentes a una determinada temperatura se “espesan” se hacen más densos. Lo que le pasa al huevo cuando lo pone a freír, ¿vio? , es lo mismo; se espesa, ¿me entiende? 13. Luego de un rato, debajo del agua fría, Omar se animó a salir de la bañera, temblaba, buscó un toallón y empezó a secarse. A entrar en calor nuevamente. Se dio cuenta al fin de cómo funcionaba el mal. Empezás a hervir por dentro, hasta que simplemente te evaporas, se dijo, al fin de cuenta estamos hechos en un 70 % por agua, tenemos más de 45 litros de agua en el cuerpo. – Tengo que avisar a Papá – Salió del baño corriendo, aun descalzo y húmedo, su cabeza era un torbellino de sensaciones y recuerdos de lo acontecido en 85


el día, los timbrazos, el tren bala, el Word inconcluso, la sangre burbujeando, el tren bala, por más que trataba no podía sacarse el tren bala de la mente. Se resbalo en los cerámicos lustrados del baño. Flor de porrazo. Y mientras se refregaba la zona golpeada para calmar el dolor, entró en la etapa final de la enfermedad, la que nadie le había contado, la que nadie conocía. Empezó a generar bronca, mucha bronca, convertida en una entidad independiente de su voluntad. Su temperatura empezó a subir, con mayor virulencia y rapidez, en instantes alcanzó los 65º y más. Rompiendo toda lógica la sangre de Omar ¡Hervía! Y empezó a disolverlo de adentro hacia afuera, así de simple, así de sencillo, hasta que lo evaporó. 14. Melinda y los chicos llegaron a la casa como a las siete de la tarde. Les llamó la atención que todavía estuvieran los postigones abiertos. Encontraron el toallón tirado al lado del teléfono que está en el distribuidor cerca del baño y la computadora prendida con el cursor titilando, desafiante sobre el documento de Word abierto. Había un olor muy raro, como a azufre y a pelo quemado. No necesitaron saber más. El momento que por años temieron había llegado 15. Eduardo (50), amigo jujeño: No, no pudimos verlo. El velorio se hizo a cajón cerrado. A mí me toco decir unas pequeñas palabras; él era mi “ñaño”. La sensación que tuve fue que a nadie de la familia le sorprendió su muerte. Un excelente tipo, algo caliente sí, pero muy buen tipo. oscarricardoruiz@gmail.com

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MAR DEL PLATA NÁUFRAGA

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UN BARCO Olga Bertinetti

Sola miro hacia la entrada del puerto Miro y me entristece ver pequeño y rojo al buque que va zarpando deja en el aire distante la estela infinita de la ausencia Va saliendo y la tarde sale con él Se alzan velas, retroceden barcazas corre una brisa vaga Yo estoy con lo que veo menos con el buque pequeño y rojo Una dulzura dolorosa se adueña de mí La banquina refleja una imagen de cemento Algo se pierde entre la bruma otros barcos entran con sus redes hambrientas Es verano Se enciende la madrugada en la ciudad de plomo yo sigo en el puerto amarrado de grúas algunos sonidos se instalan en el muelle desierto Partir es flotar con el cuerpo detenido dejar el cuerpo detenido La arena que piso no es la misma Un sueno naufraga en el “llamado confuso de las aguas” pinochafiestas@yahoo.com.ar

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TODO PUEDE SUCEDER Angeles ValdĂŠs Marteles Soledad gaviota infinito sal Aburrido de siglos sopla el viento cristales de agua las jorobadas olas retozan algas La espuma eterna enamorada olvida su manto de novia sobre su lecho blando En incansable noche de bodas besa una y otra vez la playa ruborosa de sol Grita la tormenta su libertad sin horizonte pincela sombras mientras un mechĂłn indeciso de rojo arropa despaciosamente corales espuma infinito vida No hay faro la muerte acaricia hambrienta el acantilado claravaldes@yahoo.com.ar

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PALABRAS FECUNDAS Gastón Sequeira (Pringas)

las pieles novatas bisbisean mientras cumbres con picos rosados se erizan ante el aliento invisible mi vida se refugia tibia y vana la pluma inerte besa melancólica la humedad del estero se enreda la fricción a mi pecho de jamelgo reparo la inocencia en cárcel de exabruptos un gemido de ramas contiguo al grito jadeante de la noche y el glande de la vida tácito hundido en el núcleo abrasador de la tierra insiste insiste insiste 90


en la hendidura pueril de la Pacha hasta provocar un temblor de hielo en la dermis cansina una ráfaga de semillas luego el rumor la soledad la nada tengo silencios en la mano gasbhitour@hotmail.com http://pringas–pringas.blogspot.com/

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CEMENTERIOS Patricia Nora Horvath

En la playa la resaca nombra el paso de los barcos y los restos sus restos: frutas podridas cajones de pescado, pedazos de red, las eternas botellas y trozos de soga desmembrados. En la escollera la herrumbre asoma del agua con sus paredes carcomidas de abandono. Lobos marinos desperezan sobre trozos de cubierta, los buzos despedazan los esqueletos de hierro. Estos viejos barcos ya no descansan en paz. Remueven sus sepulturas marinas y los fantasmas abandonan el lecho empetrolado para internarse profundo lejos en las aguas allende el altamar donde yacen los otros aquellos que se tragaron los temporales. En el puerto las mujeres lloran frente a las placas de bronce. patricianhorvath@hotmail.com

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ATARDECER Graciela Barbero

La tarde alarga las sombras orillando la espuma, los pies hundidos atrapan ausencias. Una lรกgrima es pรกjaro entre las risas holgazanas

gracielabarbero@hotmail.com

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EL VIAJE Blanca Zarza Cuando la tarde cae sobre los montes ve cruzar el silencio en las alas de un pájaro

Los leños del ayer crepitan recordándole que un día la vio sola

blancairene12@hotmail.com

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SENTIDOS Gastón Sequeira (Pringas) Rumor con perfume a hojarasca sudor petrificado riego la tierra mis entrañas predica cúmulo que colma mi limitada visión un equino raudo mordisquea mi piel sapidez afable contornea mi boca madura uno

gasbhitour@hotmail.com http://pringas–pringas.blogspot.com/

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EL EXILIO Estela Sara María Posada

Mar, silencio, oquedad y angustia el sol retuerce la tarde el viento vuela esperanzas serpientes ajenas muerden el pecho mientras la brújula impenitente lleva a puerto su navío Salvaje la hora se tiñe de rojo y la lumbre huye en arrebato Un soliloquio mata la esperanza Llorar, gritar enajenar el alma ¿Para qué? Para continuar el viaje natural de la agonía... esmposada@gmail.com

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MAR DEL PLATA VIOLENTA

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LOS PERROS DE ARENA Daniel Battiston

A

hí está. Bepo acelera y las ruedas del Falcon patinan sobre la arena del camino, luego, entre saltos y sacudidas, se lanza hacia adelante. Junto a Bepo, Manuel se aferra al arma todavía descargada. El auto corre al encuentro de la figura obesa que camina hasta la playa, donde la vieja les dijo que estaría. Saltan a un lado y al otro, y la cabeza de Manuel golpea contra la ventanilla. Bepo se aferra al volante, los ojos extraviados en algún punto incierto. Alcanzan a la figura que camina rebotando como una pelota con cada paso. Lo dejan atrás y se detienen. Giran. Manuel vuelve a golpearse contra la ventanilla. El Falcon gira en redondo, se inclina. Manuel siente a las ruedas resbalar. Cámara lenta. Girar en redondo. Regresar. Piensa que morirse debe ser algo parecido a eso. Tiene la cabeza echada hacia atrás, mira al techo del auto con los ojos y la boca muy abiertos; una mano está cerrada sobre la culata del revólver sin balas. Bepo baja del auto. Camina con un brazo en alto y dice algo que Manuel no llega a escuchar. El chico parece contento, salta alzando las manos, grita, se ríe, babea. Del otro lado del parabrisas engalanado con excrementos de gaviotas, Manuel lo ve saltar y piensa en una pelota de goma que su padre le regaló cuando cumplió siete años. Cuando Bepo llega junto al chico y lo toma por un hombro, Manuel comienza a cargar al revólver. Sería mejor subirlo al auto llevarlo del otro lado de las dunas, piensa. Habían llegado al pueblo cuando el sol blanco y frío, comenzaba a asomar tras los techos de las casas. La vieja los aguardaba sentada junto a una chimenea encendida. Les pidió que se sentaran al otro lado de la mesa baja. Manuel se dejó caer en el sillón blando y tibio y pensó en una mujer deseable que lo abrazaba en la mañana; Bepo recorría el cuarto mirando los libros sobre una de las paredes, pasando un dedo sobre el borde una mesa o una 98


escultura. La mujer le hablaba a Manuel y observaba a Bepo, ella parecía un grillo viejo y la voz el rechinar de hierros retorcidos. Al fin Bepo se sentó donde la mujer le había indicado, apoyó los pies sobre una mesa baja y encendió un cigarrillo. –Aquí no se fuma.

Bepo sonrió. La boca torcida a un lado como si padeciera algún tipo de parálisis facial, dio una pitada larga y lanzó el humo hacia la cara de la vieja, dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó con un pie. –Se llama Ricardo –le hablaba a Manuel– lo van a encontrar caminando entre las dunas sobre la playa. Acá tiene –y lanza un fajo de billetes sobre la mesa– Hacen lo suyo y se van. Bepo y Ricardo todavía están hablando junto al camino. Bepo señala al auto y Ricardo sonríe y salta sobre un pie, en una de las manos sostiene una rama. Ahora caminan hacia el coche donde espera Manuel con el revólver cargado descansando sobre las rodillas, Ricardo lo toma de un brazo y va dando saltitos y ríe. Cuando llegan al auto Bepo abre la puerta trasera, le quita la rama y lo empuja dentro. –No, no. Mío. –Dejate de joder pendejo, no vas a andar con esa mierda adentro del auto. Ricardo permanece en el asiento trasero, los pies sobre el tapizado cubierto de tajos y manchas de semen, las rodillas abrazadas, el mentón descansando en ellas. Bepo arranca, da media vuelta y retoma el camino hacia la playa. –Yo soy Ricardo, ¿y vos? –toma a Manuel de un hombro y lo sacude, apretando, clavando los dedos como puñales. –Manuel. –Amigos ¿sí? Manuel es mi amigo, ¿sí? –Grita mientras golpea el apoya cabezas de Bepo. –Dejate de joder pendejo porque se termina todo acá, ¿entendés? Dividieron la plata en el auto. Manuel plegó el montón de 99


billetes más gruesos que vio en su vida y lo guardó en un bolsillo del vaquero gastado. Bepo lo contó dos, tres veces, y lo sujetó con una banda elástica para después colocar el fajo dentro de una bolsa plástica que guardó bajo el asiento. Cruzaron el pueblo dormido hacia la playa, un balneario fuera de estación olvidado por el resto del mundo. –Es el hijo. –¿Y? –Bepo se encoje de hombros y lo mira de reojo– No vas a andar reculando ahora, esto lo agarraste vos. Hacete cargo, viejo. –Ya tenemos la guita, Bepo, doblá por allá que salimos derecho a la ruta. Bepo frenó el auto en medio de la avenida que conducía hacia la playa. Permanecieron en silencio, quizás hipnotizados por la arena blanca como diamantes que se arremolinaba junto al auto. –Dejate de joder, viejo. Es un laburo fácil, el pibe es un mogólico nos dijo la vieja. Lo levantamos, lo llevamos para la playa y chau. La vieja contenta y nosotros también. –Pero es el hijo, Bepo. –Hacé lo que quieras ¿Te querés bajar? Bajate. Tomatelás. Manuel no se movió del asiento. En una mano tenía el revólver todavía descargado y la otra se apoyaba sobre el bolsillo donde guardó la paga. Bepo se bajó del auto y sentado sobre el capot encendió un cigarrillo. Fumó sin apuro, esperando que los remolinos de arena se asentaran o que Manuel decidiera irse. Cuando terminó el cigarrillo, quemado hasta el filtro, regresó al auto y continuaron el camino hacia las dunas sobre la playa. Ricardo no para de hablar. Bepo maneja en silencio y Manuel, cada tanto, hace algún comentario. Ricardo se ríe y escupe sobre el hombro de Manuel, se limpia la boca y habla, y se ahoga, entonces empieza a toser y escupe otra vez. –Mamá no me deja que vaya para casa. ¿Conocés mi casa, vos? Es grande mi casa. Pero mamá me deja entrar de noche. Me dice Ricardito vos entrá por la puerta de atrás, ¿sabés Ricardito? A 100


veces me deja dormir en la pieza de arriba, tengo un colchón y duermo ahí... –¿Te podés callar pendejo? –...y después a la mañana me dice que ya es hora que me levante ¿sabés? Me dice que me vaya. Mejor, ¿sabés? No me gusta estar en la casa, me gusta la playa. ¿Somos amigos, no? ¿Me escuchás Manuel? –Sí. –¿Nosotros dos somos amigos, no? –Sí. –¿Se pueden callar los dos de una puta vez? –Bepo frena y baja del auto. Abre una de las puertas traseras y obliga a Ricardo a que salga, tomándolo de un brazo. Ricardo se retuerce, grita, se toma de Manuel. Escupe y patea a Bepo. Le dice que es como la madre, malo Bepo, no, dejame, me tiraste mi palo, era mío, decile Manuel decile que no voy que me quedo con vos que sos mi amigo, ¿sí? Yo me quedo con Manuel. Lo toma por un brazo, le hunde los dedos y quedate tranquilo que yo también me bajo. Ricardo deja de gritar, ahora es como una marioneta a la que le cortaron los hilos, un peso muerto, ojos extraviados mirando más allá de las dunas donde el mar se estrella contra la costa. Se deja llevar tomado del brazo de Manuel. Caminan hacia la playa detrás de las dunas, Ricardo entre Bepo y Manuel avanza a pasos cortos como los saltos de un gorrión. –¿Vamos atrás de esa duna? –Manuel habla despacio como para él mismo. –Sí, del otro lado no nos van a ver. –Mirá Ricardo, otro palo –Manuel se suelta de la garra que lo tiene atrapado, se agacha y toma una rama del suelo y se la da a Ricardo. –No, la mía era más linda que ésta. Quiero la mía. La que me sacó él –Se tira al suelo hecho un ovillo y golpea con los puños 101


la arena. –Dale pendejo, agarrá la mierda ésa que te está regalando tu amigo y caminá –Bepo aprieta con fuerza el cuchillo. –Qué lindo, ¿me lo prestás? –Ricardo mira el arma brillante. –Dejate de joder pendejo y conformate con el palo ése. Ricardo se sienta con las piernas cruzadas y la rama apoyada sobre ellas. Parece un Buda alcohólico que extravió su camino. Bepo y Manuel esperan de pie junto al hijo de la vieja, callan, los brazos cruzados sobre el pecho, y el revólver que pesa un poco más encajado en la cintura de Manuel. Ricardo golpea el suelo con la rama seca mientras habla entre dientes, una letanía monótona compuesta de sonidos espesos, no se entienden las palabras o quizás ni siquiera sean palabras, a cada sonido que escapa de sus labios le sigue un hilo de saliva cayendo desde la comisura hasta las rodillas. Toma la rama por uno de sus extremos y comienza a trazar líneas sobre la arena. –¿Qué es eso? ¿Una jirafa? –No. No. No es una jirafa. ¿No ves? Son perros. Manuel sonríe. –¿Cómo que no te diste cuenta de que son perros, Bepo? –Ves, ves –Ricardo se para, le habla a Bepo mirándolo a los ojos, escupiendo su cara– Él es mi amigo –señala a Manuel, lo toma de un brazo– no te quiero a vos. Se sienta otra vez con las piernas cruzadas y sigue dibujando. Traza líneas, círculos, un zigzag que desciende, parece extraviado entre ellas, un laberinto sin salida. –Vení –Bepo y Manuel se alejan del chico, hablan en voz muy baja, quizás crean que él puede escucharlos– Ya estoy con las bolas llenas. Terminamos acá. –Te dije que nos fuéramos a la mierda con la guita. Ricardo dibuja cuatro figuras en la arena. Una, la única con manos, es más grande que el resto. Las manos son un círculo y cuatro rayas duras que escapan de él, cuatro dedos como cuchi102


llos. –Yo –señala a la figura con manos como dagas– ¿te gusta? –le pregunta a Manuel. –Sí, está bárbaro como dibujás. ¿Y los otros quiénes son? –Éste sos vos, amigo –señala una figura apenas más pequeña que la primera y pegada a ella, pero sin manos– Él –un dedo apunta a Bepo y luego a un monigote pequeño alejado de los dos primeros, la cabeza está separada del cuerpo. –¿Y ése de allá? –Bepo señala con el cuchillo la cuarta figura, está por encima de las otras, como si flotara sobre sus cabezas. Ricardo se calla. Cierra los ojos con fuerza, aprieta los labios. Toma la rama como si fuera un puñal y comienza a clavarlo en la figura –No. No. No –grita–No. Mamá. ¡Mamá! Se lanza sobre las figuras en la arena. Patea. Clava las uñas, rasga, muerde. Bepo lo toma por la ropa y lo alza. Ricardo grita, intenta patearlo. Bepo lo abofetea hasta que el chico se calla y del berrinche sólo quedan un motón de balbuceos y un aspirar de mocos. Bepo lo empuja, y él, Ricardo, Ricardito, el hijo de la vieja, el idiota del pueblo avanza a los tumbos. Tropieza con sus piernas. Cae. Bepo lo levanta. Lo toma de un brazo y apoya la punta del cuchillo contra las costillas. Ricardo camina. Llora. No, no. Quiero con Manuel que es mi amigo. Entonces morirse no es como pensé. No es volver para atrás y que todo te pase tan lento, tan calmo. No es pegar la vuelta mientras sentís que la cabeza te golpea; morirse es esto, es ese mogólico que le grita a Bepo y se come los mocos. Caminan quince metros, donde nacen las primeras dunas y Bepo lo empuja, un sólo golpe en la espalda con la mano abierta y Ricardo cae de boca al suelo. Alza la cabeza escupiendo arena y Bepo le coloca una rodilla sobre la espalda. Lo toma del pelo y le echa la cabeza hacia atrás. Desde lejos parecen un monstruo bicéfalo que gruñe, grita. A Bepo siempre le gustó ver morir de a poco a sus víctimas, quizás por eso el placer del 103


cuchillo. Un golpe seco en la garganta. Simple. Una línea roja se abre como una boca enorme y el tiempo escapará de a poco. Entonces la muerte no será ese punto de retorno como pensaba Manuel. No. Debe ser otra cosa. Simple. Nada más apretar el gatillo. La muerte será como una puerta que se cierra. Golpea. Sacude. Bepo aún de espaldas con el cuchillo apretando el cuello. Uno, Bepo se sacude y suelta a Ricardo. Dos, y el cuerpo se dobla hacia adelante como olvidado de sus huesos. Tres disparos. Las rodillas se hunden en la arena. La mano no quiere soltar el cuchillo ahora tan pesado. El cuchillo que Ricardo le arrebata. El cuchillo clavado en el cuello de Bepo y tres balas en la espalda. Abajo. Arriba. El cuchillo sale en medio de un chorro de sangre. Otra vez. Manuel mirando. Sin palabras. Sin aliento. Ricardo hunde los dedos en la garganta de Bepo y los pasa por su cara. Una máscara roja y blanca. Ríe. Mira a Manuel y ríe. Manuel suelta el revólver. Presiente que algo se retuerce en él. Algo que aprieta y ahoga y corre hacia el auto. Sentado sobre el capot, las piernas abiertas, vomita. Deja que todo escape de él. Hasta quedar vacío. Hasta que el estómago contraído se seque y todavía tener la garganta apretada. Ese regusto ácido que cubre a la lengua no es sólo su último desayuno. Sube al viejo Falcon y lo pone en marcha. Diez minutos después tomará la ruta que lo llevará al oeste. *danielbattiston@gmail.com

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CUESTE LO QUE CUESTE Susana Enrique

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ermanece inmutable observándolo. Desde el camastro, su padre, suplica. Atado de pies y manos, su cuerpo se arquea con cada descarga y continúa en pequeños movimientos al desplomarse sobre el colchón de sal gruesa. Desvanecido sobre la meada caliente, su autoritarismo se desdibuja en una masa de grasa, que implora. ¿Me preguntas por qué lo hago? Acaso ¿no estás orgulloso de mí? Como me enseñaste. No detenerme hasta cumplir el objetivo. Si no hago más que obedecerte, papito. ¿Desde los nueve años? ¿O mucho antes? No se acuerda. No quiere acordarse. Pero continúa ahí, observando, deleitándose, con esa imagen de un padre, desconocida para él. La baba le corre por la comisura de la boca. El terror se le cuela en los ojos. Y en cada movimiento de descarga, el pantalón impecable, se baña con la mierda y la meada involuntaria.

¿Otra vez mojaste la cama, Julito? Vamos a ir a ver al médico para ver qué está pasando. ¿Qué sentido tiene? decías .Ya se va a ser hombre y esto no tendrá importancia. ¡Qué sentido tiene! ¡Qué sentido tiene! ¡A ver como se siente esta varillita en el culo! ¿A ver, a ver? Tranquilo hijo, relajate, papá nunca te va a hacer daño. ¡Viejo cabrón hijo de mil putas! ¡Viejo de mierda, metiéndote en mí cama! Y acá estoy. En tu oficina, como vos la llamás. Este agujero asqueroso en el fin del mundo donde todos los hijos de puta como vos, juegan a salvar a la Patria del enemigo. Para ser como vos, me traías acá, todos los días después de la escuela, durante todos estos años. Haciéndome escuchar todos los gritos, sin rostro que salían de esta habitación, en bolsas. Para esta profesión hay que ser hombre. Saber si tenés huevos 105


o sos un pichón que a la primera apretada se mea encima. En el hoyo no hay nadie, salvo el viejo, La Morocha y él. – ¿Quién es La Morocha?– pregunté curioso. –Vení que te la presento – dijiste sonriente. Al cruzar la puerta, un catre apoyado sobre cuatro tacos de madera. Sobre el elástico de fino varillaje, una capa de sal gruesa y de cada extremo metálico, un cable al tendido eléctrico. Ésta es La Morocha. La llamamos así porque te tumba igual que una ¨ negra ¨. ¿Es así papito? ¿Es así, como me querés? Mirame, mirame papá…Soy Julio, tu hijo… ¿No estás orgulloso de mí? El viejo vuelve a desvanecerse, pero ésta vez no permitirá que no lo mire a los ojos cuando él le hable.

Toma una aguja y un hilo grasoso y con cuidado le cose el borde del párpado superior, casi debajo de la ceja. Punto cruz, Santa Clara. La sangre fluye efervescente. La córnea se opaca. Toma la varilla metálica y desplazándola por el cuerpo, a modo de estigma escribe las palabras oídas tantas veces: cueste lo que cueste. La habitación se inunda de olor a carne quemada. Él observa la obra, como un pintor, al dar la última pincelada. Inmediatamente toma el arma de su padre y dispara.

susaenrique@gmail.com

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LA DAGA María Cristina Moro

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entía los acordes que se elevaban desde el asfalto mojado y el canto de bandoneón que le trepaba por las piernas. Un mareo de deseo y quebranto le apuraba el paso. Se apretó la cartera al pecho para aliviar el galope de sus latidos. Recorrió cuatro cuadras en un vértigo de faros, bocinas, angustia y humo. Tomó por Callao a la derecha, sintiendo que rodaba tras la luna, embriagada de amor, hasta alcanzar el tercer edificio sobre la vereda del cine Odeón. La entrada de mármol rojo con tres escalones hasta el vestíbulo vidriado y el portón de madera clara. No tenía llave. El portero eléctrico no funcionaba. Se arregló el cabello frente a la puerta, mientras calculaba el tiempo pasado desde aquella primera vez. Se dispuso a esperar, fumando, bajo las hojas grises del ficus artificial. No pudo evadir el golpe de memorias que comenzó a aturdirla como la lluvia, arreciando con fuerza sobre las baldosas rotas de la vereda. Se vio joven con un trajecito sastre de twill gris, el pelo recogido en un moño negro y los zapatos de tacos finos y altos a la moda, parada en la puerta de Los Molinos con la boca carmesí apretada queriendo controlar el repiqueteo de sus dientes nerviosos. Era el primer encuentro con Hernández, que en ese entonces no era licenciado, ni siquiera Don. Lo vio llegar con su pelo engominado y el típico pañuelo asomando del bolsillo, con el andar fanfarrón y la mirada sobradora, como escapado de un sueño de Discépolo. Hernández se plantó a unos centímetros de su piel incandescente, le tomó la mano y la traspasó de tibieza con un beso cuyo recuerdo aún tenía el poder de humedecerle la carne ya flácida. Augusto Hernández, para servirla, le había dicho con erres de Gardel y los dientes más blancos y parejos que hubiera visto jamás. Se vio sentada con Hernández en una mesita del fondo como una foto más en blanco y negro de las que tapizaban las paredes de la confitería. Cuántas tardes siguieron a aquella primera hora en la que sus almas 107


comenzaron la danza de encuentros y desencuentros signados por la pasión, la tristeza, los celos, el rencor, la maldita fatalidad de dos vidas atravesadas por la esencia del tango. Hubiera querido quemar ese recuerdo y con él todo el álbum de instantes atrapados en las páginas de su vida. Allí empezó el amor, allí empezó también la traición a su querido Ernesto. Fue esa misma tarde que Ernesto el bueno, el honrado y crédulo compañero de su adolescencia, recibió sin sospecharlo la primera puñalada hacia la muerte. Ernesto enamorado del amor. En el conjuro de la tarde lluviosa le pareció escuchar su voz implorante llamándola Teresa, como sólo él pronunciaba su nombre, con cadencia afrancesada, tristón y dulce, perfectamente adorable, ausente de picardía, vacío de peligro, espantosamente predecible y seguro. Empezó a encontrarse con Hernández cada tarde, en el horario de su clase de mecanografía que ya no tomaba. Ernesto la miraba irse complacido sin sospechar los torrentes de sangre que bullían azules y rojos de ansiedad y de vergüenza, en la contradicción de sus venas. La aguardaba a su regreso con la mesa puesta y la infaltable rosa en el florero. Cuando llegó la primavera, decidió que ya era tiempo de liberar sus sentimientos y pregonar al viento su urgencia por Hernández. Esa tarde se vistió de seda liviana con flores púrpuras y amarillas. No escondió bajo el abrigo la carne palpitante de amor nuevo, su piel humectada de caricias. Invocó el coraje de todas las Rosas y Marías, de las Malenas y Azucenas, de todas las heroínas inmortalizadas por los desatinos de la pasión. Se paró frente a Ernesto y le clavó la daga sin piedad. Le confesó sin pausas el tedio mortal que ya no soportaba atrapada dentro de ese matrimonio enfermo de rutina. Le espetó sus encuentros tempestuosos con Hernández, que para ese entonces ya se habían mudado de la mesita de Los Molinos a un amueblado de Corrientes y Talcahuano. No ahorró detalles ante ese Ernesto de ojos mansos que se hundía sin comprender a medida que el relato ahondaba en mórbidas imágenes. Ambos parecían sorprendidos por esta lava hiriente y sin retorno que brotaba de la boca de Teresa. Él se ahogaba quietamente, negándose a recibir la embestida. Ella se quemaba en la locura de esa hoguera alimentada por sus propias llamas. 108


Faltó el aire para Ernesto, quien prefirió desplomarse con las pupilas llenas de otra Teresa, la de colinas dóciles y ojos amables. Esa Teresa no era la suya, y él no había nacido para llorar penas en un cafetín. El cielo anochecido continuaba desagotando nubarrones sobre los recuerdos tormentosos de Teresa. Las barajas habían sido repartidas y a ella le había tocado jugar de malvada. Partió dejando a Ernesto obnubilado, desfallecido, tal vez prefiriendo escaparse a un espacio donde pudiera morirse lentamente de amor. Ella en cambio, se entregó con los ojos bien abiertos a su trágico destino. Gozó posesiva y poseída. Hasta que como en los buenos tangos, no tardó en llegar la estocada amarga del engaño. El revés de la fortuna retribuyó a Teresa con la misma moneda con la que ella había pagado el verdadero amor. La justicia memoriosa cayó implacable a cobrar sus deudas. Teresa lo asumió. Aguantó sumisa, tenaz. Se había apostado la vida por esa pasión y no estaba precisamente dispuesta a aflojar por un desliz o dos de su varón. Pasaron años y humillaciones que la volvieron más dura e irreconocible. Casi nada quedaba de la Teresa que Ernesto se llevó con él a un sitio donde quizás aún fuera feliz. Trató de gambetearle mil partidas a la inclemencia de su destino. Esperó mil lunas en vela con la ausencia de Hernández sobre las sábanas planchadas y mil noches durmió abrazada a la esperanza. Poco a poco fue ensayando frente al espejo el rostro que le devolviera el reflejo perdido de su alma. Cuando por fin se reencontró con un mísero escombro de su esencia, decidió recuperar la dignidad. No más. –Buenas tardes señor, ¡qué nochecita! Soy del 5to B, sí, lo del Licenciado Hernández. Gracias, muy amable. Hasta luego. Fue más fácil de lo que esperaba. Hernández abrió la puerta con su sonrisa de dientes perfectos. Se acercó lentamente y se plantó a unos centímetros de su piel incandescente. Teresa le apoyó la daga en el centro de su beso y le traspasó, se traspasó, el pecho con un Teresa Laplacé, para servirlo, que los fundió para siempre en un abrazo de rojo carmesí. mariacristinamoro@yahoo.com 109


JURO QUE LO VI EN MIS SUEÑOS Santos Smith Estrada Juro que lo vi en mis sueños. La mano me pesaba, mi identidad volcada sobre el piso y el “click, click, click” del martillo componían la banda sonora de esta tragicomedia. Ya no quedaba nada, lo que estaba completo ahora era solo un vacío. Lo liquido y lo sólido, ni lagrimas, ni vómitos. Pero lo volví a ver, ahí estaba todo: 5 plomos, 1 tambor, 38 milímetros. 6 hermanos de otras madres 5 casquillos presos por amor 4 memorias húmedas hasta después de la muerte 3 patas cojas que sostienen mi estructura 2 ilusiones pasadas sobre 1 recámara vacía como mi única salvación. 1 tambor que repiqueteaba al ritmo del latir de mi corazón encallado en un mar de lágrimas que me quiere ahogar.

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Juro que lo vi en mis sueños .La inmensidad me atrapó en un rincón, conocí el infinito y vi como su fin llegaba. Mamá me tapaba con mis sabanas de lija, mientras papá me deseaba un dulce sueño amargo. “Adiós hijo” fue lo último que escuché… Miré hacia arriba, las nubes corrían rápido, apuradas por llegar al cielo. Mientras, yo acá abajo pensando: “Mi vida ya no tiene valor de uso y el valor de cambio no lo conozco. ¿Será el costo de oportunidad de seguir vivo? O no...” La distancia era corta. 38 milímetros Entre la cuna y el ataúd, el espacio entre la fe y la razón. El largo de la grieta en mi pecho, el ancho del surco en mis tierras. La corta distancia de una decisión en 38 palabras. *smithestradasantos@gmail.com

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19 ROJO Oscar R. Ruiz

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ientras calentaba el agua para el mate tomó el pastillero de plástico –ese que tiene siete cajoncitos e iniciales en las tapas– y meticulosamente colocó los remedios uno por uno. Una sonrisa se dibujó en su boca al ver la calcomanía del “Smile” que su mujer le había pegado en la primer tapita a la izquierda, justo tapando la letra “D” “Que lo parió, tengo que ir de nuevo a la farmacia”, se dijo mientras tiraba los blíster vacíos y cerraba la lata de After Eight, recuerdo del despilfarro importador de los noventa. Como flechas, dos certezas lo atravesaron. La primera: Ya había pasado un mes. La segunda: Tenía que gastar más de cien pesos en remedios, cosa que lo ponía de muy mal humor. Desde que se jubiló y a medida que pasaban los años, su tacañería se incrementaba, posiblemente normal en la vejez; recordó a Ingenieros: “Si un avaro poseyera al sol, dejaría al universo a oscuras para evitar que su tesoro se gastase”. Diariamente debía tomar muchos remedios obligado por un problema coronario. El cuidado de su propia salud nunca había sido para él algo importante y a esta altura estaba pagando las consecuencias de algunos excesos y una vida un poco desordenada. Desayunó lo habitual: Tres tostadas de pan negro con queso blanco y mermelada de ciruelas, limpió la tostadora y la guardó, no sin antes ponerle la funda de tela para que no cayeran las migas de pan en la alacena, lavó el frasco de mermelada para sacarle el pegote y el cuchillito que había usado. Guardó todo en su lugar La sensación de urgencia conocida, lo inundó al mirar el almanaque y darse cuenta: era jueves. Segundo jueves de mes, el día que había establecido, desde hacía dieciocho meses, para dedicárselo a su Señor 112


Apuró el último mate. Poniéndose la campera, le dio un beso a su mujer y con un “Chau” salió La calle estaba como todos los días, a pesar de eso, sintió algo diferente que lo hizo sorprender y detenerse un momento. Miró para todos lados pero no encontró nada extraño. Mientras caminaba hacia la parada del 563 ordenó mentalmente su día: “Primero paso por el taller a buscar las herramientas, después, si me queda tiempo voy a la farmacia. Hoy la prioridad la tiene el deber”. Se bajó en la parada de Canesa y caminó las dos cuadras hasta el taller para recoger el bolso, lo abrió y controló que estuviera todo lo necesario en orden y completo, después volvió sobre sus pasos para tomar el colectivo hacia el centro. Decidió tomar el 715 que va por la 88. Tenía ganas de campo. Cargando su bolso subió, pasó la tarjeta, retiró el boleto y fiel a su costumbre le dijo al colectivero ¡Buen día! El joven ni siquiera lo miró, en silencio, inmerso en su mundo de problemas. “Se ve que no está acostumbrado a que le digan buen día ¡Qué trabajo de mierda!” pensó mientras iba al fondo del colectivo buscando algún asiento No eran mucho más de veinticinco los que iban en el micro cuando tomó la ruta, la ausencia de cemento en colores diversos dejó lugar al pasto verde con el cual se llenó los ojos pegados a la ventanilla. Verdaderamente lo necesitaba, sentía a veces, que la tarea que debía llevar a cabo lo agobiaba un poco. Como otras veces, ya sea por miedo a flaquear o simplemente para reconfortarse, dijo en voz baja la oración de agradecimiento que hacía meses había confeccionado y memorizado “Señor agradezco tu visita y tus palabras, si no hubieses venido a mí, sería aún una persona egoísta y vacía. El que me hayas permitido ayudar a los demás a que no sufran me permite convertirme día a día en una mejor persona, poder transitar esta etapa de aprendizaje para regresar en la próxima vida mucho más evolucionado a estar más cerca de ti. Cumpliré tus pedidos mes a mes, como 113


hasta hoy, gozoso de que me los hayas encargado. No cuestionaré tus decisiones ni tu sabiduría. Solo tú cuando lo consideres adecuado, me relevarás de mis obligaciones y entonces… ” El sonido del celular lo interrumpió, era su mujer para pedirle que de regreso pasase por el almacén de Matías y comprara queso cremoso; tenía pre–pizzas para la cena. Le dijo “bueno” y de paso: “te quiero y te extraño”, sabía perfectamente bien que a ella esos arranques románticos le alegraban el resto del día En ese momento, pensó “Entre esta gente está a quien debo ayudar este mes, por alguna razón el Señor lo puso en mi camino” Comenzó a mirar a los compañeros de viaje, tratando de adivinar a quién de todos ayudaría: sus caras curtidas y tristes reflejaban miles de problemas. Algunos dormitaban cansados seguramente del trajín diario o en el caso de los más jóvenes alguna trasnochada segura. La elección no era fácil Le llamó la atención un muchacho joven, no más de diecinueve años, pelo largo, barba rala e incipiente, con la capucha del buzo colocada como se usa ahora; tenía mirada perdida y una mueca de tristeza absoluta que no se conducía con la edad que aparentaba; su ropa no era para nada lujosa pero sí limpia y prolija. Estuvo a punto de elegirlo, pero no se lo permitió, sentía que debía apegarse estrictamente a su método. Tomó la pequeña libreta del bolso, en la que había comenzado a anotar todos los detalles, hasta el más pequeño e insignificante, de lo que hacía cada segundo jueves de mes. Su nivel de obsesión llegaba al punto tal de escribir las sensaciones y pensamientos que en el transcurso del día le iban aconteciendo. Tal vez creía que debía dar un informe detallado de sus acciones Confirmó lo que ya sabía, este mes le tocaba empezar a contar desde el fondo del colectivo y exactamente eso es lo que hizo. Por sus ojos desfilaron dieciocho pasajeros, el número diecinueve recayó en una señora de tez morena, petisa, algo regordeta con rasgos bolivianos; llevaba una bolsita de supermercado chino 114


con las pequeñas compras. Como otras veces a medida que se acercaba el momento de elegir, mientras un dolor punzante partía desde su nuca hasta el centro de su cabeza, su pulso se aceleró y comenzaron las palpitaciones, Sintió como si varias personas se metieran en él, cuchicheando, susurrándole al oído, aconsejándolo, hasta que “la voz” se escuchó nítida, clara y contundente por sobre todas las otras voces. “Sí, sí es una bolita, ni papeles tiene, le roba el laburo a un argentino en alguna casa que la explota por dos mangos, tiene un montón de pibes que ni debe saber quien es el padre. Algún borracho o alguien que seguro la faja, Seguro, Seguro, los pibes a la buena de Dios , en patas , enfermándose , llevándolos a una salita de mala muerte o al hospital a las tres de la mañana, que no tienen nada, sin guita para los remedios. Sin nada, ni casa, ni familia, ni trabajo. Sin nada, sólo problemas, sólo problemas” Volvió a confiar y mientras apretaba las correas del bolso pensó “No tengo duda, el Señor sabe, el Señor es sabio”. Por un momento las voces callaron. A la altura del Km. 10 la mujer se levantó. Él se paró de prisa y, apurando el paso bajó con ella. Mientras en silencio caminaba detrás, abrió el bolso para sacar la cuchilla. La víctima número 19 había sido elegida oscarricardoruiz@gmail.com

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LA TUMBA Sara María Posada Y su vientre fue una tumba se hizo la noche Cesó el flujo de la vida con su pulso todo fue quietud el silencio fue uterino y no llegó jamás el día No quiso ser No pudo Habló la nada, se adueñó en silencio, traicionera Allí quedaron los colores y las motas de algodón las nanas, los sueños los planes a jamás. La quietud todo lo baña y es sólo gris del desespero que enseñorea el alma. esmposada@gmail.com // esm–posada@hotmail.com

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LA ARMONÍA María Cristina Moro

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ucas salió de la cocina envuelto en aroma a pan tostado y con la boca sombreada de chocolate. –¡Me voy a buscar lombrices mamá!– se escapó del caserón sin darme tiempo a regañarlo. –¡Lucas, vení! ¡No te cambiaste la ropa del colegio!– Pero en un abrir y cerrar de ojos ya estaba del otro lado de la cerca alejándose con ese tranco de potrillo rebelde. –¡Volvé antes de que oscurezca!– agregué mientras se perdía por el camino de granza. Con un suspiro complaciente me afané en las tareas de la casa. Había sido una semana extenuante de exámenes en la facultad. Amaba el campo. Me reconfortaba el cansancio físico. Sin darme cuenta, la tarde empezó a desplomarse sobre mis espaldas junto al sol y la fatiga del día. Cuando escuché el motor de la camioneta me dije que no podía ser Pedro. Él iba a estar hasta el martes en el congreso de Rosario. Por las dudas me asomé a mirar en dirección a la tranquera en busca del polvo. Efectivamente pude distinguir la caja anaranjada de una Ford vieja que se alejaba en dirección a la ruta. Ah, debía ser el alambrador que había venido a medir la cerca. Claro, empezaba el lunes. Salí a encerrar las gallinas. Decían que andaba un animal merodeando. Yo por las dudas tenía la escopeta a mano. No me temblaba el pulso cuando tenía que disparar. Lucas no tardaría en volver. Pasé por la huerta y arranqué lechugas y pepinos. La carne ya estaba cocida del mediodía y quizás le agregaba unas papas. Seguro que volvería hambriento. Y también sucio de barro de andar removiendo la tierra. Qué suerte que tenemos este desahogo. Acá puedo soltar a Lucas y despreocuparme. La situación en la ciudad está terrible con tantos asaltos. Dan ganas de mudarse al campo. La comida estaba lista y la mesa puesta. 117


Al rato salí a buscarlo. Qué desobediente. Merecía una penitencia, pero íntimamente lo perdoné. Me alegraba de que estuviera lejos de la computadora. El cielo estaba de ese azul tan lindo con dejos rosados, y el lucero tan solo, antes de explotar en estrellas. Los colores eran más profundos a esta hora. El olor fresco y húmedo de la tierra se metía en la piel. Pasé el primer monte y empecé a llamarlo ¡Luuucas, Luuucas! Mi propia voz repitiendo su nombre empezó a sobresaltarme y se me aceleró el pulso. Caminé más rápido. ¡Luuucaaas! ¡LUCAS! Eché a correr, y con el vientre llenándoseme de hormigas alcancé la orilla de la laguna. El clamor de las chicharras, los grillos y los sapos me aturdían y no me dejaban pensar. Capaz que se quedó dormido allá en la sombra de los aromos. Se levantó muy temprano esta mañana. Hoy lo mando a acostarse enseguida de cenar. Eso es. Más tranquila, me dirigí hasta los árboles donde ya me parecía distinguir su camisa blanca echada contra un tronco. Noté huellas en el barro. No eran de niño. Unas pisadas grandes y pesadas. El corazón me daba patadas. El aire se volvió esponja y me empecé a asfixiar. Quería correr pero tenía las piernas trabadas. Todo sucedía tan vertiginosamente. Perverso, feroz. Un pájaro bebía agua del charco, su imagen duplicada en el agua. Un objeto entre los juncos desentonaba con el paisaje. Los cordones blancos desatados. La zapatilla de Lucas. mariacristinamoro@yahoo.com

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ARCÁNGEL EBRIO DE SAÑA MORTAL Ana María Hernáez Un grito en la noche, el vacío de los tiempos en el lejano infinito. Carlos A. Badaracco

Canto I Solos en la habitación. Ella sobre la cama. Él Arcángel abatido hermoso y cruel como pocos quiere ser Dios. Él Señor de la tiniebla sobre ella con una carcajada en los labios fuego oscuramente luminoso. Demonio de uñas filosas junto al rostro de la niña. Con arañazos desfigura sus oídos. Cuanto más sangre fluye más ríe el Ángel Negro lágrimas muertas. Ebrio de saña desgarra las mejillas clava dientes en el cuello hunde en sus entrañas dedos y boca. Murmura quedamente: Deja que acaricie tus cabellos mientras clavo mis uñas en tus ojos. La flecha de Dios en el costado así siente ella el destrozo de su carne. Su rostro virginal es una masa sanguinolenta. 119


Canto II Mientras más lastima más tensamente feliz está. Su boca reseca de sangre una piraña. Quiere lavarse las manos como Pilatos de furia desatada en besos que hirieron a mordiscones frenéticos. La niña ya no muestra nada es como si el dolor la hubiese paralizado no gime ni se queja parece una momia. Ni siquiera puede limpiarse las huellas dolorosas de las heridas que ese ser nefasto inmundo deja en sus entrañas. Canto III Un mundo de silencios lo rodea. Noche encendida flecha transfigurada en arrebatos. Sólo el canto del pájaro negro de la muerte anida en su corazón. ¿Qué echo funesto lo convierte en animal depravado? Pero no ellos sólo lastiman por hambre. ¿Qué horrendos motivos lo llevan a actuar de ese modo? ¿Es quizá como el Marqués de Sade quién sólo disfrutaba ante el sufrimiento de los demás? Sangre siempre sangre ajena. Canto IV Ya no son un hombre y una niña en la soledad de una habi120


tación ahora son dos machos en celo peleando por su hembra. Con desesperación luchan cuerpo a cuerpo. La sangre que mana los embravece aún más. Se laceran hieren desangran vuelven a descuartizar. Clavan hunden sus garras cuelgan las pieles humeantes. Vibran sus pechos. Habrá un vencedor y un vencido. El que gane será “La Gran Bestia” la única sola indomable vencedora inmortal. Canto V Regresa a la escena anterior. ¿Sigue soñando o está despierto? Ahí está cuerpo laso desangrado. Él Demonio vencedor tiene uñas llenas de piel. ¿Quién es el vencedor? ¿Quién la víctima o el victimario? ¿Quién se acercará a Dios quién morará en el Averno? Ya no puede discernir dónde está la belleza

dónde el mal.

Canto VI Él es un rey herido. Una mentira 121


Su acción es caída Será juzgado.

su victoria

una derrota.

Lleva la maldición tatuada en el alma. Aunque avanza hacia las tinieblas eternas los espíritus lo rodean. Su cuerpo ya no le pertenece. Alas negras que masacraron los soles clavarán púas en sus mejillas silenciarán las palabras de su garganta de fuego. Entonces cuando la noche ciega cierre sus muros a las lamentaciones nacerán rosas en los ojos de la niña. ¿Y más allá? Más allá sólo la nada. Homenaje a “Cantos de Maldoror”, Conde de Lautréamont, Canto I Estrofa VI

anabelle32@hotmail.com

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TARDE DE OTOÑO, LLOVIZNA GRIS Graciela Barbero

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alles vacías, una llovizna tenue en la tarde de otoño, un perro aburrido bajo un arbusto Sin querer siempre soy testigo de las peleas de los vecinos. Salgo a despejarme por mi barrio: Pringles, Arenales, Paso, mirar árboles desnudos, hojas ocres que crujen, distrae. Caminar es como escribir, oxigena el espíritu, instala una sonrisa. Iba tranquila, no me gusta arribar sin aliento, ya casi llegaba con un tango en mi mente cuando vi un taxi estacionado y un hombre que salía corriendo de una vivienda. Era el domicilio de la colorada Berta. Entré en mi casa sin prestarle demasiada atención, preparé el mate y libro en mano, una reedición de Las Palabras de Sartre, me disponía continuar la tarde apacible, pero el perro del fondo ladraba a más no poder. Fastidiada me asomé por el cerco medianero. No veía nada. Seguía ladrando. Fui a la casa decidida a cortar definitivamente el continuo escándalo; cuando no eran las discusiones, era el animal; toqué con furia el timbre. Llamé en vano. La puerta entreabierta invitaba a pasar. En la cocina, el fuego encendido y la pava silbando; sobre la mesa, una revista de modas con la nueva colección otoño–invierno, un cenicero lleno de colillas, una libreta escrita con desprolijidad. Realmente no sabía qué estaba haciendo allí, busqué inútilmente a la dueña en cada escondrijo. Subí a la habitación, la cama revuelta, tal vez por un encuentro pasional desenfrenado; en el cuarto de huéspedes, arreglado, no había señales de robo. Di aviso a la policía. Pude declarar que la dueña de casa, secretaria ejecutiva de una compañía pesquera, de treinta y cinco años aproximados, habitaba sola, recibía frecuentes visitas de un viajante residente en otra ciudad y a los muchachos del delivery. Escuchaba, aunque no quisiera, sus discusiones. No sabía más del tema. 123


El barrio Chauvin de inmediato se convulsionó. En la casa en cuestión, un patrullero y la policía científica. La intriga me carcomía, qué había pasado con Berta. No pude menos que acercarme al grupo de personas en la vereda a preguntar. Doña María, la sabelotodo, chusma por naturaleza, contó que la muchacha había sido asesinada y enterrada en el jardín, bajo los macetones. Hubiera pasado mucho tiempo sin encontrarla pero el perro fiel a su dueña, ladraba y corría hasta el cantero, se echaba junto a él y comenzaba nuevamente, lo que despertó la desconfianza de los investigadores. Parece que el principal sospechoso era Carlos, el viajante, quien fue capturado poco después; esa noticia la leí en el diario local. No soy detective pero es muy extraño que el amante ocasional fuera el culpable y si lo era, un necio por enterrarla en la misma casa. Necesitaba saber, pero cómo. Regresé. Busqué en una agenda vieja el teléfono de un amigo que desde tiempo atrás no veía. Revolví la biblioteca, luego los cajones, por qué siempre es tan difícil encontrar algo cuando estamos apurados. Llamé a Juan, un conocido en común, me dio el número y agregó un ácido comentario, algo así como que ya estaba en pareja, que me había acordado tarde, la verdad no quise perder tiempo en ello, nunca me ha interesado en ese aspecto, creo que se sintió mal porque no quise decirle para qué necesitaba llamarlo. Logré comunicarme con Roberto Lagar, alias el detective. Lo llamaban de ese modo por su afición a seguir deudores y mujeres infieles. Cobraba bastante bien, para sobrevivir, a pesar de no ser un profesional de carrera, pero era certero, por lo que en muchas oportunidades fue contratado como informante de la policía. Después de relatarle lo ocurrido, prometió venir a verme. No sé si le interesó el tema, o simuló para que no lo hostigara con preguntas. Prometí mantenerme al margen. Pero mi promesa duraría unos instantes. Colgué y crucé a la casa de la vecina contigua. Con la excusa de llevarle el libro de cocina que me había pedido la semana anterior. No fue necesario preguntarle nada porque el 124


tema estaba vivo en todos lados. “Parece ser que las discusiones eran producto de las exigencias de Berta cuando supo que Carlos tenía una familia, la situación se había tornado insostenible por lo que telefoneó a la esposa para contarle la verdad”. Había conocido esos detalles el día en que la mujer espiando desde un taxi, quiso comprobar lo que le habían confesado. Cuando llegó el marido se metió en la casa de la vecina para interrogarla. Pero ella no soltó palabra. No quería problemas; a pesar de que la esposa no parecía sospechosa. Cada vez estaba más intrigada, fui hasta el quiosco por el diario. Como suponía, el amante: puesto en libertad, sin culpa ni cargos. Carlos había visitado por última vez a Berta para terminar la relación. Ya nada sería igual, en la trasgresión estaba el goce, cuando él salió corriendo de la casa, la muchacha lo llamaba a los gritos. Nadie hizo caso, podía ser una pelea más. Era muy tarde, la noche fría, lo mejor era meterse en la cama, mirar televisión o dormir que el día siguiente sería muy largo. En la mañana, un rayo de sol se colaba a través de la ventana del baño mientras bajo la ducha, escuché el teléfono; salí a medio secarme. Una voz ronca del otro lado, "dejá de meter las narices donde no te llamaron". Sentí como si una navaja me recorriera la espalda, no sé si por el temor o porque estaba mojada. Había tomado el caso como si fuera mío, en realidad estaba dejando al descubierto mis deseos frustrados de ser detective. Terminé de vestirme, tomé un café y salí rumbo al trabajo. Cuando regresara continuaría investigando. Roberto llamó a la oficina, quedamos en encontrarnos para cenar en la pizzería cercana a la vieja terminal. Había logrado inmiscuirse en el asunto, “siempre hay un contacto’’, pero el culpable no aparecía. La muchacha consumía estupefacientes, se las proveía un tal Bocha en una Honda Biz. El joven trabajaba como cadete en la pesquera. El dueño era conocido en la ciudad por algunos negocios turbios y su debilidad eran las mujeres. Ningún 125


vecino prestaba particular atención a ese repartidor, era uno más de los tantos que llevaban comida o flores. Sin embargo el comentario de doña María “era tan rara, pedía comida a la madrugada” me pareció vago en su momento pero ahora cobraba sentido. Roberto me vio distraída, pidió la cuenta, mientras añadía, “Berta no era la única amante del viajante, una mujer que trabaja en la misma oficina que vos tenía una relación con Carlos”. Se refería a Silvana, la encargada de compras, pero ella lo había presentado como a un pariente que se dedicaba a la promoción. Ella, a su vez, era amante del dueño de la fábrica de pescado en la que trabajaba Berta. Salimos, Roberto me tomó de la cintura, no me molestó. En la puerta de casa me besó, siempre lo había rechazado, pero esa noche lo miré con otros ojos, pensaba invitarlo a tomar un café cuando sonó su teléfono. Bocha estaba muerto en su casa con una carta entre las manos, parecía suicidio. Nos despedimos. El diario de la mañana publicó la noticia: Repartidor declaró haber matado a la muchacha por abultada deuda y se suicidó”. Nadie podía creerlo. Me comuniqué con Roberto, estaba en la seccional esperando el informe de la autopsia. A la tarde llamaría para darme noticias. Los peritos comprobaron que no era suicidio sino asesinato, el trayecto de la bala iba desde arriba, seguramente, el homicida estaba parado, además no había restos de pólvora en sus dedos ni arma a la vista. Por otra parte tanto la muchacha como el joven habían sido ultimados con la misma clase de revólver, un Magnum. El grafólogo determinó que la carta, tampoco era obra de Gustavo González, alias el Bocha. Recibí las nuevas informaciones al tiempo que un griterío provenía desde la oficina de al lado, la policía se llevaba detenida a Silvana. Volvía caminando a casa, las hojas cubrían las veredas. Agotada me recosté en el sillón recordando mis juegos de la niñez. Dor126


mitaba. Desperté asustada por el timbre. Roberto con una botella de vino tinto. “Silvana confesó su doble crimen. Amaba a Carlos pero cuando Berta llamó a la esposa para decirle la clase de marido que tenía, él decidió abandonar a las dos amantes. Silvana no estaba dispuesta a perder la posición económica que había conseguido gracias al amable caballero, era él y no su jefe, como todos creían, quien le propiciaba esa vida licenciosa. Mató a Berta sin advertir que el Bocha estaba en la casa; él no podía denunciarla, porque también era ilegal, pero comenzó a extorsionarla pidiéndole dinero y la amenazaba. Intentó asustarte cuando se dio cuenta de que te estabas metiendo. Ella, en cambio, no dudó, quien mata una vez, puede hacerlo dos veces. Ahora brindemos.” gracielabarbero@hotmail.com

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EL BALCÓN DE LAS ROSAS Lilian Paris

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esde mi balcón, miro las palomas sobrevolando los techos de los edificios. En un gracioso vaivén de movimientos, vencen el viento del otoño que ya aparece entre árboles somnolientos, dispuestos a despojarlos de sus cálidos vestidos de follajes. A mi costado, otro edificio de balcones pegado casi al mío, abre sus ventanas tempraneras de personas que lo habitan. Una mañana, alguien sale a mirar y me descubre regando mis macetas de petunias. Elevo los ojos, y me encuentro con otros ojos negros y profundos. Me saluda con una sonrisa. – ¡Buenos días!– Buenos días contesté. No soy de saludar a gente que no conozco, pero contesté el saludo, y me volví al comedor casi con premura. Al otro día abro la ventana, y una hermosa rosa roja, estaba en el piso de mi balcón. La recogí y olí su suave perfume. La puse en un florero pequeño de cerámica que vertí con agua para que no se secara tan pronto. Tal vez se voló desde arriba. ¿Cómo habría llegado hasta ahí?, pensé, no le di importancia. Al día siguiente, otra rosa reposaba airosa en mi balcón. Me sorprendió. La tomé nuevamente e hice lo mismo que con la primera. El tercer día, me levanté más temprano que nunca buscando la rosa roja, y la encontré. Volví a recogerla. Y de pronto, voces de un hombre y una mujer que discutían acaloradamente llegaba a mis oídos. – Por favor Alejandra callate la boca, ¿qué querés, que los vecinos se enteren de nuestras asiduas discusiones? – No voy a callarme…No sé cómo se llama esa mujer, o tu amante que día a día dejas una rosa en su balcón, pero te aseguro que no me costará mucho averiguarlo. – Alejandra, debemos separarnos, hace ya dos años que discutís por cualquier cosa porque salgo o me quedo, no soporto más tus insultos ni tus amenazas de que me vas a matar…– Sí, voy a matarte y sabés a quién voy a inculpar de tu muerte?, a la del balcón de al lado. Leonardo salió a la calle a encontrarse con su 128


mejor amigo Roberto y le dijo…– Te daré una carta. Y si me ocurre algo, llevala a la seccional más cercana. No la abras, ya sabés de mis problemas con mi esposa. – Así lo haré Leonardo, pero no me pongas mal amigo, nada ha de pasarte… Tomaron un café, y se despidieron. Leonardo, al volver se encontró con su mujer que blandiendo un revólver, le efectuó dos disparos en el pecho. Este cayó sin vida sobre la mesa ratona del comedor. A la madrugada, cuando la ciudad dormía, arrastró el cadáver al balcón, e hizo la denuncia a la policía, acusando a Daniela, la supuesta amante del balcón de las rosas. Daniela fue llevada y detenida en averiguación de antecedentes. Ella lloraba y decía no tener nada con ese señor al que nunca conoció personalmente. Roberto, al enterarse de lo ocurrido, llevó la carta al juez de turno y contó que la mujer detenida nada tenía que ver con su amigo Leonardo. Al leerse la carta, en uno de los pasajes este decía…Me casé hace dos años y al año de unirme a ella, me encontré de pronto como que las sombras del mal se habían instalado en la casa tomada. Cambió su carácter o tal vez se dejó ver como realmente era…egoísta, cruel, pendenciera. Mis días se obscurecieron sumergiéndome en las tinieblas más profundas. No teníamos niños, pues ella era estéril. Cuando le hablé del divorcio juró que iba a matarme. Después de la entrega de la carta, imputada por un pedido de indagatoria, e incurriendo varias veces en contradicciones, Alejandra confesó haber asesinado a su esposo. Daniela salió en libertad. Al otro día recibió un ramo de rosas rojas en cuya tarjeta decía… Tal vez, éstas sean el principio de un futuro feliz… No tenía firma. lilynel_liter@hotmail.com

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HOLLÍN DE PRIMAVERA Víctor Clementi a todos los que nacieron sin ángel de la guarda hijo de sábanas mugrientas cicatriz en el bolsillo niño roto por el agua todo es madre para quien nace moisés de agua estanca chorreando por la villa cocaína en el chupete y un bufo que amaga juegos escuela precoz del arrebato por tres secas al destino niño breve de limosna en la comparsa fulera cumbia de pungas y mecheras para empatar malaria changas de hambre malabar y al menos una bala callejera bienaventurados los humildes que sobrevivan porque de ellos será un subsidio a la existencia. victormarceloclementi@yahoo.com.ar 130


MAR DEL PLATA ETERNA

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MANDALA Marcelo Parra

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l ave agita sus alas, se posa en la balaustrada verde de un viejo balcón. Su graznido baja en ecos hasta el valle. El hombre se vuelve hacia su mujer, acepta un mate, hace frío. La mirada marchita es atrapada por un rayo de luz que ilumina una cuna, vacía. Los berreos ausentes han apagado hasta el silencio en el rancho. La carpintería abre temprano, se tiene que ir. Abre la puerta. Entra al quirófano donde todo está listo para la intervención. Lo han llamado a las cuatro de la mañana, no pudo negarse, la niña muere. Se ha levantado aturdido, evitando pisar las botellas junto a la cama. El monitor acusa una presión de 8/4, el latido es débil. Con mano temblorosa roza la mejilla de la pequeña. La grave voz del anestesiólogo flota desde el otro lado de la camilla “la paciente está lista doctor, puede proceder”. La enfermera seca su angustia. Una sombra planea partiendo en dos el cielo. Bisturí. El corte es preciso, la milanesa cae sobre las otras, delgadas fetas de carne sacrificada. Doña Inés, al otro lado del mostrador, parlotea chimentos del barrio. Ríe con la boca, ríe con pechos generosos, carne que pide el sacrificio. Los ojos melancólicos la observan. Hay una ausencia que es otro cuchillo en su mano, tomado por el filo. La voz danzarina de la muchacha reverbera en oleadas, como venida desde un pozo cavado en el fondo de un pozo. Terminada su función, la mujer se va con sus carnes. La niña resucitada se presenta. “Corazón” pide. Su cabello brilla a trasluz de la puerta. Su pura presencia arranca una sonrisa imposible en el hombre de los cuchillos. Más allá, una silueta negra flota en la altura. Se dirige a la cámara frigorífica en busca del corazón que tan 132


frío ha de estar. Entra. Las raquetas se hunden en la nieve, dificultan el paso. La llanura infinita es un manto blanco derramado sobre la tierra. El sol, un disco mortecino recortado en el horizonte. La sombra del hombre se alarga. Exhausto, obligado a caminar contra el viento, hunde su cabeza en el pecho. El oso lo persigue hace dos días. Sabe que puede oler su carne, está hambriento. Lo ha visto a lo lejos, separados por una grieta providencial. Su aldea está a dos jornadas de camino. Quizás la primavera, sinfonía de hielos en fuga, llegue antes que él. Trepa trabajosamente una loma empinada; al llegar a la cima lo ve. Erguido sobre las patas, olisquea. El aire que se vuelve una masa lechosa. Corre hacia el viento donde una zona de hielo flojo, al borde del precipicio, lo atrapa. Alcanza a oír el graznido del ave que vuela sobre él. Salta. Cae en el agua azul de la piscina junto al Mediterráneo. La Isla Santorini resplandece irradiando al mar el brillo de villas blanqueadas a la cal. El aire cristalino centellea inmóvil entre las copas rojas de Campari. Reconfortado, se seca mientras mira con aprobación a la morocha en la hamaca. La bikini negra le queda muy bien, sobre todo el sostén, ausente. Bajo el techo de cañas, el sol juega a las escondidas en la piel cobriza de la mujer. La delgada línea blanca de cocaína sobre la mesa, atrae su mirada. Aspira con placer. Buena mercancía, se vende sola. Se recuesta en la blanda reposera, las manos en la nuca, la mirada perdida. Al atardecer, ya solo, decide visitar la ciudad a unos pocos kilómetros por la ruta de la costa. Varios clientes están esperando su producto. El canto de un ave se deja oír, lejano. Sube al pequeño deportivo azul. Maneja rápido, mucho más de lo que debería, no advierte la cerrada curva junto al océano justo frente al viejo convento Nuestra Señora de los Lamentos. La brusca frenada no impide que el auto caiga en silencio por el acantilado. 133


Su karma final se incendia en un instante. Con desesperación aferra la Biblia que le ofrece la monja. En su lecho de muerte, no quiere abandonar este mundo de pecados. La medicina más cara no ha podido impedir que un demonio voraz en su interior lo devore. Desde las sombras se presenta surgido de un cuadro de Goya un hombre oscuro. Se dispone a impartirle los Santos Oleos. Aplica el Crisma, dibuja una cruz en su frente. El obispo intenta levantar el brazo, deshacerse del que recita con tono monocorde una plegaria en latín. La liturgia de la muerte, tantas veces ejercida, no le sienta bien al prelado. El miedo es una garra que acaricia su garganta. Quisiera volver a su rutina de impartir perdones y condenas. Su vista cae en el crucifijo sobre la pared. Lívido, murmura: “Por qué a mí”. Pero su dios torturado hace mucho que ha dejado de responderle. ­–Hijo mío, escucho tu confesión –presiona el hombre. –Mentira, no hay quien escuche, para morir estamos solos. Las pupilas anochecidas reflejan una silueta oscura, en vuelo al ras del mar, justo encima del horizonte. La iluminación llega un instante antes del fin. Con el cuerpo agotado, el carpintero regresa por la tarde. En la casa, frente a la ventana de la cocina, espera la mujer. Tiene los ojos enrojecidos, ha estado llorando. El beso es intenso, pieles que se redimen. La piedad y la ilusión, la ausencia y el amor, el dolor y el placer, envuelven sus vidas y las vidas de todas las existencias. El hombre deja abrigo y gorra sobre la silla. Levanta la mano en un gesto, como si fuera a hablar, pero sólo acaricia las lágrimas en los ojos negros. La mirada penetra el espacio. Agita sus alas, baja hacia el valle, en sereno vuelo espiral hacia un punto de fuga, inmóvil centro del vórtice, en la balaustrada verde de un viejo balcón. parramar@ciudad.com.ar 134


ALMA Blanca Zarza Laberinto donde se pierde el ser buscando eternamente amor

blancairene12@hotmail.com

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DIAMANTE EN BRUTO

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Jorge Arribas

Hay acaso mayor miedo que apartarse de la manada? Se encuentra solo y no sabe cómo actuar. En el aislamiento absoluto parece magnificarse su inseguridad y el miedo que se infiltra, cruel, en su ser. Nunca supo lo que es estar sin compañía, siempre existió en una realidad donde los demás, tan iguales a él, oficiaron de familia y guía. Primero debe aceptar la situación. Aunque es difícil, no hay nada que no pueda afrontar. Una vez que se da cuenta de esto, el pavor se empieza a evaporar. Comprende que los demás no van a volver nunca, pero su nueva libertad y madurez forzada le dan ánimo. Este rincón perdido en lo más recóndito será su nuevo hogar. Como un artista que juega con los elementos que tiene a mano, define sus primeras ideas. El lienzo de la realidad circundante es amplio, infinitamente extenso. La transmisión del pensamiento a la cruda materia no lo defrauda: le gusta lo que ve. Moldea y tornea, esculpe y cincela, da pincelazos por aquí y por allá. La profusión de colores lo colma, todas las gamas desde los tonos más claros hasta los más oscuros parecen encontrar su lugar justo en la ópera prima. Sonidos impensados acompañan su trabajo, ecos y resonancias que lo maravillan porque forman la sinfonía perfecta de la naturaleza. Lo invaden sin pedir permiso, atrevidos y curiosos, todos los aromas de la creación reciente. Termina ese primer día agotado. Está feliz, y ya casi olvidó su soledad. Se le ocurre que lo que ve es un terreno fértil para experimentar. Hay aún problemas por resolver, y siente que quizás le lleve una eternidad solucionarlos. Sin embargo, el más urgente es la oscuridad que se cierne sobre toda su creación. Entonces se para en la cima más alta y, sabiendo que aún le quedan varios días como el de hoy por delante, ordena que se haga la luz. jor.rbs@gmail.com 136


INDOMABILIDAD Norma Corral

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oy un cuerpo etéreo volando en el espacio, mis formas están dadas por haces de luz. Subo y giro hasta que todo se reduce a una esfera entre las manos. Me detengo Sólo las manos y la esfera. Decido un rumbo, bajo a la Tierra y si no había cuerpo ahora tampoco manos: sólo visión. A mi paso veo anchas capas que convergen la historia en una gran vasija de fuego como si el sol estuviese contenido en el centro de la Tierra. Confío en este tirón de la vida y creo que debo quedarme. Mi memoria ancestral sabe que el misionero invisible desenvolverá el vuelo y reencontrará sus manos; dirigirá rayos, lluvias y brisas, apadrinará una espera como madre que nutre y desprende. Se me sale el corazón y no lo veo, quiero llorar y no tengo lágrimas, quiero gritar y no tengo voz. Quieta. Escucho una voz que me habla de cristales, pienso en la Tierra, en montañas y en cuevas. Imagino transparencias y piedras preciosas. Son confusos los susurros de esa voz. Recuerdo unas manos como estelas que acunaban. Me pregunto por el paradero de la esfera viajando en el tiempo. Busco palabras en mi memoria reciente: Tierra, manos, esfera. Son certezas que no entiendo pero aunque no sé dónde comenzó este viaje sí se que soy parte. Siento que mi corazón, mis lágrimas y mi grito se funden en este impulso por salir y tomo conciencia. La respuesta es contundente: 137


una semilla. Floto aquí maravillada, desde mi propia esencia. Tomo forma y extasiada entre la belleza de mares, montañas, glaciares y precipicios me reconozco en el rompecabezas de la misión mayor. Al detenerme en este último pensamiento hallo soberbio mi entusiasmo pero siento la responsabilidad de millones de años. Hago un silencio blanco y espero. Una semilla es una cimiente del cielo enraizado en la Tierra, un hecho fractal de la creación. corral_n@hotmail.com

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ENTRE LA TIERRA Y EL CIELO Hugo Arias Mennna

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asaron tantos años, y aún tengo la impresión de no haber aprendido nada. Hace una semana, tal vez más; siento que mis pensamientos no me dejan dormir. Todo lo leído, y que aprendí no sirve de nada. Es realmente confuso, buscar la verdad, la sabiduría interior, la iluminación… ¿En qué momento se plasmará, me pregunté? Debería viajar a la India, a México, conectarme con un Chamán. Cuántas preguntas sin respuestas, igual a la incertidumbre de cuando empecé la búsqueda. Desde la ventana miro el parque. Se augura un día espléndido, la primavera está en su plenitud. Aquí arriba puedo apreciar la cantidad de colores de las flores, las figuras de los ligustros, la fuente da un toque especial con su caída de agua que sale del cántaro de un angelito ya gastado y corroído. Pronto estarán los niños corriendo, los jubilados que juegan a las bochas en el espacio cedido por la municipalidad. El viejo banco de madera verde junto a los tilos, seguro guarda muchas historias de enamorados nocturnos. En un momento estaré sentado en él; leyendo, con ese deleite y la tranquilidad que ofrece cada instante. Ahora estoy en el banco verde, de aquí miro la ventana de mi departamento, respiro profundo con el abdomen; porque dicen es mejor, trato de observar y no mirar, no imbuirme en la televisión, leer más, comer frutas con el estómago vacío, todo lo que contenga fibras, menos carnes, dormir temprano, caminar para tener mejor circulación, bajar el colesterol, y vivir el presente como lo único real. Me vuelvo a preguntar, ¿quién carajo dijo todo esto, por qué cambio un paquete de creencias por otro? ¿Qué impide sea feliz? Las carencias, mis frustraciones, la falta de aceptación. ¿Por qué soporto el bombardeo de cómo debo ser y no admito como soy? 139


Si dejara de cuestionarme cada día lo mismo y me dejo de joder, seguro estaría más relajado. Buenas tardes joven. Escucho una voz que provino de un hombre mayor vestido con una sotana de negro y un libro en la mano. Buenas tardes, respondí. Te molesta que me siente a tu lado. Para nada, es una plaza pública le contesté; aunque sentí no ser cortés. En realidad, dijo. Paseaba y te vi preocupado, diría… se puede escuchar el parloteo de tu mente, me pareció oportuno preguntar. Además veo que te gusta la lectura. Lo miré un instante, tratando de intuir dónde iba. Sí, puede ser; contesté un tanto seco. No sé si me sentí invadido, o me molestó viera lo que pasaba en mi interior. ¿El destino estaba poniendo la solución o era una mera casualidad? Le sonreí para mostrarme un poco más amable. Continuó y dijo: Soy párroco de la iglesia Nuestra Señora del Carmen. Un sujeto después de haber pasado diez veces frente a mí, se detuvo. Vestía un equipo azul eléctrico con una bincha negra. Dijo simplemente hola, se sentó a mi izquierda, sacó una botella de agua y bebió. Volví la atención al ministro de dios. Dibujé una sonrisa para que continuara hablando. Con toda serenidad retornó al diálogo. Te decía, soy párroco, hace cinco años vine de Perú. Suelo venir a este lugar, me gusta ver los niños jugar. Decía Jesús… “Sed como niños y entrareis al reino de los cielos”. Pensé; sonamos, esto se va a poner duro. Has leído la Biblia alguna vez; me preguntó. Sí, y muchos libros más. En ese instante quien estaba a mi izquierda que aún no sabía quién era; soltó una pequeña risita. Crees en Dios, dijo el párroco. Para ser honesto, no lo sé, hoy por hoy no podría darle esa repuesta, sí puedo decir creo en la divinidad. Nuevamente el extraño sonrió. El párroco no le daba importancia, pero yo comienzo a ponerme inquieto. Hoy la gente ha perdido la fe, culpa a Dios de todo lo acontecido en el mundo. Mire padre… Pedro es mi nombre. Ah… como el que negó al maestro; le dije en broma pero con dejo de sorna. Jamás negaría al maestro hijo. Cuidado Pedro, a ver si can140


ta un gallo a esta hora. Me reí y le di una palmada en el hombro. Se rió mostrando mi humor. Mire Pedro… creo que el mundo está como está por culpa de los hombres, en eso no me cabe la menor duda, no le echo la culpa a dios. Muy interesante dijo el desconocido. En un momento tuve ganas de mandarlo a freír churros, por decirlo elegantemente. El problema al menos para mí, es el vacío, que se genera dentro de uno. ¿No sé si puede entenderme?… Sí puedo, yo también me hice muchas preguntas antes de consagrarme sacerdote, pero encontré a Dios en mi corazón. El me alienta a cada momento. Creer, no resuelve saber quiénes somos, ni a que hemos venido; me parece. Además Pedro, entre nosotros, admita que la iglesia se ha quedado un poco en la historia. Nos han hecho creer cosas, basadas en el miedo, y bueno, podríamos estar horas hablando de esto; seguro no nos ponemos de acuerdo. Si tenemos el corazón abierto no será así, sé que tú tienes una mente amplia y un corazón capaz de ver con otros ojos. Te va a convencer, manifestó el deportista, por llamarlo de alguna manera. Yo sigo el primer principio dijo Pedro. “Amar a Dios por sobre todas las cosas”. Increíble, no creés; volvió a decir el sujeto. Este dios omnipotente, que le pide a sus hijos “amar los unos a los otros”, pero eso sí… a mí primero. Creo necesita un psicólogo; cuánto ego. Me quedé pasmado ante tal contestación, no se me hubiera ocurrido por más ateo que fuera. En un momento levantó la mano para saludarme la madre de un chico, siempre juega a la pelota en la plaza; nos hicimos amigos por él. Pedro, vio el ademán y aseveró, “No amaras a la mujer de tu prójimo”, si logras eso, también eres libre. Preguntale por qué no lo dijo al revés; puedes ver que la mujer sí puede amar a quien quiera; replicó burlonamente el extraño. Me siento a escuchar en estéreo, pero cada parlante dice algo diferente. Mire Pedro… la verdad, no pasa por los quince mandamientos, tal vez otro lado, todas las religiones tienen una escala 141


de valores, conductas, por decirlo de alguna manera. Perdón hijo, dirás diez mandamientos. Ah… no sabía padre, a Moisés le dieron quince pero al bajar de la montaña tropezó se le cayó una tabla y la rompió, al momento que dios le decía; torpe. No padre es de una película. Pedro se rió con mi humor. Decía… Yo creo en lo natural, cuando nace de uno, la ética, o como quiera llamarla, pero no por imposición. Hicimos un breve silencio. El sujeto volvió a emitir una opinión, sonó bastante contundente. Y si todo fuera un sueño, una ilusión, por qué debemos creer en algo que nos castiga todo el tiempo. Pero bueno… dijo Pedro mientras suspiraba y levantaba los hombros. El amor es lo único que nos queda, sin él nada es posible; expresó muy convincente. En eso estoy de acuerdo con usted. Pero… no me diga ahora eso de <Ama a tu prójimo como a ti mismo>. Y por qué no, me preguntó al instante. Porque ni siquiera puedes quererte a ti mismo, expresó la voz del desconocido. Por un momento me pareció raro en mí no reaccionar contra el individuo. ¿De dónde salió?, me pregunté. ¿Te parece encontrarnos los sábados; como ahora, y tratamos a tu gusto un tema de los que tanto te generan incertidumbre? propuso Pedro; mientras se levantó para irse. El otro individuo hizo lo mismo, sólo dijo: Me parece bien, chau, y salió corriendo. Cuando hubo hecho unos metros le pregunté a Pedro: Perdón es una nueva edición de la Biblia que lleva. No… me respondió sonriendo, mientras levantaba la mano mostrando el libro, yo diría devolviéndome mi sarcasmo anterior; es Nietzsche. Lo leíste supongo. Solo muevo la cabeza como aprobación, me siento, un poco confuso. A pesar del gran murmullo del parque, me quedo en silencio. Qué tendré que aprender me digo, mientras río y digo casi en voz alta, <Otra vez la filosofía>. Antes de irme veo un libro a mi lado, seguro era de aquel sujeto. Miro para ver si aún está corriendo por el parque, pero no lo veo. No pude evitar mirar el título: La Biblia. hugoarias2000@gmail.com 142


MAR DEL PLATA ESCRIBE

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LAS PRIMERAS PALABRAS Ana Cristina Pocorena

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n la niñez del campo corría a las ovejas con los hermanos. Se les trepaban, y aferrándose a la lana con las manos, la carrera se hacía por donde el animal eligiera: a los saltos, entre las gallinas sueltas, hasta los charcos de barro, con el calor en la cara. Y después el tazón de leche con pan y manteca. Los sábados y desde la tranquera papá a caballo era sombra de un rey mago cargado de caramelos, harina y azúcar para la semana. También traía el diario. A Sarita le gustaban los caramelos, como a sus hermanos. Pero ya sabía leer, entonces, sentada en una sillita de paja, veía a su papá dar vuelta cada hoja, y hacía bailotear las piernas que todavía no llegaban al suelo, abriendo lo que pudiera sus ojos, intentando romper el hechizo para que fuera su turno de leer. Hasta que ‘Tomá, acá tenés’. Y a mamá, ‘Esta chica me pone los pelos de punta con el ruido que hace con la silla’. Sarita ni escuchaba, y ya parada, como de costumbre, de un empujón llevó la silla hasta la mesa, abrió el diario gigante, dio vuelta las páginas buscando sumergirse ahí con todo el cuerpo. Siempre buscaba en el ángulo derecho, abajo, el título “Nuestra poesía”. Con la sonrisa muda un dedo acarició cientos de letras miles de días. En suspiros los labios soplaron versos ajenos, los atrapaba, intentaba adueñárselos abrazándolos como si la corriente de aire que venía desde la ventana pudiera desparramar por el campo semejante tesoro. Siempre volvía a leer todo. Y saboreaba las palabras en un canto rodado hasta la sonrisa. Un día leyó la letra chica de abajo: “Publique aquí su poema. En un sobre con su nombre, con el título “Nuestra poesía”, presentar en la redacción, en mesa de entrada.” Una noche se le salieron palabras sobre el cielo y las estrellas, y se las guardó. Un mediodía nacieron del vapor del puchero desde la cocina, y también se las guardó. 144


Hasta que llevó el lápiz hasta mamá y dijo ‘¿me lo afilás con la cuchilla?’, y escribió. Se animó: ‘¿Me llevás esto al diario?’ Y vio que papá leyó su poesía desde casi el techo, y que se rió de costado: ‘Mirá, vieja.’, y que sonriendo ‘Bueno, te lo llevo’, y que la guardó en el bolsillo del pantalón. Después de eso, la espera. ‘Poesías mejores’, pensaba al ver que nunca aparecían publicadas las de ella, ‘no deben estar bien’. Entonces se empecinó en mejorar y envió poemas nuevos, o alguno que creía haber mejorado. De a poco disfrutaba sólo desde afuera, mirando cómo los más chicos se subían a las ovejas, y ahí fue cuando escribió sobre risas, polvo escurridizo y caminos de trabajo. No importaba la situación, las palabras se le aparecían siempre llenas de música, profundas, esenciales, y la respuesta siempre vacía del diario se le hacía motor y carga: ‘Tengo que encontrar las palabras. Palabras mejores’. Había que ayudar a mamita con la vianda para los peones, juntar huevos, shh…shh…a las gallinas con el maíz partido, lo que sobre y no se comen los animales al barril que, oxidado y enorme, lo habían parado cerca del cañaveral, allá, en el fondo. Ella hubiera querido que todas las sobras fueran para los perros porque el olor cuando tenía que destapar el barril era insoportable, y eso era hasta que se llenara lo suficiente como para hacerlo rodar un poco, tirarlo en donde ya no crecía el pasto y quemar todo, dejar que se vaya al fin, ver escaparse lo que no sirve en naves de humo hasta la tardecita y los grillos, hasta que a la tierra no le quedasen ganas de chamuscarse. Pero aún entre tareas, en Sarita la rutina eran seguidillas de sonidos equilibrados, de sinónimos silabeados, un crucigrama de aromas y asperezas para una incógnita que fuera irreprochable. ‘Tengo que encontrar las palabras’, se exigía. A sus poemas se los leía a la chica de Fernández, cuando a la tarde venía con la madre de visita. Se los leyó un día a la Coca, la modista, que siempre andaba 145


con los Corín Tellado en la bolsa. Mamá siempre le ponía la oreja y decía qué lindo de espaldas, mientras mojaba el piso de tierra. ‘Éstos son mejores, seguro’. Y releía las nuevas palabras cada sábado en el diario. ‘Tengo que encontrar las palabras’. Y otros maíces partidos, otros huevos del gallinero, otras sobras al tacho, otros fuegos. Un día se levantó viento. ‘Vayan a vigilar el fuego, a ver si se viene para la casa’. Ese mediodía les había pedido ayuda a los hermanos para tirar la basura y empezar a quemar después de tirar las cáscaras de papa al barril evitando ver y oler. Corrieron en juego después que los mandara mamá. Con los palos largos estuvieron déle aporrear a los pastos calientes. Los más chicos se divertían y distraían con las formas que las cosas iban tomando. Hasta jugaban a los indios dando vueltas alrededor de la fogata, decían ‘¡U!’ golpeándose la boca abierta, haciendo de indios, se peleaban por el palo más grande, se refregaban los ojos llorosos, atrapaban luciérnagas de mentira. Era lindo sentarse a ver cómo quedaba todo. Más porque era verano. Y todos se pusieron a cantar la del balde en el fondo de la mar, y cuando no se les ocurrió qué otra cosa hundir en el mar, empezaron a pavear con cualquier cosa quemada que encontraron. Se reían a carcajadas. Sarita pensó en palabras, que bailaron con el fuego y en sus ojos. Le tocó a José, el primo que venía para las vacaciones, decir qué más había en el fondo de la mar. Así que propuso: ‘¡Hay muchas poesías en el fondo de la mar...!’, golpeando con una ramita unos papeles amarillentos. A Sarita se le detuvo el mundo al ver, arrugadas y quemándose ésas, sus palabras cada vez mejores, las dedicadas al diario del sábado. Por esa noche, y sólo por esa noche, un silencio primero y oscuro la pisoteó hasta aplastarla. ana–cristina@live.com.ar 146


DE LAS PALABRAS Cristina Larice “Dónde están las palabras? dónde está la señal que la locura borda en sus tapices a la luz del relámpago”. Olga Orozco

“Dónde están las palabras” Las que son ametralladoras de ternura o bombas de reclamos aquellas que defienden a los inocentes, la naturaleza, culturas diferentes, las madres, a los niños que mueren de sed o de hambre?

Se perdieron en los pliegos de los pergaminos, en las actas, en libros ocultos, en las almohadas, en los besos de amores pequeños? 147


en las arrugas de una cansada historia en discursos repletos de voces, voces ambiciosas y egoístas que acumulas palabras?

Y las poéticas, Amigos, quedaron confinadas en el café literario, el poema disimulado en antologías, a un lenguaje que no puede ser el cotidiano? Todo es instructivo Todo remite a lo instaurado.

Necesito palabras abrelatas descorchadoras Abracadabra Si, palabras mágicas *cristinalarice@hotmail.com

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AL POETA Blanca Zarza Cuando a nadie le llegue la palabra el mundo de zafiedad quedará abierto Las manos quietas resignadas de lucha ante la dualidad dicha y sufrimiento Herido de mal piedra en su andar alerta el río Si el fusil mata las letras y en la hoguera del mal el papel arde sin sentido pasará la vida como anacrónica llegará la muerte blancairene12@hotmail.com

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SIN TIEMPO Maximiliano Costa Martínez a Nelson Antonio Souza dos Santos

En ocasiones, cuando mi alma no vaga, sufre anquilosis por los diques que sumerge solo para caer en un goteo constante que golpea de pronto mi entrecejo y calma y golpea.

Apenas un puñado de fechas compartimos; no sospeché que fuera un ciclo, esto es un día inconcluso donde el sol se pierde en el cenit y las miradas quedan turbias y las almas… ¿Qué te voy a hablar de las almas?

Nuestra hermandad la tejimos entre miradas. Desconocí tus palabras, desconociste las mías, todo desde cero y monedas. Quizá por eso atesoro tu mirar como el capital invaluable que ahora es.

Esta vida es una casa del horror donde su hogar arde al sufrir mi cruz hecha de vigas. Yo,artífice de estos techos que me aprisionan mientras soportan unas luminarias que se presumen naturales y máximas, vago en la encrucijada.

Esa gota que condensa y se clava en mi piel hasta insinuarse en mi carne, esa canilla que cuando te fuiste quedó un tanto abierta, esa lágrima que habita detenida en el espacio sin tiempo, refleja mi asombro de tanto en tan poco.

Por estas ventanas o tras de cada rasgo de esta ruinosa morada se abre un mundo de ecos y promesas. Destellos de luz se asoman entre obeliscos y esquirlas de alguna roca opaca, pero cómo ver lo que miro si solo sé de un mundo de diques dentro de diques, de gotas fuera de gotas y de almas… ¿Qué sé yo de las almas?

Con mi cincel siempre a mano transformo la grieta en un pasillo que me insinúa otra verdad. Rompiendo las últimas barreras concluyo este viaje, martillando en la fisura que desgrava mi alma en palabras que deben morir para vivir. maxcosta333@gmail.com 150


ENROQUE Marcelo Parra La angustia de la página en blanco, teatro cotidiano de poetas y narradores. En mi caso, una probabilidad de sobrevivir. Pagina 21: “En su cabaña en La Serena, Claudia, junto a los acantilados, siente a sus espaldas una mirada. Se vuelve, a mitad de camino entre la sorpresa y la curiosidad, para encontrar los ojos divertidos de Aníbal, a punto de susurrarle algo al oído, mientras acaricia su pelo. El rumor del mar a sus espaldas une bocas que se colman, cuerpos impacientes, distancias mínimas que se estrechan.” Cierro mi computadora satisfecho. Comencé anoche la novela y ya no pude detenerme. La historia de amor entre Claudia y Aníbal da vueltas en mi cabeza desde hace semanas. Ahora está viva en mi ordenador. Pasan las horas quietas en la oficina, pasa el día. Tengo varias ideas nuevas, así que en cuanto llego a casa, a pesar del cansancio, abro la máquina. Entonces leo el último párrafo: “Los ojos astutos de Aníbal, que le susurra al oído”: –“Ya tengo la forma de liquidar al viejo: lo atontamos con una almohada mientras duerme, después lo tiramos por el acantilado, no muy lejos de aquí”. ¿De qué viejo hablan, el que les alquila la cabaña? Todavía no introduje ese personaje. Estoy leyendo otra historia, no la que yo escribí. Frente a la pantalla, reviso el texto, que ha cambiado. ¿Habré escrito medio dormido, a la madrugada, estas líneas extrañas, o tal vez un virus, un hacker? Desconecto Internet. Sin salir de la confusión, corrijo, elimino el complot asesino, vuelvo a mi cuento de amor. Cansado, me duermo sobre el escritorio. Horas después despierto sobresaltado. Pagina 31: 151


–“Nadie va a sospechar, los vecinos saben que está medio perdido. Dirán que salió a pasear el perro, como solía hacerlo, y se desbarrancó”. –“Perfecto, el único testigo es el perro, ja ja”. –“La guita la tiene en la casa, seguro” Con mirada absorta, releo una y otra vez las líneas que una mano extraña dibuja sobre mi cuento. Voy hasta la cocina. Un vaso de agua en la mano, la puerta de la heladera abierta, observo la computadora, su luz blanca en la oscuridad de la sala. Tomo un trago, cierro los ojos. Algo imposible está sucediendo ahora, aquí: la novela se está escribiendo sola. Algo o alguien me está proponiendo un juego, mueve fichas en mi tablero, y espera. Decido seguir la partida, puede ser interesante. Ya en la oficina, floto entre los expedientes, mientras pienso en mi próxima jugada. Una lluvia torrencial no me impide correr las once cuadras de regreso a casa. Abro la puerta. Leo: Pagina 43: –“Lo despachamos mañana a la noche”. Líneas tan heladas como la lluvia que me ha empapado. Tiene que haber una manera de detenerlos. Tal vez mover un caballo, introducir un personaje que sospeche del plan. Releo todo. En la página 18 hay un jardinero, intrascendente para el relato, solo ha observado una escena de amor, cuando Aníbal besa a Claudia en el jardín. Pagina 46, leo con espanto: –“Mañana por la noche entro por la puerta que da al jardín, cuando ya esté dormido. Lo atonto con la almohada, vos me esperás en el auto. Lo metemos en el baúl. No debemos olvidar borrar las huellas de los neumáticos”

–“Por la plata no hay que preocuparse, la cobró hace un mes y la guarda ¿sabés dónde?, debajo del colchón, mirá qué original el jovato – Claudia ríe mientras levanta su copa pidiendo más vino”. –“No tiene familia, ni amigos, es un solitario. Lo vengo vigilando hace meses”. Entonces muevo mi pieza: Pagina 55: “Detrás de un cantero de 152


rosas altas junto a la ventana del dormitorio, el jardinero escucha la conversación. Su sospecha se confirma: estos quieren matar al viejo para robarle la plata. Aunque no es amigo del anciano, hace años que lo saluda al pasar por su casa. Hombre de pocas palabras pero honesto, decide en el momento desbaratar el siniestro plan, hablar con el comisario”. Me voy dormir un par de horas, no puedo más. Me dejo caer en la cama, vestido. Sin embargo, vuelvo a la máquina poco después. Nada. Enciendo el cuarto cigarrillo, me digo “están pensando qué hacer”. Me quedo dormido. Clareando, un rayo de sol me lleva otra vez frente a la pantalla: Pagina 56: –“El negro que corta el pasto está raro. Ayer lo vi fisgoneando. –“¿Habrá escuchado algo?” –“Creo que sospecha. Puede ser peligroso”. Presiento que estoy enredado en un juego que no domino. Fijo la mirada en la pantalla. Son las seis y media, en una hora tengo que irme a trabajar, puedo tirarme un rato, parar esta estupidez. Cuando despierto son las once de la mañana. Vuelvo a casa tarde, frente a mí, la máquina, con la movida seguramente realizada. Pero ahora no. Tengo que comer algo. En la cocina me preparo un sándwich, que no llego a morder porque en la televisión, Crónica muestra con letras blancas sobre fondo rojo: “Aparece ahorcado un jardinero en su casa, en la localidad de La Serena, Mar del Plata, la policía investiga si se trata de un suicidio”. La boca abierta, el sándwich en la mano, observo la pantalla. Algo del orden de lo siniestro se cuela en mi conciencia. Corro a la computadora: Pagina 71: –“Listo, un laburo limpio. Ese no jode más”. –“A mí me parece que el tipo puede haber hablado con alguien. Alguien que lo mandó a espiarnos. Ese chabón no se metía con nadie, alguno lo manejaba. Por ahí quiere madrugarnos con la guita. Y sé quién es”. –“Si es así, hay que limpiarlo ahora” 153


Sé que levantan la vista al decirlo, me observan. La fría respuesta de Claudia deja todo en claro. La Dama en el tablero me busca. Lentamente comienzo a comprender que mi opaco juego solitario, se ha transformado un una partida fatal, donde la pieza de cambio puede ser mi vida. Aunque sé que es inútil, muevo un peón: introduzco al comisario. La pieza se mueve cuando se escriben solos los párrafos en los que Aníbal soborna al policía. El tipo cuenta los billetes y desaparece. Levanto las manos del teclado, demasiado tarde, la dama viene por mí. Entonces el enroque. Porque cuando lleguen a la casa ya no estaré aquí. Porque prefiero la angustia de la página en blanco, ser sólo un personaje en potencia, que huye con su historia de amor malograda, pero que sabe la verdad. En el extremo del tablero, después de la pagina 300, quizás haya una posibilidad para mí, aunque los personajes se hayan adueñado de la historia. Después de todo, este cuento no lo escribí yo. parramar@ciudad.com.ar

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MAR DEL PLATA SOLA

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PIEL DE AGUA Victor Marcelo Clementi

creo atardecerme junto a las entraĂąas de la lluvia que no llega pero moja desde lejos como un beso deseado

cada nombre sobre un vidrio desvanece, rueda lento por la superficie del tiempo hasta fundirse en mis pies trepa los huesos enredĂĄndose en la sangre hasta el latido todo nombre es una gota que tarde o temprano saldrĂĄ por mis ojos.

victormarceloclementi@yahoo.com.ar

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EL FUEGO Y EL MAR María Cristina Moro

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l despertador sonará a las 6:15. Las sábanas te habrán crecido como una piel nueva y tibia desde el contorno de los talones hasta la curva de los hombros. Y no querrás salir de la envoltura. Un gusano envejecido en el capullo. Se harán las 6:45, te pondrás cansadamente de costado y dejarás caer los pies hasta la alfombra. Levantarás el tronco con esfuerzo hasta sentarte. Después te pondrás de pie y te arrastrarás hasta el baño. Abrirás el grifo y tensarás la cara anticipando el choque del agua helada apresada en el hueco de tus manos. Te lavarás los dientes y sentirás un estremecimiento en la muela del lado derecho cuando te enjuagues el dentífrico. Tratarás de concluir el trámite del aseo sin mirar adelante para no enfrentar a esa vieja arrugada que pretende ser vos en el espejo. El día empezó cuando la trompa empinada del Renault conquistó la cuesta de la Avenida Colón y descubrió el mar desde la cima. El horizonte se reveló soberbio a los ojos diminutos. Martita exhaló con alivio. Ya todo estaba en orden. Bebió un sorbo de café de la taza térmica y navegó complacida por la franja costera de la ciudad sintiendo la extensión del océano liberarla de su encierro. No hubiera podido vivir en una ciudad sin orillas. Cuando forzosamente pasaba algunos días sin ver el mar, comenzaba a sentirse claustrofóbica. Era uno de esos días gloriosos de marzo. La superficie del agua estaba lisa y sedosa como si alguien –Dios, si existiera, por ejemplo– hubiera apagado la máquina de hacer olas. Los surfistas se mecían flotando sobre las tablas aunque tan sólo fuera para cumplir con su cita diaria y desteñir los cabellos con sol y parafina. Pasó por la estación de servicio de la esquina de Rawson y amagaba a entrar para cargar nafta cuando se dio cuenta de que no tenía la billetera; se la había dejado sobre la mesa de la cocina cuando sacó los diez pesos para el diario. 157


El marcador estaba en cero, pero le quedaban todavía algunos kilómetros de reserva. Siguió entonces hasta la plaza San Martín, dobló en la esquina de Manolo y subió la cuesta en segunda. Allí estaba otra vez el auto rojo. Era la tercera noche que amanecía con los vidrios empañados a la entrada del chalet. Te dirás que no te importa. Te dirás que cada uno es dueño de su vida. Te dirás que es el destino, que no volverás a pasar por esta calle ni esta puerta. Entonces el sol reflejará tu cara deformada y no podrás evitar ver en el parabrisas a ese fantoche de vos misma. Recordarás el terror del instante en que esa bestia enferma de celos quemó la belleza de tu piel y de tu alma. No lo hará de nuevo. No lo dejarás. Le ahuyentarás todas las mujeres de su vida. Lo cercarás como a un animal atrapado en un incendio. Sentirás hervir la rabia en tu sangre. Odiarás el odio que te invade. Llorarás. Frenarás. Saldrás del Renault con el diario apretado bajo el brazo. Sacarás un pucho del bolsillo y el encendedor. Verás tus manos desenroscar la tapa del tanque. Con el cigarrillo en la boca acercarás la llama al diario. Verás el fuego crecer y una explosión azul del combustible que se inflama. Te asustarás de tu propia carcajada. Volverás a tu auto justo a tiempo para ver como las lenguas abrazan la chapa. Se retorcerá el cuero, el caucho se deformará. La carrocería roja y brillante se convertirá en basura. Un pedazo de chatarra. Martita condujo unas cuadras en sentido opuesto al mar. Escuchó la sirena de los bomberos y encendió la radio. Un día espléndido de otoño en la ciudad balnearia. Bajó la ventanilla y respiró el aire fresco. Tal vez se acordó de que no tenía nafta y volvió a buscar la billetera. Tal vez solo quiso ver de nuevo el mar. Se dejó descender por la barranca de Paz, desembocó en el boulevard y admiró nuevamente la superficie inmensa y tornasolada. No dobló en dirección a su casa, tal vez quiso demorar el regreso a la clausura de las paredes. Puso la trompa del Renault de proa al este y apretó el acelerador. Aún quedaba un poco de combustible. 158


A toda velocidad y con los vidrios bajos avanzó llenándose de viento. Martita pasó frente al edificio de Havanna y pensó que si tuviera plata se compraría una docena de alfajores. Pero no se detuvo y continuó por la costa hasta llegar al Parque Camet. Hacía tiempo que no pasaba por allí. Desde que había dejado las clases de equitación. Antes del incidente. Martita apretó aún más el acelerador. Pensarás que debes ser valiente y enfrentar el futuro. Te dirás que volverás a tu casa y te pondrás a planear una vida nueva, en otro lugar, lejos del pasado. Pero verás el mar y será tan hermoso. Juzgarás de repente que la pequeña victoria de este día quizás sea la única que te depare el destino. Sentirás la humedad del aire sobre la piel que tu memoria aún guarda tersa y joven. Tus ojos diminutos se llenarán de infinito. Y sospecharás que el futuro es éste, aquí y ahora. Perpetuarás para siempre este instante parecido a la felicidad. Ocuparás tu mente con recuerdos amables. Pondrás en tu corazón el pan con manteca, el vestido de los quince, las caricias de tu madre. Te prepararás para el viaje vestida de bella, vestida de buena, vestida de alegre. Conducirás sonriendo con el campo a tu izquierda y la playa a la derecha. La ruta 11 pegada al mar como una pista de despegue. Apretarás el pedal a fondo y cuando llegue la curva, volarás hacia la libertad. La trompa del Renault irrumpió sobre la superficie calma del mar. Martita sintió que todo estaba en orden y fue bebiendo de a sorbos el mar inagotable. Se dejó hundir complacida sabiendo que el océano la liberaba para siempre de su condena. Como a ella. Y se fue como en sueños, dormida, hasta el agua profunda, con su soledad. mariacristinamoro@yahoo.com

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DESAYUNO FINAL Olga Bertinetti Cuando amanece el sol rebanadas de pan agitan mi reloj de arena tu nombre regresa sin tiempo Amanece el sol cortado como pan en rebanadas la luna se estrella contra un viejo cuaderno Rebanadas de sol amanecen sobre pan cortado miro la taza de tus labios bebiendo otro adiรณs En rebanadas de sol amanece el pan me voy en el vino con las manos en llamas El sol amanece corto el pan en rebanadas y vestida de ausencias me duermo en el filo pinochafiestas@yahoo.com.ar

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SOY TRISTEZA Maximiliano Costa Martínez El amor no toca a mi puerta, la patea y la derriba, me golpea y ultraja los sentimientos más tiernos, me doma y sube a mi espalda me muestra su rostro y se mofa de él. ¿Dónde estás? Solo me dejaste cenizas en el corazón. Despluma mis ángeles, derrocha mis arcas, me desviste de toda virtud hasta quedar rebajado, un alma pobre, que ni pena tiene. Ya no soy verdadero, hoy soy un nada, un tristeza, un vergüenza, un tragedia. La vida es así, nada ha de quitármelo, el No–Olvido es el Dios de mi circular destrucción. Quizá sea absurdo pero mi tristeza es lo que sé explotar y yo con ella, pues ella soy yo –la adusta ida, la dulce vuelta– uno se acostumbra tanto a las lágrimas... Mi alma se ahoga en el llanto, dentro, los cupidos que no volarán, para salvarse usan sus flechas. La desgarran, la envenenan. La esperanza se mezcla con el barro y no la reconozco. He de derramar una lágrima por cada sonrisa que me regalaste. maxcosta333@gmail.com 161


TANGUEANDO Angeles Valdés Marteles El farol muerde tinieblas besos furtivos una silueta con olor a pecado araña sombras en la pared Bajo un raído “funyi” una luz roja parpadea mientras la mirada cuchillo atraviesa la ventana en tinieblas Rasguea una desafinada guitarra bordonea melancolías y en la “Humedad” misteriosa Gardel estrena otra vez su voz como “un fantasma gris” la canción con gusto a tango mientras cadencia la noche gime el cielo su ronda nocturna en el “Cristal” la niebla dibuja notas El corazón se vuelve pájaro huye de los ratones del recuerdo “Volver con la frente marchita” sigue “ el mudo “ su canción En la oscuridad brillan ojos ansiosos de compañía mientras la “Garúa” vierte lágrimas muere la luz tras el ventanal Un solitario triste silba en el silencio su canto de ayer bajo la luz opaca del farol. claravaldes@yahoo.com.ar 162


LA GUERRA Y LA PAZ Santos Smith Estrada LA GUERRA procuarme una noche de batallas épicas deslumbrame con tu pasión por mi locura solucioname con tan solo nuestra transpiración haceme sentir lo que no supe apreciar mirame a los ojos que hablen ellos si fuesen dos balas seguro estaría muerto pero hoy no quiero escuchar palabras solo ver la música vibrante de nuestros cuerpos exhaustos invadidos en perfume que sea la cama la que ría y este dormitorio mundo paralelo de dos el juez de esta fusión llevame por lo más profundo de tus caminos hondos me quiero perder por el bajo húmedo encadenarme a tu entrepierna preso de tu vientre sin dejar de mirar tu cara ya borrosa… 163


abro los ojos miro al costado y no estás más el cuarto te exclama el techo te llora la cama se inunda el olfato muere mi odio crece aunque nunca imaginé hacerlo te quise pero te odio lo que era ya no es lo que es causa de esta tensión en pánico mi cuerpo empapado tembloroso no puede salir de tu obscena prisión cada paso estaqueado cada risa en cautiverio ahora derivo solo colmado de ira vacío relleno de dolor apaleado por tu frialdad circunstancia indiferente mis pelotas de acero ya no se oxidan mi estómago de cartón se desvanece por el aire como sensación somática asesinada a sangre fría por un fusil de asalto sobre el alma ametrallaste mi cuerpo te fuiste me dejaste solo solo con un sentimiento muerto en mi corazón roto LA PAZ *smithestradasantos@gmail.com 164


CUANDO EL DOLOR SE VUELVE CONTRACTURA Maximiliano Costa Martínez “Los que van por el mundo delirantes repartiendo su amor a manos llenas, caen, bajo el peso de sus obras buenas, sucios, enfermos, trágicos, sobrantes.” Almafuerte “principio primitivo e innato de la acción humana un no sé qué paradójico que llamaremos perversidad…”

Edgar Alan Poe Cuando el íntimo invasor se mete en mi sensatez y busca dejarme los huesos descangallados, cuando su control piadoso agota la visión tensa los nervios queriendo hacerme titiritar bajo ese sol frío que va cerrando su jaula arco iris, yo me remito a vos, halo oscurecido, voz silente. Me apaño sobre tus alas ensombrecidas, cada raíz es una guía que amura. Soy injerto sagital en vos, árbol materno. Sutil fiera que te presentaste luego de reposar en la sombra iridiscente de mis quehaceres, estabas ocultada en mi amor soberbio –como si regalara flores clavándome las espinas– que sin condiciones repartí hasta el desperdicio; y hoy, arrodillado como verbo enmudecido agarro mis manos las enfrento a la tierra que me exime de tu ofensa y te entrego estas que son garras armoniosas. Te desfiguro, condena humana, propia y ya en mi condición vuelvo a amar maxcosta333@gmail.com 165


TINIEBLAS Angeles Valdés Marteles

Los cristales de mis pensamientos se sientan en mi ventana La lluvia la llena de cadencias arropa mi cuerpo congelado de ojeras La noche sin dientes muerde recuerdos fetos encadenados al farol de la esquina corroído por la vieja humedad cortina de lágrimas que embruja la sombra Con risa alternada en aquelarre rueda la calesita castigada de tiempo La inocencia sigue intentando embocar el anillo No hay olvido Cuando el cielo llora las ratas se atreven a chapotear el barro Suenan violines armonías indiferentes al abrazo del mar claravaldes@yahoo.com.ar 166


*** Daniela Riccioni

Un hombre desnudo con inclinación de la cabeza En desafío dos cuerdas vocales y jadeo para el letargo Sin esquema de estación Ni espaldas de medianoche Caracteres de memoria en la ropa atemporal Conjugación entre dientes a media luz de probadores Se aprieta la magia con acordes de rock cayendo en fusas entre paredes y estantes El broche de oro que anuda en torniquete se sutura con Horario Corrido en la puerta de la boutique leonital307@yahoo.com.ar

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AUSENCIA Blanca Zarza Descalza camino sobre piedras Guardo de aquel adiĂłs puertas sin llaves La distancia enemiga del amor filosa hiere Presintiendo el hueco de las horas huyo de mĂ­ Tenaz el recuerdo carcome y agrando mi terca soledad blancairene12@hotmail.com

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CANSANCIO Olga Bertinetti pesa el cuerpo en el cruce de los aĂąos pies sobre cardos descarnados

cuando la roca del alma al fin descansa sobre el pobre orificio de

este infierno

enumero los males de los dĂ­as descifrados

pinochafiestas@yahoo.com.ar

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CONSECUENCIAS DEL DADA Angeles Valdés Marteles La pasión danza su respuesta navaja urgente de molusco y sol bigotes cómplices del silencio perfuman el sordo grito sin paredes ni garganta en los espejos sudarios maúlla el cristal En amordazada estancia el gato erizado bisturí acurruca espacio y sudor parpadean ojos crespones saetas atávicas cruzadas de promesas Errados amores triangulares sonido ancestral de reclamo El aire llena pestañas cubiles de polillas y miedo Tras las ventanas cerradas la sombra espera claravaldes@yahoo.com.ar

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MAR DEL PLATA HIPÓCRITA

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CAMBIO DE ROLES María Cristina Moro

A

ntonio era gerente de gestión inmobiliaria. Rocío, gerente de gestión reproductiva. Uno se ocupaba de preservar el patrimonio residencial de la ciudad. La otra tenía a su cargo perpetuar la especie humana. Antonio, quien cabe mencionar, colaboraba gustosamente con las funciones de Rocío, trabajaba ordenadamente de ocho a cinco. Hace tres meses, Antonio trajo a casa un cheque gordo y festejaron con champagne. Esa noche, Rocío, quien trabajaba ad honorem, debió cumplir horas extras, resultando esta imposición imprevista de tiempo y ritmo laborales en la generación de un producto no planeado. Antonio ha tenido que dejar la gerencia inmobiliaria para ocuparse de la atención y desarrollo del producto resultante de esa noche de trabajo, dado que Rocío renunció a su cargo y se buscó un empleo más lucrativo, más sosegado y menos riesgoso. Ahora es ella quien colabora a menudo con Antonio. Él luce algo pálido, a ella se la ve muy complacida. mariacristinamoro@yahoo.com

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TODO TIENE UN PRECIO Ana María Rodríguez Arbizu

V

amos, Rogelio, vamos. Siempre ella caminando adelante, él unos pasos atrás. Subir, bajar. Lo llevaba por todas partes. La virgen del Cerro, el Uritorco, los glaciares. No se animaba a llevarlo a Machu Pichu, podían notar sus intenciones ocultas. Lo hago porque necesita despejarse, aire libre, explicaba. En rigor de verdad, quería que el viejo partiera de una vez de este mundo y la dejara sola. Y cada día que pasaba ella lo odiaba un poco más. Odiaba que la mirara con deseo, hasta con lujuria y que no pasara nada. Ya no pasaba nada. La diferencia de edad entre ellos marcaba el límite, no se podía ir más allá. Las primeras horas de hacer el amor en cualquier lado eran un lejano recuerdo. Y ella tenía las ganas y él veinticinco años más. Entonces empezaron los amores calientes con otros y los viajes. Subir, bajar. Ella marcando el paso adelante. Vamos, Rogelio, vamos. En el tiempo que empezó su historia ella era una mujer joven y él, un señor con una vida hecha. Fue cuestión de verla y dejar todo. Miren a mi edad la rubia que conseguí, todavía puedo, le decía a sus amigos y se reían, y él se reía de orgullo y calentura. La misma calentura que la hacía seguirla hasta ahora. Vamos, Rogelio, vamos. Que buena cola tiene, piensa el viejo, mientras la sigue como siempre. Y el viejo no se muere. No le sirve más, ya aseguró su futuro y el de sus hijos, es nada más que un barrilete que lleva por el mundo. Ella siente urgencia de sacárselo de encima, volver a ser joven como antes, encontrar alguien que sí pueda todos los días. Es un lastre, le confesó un día a su amiga, mientras se compraba unos Sarkany, porque el viejo tenía plata y le daba todos los gustos a la rubia que lo hacía sentir tan joven y tan viejo y tan 173


solo y tan cerca del abismo. A veces, cuando ella le da un beso después de un regalo, el viejo se derrite y tiembla de impotencia. Daría la vida por ella. Pero no se muere. Entonces lo tengo que ayudar un poco, piensa ella un día, y que nadie se dé cuenta. Un empujón en los acantilados de Irlanda, una caída en los canales de Venecia, una balacera en Colombia. Y siguió pensando. Cuando la rubia dice: Hoy es el día, se pone la ropa interior más pequeña y transparente, la remera que la ajusta toda y las calzas que a él le vuelan la cabeza. Y lo va a buscar. Vamos, Rogelio, vamos. Y se lo lleva a la cama. Mirá todo lo que no podés tener porque estás viejo. Morite de una vez, viejo, morite, le dice mientras se va sacando toda la ropa. Y el viejo se siente viejo de golpe. Cruelmente viejo. Y no puede hacer nada ni con todo el viagra encima. Y se muere ahí mismo, llorando de rabia y de tristeza, mientras la escucha: Vamos, Rogelio, vamos. Después fue la rubia deseada y libre. Ahora dice: Vamos, Roberto, vamos. anamr2001@hotmail.com

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BUENAS COSTUMBRES Alicia Corrado Mélin

C

lotilde terminó su trabajo, está en la parada de colectivo, cansada y con hambre, el almuerzo hoy pasó de largo. Conversa con una colega del barrio. Las patronas pertenecían a la última dinastía de familias impecables, esas que ya casi no existen. La Sobrina seguía siendo niña por su condición de castidad propagandeada, aunque los calores sofocantes ya hubieran despertado en su cuerpo. Todo en ella era consentido, simbolizaba la alegría hogareña a través de su infantilidad. Los cuarenta habían pasado sin pena ni gloria y aun beatificaban su foto de comunión como una enana vestida de novia. La abuela había ejercido el matriarcado hasta sus finales y doloridos años, cuando por “muerte blanca”, así lo anunciaron ellas, dejó de brindar a los suyos los mejores bordados que supo aprender como adoratriz, las exquisiteces que Petrona indicaba y el ejemplo de lucha y practicidad. Después, el bastón de mando pasó a tenerlo la única hija que le quedaba, ella resguardaría el apellido con decoro y protegería a la Sobrina. La Tía que pregonaba no haber hallado al hombre adecuado en sus años mozos, ocultaba sin embargo la lista de inadecuados. Así que Tía y Sobrina eran recatadas, tolerantes y madrazas sin partos ¡No habrá ninguna igual, no habrá ninguna! En la parada, con Clotilde ahora son tres. –Empleada de quehaceres domésticos, así me enseñó la patrona mayor. Para que diga, sí, queda mejor. Ustedes también tienen que decir así, te miran distinto, sí, le da otra cosa. Las otras asienten con las cabezas, la conocen bien y una de ellas le dice que la ve preocupada y rara. Se produce un silencio 175


largo y parece que Clotilde no hablará, suspira profundo, aprieta los labios y se cruza de brazos. En aquel mausoleo con aroma a Vick VapoRub, entre juegos de limoges, arabescos y trípticos de íconos bizantinos, se hallaba una puerta cerrada con llave, como preservando un pudor. Ese día, la puerta había quedado entreabierta, era la del cuarto compartido por la niña no tan niña y su Tía. Y Clotilde, guiada por un impulso detectivesco la abrió para indagar esa intimidad rosa: Allí no existía un mobiliario similar al resto de la casa. Las dos la desafían con la mirada para que hable. –Y bué, sí, saben como soy yo, no puedo guardármelo pero me juran que esto muere acá… –“Por mis hijos” “Ni Dios permita” –responden con los índices en cruz sobre los labios sonoros. Había una cama circular y sobre ésta, unas sábanas de seda negra desordenadas que dejaban ver un colchón transparente y todo un mar en su interior. Buscando más autenticidad testimonial, encendió la luz y fogonazos rojos y azules iluminaron el cuarto. Sobre la mesa de luz con forma de corazón gordo vio una colección de lápices labiales o desodorantes en barra, nunca supo bien de qué se trataba. Afiches coloridos cubrían las paredes: Hombres, mujeres, hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, hasta que en el más grande, justo al lado de la ventana, se unían todos encimados. Creyó ver la masacre de Guyana pero de pie, en cuclillas, de cúbito ventral y dorsal. Desistió de la idea catástrofe, recordó la tarde en que las patronas tomaban el té con las amigas y hablaron de algo extraño, “Surrealismo”, habían dicho. La mujer supo entonces que a las rarezas se las podía llamar así. Determinó que aquel cuarto era puro Surrealismo, ni más ni menos. 176


Mientras se miraba el rostro en el techo, pensó en la Tía y en su poder, nada más gráfico que el látigo la representaba. También pensó en la Sobrina, que quién sabe cuántas horas de ensueño habría hamacado en ese columpio negro, allí colgado. En plena tarea de deducciones Clotilde escuchó las voces provenientes de la sala principal, al intentar irse rozó una silla; cayeron cadenas y esposas. Tosió fuerte para disimular, salió del cuarto, tomó la escoba y continuó con la limpieza de la casa. –…un quilombo, con razón siempre me dicen que ese cuarto lo limpian ellas, mirá que son raritas, sí…pero a mí me pagan y bué es lo que tengo y hoy por hoy. A Dios gracias tengo el trabajo, estoy juntando para un… estee…el chato, el chatito… ¿LSD? Sí, tengo mis ahorritos…sí sí…ah sí sigo… Ellas aparecieron: Tía y Sobrina unidas. La primera vestida de una viudez que nunca tuvo, haciendo pandán con el cabello y su alma. Las piernas cortas, el rosario largo, tan largo que se enredaba entre los pies chinescos al atravesar la galería estrepitosa. La segunda, envuelta en un reciclado Chanel, justo a la rodilla, como ella lo había visto en la Para Ti bajo el anuncio de “Todo vuelve” sin darse cuenta que los años no. La Tía trastabilló hasta quedar tirada con la cabeza escondida en el pecho; el batido dominguero, aplastado. Trató de juntar las cuentas, a la vez que intentaba inútilmente incorporarse, pero volvía a resbalar y caer. Empecinada y con voz chillona ordenó a la Sobrina: –Cubrime las partes– Es que la falda a esas instancias se ubicaba como bufanda. Lacaya fiel a los pedidos de la máxima autoridad, la Sobrina se colocó de torso y con el ancho de su cadera (estilo guardaespaldas) cubrió con su metro y medio aquella visión papelonera. Clotilde en tanto, asomada desde la cocina observaba boquia177


bierta el episodio. –Vamos Cloty, siga limpiando, acá no pasó nada, no pasó nada– dijo la Sobrina desde su puesto de custodia, luego dirigiéndose a la Tía continuó –Ay Tiita ¿Cómo puede suceder esto después de volver con tanta paz de la misa? La Tía la miró como estudiándola, intentó moverse desde el piso y respondió: –No importa querida, ayudame y evitemos reflexiones– Como una girl–scout, la Sobrina extendió la mano para alzar a la sexagenaria y desde las medias small de la Tía fue ascendiendo una huella bochornosa (corrida, que le dicen) a la vez que el cuerpo en vías de desproporción de la Sobrina caía pesadamente sobre la Tía. Ambas terminaron en el piso. La Sobrina montada sobre la parienta, las miradas de las dos perturbadamente enfrentadas. Al unísono aullaron: –Clotildeee– La muchacha, sin salir del asombro, se precipitó hacia ellas, comenzó a recoger las cuentas de madera y encontró en el piso un pez de plástico con cuerda. Lo tomó y preguntó: –Niña ¿Dónde lo tenía? Claro, hace tiempo no lo veo en la bañera, mire usté ¿Lo llevó a la misa? La pequeña amazona (entiéndase Sobrina sobre Tía) le explicó que lo llevaba en la cartera para mostrárselo al Padre Carlos y actualizarlo sobre la nueva tecnología educativa infantil en cuanto a juegos didácticos “El Padre Carlos se preocupa por los niños” dijo en algún momento. Clotilde, apenas balbuceando: –Tomá…mire usté sí –A propósito del Padre Carlos – interrumpió la Tía –vendrá en momentos a comer con nosotras. Baje a la bodega Cloty y consiga un borgoña del 60. Así, incómodamente en el suelo, la Tía y la Sobrina le hacían acordar a esos afiches de la habitación. Clotilde reojeó el carillón 178


y calculó aquella extra. El timbre y las carcajadas de las feligresas amagando levantarse, descolocaron aún más a la muchacha, quien optó por dejar de mirarlas y se dirigió a la puerta. Las mujeres en la esquina ya no giran sus cabezas esperando el 23, están atentas al relato de Clotilde, se diría que sumamente interesadas. Al abrirla vio a un hombre y solo reparó en el cabello de él, brilloso, muy brilloso y erizado. En la parada justo frente a la casa de las patronas, Clotilde continúa: –De entrada, con tanto despelote no me daba cuenta quién era el tipo, entró medio de prepo, sin presentarse ni nada. Sí, tenía pulseras plateadas, los brazos puro músculo y esa ropa con los cositos…sí, eso, tachas y como cinco kilos de tremendos tamangos en cada pata. Sí, les juro…desde el piso como bichas, tóquense la teta izquierda…Arrastrándose iban los tres, qué sé yo, un revuelo…– cuenta mientras vigila la llegada del colectivo. Quiere estar en su casa, no obstante, sigue –la Tía tenía el pantalón de él…Yo qué sé cuándo se lo sacó, lo revoleaba meta y meta así (hace el ademán) como en la cancha…la pintura de la boca toda corrida, usa el rubí 4 de los caros, sí, y gritaba “Chauu Cloo, mañana tenés el día libre” y seguía gritando como loca “Ay Padre Carlos nooo” qué sé yo… La esquina enmudecida y el 23 demora su aparición, los peatones juegan al gallo ciego y los vehículos parecen abducidos, sólo el grito proveniente de la casa de las patronas, el estruendoso alarido aquieta al más hiperquinético de los humanos. Clotilde gira la cabeza hacia la casa, vuelve a mirar a sus colegas y con voz temblorosa exclama: –Qué lo parió ¿A cuál habrá exorcizado el curita? alycorradomelin@gmail.com 179


DESCONFIO DE BARBARIANA Daniel Luján

L

as pestañas de dominó como mesas de luz. Su nariz de dado y carbonilla llegaban desde el comienzo de la sala hasta el último cuadro de cristal de la ventana principal. Y sus ojos cuadrados, y el bostezo fugaz de sus manos francas, cuadradas también. Barbariana hundía sus dedos en las mesas, en los rectángulos principales de todas las bibliotecas donde se hablaba el náhuatl. Espera era azul y posible. Simple teoría de sus pies como tableros de ajedrez en jaque y damas chinas, de baldosas o backgammon. Mentía muy a menudo y él le creía. Incluso cuando su boca llena de caprichos tomó la forma de cubos de hielo, de ladrillo de adobe, de primera persiana. Desde ese día algo se rompió en Barbariana; y fumigó sus bibliotecas con perfume de mirra y carbones de jazmines y ese bálsamo quedó pendiendo desde la chimenea como alguien que espera que lo peor suceda al fin. daniellujan@hotmail.com

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MAR DEL PLATA ERÓTICA

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IDEARIO Oscar R. Ruiz Una sola idea de tiempo me lleva hacia el abismo de tu escote sin piedad ni reflejo de defensa alguno Una sola idea de futuro incierto que me acongoja hasta un punto de no retorno La sola idea de no haberte conocido me genera la angustia del desarraigo y el exilio Una sola idea de alegrĂ­a que me transporta ingenuamente hasta el tiempo de la infancia Una idea de inmortalidad que me deja flotando sobre la melodĂ­a de tus ojos La sola idea de la nada me abandona en el Hoy Solo la idea del todo me acerca hasta el MaĂąana. La sola idea de tu escote me convierte en tiempo eterno oscarricardoruiz@gmail.com

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LA NADA QUE LLEVAMOS DENTRO Carlos Morteo

M

ientras preparaba un jugo de limón, vi por la ventana que mi vecina colgaba ropa en la soga de su patio. Muchas veces sucedía esto y casi siempre nos saludábamos con corrección y nada más. Me contó que estaba triste porque había muerto un pariente, de golpe y sin aviso: un shock, y que ese familiar siempre había querido llamar la atención. Y remató: “No hay caso; hay gente que es propensa a la muerte”. Fue una verdad tan absurda, tan impensada y cierta, que me quedé anta la nada, sin retruque. La nada podía existir entre nosotros. Ella era una mujer de buena figura. Llevaba el cabello color castaño claro cortado sobre los hombros que se veían, o mejor dicho se intuían, fuertes, como el remate de esa espalda recta. Ni qué decir de esta postura, que elevaba sus pechos, de buena forma y tamaño, que parecían apuntarle a uno con cierto aire de impudicia. El vientre plano se continuaba en anchas caderas y desde allí, nacían las largas y musculosas piernas. Me di cuenta lo poco que prestaba atención al rostro y a los brazos de ella. Ese día llevaba puesto un vestido verde claro lleno de florcitas, sujeto por delante con una fila de botones desde el centro del pecho hasta casi la altura de las rodillas. Estaba de entrecasa. –¿Cómo le va Aurora? – le pregunté al ver que se agachaba a sacar ropa del balde y me daba la espalda como para no dar conversación. Ella pegó un respingo al salir de vaya a saber uno qué pensamiento, giró rápido hasta quedar frente a mi y se volvió a agazapar pero esta vez de frente, con las piernas derechas, de manera que a través del escote pude ver parte de los pechos hasta lo que me permitió el corpiño, rojo por cierto. Recordé que cuando la vi de espaldas, también con las piernas rectas, había mirado la marca que hacía la bombacha, bastante más abajo de su cintura. Sí, propensa… 183


– Qué lindo día ¿no? – dije entonces como un estúpido porque obviamente estaba pensando en otra cosa y me daba cuenta que todo el contexto comenzaba a desaparecer. Sólo veía a Aurora y su balde.– –La verdad es que está hermoso, por eso aproveché para lavar ropa antes de salir. Ah, y también voy a juntar unos limones – y se dirigió hasta el limonero que se combaba bajo el peso de una gran cantidad de frutos. –¿Querés que te dé algunos, Rúben? – se subió a la escalera y se estiró para cosechar los más maduros que estaban arriba, justo a la altura de mi ventana. Miré cómo su vestido se levantaba y al estar los últimos botones sin prender, el centro de las piernas se veía casi hasta la bombacha. Mi boca se había secado o llenado de saliva. Vi las manos con dedos largos tomar con suavidad cada fruto y con justa fuerza sacarlo de la rama. Eran pechos, con un pezón que apuntaba hacia delante. Y el vestido cada vez más arriba. Y el árbol lleno de senos que las manos duchas acariciaban. El viento meció al limonero y vi esa cantidad de pechos que colgaban de las ramas, moverse y balancearse, invitando a mi boca. Ya no había árbol. Las piernas de mi vecina lo habían devorado. Necesitaba con desesperación refregarme contra ese cuerpo firme aunque sólo fuera un limonero. Le ofrecí tenerle la escalera al tiempo que casi salí por la ventana. No quería terminar parado en la ventana o cayéndome por ella, con medio limón apretado en la mano. –Rúben ¿se siente bien? Tiene una cara… Reparé en esos los labios carnosos y trastabillé. Tuve ganas de contestarle algo pero no pude articular palabra. Ella estaba muy cerca y yo al borde de caer al vacío. Se echó el pelo hacia atrás, descubriendo un cuello no muy largo pero suave. Antes de saludarme e irse, pasó la lengua por los labios, lenta y húmeda. Yo también me había ido. A un final que era un todo y nada (otra vez la nada), vivo, luego de pasarle rozando a la muerte, por no llamar su atención. cmorteo@gmail.com 184


COMO LA NOCHE Ana María Hernáez “... si el amor es volver al paraíso o ingresar a un infierno”. JULIO BEPRÉ

Ordeno que me grabes en la piel los versos más tristes de amor.

Gimiendo sobre la almohada los dos desnudos

seremos

un latido sin nombre en tus silencios.

Todo se volverá inmensidad

cataclismo.

Esclavos de un fuego sin límites hechizando embrujos misteriosos guerreros de salvajes anhelos. anabelle32@hotmail.com, anyrojo15@yahoo.com.ar

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CONTRADICCIONES DE UN HOMBRE MODERNO María Cristina Moro

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a chance de que hubiera un rival compitiendo por el cuerpo de Rocío abultaba silenciosa, subterránea, en las entrañas de Antonio. Una ofuscación de petardos le nublaba las arterias y lo tenía inquieto. Irritado. Todos esos tipos disfrazando sus sucios pensamientos de traje y corbata. Y Rocío ofreciendo la primicia de sus senos cada vez que se inclina bajo la mirada deshonesta de esos micos. Y él acá, revestido de pañales y biberones, jugando al marido virtuoso. ¡Qué es esto de pretender la igualdad de géneros! ¡Demonios! ¡Si quiere igualdad de género que se rebane los pechos! El teléfono interrumpe el deambular mental de Antonio. Es Rocío. “Llamaba para decirte que te extraño. ¿Qué tal si ordenamos pizza y una película? Dicen que la nueva de Almodóvar está buena. Besito”. Antonio cuelga. Los petardos explotan. Aunque inmediatamente se arrepiente de lo dicho. No sea cosa… mariacristinamoro@yahoo.com

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LA INICIACIÓN Olga Bertinetti Detrás del pórtico ninfas ofrendan un jazmín succionan leche blanca una luz se enciende apaga el miedo el amor se anuncia desde el atrio en el foro se quitan las vendas para vivir y aferrarse al pecho de nadie desnudan sus sexos perfumados el deseo los mece en el regazo del juego a la hora en que amanece gime el día pinochafiestas@yahoo.com.ar

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EL SEXO DÉBIL María Cristina Moro Rocío entró a la ducha. Abrió la canilla. Cerró los ojos, abrió la boca. Se abandonó relajada a la lluvia caliente, al gozo del champú y del exfoliante. Secó suave la piel tibia y partió, poderosa. Antonio entró a la ducha. Abrió la canilla, los ojos abiertos, la boca apretada. Se sacudió espasmódico bajo el chorro de agua helada y creyó morir de hipotermia. Insultó, blasfemó. Frotó con rabia el cuerpo entumecido y se lanzó a enfrentar a la perra que se gastó toda el agua del tanque. Débil, acabó cubierto de Rocío. mariacristinamoro@yahoo.com

EL SEXO FUERTE María Cristina Moro Luego de una noche de profundo sueño, Antonio retrajo con sorpresa la mano, apenas tocó la frente candente de Rocío. Tras desayunarse del estado febril de su mujer y de unas medialunas con café con leche, se puso los pantalones y marchó obediente al hospital. Rocío, habiendo aligerado la mitad de su peso durante la solitaria estadía nocturna en el excusado, apuntaló la otra mitad en los brazos fuertes de su marido y enfrentó corredores y puertas hasta dejarse caer en la camilla. “Hepatitis”, dictaminó el médico. Rocío atinó a tranquilizar a su marido con una leve sonrisa antes de que la enfermera empuñara la jeringa. Pero no fue suficiente para evitar que Antonio empalideciera y se desplomara vigorosamente rendido a sus pies. mariacristinamoro@yahoo.com 188


BRISAS Ana María Hernáez Mójame con tu llovizna en las formas que amenazan con bailar sobre tu boca. Y en el momento de Eros Amor de mis locuras lluéveme. Milagros Hernández Chiliberti

Tu perfume a jardín anocheció en mi cauce un diálogo de locuras inconclusas un sismo de ardores desenfrenados y abrazos de agónicos huracanes. yo desnudé la caída de tu miedo caminé por tu cuerpo descalzo abrí parques urgentes. Te amanecí en reposo. Fuimos hacia el infinito astral hasta encontrarnos en el lugar del último beso. Desde entonces no existen fronteras. anabelle32@hotmail.com; anyrojo15@yahoo.com.ar

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LA CENA Olga Bertinetti sobre la mesa con huellas hasta el borde el pezĂłn de las ciruelas rojas la cuchara por donde tu boca avanza un saxo nos embriaga y por debajo de la mesa tus manos sazonas mi piel con tu lengua me cubres con hierbas trozos de lino blanco y leche dulce en la que se deshace el pan arde la luz en mis senos envinados tus labios bajan por mis muslos que huelen a romero y salvia tu copa vacĂ­as en mĂ­ bocado agridulce licor de jazmines nos bebemos empapados pinochafiestas@yahoo.com.ar

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HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARE Marcela Predieri de la novela “Sobre crecer y otras muertes prematuras”

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uan Pablo y Marisa están en la misma cama pero no están juntos. Ella se le acerca, le pasa el muslo sobre las ingles. –Más abajo por favor –se queja Juan Pablo–. ¿No vas a ver la tele? –Marisa no contesta y le cubre el pecho con el brazo, le acaricia el hombro y se acurruca a su lado– En serio, dale, después –agrega mientras se acomoda más erguido contra la almohada a su espalda. Está mirando el History Channel. Por décima o centésima vez: Hitler y las cámaras de gas. –Me cago en las documentales –le sale a ella sin querer. Por suerte no la escucha. Se da vuelta, saca pierna, brazo y todo intento; agarra la frazada y se la calza hasta el oído. Cada uno abrazado a su mesita de luz, reza el dicho; ¿por qué tiene que ser así? Baja una mano hasta el pecho para masajear su dolor, despacio, hasta que el dedo meñique sin quererlo encuentra el pezón; se detiene ahí, sonríe, se queda un momento y se pone boca abajo con la pierna que está más cerca de Juan Pablo recogida. La mano se le desliza hasta la axila y empieza a recorrerle la cintura. En el History, las mujeres que van a la cámara de gas empiezan a desvestirse y forman fila. Esperan. En algunas hay todavía una mirada de esperanza: “Es sólo una ducha”, dice una demasiado joven para comprender; la mayoría sabe y cruza los brazos sobre los senos hasta clavarse las uñas en los hombros. Marisa se clava las uñas en la cadera, aprieta su vientre con el antebrazo. No quiere esperar. No quiere hacerlo. Las puertas de la cámara se abren, las mujeres entran despacio. Algunas agrietan los ojos, ella los cierra y se deja conducir hasta su pubis. Todavía no hay humedad en ella, la cámara también 191


está seca; ella se busca, se enrosca; la mujer joven pregunta por los grifos. Marisa se aprieta contra las sábanas como si quisiera hacer un hueco en la arena. Se toca. Juan Pablo, creyéndola molesta, le acaricia la cabeza hacia delante y hacia atrás, cortito, como a un cachorro. Él nunca aprendió a acariciarla, jamás lo hará. Ella está ahí: ni un milímetro más abajo, ni un milímetro más al costado; es justo ahí su centro. Buscan el centro del recinto las mujeres, tienen frío, se aprietan unas contra otras. El gas comienza a llover. Dos mujeres se miran. “Era cierto…” vocifera una con los ojos, Marisa los cierra; dos se besan en la boca con desesperación. Marisa se pasa la lengua por el hombro, se agita. Las mujeres están gritando, les falta el aire; a Marisa se le suelta un gemido corto. Juan Pablo le sigue dando golpecitos en la cabeza. Las mujeres golpean, intentan derribar la puerta hasta que las primeras empiezan a caer, deslizándose de los brazos a las piernas, a los pies de sus compañeras. Los dedos de Marisa se deslizan del pubis al clítoris, a la vagina; aprieta los muslos, ahora se mueve despacio. Casi nadie se mueve en la cámara; sólo algún estertor que intenta en vano esconderse de la muerte, algún sollozo casi imperceptible. Como el de ella al acabar al lado de un hombre que mira el History. En la pantalla desfilan letras blancas sobre el fondo negro típico de las documentales de guerra. La respiración de Marisa es larga y calmada. Parece dormida. Juan Pablo retira la mano de la cabeza de su esposa y la extiende, libre al fin, para alcanzar el control remoto y hacer zapping hasta el Venus. delapalabra@hotmail.com

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ÉXTASYS Olga Bertinetti

en el instante en que el volcán de tu cuerpo escupe lava como una bendición inmerecida en ese instante dejo que tu vida sea mía y la ternura de tus años un sudario del destino

pinochafiestas@yahoo.com.ar

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BENDITA DIFERENCIA Ana María Hernáez Hay historias que son eternas sin que aún comiencen. Sirocos

Vibran unidos como si oyeran la Marcha Triunfal de Aída. Sienten la cabalgata de La Caballería Rusticana y al Caballo de Troya penetrando en la Ciudad. Palpitan unidos en la Danza del Vientre de Scherezade arden en la hoguera de La Danza del Fuego eterno de Manuel de Falla. Logran un éxtasis arrollador con la Sonata Appassionata De Beethoven. Agonizan entre las alas heridas en La Muerte del Cisne. se unen los cuerpos en Serenata a la Luz de la Luna.

Un hombre y una mujer juntos un acto de amor el más sublime.

anabelle32@hotmail.com; anyrojo15@yahoo.com.ar

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SOBRE TU PIEL Angeles Valdés Marteles Cansado de noches sin abrigo me acurruqué en tu pelo Con mano ansiosa acaricié tu espalda dibujé tu silueta escribí poemas sobre tus hombros de plata Tu cara manzana verde maduró alboradas Acaricié tus rubores mientras mis palmas dormidas al deseo despertaban palomas sobre tus senos castos Abracé tu cintura de niña clavándome en tu pecho besé despacio tu penumbra azul absorbí los reflejos de tus ojos de sombra Soñé que éramos uno Tu mirada escribía lo que el corazón callaba Quise contemplar tu imagen en un amanecer de eternidad y creyendo que eras mía me abracé a mi mismo El reloj apagó su tic tac. claravaldes@yahoo.com.ar 195


SAINETE SENSORIAL Olga Bertinetti

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l sureste de secos suburbios, surge esta ciudad selecta, sociable y solidaria, tal vez suntuosa y señorial, sustentada sobre sedimentos sólidos, sitio de sol con saludable sodio y salitre. Subo por Saavedra, con semáforos, cuyos senderos sinuosos saben de cercos sembrados de ciruelos y cebollines; sigo por el solado y bajo un cielo sentencioso se suman silos de sorgo y soja, símbolo del solvente sistema sindical, que suministra suscripciones a fin de sostener el súbito y suculento sembradío del sector, cuyo saldo surge de sigilosa selección de semillas. Más allá los submarinos seguros y sumergidos. Voy a mi solar superando los cinco zócalos del zaguán, saludo y cierro con cerrojo. En la sala me secuestra una suave sonata. Suelo sacarme la sortija y en una sucinta secuencia, el sacón, el sostén y las sandalias de seda celeste. Como un sibarita, sentada en el sillón, sugiero un saturnal no muy sutil. El sahumerio y la salamandra son un buen salvoconducto. Da para un salaz sórdido. Mi silueta lo seduce, soy su señuelo, él, mi sujeto sedante, no es un sarasa. De pronto surge como un soldado soviético; su sino me subyuga. Sondeo su semblante y la saliente bajo el sayo, sin suspensores, luego someto a solución los sentidos. El muy sabandija sabe de mi sensibilidad y sé a ciencia cierta que su zalamería es sólo eso: saciar su sed de sexo. Entonces silba una sucesión de salmos; su sable, a la sazón, sigue como sandunga. Suspiro y entre siseos, subordino el sortilegio de mi sexto sentido para sellar nuestro secreto. Solapadamente sorbo sake. Luego con saludable soltura, sacudo al semental como un sonajero; le susurro seudónimos y sobresale aún más semejando un sinfín. Mis senos saltan en silencio, en tanto él se señorea y seguidamente como un simio cae sobre mí. Está semidesnudo. Su sobrepeso no me sofoca, más bien me sublima. Siento su serpiente solemne y severa; le sugiero 196


situaciones más zafadas, entonces me sorprende, sopla saliva en mi surco, me succiona, me socava, me sazona, me ceba, me sobrecoge, me sacia. No es un sofisma, ni es suerte, supongo que es sagacidad. Un sudor salobre nos salpica en el suelo. Saturados, soltamos una sonora sonrisa. Sabemos que nos superamos en sabia sintonía en este suceso salvaje. Sopesamos nuestra simbiosis sin subterfugios ni sospechas. No somos solitarios, salimos desde los setenta. Solíamos sobreponernos sofisticados sombreros. Sufre si se lo saco para el sexo. Los dos sabemos que esto es la síntesis de un sueño satisfecho. El solventa nuestro solaz con buen salario: es secretario de un semanario. Ser sinceros es nuestro supremo signo. Soporto su sombrío sarcasmo, no somos santos ni soslayamos sanciones, pero suministramos soluciones serias, siempre que nos saciemos sin supercherías. Aún solemos salir a Sobremonte, aunque él es sedentario y yo suelo ir sola. Antes de que surja el sopor, nos servimos una suculenta cena de sancocho con salchichas, solomillo de cerdo, salmón y sardinas, zapallitos y salamín, todo salpimentado y sabroso; sedientos, sorbemos sangría y simples cerezas con sésamo. En la sala suena un saxo. La siesta nos sumerge en un sueño sereno, el sosiego entra en nuestro subconsciente en señal simultánea. pinochafiestas@yahoo.com.a

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IMAGEN Blanca Zarza Ella dibuja sobre una seda escamosa piel de pez dorado Él con perfume a tabaco ron madera pulsa su guitarra una tarde de setiembre azúcar tuna blancairene12@hotmail.com

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DE LAS PASIONES Cristina Larice “…huyes con tu caja loca, /de corazones, con el reguero de pólvora que tienes. (… ) *Carilda Oliver Labra, (Cuba, 1922)

Anoche, amado, fuimos polvorines inquietos cerca del fuego. Después luminosas bengalas. Retumbaron alegres todos los explosivos desde tu viril metralla en mi profundidad volcánica Después nació una flor, un pájaro, un pueblo, un alma. cristinalarice@hotmail.com

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EFLUVIO Víctor Clementi

Nos habíamos bebido tanto caímos napas hasta el magma quizás te amé como a un brebaje conciente del tiempo asesino.

Yo te iré y morirás un poco pero antes beberé otra dosis, esa última sonrisa que advierte sólo quien nació vagabundo. victormarceloclementi@yahoo.com.ar

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MAR DEL PLATA ESTAFADA

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UNA AVENTURA EN LA PLAYA Edith Ruz De Colombo

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odos los días se lo veía caminar por la playa. Aparecía alrededor de las nueve de la mañana y no se retiraba hasta el mediodía. Quienes lo conocían sabían que allí, frente al mar, descargaba tensiones y según él mismo decía, "recargaba sus baterías". Aparentaba tener buen humor, mientras caminaba con paso firme y constante. Luego de varios kilómetros de recorrida, se retiraba y sólo no iba si llovía muy fuerte. Esa mañana, ya había dejado atrás varios kilómetros, cuando apareció la muchacha corriendo, y con aire desesperado. Lloraba desconsoladamente y lo enfrentó obligándolo a detener su marcha. Primero se sorprendió, pero ante lo inesperado de la situación, se detuvo. Ella, sin dejar de llorar, se escurrió sobre la arena y quedó hecha un ovillo. –¿Qué te pasa? ¿Te puedo ayudar? –Algo terrible, terrible. –Bueno, calmate y si querés me contás –dijo mientras le daba suaves palmoteos en la espalda. Así, ella acurrucada y él en cuclillas, permanecieron unos minutos hasta que más calmada la muchacha habló. –Gracias por estar aquí. Le suplico que no se vaya, no me deje. Tengo miedo de que me encuentren, no me deje sola. –Quedate tranquila, te voy a acompañar. Tomá un trago de agua, siempre traigo una botellita conmigo. Vení, vamos a sentarnos en esa piedra contra el acantilado. ¿Estás más tranquila? ¿Querés contarme qué te pasó? –Es largo pero voy a tratar de ordenar mi cabeza, pero no te vayas por favor. –No me voy a ir, no tengas miedo. –Yo vine a trabajar a Mar del Plata empleada por una compañía nueva de telefonía celular de Buenos Aires que quiere im202


poner el producto acá. Mi familia quedó en Buenos Aires. Hoy, cuando iba a entregar los celulares a un cliente paró un auto a mi lado, se bajaron dos tipos y a la fuerza me llevaron. Me hicieron sentar en el asiento trasero mientras uno me apuntaba con un arma. Adelante iban dos más. Me taparon los ojos y me amenazaron con matarme si gritaba. Dieron varias vueltas no se por dónde, porque no veía nada. Al rato los escuché hablar entre ellos. Decían que primero tenían que ir a Santa Clara para levantar a la otra y que luego seguirían a Comodoro Rivadavia. Que allí los esperaba “el Rulo” para pagarles. Decían toda clase de groserías y como me puse a llorar, se enojaron y volvieron a amenazarme con matarme si no me callaba. Uno aseguró que en Comodoro me iban a sacar los caprichos y que en cuanto me dieran buena plata, estaría domada. –¿Vos reconociste la voz de alguno, o algún detalle para que pudieras identificarlos? –No, de ninguno. Me di cuenta que habían tomado por una avenida o una ruta porque iban muy ligero y escuchaba pasar autos. –¿No pudiste ver nada? –En ese momento no. Hasta que sentí el choque y empezamos a dar vueltas con el auto. Se abrió una puerta y aparecí sobre el pasto. Pude sacarme la venda de los ojos y vi. unos metros más lejos a los hombres tirados también en el pasto y ensangrentados. Otro había quedado en el auto que estaba dado vuelta. Y allí lo vi. –¿A quién viste? –Al oficial que me había atendido en la comisaría cuando fui a dar el cambio de domicilio Me pareció que estaban desmayados o muertos. Entonces corrí y me escondí dentro de uno de esos caños que atraviesan la ruta. Estaba con agua y tenía pasto alrededor. Paró un camión y luego llegó un patrullero. Pararon también varios autos para ayudar. Subieron a los heridos en el patrullero, enderezaron el auto y se fueron. No pude ver bien si al auto lo 203


remolcaron o cómo se lo llevaron. –¿Cuánto tiempo te quedaste allí? –Hasta que se fueron todos y no quedó ni el auto. No me buscaron, porque no habrían podido justificar mi presencia. Pero estoy asustada, tengo miedo de que me encuentren. –Evidentemente son tipos que están en la trata de personas. –¡Si mi mamá supiera lo que estoy pasando! Se moriría. –Bueno, calmate. ¿Dónde vivís? –Allí no vuelvo. Tengo miedo de que me vayan a buscar. Me revisaron la cartera y se llevaron mis documentos donde constaba mi domicilio actual. Me van a encontrar––y volvió a llorar con desconsuelo. –Mirá, por ahora no conviene avisar a la policía. Vení conmigo y no tengas miedo. Más tranquilos veremos cómo encarar este asunto. Aún llorosa, la joven, que dijo llamarse Luisa Bernal, aceptó lo sugerido por el hombre. – Como primera medida quedate en mi departamento, después veremos. No se explayó más en sus planes, aunque tenía decidido hablar con su íntimo amigo, Jorge Flores, que era inspector de la policía. Podía confiar en él y estaba seguro que lo asesoraría sobre cómo debían actuar. Por un momento había pensado huir de ese embrollo. Estaba acostumbrado a vivir tranquilo y sin problemas, pero lo sucedido le hacía comprender que no podía volverse atrás, dada la gravedad del caso. Le recomendó a Luisa no atender el teléfono ni el timbre de la puerta ya que él tenía que salir por un rato. No tardaría más de una hora... No habló sobre la entrevista que tendría con su amigo, para evitarle una nueva crisis de terror.

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Se encontró con Jorge en un café y le contó detalladamente lo sucedido en las últimas horas –Por favor aconsejame qué debo hacer. Si presento la denuncia a lo mejor me atiende uno que es de la banda, pero no puedo quedarme sin hacer nada. La chica está hecha una piltrafa y yo, sin comerla ni beberla estoy en el medio de todo este asunto. –Dejá todo en mis manos. Voy a averiguar todo lo necesario para desenredar esta maraña. Vos no hagas nada hasta que yo te avise y tratá de seguir tranquilizando a la chica. –Gracias Jorge. Jamás me vi en una situación como esta. Me llovió un problema gratis. Bueno, te llamo o me llamás. –De acuerdo. Se despidieron con un abrazo y rápidamente Francisco volvió a su casa. Luisa seguía acurrucada en un sillón, tal como estaba cuando la dejó. –¿Estás más tranquila? ¿Qué te parece si vamos a recoger tus cosas? Yo te acompaño. –Bueno, así mañana mismo me vuelvo. Le dejo la caja con los celulares al cliente, con el manual de los distintos modelos y la próxima vez, que venga otro empleado. Me va a costar mucho reponerme de todo esto. La angustia que siento va a tardar en irse. No se si contarlo en la empresa. Si les digo que no quiero volver, tengo miedo que me echen. –Si querés, hasta que se te pase el miedo, me mandás los celulares y yo los entrego a donde me indiques. –¿Harías eso? –Sí mujer, te lo estoy diciendo. Cuando recobres la calma podrás viajar nuevamente. –No se cómo agradecerte. ¿Qué hubiera sido de mí si no te encuentro en la playa? –Habrías encontrado a otra persona –– dijo riendo–– –Sí, pero jamás tan buena como vos. 205


Se sintió halagado y deseó abrazarla, pero se contuvo y una ternura que jamás había experimentado lo envolvió. –No exageres. Lo que importa ahora es tu tranquilidad y el dar gracias a Dios porque la sacaste barata. Esta noche quedate acá. No tengas ningún temor. Soy un caballero y te voy a tratar como si fueras una hermana. Mañana se termina esta Odisea y podrás volver a tu casa... Yo no voy a parar hasta que la banda quede entre rejas... Te lo aseguro. Jorge lo llamó y quedaron en verse al día siguiente por la noche. –Mañana charlamos Francisco. Tengo una buena pista, pero no se lo comentes a la chica para no alarmarla. Desayunaron como dos viejos amigos. –¿Dormiste bien? Te veo más serene que ayer. –Con el cansancio que tenía dormí como un tronco. –Me alegro. Espero que me llames cuando llegues a Buenos Aires y si querés seguimos comunicados. A mí me parece que te conozco desde hace mucho y ¡pensar que hace 24 horas, no sabíamos nada el uno del otro! –Es cierto. ¿De qué te ocupás además de rescatar a chicas desesperadas? –– ambos rieron con ganas.–Soy escritor. –No lo hubiera imaginado ¿Cuánto hace que escribís? –Profesionalmente hace 15 años, pero en realidad toda la vida lo hice. Ahora vos me diste tema para llevarlo al papel. –Me encantaría leerlo cuando lo termines. –Te prometo leerlo juntos. Ahora qué te parece si vamos a buscar tus cosas. –Vamos. Luego de recoger los efectos personales de Luisa y la caja con los celulares, decidieron ir a entregarlos. –Acá tengo la dirección del cliente ¿Queda cerca? 206


–En cinco minutos estamos allí. Bajó del auto con el paquete y él se quedó esperándola. Había querido entregarlo él, pero ella no quiso. De repente un auto a contramano y otro en la dirección correcta estacionaron frente al comercio y bajaron cuatro hombres que entraron precipitadamente en él. Francisco corrió imprudentemente para llegar a donde estaba Luisa. En la puerta fue inmovilizado a pesar de sus gritos y vio salir a la muchacha, a la que tomaban por los brazos. Su desesperación era incontenible. Un tercer coche apareció y de él descendió Jorge Flores. –¡Suéltenlo! Él es inocente. Los policías lo soltaron al ordenárselo su jefe. –Calmate Francisco. Caíste en una trampa. La chica no fue ni secuestrada ni tuvo un accidente. Simplemente te usó para tener alguien que la ayudara a distribuir droga. La caja que trajiste tenía arriba celulares que tapaban la bolsa de cocaína que estaba debajo. Hace rato que andábamos tras ella que, como habrás comprobado es sumamente hábil. Ya recorrió varias ciudades pero es muy escurridiza. –A mi edad, que me haya engañado como a un chico… No lo puedo creer Me siento el hombre más estúpido del mundo –No fuiste el único. Peor quedaron los otros, los que se enamoraron de ella Francisco miró al amigo fijamente, dio media vuelta, lentamente se subió al auto y se alejó. ruzedith@yahoo.com.ar

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EL AMOR EN TIEMPOS DE CELULARES María Cristina Moro

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l mensaje de Rocío decía así: “Comprendí que no puedo vivir sin tus pupilas. Todo el caudal de nuestras vidas: viajes, sueños, piratas, arenas, mochilas, aventuras, habita en esos círculos intensos de almendras infinitas. Si no puedo asomarme a tus ojos, será en vano que intente buscar mi imagen en diez mil espejos. Erraré eternamente rodando por los círculos del tiempo hasta orbitar nuevamente en tus retinas, unirme y reconocer allí mi propio centro”. Antonio escribió una respuesta en el teclado y presionó la tecla de enviar. “Amor. Fue un error en el mensaje de texto. Quise decir que esta noche volaba por Avianca, y no que me iba con Bianca. ¿Podés seguir escribiéndome esas cosas? TE AMO.” mariacristinamoro@yahoo.com

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UNO DE ESOS PUTOS DÍAS Carlos E. Videla

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o sé si a vos te pasa lo mismo, que te levantás con la pata izquierda, entonces todo te sale mal. El cajero automático no tiene guita o está fuera de servicio o tenés que esperar una hora en la cola; es día de cobro de jubilados, las viejas y viejos tardan porque no ven bien y como les quedan seis o nueve pesos tienen que sacar como sea porque les falta para poder pagar la luz. Por cierto a vos se te hace tarde y no encontrás taxi. Ayer para mí fue uno de esos días. Habíamos quedado en encontrarnos con seis amigos en el café del shopping “Los Gallegos” y al salir de casa vi que tenía poco dinero. Fui al cajero del banco de la esquina y estaba fuera de servicio; obvio. Después de habernos reunido y charlado sobre los últimos tiempos, cada uno tomó su rumbo; Pedro y María me acompañaron. Al pasar por un stand vi una oferta de vasos para whisky, en cristal tallado. Qué bueno, me hacen falta. Le dije a la vendedora que me los envolviera, y cuando fui a pagar me di cuenta de que no había llevado la tarjeta. Pedro insistió y me los pagó con la suya. Nos separamos. Salí por la calle Belgrano con el ánimo por el suelo, decidí cruzar al café de la esquina y beber alguna copa reconfortante. Justo se desocupaba una mesa en la vereda, me senté; mientras esperaba al mozo, observé que una mujer, linda por donde la miraras, me había puesto la vista y no me la sacaba. Me puse un poco molesto, pero de todas formas la miré. Ella cruzó sus piernas y dejó ver sus blancas y duras carnes, por dentro me relamía y no sé qué más. Sacó sus cigarrillos. Seguro no tiene fuego me dije ¿Qué hago? Ella abrió su cartera, buscó, buscó y obvio ¡No tenía fuego! Me sonrió y me hizo señas. −¿Tenés fuego? −No, no, pero esperá. 209


Como un gran boludo, fui a buscar al mozo y regrese con un encendedor. −Gracias –me dijo moviendo la cabeza; al momento la tenía en mi mesa. −¿Te comprometo? −Nnnno, Noooo Me levanté y la ayudé a sentarse, luego me quedé estúpido. No sabía qué decir como cuando la maestra de la secundaría me hacía pasar al frente y no había estudiado; no me salían palabras. Qué boludos que somos algunos hombres cuando nos encamotamos con una pollera. −Encantada, Romina. −Encantado, Carlos. Ya en confianza la conversación comenzó a ser amena, me preguntó qué era el paquete y qué había comprado. Me comentó que estaba en Mar del Plata, de paseo y que no la conocía, me preguntó de dónde venía ese perfume que se percibía en la Diagonal Puyrredón, le conté que era la avenida de los tilos y le sugerí salir a caminar para dejarnos envolver por su fragancia. Pareció encantada con la idea así que pronto me animé con otras propuestas. −¿Querés caminar por el centro? ¿Ir a Sierra de los Padres? ¿O por la costa? No sé qué te parece si… ¿Te gusta el pescado o los mariscos? ¿Vamos a almorzar al centro comercial del puerto? Ya casi es medio día. −Oh estaría bueno, ¿y tu familia? ¿O vivís solo? −Sí, sí vivo solo −Ahí metí la pata hasta el osobuco– −Ah! entonces vamos a tu casa, preparamos algo rápido, y luego salimos. Para mis adentros gritaba: A este bombón me lo mandó Dios o mi ángel guardián. Pensar que ese día maldecía. De manera que sin pensarlo más, nos encaminamos a mi departamento. −¿Qué te parece si primero estrenamos las copas? 210


Acepté y saqué el buen whisky, que tengo bien guardado; ella se fue al dormitorio y allí se puso cómoda, más qué cómoda. −Vi que tenés muchos CD de música, ¿tendrás de la brasilera? O pone otra que te guste. Entre zambas, tras varios chin, chin, y unos pequeños arrumacos me fui durmiendo lentamente. Después de no sé cuántas horas, desperté. Romina no estaba ¡El televisor tampoco! ¡Ni la noteboock, ni el mini–componente! Tampoco unas pequeñas esculturas en porcelana royal–dux y un gran cristal de Murano, la billetera, las tarjetas de crédito. También se llevó, obvio, los vasos de whisky; eso sí: me quedó la deuda con Pedro y todo el resto de la tarde para intentar pararme sobre el otro pie carenrivid@yahoo.com

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FRENTE A FRENTE Marcela Predieri de la novela “Sobre crecer y otras muertes prematuras”

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eso de las siete, Vero y Fabi se encontraron en el Shopping. Él estaba impecable, como siempre; ella con una pollera gitana y ojotas, como siempre también; el pelo un desastre. Al notar la diferencia con las señoras que deambulaban frente a los perfumes franceses haciendo sonar los taquitos de sus estiletos recién estrenados, Verónica se sintió incómoda. –¿Entramos igual o vamos al bar de la esquina? –Acá es mejor. Fueron hasta el patio de comidas. Hicieron la fila para pedirse dos cafés que pagaron como si estuvieran en plena Recoleta en lugar de haber tenido que cargar sus bandejitas de plástico hasta una mesa también de plástico. –¿Y? –preguntó ansiosa. –Ahora te cuento. Se sentaron. –¿Y? –Verónica ya casi no aguantaba. –Sí, conocí a alguien. No quería contarte nada hasta no estar bien seguro. –¡Lo sabía! –gritó aplaudiendo como una nena– ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Es alto? ¿Y los ojos? –Esa noche que no te sentías bien y te dejé en tu casa, “es temprano” me dije, “es sábado, estoy solo…” No tenía ganas de volver a casa como un pelotudo, quería salir. Entonces me lo permití. No sé cómo pasó. Estaba ahí. Fue mágico. Te juro que no entiendo nada. –Bueno dale y ¿cómo es? –Ojos grises, delgada… –¿Delgada? 212


–Sí. No muy alta. Mónica. Se llama Mónica. La cara de Vero se volvió drásticamente pálida. Un frío húmedo comenzó a recorrerle la espalda, después las manos… un hormigueo se ensañó contra sus costillas. Sacudió la cabeza en un intento por reponerse. Con su mejor cara de póker y las mejillas que se teñían ahora de un rojo helado dijo: –Nooo… Me estás cargando. ¿Te volviste loco? –Creo que sí. O a lo mejor me estoy volviendo hombre… No sé. Es raro, ya te expliqué que quería darme un permiso. Me lo dí y está resultando. Por eso no quería llamarte ni contarte nada. Necesitaba estar seguro. –¿Y ya estás seguro? –No lo sé, no es fácil, por momentos me siento extraño pero creo que me merezco esta oportunidad. Nos estamos viendo todos los martes; tiene dos hijos chicos, eso me confunde un poco. ¿Te los imaginás llamándome papá a mí? Verónica sonrió sin ganas. –Y… habrá que ver –susurró mientras ya cargaba la correa del bolso sobre el hombro–. No sé… Seguro debés tener un millón de cosas para contarme. Lástima tener tan poco tiempo. Me encantaría quedarme pero sorry… ¿No te dije que me esperaban en el diario ocho y cuarto? Hay problemas en el departamento de redacción. Además ustedes se van a ver, supongo… Como estás tan lindo… Perdoname, me tengo que ir rajando. –Pará Vero, ¿qué te pasa? No me la creo, vení un minuto… Fabián se quedó con la palabra en la boca. Verónica corría ya escaleras abajo, la mecánica era demasiado lenta. Puto de mierda, masculló entre dientes, saliva y un llanto desmedido que se le atravesaba en la garganta y que no iba a dejar salir, porque se lo iba a tragar una vez más, a comérselo todo, a morderlo. Como lo mordería a él, hasta arrancarle los pedazos, 213


como ahora sabe, como tantas veces soñó morder aunque en sueños él no tuviera su rostro, cuando veía sus piernas y su cadera y sus cuellos arqueándose. Por suerte siempre despertaba a tiempo, con las sábanas enroscadas, justo antes de pasarle un lazo por el cogote y clavarle las espinas de una Corona de Cristo en las plantas de los pies; entonces se le montaba con furia y lo obligaba a amarla y tomar de entre sus pechos el odio que le hacía acercarse hasta su boca y pasarle la lengua despacio mientras él lloraba. Ella entonces comenzaba a llorar también y le lamía las heridas y los ojos pintados con delineador; la lengua se le volvía negra; se chupaba después cada uno de los dedos hasta que la mano se le desprendía, sola, del cuerpo. Entonces se hundía en su pecho hasta arrancarle el corazón y se lo daba a morder como fruta podrida de tanto esperar, de tanto no poder decir. Ella no quería soñar eso. No quería nunca volver a soñar. Por eso cuando despertaba o se obligaba a despertar, se calzaba las botas altas y aun con mal aliento salía a la calle, hasta el boliche del subsuelo de la calle Corrientes, se pedía dos tequilas y bailaba hasta el amanecer, sola, rodeada de putos. Corrió dos cuadras sin saber cómo, y se zambulló en el supermercado. Cien gramos de jamón crudo, dos chocolates de los más caros y una botella de whisky. Mientras caminaba entre las góndolas rumbo a la caja se dio cuenta de que estaba sola en el mundo, que de nada servían las amistades de bar, las amigas incongruentes, la lealtad de los borrachos… A pesar de todo buscó el celular para compartir el mal trago con Marisa. Revolvió hasta el fondo, no estaba ahí; buscó en el bolsillo chico, en el con cierre, adentro del bolsito de los cosméticos. Nada seguro lo había dejado sobre la mesa del café en el Shopping. Cerca de la caja sintió un leve mareo, las piernas comenzaron a derretírsele, o a desaparecer; no sentía los pies. Le empezó a temblar la mano izquierda, luego la derecha y ambos brazos enteros. Transpiraba frío. Intentó ubicar 214


a alguien de seguridad para avisar que se sentía mal y que le avisaran a… ¿A quién? No recordaba el número del celu de Fabi, menos el de Marisa; ni siquiera el del diario. Realmente era una estupidez no anotarlos en un papel; los papeles quedan para siempre, como los recuerdos, incluso aquellos que queman; un celular se puede romper, o te lo pueden robar. A los recuerdos, no; tampoco roban agendas ni cartas, ni viejos apuntes a los que podés volver cada vez que sea necesario. No puede recordar ningún número. Para la mierda e incomunicada, farfulló. Comenzó a ver todo blanco. Negro. Blanco. Nebuloso. –Disculpe señora. No me siento bien. –Vení querida –la atajó una anciana de cabello gris que estaba adelante en la fila y la acompañó hasta la caja–. Señorita, acá la chica se siente mal. Entre las dos la sentaron sobre unas cajas de vino. La anciana se parecía a su abuela. La mira, la ve; intuye su presencia en esos ojos, puede descansar; la anciana no va a abandonarla, estará siempre a su lado para regañarla entre mermeladas y tortas fritas, esperando con el mate en la mano a que termine de estudiar; ella en silencio como un espectro, como el espectro que es ahora. “¿Cómo que está muerta?”, le había gritado Verónica el día que internaron a la abuela. “Yo nunca dije eso. Es como si estuviera muerta”, alegó la madre. “Estás demente –respondió Verónica–. Vos nunca entendiste nada. Ella vive un eterno presente. No recuerda ni su nombre ni su rostro. Eso es maravilloso. Cuando voy a verla le llevo caramelos. Y sólo con eso la hago feliz. “¿Vos quién sos? –me pregunta– ¿A mí qué carajo me importa que no me reconozca? Entonces le doy un caramelo. “¡Mirá lo que te traje!” “¡Uy, cómo me gustan a mí, estos…!” Después se olvida. Entonces se lo saco despacito de la mano y se lo vuelvo a regalar. “Soy Vero, te traje caramelos.” La abuela sonríe, me dice gracias otra vez y otra y otra… Tantas veces como juguemos al juego de los caramelos 215


y ser felices. No importa nada más. Sé que ya no se parece a la abuela pero es el recuerdo de la abuela. Como un souvenir; no es la fiesta pero es el recuerdo de la fiesta.” Verónica tiene a su abuela grabada en las retinas, en las canciones que tararea y en la alacena donde lo único que le hace compañía son dos latas de atún y medio paquete de azúcar. La anciana la toma desde abajo de las axilas para que no se caiga. Ella, su abuela, sabía, siempre supo de sus dudas y sus miedos, pero no es de abuelas reprender sino aguardar a que los nietos aprendan a soltarse de las manos de los padres pero siempre de su mano, a que los nietos terminen de caerse o de equivocarse; ellas siempre aman a los “patitos feos” e irremediablemente apadrinan a las ovejas descarriadas. Hasta serían capaces de no morir hasta que ellos lo hayan hecho para no causarles dolor, pero Dios no siempre es justo, o lo es demasiado y no permite un amor más grande que el de Su Hijo, así que las obliga a irse cuando aún no es tiempo. Es que ellas aprenden de los años lo que la vida no enseña y siempre resultaría demasiado doloroso develar ese secreto. –Por favor alcánceme un papel, le doy un número para llamar. Es el de la casa de mi padre, en Buenos Aires. Un papel vuelve a construir el puente que se rompió hace años. Quedan los cimientos, queda su fortaleza. Lo necesita aunque no quiera. No se puede recomponer, dice, pero es mentira. Ella lo intuye, vos lo sabés: La paz nace del perdón y ella lo ha perdonado. El número apenas se puede leer, parece un electrocardiograma. Y hubiera estado bueno que en ese mismo momento le hicieran uno porque el corazón le zapateaba un malambo frenético con arreglos de hard rock. –Necesito ir afuera –dice en un sollozo mientras se pone de pie y avanza a los tumbos. –A ver… Que alguien se quede con ella, que no se vaya. Ya llamamos a emergencias médicas –indica una de las cajeras. 216


Cuando llegó la ambulancia, su ritmo cardíaco ya se había normalizado, de todas maneras temblaba y le era difícil hablar. En esas condiciones no la podían dejar ir. La recostaron en una camilla y le inyectaron un calmante. –¿Llamaron a mi padre? No sé a quién le dejé el número. Era una abuela. Por favor: si no lo hicieron por favor: que no lo hagan; no quiero que se asusten. Además ya estoy mejor. –Quedate tranquila bonita –dice la anciana mientras le acaricia la cabeza–. Ya sabía eso. A las mamás hay que cuidarlas de estos sustos, sobre todo a cierta edad. Pero tu madre debe ser muy joven todavía… Sí, era joven, pero Verónica sentía que siempre había tenido que cuidarla. Que no se pusiera nerviosa, que no se enterara de sus líos, ni de sus moretones ni sus miedos. Era como si su madre siempre hubiese sido una niña con delantal de hacer la comida. Y junto a las hornallas había tantos peligros, tanto peligro en la calle y nunca hables con extraños, tanto riesgo en las miradas de los otros porque no sólo hay que ser decente sino parecerlo, tanto peligro en sus desbordes. Porque mamá gritaba, se ponía mal. “¿No ves que tu madre sufre de los nervios?” “Si se entera tu madre…” A ella la asediaban los rumores de familia, ciertos llamados telefónicos durante los que hablaba primero demasiado bajo y después cortaba bruscamente con un grito; había cartas que no se abrían con sólo ver el remitente. Y después el llanto, siempre el llanto encerrada en su habitación. Verónica la escuchaba tras la puerta y acercaba el ojo a la cerradura para verle la mano; esa mano alzada como garra a la altura de la frente, a oscuras o casi a oscuras porque siempre entraba un débil rayo de sol por las rendijas de las persianas. Esto sucedía por la tarde, a la hora de la siesta cada invierno. Ahí permanecía horas, absorta con esa mano mientras Verónica rezaba en silencio para que dejara de amenazarla, para 217


que volviera sus ojos sobre ella. Después vendría la súplica, la vergüenza y el perdón, pero jamás acariciaría sus flaquezas. Nadie hablaba sobre esto, no tenía una hermana con quien descargarse; en aquel tiempo fabulaba sola cosas terribles o inconfesables, y a la noche soñaba que venía un robot oscuro como carbón de piedra con un gran ojo rojo en el centro del pecho dispuesto a raptarla entre sus manos de fuego, o una jauría de perros hambrientos que le arrancaban los pedazos; las bocas de los perros se transformaban en ganzúas al momento de hundírsele sobre la frente; y aquel huso de oscuridad intentaba ahogarla… Entonces aparecía ella con hacha, palos, sogas y un sol inmenso en la mano derecha para hacer astillas al gigante, apalear a los perros o arrastrar afuera del huso a la madre. En sus sueños siempre había tambores, ahora se da cuenta de que sería seguramente su corazón a punto de estallar. Y al estallar su corazón no era el sol sino su madre la que iluminaba todo. “¿Qué pasa hija? “Nada, mamá, nada.” Ella le daba un beso en la nariz y Vero sabía entonces que todo había vuelto a la normalidad, una vez más el hogar olía a café. Dos paramédicos la llevaron a su casa, la acompañaron hasta dejarla acostada y le explicaron que dormiría por el tranquilizante un par de horas y despertaría como nueva; sólo se había tratado de un ataque de ansiedad; por las dudas le dejaban el número de teléfono de un grupo que trabajaba con ese tipo de trastornos; que no tomara alcohol ni café por unos días. Ella amaba el café, necesitaba el café para saber que la casa estaba en orden, y su madre la había salvado una vez más. No recuerda cuándo se fueron, ni sus caras. En cambio sí recuerda que se durmió con la de Fabián frente a la suya, hundiéndose poco a poco en un mar color café. ¿Cómo te vas a enamorar de un trolo, Vero? Mirá que sos jodida. *delapalabra@hotmail.com 218


MAR DEL PLATA EN RECUERDOS

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RETAZOS DE MI INFANCIA GRACIELITA O LA LECHE Oscar R. Ruiz

¡

OSCARCITOOO, LA LECHE! El grito de mi vieja atravesó, con la velocidad que tiene el sonido una tarde de verano, los cincuenta o sesenta metros que van en diagonal desde la puerta de mi casa, hasta el fondo del potrero del Club Atlético Al Ver Veras, la gloriosa canchita. En ese instante, e interponiéndose exactamente en el medio de la imaginaria línea diagonal, se estacionaba el Falcón del Papá de Gracielita, la sobrina de Tucha, el verdulero, por supuesto con Gracielita adentro. El pique que pegué –cuando escuché el grito de mi vieja– hasta la pared rota de ladrillos del frente fue como para romper el record de los cien metros llanos. La frenada en seco que di al ver a Gracielita, también fue para romper algún record, si es que existe alguno para este tipo de proezas atléticas. Me quedé duro, petrificado, esperando que Gracielita entrara a la verdulería a saludar al tío Estaba seguro que después se sentaría en el borde de la vidriera de la carnicería de Mormando, con alguna amiga del barrio, coqueteando y sabiendo que era la depositaria de las miradas de todos nosotros. ¡OSCARCITOOO, LA LECHE! Volvió a bramar mi vieja, esta vez sin piedad ni contemplación alguna. Segundo llamado. Yo sabía que con el tercero venía el sopapo, fijo, pero siempre preferible a la vergüenza de tener que pasar delante de Gracielita porque me llamaban a tomar la leche. ¡Qué se creía mi Vieja! Si al fin y al cabo ya tenía once años y era grande A esta altura de la historia, la Vieja ya me había visto parado en la entrada del potrero, justito debajo del cartel de chapa pinta220


do de Verde y Rojo. Y Gracielita que no entra… El tiempo se acaba; yo sin moverme, el vestido blanco con las florcitas amarillas que me hipnotizan, y mi Vieja que se prepara para el tercer y definitivo llamado. Y la vincha blanca. Y el pelo largo y castaño con esos reflejos dorados que el sol de las seis de la tarde le pone. Y mi vieja que llama. Y yo que me agacho a atarme las zapatillas con la paciencia que jamás tuve, haciendo tiempo como si fuera un marcador de punta que se fabrica un foul, en el momento en que su equipo está apretado contra el arco, peloteado por todos lados a dos minutos del pitazo final y ganando uno a cero . Y… Y… Y… Me limpié las rodillas, caminé canchereando muy despacio por Brown hasta la bocacalle con La Pampa, crucé y al pisar la vereda donde estaba ella, haciendo esfuerzos por no ponerme colorado, largué un “Hola Graciela, voy hasta mi casa y vengo, ¿Me esperas?”. “Si, claro, un rato más me quedo” El sopapo sonó cristalino y limpio, pero esta vez, mi vieja esperó a que entrara y no sé por qué, me pareció mucho, mucho más suave que otras veces. Me parece que la vieja está perdiendo la mano. oscarricardoruiz@gmail.com

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ANAMNÉSICO Víctor Marcelo Clementi Sumiso a los caprichos del Cielo algunas energías secuaces visitan, una luz vidente scannea mi origen entre hilos que asumen apariencias. Aprendiz de vagabundo susurro el púrpura asesino en la piel exacta, me decido aire que juega círculos. Luego de Efigies iniciaré otro mundo haré enjambrar sortilegios con influjos poéticos abriré cada abstracción cada axioma oculto en la conciencia convicta. Jamás vuelvo al mismo cuerpo sin embargo, une efluvio en mi savia simplemente recuerda. victormarceloclementi@yahoo.com.ar

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DEFENSA INSOSTENIBLE Gustavo Olaiz

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e juega P4R ¿qué puedo responderle? Un idéntico P4R semejante a una imitación o una burla. Los monos son capaces de imitarnos en nuestras acciones. Entonces un P4R podría considerarse de comportamiento animal. Estoy divagando mucho. ¿Los nervios por ser mi primera partida? Tal vez le conteste un P3R tímido, como pidiendo permiso. O mejor un P3CR para luego colocar el alfil en ese triángulo de peones y enrocar pronto para mantener mi rey protegido, rodeado de piezas fieles. O puedo ensayar un sorprendente P4TD como una manifestación clara de un renunciamiento a pelear la posesión del centro del tablero y más clara de mi desconocimiento del ajedrez. Eso reduciría la tensión, mi rival se convencerá de que soy un principiante y se relajará. Podré jugar tranquilo, más suelto, sin ninguna responsabilidad como no la tiene un novato. Las cosas que se me ocurren, como voy a jugar tan feo. He pasado los tres minutos, tengo dos horas para las primeras cuarenta jugadas. Mi primera vez en un torneo, mi primera vez con un reloj de ajedrez. Cumpliré con lo que me han explicado, debo apretar el reloj con la misma mano con que jugué. Así el reloj de las blancas de mi rival empezará a marcar su tiempo. El mío lleva casi cinco minutos. Vi cómo mi rival con un movimiento natural apretó el botón del reloj, a mí seguro que se me cae al piso. Además tengo la boleta para anotar la partida, otra de mis primeras veces que estoy estrenando. Ya deben ir como cinco minutos y no he decidido mi primer movimiento. ¿Y si respondo con un P4AD? Luego continúo con la defensa siciliana. Como una muestra de respeto a mis antepasados de la isla. Bueno, debería pensarla bien ya que no conozco mucho esa defensa. Imagino a los abuelos Antonietta y Antonino de los Puggioni de Capo d’Orlando en Sicilia no muy homenajeados con una derrota catastrófica en mi primer 223


torneo. A este tipo que juega conmigo no lo conozco pero juraría que tiene un semblante extraño en la cara. Parece desconcertado. Ahora se levanta y se pone a recorrer los demás tableros. ¿Irán ocho minutos ya? A nadie conozco, parece que es normal que abandonen los tableros y recorran un poco la sala. Todo muy en silencio, debe ser para permitir pensar con claridad, sin distracciones para nuestras neuronas ajedrecísticas. ¿Y si pruebo pararme como los demás? Así de costado se ve el peón blanco decididamente al frente como un ariete contra una muralla. Mis piezas negras en perfecta formación, expectantes, ordenadas, una visión diferente con solo un cambio de perspectiva ¿se dice perspectiva? Y con nada más que un paso hacia el costado y hacia arriba al pararme. Con razón se movían. La negras se muestran intactas esperando mi primer movimiento. De perfil el peón blanco parece más amenazador. Se me dirá que no es gran cosa un peón, pero al ser poco valiosos son desechables y por eso peligrosos. Como un kamikaze. Qué locos esos japoneses, le hacían un chequeo médico y si el aspirante estaba enfermo no lo aceptaban como kamikaze. Porque su sacrificio no era total, como el de un aviador sano. Pasaron los diez minutos y yo pensando en los japoneses. No, no usaré la defensa siciliana. Mejor la apertura Ruy López que conozco más. Ruy López de Segura ¡como el que actúa de Torrente! Varios siglos atrás y ya jugaba a ciegas, sin ver el tablero. Otra vez se acercan curiosos a mi tablero ¿qué quieren? ¿Qué les llama la atención? Miran a los costados como buscando que los demás vengan a mirar. ¿Notarán que me pongo nervioso? Parecen perplejos, atónitos, sorprendidos. Van como quince minutos y me pongo a buscar sinónimos en vez de pensar mi jugada. ¿No habrán visto mi derrota inminente? Eso, la posición, mi posición es insostenible. Es débil, vulnerable. Eso ven. Lo deben ver bien claro. ¿Debo hacer mi primera jugada o ya decido abandonar? Esa es la decisión. Y si abandono ¿cómo lo hago? Es mi primer torneo, debe ser con caballerosidad deportiva. Cumpliendo todos los pasos. Por suerte me dejan solo estos pesados. ¿Cómo aban224


dono? ¿Conviene tirar el rey o dar la mano? ¿O las dos cosas? Y si doy la mano ¿o será mejor acompañar ese gesto con una frase “no había nada que hacer ya” o similar? Con gestos que indiquen lo irremediable de la posición de las negras. Veinte minutos ya. Además si tumbo el rey debe ser una maniobra limpia, no podrá ser confundida con un pequeño accidente que produce mi mano al querer tomar otra pieza, se burlarán de mí. Sí, debo abandonar ya. Lo malo es esta complicación, mi rival no parece querer venir, hace rato que no está bien sentado enfrente. ¿Qué hago? Lo necesito en el tablero para mi pequeña escena de abandono. Si sigo mirando hacia donde está puedo convencerlo que alguna acción tomaré. Ah, sí ahí parece darse cuenta. Reacciona. Deben ir veinticinco minutos. Parece hacer una escala en la mesa de fiscalización ¿qué mira ahí? Me conviene disimular que sigo pensando. Se demora en los tableros, me pone más ansioso. Espero que se siente, se acomode y le largo mi abandono ensayado mentalmente. Tumbo el rey de forma elegante, entre el peón rey y el peón dama y se queda hipnotizado viendo. ¿Qué le pasa? Ahora tarda en reaccionar mientras le alargo la mano acompañada de la frase “no hay más que hacer, es en vano continuar”. Y esos otros que se acercan con esa curiosidad, si hace apenas dos minutos mi partida provocaban tan poco interés como una planta de interior. El ganador parece estupefacto, atónito… ¡otra vez pensando sinónimos! Ese pelado que se acerca con entusiasmo, dice que es la partida más asombrosa de la historia del club. Otro flaco de lentes exagera y grita que es la más extraordinaria de la historia del ajedrez. Cuenta eufórico “el mate pastor tiene 4 jugadas, el mate del loco dos jugadas, esta partida tiene una jugada nomás y de las blancas.” ¿Qué le pasa? “Sus apellidos pasarán a la historia” continúa diciendo. Parece que me han aceptado definitivamente. Conseguí pasar a la historia del ajedrez y todavía no hice mi primera jugada. gsolaiz@gmail.com www.lacocuzza.blogspot.com 225


JUAN Y EL TREN Alejandro Gómez

C

ómo nació en Juan aquella afición por los trenes no es un misterio. Teníamos en el barrio una vía (hoy abandonada), que se extendía a la par de la calle Vértiz desde el puerto hasta la estación Ferroviaria y que de alguna manera era lo único que nos unía a la parte más poblada de la ciudad. La mayoría de nosotros vivíamos donde la calle Dolores se cortaba dividida por sus rieles. De un lado terminaba el pueblo contra aquella calle de tierra que se convertía en laguna a la primera lluvia, contenidas sus aguas por el alto terraplén. En esa especie de pantano aprovechábamos para jugar, mientras encontrábamos en ese barrial la única utilidad de aquel ramal ferroviario. Del otro lado prácticamente era campo, salvo dos o tres ranchitos desparramados y la presencia de “la chancha colorada” con la cual nos asustaban para que no invadiéramos esas tierras. De todas formas recuerdo haber hecho innumerables incursiones en las quintas de la zona y haberme descompuesto comiendo cerezas de aquel páramo prohibido... pero eso es otra historia. Para nosotros cualquier época del año era una fiesta. En invierno si la laguna estaba llena, chapoteábamos y nos deslizábamos sobre la escarcha como si estuviéramos en el Central Park. Al llegar la primavera y con los primeros calores, improvisábamos los arcos y “La Bombonera” nos parecía chica al lado de nuestro campo de juego. Juan era la excepción. De carácter callado y muy respetado por todos, no gozaba de una personalidad amigable y salvo los seis o siete que conformábamos la barra nunca le conocí otras amistades. De observar no se cansaba nunca. Podíamos estar enredados en el mejor de los picados o en la peor de las peleas, que él se limitaba a mirar, como si la vida pasara en otra dimensión. A veces 226


nos enojábamos, pero era imposible no perdonarlo, nos dábamos cuenta que nos quería, pero alguna razón le impedía participar de lleno en nuestras correrías. Con el tiempo nos acostumbramos a contar con sus silencios y pasó a ser parte de nuestras posesiones y bravuconeábamos con la velada amenaza de “que nadie se meta con Juan.” Lo único que le llamaba la atención era el tren que pasaba dos veces por día; por la mañana rumbo al puerto y a las cinco de la tarde, cargado con harina de pescado volvía lentamente a la estación. Era una fiesta para él y un fastidio para nosotros ya que interrumpía nuestros juegos con su pesado paso. Juan advertía antes que nadie su cercanía y nosotros por su actitud sabíamos que en minutos pasaría aquel gusano de madera y humo. El estrépito de la máquina a vapor cambiaba su mirada, las manos le temblaban ante cada golpe de biela y se quedaba mirando hasta que la última voluta de humo se perdía en la distancia. Si de pronto el tren volvía a pitar, se paraba quedándose inmóvil por algunos instantes, hasta que se convencía de que no iba a volver. Con el tiempo tomó confianza y se animó a subir a las vías. Sentado en los durmientes observaba nuestros juegos, atento a la llegada del ferrocarril. Ante cualquier indicio, corría y cruzaba al otro lado de la laguna, estuviera seca o mojada (en esos casos salía lleno de barro y agua dado que nada podía impedir su presurosa huida). Entre risas y bromas tratábamos de explicarle que no debía asustarse tanto. Pero continuó comportándose así hasta que un día el Indio Suárez, engañándolo, le acondicionó unos tapones en los oídos y se ató junto a él en un poste de luz cerca del alambrado. Pensamos que iba a enloquecer, sus aullidos tapaban el estruendo de la locomotora. Alarmados corrimos a desatarlo. Juan gritaba, gesticulaba y saltaba de un lado a otro riendo a carcajadas; jamás había estado tan cerca de aquella máquina y eso lo maravillaba. Luego, cuando el tren hacía su pasada, él bufaba y pitaba imi227


tándolo mientras corría a su lado hasta que exhausto se tiraba entre los pastos. Los maquinistas lo conocían y al llegar a la zona disminuían la velocidad sabedores que aquel admirador los estaría esperando. Teníamos doce años más o menos, cuando nos convencimos de que estaba irremediablemente perdido y que ya nada lograría regresarlo. Nos amaba y lo amábamos en forma inexplicable y nunca supimos muy bien que hacer con él. Era demasiado importante para abandonarlo y extremadamente libre para protegerlo. Algunos de los muchachos de la barra ya comenzábamos a ceder la canchita de fútbol o la laguna por los ojos de alguna compañera de colegio, a la que comenzábamos a intentar hacerle alguna gambeta. Entre su aislamiento y nuestra búsqueda de nuevos rumbos, Juan se fue quedando solo. Al tiempo nos dimos cuenta que a medida que nos iba perdiendo de su vida nos reemplazaba por cajones vacíos que enganchaba uno a uno a modo de vagones. Era indudable que cada cajón era uno del grupo y aceptamos con cierto grado de alivio en nuestra conciencia, que se sintiera acompañado por aquella fantasía. Juan, día tras día esperaba la pasada del tren y a su llegada corría de un lado a otro hasta desfallecer de placer. Nosotros cada vez éramos menos testigos de aquello. La vida nos ponía excusas para comenzar a volar; el trabajo, la novia, los estudios. Sin darnos cuenta nos fuimos ausentando de él. Unos vecinos nos contaron que Juan subía con los cajones por el terraplén y con unas rueditas de rulemanes que algún taller del barrio le habrían regalado. Él se las ingeniaba para hacer rodar su tren por las vías y lograba desplazarse algunos metros para uno y otro lado. Por un mucho de afecto y un poco de culpa, un día nos juntamos con los muchachos y lo fuimos a ver. No puedo explicar si fue la figura quijotesca de aquel tren de fantasía, la entrega total de Juan en desplazarlo o aquel sol rojo cayendo sobre las vías de ese atardecer, lo que convirtió aquella 228


imagen en algo dulcemente mágico. Yo lo miré al Indio, al Pocho, a los otros muchachos y todos estábamos llorando. –Bien Juan –gritó “Cachila” –Dale campeón –me brotó desde muy adentro y en medio de una gritería infernal fuimos a su encuentro, él saltaba y bufaba mientras desplazaba aquel ingenioso armatoste, haciéndonos cómplices de su dicha, corrimos un rato a su lado dejándonos caer uno a uno entre los pastos del terraplén, riendo ante su alegría de sentirse el mejor tren del mundo y luego desaparecimos dejándolo disfrutar de su destino. Me casé, me fui del barrio, inclusive del país. Algunos años después volví a mi casa a reencontrarme con mis afectos. En los primeros días y confundido por los acontecimientos no reparé en su falta, pero en cuanto me asenté, un antiguo sentimiento me llevó a preguntar por él. Una vecina me contó que una tarde jugaba en los rieles y como siempre apareció el tren del lado del puerto; que el maquinista le pitó varias veces y Juan lo ignoró, que chillaron los frenos del tren tratando de parar, que Juan lo encaró como reclamando su lugar en las vías. El maquinista detuvo el tren doscientos o trescientos metros después, mientras trataba de explicarse algo que no podía comprender. Durante años habían jugado el mismo juego y siempre ante la presencia de la máquina Juan bajaba al terraplén. Sin embargo aquella vez, Juan no bajó. halegomez2003@yahoo.com.ar

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*** Daniela Riccioni El adentro afuera de las macetas con pie el afuera adentro de las palmeras que ondulan jeroglĂ­ficos de viento Y el trazo fino de raĂ­ces que se esconden para bostezar al sol en estrĂ­as de la corteza

leonital307@yahoo.com.ar

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DETALLE DE COMPASIÓN Norma Corral

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scuche abuela, la historia de su hija Inés, mi madre. Y tenga en cuenta que el día de su muerte, sólo ella, de esos cinco hijos, le llevó flores. “Bueno jovencita, cuénteme qué le anda pasando” contó mi madre que le preguntó el Juez, y ella, decidida, habló. Él transfiguraba el gesto en una atención cada vez más vidriosa al escuchar la extensa furia retenida del relato. Era tarde ya. Esa noche mi madre no volvía a la casona y los Señores estaban inquietos. Llegó un patrullero. Inés recordó cada palabra de aquella discusión. –¡Qué bochorno! ¡Es una desagradecida! ¿Después de todo lo que hicimos por ella nos paga así? –¿Nos paga? –Ustedes no tienen vergüenza. Está claro que durante nueve años tuvieron servidumbre gratis. –¿Gratis? La vestimos, le dimos de comer, hasta a la ópera la llevamos ¿Qué otra chica como ella podría haber conocido el Teatro Colón? –¿En calidad de qué? Mejor cállese y no siga. –¿La madre la abandona y nosotros tenemos la culpa? ¿A cuántos hijos más abuela? A cinco sí, a los hijos del abuelo Indalecio. Los otros vivieron con Usted y soy testigo de que la defendían de nuestro resquemor. Usted nunca supo que mi madre además de valiente fue compasiva. Cuando escuché la historia era muy niña para comprender. Cargué una herencia de pena mezclada con inocencia, un nudo de tristeza y desconcierto expropiado. El vago recuerdo que tengo de Usted me viene de la única foto que guardaba mi madre, la de su boda. Usted alta, bella, y perdone, de ojos claros como turquesas prostitutas acompañadas por la fuerza de un nombre, Enriqueta y el abuelo Indalecio “Alto 231


lo veo y cabal…” me canturreaba mi madre rezando en su honor la milonga de Borges, retratado en impecable uniforme. Sé que desde la crisis del treinta siguieron caminos distintos, que hubo otros hijos, seis más después pero que corrieron mejor suerte, con mi madre fueron cinco los hermanos desunidos. Repartidos. Once entre verdaderos y medios hermanos. ¿Qué excusa es una crisis de monedas para repartir los hijos? Puedo ver a mi niña madre, seis años, con su muñeca entre las manos y una mudita de ropa, sentada en la silla de una cocina desconocida. Una casa desconocida. Una familia desconocida. Sin saber, sin entender. Sin mamá Aquella nueva familia prometió a mis abuelos una adopción cierta pero no fue así. –¿Y mi mamá? –Se fue ¿No viste? –¿Y va a venir? –¡No! ¡Qué va a volver! El que prometió venir a visitarte fue tu papá. Pero no sé, todavía no arreglamos eso. Ella misma me contó que rompió en llanto ante la helada respuesta y le vino el primer reto de muchos más. Creció trabajando en la cocina de la casa. Era en la Capital adonde la habían dejado. Vivió allí por nueve años. Cuando el abuelo Indalecio la visitaba se sentaban en el sillón grande de la sala y la conversación era bajo la mirada y el control de aquella Señora. Ella nunca pudo pedirle auxilio. Nunca pudo decirle que no la mandaban a la escuela. Que aprendía a leer y escribir apenas cuando alguien tenía tiempo. Le daba vergüenza, y tampoco hubiese podido, contarle que cuando se hizo señorita le mostró asustada a la Señora sus calzones manchados y su sangre no explicada tuvo por respuesta un cachetazo. ¿Cómo decidió no estar abuela? Y supe después que Usted se 232


jactaba de haberla dejado entre sedas. ¿Eso creyó? Todos los veranos esa familia venía a Mar del Plata a su casa de Los Troncos. Mi señorita madre ya podía salir a caminar por el barrio, a veces llegaba hasta la playa. Miraba el mar elucubrando la huída. Temporada tras temporada volvía a Capital con un dato más. Su necesidad le enseñó a aprovechar bien las caminatas veraniegas. Ya sabía cómo. Cuando cumplió quince años, en agosto del 42 se prometió que el siguiente verano caminaría hasta el juzgado de menores del Partido de General Pueyrredón. No estaba lejos. Sabía por las charlas con su padre que en Mar del Plata vivía su hermano Enrique y no fue difícil ubicarlo. El Juez se ocupó del reencuentro. Usted abuela cosechó una ira que enfermó a más de uno. Sin embargo mi Señora Madre contó su historia una sola vez y siempre le trajo flores. Hace once años que ella ya no está y esta mañana me atreví a abrir una vieja de madera con los pocos recuerdos que de Usted tenía. Encontré cartas que la condenan, abuela, pero también un papel amarillo del tiempo, casi rasgado: un acta, y en ella, una justificación. “RICARDO BAZZIGALUPI, Escribano, en mi carácter de Jefe del Registro Civil de General Guido, partido de Vecino, certifico que Indalecio Rosales hijo de José Rosales y de María Gómez y Doña Enriqueta Duhart, hija de Juan Duhart y de madre desconocida, han contraído matrimonio en la fecha según acta número seis. General Guido, Abril 10 de 1.920.” Disculpe abuela, no puedo quererla pero sí la comprendo y créame que puede estar orgullosa de mi madre, ella no repitió su historia. Me retuvo a su lado, cuidó mi hermandad y me habló de Usted. Por eso hoy, puedo traerle estas dos flores, una por mi madre y la otra por mí. corral_n@hotmail.com 233


CABALLOS CAMPANAS Y TRUENOS Alejandro Muñoz A la memoria del Poeta René Villar “Caballos campanas y truenos” –grita el poeta e invoca a la tormenta que lo devolverá a su Cosmos– “¡Caballos campanas y truenos! La espera fue un témpano en el que agonizaba como un Rey entronizado en hielo. Hoy por fin el fuego de la Muerte me llevará con sus leones a las tierras en donde nada puede desaparecer. Esa tierra vaga e informe sin más substancia que el vacío en el tiempo de la mente: la Memoria.

vacío incontinente que me dará VIDA en la oquedad de la Memoria. ¡Caballos campanas y truenos! Ya viene mi carruaje olímpico abriendo el cielo con incendios. Soy el eterno Prometeo que aún esconde la llama robada tanto a dioses como a hombres. Soy el Narciso que verá su horror y su belleza reflejados en el manto de nácar de aquellos que sangrarán poesía. ¡Caballos campanas y truenos! Me espera el silencio que pronuncia su secreta comunión con las palabras, las que aún desaparecidas serán inalterables.

La Memoria y la Mente, trágico hallazgo de dos huecos que se encuentran en un vórtice profundo de inmaterialidad abominable. Allí me encontraré con el vacío,

No llevo condenas, 234


pues no existe divinidad capaz de juzgarme.

¡SOY LUZ! Que se proyecta sobre este cuerpo que ya se desintegra

Soy mi Atila y mis guerreros: una piel labrada en la crudeza me dio el habla incisivo de los hombres que crean su epopeya.

Este cuerpo que proyecta su propia sombra pero esa sombra

¡Caballos campanas y truenos! Ya vienen mis huestes a quitarme el peso del latido, a desencarnar este cuerpo viejo que ha sido de todos mis ancestros y que volverá a ser mío cuando despierte de nuevo en el espacio de lo audible. ¡Caballos campanas y truenos! Llévense llamas estos leños que han sido mi esqueleto

NO SOY YO. No me confundan con su ser que ya se desvanece. ¡Caballos campanas y truenos! Ya se deshacen estos brotes que, ramificados en mi esencia, me dieron LA PALABRA: ¡YO SOY LUZ! ¡Señores! ¡YO SOY LUZ!

que me han sostenido en el camino errante de los hombres que aún pululan sin conocer su rostro verdadero.

¡SIEMPRE LO HE GRITADO! ¡YO SOY LUZ! ¡Señores! ¡YO SOY LUZ! ¡Y MI TIERRA ES LA PALABRA!

Yo he visto mi rostro muchas veces y ahora lo veo aún más claro:

alemunioz@gmail.com 235


LOS CUENTOS DEL ABUELO Hugo Arias Menna

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espués de treinta años de ausencia, retorno a la Argentina junto a mi esposa María y mis tres hijos; todos nacidos en Estados Unidos. Cuando me fui tenía veintiún años. Allí conocí a María, una portorriqueña de la que me enamoré perdidamente. Comencé a trabajar en una agencia de publicidad y luego; para la cadena CNN, también en la parte publicitaria. María hace traducciones al español; siempre me asombró como hablaba ingles, pero me divertía el tono puertorriqueño; igualmente le pasaba a ella con el mío. La diferencia es que María llegó a los tres años a vivir; yo tuve que estudiar tres en un instituto. Es inevitable sentir ese punto, donde se une esa historia personal teñida y entrelazada entre el pasado y este presente, los sentimientos, emociones, todo el tránsito de la vida donde cada hecho se marca: Como los cuentos de mi abuelo. Todos quisieron acompañarme a este viaje, los años han pasado y los viejos ya tienen su edad. Reitero a mis hijos y vaya a saber cuantas veces lo hice; que mi país es diferente, trato de compartir mi historia, la de joven, la pasión del fútbol, cuando estudiaba, y tanto más. Veo cruces de miradas cómplices, con una sonrisa. Seguro; yo también diría como tantas veces… “Otra vez sopa”. Cada noche mi abuelo, sentado en mi cama, me contaba un cuento, o historias fantásticas; tan maravillosas, que generaron en mí, un mundo interior fantástico. El tenía la paciencia. A mi madre le faltaba; ni contar de mi padre, alegando el cansancio como excusa para delegar el rol que debería cumplir. Pero eso a mi edad no tenía importancia: Yo era feliz. 236


Recuerdo las aventuras de aquel niño que se había perdido en un bosque, y se comunicaba con los animales. Los piratas; con sus barcos atravesaban grandes mares, en busca de conquista. Pobre abuelo… cuando le preguntaba qué era un bosque, un barco, y tantas cosas… en mi mente aún no lo sabía, resolvía tan fácil que podía sentir el aroma de una flor sin haberla visto. Me parece ver la risa que le causé al preguntarle cómo se llamaba el padre de caperucita, y por qué ella tenía que ir a llevarle comida a la abuela, y no vivían juntos como nosotros. El más maravilloso me pareció el de una niña; tenía muchos amiguitos. Eran ángeles, duendes, los pájaros se posaban en sus manos, y su perro le hablaba, –como el gnomo que cuidaba las plantas de la abuela recordé–, las flores eran todas multicolores y permanecían todo el año florecidas. La gente se amaba… ahí nuevamente pregunté. Hizo un silencio, para buscar tal vez las palabras más adecuadas, sólo me abrazó y sentí que lo tendría toda la vida: No fue así. Yo también le dije a mi abuela que hablaba con un gnomo. Él, le cuidaba las plantas. Mi abuela le dijo al abuelo: Dejá de llenarle la cabeza a ese chico con fantasías. Entonces no sabía por qué discutían; pero mi abuelo me creía. Un día… tendría nueve o diez años, hubo que hacer un trámite por la casa de mis padres; dejaban en vida la posesión de la casa a mi hermana y a mí. Fue cuando descubrí que mi abuelo no firmaba, solo apoyó su dedo pulgar, no entendía por qué. Quedó en mi mente la imagen de mi abuelo, sin querer había quedado en evidencia. Lo vi triste, entonces le di un abrazo como él siempre lo hacía. Sé, aún hoy, que fue por ver su tristeza; nada más. Cuando mi abuelo abandonó la vida, sentí por primera vez la pérdida. Me enojé, lloré. Estuve una semana sin ir al colegio. Con nuestra llegada, la casa llenó los espacios vacíos. Mi madre no dejaba de llorar, María se emocionó mucho, y los chicos 237


comenzaron a descubrir sensaciones nuevas, aunque nosotros en familia habíamos cultivado esta manera de expresarnos. Mi habitación estaba cambiada, no mucho, era porque ahora había un nieto, y él venía muchas veces a dormir. Acaricié viejos recuerdos, hasta me pareció escuchar la voz de mi abuelo que flotaba aún entre las paredes. Cuando llegó mi hermana a saludarnos, conocimos a Jeremías; mi sobrino, si en la foto decían se parecía a mí: Era cierto. Bueno… tanto preguntabas por tu tío, ahí lo tenés, dale un beso, –dijo mi hermana. Me saludó en forma muy cálida. María le dijo: hola chico, pero qué bonito eres, mira… y esa mochila que tienes, qué es lo que llevas ahí. Jeremías resultó ser un charlatán como yo, abrió la mochila y sacó algunos útiles, entre ellos un cuaderno en blanco. Luego todos se fueron a la cocina a charlar con mis hijos. María se quedó conmigo en la habitación, mirándome sentado en la cama, con el cuaderno en blanco. Entonces me preguntó. –¿Te pasa algo mi amor? Quedé un momento abstraído, –le contesté–: Sabés… me pregunto si yo sería capaz de contar a mis nietos desde un libro vacío de historias con páginas en blanco, y poder generar en su corazón un mundo maravilloso, ese lugar como si fuera un paraíso, donde nos gustaría vivir para siempre. Por supuesto que sí, me respondió. Eso es lo que me enamoró de ti, porque eres capaz de mezclar la realidad con la fantasía. Cuando las lágrimas fueron inevitables, tomé el retrato de mi abuelo, y le di las gracias. hugoarias2000@gmail.com

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A MI PADRE Gabriel Ruffoni Vestigios en tus manos ensangrentadas de lucha silenciosa que nadie vio que nadie supo entender sólo vos solo Corrías como rey Dueño de la velocidad yendo lento era como avanzabas El ahora para vos fue ayer Desde un pedestal con tu luz seguís la lucha

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gropelruffo@hotmail.com


CELDA INFINITA Ana Cristina Pocorena

A

rriba estaba el cuarto que veinte años atrás Marita había decorado haciendo colocar un empapelado de ordenadas filas de flores rosadas sobre un fondo gris. Sobre la cama, un acolchado de raso, matelassé, y voladitos apretados que describían la circunferencia perfecta de los almohadones: uno para cada uno de los esposos. Acarreando el dolor de rodilla y caderas, él bajó con dificultad los intrincados escalones de la escalera caracol. Ahora la madera es opaca, lugar perfecto para esconder mugre. Cuando llegó abajo, se pasó las manos por las sienes, como si peinándose se fuera a despertar del todo. No se afeitaba desde hacía meses. La barba era una cascada de palabras no dichas; era enredos que bajaban de la cabeza, víboras blancas que despertaban cada día con la luz amarillenta desde la ventana y recuerda la vida que está detrás del vidrio. Detrás de la ropa sucia y vieja un olor agrio de ganas de no bañarse. Después se sentó a esperar. Sacó del bolsillo de la bata un llavero acostumbrado a los recovecos, lo dejó sobre el escritorio polvoriento y buscó consuelo con los ojos, en el piso. Marita, la que había sido su amor, la que tantas veces dijo dale, casémonos, tengamos nuestra casita. Voy a esperarte todos los días con la comida caliente cuando vengas de trabajar, ya no quería levantarse. Se quedaba arriba, tapada con el mismo acolchado de hacía veinte años, ahora desteñido y apelmazado. Pero él sí había bajado. Su preocupación ahora pasaba de ser sufrimiento, a fastidio, hartazgo. Es que ya nada, ninguno de los dos. Los míseros pesos eran para pan, y arroz, y verdura. Giró la cabeza para mirar el llavero sobre el escritorio. Las llaves del Renault 12. Y lo decidió. 240


Silencio afuera y adentro. De esos silencios chatos, de esos silencios que se escuchan en la sangre. Ya no están los pedidos de Marita, ahora no hay que obligarla tirándola de un brazo para que vaya al baño y se lave. Ahora hay que apretar un timbre blanco, saludar o no, llevar unas masitas, hablar o no, levantarse de la silla, ponerse el abrigo, que le abran la puerta y le digan: –Venga cuando quiera. Los domingos se la puede llevar a pasear por ahí, si quiere. ana–cristina@live.com.ar

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MANDATO Ana María Labandal

E

l ruido de los cañones amenaza desde el mar, detrás de las montañas. Las bombas que imagino hundiéndose en la tierra quemada me ensordecen, no puedo gritar, estoy mudo. El cielo se ilumina de naranja. Espero otra explosión, la definitiva. Una corriente eléctrica me empuja y me siento en el suelo de piedra. Estoy en el galpón de una estancia, en un país lejano que no es el mío. La luz del amanecer se filtra a través de las ventanas, reemplaza el estallido de las bombas. Él está para cuidarme, duerme a mi lado. Me lleno de alivio, no creo poder resistir de nuevo aquellos años, el hambre, la tristeza, la miseria, la muerte. Otra vez la misma pesadilla. La guerra terminó hace dos años y esto es América. Los hombres duermen todavía echados en el suelo, no los quiero despertar. Mi padre dice que a los hombres no se los debe molestar en el sueño ni cuando comen. Así será, ya veré si dentro de algún tiempo cuando me haga hombre me pasa lo mismo. Padre también despertó pero se mantiene quieto. Respeta el sueño de los jornaleros. La hospitalidad de esta gente no deja de sorprenderme. Llegamos ayer por la tarde y luego de vender a la peonada jabones, hojas de afeitar, tabaco y algunas ropas, nos dieron carne asada hasta quedar llenos y el galpón para dormir bajo techo con los esquiladores. Fueron tan largos los años que estuvimos separados. Él vino a América antes de estallar la guerra. Luego el bloqueo, la hambruna. Pasaron diez años hasta que mandara por nosotros. Cuando nos embarcamos éramos cinco. Llegamos cuatro, nuestra hermana no resistió y se quedó en el mar. Hace pocos meses que estamos juntos de nuevo. Me maravilla este país; este momento del día, el amanecer y los pájaros cantando. Si allá hubiéramos tenido pájaros no habríamos pasado hambre. Estamos listos para volver. Compartimos unos mates amargos 242


con galleta y, mientras padre toma el pedido para el próximo mes, la cocinera me ofrece un jarro con leche recién ordeñada. Caminamos por el campo de trigo con el estómago lleno y el alma liviana ante la idea de volver a casa. Allá esperan mi madre y mis hermanos menores. Los extraño. Claro, nunca nos habíamos separado y aprendí a cuidarlos. Si me habré sacado la comida de la boca porque el más chico lloraba de hambre. Yo era grande, sabía reconocer los yuyos comestibles y salía por las montañas a buscarlos. Él era débil, yo tenía que protegerlo. Lo había prometido. –Gabriel, ¿ves aquel faro? El cuidador me debe un dinero y tal vez esté necesitando algo. No está lejos si cruzamos a campo traviesa. –Como diga, padre. Usted manda. Al faro entonces. Cada uno con el fardo al hombro cambia el rumbo y se dirigen en línea recta hacia el lugar. Después de unas horas el sol anuncia que son más de las diez de la mañana. –Padre, había estado lejos el faro. Si parecía ahí nomás. –Paciencia, Gabriel, ya estamos más cerca. Le quiero presentar al hombre, hijo. –Como ordene, padre. Usted sabrá. Quiero aprender todo lo que tiene para enseñarme. Cuénteme algo de acá, de Argentina. Dios mío. El sol de enero ahora está bien alto. Es más de mediodía. El calor es terrible. Ya no queda agua en las botellas. La sed y el calor me están matando pero no puedo decir nada, mi padre estará sintiendo lo mismo y se las aguanta. Tengo la garganta reseca y parece que mi lengua ocupa toda la boca. A pesar de la luz, por momentos mi vista se nubla como si fuera de noche. Es el efecto del calor, el sofoco, la sed. Lo pasé durante la guerra, en aquellas largas caminatas atravesando montañas para llegar al convento a buscar la harina que el abad nos entregaba en secreto y logró calmar en algo el hambre cuando no había esperanzas. Se arriesgaba porque era pariente. Cuestión de honor. Fue de gran ayuda, junto a la cabra que atábamos a la cama de mi madre para 243


que no se la robaran. Tardaba un día entero en llegar a la abadía caminando entre las piedras, pero era mi deber cuidar de la familia. –Allá se ven unas vacas pastando. Donde hay animales, cerca tiene que haber algún abrevadero. –Pero eso nos hará desviar del camino, el faro ya se ve más cerca. –Es verdad, pero todavía queda un buen trayecto. Con este calor y sin agua no estoy seguro de lograrlo. Ya me siento afiebrado. –Bien, padre. Descanse un poco. Yo dejo mi lienzo a su lado y sin la carga voy a ir más rápido por el agua. –De acuerdo, hijo. Usted es más joven y fuerte. Gabriel apura el paso y llega donde está el grupo de animales pastando, más allá de algunos sembrados. Ya no hay trigo. Quién sabe qué es, no lo reconozco. En fila india van a beber a una laguna que se ve demasiado chica. No me gusta nada. Apenas un espejo turbio de líquido maloliente. Las vacas enterradas hasta las verijas; el barro les cubre las patas, ensucia sus panzas. Pobres animales muriendo de sed y ese mugir doliente que no sé si sale de sus gargantas o de la mía. No puedo llevar esto. En la guerra he visto gente morir por las malas aguas. Tendremos que llegar al faro sin bebida. ¿Cómo le digo a mi padre? – ¿Traes agua fresca, Gabriel? Creo que me quedé dormido. –No, padre. Demasiado barro, algunas vacas empantanadas en la laguna casi seca, alcancé a ver al menos una vaca muerta. Esa agua está muy contaminada y nos causaría más mal que bien. De pronto veo más viejo a mi padre. Tengo que ser su fuerza aunque me sienta agotado. –Hay una sola salida, y es caminar hasta el faro, está ahí no más. –Es verdad. Estoy listo. –Bien, padre. Vamos, entonces. Los dos lienzos los llevo yo. –Jamás. Cada uno con su carga. Ya no veo al chico de cinco 244


años que dejé en nuestra patria, en su lugar hay un hombre que me llena de orgullo. Los ojos del viejo se nublan. Realmente, lo veo viejo y cansado. –Lamento haberte hecho cargar con el peso que era mío, en mi ausencia. Te pido perdón. Le tiendo mi mano. Es la primera vez que noto el contraste entre mi mano y la suya, de piel fina y arrugada, surcada por venas azules. Lo ayudo a ponerse de pie y ambos emprendemos de nuevo la marcha. Cada uno con el ceño fruncido, perdidos los dos en nuestras cavilaciones. La aspereza de esa mano me recuerda que durante esos años imaginaba un callo en el lugar del alma. Quién sabe qué le duele al viejo, no deja ver su tormenta pero casi la adivino. Es pariente de la mía, dos caras de la misma moneda. Ahora el sol pega por detrás, en las espaldas. Al menos mi padre parece haber recuperado el ánimo, habrá sido duro y desesperante estar tan lejos imaginando lo peor. Cuántas veces lo odié por habernos dejado solos. También es cierto que nunca se imaginó que una guerra podría hacer tan grande la distancia y alargar el tiempo. Pobre mi madre, la oía llorar por las noches. Estaba tan sola, no había qué comer. No llegaba el alimento a las aldeas. Como si ella fuera la culpable de esa estúpida guerra. Como si yo fuera responsable de que ella se quedara sola. Ya el suelo ha cambiado, los pastos duros dan lugar a la arena. La playa está cerca, la brisa marina pega en la cara, nos refresca. Llegamos al faro desde la parte trasera. Nos apresuramos a sacar agua de la bomba de hierro sin pedir permiso, parece que hemos olvidado las buenas costumbres y los modales. Bebemos hasta calmar la sed, nos mojamos la cabeza, el cuello, los brazos. Mientras padre se acerca a la entrada para negociar con el cuidador me siento con la espalda apoyada contra la pared de piedra y me lleno de mar. El mismo mar que me despidió del Líbano, el que nos recibió en Marsella para embarcar rumbo a América, el mismo que acogió a mi hermana y la estará acunando en una canción 245


eterna. Este mar que me da frescura y alivio, sopla su brisa salada y me trae recuerdos. Se oye el relincho de un caballo. Me incorporo y camino hacia el sonido, cerca de un montón de leña hay un carro con cajones de madera. Quedan algunos pepinos, tomates y algunos melones. El caballo está atado a un poste pero da lo mismo si hubiera quedado suelto. Ningún animal o ser humano se atrevería a alejarse para sufrir lo que hemos pasado en nuestro trayecto, sin agua y al rayo del sol. Ahora se oyen las voces de gente que se acerca, mi padre sale con tres personas más. Algunas palabras entiendo, los pocos años en la escuela francesa me ayudan a acercarme algo al español. Padre está más avanzado con el idioma y eso ayuda pero es difícil. Me interesa más la matemática; en definitiva es lo que me va a servir en el negocio. Me gusta eso. La compra y venta. Me gusta el olor del cuero de vaca, de oveja, las nutrias. Las pieles estaqueadas que se secan al sol y llenan el aire del olor a abundancia. Lo que carecíamos allá en la patria, acá se da de sobra y alcanza para todos. Me presenta al cuidador del faro y al dueño del carro, un vendedor que cada tanto viene al lugar para traer provisiones. Parece que nos llevará de vuelta al pueblo. No podemos pedir mejor suerte. Lo acompaña su hija, una joven delgada vestida de celeste con mangas cortas. Es tiempo de que me acostumbre a los colores claros en las mujeres y a sus brazos desnudos. Ojalá que no haya visto que me puse colorado, ella también se puso nerviosa. El del faro nos ofrece unas rodajas de pan con queso y un vaso de leche. Le agradezco, lo necesitaba, tenía hambre. El alimento siempre es bien recibido. Mi padre ha cobrado la cuenta. Lo veo en su cara, en la expresión satisfecha. Nos subimos al carro, él acompaña al mercader en el pescante. La joven y yo nos acomodamos en la parte trasera, entre los cajones de fruta y verdura. Estoy en el paraíso. La señorita me ofrece una manzana, el resto de la leche que ha quedado en el jarro de latón y una mirada 246


líquida que promete las delicias que jamás probé. Allá no había tiempo para eso, allá sólo pensaba en comer y cuidar de los míos. Tal vez ahora pueda pensar en mí, en mujeres y encontrar un poco de alegría. Además de trabajar, claro. Y aprender el idioma. Y ganar para comer. Y hacer una fortuna. Otra vez sueño despierto. Padre habla animadamente con el dueño del carro. Alcanzo a comprender que negocian, mi padre saca algunos peines y otros enseres del lío de arpillera. Eso está bien. Hay que vender. Y comprar. Y hacer negocios. La joven quiere hablar, no entiendo lo que me dice y me acerco más a ella. Saco de entre mis cosas el libro en francés que siempre me acompaña y entre los dos, jugando, riendo, nos hacemos entender. Se ofrece para enseñarme el idioma, a leerlo y escribirlo. Nos tendremos que encontrar después del trabajo, le digo. En el parque al atardecer. Es una mujer hermosa, creo que también le gusto. Ya casi anochece. Hace mucho que no quería detener el tiempo pero quiero demorar nuestra llegada, esta parte del viaje pasó demasiado rápido. La chica busca dos frutas, me ofrece una ciruela mientras muerde la suya con los ojos rientes. La boca no contiene tanto derroche, el jugo y la pulpa le ensucian el mentón, un hilo sigue hasta el cuello y se forma un dique que cae sobre su pecho que apenas se deja ver desde el botón ausente de la blusa. Soy feliz. Descubro una parte de mí que no conocía y me da vergüenza. Que no se dé cuenta, que no pueda ver a través de mis pantalones. Me duele, es incómoda esta alegría pero me gusta. Encojo las piernas para esconderme y me toco para ver si es bueno. Y sí, es bueno, está vivo. Estoy vivo. anamarial_1@hotmail.com

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AÚN ELLA Marcela Predieri fragmento adaptado de la novela “Sobre crecer y otras muertes prematuras”

A

pesar del compromiso, Marcia no entró al cementerio de La Loma. A los catorce, recuerda, había enfrentado a su madre por primera vez: “¡No voy a entrar!” De inmediato, la bofetada. Aún así no entró. No lo hizo entonces y no tenía por qué hacerlo ahora. Aún resonaba en sus oídos el taconear de la madre con sus cientos de ecos cuando iban a la Chacarita cada domingo. Primero compraba las flores en el puesto de lata número seis. Las elegía con esmero obsesivo, las olía, las apretaba contra el pecho. Casi siempre eran jazmines o violetas; guardaba un par, las más fragantes, o añadía al pedido un ramito extra que más tarde invadiría su cuarto. Cómo odiaba ese olor, sí olor, no era perfume o fragancia. Era olor, olor a muerte. Después caminaban en silencio hasta la galería número siete; no había escaleras aunque a ella se le antojaba que sí. Su madre saludaba al encargado y no volvía a pronunciar palabra hasta la salida. En silencio se acercaba a la mesa para recortar los tallos de la ofrenda que iba a entregar esa mañana. En silencio corría ella sola la escalera por más que el padre y tantas otras veces el encargado trataran de impedírselo y darle una mano. Escuchaba el chirriar de las rueditas de caucho negro gastadas en forma despareja y siempre el eco, el eco del chirriar, el eco de los pasos, el eco de su respiración, el eco del silencio que asistía a la ceremonia. Luego tomaba el ramo y subía a la escalera de metal hasta la cuarta fila, la última, ésa que había elegido ella misma para que nadie estorbara su descanso, esa fila que sólo ella tenía derecho a alcanzar. Marcia no recordaba que el padre hubiera subido alguna 248


vez; él se hacía apenas una señal de la cruz rapidísima, casi sin mirar hacia arriba; después se dedicaba a evitar que ella corriera por los pasillos y le hablaba bajito. Una vez arriba la madre ordenaba el ramo y Marcia niña veía con horror cómo la madre besaba la lápida, cómo sus labios tibios se pegaban al frío de esa pared que acariciaba, sobre la que apoyaba la mejilla y luego la frente una vez y otra… y ya no era apoyarse sino golpear. ¿Por qué? ¿Por qué? “Por qué me llevabas, mamá, a honrar una memoria que no tenía, a sentir terror de que ese fantasma alguna vez te escuchara y te arrastrara hacia adentro, porque ahí querías estar. Y nosotros afuera, mirándote pasmados, dejándote hacer porque no podíamos arrancarte de ahí hasta que la cara se te tiñera de rojo luto, el único rojo que vestís porque después del día de la muerte de mi hermana jamás volviste a usar ese color.” Rojo. Vos abusás ahora del rojo, tapado rojo, pantalones, remeras y remeritas, botas rojas, cartera roja. Roja tu lencería. Rojo sangre, rojo de mierda encima todo el tiempo. Porque aunque lo creas una provocación, sabés que es rojo luto, un luto que no vas a poder sacarte nunca, que no vas a poder sacarle. La madre bajaba lentamente. No había palabras; papá le acercaba un pañuelo. No, no, indicaba con la mano, caminaba unos cuantos pasos sola hasta la salida y una vez afuera, cuando el sol otra vez en la cara parecía lastimarla, se aferraba al brazo de su esposo como si no recordara que tenía otra hija. Vos atrás, cargando con su mismo rostro, o tal vez no. Quizás, hubieras querido diferenciarte; seguramente te habrías teñido el cabello de rojo, ella lo usaría corto y castaño, nada de extensiones por supuesto que no es lo que usan las mujeres perfectas y casadas; claro que ella habría engordado más que vos que sos peso lástima, jamás se hubiera hecho las tetas y mucho menos cargaría tus ojeras. Pero entonces, en la foto que ocupaba todo el tocador del cuarto de tu madre, ella tenía tu rostro. Dos gotas de agua, como decían las vecinas. 249


Un rostro que es tu rostro porque el de ella no lo recordás. Ella no existe salvo en ese portarretrato y un álbum amarillento que tu madre saca para su cumpleaños, el inigualable. En ese álbum hay una foto recortada; es la foto del único añito que alcanzó a cumplir, y sólo está ella, con las violetas o los jazmines olorosos delante. “Pensar que tendría ya… ¿Cuántos años, Marcia?” ¡Decime vos cuántos, mamá! Los mismos que yo, que sí estoy, que fui más valiente, que me aferré a la vida cuando las dos enfermamos. Y yo vencí. Yo me quedé a tu lado, claro que nunca podré ser lo suficientemente buena, estudiosa, carismática… “Ya se veía que a pesar de ser gemelas, Marcia sería distinta”, escuchó decir a una tía que consolaba a su madre después de su primera borrachera, como a los veinte. “Otra cosa, hubiera sido otra cosa”, repetía la madre mientras entre las dos trataban de desvestirla para meterla en la cama. “Ya se veía… Rocío, nunca hizo los líos que se mandó ésta, ni cuando empezó a caminar… pobrecita.” Otra cosa, claro que fui otra cosa. Y no importó lo que hiciera. O cuánto hiciera. Nunca seré mejor que ella. No se puede ser mejor que una hermana muerta. delapalabra@hotmail.com

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EN LOS ANDAMIOS DE LA LUZ María Cristina Quintana Loudet

Tu corazón dibuja soles en el manuscrito. Anfibios en los andamios de la luz interpelados por el viento la lluvia sabe los vaivenes mientras descubrimos nuestras formas y enhebramos palabras que sólo nosotros conocemos. Cautivas en tus manos orquídeas y cerezas uvas antes de la fiesta. En su cofre, aquella guarnición enjoya burbujas en la copa. Dime, ¿acaso tú podrías dónde la vigilia incendiando hoy la tarde? Un sol redondo reclina su silueta y pinta el verde... Reflejos de naranjas y vides... El jarro y la cesta, sobre un largo tablado de madera lustrada. mcrisql@hotmail.com

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LA PUERTAS Norma Corral

E

s la principal, delgada, con buena postura, bien sentada y abstraída escribe mensajes fabricando un memorándum de la jornada que ya termina. Enfrente la otra, en esta un grupo de tres profesionales que reflexiona los casos tratados, algo así como la cocina de los problemas. Al lado la tercera, abierta, esa a la que le delegan todo como si todo pudiese, cubierta de papeles y casi despeinada. La tarde parece que se va. Parece. De repente salen diez ojos desconcertados ante el ruido de los gritos de auxilio que entran al pasillo, porque Danilo no está. Ese Danilo, visitante vitalicio, si no está con la principal está en la cocina de los problemas y cuando ya nadie puede con él se lo encontrará sentado frente a frente con la de los papeles. Pero está vez no. Saltó el paredón del patio y supuestamente está en la calle. ¿Qué si es capaz? Sí que lo es. La principal le indica a la autora de los gritos que vuelva a su lugar no sea cosa que se le escape otro Danilo. Habrase visto, qué descuido. Las tres puertas suspendieron mensajes, reflexiones y papeles; despavoridas abandonan el pasillo y ya sin la contención del mismo se desparraman en el espacio que se abre. Corren de un lado para el otro en un reclamo por salir. Al visualizar la de la salida que se revela apurada y buscando la llave en su bolsillo derecho van rumbo a su encuentro. Ahora son cuatro, doce ojos buscando a Danilo en la vereda. No está. Una corre hacia la esquina sureste, otra a la noreste y las otras van y vienen como si así resolvieran algo. La despeinada que conoce a Danilo de tanto tenerlo frente a frente, vuelve al pasillo con un presentimiento y lo alcanza a ver. Llama a las demás, entran una a una rechinando rezongos. Es Danilo que saltó el paredón otra vez; una sombra que entra del patio como una ráfaga de burla. corral_n@hotmail.com 252


Índice de Secciones MAR DEL PLATA EN LEYENDAS MAR DEL PLATA INJUSTA MAR DEL PLATA NÁUFRAGA MAR DEL PLATA VIOLENTA MAR DEL PLATA ETERNA MAR DEL PLATA ESCRIBE MAR DEL PLATA SOLA MAR DEL PLATA HIPÓCRITA MAR DEL PLATA ERÓTICA MAR DEL PLATA ESTAFADA MAR DEL PLATA EN RECUERDOS

7 23 87 97 131 143 155 171 181 201 219

Índice de autores Alejandro Gómez Alejandro Muñoz Alicia Corrado Mélin Ana Cristina Pocorena Ana Cristina Pocorena Ana María Hernáez Ana María Hernáez Ana María Hernáez Ana María Hernáez Ana María Hernáez Ana María Labandal Ana María Rodríguez Arbizu Ana María Rodríguez Arbizu Angeles Valdés Marteles Angeles Valdés Marteles Angeles Valdés Marteles Angeles Valdés Marteles Angeles Valdés Marteles Blanca Zarza Blanca Zarza Blanca Zarza Blanca Zarza

226 234 175 144 240 72 119 185 189 194 242 24 173 89 162 166 170 195 34 45 75 94

Blanca Zarza Blanca Zarza Blanca Zarza Blanca Zarza Carlos E. Videla Carlos Morteo Carlos Morteo Cecilia Lagorio Cristina Larice Cristina Larice Cristina Larice Daniela Riccioni Daniela Riccioni Daniel Battiston Daniel Battiston Daniel Luján Edith Ruz De Colombo Elena Nuñez Elena Nuñez Enriqueta Noemí Borrello Estela Sara María Posada Gabriel Ruffoni 253

135 149 168 198 209 63 183 22 53 147 199 167 230 35 98 180 202 47 68 66 96 239


Gastón Sequeira (Pringas) Gastón Sequeira (Pringas) Gastón Sequeira (Pringas) Graciela Barbero Graciela Barbero Graciela Barbero Graciela Barbero Graciela Barbero Gustavo Olaiz Hugo Arias Menna Hugo Arias Menna Jorge Arribas Jorge Arribas Lidia B. Castro Hernando Lilian Paris Marcela Predieri Marcela Predieri Marcela Predieri Marcelo Parra Marcelo Parra María Cristina Moro María Cristina Moro María Cristina Moro María Cristina Moro María Cristina Moro María Cristina Moro María Cristina Moro María Cristina Moro María C. Quintana Loudet Maximiliano Costa Martínez Maximiliano Costa Martínez Maximiliano Costa Martínez

40 90 95 31 42 62 93 123 223 139 236 16 136 46 128 191 212 248 132 151 107 117 157 172 186 188 188 208 251 13 32 65

Maximiliano Costa Martínez Maximiliano Costa Martínez Maximiliano Costa Martínez Norma Corral Norma Corral Norma Corral Olga Bertinetti Olga Bertinetti Olga Bertinetti Olga Bertinetti Olga Bertinetti Olga Bertinetti Olga Bertinetti Oscar R. Ruiz Oscar R. Ruiz Oscar R. Ruiz Oscar R. Ruiz Patricia Nora Horvath Roly Salvatierra Roly Salvatierra Santos Smith Estrada Santos Smith Estrada Sara María Posada Sergio R. Aznar Silvia B. Politano Silvia B. Politano Susana Enrique Susana Enrique Víctor Clementi Víctor Clementi Victor Clementi Víctor Clementi

254

161 165 150 137 231 252 88 160 169 187 190 193 196 76 112 182 220 92 11 27 110 163 116 20 8 55 73 105 130 200 156 222


9 789875 434837

Colecciรณn Delapalabra


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