la maldición de las cadenas

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la maldiciรณn de las cadenas


Diseño del dibujo de tapa: Carlos Morteo

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11723 de Propiedad Intelectual. Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización del autor IMPRESO EN ARGENTINA EDITORIAL MARTIN - 2016 ISBN: 978-987-543Se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 2016 en los talleres gráficos de Editorial Martin sitos en calle Catamarca 3002 de la ciudad de Mar del Plata.


Carlos Morteo

la maldiciรณn de las cadenas

EDITORIAL MARTIN


La presente es una recopilación de cuentos y relatos que escribí para mis hijos cuando eran adolescentes. Quise que vieran que siempre hay otras cosas dentro de lo que uno ve. Así a Julieta Y Juan Bautista



Prólogo La estrategia de la vida “La estrategia de la vida es dejar que la vejez gane”, nos dice Carlos Morteo en uno de sus cuentos, “El soldado del general”. Y frente a esta estrategia, él –como persona, como escritor– le opone la suya propia, reaccionando con historias, con palabras que, al crear vida en sus personajes, lo acercan (lo asemejan, de alguna manera) a Dios. Pero a diferencia de Dios, quien carga a sus personajes – a nosotros – con unos pocos momentos de verdadero interés y una gran cantidad de hechos previsibles y sin emoción que no soportarían ser incorporados ni al más elemental de los cuentos, el hombre – el escritor, Carlos Morteo – crea y muestra apenas unos pocos instantes, pocas páginas, pocas palabras, de cada personaje; pero esos pocos instantes son de gloria, intensos, heroicos. Porque es un instante de gloria el que narra la enfermera desde la cárcel en “El tercer piso”; porque es un instante de enorme intensidad el enamoramiento perdido de Florencio por la ficción de la radio en “La capilla”; porque es heroico el andar de Basilio, enfundado en las ropas de Efraín Gálvez en “Ropas usadas”. Así, los personajes de los cuentos de Carlos Morteo son gloriosos, intensos y –a su modo un poco absurdo– heroicos. Todo libro de cuentos nos abre la perspectiva a diversas situaciones y formas. En general, los cuentos que se agrupan en un libro suelen tener un tono específico, representativo del momento del autor. Tal vez por tratarse este de un primer libro, tal vez porque el autor es capaz de una expresión de muchas facetas, Carlos Morteo nos presenta en este volumen– aunque con un estilo definido 7


–una pluralidad de tonos: conviven en “La maldición de las cadenas” historias fantásticas como “La tinta y la magia” o el ya citado “Ropas usadas”, cuyo subtítulo da nombre al conjunto; historias cotidianas como “El tercer piso” o “El adiós”; o incluso cuentos cargados de humor transparente y sano, como “La revelación de Bernabé” o el extrañamente distópico “Si me los hubieran dejado a mí”. Y es a través de la combinación de esos distintos tonos que el conjunto gana en cuerpo (como los buenos vinos) y mantiene el interés a lo largo de toda la lectura. Ningún escritor es inocente, y Carlos Morteo tampoco. “Si anda queriendo saber cómo es el infierno, préstele atención al sanatorio”, nos dice un personaje. No nos revela una verdad superadora, pero nos expresa algo que, en el fondo, resulta inquietante. “Callar también es hacer algo”, y seguramente ya lo sabemos – y tal vez lo pensamos – pero por nuestra historia de silencio nos queda en el alma un sabor agridulce al leerlo en su cuento, sobre todo cuando más adelante encontramos, a modo de epígrafe de otra historia, que “El silencio del cómplice involuntario termina con el grito de las víctimas”. Ningún libro es inocente, ninguna palabra es inocente. Carlos Morteo, con palabras que no pretenden hacerse pasar por inocentes, nos hace pensar: en el pasado, en las relaciones humanas, en las pequeñas cosas cotidianas que aceptamos como normales y que – en un cuento o en la realidad – pueden no serlo. Después de leer estos cuentos, ningún lector va a ver de la misma manera actos tan sencillos como comer unas achuras (sobre todo si es el único invitado), pedirle una receta a la secretaria del médico, escribir una carta de amor o llevar como carga u homenaje la ropa que perteneciera a otra persona. Todo nuevo libro, todo primer libro, debe vivir su 8


propia vida, independiente de su autor. “La maldición de las cadenas” tiene el alma, el corazón y el cerebro para hacerlo. Salud y bienvenido. Sergio A. Giuliodibari

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Palabras Al tener un libro entre tus manos das trabajo a la imaginación. Ella no descansa jamás, pues pertenece a la misma clase que el corazón. Ella te dirá que un libro no es un libro. Es algo que sucede como pasan tantas cosas en la vida. En ese afán que tenemos de ponerle un nombre a cada cosa, supe que un libro no es un libro. Que llamamos de esa manera a algo que posee tapas con un título, y hojas de papel escritas. Que nos llevó años aprender a leer. Y que no lo terminamos al llegar al final pues la imaginación se alía a las palabras y con ellas se maduran las ideas. Muchísimos años atrás pensé que sería escritor y que recorrería el camino necesario y consecuente. Pensé que escribiría libros, y los hice pero de otra manera: los esparcí en papeles, en los días, en la piel de los demás y en la mía. Jamás, por aquella época setentosa, supuse que enfrentaría un desafío experto en excusas y paso del tiempo: yo mismo. Mis temores hallaron un manual de pretextos de infinitos tomos. No terminé de leerlos como no finalicé numerosos emprendimientos. Gracias por prestar atención a estas líneas. Te digo, el mejor libro es que el vos le escribís a tu vida en ese cotidiano, sin intención ni espera. Carlos Morteo

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El 3º Piso

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enés que ubicarte, Ester; una clínica de seis pisos. Todo en un mismo edificio. Mi escritorio se encuentra en el medio del hall del tercer piso. A un lado están los ascensores para el público y al otro lado, los del uso del personal y de los enfermos. Frente a mi, las escaleras hacia arriba y hacia abajo. Hacia arriba, están los cuartos de internación; hacia abajo, salas de estudios, rayos, laboratorios. En el primero, terapia intensiva, quirófanos; en planta baja administración, guardia, ortopedia, mantenimiento. Pero los consultorios están en el tercero. Soy una sola secretaria para atender los pacientes de todos los médicos. Médicos que hicieron sus especializaciones: algunos son buenísimos. Sobre todo los que conversan con los pacientes, los que los miman y los entienden; no importa si el médico es viejo o joven y un montón de gente quiere atenderse con ellos. Yo hago todo; recibo las órdenes de consulta, los talonarios de visita, cobro, doy turnos y hago las recetas. Me dicen: éste tiene tal cosa, así que hacele una receta por tal remedio, y yo para ganar tiempo, me fui anotando en un cuaderno, renglón por renglón, tal enfermedad, tal remedio. Tal síntoma tal estudio; en definitiva, si va para arriba o va para abajo. Pero hubo cosas que nadie me dijo. Y te digo, a mi me cagó el asunto de los médicos que atienden. Llegan tarde, tienen –

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amontonados los turnos y para ser expeditivos, me dicen que les haga las recetas, sello y firma. Y yo me tenté. Venían los pacientes de las obras sociales, cagados a palos de hacer colas. –Sí mi amor; me tenés que traer 62 fotocopias autorizadas y certificadas por la policía porque tenemos que saber de cierto que sos vos. Mirá Gorda, con estas 34.000 órdenes te vas a sacar sangre y después pagás los sellados en el banco y te autorizan en la obra social. Y así. Pero cuando no tenían ganas de hacer todo ese tramiterío, yo les ahorraba tiempo. Miraba mis anotaciones. ¿Qué te dijo el médico que tenías? Ah sí, tomate 2 pastillas por día de Fulguetarepipernan de 1.200 mg. Te hago la orden, si tengo el sello. ¿Qué sentís? Lo mejor es el colon por enema; te hago la orden para la purga y así… De los que yo atendía, no vi pasar a ninguno para el cuarto, quinto o sexto. Un día vinieron los colegas de estos que están acá y me dijeron que yo había matado a 17 personas. Porque hubo cosas que a mi nadie me dijo: que algunos eran alérgicos, que la dosis variaba según el estado y el peso y la edad, que no eran compatibles con los otros remedios que tomaban, qué se yo. Un montón de cosas me endilgaron. Y yo me tuve que hacer cargo de los 17 que se me murieron pero no hablan de todos los que curé y no tuvieron que hacer esas colas en las que se les va la vida que venían a salvar. Una mierda ¿Vos viste alguno por acá que atienda el consultorio? No, qué va. Ninguno vino para estos lados. Cuando salga de acá, voy a tratar de laburar en un banco. Y te digo Ester, tené cuidado porque siempre va a haber cosas que nadie te dijo y no te las dicen porque tienen miedo de la competencia. Porque si andás queriendo saber 13


cómo es el infierno, prestale atención al sanatorio. No muy lejos, las demás miran en silencio. A Ester le gustan los animales pero sigue a cargo de la enfermería del penal.

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El soldado del General

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espués de todos los gritos y amaneceres innecesarios, no tener que vestir su condecorado uniforme le producía una sensación de desnudez y de vulnerabilidad. De pie, junto a la ventana, pudo observar los movimientos de las personas que ingresaban al edificio. Hablaban a los alaridos, vestían cualquier cosa y llevaban el pelo sin ningún tipo de orden. Sin amor por las misiones secretas; como si todo hubiese terminado. Pero la sala en la que sólo su voz rompía el casi silencio, era tranquila. Estanterías con diversos tratados, siempre necesarios, mantenían un perfecto orden inevitable. Los breves espacios libres de las paredes, contenían cuadros épicos y de próceres; el decorado era austero. Un plano descansaba por fin sobre la mesa de operaciones y en él estaba indicada la estrategia con los pasos a seguir. Por esas épocas de confusión, las misiones importantes corrían riesgo de fracasar, de forma tal que era necesario tomar recaudos y pensar hasta la última alternativa imposible. El General no confiaba en nadie, excepto en su Soldado. El destino de la operación, de los hechos futuros, caía en manos de ese joven sereno de mirada clara. Como el gran estratega que era, lo llenaba de satisfacción poder confiar 15


en alguien, en un país que no era el mismo, que carecía de orden, de moral y educación, y sobraban comunistas. Daniel, el Soldado, siempre quiso y creyó en su General, como creía en aquel otro General al que no conoció en vida. No estaba de acuerdo con ellos dos en todo. El viejo General, en otra época también fue cautivo de las ideas, de otros tiempos, de aquel otro General ya muerto. Daban órdenes que se plasmaban. Ahora no era igual. Había personajes que justificaban sus acciones diciendo que sólo llevaban a cabo la voluntad y las enseñanzas del General Muerto. – ¡Daniel! atronó en el aire el Oficial. El joven que estaba haciendo otra cosa, pacientemente dejó de hacerla, y con cara de picardía y comprensión contestó: – ¡Ordeñe! –¿Qué dijo?–contestó con furia el General, que había escuchado muy bien. Y conteniendo una sonrisa vociferó: ¡Cuidado! ¡Siempre estoy alerta! –. Las formas eran importantes pero el ingenio también. A veces conviene hacerse el zonzo. –Espero que haya entendido ¡Recluta! Una vez que sortee los obstáculos acostumbrados, deberá entrar en contacto con la señora Elsa. ¡No converse con nadie, excepto con ella! Le dice que lo manda el General… –¿Y si la señora Elsa no está? preguntó distraído el Soldado acomodando cosas del escritorio. Con un casi inaudible hilo de voz, producto de la ira, el General contestó –¡Recluta! Recluta…–dijo mientras respiraba hondo en busca de aire– Si yo le digo que pregunte por ella es porque va a estar. No me contradiga. ¡No piense! 16


–Bueno, si surge alguna alternativa distinta debo estar preparado… –Todas las cosas que usted pueda suponer, ya las he considerado. Cuando la señora Elsa lo atienda le hace entrega de este sobre y le muestra mi acreditación. Espere hasta que ella le de el paquete. ¡Por ninguna razón debe ser abierto! Luego, sin detenerse en ningún lado volverá a mí ¿comprendido? –¡Sí Señor! – Contestó el Soldado increíblemente aburrido de estas misiones. No tiene que pensar –se dijo el General. No era así. En la actualidad, Daniel podía ser su Soldado pero estudiaba en su tiempo libre. Al salir a la calle, redescubrió su encanto. No era lo mismo andar por ahí aunque más no fuera para cumplir la simple operación, que estar escuchando al General hablando de lo bueno y lo malo, bastante al revés de lo que él pensaba. Pero así sucede, lo bueno de ayer hoy es malo, y lo malo se hizo bueno. Llegó al local, preguntó por la señora Elsa. No tuvo que esperar mucho. –¿Trae la acreditación? – le preguntó la señora. Le mostró el carnet, la mujer la chequeó y le entregó el paquete. Él ganó la calle y emprendió el regreso. Mas tarde, llevaría al General hasta su casa. De allí, seguiría para la facultad de Derecho. Luego, a la central del partido, donde algunos citarían inevitablemente, al otro General. Por la tarde, el Soldado detuvo el auto frente a un edificio. El anciano bajó del mismo con dificultad. Llevaba el paquete con los remedios para el olvido contra el pecho cuando le dijo: “Daniel, avisale a José que mañana lo veo. 17


Y portate bien, no tomes mucha cerveza”. –Si Señor –. Para el viejo General, lo único positivo de ser ahora bibliotecario era el orden: la historia era la historia, la geografía con sus atlas, Daniel su recluta, los comunistas en otra biblioteca. La estrategia de la vida es dejar que la vejez gane.

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El adiós

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uántas veces lo había hecho; no tuvo manera de recordarlo: dejó un auto en el segundo piso de la cochera y por no esperar el ascensor comenzó a bajar el cemento inclinado de la rampa; caminó despacio por miedo a patinar con los zapatos de suela gastada. “Estoy viejo”. Mientras bajaba, vio en un rincón el block de un motor antiguo, lleno de tierra, como si alguien lo hubiera puesto ahí con el fin de olvidarlo para siempre. “Eternamente ahí ¿no? Pensar que alguna vez fuiste algo eficiente, con engranajes perfectos y un sonido ideal. Claro, los años pasan y las piezas rotas hay que reemplazarlas; algunas se guardan para volverlas a usar ya que solas y por su cuenta no sirven para nada, otras se tiran y nadie piensa más en ellas. Bah, siempre hay alguien que las aprovecha. Pero el motor queda ahí, como una sombra, como las cosas que sirven pero no se usan. Y aparecen los motores nuevos; parecen mejores, más rápidos pero duran poco y hay que cambiar repuestos seguido; como la sociedad de mierda; un motor es una sociedad de repuestos: sanos funcionan, rotos o fallados, anda todo mal”. A veces Saturnino se ponía denso con las reflexiones. Los “olvidos para siempre” regresan inesperados, y del fin de la memoria de Saturnino, apareció el viejo Alfonso; 19


fue el sereno del antiguo garaje del barrio, en cuyo local de adelante funcionaba un taller mecánico. En el patio del fondo, el sereno cocinaba achuras; lo hacía sobre una antigua tapa de cilindros puesta al revés. Ésta era de un hierro forjado, o acero, preparado para soportar altas temperaturas, y los bordes curvados hacían de ella una plancha excelente. La idea se la dieron los del taller. Al fondo del lote, al costado de una pila de fierros, tirado, se hallaba la ominosa presencia del block de un motor, sin la tapa de cilindros. Saturnino era un niño cuando se asomaba por la medianera y Alfonso lo invitaba a “picar algo”. Con el tiempo, el sereno le trasmitió todo lo que sabía: le enseño cómo hacer las achuras y cómo conseguirlas. Y le explicó los deberes de un buen sereno, de alguien que vigila. El recuerdo se fue con el ruido característico de una patineta golpeando fuerte, como cuando el que la usa la hace girar en el aire y cae sobre ella contra el piso. “Por todos lados andan con la patineta; claro, aprovechan la rampa. Me voy a correr porque o me lleva puesto o me rompe un tobillo ¿Quién será el pendejo?”. Los golpes se escucharon cada vez más fuerte. La patineta se acercaba y de repente la vio, con un joven que tenía el pie izquierdo sobre la tabla y con el derecho se impulsaba. Pero hacia arriba, sin el menor esfuerzo. La inscripción de su buzo con capucha decía: marginal. ”No se asuste Don; lo estaba buscando. Soy el que limpia los vidrios. Me dijeron que usted da unos pesos por el trabajo y si quiere, arranco con los autos desde arriba”. Saturnino lo miró extrañado. Era cierto lo de la changa: “Por lo visto el asunto no se limita a los semáforos”, pensó. Luego los clientes le daban a él bastante más de un peso, aunque no era lo que realmente le importaba. Como 20


la sociedad, él usaba señuelos y todos debían pagar por sus pretensiones. –¿De dónde saliste? ¿Quién te dijo que subas? –preguntó desconfiado el viejo. –El veterano que está abajo, ese que usa un traje a rayas con chaleco. Y está con otros dos ¿Le gusta mi buzo? preguntó el muchacho al observar que Saturnino lo miraba con cierto aire de adioses. –Llevo uno igual en la piel. Bueno, arrancá desde arriba. Los más nuevos, un peso por auto; usá un trapo limpio. El muchachito hizo el trabajo. Pasó a cobrar por la oficina en la que los viejos de traje no estaban. Saturnino le pagó y le dijo “si querés volvé la semana que viene”. Luego se quedó pensando “ me gusta este pibe; no es como los otros que parecen repuestos viejos de algún motor que ya no anda. No le voy a decir adiós”. Cada seis días, Saturnino tenía que quedarse durante el turno noche. También era sereno. Un ángel negro, decía. En la oficina se juntaban a tomar café el dueño de la cochera y un par amigos; todos con un pasado de arrabal y malevaje. Transitaban la mañana enfureciéndose por cualquier cosa: si no les pagaban con cambio, si alquilaban por hora y se demoraban dos minutos, si el café estaba frío, si el banco, los políticos, el diario, sobre todo contra la permanente falta de respeto de los jóvenes y los ladrones precoces. De todo se querían vengar. Ahora eran viejos: “mirá si nos iban a tratar así treinta años atrás, pero guarda: capaz que todavía hacemos algo”. La radio sonaba en esa compañía desapercibida, llenando el espacio que dejan las cosas para el aire. Saturnino puteaba porque estando todos en la oficina, había que amontonarse y él iba por asuntos del trabajo, no a boludear. “Cada vez somos más; 21


no vamos a caber dentro de poco; no va a haber dónde meterse y nos vamos a terminar matando. Como afuera”. Días después, las noticias daban cuenta de cadáveres que aparecían mutilados. Nada nuevo. Siempre sucedió aunque en estos tiempos ocurría más seguido. Se pudo establecer que los restos pertenecían a personas de origen humilde, en su mayoría jóvenes; las autopsias aclararon que a los muertos les faltaban órganos, más allá de las amputaciones y laceraciones que mostraban. La policía comenzó una investigación secreta, sin poner demasiado esfuerzo; la sospecha cayó sobre una banda que se dedicaba al tráfico de órganos humanos, la que todos sabían dónde estaba y nadie podía atrapar. Los muertos jamás eran reclamados. “Quién va a comprar órganos de pobres. Si son cómo las piezas usadas de los motores viejos; más vale armar con repuestos nuevos”, le dijo una vez el dueño de la cochera a Saturnino. Los detectives estaban seguros de que alguien luego de establecer contacto con las futuras víctimas, les sacaba información vital para el negocio, tal como dónde vivían, con quién, la edad. Empezaron a interrogar en los semáforos a los vendedores de pastillas, pañuelos de papel, limpiavidrios, a todos los que usaban las bocacalles, esos lugares donde se cruzan los destinos. También les pidieron documentos a los cuidacoches callejeros. Pero los datos filiatorios eran difíciles de conseguir entre esa gente. Los limpiavidrios se renovaban seguido; no duraban mucho. –Saturnino ¿cuándo hay asado? –Hoy no. No se puede siempre. Despierta sospechas. –No seas boludo Saturnino; confío en vos –dijo el dueño que pensó cuando el sereno se fue “si me estuviera robando 22


ya lo habría cagado a palos y echado”. Sin embargo, eso era mentira ya que Saturnino siempre lo asustó. A veces, hacer algo es callar. Y no hacer nada es hacer algo. Se volvió hacia sus amigos, rojo de furia, mientras ellos se mordían el dedo índice derecho flexionado, en típico gesto de venganza. –Son ingratos, son ingratos; sólo piensan en ellos – convino el de traje gris con grandes solapas. –Y sí –dijo el dueño de la cochera. ¿Sabés las vueltas que dio hasta laburar conmigo? Eso sí: siempre fue frío, distante, muy eficiente. También embaucador y con los limpiavidrios, implacable. Se transformó en un engranaje de motor, pero como el que está arriba en un rincón, que no anda; como la sociedad. Vive en una casita de dos ambientes con un patio mínimo que tiene una higuera. –¿Y por qué lo del asado? –preguntó el otro viejo. –Resulta que una vez por semana, los domingos por lo general, hace un asado y aprovecha para invitar a alguien. A uno solo por vez ya que no es mucho lo que puede convidar y nunca repite la invitación. Él forma parte de los olvidados para siempre; la sociedad lo descartó y lo seleccionó para ser marginado. Igual, continúa interesándose por las personas. Cuando la sociedad descarta a alguien, es como si mirara a través de ellos: están pero son transparentes y cuando desaparecen es uno menos y punto. Los diarios continuaron con las noticias sobre nuevas desapariciones que sólo interesaban por el sensacionalismo y para crear cierta alarma en la población, alerta que pronto era olvidada. Aquel domingo, su invitado comprobó al llegar que lo único que estaba listo era el fuego y le comentó jovial “¿Está atrasado Don Saturnino? Mire que hoy tengo partido y quiero jugar”. El viejo lo miró, le sonrió y le contestó “para 23


qué vas a ir si sos malísimo; hoy te quedás al asado”. Era un buen muchacho pensaba Saturnino; “con éste voy a hacer algo distinto; es duro, no habla con nadie; le voy a enseñar lo que sé”. El tiempo pasó y las cosas siguieron iguales aunque más viejas, mucho más viejas. Cuando el pibe llegó un domingo, vio que sólo estaba el fuego prendido: “hoy tenemos uno de visita pero comemos nosotros dos” le dijo el anciano que ya sentía sobre él la marca de la muerte. Ya no era posible esquivarla. El sábado había renunciado al laburo en la cochera. Era viejo y ese trabajo se tornaba peligroso. Las rampas, algunos haciendo preguntas. El carnicero no le guardó achuras. “No importa, siempre consigo, además los próximos asados los va a hacer el pibe”. Un año después de la renuncia de Saturnino y enterado de su muerte, el dueño de la cochera subió al segundo piso junto a otro hombre que le preguntó por el viejo motor arrumbado. Estaba donde siempre, debajo de una gruesa capa de tierra que acrecentaba la sensación de olvido; pero estaba. –Lo que son estos tiempos –dijo el dueño–, no hay respeto. Yo pacto una cosa y es eso; contraté un muchacho para que venga a limpiar, uno que Saturnino contrataba siempre. Y fue el único que le duró porque los demás desaparecían; hoy lo reemplaza y busca alguno para limpiar vidrios pero vienen uno o dos días y se borran. El que trajo para sacar la mugre vino el sábado y hoy lunes ya desapareció. Y él tampoco volvió. –Son así los jóvenes –dijo el tipo que por el corte de pelo y todas las preguntas que le había hecho antes de subir, parecía policía. 24


–¿Tiene los papeles? El propietario de la cochera ni le contestó. Se acordó a Saturnino. “Todo termina y rápido; si estuviera Saturnino seguro sabía algo del título del motor”. Además, este hombre le recordó la vez que vino la cana preguntando por un limpiavidrios. “A él no se le movió un pelo y yo me cagué todo”. –Y ¿qué le parece? –le dijo al futuro comprador, distraído en ese pasado–. Un motor original de Chevrolet 40. El hombre lo miró y le dijo “le falta la tapa de cilindros; sería lo de menos porque encontramos una tirada al lado de una higuera; pero Usted sabe ¿no?” El viejo se mordió el dedo índice flexionado justo en la mitad y pensó “¡La puta madre, Saturnino y los limpiavidrios!”. Callar también es hacer algo.

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El arribeño

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odos la conocían como la Tía. Era anticuaria y andaba por los caminos perdidos en busca de cosas para comprar. –¿Cómo le va Don Tito? –¡Qué sorpresa! La Tía en persona. Milagro los ojos que la ven; no me trate de Don, al fin y al cabo soy su sobrino ¿Qué anda haciendo por este pueblo olvidado? –Ya lo sabés Tito, busco antigüedades, oportunidades, siempre hay alguien para comprar lo que no se usa. –Y la necesidad tiene cara de hereje ¿no? –Bueno, bueno, negocios son negocios. Y además pago muy bien lo que compro ¿Tenés algo que valga la pena llevar? Vos sabés que siempre hago atenciones a gente muy vinculada. Mientras hablaba, ella recorría todo el local buscando algo que le interesara. Si encontraba cualquier cosa, jamás lo iba a decir y sólo a lo último preguntaría el precio, como al descuido, o mejor aún, esperaría que se lo ofrezcan. Aquella vez su vista quedó fija en lo que yo más deseaba que se lleve. Pero era una verdadera zorra y no dijo ni Mu. En realidad soy muy simple. Soy un poncho. Una mujer me trajo al mundo en los cerros, entre telares y armazones de madera. Dijo que yo era producto de la tierra, de la Pachamama, porque sería de 26


ella en la vida y en la muerte, que es lo mismo y que siempre sería del pueblo, parte del pueblo. De ella recibí el don de proteger, de ser tantos en uno; la vieja quiso que fuera fuerte, me dió lo mejor. Soy cuadrado y con un agujero en el medio pero no un cabeza hueca; la tierra me hizo duro. Tardé meses en ser y salí con pelo cortito y marrón. Siempre supe que ella “me iba a dar”; ni yo ni otros nos podíamos quedar en esos montes; por eso ni nombre me puso, así el adiós duele menos y no son tantas cosas para recordar o para olvidar. Si alguno quiere llamarme, basta con que me diga Arribeño. Supe que alguien había venido cuando escuché hablar a un hombre; dijo que nos iba a llevar a una población en otra provincia, más cerca de la capital. Allí había gente que nos iba a necesitar, y para eso estamos. Fui a un pueblo lindo, que fue asesinado por el gobierno al cerrar el ramal del ferrocarril. “Los ramales que no andan, cierran”, dijo un tipo. Y así, de un plumazo, miles y miles de kilómetros de vías pasaron a ser algo abandonado y decenas de miles de empleados quedaron sin trabajo; el éxodo de los pueblos asesinados en los dos primeros años, se llevó las personas a vaya saber dónde; el hambre no anida en ningún lado; sólo en la gente, y yo soy parte de ella pues los visto, los abrigo y la rabia me consume cuando sé que soy fuerte y no puedo hacer nada contra el hambre. La tienda de don Tito era la única que quedaba. El pueblo era ya un lugar olvidado: un restaurante en el hotel Porvenir, algunas casas en las que vivían paisanos de los campos vecinos; en otras, algún patrón. El ramos generales y el Guarda en la estación de trenes abandonada, la que antes estaba al frente del pueblo. La estación de servicio estaba en la ruta y ahora, el caserío mira para allá. El tren quedó atrás y no vino otra vez. La bronca por esa indiferencia otorgada por un loco, me destiñó. Aunque creo que es justo decir que el sol pegaba muy fuerte en los ventanales de la tienda; y él, que a todos los dora, a mi me aclara. Peor era el muñeco que estaba en la tienda, siempre parado, callado, mirando a lo lejos como si esperara a alguien pero sin hacer 27


nada. Algunos siempre se hacen ver pero no hacen nada. Se fijaban bastante en él cuando estábamos juntos. Yo me encargo de hacer notar a los que están conmigo porque en mi van muchas cosas. El día que cerraron el ramal del ferrocarril juré vengarme. El que tomó esa decisión era culpable pero mucho más lo era el que la aceptó y permitió que se haga. Una vez escuché decir que Dios es un titiritero. –Vea Tía, esta manea fue hecha por el famoso “soguero” Don Nicandro Albardón; es una pieza única y si la quieren usar, sirve. Y vea, las argollas son de plata. Todo lo que tiene buenos metales vale la pena; se la dejo por una nadita. Lleve cosas Tía; pronto no va a haber más remedio que cerrar. La vieja no volvió a mirar para aquel lado. Hizo como si el Arribeño no existiera a pesar de que lo tenía casi adelante suyo. Pero yo supe que lo compraría. Ella sólo hacía negocios. Poderosa y de mundo, realizaba lo mismo en otros países, tenía la venia para hacerlos. Iba a tener que hacerle un descuento si se lo llevaba. –Hágame el bien. Llévese a éste que acá está al cuete y lo único que hace es juntar tierra. La Tía no dudó aunque se dio cuenta que el sobrino estaba encariñado conmigo. He notado que la gente repara en nosotros cuando nos necesita. El maniquí que estaba en la tienda de don Tito, siempre sin hacer nada, una vez más se quedó mirando para otro lado, para variar inmóvil. Ese día, hace tanto tiempo, me fui con ella para la capital. Otro mundo. Pero jamás olvido a los que quiero. Con la Tía anduve por todos lados. Desde ese momento comencé a saborear las caricias del sol, el perdón de la lluvia, la eterna pelea del frío con el calor. A veces, rara vez, en verano hice sombra. Ella no sentía ninguna vergüenza por andar conmigo de pueblo en pueblo, o en la ciudad, de reunión en reunión. Por mi parte, hacía 28


que ella se vea imponente cuando giraba de repente y yo volaba en el viento. Como dije, una vez escuché decir que Dios es un titiritero; creo que así es y que los piolines que usa los toma de donde más conviene. La Tía fue invitada a una reunión en una chacra; me llevó. Qué inesperada alegría andar por el campo junto a ella. Enseguida que llegamos empezaron los saludos, los cumplidos; es gente muy vinculada, decía la Tía. Y convite aquí, charla por allá, hasta que se acercó uno que venía con tres grandotes caminando detrás de él. –Pero si es la Tía… Ella lo saludó con una reverencia, él devolvió el cumplido con una sonrisa que murió al verme. Escuché que el hombre le decía que ella se veía muy bien conmigo; le preguntó si yo era un Arribeño. La Tía le contestó que sí y dijo aquella frase como un presagio: “Quién sabe, capaz que a usted lo hace más imponente”. El tipo era alto, encorvado y usaba una camperita de cuero oscura. Aunque no la voy con el uso de campera porque soy bien criollo me fui con ellos; no fue algo que pueda decidir yo. Apenas pude despedirme de la Tía, que se quedó mirando cómo me iba, sólo por un momento, como confirmando que ella no hacía mucho vínculo con nada. Algunos eligen sólo pasar. Otra vez cambió mi vida. Estuve horas interminables en el perchero de una sala llena de cuadros de tipos con camperita de cuero oscura y con una mesa enorme. El tipo encorvado entraba y salía; a veces pasaban los días sin que haga acto de presencia. Pero yo me di cuenta de quién se trataba. Era uno de esos que piensan en nosotros como simples pertenencias, o como un recuerdo de familia que vino de vaya a saber dónde. Dicen que tiempo atrás aceptó la misión de proteger a la gente. Como yo que además de abrigar, soy de todos. Sin embargo, él resultó ser el responsable del pueblicidio. Yo no olvido a los que amo ni un juramento. Nosotros los humildes debemos tener memoria. Ansioso y asustado, esperé mi oportunidad, que llegó un fresco día de otoño en el que el hombre concurrió a una 29


fiesta criolla y me llevó para estar a tono. Sólo necesité estar con él esa única vez. No sé qué fue de la Tía, tal vez vendió todo y se fue a otra parte; no la volví a ver. Hoy paso los días en el Museo y la gente me mira no porque sea pálido, viejo y deshilachado, con tantos piolines colgando; me miran porque yo estaba abrigando a ese fulano cuando murió. Los días de lluvia, se escuchan las gotas sonar contra el tejado como si fueran los pasos de algún muñeco.

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Gris

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ntonces me dijo, gris es el color de la culpa. Pensar que fui a comprar un auto, mi primer cero kilómetro, mi elección de marca, de modelo, de color. Y sabe por qué, agregó, porque este es un país de vidrios de auto limpios. La pobreza le limpia los vidrios a los autos. Claro, nadie quiere ofender a un pobre haciendo ostentación de algo, a través de un color llamativo. Pensé en los autos estacionados, los que paran en los semáforos, los que andan; y sí, plateado, azul o gris claro y oscuro, marrón metalizado oscuro, negro, beige pero la que más predomina es la gama de los grises. Las culpas según dijo ese. Cada tanto un blanco y muy a las perdidas amarillo, verde, algún rojo. –¡Mirá el auto que tiene ese! ¿A quién habrá robado para comprarlo? Tendría que bajar y explicarle que me va bien, que laburo mucho, que no soy un ladrón. Pero ¿quién le baja línea a la gente? ¿Quién concede que es delito o se es culpable por tener algún breve momento de felicidad? Qué bruto se volvió el pueblo. Cuánta soledad me costó salir de pobre. Ahora me río porque me imagino cosas. Pronto voy a ir a esquiar y me imaginé que cada vez que paraba un medio de elevación, 31


aparecían los pibes a limpiar los vidrios a los anteojos de los esquiadores ¿Y por qué no? –Una moneda Vieja, haciendo un redondel con el dedo índice y el pulgar. ¿Le gusta alguno? Y, me gusta el rojo con el que seguro me van a reputear, me van a tirar fasos, escupidas, mandarinas. Me gustaría hablar con el dueño de la concesionaria y contarle de su vendedor mala onda, ese que en definitiva admite la culpa que nos echan los que quieren zafar fácil. Pero no miente e insiste en que compre un azul oscuro para disfrutarlo tranquilo. El comunismo nos rompió el culo porque al final, con el capitalismo andamos todos con los mismos colores, las mismas cosas. Pasar desapercibido. Gris. –Vaya tranquilo que se lo cuido, me dijo uno con un trapo resucio que ya preparaba para limpiar vidrios. Compré el azul. El que tenía antes tambien era azul oscuro, y el anterior tambien; sólo que más viejos. Siempre el mismo color; hay que mirar con mucha atención para darse cuenta de que cambié el auto. –A vos si que te fue bien, me dijo un franelita viejo. Sí, soy yo Ricardo; soy Conejo. El Conejo. Si habremos barrido veredas, descargado camiones, cualquier cosa que nos dejara un mango. El se iba de joda con el Cebolla y yo ahorraba. Hasta sexto grado fuimos juntos, luego ellos dejaron y siguieron de changas. Yo junté algún mango y vendí fruta casa por casa. Gasté suela. Me compré una chata azul. A la madrugada le pasaba un plumero; los muchachos volvían de nochear, me saludaban y mientras me contaban las andanzas, limpiaban los vidrios de la camionetita. –Esta es buena. A la tarde cuando vuelvas, vamos lo tres al semáforo a limpiar vidrios. 32


Y lo repartíamos. Yo juntaba, ellos joda. Conejo ¿Qué fue del Cebolla? –No sé, hace años que no lo veo. Insistía con los vidrios pero ya no estaba ágil para andar entre los autos en el semáforo. Por eso yo agarré la franela, y algún vidrio me limpio. Lo ayudé a limpiar las ventanillas de mi auto, le dí la propina y lo abracé. Llegué al garaje, guardé el auto y no lo usé nunca más. Algunos piensan que el rencor es bueno pero es color gris.

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Informe televisivo

–¡Buenos días, compañeros! Estamos parados donde termina la calle de los huertos, una vía de por sí desprolija, harapienta. Según nos dicen, aquí comienza el terror vocacional del pueblo. Pero el terror del pueblo gente y no del pueblo calle, pueblo terraplén, edificio, plaza. Llama poderosamente la atención los cuatro sujetos vestidos de traje oscuro, que desde la vereda de enfrente nos miran trabajar y ríen en forma descontrolada, aún antes de entrevistar a los visitantes al lugar ¡Beto, filma a los que vienen ahí! ¡Ahora a mí! Beto dejó de enfocar al periodista y comenzó a filmar a una familia que se acercó con cautela y de inmediato fue interceptada por Elmer Létera con sus preguntas de rigor. –Querida tele audiencia, llegan nuevos visitantes –dijo con su habitual entusiasmo y abordó a las personas en cuestión.– Señores, buenos días ¿De dónde vienen? ¿Cómo fue que decidieron hacer esta visita? ¿Contrataron con una empresa de turismo? ¿Qué esperan encontrar? Pero los turistas ya estaban impresionados no sólo por leer el cartel de advertencia si no por el hecho de atreverse a llegar hasta ahí. Desde el otro lado de la calle, llegaban las carcajadas de los tipos de traje oscuro. 34


Algunos que saben de estos sustos, ponen carteles con flechas orientando a la gente hacia esos parajes. Los gobernantes de turno saben que el pueblo gente gusta de vivir en la ignorancia. Y este es un detalle que hay que cuidar. Tal vez el espanto es un resultado inevitable del desconocimiento. Una de las salidas preferidas del pueblo gente es “salir a ignorar por ahí”. Hay todo tipo de financiación para estos programas, dependiendo de la duración y distancia de la salida. Se aprende mirando. En general, los folletos explican que cuando alguien “sale a ignorar por ahí” debe utilizar al máximo la capacidad de asombro y la de abstracción; esto está muy bien detallado en los librillos que se reparten en las plazas, en la vía pública en general y desde la escuela. Volviendo al estado necesario para estas incursiones, uno debe admirarse al contemplar, sin que le importe mucho ni sepa qué ocurre. Por ejemplo: pararse ante una vista panorámica o la casa de algún famoso y decir, casi gritar: ¡Qué hermosura! ¡Qué belleza! ¡Qué maravilla! , y en este punto ya no sabe ni lo que dice ni por qué lo dice. Está mirando sin ver, viendo sin mirar; está pensando en nada, menos en lo que está haciendo. O sea, está ignorando lo que ve. Y todos los demás dicen ¡qué capacidad tiene, ve cosas que nosotros no vemos! Pero qué sucede donde termina la calle de los huertos. Allí hay un cartel muy prolijo que reza: PELIGRO, y más abajo dice: Zona de Bombus Terrestris. Ni el hombre lobo podría hacer deformar los rostros en muecas de terror como este simple cartelito. Muchas personas ni siquiera se atreven a pasar y recorrer la calle hasta el final donde hay 35


unos bosquecitos bajos; su terror llega al extremo de tener que ir a ver médicos de cirugía estética para recuperar sus facciones normales. Sin embargo, otros que se aventuran al paseo, luego de llevarlo a cabo, piden entrevistas con el Papa o el vecino curandero. Una vez recuperados, comienzan las deducciones siniestras y habladurías, que en definitiva, es lo genial de “salir a ignorar por ahí”. Un vecino, al que hubo que masajearle los labios hasta que pudo volver a balbucear alguna palabra, dijo haber leído que el gobierno, hace tiempo, cedió esos terrenos a Samu Kavalonga, que no estaba muerto como todos creían. Por los desastres que hizo en África lo llamaban Bombus Terrestris, que traducido al castellano quiere decir Bomba Terrícola pues una de sus tácticas de asalto era tirar cadáveres a las poblaciones para diseminar enfermedades y olor a podrido. El peligro actual era que si el caminante pasaba por ahí, Kavalonga intentaría devorarlo. Imaginar el grado de pánico que esto causaría era sólo igualable a encontrarse, en un callejón sin salida, con Drácula. Otros que habían ignorando de tal manera que no estaban dispuestos ser menos aportaron una nueva dosis de espanto diciendo que en esas noches claras de primavera, se escuchaban canciones extrañas y lamentos. A su entender eran las almas en pena de los que sufrieron injusticias de las autoridades. Habían visto las sombras que caminaban encorvadas y arrastrando algo muy pesado que las enfurecía: los más poéticos dijeron que eran cadenas y otros que eran cajas con los comprobantes de pago de los impuestos y servicios. Un señor oriundo de Tapalqué dijo: Caníbales…Allí hay caníbales y los que se meten por ahí no aparecen mas… Otro: deben ser cangrejales, seguro son cangrejos grandes y colorados esos Bombus Terrestris… 36


La explicación de los cangrejos gusta mucho de ser contada en el pueblo. El Bombus Terrestris es un cangrejo, si bien, otros insisten en decir que escuchan seguido tocar el tambor y cantar canciones épicas africanas a Samu “Bombus Terrestris” Kavalonga. Se pudo constatar en el citado noticiero, que hay una parte del pueblo gente que dice ser mucho más preparada y que bajo ningún concepto se le pueden dar crédito a semejantes tonterías, pavadas y locuras, fruto de la más increíble falta de educación por abandono de los estudios. Esta afirmación nos pone ante la inexorable verdad que las personas no son iguales. Que no han tenido la mismas oportunidades, se las merezcan o no. Aunque parezca mentira, estas multitudes más capacitadas también salen a ignorar por ahí, pero no lo saben. La diferencia con los menos conocedores de otras cosas, es que al llegar al sitio del cartel que avisa y hace suponer que existen extrañas presencias, no se asustan: deducen e inventan. Un vecino respetado por sus logros académicos, salió con su familia, en su auto especialmente adquirido para ese fin, a dar un paseo sin sospechar que salía a ignorar por ahí. Al llegar al sitio con el aviso del inminente peligro, sus hijos deseosos de adquirir nuevos conocimientos, nuevas posibilidades de ignorancia, le preguntan a algún mayor que los acompaña: qué cosa es un Bombus Terrestris. La explicación no sería terrorífica pero estuvo a la altura del cartel. Éste contó que hace muchos años vino a vivir al país un nieto de Von Braun que realizaba experimentos por encargo de la Nasa, por estos lados por las dudas. Remató diciéndoles que los Bombus Terrestris, seguro eran unos misiles de ensayo que se desplazaban por debajo de la tierra hasta, de vez en cuando, dar en el blanco. Los hijos, la madre y hasta la suegra, quedaron 37


deslumbrados con la explicación. Y definitivamente, no sospechaban tampoco que su ignorancia había crecido. ¡Qué plan el de los gobernantes y dirigentes! El director de un Ilustre Conservatorio de artes, en ocasión de una visita guiada a ese lugar con fines de ampliar la capacidad de asombro, relató: en el ambiente musical se rumoreaba que se había instalado en la zona, un pariente de un gran folklorista percusionista. Éste se dedicaba, en esos lugares, a la fabricación de bombos mediante el ahuecamiento de troncos de árboles con la utilización de bichos taladros amaestrados. De esa manera, los bombos tenían un tamaño casi gigantesco y sólo se podían tocar apoyados en la tierra: de ahí su nombre, Bombo Terrestre; por lo tanto, el cartel avisaba y prevenía sobre la cercanía de los enormes aparatos de percusión. Todos se tenían que tapar los oídos con los auriculares del teléfono móvil bajo el riesgo de quedar sordos. Los que no tenían celular, quedarían sordos; otros conversaban o leían; problema de ellos. Es menester destacar que en el pueblo pueblo, el pueblo gente ha argumentado otras teorías pero todas giran en torno a “salir a ignorar por ahí”. Mientras tanto, los gobernantes y los dirigentes de turno que son los dueños del cartel, se doblan de la risa sin tener la más remota idea de qué es lo que es un Bombus Terrestris. Pero están contentísimos y recomiendan a los maestros, profesores científicos, artistas y a todos en general, que se cuiden del diccionario y de la Internet. También de los libros que escriben esos infames destructores de algo tan bonito como “salir a ignorar por ahí”. 38


–¡Adelante ustedes, estudio! ¡Nosotros seguiremos buscando información!

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La capilla

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ocas cosas en el pueblo juntaban tan rápido a la gente del lugar. Las personas no solamente iban a escuchar a la única radio que había, si no que muchas pensaban que era ella, la capilla, la que hablaba. Algunos creyeron siempre que todos sus decires eran ciertos. Mi viejo llegó al pueblo para trabajar de alambrador, oficio que aprendió de joven. Alquiló una casita, cerca del bar hotel. Cuando venía al pueblo por lo único que salía de la casa, era para ir a escuchar la radio en el bar. Para quedarse en el campo, tenía una casita rodante que llevaba de tiro con la Ford. Los pueblos, en aquella época, tenían siempre algún misterio. Lo supe desde nuestra llegada y también supe que quería descubrir cuál era el de estos lugares, tan lejos de la capital. Vida de pueblo, esquinas, vecinos, la escuela a la mañana, la plaza a la tarde, los sábados después de comer, algún arroyo mojaba una caña de pescar y mostraba sus aguas claras. No todos saben lo que dicen las aguas claras. Después de almorzar, con los pibes de la cuadra, incluidos los de enfrente, salíamos a callejear y pronto nos llamó la atención que a las cinco de la tarde, en el bar hotel ubicado frente a la estación, se agolpaban los paisanos. 40


Bajaban despacio de sus caballos como si vinieran de un galope de mil leguas y entraban al establecimiento bien cuadrados, como haciéndose los tauras; nosotros, decididos a averiguar qué sucedía, nos mezclamos entre los presentes que entraban al lugar y lo que vimos nos dejó sin aliento. Aún hoy me emociono al recordar ese encuentro con un adelanto inesperado: en la esquina del extenso mostrador del bar de los hermanos Lobeto, la vi por primera vez; sabía que existían y que por lo general son tantos los que las rodean, que hasta se hace complicado oírlas. Allí quedó instalada la radio capilla y todos llegaban a escucharla a lo largo del día, desde la apertura del local hasta su cierre. Sin que nadie repare en mi, me instalaba como al descuido al lado de un macetero que tenía como huésped solitario, un cactus lleno de espinas. Los otros pibes no querían venir porque para ellos, como para muchos, los cactus son mala suerte. La radio siempre estaba bien informada y trasmitía las noticias al momento; pero su apogeo comenzaba después de las cinco de la tarde: en una época en la que las novelas se pasaban por radio, la capilla, era el centro de reunión. Florencio, jornal de una estancia cercana, era infaltable. Él siempre creyó y lo repitió hasta el hartazgo, que Dios o algún santo hablaban desde dentro de la radio. Cuando la encendían y las válvulas cobraban luz, él ya suponía que un ser divino iluminaba el lugar y en esos momentos, su fe era inalterable y su mirada se tornaba aguda como si fuera un profeta bíblico. Me parece oirlo: “¡Escuchen! ¿Quién sino Dios va a querer que sepamos lo que pasa? ¿Qué otro que el Cielo mismo hace que nos regocijemos con hermosas historias cotidianas?”. Los parroquianos, todos conocidos, se burlaban en 41


secreto de él y les daba risa la ingenuidad de Florencio que embelesado, sólo tenía ojos y oídos para la capilla. Pero a veces, los presentes se miraban entre ellos, sorprendidos, cuando la radio daba una propaganda de algo preciso y parecía que les adivinaba el pensamiento ya que hablaba de necesidades que todos tenían. Nadie supo jamás cómo era el asunto de una radio, cómo era posible la trasmisión por el aire de las palabras que sonaban dentro del aparato pero se decían a cientos de kilómetros de distancia del pueblo. No le pudieron explicar nada a Florencio, ni siquiera el conocedor de todo, Juan Dalaberry, que lo trataba condescendiente, luego de las cargadas ineludibles. Siempre observé todo, mientras las transmisiones daban palabras de aliento, recomendaciones, noticias, historias de amor, precios, ofertas y toda una gran gama de extraños sucesos. Debo decir que algunas veces no estuve de acuerdo con lo que decía la radio. Y así supe qué pasaba: los gauchos iban a escuchar la novela de las cinco y cuarto. En la novela que también seguí con interés, apareció una mujer llamada Fortunata López y por más que se quisiera mejorar la voz, cortante y aflautada, no podía ya que la dominaba una “lengua de víbora” fenomenal. Pero la iba de mosquita muerta y decía todo el tiempo “que buscaba su gran amor y sabía que él la estaba escuchando en algún lado y por lo tanto, esperándola”. Gritaba “que no se fijara su amado en sus fríos ojos amarillos, tan lejanos”. La radio tenía la obligación de trasmitirla, muy a mi pesar ya que en realidad no la podía ni oír a esa mujer malvada. El oído hace alianza con la imaginación; empecé a notar que Florencio quedaba con cara de bobo cuando la oía y pensé que se había enamorado. Lo confirmé cuando al morir ella asesinada en un capítulo para el olvido, dejó de 42


escuchar esa novela. Una tarde, Dalaberry le preguntó por qué no atendía más al programa; Florencio le contestó que no soportaba la ausencia de Fortunata, de quien se había enamorado. Juan no pudo aguantar la risa y a pesar que la emisora hacía frituras y todo tipo de descargas, sin que alguno la emboque con la aguja en los números y letras del dial, la conversación se hizo mala y terminó con la muerte de Juan. Fue la primera y única vez que vi un asesinato; ninguno de los presentes entendía cómo alguien se podía “perder” por una mujer que no había visto jamás, una mujer de la que sólo sabía porque hablaba por radio. Cuando la policía llegó al bar, Florencio se entregó; se declaró culpable pero no del homicidio sino de amar con locura a esa mujer inaccesible. El asesinato fue una consecuencia de ese amor. Y en definitiva, la muerte resolvió todo porque Juan no sufriría tener que compartir su conocimiento ni soledades, Fortunata no tendría que buscarlo más, y Florencio no estaría tan solo por amar a una mujer inalcanzable. Como en el pueblo no había tribunales, el caso fue juzgado en la ciudad, donde aún funciona la magistratura competente. Aquella mañana, el pueblo se congregó en el bar para seguir las instancias del juicio según el relato de la capilla; el asunto se hizo sentir en la gran ciudad gracias al trabajo del periodista del pueblo, que contó la historia. Él pidió a la emisora la trasmisión del juicio de nuestro vecino, tan luego acusado de un asesinato. La radio le dió a las noticias un nuevo impulso. ¿Quién fue el asesino? ¿El amor o Florencio? ¿Quién era culpable o instrumento? ¿Éramos cómplices los que estábamos presentes al aceptar escuchar las mismas palabras que incitaron el crimen y no hacer nada? 43


Leyeron causas, hicieron alegatos, acusaciones, defensas, el juez dijo al abogado defensor que descartara la emoción violenta porque la mujer no existía en la vida física, a lo que él le respondió que al existir en la mente existía. Sí, Florencio podía escucharla, podía imaginarla, hacer lo que ella le ordenara, inclusive hasta reconocerla en algún sitio si no hubiese muerto como dijo la capilla. El fiscal dijo es locura: asesinó una persona por una voz de la radio que decía ser alguien buscando ser correspondida. En el pueblo, los parroquianos se miraban sin entender nada. Al final, le preguntaron a Florencio si quería decir algo en su defensa. –“Sí, Fortunata y Juan estuvieron muertos desde el principio”. Luego de idas y vueltas, declararon culpable a la capilla. Dijeron que si ella no hubiese llegado al pueblo, todo estaría como entonces. Ese día comenzó el asunto de no tener vergüenza, que arranca no haciéndose cargo de los propios actos y termina cuando se inculpa a alguien o algo que anda cerca pero no tiene nada que ver. Siempre hay algo o alguien a mano para cargarle la vergüenza. Así, la gente dijo que las capillas eran radios peligrosas y no bien aparecieron nuevos modelos, fueron desenchufadas y puestas en exhibición. Al verla hoy en ese rincón, sufriendo como única condena al progreso, algunos recuerdan esa época maravillosa en la que ellas hablaban y aunque parecían tener vida, sólo eran algo que repetía las palabras de otros.

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La muerte del 2014

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ilverio tuvo siempre claro que la edad era inevitable y que el principal aliado de ella era el espejo. La vida en prisión era contar las horas, los días, los años y no pensar demasiado por qué los recuerdos dolían. El exterior era el pasado y era, de alguna manera, el futuro también. Sin embargo, todo se complicó cuando un viejo conocido le habló de ciertos sucesos, que mezclaban el año, la tumba y un preso. Su compañero de trabajo, Roberto, se ponía muy pesado cada vez que llegaba el fin de año con la cantinela de “otro año que se va y nosotros poniéndonos viejos; se va el 2014, se va el 2014”. Y Silverio pensaba “a quién mierda le importa eso acá adentro, si las paredes son las mismas, las ventanas, las rejas, las piedras, pero por qué no se va a la puta madre que lo parió el año nuevo y de pasada el tiempo también. Acá nos tienen cagando, siempre con la misma ropa, los mismos laburos, los curros que fuimos aprendiendo; agarra la pala y hace el pozo hondo, no sea cosa que alguno se raje, dice el jefe y el muy boludo se ríe de su propio chiste”. Silverio se acordó del despelote de fin de año cuando estaba en el pabellón de transiciones. Jamás supo el 45


nombre del fulano que se ahorcó pero si sabía que el tipo desesperaba porque las horas y los días se le hacían interminables. Ahora laburaba al aire libre con Roberto, que era otro ordenanza y limpiaba las oficinas del director. Trabajaba también en el cementerio por su buena conducta y allí fue que le contó todo lo que escuchó una noche en la que los jefes se quedaron a hablar. Y nadie presta atención al que limpia. –Todo fue muy raro. Y me remonto al día que el director martineta que teníamos, enloqueció al oír al preso, que sí tenía nombre y se llamaba Román Penado. Lo hicieron hablar, y el tipo dijo que tiempo atrás encontró un sitio donde nacían unos florones de dos pétalos enormes, de un color clarito y con los labios y el interior bien rojos. No supo qué eran esas cosas hasta que un día se encontró con un fulano de aspecto indefinido; el coso ese le dijo que se llamaba Agravio y lo que se criaba allí eran heridas. Se las regaban con canales por donde se bombeaba sangre; cuando ellas comenzaban a sangrar, él las destinaba según el pedido. Las heridas nacían todas iguales y sólo cuando llegaban a su destino, tomaban su forma definitiva para siempre. Agravio le dijo, según contó Román, que el lugar era guardado en total secreto, porque el Olvido buscaba el sitio para echarle un poderoso desecante y destruir las heridas antes de que nazcan. – Y ¿este fiambre es entonces…? –quiso saber Silverio. Roberto miró para todos lados y se agachó junto al montón de tierra, producto de la pala y el pozo. – Paleá, Paleá; me juego entero a que es Román Penado. Dicen que se ahorcó en su celda, pero para mí lo limpiaron porque él sabía todo el asunto y es muy peligroso que alguien 46


sepa cómo nacen las heridas. Jamás fue un criminal; lo metieron adentro y aislado para que no hable. Paleá y mirá para abajo; le borraron el nombre de todos los registros y le pusieron un número, el 2014, porque no era correlativo de nada y no podían rastrear nada. Qué sería el mundo sin heridas ¿Qué corno seríamos cuando gana ese equipo de camiseta llena de rayas y no nos diera por las bolas? O si cerca de fin de año, desecaran las heridas y el año que viene arrancara como si nada, sin alma ni un carajo. Y por eso el cementerio, porque aquí sí que anda el Olvido; acá terminan las heridas de los que mueren y nadie se acuerda lo que sufrió el difunto. –Roberto, ¿y las heridas físicas tambien? –preguntó Silverio desconcertado y superado por la revelación. –No, esas se curan y no necesitan olvido porque dejan flor de marca. Si no se curan no son heridas, son la muerte. Las heridas del quilombo son las sentimentales. Por esas baila el mono. –¿Duran mucho? –preguntó Silverio siempre obsesionado con el tiempo. –Pero ¿sos boludo? –dijo Roberto–, son para siempre; por eso es tan jodido lo del 2014. Román Penado no encontró sólo un lugar donde nacían las heridas; descubrió que hay miles de millones de sitios en los que proliferan y se renuevan, pero que esos lugares nada más tienen un territorio que las pare. Y que Agravio y Olvido no son tan distintos. –Silverio –continuó Roberto– este año que es el 2014 enquilombó todo porque nunca falta el que está al pedo y se pone a acomodar y revolver todo y ve números que coinciden. Y para mejor coincide el número de tumba, la 2014; parece joda pero lo mejor va a ser enterrar todo 47


lo que tenga el 2014. Nosotros, si nos pregunta cualquier descolgado, decimos que se fue el 2014, que se llevó todo al tacho, que se cagó muriendo. Silverio pensó “qué importa el espejo y el tiempo si nadie va a enterrar a las heridas”.

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La revelación de Bernabé

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raspasé la puerta doble de aquel tinglado. A pesar de ser grande, lo habían iluminado muy bien, y evitaron poner las coloridas guirnaldas cerca de los candiles, faroles a kerosene y fuegos en general. Lo que vi me dejó perplejo. Todos los traseros de la concurrencia, apuntaban hacia la puerta por la que entré. Todos los presentes estaban agachados con el culo hacia la entrada, incluido el encargado del asado que vociferaba “la culpa es mía porque tengo tos y estaba jorobando con la dentadura; tosí y voló a no sé donde”. Y todo el gentío se lanzó a buscar los dientes del cocinero, al que por la voz aflautada reconocí al instante, sin poder creer que aún estuviera vivo. La última vez que estuve con Bernabé fue en el hospital. Ingresé a la guardia por un dolor en el pecho y él estaba allí porque lo habían apuñalado. Desde la camilla, me saludó y cuando le pregunté cómo había sido todo me dijo “la culpa es mía, se estaban peleando las hinchadas y me metí a separar. Me dieron un puntazo cuando les dije que no pelearan por un juego boludo. Pero son buenos muchachos; la culpa es mía”. Nunca apareció el autor de la cuchillada ya que Bernabé se hizo cargo de los desmanes sin denuncia alguna; me dijo “yo mostré huevos, me hice cargo esperando que los 49


culpables sintieran remordimiento, porque ellos sabían quienes fueron. Y ni hablar de los que fueron”. Después de aquella reunión, cuando les conté a los muchachos que había estado con Bernabé, no hubo uno de ellos que no recuerde alguna anécdota de él. No pudimos encontrar explicación alguna de por qué Bernabé se hacía cargo de las cagadas de los demás. Hasta se autoinculpó del fracaso de un candidato a concejal. Aquella vez sostuvo que la gente no había votado al tipo porque él falló al hacer la mezcla del engrudo “y los carteles que pegaban los muchachos se despegaban y la contra los tiraba y el votante no los veía; todos sabían la fama del candidato pero me hice cargo y dije lo del pegamento y nadie dijo más nada”. Y se hizo cargo de fracasos matrimoniales, de robos, de roturas de timbres, de todo. Y lo molieron a palos, fue preso, pagó indemnizaciones y de cuanta calamidad se pueda pensar, él se asumió como responsable. Una vez me dijo “Severino, tengo fe en que los verdaderos culpables, al ver que un inocente es castigado, recapaciten y confiesen. Va a ser el comienzo de una sociedad nueva, mejor”. Empobrecido, soportando demandas y arrestos, me contó que fuera a donde fuera, todo era igual. Quiso refugiarse en la iglesia católica pero fue excomulgado por decir que pese a no haber nacido en aquella época y aunque estaba de acuerdo con Jesús, no podía negarse que el profeta en cuestión había sido un agitador y que igual que él, era culpable de todo. Decía que “después vino Dios a querer arreglar las cosas pero a mí no me ayudó; y bueno, no puede estar en todas partes. Desde aquellas épocas, alguien se tiene que hacer cargo de la vergüenza de los demás. Los hombres solos, la sociedad, muy pocas veces son valientes”. 50


Aquella noche, la concurrencia se esforzó en encontrar la dentadura, pero Bernabé les dijo que “no se hagan problema, la culpa es mía”. Yo vi que la gente lo ayudaba porque resultaba claro que era un tipo necesario, hasta que alguno gritó que los dientes habían ido a para al fuego. Y la fiesta siguió. Y el único avergonzado era Bernabé, al que le faltaban los dientes. Todavía en la puerta del galpón, ya con todas las personas erguidas, me di cuenta de que no conocía a nadie, que daba lo mismo que estén paradas o que apunten con el culo. Bernabé no ha de morir.

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La revelación de Lilian Rivera

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ilian Rivera: supe de ella hace muchos años, cuando organizó, por primera vez, una muestra en memoria de su amado, el también pintor Maneco Bonilla. Y supe que tuvo una enamorada inevitable, que Lilian tardó en descubrir por la extraña manera de aparecer de ésta y su pacto forzoso, definitivo. Rivera fue respetada en el ambiente por su extensa obra, la que fue de una notable calidad. Tambien hizo docencia y creó la hasta hoy funcional Escuela de Pintura Diferente. En esta entidad todos los años, en fechas distintas pero siempre en otoño, instauró la muestra que recordaba a su amor de antes, el susodicho Bonilla. Otros artistas presentaban sus creaciones, agrandando el universo de fracasos de todas las artes, fracasos que sin embargo eran éxitos para sus autores. Lilian volvía a vivir cada vez que llevaba a cabo la exposición. Cuando la muestra, con los años comenzó a perder el interés del público, ella comenzó a pintar más seguido y a concurrir a otros festivales. Fue hace un montón cuando conoció a un pintor zurdo, que hacía óleos y acrílicos a una velocidad increíble. Edgardo Perenera llegó a pintar hasta seis cuadros en un día. Así gastó la fortuna familiar, alquilando galpones 52


en los que amontonó sus creaciones, que en la mayoría de los casos, al apoyarlas una contra otra por una cuestión de espacio, se quedaban pegadas por estar frescas. Lilian se enamoró de este ser, que lucía su ropa manchada de pintura y una inacabable inventiva y que correspondiendo su amor, pintaba escenas de enamorados y retratos de Cupido. Pero lo que no advirtió fue que de alguna manera, la Muerte estaba enamorada de ella y de lo que amaba. Y la Muerte, para que Lilian no muera, sólo podía entrar en contacto con ella a través de lo que pintaran sus amores. Al realizar éstos más pinturas, mejor. Cuando Edgardo Perenera tuvo el ataque cerebral, Lilian tomó su mano que se movía sin detenerse. No era una mano crispada: inquieta no cesaba de mover sus dedos como si la llamara, como si quisiera decirle algo con urgencia; ella comenzó a acariciarla, a hacerle mimos y comprendió que en realidad estaba arrullando a la Muerte. Increíble darse cuenta, enterarse de que la muerte es mimosa y que lo hace a través de alguien. Ella es siempre inoportuna en su búsqueda de algún contacto con los vivos. Lilian, al final entendió su labor y el dolor de su paso. La Muerte elige, en definitiva, quedarse en los recuerdos aunque jamás le pertenezcan. Hace poco, encontré a Lilian tomando garnacha y comiendo lo que parecía un alfajor santafesino. La saludé y me senté frente a ella; la miré y ella me dijo “estoy acorralada; cuando me enamoro de alguien, es de un pintor; luego de un tiempo la Muerte lo lleva. Vos dirás que estoy un poco tocada; dirás mandame postales del manicomio, pero pasa así. Sé que las pinturas son territorio de Ella. Creí que había soñado cuando se apareció y me dijo 53


que me quedara con las pinturas de ellos, que al morir los cuadros valdrían mucho más porque son de Ella. Sospecho que los homenajes que nosotros tenemos necesidad de hacer a aquellos que admiramos y se fueron, no es otra cosa que las ansias de la muerte de entrar en contacto con los vivos, sin tener que matarlos”. Supe que Lilian Rivera murió millonaria, pues era dueña de una vasta pinacoteca que en realidad, no era suya. Los cuadros en sí mismos, no son un recuerdo.

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El reclamo El silencio del cómplice involuntario termina con el grito de las víctimas.

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a playa es nueva. El mar antes golpeaba contra las rocas; gracias a los espigones que hicieron en los 80’, ahora hay arena, que con su manto de olvido tapó todo ese lugar donde antes reinó el océano. A veces el agua retrocede algo, sólo un tiempo. Pero se lleva todo lo que está debajo de la superficie. El día es distinto porque a pesar de haber mucha gente tomando sol, el sitio está bastante silencioso. Estoy lejos de la orilla en la cual hay más gritos; chicos jugando, sensaciones de frío, paletazos. Cerca, las paredes de agua de las olas rompen con ese tronar lejano al que todos son indiferentes. Es un ruido perdido, casi un reclamo de atención. Jóvenes en traje de baño se zambullen, nadan en travesuras que son un desafío al mar y su paciencia líquida. Los niños juegan con palitas en la arena húmeda y reciben, cada tanto, el suave toque del agua que llega perdiendo impulso, pero llega, siempre llega. Una sombra hace aparecer un hombre viejo que camina por la arena caliente hasta detenerse a pocos pasos; toma con sus manos su cintura antigua y estrecha, y se saca 55


unos zapatones desvencijados. Arremanga los antiguos pantalones de vestir color gris sobado y se quita las medias. Desabotona la camisa dejando ver debajo de ella una camiseta vieja. Sin un buen día ni nada dice “¿me cuida los zapatos?”. Me choca la mirada del tipo. Ojos claros, turbios y hundidos que agreden porque no miran de frente. Reparo en su nariz que es muy chica; parece que tuviera dos agujeros sin tabique alguno, sobre la cara. La boca tiene labios finos que no llegan a tapar los dientes largos, sucios. El pelo de corte marcial, va peinado a la gomina. Un rostro preparado para el odio, que en otras épocas debió ser igual pues los años avejentan, no asustan ni deforman. No espera respuesta, como si el tiempo viniera por él sin demoras; se va hacia la orilla donde el sol caracolea la arena mojada al mostrar la alegría de su unión con el mar. Mientras el viejo camina, en las paredes de las olas antes de llegar a la rompiente, advierto que algo viene montado en ellas; se acerca a la costa. ¿Algas? No. Parecen ser aguas vivas. Aunque no llegan aún a donde se hace pie, los bañistas que han visto el extraño hecho, salen del mar, temerosos a lo desconocido. Me aproximo para ver mejor cómo se levanta en la ola esa mancha gelatinosa, cuerpos transparentes con extensos filamentos como melenas, más largas, más cortas y de distintos colores, marrones, amarillas, negras. El viejo sigue caminando hasta que la espuma llega y toca sus pies en el momento que la próxima ola eleva la desconocida y fantasmal presencia. La gente calla. La playa calla. Creo que estoy viendo mal, un juego de contraluces donde esos animales como iras del océano ahora son rostros de mujeres y hombres jóvenes. Sus bocas abiertas parecen gritar, aullar, tronar en búsqueda de la rompiente. 56


Un reclamo. El anciano sabe algo y retira sus pies del agua. El silencio desaparece y da paso a la algarabía habitual de cualquier playa con toda la expresión de la vida que muestra a las personas felices en su ocasional ignorancia. El hombre camina paralelo al mar y cuando éste llega de nuevo a los pies sarmentosos, en las olas sin romper empieza el tronar y otra vez los rostros, los cabellos flotando. La angustia de esas caras. La gente ¿no las ve? El mar que se retira, pero vuelve con más fuerza decidido a atrapar al viejo; inunda la playa y arrastra lonas, baldes, ojotas, todo lo quiere llevar porque la orilla es parte de su reino. Llega hasta los muslos del viejo y en la cresta que comienza a caer sobre él no hay espuma si no brazos que se estiran para apresarlo. El anciano se esfuerza en salir mientras la gente revolcada por la fuerza del agua, ríe. El mar se aleja y el hombre, acobardado, se va. La arena pareciera hacer lo suyo: se pone más pesada, como si tratara también de retenerlo. El viejo ni siquiera vuelve por esos borceguíes que dejó cerca. Cuando sea el momento, a ellos y a las angustias que acompañaron, el océano también se los va a llevar. –“¡Cómo nos revolcó la ola!”, festejan los chicos.

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Si me los hubieran dejado a mí

A

l costado de la puerta de entrada, duerme con su horrible prole el fusil. Su aliento mortal, a su tiempo tendrá una vez más la chance de surgir de la negra boca. Aunque poco, ya que a esta altura de la humanidad no hay muchas municiones, ni mucho de nada. En el centro de ese raro cuarto que sólo posee un ventanuco cruzado por dos gruesas barras de hierro en cruz y una puerta pequeña maciza, late un fuego de brasas. Un joven de unos 20 años calienta sus manos al tiempo que cocina algo indecible. A dos metros, sentado en el piso, un anciano de barba rala, vestido con una parca verde muy gastada lo mira en un silencio de pocas palabras. Su nombre, John Smith; prácticamente el último gran cazador de fieras que aún se mantenía activo, considerado por él mismo como el mejor. –Don John… –Mister John –lo corrigió el anciano. –Como usted diga, Mister John entonces ¿Por qué está prohibido andar de noche? Usted me dijo que cuando cumpliera los veinte me lo diría. Muy bien, ya los tengo y no me dice nada. El viejo suspiró desde su involuntario pasado. En realidad 58


no tenía ganas de hablar de eso pero cuando encontró a Momo hace 16 años en aquel barrio, lo llevó con él y lo aleccionó para que no muera. Una de esas lecciones fue la prohibición de andar de noche. –Es verdad; ahora estoy muy viejo y vos ya sos un hombre. Es posible que puedas reemplazarme. Tu entrenamiento comienza ahora; te voy a contar lo que pasó para que puedas entender que pasará. A veces hablamos del pasado y del futuro, y no del presente porque es horrible. Pero antes pasame algo de lo que cocinaste. Mientras comían, con la boca llena de vaya a saber qué, Mr John narró. –Hubo un tiempo en el que hablar de esta época era aventurarse en un futuro lejano. Y ya por aquel entonces, la humanidad no podía seguirle el paso a los adelantos científicos; el progreso superaba a la mente, a comprender, a aceptar en ella a las tablets, los smarts, láser, autos híbridos, puentes increíbles, todo avanzaba día a día. –¿Qué año sería, Mr John? –Mas o menos el 2014; algunos personajes dijeron que si no cuidábamos el planeta todos moriríamos pronto. Y aparecieron distintas agrupaciones que protegían las especies, los ecosistemas, grupos que cuidaban los derechos de las personas, lo que se te ocurra. Una agrupación llamada Los Verdes, logró evitar la extinción del tigre de Sumatra que se venía quedando sin hábitat ya que las empresas desforestaban las selvas donde vivían estos hermosos felinos. –¿Qué es una empresa, Don? –preguntó el muchacho. –Las empresas eran gente que se juntaba detrás de un objetivo, para hacer algo y ganar lo que sea. Pero dejame seguir; te digo, sólo los cazadores conocíamos a este animal. Todos se largaron a hablar de la terrible belleza de la mirada 59


del tigre, como un fuego vivo, que paraliza a sus presas hasta que les cae encima y les da muerte. Yo y muchos otros, siempre supimos que la mirada del tigre arde de lujuria. Sí, el tigre y sobre todo el de Sumatra, por encima de matar y devorar, vive para el sexo. Cuando quedaron pocos ejemplares Los Verdes sin saber lo que hacían, los salvaron de la extinción. Esto no es malo cuando se hace con criterios establecidos, con metas claras; salvaron como cuarenta y ocho hembras y dos machos con los ojos como refucilos. Pero no creas que las hembras andan con vueltas. Les gusta más que a los machos. La cuestión es que empezaron a parir tigrecitos de dos, de a tres y los machos, no necesitan el infanticidio como otras especies; o sea, matar a los cachorros para que la hembra entre en celo de nuevo. No, que va. Y los guardabosques cuidaron siempre que no se crucen entre parientes, hasta que pronto los tigres por instinto o por suerte se avivaron como era y nunca tuvieron problemas de consanguinidad. Y cada vez hubo más gatos rayados, con los ojos encendidos. El liderazgo de los machos se basa en la fuerza bruta y el de las hembras en el número; ninguno en la inteligencia. –Y ¿dónde los pusieron, Mister?–preguntó intrigado Bernabé. –El gobierno de la isla tuvo una idea que resultó bien para ellos pero fue el fin del mundo como lo conocíamos. Con la escusa de compartir el logro de la salvación del tigre, por aquellos años, como muestra de buena voluntad, el ministro de fauna envió a todos los países varios casales de tigres de Sumatra. Los dirigentes de otros estados dieron las gracias y dejaron los animales en algún zoológico. Mi viejo amigo cazador de la India, Radish Ashputanga, por aquel tiempo era el encargado del parque de animales de 60


un país, me contó que cuando llegaron al lugar, la gente se aterró por la mirada fija y brillante de los felinos, a las que sumaban poderosos rugidos. Sin embargo, lejos de intentar devorar algún turista comenzaron una serie de copulaciones públicas, sin pudor de ninguna clase. Recuerdo que me dijo, sabiendo que se perdía una oportunidad, la única: “si me los hubieran dejado a mi…”. Y cada vez hubo más tigres y cada vez más de Los Verdes consiguiendo espacios de tierras que le sacaron a los cultivos; tierras que los gobiernos para hacerse los magníficos les sacaban a unos y se las daban a los tigres; como si fuera poco, les daban la comida, entonces la única preocupación de los bichos era aparearse. Así empezó el hambre de la gente porque los tigres no son los únicos animales que sólo piensan en sexo y la especie humana se superpobló. Llegaron las guerras por lugar y comida, por eso ves todo destruido, por eso no hay más petróleo, no hay corriente eléctrica, sólo el fuego que prendemos con los restos de los edificios. –¿Y la madera de los bosques? –En los bosques tienen sus guaridas los tigres y aunque andan casi siempre de noche, si pasás cerca sonás. Es muy peligroso, son muchos. Sigo con el relato; fue un todos contra todos y los bombardeos rompieron edificios, entre ellos los zoos. Los tigres de Sumatra, con los ojos como brasas, se escaparon y emprendieron una escalada alimenticia contra los que los que casi los habían desaparecido, sin que les importe que también los hubieran salvado. Porque los humanos casi nos habíamos comido todo. Así es, nos cazan y cada vez son más. Persiguen a las mujeres porque son más tiernas; al principio, con otro cazador contratado para reventarlos, mi buen amigo keniata Azueba Matesi, pensamos que era por su descontrolada lujuria. Pero no, su apetito sexual desbordado es con los de 61


su propia especie. Te digo Momo, por experiencia: cuando un tigre de Sumatra te mira, no sabés qué quiere; de nada sirve hacerse el muerto. Y ahora, mirá cómo vivimos. Escondidos, solos pero es algo que ya sabíamos. Y te hago una pregunta Momo ¿qué cosa es la que más hay en el planeta? Porque hay edificios, hay aviones, montañas, bosques, pero hay algo que es común a todos los grupos de cosas y es lo que hay más: Las sombras; y las sombras son oscuridad y en ella nosotros no vemos pero el tigre de Sumatra sí. ¿Te das cuenta por qué no se puede andar de noche? Duro fue para los dirigentes porque no creyeron que los tigres se volverían en su contra. Y como se quedaron con dinero pensaban que iban a vivir mejor. Pero cuando aparece la comida y ellos van con todos los dólares, aparece un pibe con un rifle que vale dos con cincuenta y se lleva lo que hay. O se los cena un gato, al que la plata ni le interesa. Es la ley de la selva, y el tigre de mierda es el que está arriba de la cadena alimenticia gracias a Los Verdes y al ministro de Sumatra; la noche es su reino porque con esos ojos que brillan puede ver en la oscuridad. –Nunca le pregunté: ¿usted es inglés, Mr John? – preguntó Momo para cortar un poco el monólogo. –Soy nieto de ingleses. Como son muy de las tradiciones, mi abuelo le puso a mi padre John y solo le hablaba en inglés. Pero mi papá aprendió el español en la calle. Y mi viejo hizo lo mismo conmigo. Así es como los ingleses también andan por todos lados; siempre apostaron a los buenos modales pero ataban a la gente a la boca de un cañón y disparaban. –Pensé que Usted era inglés. –Sólo de nombre. Los ingleses, en el sudeste asiático, siempre tuvieron a los tigres bajo su mira, controlados; 62


fueron dominantes en el mundo viejo. Pero nadie quiere ser dominado por más educación que le traigan. Y si no, fijate en el tigre de Sumatra. En cuanto le abrieron una puerta, coparon todo. Nos contrataron a nosotros, los viejos cazadores para detenerlos pero ya era tarde. Mi colega chino Huan Xe Lin, un hombre de poca valía, me dijo que cuando al tigre le relampaguean los ojos, no hay bala que lo pare. Pero ¿sabés algo?, a larga se van a comer entre ellos. Momo se asomó a la pequeña ventana y observo la creciente oscuridad. La única luz provenía de una antorcha encendida como para dar consuelo. –Afuera está lleno de tigres, Smith –dijo el muchacho, pensando que John Smith no era Mister porque no era inglés y que lo que más había eran las sombras.

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Perseguido

U

n trabajo es un trabajo. Roberto pensaba que el suyo era casi una pérdida de tiempo. –Dejate de joder Roberto, vos de guardia de seguridad; un chorro te agarra y te mete el chumbo que llevás por el traste –dijo Alcides entre mate y mate. –Ah, que bien. Yo no ando de guapo por la vereda. Lo mío es un laburo. No tengo que impresionar yo; el que asusta es el bufo. –¡Claro! Pero tenés cara de nene y altura de nene. A vos se te agranda cualquier gil, con o sin revólver. Encima vas vestido tipo milico. –¿Por qué? Si vienen decididos a afanar, se la ponen al que sea, grande o chico. –Ya sé Roberto; lo que pasa es que está lleno de boludos fanáticos. –Bueno, pagame el sueldo vos y largo el laburo. Hay veces que no llegás a entender el verdadero tamaño de tu pelotudez. Roberto, cansado de la conversación repetida que le proponía Alcides, se levantó y fue a ensillar el mate. Alcides, toda la adolescencia verdugueando a todos. La cebadura continuó y la charla dio un giro hacia el fútbol y las minas. 64


Alcides, miró hacia todos los costados, se acercó a Roberto hasta quedar casi pegado. –Me siguen. A dónde voy, me siguen. Te juro que buscan a otro, que se confunden. Roberto le cambió de tema para que no sufra. Pero el pasado es el pasado, no se puede borrar. –¿Te acordás lo bien que andaba de wing en la secundaria? La escolaseaba ¿no? –Y, eras un petiso habilidoso; no te podían agarrar. Bastante cabrero. Jugábamos los sábados a la tarde. Y a la noche, asalto. –¡Qué fiestas! Lo buenas que estaban las chicas. Diana estaba bárbara. –Sííí, y no quería bailar con vos porque tu cara le quedaba entre las tetas. –Era la más alta, carajo –protestó Roberto– y yo, que era medio bajo. Roberto aún cuando creció, fue siempre a la sección niños de cualquier tienda. Las cargadas por su altura, verbales o físicas, lo convirtieron en un cascarrabias. Con el paso del tiempo, se distanció de casi todos; se volvió taciturno. Terminó la secundaria y no siguió estudiando. Se decidió por trabajar y lo hizo en el negocio de su padrino que era una despensa. Conforme pasaron los años, no creció de estatura ni un centímetro, hecho que contribuyó a asentar el carácter hosco que se apoderó de él. Un día, mientras atendía a una cliente en el mostrador, una vecina le preguntó por su jefe. –Joven ¿no está Don Gerardo? –Un momentito señora, por favor. A la tercera vez que la mujer le hizo la misma pregunta, 65


acercó la cara hasta casi quedar pegada con la de ella, y rojo de rabia le dijo “Don Gerardo se fue a cagar a Londres”. El patrón, un hombre serio, lo quería mucho. Al advertir que Roberto tenía esos arranques le dijo que era preciso que se controlara, o estallara en otro lado. Para ayudarlo, colocó un biombo viejo en la esquina más alejada del negocio, bastante oscura y con poca mercadería. Le explicó en qué consistía el asunto. –Robertito, cuando alguno te saca de las casillas, te venís atrás del bastidor, puteás en voz baja y le hacés los gestos que quieras; total no te ven y te sacás las ganas de mandarlos a la mierda. Que lo llamen Robertito lo sacaba de quicio, así que no sólo se iba tras la mampara cuando los clientes lo enfurecían, si no que también lo hacía cuando lo llamaba su padrino. Se paraba con las piernas abiertas y con las dos manos se agarraba las bolas y las sacudía como loco. Un día, se cayó la pantalla cuando gesticulaba como un poseído; quedó a la vista de los presentes y de su padrino que acababa de llamarlo. Don Gerardo se enojó y lo echó. Roberto le dijo que se metiera el almacén en el culo aunque estaba agradecido por el trabajo que le dio durante tantos años. Cuando se fue, el comerciante se metió atrás del biombo. Desde esa época, los trabajos le duraban poco. Increíblemente, Alcides, el tipo que más lo había cargado a él y a todos, era el único que lo soportaba. Pero lo seguía hueveando como siempre. –Por eso los petisos andan siempre alzados. Tienen los ojos a la altura de las tetas. Naturalmente, al mirar hacia adelante ven tetas. No hay manera que no anden calientes. Dentro del cuartito del guardia nocturno no había mucho espacio. Mesita, silla, anafe y algunos estantes. 66


–¿Para qué carajo venís? ¿Vas a seguir siempre con las mismas boludeces? Hablá de otra cosa o andá a tomar mate a otro lado. Alcides lo abrazó, como queriendo confirmar que era Roberto, ese calentón sincero. –Tranqui Rober, sabés que te quiero ¿Vos te creeés que es tan fácil hablar con otros? Y si no fuese por tus arranques visitarte sería un embole, como estar con un muerto. Sólo parecés vivo cuando te calentás. Eso sí, sos como el agua: transparente. –Y claro, nabo. Vos vivís porque estoy yo. El agua está muerta pero todo vive por ella, sostiene. Por eso no hay que desperdiciarla. Roberto, en general pasaba el horario del trabajo dentro de la garita. Tiempo atrás, en la firma que ahora custodiaba, empezó como repositor de mercaderías y en el primer día de laburo, su supervisor lo observó despacio desde la cabeza a los pies y con una breve sonrisa lo mandó a completar estantes muy altos. No llegaba ni con escalera. Trató pero se le cayeron los productos y lo llamaron al orden. Roberto se fue al pañol de limpieza. Ni bien pasó la puerta abrió las piernas y empezó a sacudirse como loco y a putear en voz baja. Olvidó los sistemas de vigilancia, las cámaras. La empresa lo echó. Sin embargo cuando se ofreció para guardia en una agencia de servicios de seguridad y el dio la empresa como referencia, a pesar de haber estado sólo un día, el ex jefe no dudó en dar buenos informes de él, dejando en claro que era propenso a ataques de ira inofensivos y que su brutal honestidad quedaba fuera de cualquier duda. Consiguió el empleo. Las vueltas de la vida hicieron que le tocara trabajar en el lugar del que fue despedido 67


por última vez. Cubría el turno de la noche que terminaba antes de que entren los empleados. –Menos mal que no tengo que ver al boludo que me hizo echar. –¿El boludo que te hizo echar? No sé si existe alguien más infeliz que uno mismo, cuando uno quiere. Vos podés ser tranquilamente. Roberto se lo quedó mirando; no supo bien si putearlo o no darle bola. –¿Cuándo la vas a cortar, Alcides? –¿A cortar? ¿Cortar qué? ¡Guarda la pava en el fuego! Mucha llama. Vos, Roberto, sos medio como el fuego. Si no te cuidan te pasás de rosca. Y si no te encienden, no existís. –Puede ser; pero sin mí, vos sos un tipo frío, no te podés mover. Yo logro que la gente arranque, forro. Y sí, soy como el fuego, me caliento y caliento a los nabos como vos. Alcides trabajaba de taxista, de día y también algo de noche. Antes de irse a dormir, pasaba a tomar unos mates con Roberto, a charlar un rato. El petiso siempre le contaba novedades graciosas de la empresa. Jamás le preguntaba por ninguna mujer, salida o vida social. –No te imaginás. El gobierno puso un curso de capacitación, obligatorio para todos los empleados de la firma. El asunto labura sobre la imaginación del personal, así aumentan la creatividad. Lo hacen con una técnica que inventó un preso en otro país, un hindú me parece. Pidieron permiso a la agencia para que yo lo haga también. Están en repedo. Igual me dieron un folleto; mirá, es éste. El librito se titulaba “La única prisión es la mente”. 68


–¿Ves? Acá dice que los objetos cotidianos, están en nuestro cerebro como tales porque así aprendimos a verlos y llamarlos. Después dice que ya de grandes, nos maravilla descubrir que un objeto o una idea sirven para algo que no nos imaginamos en la puta vida. ¿Viste el boludo que barre? Me dijo que él está seguro que cuando labura juega al hockey. –¡Andá...! –¿Qué? ¿No me creés? –levantó la voz Roberto empezando a ponerse colorado. –Pará, tranquilo. Lo que pasa es que parece una joda del tipo. –¡Qué va a ser joda! Ayer cuando llegué, dos administrativas caminaban chochas y decían que estaban paseando por el centro. De compras, decían las muy forras. Y peor el gerente de marketing que iba de la mano del encargado de compras y decía que el otro era la proyección de su esposa ¿Te das cuenta? –¿Y vos qué hiciste? –Los llamé al orden, al decoro. Y me contestaron que yo estaba muy encasillado en mi cuerpo. Te juro que creí que para variar, me estaban cargando; como tengo los pies sobre la tierra, aunque casi no podía hablar de la calentura y los quería mandar al recontracarajo y a la reputísima madre que los recontraparió, les dije que para mí eso era ser puto. –Boludo, te van a armar quilombo. –No; quieren que sí o sí haga el curso mental ese. Pero yo tengo los pies sobre la tierra. –Vos no tenés los pies sobre la tierra. Vos sos como la tierra: te pisan porque ni ven que estás ahí. Se te ríen. Sos cotidiano aunque hagas setecientos cursos de esos. –Y vos sos flor de cagada. Nadie se ríe cuando en un exámen de matemática le ponen equis igual a la raíz 69


cuadrada de be a la quinta. Porque hay que demostrarlo. En cambio yo digo una cosa al principio de una charla y todos se cagan de risa; pero al final, una hora después, terminan diciendo lo que dije. Ninguno te pide disculpas, no se acuerdan de que se cagaron de risa. Dónde sorete vas a estar si no hubiera tierra, si yo no fuera como la tierra. Días después, Roberto fue llamado por el dueño de la empresa de vigilancia. Le informó que era preciso que hiciera el curso de creatividad; y no sólo para dejar conforme a la empresa que cuidaban: él aprendería a tener un mejor manejo de las situaciones, sobre todo en las que era maltratado. No había discusión ni alternativa posible. –¿Dónde dan el curso, jefe? –El curso se dicta en la biblioteca de la Cámara de Empresas, de martes a jueves de ocho a nueve treinta, por la mañana. –Jefe, yo laburo de noche. Voy a tener que ir sin apoliyar. –Son tres días. Vaya Roberto y aprenda. En la garita. –Pero ¿te das cuenta? Me lo hacen a propósito. Yo debo tener una cara de boludo terrible. –Bueno, calmate –dijo Alcides–; seguro que lo hacen porque quieren que vos los cuides y no otro. Vos podés durar muchos años en este puesto. –¿Qué decís? ¿Qué no sirvo para otra cosa? Pero que no se fíen de mi cara esos mierda. Roberto fue al curso, el que compartió con otras tres personas: El jefe actual, el que lo echó del anterior trabajo, y Alcides. –Señores: lo primero que tienen que hacer es lograr 70


abstraerse de los objetos que los rodean. Tienen que sentir que no hay nada, que sólo están ustedes. A medida que lo logren, iremos agregando cosas hasta llegar a integrar la realidad con la imaginación. Es muy difícil engañar al pasado, hay que practicar mucho, esforzarse y darse cuenta que la única oportunidad está en el presente. Ya en la calle, se saludaron todos y siguieron sus respectivos caminos, aunque todos iban para el mismo lado: Avenida Juan B. Justo al fondo, pasando el Gaucho. A la empresa donde trabajaba Roberto. Éste se fue en colectivo, Alcides en su taxi pues vivía para ese lado, el jefe actual en camioneta 4x4 y el jefe anterior en un auto monovolumen, ya que debía marcar el horario de entrada. En el Bondi, Roberto volvió a pensar en Diana. Había pasado mucho tiempo desde la época de los asaltos. Ahora, se habían cruzado por la calle reconociéndose en el acto. Ella seguía más alta que él, un poco más rellena. Su pecho era espectacular. Luego de despedirse, él la siguió hasta una casa que parecía ser su vivienda. Comenzó a pasar seguido hasta que corroboró el dato: Diana vivía ahí. Y le seguía gustando aunque ella lo llamara Robertito. En la garita, esa madrugada el mate y la charla no se anduvieron con chiquitas. –Voy a hablar con mi jefe. Los de esta empresa hacen el curso en horario de laburo así no le pagan extra. A mí, no me pagan extra. Me dicen que es capacitación no sólo para el laburo sino para la vida. Qué putos ¿no? –Es que vos parecés invisible, sos como si fueses aire. Existís pero no existís. –Soy como el aire, me necesitan y no me dan bola, los muy hijos de puta –dijo en voz baja por la rabia y buscando alguna mampara, cortina, algo donde poder gesticular, 71


insultar, explotar. –Rober, cambiando de tema: viste que a mi me siguen ¿no? –No empieces. –Roberto, cada vez es peor. No lo tomes a mal pero mi vida está en riesgo ¿Vos no me prestarías un chumbo? –Pero para qué querés un arma; además, yo al arma, la mujer y la guitarra no los presto. Disculpame pero no. –No sé que voy a hacer. Me compré el taxi para ir de un lado a otro y perderlos, pero me encuentran. Y ellos saben que yo sé que están ¿Viste las antenas que tienen algunos autos? ¿Y de qué mujer y qué guitarra me hablás? Si pienso en ella es peor. La garita. –Señor, ¿a quién busca? –preguntó Roberto a un hombre de barba pelirroja y espesa melena también colorada. Al mirarlo mejor, reconoció a la persona encubierta. –Alcides… –¡Shhh! No digas mi nombre boludo… –Alcides ¿Qué hacés a esta hora y a pata? Alcides, me trasladaron. Me voy a laburar a un shopping en otra ciudad. Alcides quedó paralizado. Roberto no tenía idea lo que costaba hablar con personas nuevas, o de antes, esos que lo habían perdonado para sacarse de encima esos recuerdos. No se podía confiar en nadie. Por todos lados, a cada instante, trataban de atraparlo. Lo más terrible es que él los conocía a todos y de algunos prefería no acordarse. Roberto estaba podrido de las arbitrariedades cotidianas. De yapa, el jefe que lo echó de la empresa que ahora cuidaba tomó la costumbre de llegar más temprano y de improviso. –¡Roberto! ¡No se distraiga! Voy a tener que hablar con el dueño de la empresa que lo emplea para que lo echen. 72


Ayer hice echar a tres, hoy y mañana no sé. –¡Roberto! ¿En qué anda? Tengo quejas; lo voy a tener que echar. No puedo perder a semejante cliente. Aunque lo tengo que indemnizar doble y ni hablar el tiempo que me va a llevar reemplazarlo ¡Justo que voy a cambiar la 4x4! ¡Mejor lo cambio de lugar! El sueldo será el mismo pero con la antigüedad arranca de cero. –¡Roberto! No me hables de ella. Se fue andando, recién eran las 7.30 Hs. y empezaba el día pero él se iba a dormir, con el culo lleno de preguntas. –¡No seas cagón Roberto! ¡No te escondas! Yo me escondo; a mí me siguen, siempre están ahí. No te vayas, vas a ser igual en cualquier lado. Roberto, por favor, me van a encontrar; a la larga me van a encontrar. Y Roberto sólo tenía interrogantes ¿Qué hubiera sido si tal cosa, hecho aquello, pensado eso, si me hubiera casado, si fuese más alto y canchero? Mejor me quedo a pelear mi batalla; además, acá vive Diana, un posible amor. Alcides se alejó; iba vestido de bombero. Él siempre supo que tarde o temprano lo iban a capturar sus recuerdos, que no se puede escapar de ellos cuando pertenecen a cosas malas que se hicieron con los semejantes. Roberto camina tranquilo hacia su nuevo trabajo, todos días; va saludando gente que conoció en el trayecto que pasa por lo de Diana. 73


Alcides no tiene nada. Ni siquiera buenos recuerdos cuando mira a los chicos en el patio del colegio. La vereda es larga, con baldosas sueltas, cuando vas de prisa a ningĂşn lado.

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La tinta y la magia El tiempo es resultado del movimiento.

E

se día para el olvido al fin llegó. Vestido de colores oscuros, sobre todo el azul, Pablo recorrió la vieja casa, quieta hace mucho tiempo, despacio. El andar lento le permitió recordar mil vivencias de la niñez en esas salas, en la escalera, el altillo; ya había pasado por el jardín donde el viejo limonero parecía decirle resignado, un adiós cansado de ausencias. El jazmín con su dulce aroma impregnaba de nostalgia el pesado momento; la higuera y las calas, con sus adjudicadas historias solemnes, eran el testimonio de aquella despedida. No tardó demasiado en la recorrida por el caminito de piedra del pequeño parque. Lo más impactante, es que una vez dentro de la casa, se dispuso a entrar en el cuarto de arriba; éste siempre había sido el depósito de misterios de aquél anciano que dedicó parte de su vida a no tirar nada y a acumular cosas, bienes que el veterano abuelo suponía que iban a tener mucho valor. Luego de revisar quedó claro que el viejo había acertado en muchas cosas pero erró en su tiempo de vida. Todo quedó para sus descendientes, todo ese esmero y esfuerzo por guardar. A veces, lo que se guarda parece ser parte de uno, pero tal vez sea para los que vienen detrás. Las cosas quietas, sin vida propia, son 75


para los que vienen atrás. La escalera llena de polvo. Las cosas hay que pasarlas, no se puede quedar frente a ellas, hay que atravesarlas. La escalera llena de polvo. Al subir tomó del bolsillo el gran manojo de llaves que otrora viera en manos del anciano. Frente a la puerta de cedro profundo, le pareció que en la placa del centro, Prósper le preguntaba: –¿Estás listo para pasar? Nadie está listo cien por ciento. El abuelo Prósper. Para algunos que la iban de finos era Prósper. Para los demás siempre fue Próspero, un nombre distinto y de bonanza. A lo sumo Prospér. Pablo miró su reloj y mientras hacía una cuenta comenzó a probar las llaves hasta que una con forma de corazón en la empuñadura giró, terca, gracias al impulso de su mano nerviosa. Al terminar las vueltas, bajó el tallado picaporte y empujó con el hombro y sus kilos, entonces la pesada puerta que parecía pegada por el tiempo cedió a una oscuridad desconocida, impregnada de tierra pulcra, como un aviso del ayer. Tanteó por la pared fría, al costado del marco de la abertura, hasta encontrar la tecla que encendió una luz mortecina; todo estaba lleno de polvo que hacía de cuna del pasado. Vio que la habitación estaba llena de estanterías amuradas, con objetos conocidos y otros que eran preguntas. Abrió la ventana que daba al jardín; de arriba, se veía el cantero del centro con el pasto crecido y una armada de nomeolvides navegando ese verde. –¡Qué suerte que nadie se los lleva! dijo una vez Prospér. Cuando arrancás una flor se la estás sacando a alguien y lo peor es que esa persona jamás sabrá que perdió la oportunidad de verla, olerla. Como sea, habrá un tiempo que no existió. En los estantes, merced del orden, le pareció encontrar al viejo, con sus anteojos antiguos haciendo el inventario 76


de esas cosas redondas, faros de autos de otra época, paragolpes, cajas de tornillos de extrañas medidas, trapos de ropas que conocieron el sol. Mucha mecánica, mucho ayer. Le llamó la atención unos paquetes cuadrados, unidos con hilo sisal; en cuanto los movió constató que eran atados de lijas enteladas de grueso esmeril. El polvo hacía de las suyas y al asentarse, detrás de los paquetes quedó a la vista un botellón que por supuesto, estaba cubierto de tierra fina. Será aceite, algún lubricante para el óxido, pensó Pablo. Luego de sacudir un trapo que consiguió del medio de la pila de éstos, lo pasó por el cuadrado y alto frasco; quedó claro su contenido: tinta, Tinta Pelikán de vaya a saber cuándo pues todas la etiquetas se hallaban escritas con letra gótica. Alguien había utilizado muy poco de su contenido. No para el óxido; en todo caso, la tinta es un remedio para hacerle frente al olvido; Pablo miró el reloj; iba a tener que hacer algo con sus relojes ya que todos marcaban distinta hora y aunque él estaba acostumbrado a recalcular los horarios, la hora del primer golpe de vista, era la que se reflejaba en las emociones. Una de las particularidades de encontrarse con el pasado es que el tiempo presente vuela, transcurre veloz como si quisiera escapar del ayer y no ser descubierto. Ya era hora de irse y no había hecho otra cosa que mirar; decidió volver mañana pero antes de salir, en forma inconciente agarró el frasco de tinta. Tinta Pelikán y abajo Günther Wagner y más abajo Fluye azul, se vuelve negra. Al llegar a su departamento lo primero que vio fue el reloj de pared que marcaba las 13.30, tarde pensó, pero rápido recordó que adelantaba media hora de modo que era buena hora para hacer la comida y almorzar. Dejó todas las llaves en un mueblecito y apoyó el frasco de tinta sobre 77


la mesa llena con cosas de una vida desordenada. Su reloj pulsera mostraba las 13.02 pero él sabía que adelantaba 2 minutos. Calentó en el microondas unos fideos de la cena anterior y juró poner en hora el reloj del horno eléctrico que atrasaba 15 minutos. Mientras comía, se puso a leer un viejo libro llamado La Lengua de Cristóbal Colón, de Ramón Menéndez Pidal, un aburrido estudio de estilos de habla en español antiguo. Resultó que aquellos religiosos, monjas y escritores, además de Colón mismo, escribían con tinta y pluma. Y elegían un idioma para hablar y otro para escribir. Se levantó de la silla sin saber por qué y fue hasta una cajonera donde siempre guardó cosas viejas; revisó hasta que encontró una antigua pluma de escribir colocada en un imponente portaplumas de madera pintado de verde y volvió a la mesa para terminar de comer los fideos. Lo había asaltado la curiosidad de escribir con la tinta vieja, si es que aún servía para algo. Voy a anotar las cosas que tengo que comprar en la despensa. Sin embargo, recordó que cuando era chico y sus primos hacían los deberes con pluma cucharita, siempre tenían a mano un papel secante. Servilleta de papel. La etiqueta del reverso del frasco recomendaba no usar tinteros metálicos. Vertió un poco de tinta en la tapa a rosca del botellón. De inmediato el ambiente se llenó de un aroma penetrante que le produjo una sensación de bienestar; pensó que se debía a los recuerdos asociados a ese olor de la infancia. Trazó unas rayas en un pedazo de papel garabateado para sacar los excedentes de tinta y lo primero que anotó fue queso, luego yerba, galletitas, carne para milanesas, pan rallado, huevos y ajo. Escribió con cuidado de no verter mucha tinta, que fluyó azul y luego se puso negra. 78


Cuando miró la hora su corazón dio un brinco porque el reloj de la pared señalaba las 16 y antes de esa hora quedó en pasar a buscar a Araceli, tal vez su amor: angustia. En seguida pensó que ese reloj adelantaba media hora, aunque igual el susto ya se lo había dado; tenía que dejar la lista de las compras en el almacén y a su regreso el “pedido” estaría listo. Recordó algo: mojando una vez más la pluma anotó con letra imponente: frutas; se vendían en el local a continuación del almacén. Recogió a Araceli, la llevó a la de una amiga y llegó a tiempo a trabajar porque a pesar de que su reloj marcaba las 16.02 hizo la cuenta como un rayo y supo que eran las 16. La hora adquirió sentido, aunque más no sea, como una simple guía. Al regresar para su casa se dijo que menos mal que hoy no hacemos nada con Ara, estoy cansado y quiero estar solo. Siempre estamos empezando porque tengo que conquistarla día a día. Ya estaba subiendo a su casa cuando se acordó de las compras; fue para al almacén y le llamó la atención con la prolijidad y esmero que le prepararon todo. Pagó, saludó y se fue. En su departamento desembaló el paquete hecho con una caja de vino y tardó en salir de su asombro al ver la calidad de todas las cosas que le eligieron. Ninguna fruta estaba magullada, ni verdosa ni demasiado madura, la carne para las milanesas sin nervios ni grasas, el ajo, el pan rallado, el queso, todo hermoso. Magia. En la casa aún persistía el olor de la tinta, como si hablaran los recuerdos. Mejor que un sahumerio. Preparó las milanesas, se hizo una rica cena y tomó un vinito corto antes de ir para la habitación. Mientras se cambiaba miró el radio despertador que atrasaba 22 minutos y casi pensó que era temprano hasta que su cerebro sacó la cuenta. En definitiva, nunca sabía bien la hora y esto, a Araceli le embolaba. Se tiró en la cama 79


y se puso a pensar en que las cosas con Araceli no andaban muy bien; en ese libro de Colón, un fulano le escribía a su mentor lo que no lograba explicarle con las palabras. Casi como Colón, que hablaba un idioma y escribía en otro ¿Serán hablar y escribir idiomas diferentes? Era una buena idea y ni hablar si la carta la escribía con la pluma y la tinta; no era necesario un papel perfumado porque el aroma del fluído era delicioso y pacificador. Araceli mi amor

No siempre sé decirte lo que siento; no creas mucho en mis silencios largos. Soy para vos pero no del todo tuyo ¿Podrás amarme así mañana? ¿Cómo prentendés que te entienda si te amo tanto? ¿Tanto importa la hora? ... Pablo. Una carta ni fu ni fa. La envió por correo. Araceli le dijo que cuando la leyó se quedó muy tranquila y que no estaba segura de amarlo y que tal vez era mejor estar un tiempo separados. La carta era muy tranquilizadora dijo Araceli. Él jamás entendió eso de separarse un tiempo; las cosas había que resolverlas juntos. Poner distancia era justamente eso: poner distancia, un ensayo del adios definitivo. O un volver a empezar desde un final anterior más complicado. No es necesario estar separados para no estar juntos. En resumidas cuentas, no le gustó la derivación de los sucesos ocasionados por la carta. Pero los días tienen el afán de seguir inexorables y Pablo volvió a la vieja casa del abuelo, repleta de silencios a los que agregó los suyos. Curiosa comparación era pensar que la casa estaba en silencio por estar sola y el andaba de la misma manera; pero lo que para el edificio era estar solo para las personas es soledad. La soledad es exclusiva de los seres vivos, decía Prospér. 80


Continuó inventariando a ojo las cosas viejas, acumuladas con esmero a través de décadas severas, en forma de antigüedades. Las había por todos los rincones, sin embargo el lugar más precioso era el cuarto de arriba, lleno de valiosos recuerdos y mercaderías, aunque lo mejor de todo fue el hallazgo de la tinta. Se sobresaltó al mirar la hora, pues a pesar de que el reloj adelantaba 2 minutos, una vez más el pasado lo había atrapado y era tarde. En la distribuidora, su lugar de trabajo, una de sus compañeras era morocha, alta, un poco gordita, muy sexy y sus ojos claros eran como dos puñales. Papel, pluma y tinta: ¿Sabés Rita? Dicen que los ojos son las ventanas del alma pero no me animo a ver a través de ellos. Es que uno se acostumbra a todo, y a veces, lo cotidiano deja de ser costumbre y se transforma en amor. Pienso en un puente: sé lo que hay de mi lado y ¿qué espera del otro si me atrevo a cruzarlo? Al día siguiente, encontró un papel escrito con una sola palabra: cruzalo. Ese fue el comienzo de una serie de hechos favorables, sobre todo en los que intervinieron mujeres. Pablo supuso que aquella tinta antigua poseía un extraño poder; no los papeles, no la pluma. Cuando le gustaba una chica, como no se atrevía mucho a hablarle, le hablaba en una carta. Dos idiomas diferentes. Hasta se atrevió a enviar una carta de dos palabras: Entréguese Mirta. Los resultados eran increíbles. Fueron exitosas las veces que escribió notas para que sus amigos les enviaran a otras mujeres que él no conocía. Como si fuera Cupido pero por escrito. Pablo, tus cartas son divinas, le dijo Alfredo, uno de sus viejos amigos. Pero ni todo el perfume de la tinta logró que escribiera una carta que conmoviera a Araceli, porque con Araceli había que hablar. Como no había correspondencia y recién llego de 81


caminar, o sea, tengo una expansión en el pecho que no sé para dónde ir, entonces voy para donde más me gusta, que es pensar en vos. Y como ya estuve pensando en vos mientras caminaba, ahora te escribo esta carta y te digo que es un día muy maravilloso. No sientas pena por cosas pasadas porque hay que pasarlas igual y dejan algo bueno, siempre. No puedo dejar de necesitar darte un beso; por ahora te lo mando así, Tal vez, luego pueda dártelo sin más explicaciones. Pablo. Las cartas no tenían efecto sobre ella y eso era algo desconcertante. La tinta salía del tintero pero el asunto quedaba adentro si no se escribía con franqueza. La última vez que trató de contactarse con ella fue cuando miró el reloj de pared y la llamó pero no la encontró. Antes la buscó en su trabajo, una tarde onírica en la que tirado en su cama sintió la necesidad de verla. Miró el reloj del radio despertador y pensó la voy a buscar al trabajo. Al llegar, ella se había retirado. Y las cartas, suena el teléfono, no atendés, ¿no querés? Voy a volver a llamarte, dijo la tinta que fluye azul y se vuelve negra. Otra carta: la verdad que no saqué la cuenta del horario, por eso llegué tarde. Nada quedaría en el tintero. Todas las cartas vinieron de vuelta. Pero le llamó la atención que los sobres estaban vueltos a pegar. Fueron leídas; en ellas la tinta estaba corrida, formando figuras extrañas en las que Pablo vió reflejado su amor. Como aquella vez que caminaban entre miradas de cariño y un viejo que los observaba les sonrió: la sonrisa del anciano era sólo el espejo de ese momento de amor, de un tiempo que comenzaba a correr hasta la próxima sonrisa o lo que sea. Pablo no ganaba demasiado con su trabajo. Y los gastos eran muchos. Ni hablar salir a cenar, al cine, ir de joda. Abrió el frasco de tinta y maldijo por escrito no haber estudiado en vez de ir a trabajar. La letra no fue buena, 82


como si lo que no se dijo a tiempo no se escribía. En un arrebato de inspiración, hizo estampar las imágenes borrosas de las cartas a Araceli, en remeras, platos, vasos y más cosas, a las que agregó bonitas leyendas. Resultó que un furor se apoderó de la gente por adquirir las remeras y demás cosas. Pablo entendió que el éxito de éstas no era otra cosa que el poder de la tinta y su necesidad de revelarse como una creación del bien, como un reflejo de pasión que todos pudieran ver. Una mañana tuvo ganas de cambiar de trabajo; se levantó con tiempo ya que el reloj de la mesa de luz lo despertó 12 minutos antes de la hora que mostraba. Compró el diario y en los clasificados encontró un aviso en el que solicitaban un periodista y que inútil presentarse sin antecedentes en el rubro. Había que solicitar por escrito el puesto, aclarando las condiciones personales. Siempre quiso ser periodista. Redactó la carta con su tinta y le dieron el trabajo en el cual se hizo conocido por la belleza de sus notas. Para Pablo ya no cabía ninguna duda: la tinta era mágica. Además, el frasco no daba señales de su uso. Por más que escribía, el nivel del líquido no parecía cambiar. No era cierto; el frasco se vaciaba pero sus paredes laterales quedaban coloreadas por la tinta. Él iba ahora por la vida sin dejar cosas en el tintero. Las cosas marchaban; lo único atragantado era Araceli hasta que decidió olvidarla. Hay cosas que si no se dicen a tiempo, quedan atragantadas como espinas. O dejan un tizne que no se tiene en cuenta pero está. Como si el olvido dependiese de la voluntad de uno, incrementó las salidas con mujeres, cartas mediante, y desarrolló actividades que nunca se imaginó; pensó en matar su amor. Entre tanto, merced a las cartas, fue arreglando asuntos 83


pendientes pues cada vez que abría el frasco de tinta, recordaba algo para solucionar, bueno o malo. Pero jamás puso en hora sus relojes ni los cambió por nuevos. Los éxitos de unos desentierran las envidias de otros, le había dicho un supervisor. Algunos conocidos sentían celos de que Pablo fuera tan “ganador” con las chicas y tan triunfador en el trabajo. Comenzaron por calumniarlo con cualquier cosa y por último, inventaron una historia que lo relacionaba con escrituras que se cumplieron inexorablemente. Por hechizos de esa tinta mágica. Cuando abrió el tintero sintió que era necesario hablar con sus compañeros pero no lo hizo. Lo dejó adentro. Pablo abandonó el trabajo periodístico amargado al ver que sus compañeros creyeron las mentiras sobre él; simplemente lo juzgaron sin preguntarle siquiera si algo de eso era verdad. Por cierto, ellos eran los autores de las mentiras. Se dedicó a pintar casas pero perdió el hábito de compensar los horarios que le daban sus relojes. Llegaba antes o tarde al trabajo, a sus citas, al club, a todos lados. Se autoconvenció de que la hora es una excusa de la sociedad que le da la razón al día y la noche, a sus 24 horas y su orden: cuando dormir, cuando comer, trabajar, amar, soñar, cuando relacionarse. Así, creía que estaba amaneciendo y desayunaba cuando en realidad se hacía de noche. Iba al banco a las seis de la tarde y a los partidos de básquet por la mañana. Movimientos que daban sentido al fuera de horario. Volvía a empezar de cualquier punto de partida sin respetar el final en cada cosa. Para colmo de males, no podía encontrar el frasco de tinta. Una madrugada que llegó bastante borracho lo escondió al creer que alguno mientras él soñaba, intentaría despojarlo. 84


Luego, sin la tinta, no se atrevió a mandar cartas, a pesar de lo que le gustaba hacerlo, por temor a no estar a la altura de las que escribió con la Pelikán y la pluma. Una noche, sin poder dormir, sacó de un cajón un viejo cuaderno garabateado y volvió a escribir. Al día siguiente, me llamó y me contó que iba a hacer un viaje. Ya pasaron 3 años desde que viajó Pablo y no supimos más nada de él. El fulano que se quedó a cargo de las remeras y otros artículos que inventó, no sabe nada de él ni le interesa. Además de no ocurrírsele nada nuevo, vive mirando para atrás sosteniendo que lo de Pablo era sólo por la tinta mágica. Y que el frasco le daba ánimo para no guardarse nada. También fui por la administración del edificio y la encargada no supo darme noticias. Me contó que él dejó una suma importante para pagar las expensas pero no alcanzó ya que también llegaron las tasas e impuestos. Su departamento tenía aviso de remate. Para ella, Pablo enloqueció. No olvido que Pablo me dijo que hay que hacer lo que te gusta porque en eso está la magia, la única magia; no hace falta ninguna varita ni conjuro; sólo desear. El tiempo no importa cuando estás en movimiento. Los tinteros hay que vaciarlos. Otra cosa que me llama la atención es Araceli; desapareció antes de irse él. Se borró, no supe más de ella. Creo que nunca pudieron empezar de vuelta ese día a día, esa conquista permanente y necesaria para estar enamorados. Guardaron cosas que no se dijeron a tiempo. En el departamento de Pablo hay cajas. De Catamarca va a venir un tío y se va a llevar todo. Hay una cubierta de polvo fino sobre las cosas, como si el pasado descansara 85


allí y esperara por alguien, algún movimiento que lo haga vivir, que justifique el paso del tiempo. La luz está cortada; desde la ventana, se ve un pequeño cantero, lleno de pasto y flores. Sobre la mesa descansa otra carta: levanto la vista sobre el sonido del bar lleno de gente, encima de todo, y ahí estás; tu pelo negro, ojos hacia allá donde alguien lee, donde reclaman tu mirada azul. No quiero recordar tu nombre pero te recuerdo hermosa, inalcanzable, tal vez ahora mucho más bella ¿menos lejana? No quiero hablar con vos, no quiero esos ojos en mí. Dejo tu misterio a la vida e imagino entonces caminar y que vos, sin mirarme, vengas a la par con esos ojos, sin que yo pregunte, ni que vos te vayas. Los frascos de tinta y los tinteros, deben quedar vacíos. Cuando venía caminando por el barrio para acá, por primera vez vi que los jardines están llenos de nomeolvides, con el aroma del sol, del asombro.

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Estudios gratuitos

E

n la remota República de Adlistia, rara vez un pobre va a la escuela pública. Sólo los ricos, ya que para inscribir un alumno en esos establecimientos, es preciso formarse en una fila. En ésta, el interesado tarda seis meses en llegar a la secretaría del colegio. Así, todo aquel que aspira a un lugar en ese sitio, tiene que contratar a unos individuos especialistas en “colas”, conocidos como coleros. Estos saben cómo ir preparados para dicho menester, soportando esperas interminables, impiadosas lluvias, calores soporíferos y todo tipo de intemperies. Afrontar la fila significa estar las veinticuatro horas. Son necesarios tres coleros en turnos de ocho horas. Tres sueldos más las cargas sociales adquiridas por la implacable conquista del sindicato afín. Para un pobre, acaso es más barato enviar a sus hijos a una entidad privada, aunque en éstas, la visión de la enseñanza parte de otra premisa. De cualquier forma, es casi imposible para los que viven con lo justo. La política gubernamental del país tampoco hace demasiado hincapié en dicha cuestión dejando que todos se arreglen como puedan. Muchos, en ese extraño afán de sobrevivir, comenzaron a perpetrar delitos. Las cárceles se vieron pobladas con 87


gente al divino botón. Las crónicas indican que el sabio naturalista Efran Llansen soportaba la pena a cadena perpetua por no evitar la extinción de un ave. Este hombre mayor, aburrido tras las rejas, comenzó a enseñar escritura a los prisioneros que no sabían hacerlo. Al advertir el éxito de esa gestión, el superintendente de la cárcel decidió ir por más, creando una escuela y facultad de derecho en la prisión, menos jardín de infantes que no se consideraba necesario por ser ofensivo para los presos pues ninguno afanaba a la edad de salita de dos. Pronto, otras prisiones imitaron su ejemplo. Medicina, arquitectura, piloto comercial, panadero, ingeniería, guitarrista, ciencias políticas, prosperaron en las penitenciarías. Esta situación trajo la oportunidad más increíble para los menesterosos, ya que con sólo cometer un delito, se abría ante ellos la oportunidad de estudiar gratis. Para esto había que cometer una fechoría que podía ser con condena por todo el largo de la carrera elegida, o bien de nueve meses de castigo para poder aprovechar el verano. Sólo había que tener cuidado con las reincidencias. Al egresar y haber purgado el justo correctivo, la sociedad los incluía en sus filas. Por el contrario, lo que habían tenido la chance de estudiar en libertad, al cometer un latrocinio, iban irremediablemente en cana y no salían más. Los presos que estudiaban derecho crearon un manual que se repartía en las facultades carcelarias. Desde él se especificaba la macana que se debía mandar un individuo para estar tanto o cuanto tiempo en prisión. En definitiva, para tal carrera, tal delito. –¿Qué vas a estudiar, Tiltors? –Letras. –¡Ajá! Entonces hacete el loco adentro del banco Plater, 88


sucursal Scuier, que está en la jurisdicción que corresponde a la Cárcel del lugar. Esa facultad es la mejor a la que podés ir. Pero Tiltors, son seis años… Tiltors era pobre pero quería progresar. Aunque su dignidad se hería con la idea de un delito y pasar seis años preso, tenía que estudiar y prepararse si es que pensaba enfrentar el futuro con éxito. Su amigo Indalever Bujeson, se había recibido de asistente social en el correccional Fulsden, años atrás. Con el tiempo, conoció qué se estudiaba en cada centro de detención ya que para los cursos de postgrado tenía que delinquir y cumplir condena por reincidente. Un día de lluvia, Tiltors tomó coraje. Se puso una peluca y un bigote postizo, que luego se quitaría para que lo vean en cámaras, lo arresten y sentencien. Al entrar al banco para hacerse el loco, se dio cuenta de que asaltarlo era tanto más sencillo. –¿Serán más años de escarmiento?–se preguntó Tiltors.– No importa, hago el doctorado, total es gratis. Sólo se paga con tiempo. Y después, todos olvidan. Al salir de la sucursal, se dio cuenta que llevaba consigo un montón de dinero, joyas, metales preciosos y datos que, alcahueterías de por medio, le podrían generar más efectivo, acaso alguna notoriedad remunerada. Nunca lo atraparon. Pareciera que en la remota República de Aldistia las cosas se arreglan con plata y nadie es culpable directo de nada, ni responsable de sus peores arrebatos. Eso sí: se quedó con ganas de ser profesor en letras. Esos recuerdos le duran poco ya que vive forrado en guita, A veces, se acuerda cuando era pobre y tenía sueños. 89


Nota: Indalever Bujeson continuรณ haciendo postgrados. Nadie pudo saber si le gustaba el estudio o el afano.

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Cómo esperar en una esquina

L

a vida es espera. En una esquina esperamos que alguna vez doble la muerte, como una cita imprevista. Hay gente que cumple con los horarios acordados de antemano y hay quienes no los cumplen y llegan tarde. Acaso olvidan, lo que es muy triste. Pero gracias a los cumplidores existe la puntualidad. Esta es un sustantivo abstracto terrible que muchas veces se transforma, por oficios de la ansiedad, en un adjetivo calificativo: Fulano es puntual. A lo mejor Fulano no es serio, no es formal, pero eso no importa. Lo que importa es que es puntual y le sirve para no ver películas empezadas, para tomar a horario los remedios, para que no se le queme la comida, para echarle en cara a el o la otra que llegó tarde y poder hacerse la víctima desesperada, que el reloj tenga sentido, que al dentista no se le amontonen los pacientes, para ver si llueve, y para aprender a esperar en una esquina, lo cual es bastante serio. Este asunto no debe ser tomado a la ligera y tiene que partir de un análisis previo. Vos podés pararte a esperar en una esquina y destacarte solitario en el paisaje sintiéndote un infeliz en esa punta de la calle. Para evitarlo, se pueden utilizar ciertos recursos. Si la cita es con un puntual no hay problema y la esquina podrá 91


ser cualquiera, será un lugar pasajero. Pero todo cambia con un impuntual. No sólo habrá que determinar una esquina conveniente y equidistante sino que se tendrá que tener en cuenta que Vos podés esperar allí. Puede haber varias razones que hacen importante la elección del sitio, el clima, la policía y su desconfianza, los vecinos y sus miedos, muchos motivos. ¿Qué hacer? Se puede leer, entonces será bueno encontrar una esquina con un lugar donde sentarse o apoyarse, y de esa manera formar una imagen cotidiana, desapercibida y necesaria. ¿Se puede mirar vidrieras? Por supuesto, pero la vidriera deberá primero existir en el recorrido de los citados además de tener en ella artículos, del gusto de uno, en abundancia para tardar en elegir y pensar que los precios no importan. Estas estrategias son muy buenas. No se pare jamás en la puerta de un café. Allí uno espera sentado adentro. Pero si te van a pasar a buscar por una esquina y no hay asiento para leer, no hay vidrieras, se puede, por ejemplo, utilizar la parada del colectivo. Allí no te vas a sentir observado/a y le darás sentido al lugar conformando nuevamente una imagen cotidiana. Tampoco olvidar el viejo recurso de la puerta del banco, aunque para su uso es menester tener reloj y mirarlo frenéticamente a cada instante. Uno puede hacer tantas cosas cuando espera en una esquina: puede preguntarse si vale la pena ser puntual, puede mirar si graniza, o esperar algo lindo, tratar de ser mejor. Pero lo más conveniente es esperar que la otra persona llegue antes de que el corazón se te salga del pecho. O entender que la vida es espera y que por ahí, por esa esquina puede doblar la muerte y ser parte de la espera, y entonces ya a nadie le calienta, en fin… 92


Para toda la vida

V

olví irreconocible. Llevaba casi con tristeza una barba larga y canosa; los ojos y la mirada, viejos, desalentados. Sabía, casi como una revelación que todos esos años de peregrinaciones terminaron con mi fe. Pero no cumplí ninguna promesa pues no las hago. Ahora estoy viejo. Y así y todo, vuelvo por ella. No sé cuánto tiempo pasó desde que vi a Rosa por primera vez. Jamás una chica tan bonita se quedó más de cinco minutos hablando conmigo. Soy un poco torpe y ella me sorprendió cuando me dijo: “me gustan las promesas aunque puedan ser falsas”. Me puedo jactar de nunca haber dicho mentiras o promesas para conseguir favores. Son más las personas que no me dieron nada, que las que sí. Pero muchas mujeres, y hombres, necesitan promesas. No he podido entender por qué tienen necesidad de ellas. Tal vez porque existen en su lenguaje, o porque es bueno que existan. Tal vez Rosa me lo dijo porque supo que yo era un peregrino; tal vez supo que todos somos peregrinos. Fuimos viéndonos y ella quiso en todo momento que le diga, que le susurre prometo, Rosa, amarte para siempre. Pero yo tenía que andar; no sé, no me detengo; siempre me estoy yendo. 93


He tratado de no hacer promesas; la mayoría de ellas no se cumplen ¡lo hermosas que son cuando suenan en el desafortunado que las necesita! Luego el tiempo las transforma en una falsedad en sí mismas: Si, entonces… etc. Provienen de un anhelo que tiene intereses diferentes: si vos tal cosa entonces yo prometo tal otra, y pueden hacer daño porque ponen en marcha esperanzas. Como cuando agarro la mochila y me pongo en marcha. Alguien duele y algo espera. Me acuerdo cuando hablamos por primera vez. No dije prometo volver a verte. Simplemente te vi de nuevo. Volví. Todos los peregrinos van hacia algún lado por distintos motivos; unos buscando perdón, otros futuros, pero en todos los casos creyendo que son sus promesas las que los impulsan. Nadie pensó en que pudo haber sido por instinto, por cotidianidad, por ganas. Y así, perpetraron una masacre de promesas. Que raras son las promesas. Cuanta felicidad y dudas en un momento. No sé; andar con ellas es regalarse una obligación porque lo prometido es algo que puede ser difícil de hacer; por la causa que sea. Por eso cuando viajaste aquella vez no prometí esperarte como me pediste. Esa vez, en la sala de embarque, había desconocidas que hablaban entre s ellas. –Hola, te conozco pero no me acuerdo tu nombre –Amor –dijo ella–. –Que bueno verte y estar con vos, la que esta al lado tuyo ¿quien es? –Es Amarte para siempre. –¿Qué andás haciendo con ella por acá? –Busco a alguien que la acepte como yo para compartirla. 94


–Por mi parte voy a extrañarte porque pensando en vos prometo ser mejor –me dijo Rosa mientras miraba fijo a Amarte para siempre. –Después de todo, nadie quiere que el amor termine rápido. Reparé que alguien más iba con ella. –¿Ella viaja con vos? ¿Quién es? –pregunté casi con sorpresa. –Es Volver, siempre viaja conmigo. Las promesas viven hasta que se cumplen. Mueren en el momento que se hacen realidad. Estuve tan enamorado de Rosa y creo que ella de mí; no pude entender por qué ella siempre estaba pensando en cómo sería lo nuestro. Tenías dudas y yo quería que todo salga bien, alentarla, no prometía que todo iba a ser genial ni que iba a cambiar. Avanzaba. Pero el enamoramiento sublime desaparece al concretarse. Lo reemplazan el afecto, la comprensión, el respeto. O nada. Un día, en aquel lugar al que llegábamos los peregrinos, escuché algunas promesas charlando; ellas tienen la particularidad de no darnos crédito ni bola alguna. Pero al descubrirme una me habló: –Yo podría enamorarme de vos, vivir en vos. Iría de tu mano siempre. –¿Vos? ¿Una promesa? No pensé que podías interesarte tanto en mí. –Nos pasa; no sabemos pero nos pasa: queremos eternizarnos en un momento, ser imprescindible aunque sea por segundos… –¡Mirá quién viene!–gritó otra– ¿Te acordás de ella? Es Te llamo, yo te llamo. –¡Uf! Y cuanto más largas somos más estamos en manos del olvido. Buena suerte. O mala suerte ¿Tendrá buena fe la mala suerte? –¡Mirá! Con ella vienen la crema y nata, la nobleza, las más 95


viejas del mundo –¿Quiénes son?–pregunté participando de la conversación.– –La vieja de la derecha es Justicia, la de al lado, al medio, Salud y la más baja, la que va por la izquierda, Educación. Llevan siglos deambulando de un sitio a otro. La de un poco más atrás, Volver. ¡Creo que van a vivir para siempre! –Vamos locas, que se preocupen los que nos reciben… –En el fondo nos cagamos de risa, ¿no chicas? Por más que he andado, cada tanto me acuerdo de Rosa, de sus promesas. Son como una niebla, un lugar donde no se ve muy claro. Y aunque hagamos fuerza, ellas no quieren ser cumplidas y cifran su esperanza de vida en el olvido. Y las peregrinaciones siguen matando las promesas. Todos somos peregrinos.

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El baterista

N

unca fue simple la vida de Polin Nelson. Lo único que siempre tuvo claro fue la idea de ser músico aunque no tenía predilección por instrumento alguno. Simplemente creía que si era capaz de producir una melodía aportaría un punto de vista diferente. Por sobre todas las cosas, la música daba paz a su alma, le hacía sentir ese raro bienestar que dan los breves momentos de felicidad. Su capacidad para los distintos instrumentos hizo que se decidiera por la batería; al pasar del tiempo, se convirtió en el máximo referente entre los percusionistas e integró las principales bandas de la época, no sólo por su destreza si no por su inacabable y exquisito volumen de composición. Tanta música daba a Polin continuos surtidores de felicidad; pero el exceso, la facilidad para conseguir la dicha cuando otras cosas lo apenaban comenzó a transformar lo grato en demasiado fácil, en algo duradero y normal. Paralelamente su fama crecía y la crítica especializada no lograba entender el por qué de su obra. Tal vez no estaban preparados para lo simple; sin embargo todos esos planteos lo tenían sin cuidado ya que el público lo seguía en lo que hiciera, haga lo que haga. Aunque las obras hermosas se sucedían una tras otra, él estaba insatisfecho. Soñaba con una creación que dejara a la gente paralizada, extasiada; 97


sería algo monumental no por su tamaño sino por la fuerza que iba a trasmitir. Luego de experimentos de sonidos sobre todo tipo de materiales llegó a la conclusión que no lograba su anhelo porque el sonido en sí mismo era insuficiente. Era menester hacer otro arte y descubrió que cuando él sonaba los parches de percusión, las ondas en el aire afectaban por sobre todas las cosa a los metales. Su talento voló hacia la escultura y pronto, a pesar de que sus fans le recriminaban no presentar nuevos álbunes musicales, se convirtió en un escultor genial. Los museos del mundo se peleaban por sus obras metálicas pero él seguía disconforme. Compraba metales diferentes y hacía uso de todo su talento y habilidad al tocar la batería en solos dignos de ser conciertos; observaba las vibraciones y sólo él veía las ondas golpeando los materiales: “¿no lo ven? Tienen que combinar el oído y la vista”. Sus ojos parecían los de un profeta fanático, no se afeitó nunca más y casi no comía. Tomaba whisky en cantidades, sin hielo con un chorrito de agua para liberar sus esencias; mirando hipnótico su color amarillo dio con la certeza que el color dorado atrapaba la atención de inmediato y transportaba a las personas a otras meditaciones así como el agua las liberaba. Ya no había duda: el oro era el metal: era necesario para dar a su obra el sonido y la fuerza desde la escultura misma. “Será una fuente”. Comenzó a vender sus obras preferidas, partituras, instrumentos, esculturas; los coleccionistas desesperaron por obtener una de estas reliquias y compitieron con los grandes museos por su adquisición; en algunos casos, los menos, la compra era para revender. Con lo que recaudó compró oro generando desconcierto a la vez que en los mercados financieros, dicho metal subió 98


su precio. Nelson estaba al margen de todo y encerrado en su taller esculpía al sonar de su instrumento preferido para alimentar su alma; su único contacto con el mundo exterior era su amigo y operador Bertie Yan, quien vendía las cosas y compraba el oro que se encargaba personalmente de llevarle. –“Bertie, que se preparen. Pronto, pronto”. Trabajó durante un año, tiempo en el cual la sociedad comenzó a fabular y a desenmascarar el perpetuo odio que profesa a los que tienen éxito. Para triunfar hay que rozar la perfección en lo que se hace y lo perfecto cuando existe no es tolerado, no tiene perdón. Por eso, ese afán bíblico de “y el hombre matará al hombre”, dijo Robert Hatchin, el célebre y mítico guitarrista de una de las grandes bandas de Polin, quien le avisó que el público se impacientaba día a día tejiendo conjeturas y hablando todo tipo de estupideces. Polin Nelson se armó una vez más de coraje y llamó a conferencia de prensa. Cuando apareció ante el periodismo casi no fue reconocido por nadie. Les dijo sólo que su obra cumbre, su más importante mensaje a la humanidad, su creación donde inmortalizó la virtud y la gloria del hombre, iba a ser exhibida en el Museo de Arte de Nueva York el próximo sábado a las 18, hora local. Presidentes, magnates de todo el mundo, artistas, científicos, magos, militares, pelearon por un asiento dentro del museo; las cadenas de televisión llegarían a cada rincón del planeta que se detuvo exactamente a las 17.55, hora de New York ante la expectativa de la muestra. Finalmente, a las 18 en punto un Polin Nelson irreconocible, lleno de canas y con un atuendo raído y desprolijo, descubrió orgulloso lo que él consideraba la máxima creación del hombre, ufano por pensar que tuvo 99


el honor de ser el instrumento de su realización. Por breves segundos, el artista logró que en el mundo civilizado, todos estuvieran de acuerdo en algo: al observar la legendaria imagen se escuchó en todas las lenguas: –¡Oh! ¡Es de oro puro!

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La prometida del rey el Universo Quiero dormir porque aunque raros, los sueños son reales. Cuando despierto y trato de recordarlos, los transformo en ilusión. Luego salgo a la calle, y el espejo está en todos lados refutando la mente, mostrando la realidad de la vista.

M

amá ¿me queda bien el vestido? –pregunta la niña parada frente al espejo llena de ilusión. La madre está cansada luego del día rutinario de trabajos, escuela, hacer comidas, comprender, mimar a los suyos y mientras termina con el despojo de la cena, imagina a su hija probándose por enésima vez el vestido. Sabe que le queda bien, que se ve bonita. –Sí, hermoso–. Ella sabe la dureza del espejo que jamás espera agazapado; siempre está de pie, desafiante, incorruptible. –Pero si no me estás viendo, Mamá –protesta la nena mientras al observarse en el espejo imagina futuros. Se ve como en ese sueño. Sueña; soñar puede ser peligroso. Soñar despierta es ilusionar. La Ilusión es un avance que el Sueño utiliza para continuar su reinado. –¿Qué te pasa espejo que me hacés ver así? –dice la niña contenta al imaginarse mayor. Desconfía de su oído al escuchar una voz que dice “soy el espejo, no tengo compasión, no se me permite la mentira”. La niña sabrá algún día que lo que oyó es cierto pero viene de ella misma. –

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Hace mucho que existo. Cuando empecé a vivir para el hombre, ya era algo vivo. A través mío comprendió su forma y sostuvo a las comparaciones casi como una manera de vivir. Tengo vida del otro lado: en la naturaleza reflejo en lagos, en hielos; y debajo mío habitan seres, rocas y plantas. Pero en el mundo del hombre, mi otro lado es el rencor de la sociedad. Debo mostrar lo que la humanidad calla de las demás personas. Creen que sólo brillo pero mi trabajo es duro y lo hago sin piedad. Tengo dos rivales verdaderos pues lo seres vivos, están expuestos a mi antojo. Una es la prometida del Rey del Universo, la enamoradora Ilusión, que se la pasa nutriendo las mentes, siendo con su quimera uno de los breves momentos de felicidad que sienten las personas. Fue creada por el Sueño y él es el Rey del universo. Un día, o una noche, inevitablemente La Ilusión decidió andar por cualquier lado. Era lo que yo esperaba, tenerla a mi merced. Usó a una niña como transporte. Casi siempre estoy en todos lados es .decir que me la rebusco para estar presente. La Ilusión parece medio boba pero no lo es. Y es perseverante, es hermosa. En esa oportunidad me vio por primera vez. Se asustó al reparar que un objeto brillante y plateado la observaba, destruyendo lo que Ella había puesto en ese ser. _ ¿Quién sos? ¿Por qué te movés cuando me muevo y no mostrás lo que quiero? –me preguntó. No pude hacer menos que sonreir –¿No me reconocés? Yo doy miedo, verme es verte como sos. Cuando habito en las moradas de las personas, si bien soy útil, también represento todo lo que callan. O tal vez me hayas visto en los lagos, en los hielos; en esos lugares soy completo, tengo vida dentro de mí. –Vos estás, no sé cómo, afuera de tu portador– le dije. Pero la tipa no entendía nada. Es un bombón que muestra a seres que pretenden junto a Ella, verse mejor. La niña se miraba en mí, y no se encontraba. 102


– No, no entiendo. Es como si me viera pero estoy segura de no ser así. Soy siempre distinta. No puedo ser así. Estoy impresionada: me llamo Ilusión. –Lo sé, y esta chica, cuando vos estás separada de ella, no se reconoce en mí. –Mamá, no me queda bien el vestido, ¡me veo gorda! Y los granitos de la cara se ven. ¡Me dijiste que no se veían! ¿Por qué no dijiste la verdad? Mi especialidad, lo que otros callan. Algunos le dicen educación, otros, humanidad. Yo no tengo nada de eso. Luego escuché que venía el llamado Rey del Universo a entrometerse. Siempre trae a la cabeza de los súbditos, secretos en los que no me puedo meter: esperanzas. Y con ellas los seres encuentran otro motorcito: sorpresas. Y La Ilusión, por supuesto. –¡Oh,! Por suerte viniste– dijo La Ilusión radiante. – Siempre llego a los que viven. Le voy a cargar otro sueño a esta niña y vos verás cómo darle forma –dijo El Rey del universo. –¡Mamá! Cuando sea más grande los vestidos me los voy a elegir yo, con más escote Pero sos chatita y no creo que tengas para lucir nada dentro de unos años. –Silencio desalmado. Llegó la ocasión que esperaba, lo que nadie sabe. Fue con la jovencita que decidí salir de la pared y meterme dentro de ella. Así, sin que lo sepa, sería un espejo de carne y hueso. Y la sorpresa que me llevé cuando gané la calle: si ella saluda, la saludan, si da un beso 103


le dan un beso, va vestida y todos se visten igual. Hasta ese momento, desde que el hombre comenzó a utilizarme, pensaba que yo era mi propia creación, una reacción de la naturaleza, un fenómeno. Me di cuenta que me atraparon para hacer lo que ellos no quieren hacer. Que igual hay que hacer lo de todos los días: saludar, comer, lo que llaman verbos, acciones. Me hicieron prisionero para hacer esas cosas y no se enteraron que ellos son mis presos. Porque de alguna manera, despierto y saco de los sueños a la ilusión. Las promesas jamás se cumplirán conmigo… La niña no sabe si es cierto lo que oyó. Duda si lo escuchó o lo imaginó. Pero sabe que lo que ve en el espejo es real. Sabe también que el espejo perdió su batalla: siempre estarán en él La Ilusión y El Sueño. Ella, la niña, se enamorará y será también la Prometida del Rey del universo, será esclava de su amor, un amor igual que otros que van por ahí.

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Ropas Usadas La maldición de las cadenas

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na vez más, al cruzar la calle con la tranquilidad que le da su derecho de peatón, Basilio pensó que igual era bueno apurarse un poco. Los conductores aceleran a fondo para intimidar al que camina y pasar primero. Llevaba unas bolsas de supermercado que no contenían ningún alimento ni cosa comprable en un súper. Cargaban ropa usada, recién adquirida. Pero eran bolsas de supermercado. Cualquiera diría que él venía del supermercado. Las apariencias engañan; llevan la maldición de las cadenas. En la rutina de una vida austera, era normal ahorrar dinero, por eso cuando se enteró de aquella feria americana, no dudó en concurrir; a ver qué onda, se dijo caminando esas veredas de siempre, para los pies todas iguales. Veredas de toda la vida, donde cuando niño, quedó herido de muerte al saber que las personas para tener hijos tenían sexo. Las veredas no son iguales y los pies tampoco. Él siempre fue un ejemplo de seriedad, se diría exagerado en lo prudente. Para los demás era un buen tipo, uno de esos sabios de la calle que cada tanto dicen algo que resulta acertado o que nadie entiende. Por las dudas, todos se impresionan. Basilio tuvo un solo gran amor con el cual pintó el 105


retrato de su vida. Su querida le dio sentido a todo, aun cuando decidió dejarlo. Las cosas son así y van de la mano de todo, dijo aquella vez. Esas ferias americanas, formadoras de olvidos, en las que se compraban cosas que otros ya no necesitaban. Una rara distracción a la que llevan las veredas cuando uno piensa la caminata. –¿Supo, Basilio, que murió el gran Efraín Gálvez? – le preguntó Ballester el diariero–. La gente no da más de tristeza; la Mirian está desolada. En los colegios suspendieron las clases y muchos lo lloran, ¿y Usted? –La verdad es que yo jamás lo traté; leí algo de él y me pareció extraordinario ¿a usted le parece que él se hubiera puesto triste si le dijeran que alguno de nosotros ha muerto? Él ni sabe que existimos. Y eso que tengo un libro autografiado por él. Lo bueno es lo que dejó y por escrito. Y no se ponga triste Ballester, siempre la cultura va a tener nuevos soldados. Menos mal que lo que tenía que decir lo dejó por escrito. Por lo demás, lamento la muerte, lamento que sea tan testaruda. –¿Ud sabe Basilio, que el tipo vivía a seis cuadras de aquí? Y a que no sabe que la viuda hace una feria americana con las pilchas del hombre. Parece que era su última voluntad. Los muertos siempre dejan algo. Los vivos necesitan lo que tienen y no dejan. A lo sumo regalan. Por algo es hay cosas que recién las largan cuando mueren –decía el Loco Michel cada vez que iba a un velorio. Siguió por la vereda mirando esas baldosas que parecían todas iguales. Pensó que lo de la feria americana surgía como algo muy interesante. Y de ir, era imprescindible hacerlo rápido ya que la gente, el periodismo, los coleccionistas, 106


las autoridades, todos iban a querer un recuerdo del gran escritor. Me voy derecho, ahora mismo, pensó. Caminó las cuadras que el diariero le dijo y pasó por esa extrañas vereda de piedras cuadradas lilas, azulinas, raras. Y de distintos tamaños. Los pies también parecen iguales.

2 Llegó a la casa del famoso artista y no había ni el menor indicio de una venta de algo. Además, la casa era muy austera, modesta. Tocó timbre; lo atendió una mujer gorda vestida de negro, que sin duda era la viuda. –Usted es el primero que llega. Aproveche y lleve lo que pueda. Le digo que Efraín era de su tamaño. Si no tiene dinero, elija y deje una seña. –El amontonamiento va a ser hoy. Hoy son todos íntimos amigos, mañana ya no le va a importar a nadie. –Está bien, señora; mi nombre es Basilio. Eligió unas cuantas cosas, sacos, pantalones, camisas, algún pulóver y dos pares de zapatos marrones que estaban nuevitos. Igual es pilcha usada, pensó, pero quién se va a enterar a no ser que me cruce ahora mismo o después. Dejó la seña y le dijo a la viuda que volvería mañana con el resto del dinero, a llevarse la ropa.

3 Al día siguiente, a media mañana encaró para lo de los Gálvez, y fue por la misma vereda que el día anterior. Las baldosas que parecen iguales, como los hombres, son diferentes. Aunque los hombres, además son indiferentes. 107


Y a veces duele un pie, y a veces el otro. Por distintas causas. Cuando llegó y tocó timbre, la señora abrió la puerta y le dijo llega temprano, pase. Basilio miró sin poder creer que todo lo que ayer había visto, aún permanecía en sus sitios sin ser tocado. –¿No vino nadie? preguntó con asombro. –Sí, –respondió la viuda. Vinieron de los canales, de los diarios a preguntarme cómo me sentía y que significó Efraín en mi vida. Que por qué calcula lo del suicidio. También vino mucha gente a dar el pésame y dejar flores en la vereda. Vinieron montones de amigos desconocidos pero nadie compró su ropa. Se diría que no es fácil ponerse la ropa de un tipo genial. Algunos piensan que para vestirse de tal o cual manera, hay que estar a la altura de las circunstancias, si no los demás podrían pensar que uno es un fanfarrón o la va de artista. Pero por lo general, cuando alguien sabe que alguna pilcha es la ropa de un muerto, se hace el desentendido, se hace el boludo o supone una falta de respeto.

4 Basilio, mientras iba para su casa cargado con las bolsas repletas de ropa, recordó la vez que fue a la feria del libro y justamente vio a Gálvez dando una conferencia. Terminada ésta, el renombrado escritor se sentó en una mesa a firmar autógrafos y a recibir el cariño y la admiración de la gente. Decidió comprar el libro llamado Tránsito y espera; se puso en la fila para que el literato lo firme. Se dio cuente de que la espera sería molesta, ya que la niña que estaba delante de él en la cola no paraba de moverse. Cuando llegó el turno de la nena, Efraín le preguntó como quería la dedicatoria 108


y la nena le dijo A los padres de Carolina, y a ella que vino hasta mi. Gálvez le dio el libro autografiado y la niña le dio un papel, le dijo leelo en tu casa.

5 Los sacos a cuadros que él compró; acaso el papel estaría en alguno. Al llegar a su casa, desarmó los bolsones de ropa y dirigió su atención a los dos sacos adquiridos. Se los probó en casa de los Gálvez y le anduvieron bien. Uno era de cuadros grandes y el otro de rayas marrones, cruzadas por rayas verdes de distinto matices, formando un cuadriculado más pequeño; a este se lo veía más nuevo. El otro mostraba un uso de todos los días. Basilio pensó que si él iba a un lugar importante se pondría el más pintón. Se vistió con el marrón y verde; de inmediato comenzó a sentir una gran emoción, a sentir que las cosas lo afectaban más. Tanteó en los bolsillos y nada, hasta que notó que la prenda tenía ese bolsillito interno bajo, del lado izquierdo, generalmente usado para los cigarrillos, para el pañuelo. Su corazón se agitó al sentir que sus dedos palparon algo, al fondo. Así, extrajo un papel con muchos dobleces. Lo desplegó con cuidado y leyó: El hombre muere siete veces y el gato tiene siete vidas. Era un mensaje extraño y más raro aún si provenía de una niña. Niña de la cual el no recordaba su aspecto, ni su voz ni nada.

6 Una nota por el estilo, no era algo que le llamara la atención. 109


Desde que comenzó a usar la ropa del escritor, notó que tenía una visión diferente de las cosas. Dejó de tener vértigo. Cruzaba las esquinas sin apurar el paso, exigiendo en su actitud que los automovilistas respeten su derecho. Caminar y pensar. Las noticias de la sociedad y su estado beligerante, le decían que no se aprendía nada. Vivir como uno piensa que hay que proceder, era pagar un alto precio por todo. Pensó en la nota que decía que el hombre muere siete veces y que el gato tiene siete vidas; se dio cuenta de que los hombres pasan todos por esas muertes, mientras que los gatos se salvan de morir. Caminó y recordó el dolor que le produjo, a los nueve o diez años saber que él era el resultado de un acto sexual hecho por sus padres inmaculados. Primera muerte, ahora lo sabía, la ignorancia. Recorrió el paso de los años y vio allá lejos a Ella, todavía en la primaria y como quedó enamorado, sin poder pensar en otra cosa que en Ella y que no se atrevió a confesarle su amor. Segunda muerte, el primer amor. La gente dice murió cuando desaparece la vida física pero Basilio pensó que a medida que crecía, los cambios sucedidos eran la muerte del que era. Y que esas muertes en uno mismo, tenían nombre y se dijo que son muertes para siempre aunque sigas vivo porque el cuerpo no muere en ninguna de ellas. Pero nadie las sabe.

7 –Es bueno caminar, Basilio ¿no usa más el auto? –le preguntó el diariero. –No –contestó–, me distraigo mucho cuando manejo y 110


tengo miedo de hacer alguna macana. A veces pienso cosas que ni yo mismo entiendo. Tercera muerte: un amor formal y único en toda la vida. Cuarta Muerte. creer en las cosas que no tienen justicia: amor, amistad, ayuda a los necesitados (y sus pérdidas). Quinta muerte: al nacer un hijo, muere el hijo que se es. No importa que vivan los padres. Uno se vuelve padre o madre también. Sexta: la soledad de amar las cosas que cambian. Todas las muertes llevan la maldición de las cadenas. No importa si la cadena es tan fina que al mínimo tirón se corta. En la mente es una cadena. Solamente la muerte física, la última, la definitiva, no posee ese estigma. Apenas el olvido. Mientras caminaba supo que jamás recordaría cómo era la niña del papel porque jamás existió. El papel era una vieja servilleta que escribió alguna vez en un café, esperando la llegada de alguien. La vereda desigual, parecida, le habló a sus pies y entre los tres, se llevaron a Basilio hasta la esquina. Tenía puesto uno de los sacos del gran Efraín, camisa, pantalones y zapatos.

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Índice Prólogo....................................................................... 7 La estrategia de la vida.............................................. 7 Palabras ...................................................................... 11 El 3º Piso.................................................................... 12 El soldado del General............................................. 15 El adiós....................................................................... 19 El arribeño................................................................. 26 Gris.............................................................................. 31 Informe televisivo .................................................... 34 La capilla ................................................................. 40 La muerte del 2014 ................................................. 45 La revelación de Bernabé ........................................ 49 La revelación de Lilian Rivera................................. 52 El reclamo ................................................................. 55 El silencio del cómplice involuntario .................... 55 termina con el grito de las víctimas....................... 55 Si me los hubieran dejado a mí............................... 58 Perseguido.................................................................. 64 La tinta y la magia..................................................... 75 Estudios gratuitos..................................................... 87 Cómo esperar en una esquina................................. 91 Para toda la vida........................................................ 93 El baterista................................................................. 97 La prometida del rey el Universo............................ 101 Ropas Usadas............................................................. 105 La maldición de las cadenas..................................... 105



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