LA CAJA NEGRA

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GUSTAVO ORTIZ LIDIA B. CASTRO HERNANDO

LA CAJA NEGRA CUENTOS Y RELATOS

EDITORIAL MARTIN 2007


LA CAJA NEGRA CUENTOS Y RELATOS

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GUSTAVO ORTIZ LIDIA B. CASTRO HERNANDO

LA CAJA NEGRA CUENTOS Y RELATOS

EDITORIAL MARTIN 2007 3


La caja negra

Queda hecho el depรณsito que marca la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Prohibida la reproducciรณn total o parcial sin autorizaciรณn de los autores. IMPRESO EN ARGENTINA EDITORIAL MARTIN - 2007 Catamarca 3002 - 7600 Mar del Plata mail: editor@editorialmartin.com ISBN: 978-987-543-161-1

Se terminรณ de imprimir en los talleres grรกficos de Multicopy sitos en calle Alvarado 3027 de la ciudad de Mar del Plata, en febrero de 2007. 4


Hemos pensado detenidamente acerca de qué es un escritor, parecido al pensar de qué hace padre a un padre o madre a una madre: si el solo hecho de engendrar, o además de acompañar en el crecimiento a su hijo. Hemos optado por esta última postura; escribimos porque no podemos dejar de hacerlo, y cuidamos nuestros textos hasta que alcancen cierta mayoría de edad, vuelen y ya no nos pertenezcan (si es que alguna vez fueron nuestros). Creemos firmemente que La Caja Negra devela que las llamadas “propiedades intelectuales” lo son en modo relativo, pues tomamos hechos que suceden a diario, y pertenecen a todos o a nadie. Estamos convencidos de que en cada uno de nosotros existe una caja negra donde guardamos lo más preciado, a fin de encontrar a alguien que sea capaz de descifrar su mensaje. Los autores.

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Lidia B. Castro Hernando y Gustavo Ortiz

Agujeros El cenicero rebalsa de puchos anónimos. Falta media hora para que lo atienda el doctor y el vicio descontrolado marca el tamaño de su nerviosismo. Repentinamente se acuerda de Cintia, hace veintipico de años que dejaron de verse. Justo en este momento el doctor lo llama, se levanta y deja la revista sobre la mesa. Descubre que desea escapar del consultorio y tocar el timbre de esa casa, a sólo dos cuadras, que había visitado día tras día para conversar, escuchar discos en el Winco, tomar mate, hasta conseguir que fuera su novia. Mientras huele el hueso de su diente tratado por el torno se pregunta por qué algunas cosas pasan tan pronto, mira las pupilas del doctor y conjetura sobre cómo seguirá la vida al terminar su día de dentista. Como si nada, después de hacer un buche y con los labios aún dormidos por la anestesia lanza un: “¿qué hace doc cuando sale de acá?” Un misil corazón a corazón. Tocado y hundido cae en su propia duda; todo lo que tiene como certeza es ese día hasta las 19 horas, con el último paciente. Su primer impulso es hacer caso omiso a la pregunta, pedirle que abra más la boca y trate de no hablar para no entorpecer el trabajo. Pero después boceta un “no sé, veré qué me voy a hacer de cenar, usted sabe que todo no se puede prever”. Se enjuaga de nuevo y le vuelve Cintia, los compañeros y el exilio. Después de lo que parecieron siglos regresó invadido de canas y remordimientos. ¿Estará todavía en la misma casa? El pensamiento se escapa en palabras, le pregunta a ese hombre de chaqueta blanca y éste, aún con el torno en la mano, confundido y extrañado, le devuelve una frase con signo de interrogación: “¿Cintia Arévalo, de este barrio?” El torno le parece de pronto una ametralladora. Fija la vista en la lámpara y el tiempo parece detenérsele. Hace un ruido intentando contestarle sí y se le llenan los ojos de lágrimas. (Ahora viene la amalgama). Mientras la prepara y forma el color exacto como buen profesional que es, el dentista ve de reojo la mirada vidriosa de un hombre: comprende el dolor de la soledad y el recuerdo. Mide su propia congoja y, alargando como 7


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chicle su compasión, larga un lento –“Nos separamos hace dos meses, no hay hijos. Por si le interesa, tiene el camino libre, mantenga la boca apretada para sacar la huella, que pronto terminamos”. Estas palabras salen entrecortadas de la garganta de ese hombre, pero no derrama penas. Pasaron cuarenta minutos. El trabajo, concluido. Un apretón de manos sella la despedida y, antes de cerrar la puerta del consultorio repite al dentista: “Es cierto, todo no se puede prever”. Lidia B. Castro Hernando y Gustavo Ortiz

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LIDIA B. CASTRO HERNANDO

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Lidia B. Castro Hernando

Periodista, corresponsal. Escribe ficción desde hace 4 años. Socia de la S.A.D.E. (filial Atlántica). Participó del taller De La Palabra de Marcela Predieri. Algunos reconocimientos: 2° premio Biblioteca Municipal Leopoldo Marechal 2005; 1° premio Casa de Escritor 2005; 1° premio “Palabras al Viento” 2004; 2° premio Emisora Lobos 2004; 2° premio Centro Médico Mar del Plata; 3° premio “Luces en la noche” FM Residencias; Mención de Honor Dr. J. Menéndez de Pergamino 2005; Mención Especial Centro Cult. T. S. Eliot 2005; Mención Especial La televisión y las letras 2004; Mención Homenaje a Horacio Quiroga 2005; Mención Especial de Cuentos Breves Aymogasta 2006. Antologías de que es parte: “Relatos Andantes”de Edit. Dunken 2005; “Juntacuentos” de Edit. Dunken 2006, “Cuentos Leídos” SADE A-tlántica 2004 y 2005, “del Mar” VII, VIII, IX (As. de Escritores Arg.), “Marathónica Poesía” 2004, “Metamorfosis Urbana” 2004, “No hay que matar a la madre” 2005, “Sucedió en Mar del Plata” 2005, “Luces en la Noche” FM Residencias, presentadas en las Ferias: Internacional del Libro de Buenos Aires, y Del Libro de Mar del Plata. Publicó en Revistas de esta ciudad y de Cap. Fed. Participó del 9°Foro Internacional Chaco, en Marathónicas de Poesía y Narrativa (Soc. de Poetas), en el Programa Solidario “Cultura en Zapatillas” 2004. Nacida en Capital Federal reside permanentemente en la Ciudad de Mar del Plata e integra el taller: Proyecto Aguacero, coordinado por Dardo Festino.

e-mail: castrolidia2003@yahoo.com.ar

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Juanito sin plumas El cartel sobre la avenida dice: “Las plumas son sometidas a un tratamiento antialérgico que permite lograr edredones hipoalergénicos para ser disfrutados por todos y durante todo el año porque el duvet mantiene nuestra temperatura corporal”. Juanito sentado sobre el mármol de carrara gris y frío, con su pantalón zurcido, no entiende de edredones ni de duvet ni de tratamientos antialérgicos. Sus zapatillas rotas conocen el paso entre los coches detenidos por el semáforo de Figueroa Alcorta y Pueyrredón, y sus manos sucias, las espinas de las rosas que vende a dos pesos. Mientras cuenta las monedas que hizo, cinco palomas se acercan cautelosas. Él sabe que no debe moverse si las quiere mirar un rato. Algún culposo le había dado un billete de cinco y subió con rapidez la ventanilla como con miedo al contagio. Juanito se compró un alfajor y subió las escalinatas de la Facultad de Derecho. Fue un día agotador y de saldo pobre. Le pareció que nadie tenía una novia o una madre o siquiera un enfermo a quien regalarle una flor. Juanito les tira a las palomas pedacitos de su alfajor recién abierto. Ellas se le arriman más. Y continúa regalándoles el único alimento de su día laboral. Le gustaría ser ave pero le asusta la idea de convertirse en comida sobre un plato. Mientras tanto, ellas consumen hasta las últimas miguitas de lo que él ni siquiera probó. Una se le acerca confianzuda y se para sobre su pelo duro. Él, repentinamente se siente estatua. Su corazón late rápido como un tren y cree que está soñando. “Para gozar de algunos placeres no es necesario estar siempre despierto”, dice la últimas frase del cartel sobre la avenida. Juanito estornuda y las cinco palomas vuelan asustadas. Juanito cree que es culpa suya y llora. Lo que él no sabe es que ellas aún no habían sido sometidas al tratamiento hipoalérgico dinamarqués. El sueño resultó cortito. No comió pero una paloma le acarició la cabeza. Por hoy, está hecho. 13


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Despiadado Vivo desde hace tres años en un edificio de la calle Viamonte. Me sedujo su oscuridad y el mudo anonimato del centro de Buenos Aires. Doy Lenguas en un secundario de La Paternal, pero no me relaciono con compañeros y nunca hice amigas. Sin familia ni pareja, me consideré siempre una mujer solitaria y plenamente infeliz. Aletargada por el calor húmedo de un febrero sin sol, a las 7 de la tarde decidí salir por un rato del departamento en el que durante tres horas, he estado preparando con prolijidad mi muerte: sobre la mesa dejé la botella de whisky recién abierta, los 40 somníferos desprendidos de su blister y el horno abierto y listo. Cuando comencé a llenar la bañera y mientras colocaba la hojita de afeitar en el borde, me invadieron impacientes deseos de comer helado de sambayón. Pensé que podía darme ese último gusto. Creí que no cambiaría mi vida ni menos aún mi futuro preestablecido. Cerré la canilla y pensé en regresar rápidamente. Somníferos, dos vasos de whisky, hoja de afeitar, adormecimiento con gas y hemorragia. Nada librado al azar. Al salir me acordé del famoso Jardín de los Senderos y pensé: Soy una mujer cobarde. No sentí culpa ni vergüenza por eso. Como Yu Tsun me dije adiós en el espejo por última vez. Pero no salí como él a una calle desolada, sino a Florida, caminada con rigidez robótica por hombres y mujeres ausentes de sí mismos. Esquivé a la gente que transcurría del trabajo al restobar, del shopping a su casa, del hotel al negocio. Personas para quien yo era nadie. Como para ninguna en la ciudad, en el país, en el mundo. Hasta ahora. Caminé unas cuadras y entré en Freddo, la mejor heladería de la zona. Pedí el cucurucho más grande que hubiera. Quería que al tragar las pastillas, el oporto dulce pudiera tapar el sabor acre. El deleite de un deseo en más de 6 meses, que no fuera la muerte, y el único cumplido en años, me cortó la respiración por un instante. El muchacho me dijo Está frío ¿no?, pensando tal vez que ese era el motivo de mi gesto de ahogo. Nos reímos, conversamos un momento 14


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de tonterías. Resultó muy simpático. Me invitó a tomar algo al cerrar el negocio. Ahora, aquí sentada en una mesa de café, descubro una sensación nueva en mí, como si el corazón se me agrandara dentro del pecho. Estoy ansiosa. Volveré a casa a deshacer todo lo que preparé, darme una ducha y cambiarme de ropa. Hoy no puedo ni quiero negarme a la esperanza. Nunca voy a tirar estas servilletas donde estoy escribiendo la única jornada importante de mi vida, hasta hoy. ¡Quién hubiera dicho que el sambayón provocaría un giro en mi destino! ………………………………………………………………………… ………………. Adriana llegó a su departamento y prendió la luz. El gas del horno había impregnado el ambiente. Las hojas de papel sedoso fueron encontradas en un puño cerrado bajo la mesa convertida en cenizas. “el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones” El Sur. J. L. Borges

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Perros callejeros Escondida atrás de un árbol de la Plaza Rocha, de cada plaza que él elige una semana, otra, y otra, para tocar ese violín desafinado y atado con alambre, lo espiás. Te costó encontrarlo después de que se rajó de Buenos Aires. Pero el odio siguió. Y cómo. Lo buscaste en Rosario, en Neuquén, en Mendoza, en La Plata. Vos sabías que era puntero, pero la cana no había hecho nada. Era tu hombre y murió por el pico de una botella que este otario le clavó en el cuello, y vos no perdonás. Veintiún años penando, te mantuvieron. Te ves vieja con tus sesenta arrugados, tu pelo lavandina, flaca, fané y descangayada a fuerza de comer salteado, trabajando en la cama cuando algún chabón busca calor, sin que le importe tu edad. Nunca tuviste más familia que aquél, “el Pibe”, y te lo quitaron. Cuando alguien en la plaza Mitre lo llamó “Guito”, pensaste por fin. Ahora estabas segura. Tenías que arrimarte más, lo sabías. No podías perderlo. Tus ojos grises y tu voz son los mismos de aquel entonces y seguís siendo “la Susy”. Querés que te vea, te reconozca y tiemble. Más que nunca. Estás tan cerca de ese tipo con su traje a rayitas, el pañuelo sucio, los zapatos rotos y el mismo sombrero ridículo. Pero el tiempo pasó. Por más que se tape las canas con cera de zapatos, que no se afeite, por más que lo veas sombrío y enfermizo, están los mismos ojos negros, los mismos rasgos duros, la nariz puntiaguda, inconfundible. Te animás y le pedís una milonga. La toca como si nada. ¿Es o se hace? Ni una señal que te diga que se dio cuenta de quién sos. En la semana te hacés ver cada vez más. La ansiedad te está matando. Una mañana te aguantás dos horas sentada al lado del perro que lo acompaña, escuchando esos tangos que reavivan tu amargura. Le preguntás cómo se llama. No te contesta. ¿Los años también lo habrán dejado sordo? Eso explicaría tanto desafine. Te le plantás y le decís que sos Susana. Qué raro: usaste un nombre 16


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viejo. Así no vas a ningún lado; cualquiera puede llamarse Susana, hasta una perdida como vos. Cortás el sánguche de mortadela, le das un pedazo y le pasás un mate. Le tiembla la mano. ¿Será que te reconoció? Querés que te vea los ojos. Mira nada más que el piso, y chupa con su boca desdentada. Te vas decepcionada de él y de vos. Desaparecés unos días. No sabés qué te pasa. Eso es mentira; sí, sabés: el calvario está por terminar y todo final es triste. Una noche lo ves sentado abajo de un árbol, tomando vino con otros perros callejeros. Te vas acercando de a poco. Es la primera vez que lo ves hablando. Está contando algo sobre una mina como vos, un pibe, una vida de mierda. Todos se pasan la cajita y escuchan. Te hace una seña para que te juntes. Te tirás en el pasto y te ponés a llorar. Por tu infancia, porque te das cuenta de que habla de él, porque te da bronca que tenga una historia como la tuya. Ya no sabés cómo salirte. Estás perdiendo eso que te hizo seguir viva: que se vuelva loco o se mate. Te sentís menos, ahora que él te siente más. Varias tardes lo seguís de lejos, como al principio, pero ahora ves que recorre el lugar con los ojos entrecerrados, como buscándote. Te cuesta admitirlo. A veces, pasás con tus vestidos viejos, deslucidos y fuera de moda, intentando mostrar desprecio o al menos indiferencia. Y toca “Madreselvas” o “Pequeña”. Estás confundida. No aportás durante días, y te la pasás en la pensión tomando whisky berreta y haciendo fuerza para acordarte del motivo de tu repudio. Pero después de tantos años de vivir acompañada por una sombra, ahora te sentís vacía de odio. Y no te gusta. Volvés a la Mitre. No está. Lo buscás en las otras. Tampoco está. Preguntás, y te baten que lo llevaron al hospital por el cuore. No. No querías que terminara así, enfermo. Lo querías muerto de miedo, no de dolor. Vas al Interzonal. –Guito, soy la Susy. –¿Susy?... ¿la Susy? –Sí, soy yo. Suspira aliviado. Estira el brazo lleno de cables. No querés tocarlo, pero igual le guardás la mano entre las tuyas. La masajeás. –Susy…hacé lo que tengas que hacer. 17


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No decís nada. Te sentás en una silla en ese cuarto frío, y volvés a llorar. No querés que tu hombre se te muera otra vez.

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Presencia de Buda En las montañas, los maestros dejan que sus discípulos descubran entre las rocas los sonidos de la naturaleza. Aprenden así los sabores del sueño, la acción correcta y la palabra casi silenciosa que acerca a la iluminación. Tímidos, no conocen aún el placer de los cuerpos que se enlazan, ni el de los corazones que se prenden como abrojos. Luego los envían camino al lago escondido, donde el bote sin remos permitirá el encuentro de los cuerpos sabido desde siglos por los monjes. Acompañarán desde el monasterio oculto las nuevas miradas, también correctas, con acordes, voces y sones milenarios. Ellos, que hicieron votos para que sus propias naturalezas se transformen en luz, saben que buda también está entre las piernas enlazadas y el sudor sin nombre propio.

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Rarezas No hay error. Como si lo hubieran disfrazado hace cinco minutos de ser humano, aparece en el bar Dickens sin aviso como a la arena de un circo. Pero solo. Las cabezas giran hacia la entrada, incluso aquellas que tratan de mantener cierto generoso disimulo. Como estoy frente a esa puerta entrecierro un poco los ojos para enfocar la aparición. Cosas de la presbicia. Inmenso por cualquier perfil, torpe en el andar y con sobretodo, hoy que hace 34 grados a la sombra. Empiezo a transpirar bajo mi remera sin mangas. El bar cambia en segundos el aroma a facturas recién horneadas y a café fresco por un olor rancio que me hace estornudar. Escucho ecos en otras mesas. Carraspeos y toses. Está parado junto a una silla vacía en el medio del salón y no atina a sentarse. Baja la cabeza. Parece estar midiendo la fortaleza de las patas que lo tendrán que soportar. No se decide. La piel de su cara y de su cuello ostenta grietas antiguas y racimos de pelos entre los que me resulta difícil reconocer la boca y los ojos porque no distingo cejas, pestañas ni labios. Una nariz entubada cae floja hasta lo que sería un mentón, de haberlo. De reojo veo a los demás rascarse la cabeza, frotarse los ojos y limpiarse la nariz, con ese contagio a distancia que producen las cosas y seres que nos impresionan. Lo que más llama mi atención son las orejas. Vibran levemente como mariposas del pleistoceno, hechas de papel maché y colocadas por alguien, a propósito, a los costados de la gran cabeza. Sólo se escucha una respiración y definitivamente no pertenece a ninguno de nosotros. Es él. Áspera, arenosa, cavernaria. Como guiados por un dios piadoso, los músicos de la banda empiezan a afinar sus instrumentos, cortando el clima de estupor. Para sentarse junta dos sillas, con cautela de enorme. Con dos manos que recuerdan patas, hace la tradicional seña de un café a la dueña que, estupefacta detrás de la barra, lo está mirando. Pasan los minutos 20


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y nadie conversa. Música y respiración. Mientras retomo mi submarino, el mismo de todos los días a esta hora, recuerdo otra ocasión tres años atrás en la que aparecí por primera vez aquí. Me doy cuenta de que sin quererlo, estoy cruzando mis pies y mis brazos. Cuando Sarita le lleva el pedido, compasiva, se lo sirve en taza de café con leche, acompañado de un vaso cervecero de metal lleno de agua. Falta el pasto seco. Observo el gesto de la dueña, el mismo de aquella vez: apoya su mano sobre el hombro del nuevo y aprieta con suavidad. La cabezota se inclina rozándola con el mismo agradecimiento que yo sentí. El aire se llena repentinamente de comentarios y risas. Aquel otro día, recuerdo, aparentando un cancherismo desconocido hasta entonces, abrí la puerta y observé el lugar. Todas las mesas excepto la del medio (como por destino la misma a la que está sentado él) estaban ocupadas y los rostros se volvieron hacia mí. Silencio de sepulcro. Mis zapatos número 52, los brazos que me llegan a las rodillas, mis dedos de piel transparente y huesos del doble de longitud que lo normal, atraparon todas las retinas. Sorpresa y repulsión, la bienvenida. Pero a todo se acostumbra uno. Yo a mis irregularidades de nacimiento y los demás a mi presencia. Sé que me llaman ‘Alien’ (me lo dijo Sarita). ¿Cómo empezaremos a llamar al mastodonte? Por mi parte, Mastodonte. Con el tiempo no le molestará, como a mí. Si lo miro con detenimiento y compasión, como ahora, puedo atisbar pupilas, labios y uñas. Sí, aunque cueste creerlo es una persona. Mañana, si vuelve, lo voy a invitar a tomar un café conmigo.

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Una familia de cuento El Circo Argentino desarma su carpa por falta de público. Analía tiene 15 años y siete hermanos que la aman. Al morir sus padres en un accidente, quedaron solos. Hasta ayer, los más grandes mantenían económicamente a la familia: trabajaban como payasos en el Argentino porque todos son enanos, menos ella. Analía es alta, pelirroja natural, buen cuerpo. Ahora deberá procurar el sustento y su príncipe azul esperará. ¿Para siempre? se pregunta mientras sube al auto en la zona roja de la ciudad.

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Impermanencia Los recuerdos que brotan son tan viejos que a veces creo que no me pertenecen, como ahora desconozco esa cara, la mía, frente al espejo. Hace mucho que no me miro. Los párpados se cayeron, y el gris azulado de las pupilas está cubierto por una nube lechosa. Patas de gallo enmarcan esos ojos que una vez fueron almendrados. Las arrugas que observo en la frente y el entrecejo me hablan de largas horas de tristeza y de enojo. Las mejillas se chorrearon deformando ese rostro que era ovalado. El cuello ya no es de cisne; imposible usar las gargantillas guardadas celosamente. No hay solución de continuidad desde mi labio inferior hasta el esternón, por el bocio que empezó a formarse a los cincuenta. Labios arrugados esconden dientes amarillos improbables de arreglar por lo frágiles. El poco cabello es fino y blanco. Pero algo sigue igual: mi sonrisa. Una sonrisa que pese a todo, parece de niña. Sólo me reconozco cuando, sin mostrar la dentadura, la comisura de los labios se estira levemente hacia arriba. Y entonces, como por arte de magia, aparecen algunas imágenes del pasado, éstas sí innegablemente mías, que se han vuelto color sepia, pero conservan aroma a frescura. Y me digo: esto es la permanencia en lo impermanente: una sonrisa que se mantiene en mis inexorables 85 años. Y sé que sigo siendo yo.

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Foto de archivo Celia me pasó la última foto. Hacía dos horas que me estaba torturando con sus recuerdos de viajes y de fiestas familiares. No nos veíamos desde la secundaria y dio por sentado que debía ponerme al día con su historia personal. Ya me había tocado el turno y lo usé rápidamente; sinteticé mi vida en nueve acciones: estudié, me casé, me recibí, tuve un hijo, me divorcié, me casé, me divorcié, viajé, me casé, enviudé. Así, sin emoción, sin confidencias. ¿Qué más debía decirle a una mujer prácticamente desconocida con la que había compartido cinco años de mi adolescencia y luego, el silencio? No me había entusiasmado el encuentro casual ni la invitación a tomar un café en su casa; pero tenía una tarde vacía y algo melancólica, y me pareció que con intentar no perdía nada. Creo que lo único que me llamó la atención en su relato fue que había adoptado mellizos japoneses. Lo demás…obviable. A esta altura, en mí todo era simulación: recibía, autómata, las imágenes en papel, mis ojos hacían un movimiento de derecha a izquierda sin ver nada, y la mano apoyaba las fotos sobre una pila que ya tambaleaba. Me preocupaba que se cayeran al suelo y tuviera que ayudar a recogerlas. Coloqué la anteúltima con mucho cuidado. La última. Suspiré aliviada y por cortesía la observé con más detenimiento. Mi pie izquierdo ya se había puesto en marcha virtual y tenía bocetado el saludo de despedida: ¡Qué alegría que nos encontramos! ¿Dale que nos reunimos otra vez el año que viene? Pero esa última instantánea esclavizó mi voluntad. Todo había sido “fríamente calculado”. La última foto: Martita y yo en el baile de fin de curso, abrazadas; ese beso en la boca a ojos abiertos que Celia capturó, y yo sorprendida en el primer pecado. Mi mirada descubrió todo un archivo en la memoria. Y mientras mis ojos de hoy y de entonces se cruzaban, mi anfitriona, sarcástica, actualizaba la censura por no haber sido ella la elegida. 24


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Lo que vos te merecés (de M. Aznar y C. Olmedo) Cualquier síntesis de una historia de amor puede ocupar sólo dos páginas. Describir vuelcos calientes del corazón, dulzuras que se escapan por la punta de los dedos, miradas que desnudan… tal vez un cuento largo. Agregar palabras esperadas y de pronto ausentes, gestos fastidiosos y llantos a escondidas, darían forma a una novela. Pero con o sin nostalgias, con el tiempo, la memoria de esa relación va acortándose cada vez más. La cocina se había convertido en pocos meses de convivencia en el espacio más importante de la casa. Ahí charlaban de tonterías esenciales para ellos con un mate en la mano. Si eran secretos lo que compartían, se paraban cerca de la heladera como si el frío fuera a conservar mejor lo dicho. Cuando reían se acomodaban sobre la mesada abrazados para no desarmarse; la tristeza se calmaba más rápido si revolvían la sopa juntos. Pasaron siglos de cuentas sin pagar, ceños fruncidos por falta de trabajo, cama fría y atardeceres de miradas distantes. –¿Vamos a dar una vuelta? –le propuso por undécima vez a su hombre. Él, sin bajar el diario ni mirarla, repitió con evidente molestia lo de tantas tardes y noches. –¿A ésta hora?. Ella descubrió su propio fastidio nunca hablado. –Siempre me preguntás lo mismo. A vos no hay hora que te venga bien para salir conmigo. Ni bien lo dijo, alivio y miedo. La respuesta inevitable llegó como cachetada. –Tenés razón. Entre ellos sólo quedaba un témpano gris. Empezó la milonga triste. Sol-Do. Él salió de viaje con un adiós pampa mía, en un barco carguero que recalaría en Australia durante un mes. –A probar –dijo–. Por ahí salimos de esta malaria –no especificó. 25


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Ella recibió la carta de manos del empleado. Ahí mismo en el correo, la abrió ansiosa. Primero reconoció los trazos. Se llevó el papel al pecho y lo respiró. Recién entonces, y frente a los demás en la fila, leyó en voz alta, sin lágrimas y sin vergüenza alguna, la puñalada que llenaba la hoja. Al salir del edificio con esa carta en la mano y las frases repitiéndosele dolorosas, empezó a caminar sin rumbo y llegó, casi involuntariamente, a la escollera frente al mar. No podía admitir la realidad de un adiós definitivo. Se acordó de todas aquellas palabras esclavas de emociones y de las sonrisas suspirosas vividas durante seis años. Prefirió guardar, por el momento, una imagen que, ya empezaba a darse cuenta, era ilusoria. Tiró la carta al agua y volvió como si nada a la casa a esperar que su Tony regresara del viaje. Le llevó muy poco tiempo aceptar la realidad. No dejaría que la abandonara. Se le iba a adelantar. Ella no era cualquier mujer de tango. Antonio volvió para llevarse todo lo que había dejado. Se encontró con que le había cambiado la cerradura y puesto todas sus cosas en un rincón del palier, sin importarle lo que dijeran los vecinos. Ella, derecho viejo, había tomado su propio camino, renovada y olvidadiza de gritos y desdenes. Tony, creíste que le estabas sacando viruta al piso. Pero era sabido lo que te iba a pasar, porque la historia de todos los hombres abandonados es bastante parecida. En especial cuando se les frustra su plan de retirada. Si bien no haría falta mencionarlo, forzó la puerta y metió sus cosas de nuevo hasta la partida final. Cuando se dio cuenta de que no era un desprecio pasajero, era tarde. De ahí en más, los sucesos se precipitaron sin que él tuviera control. Los van a leer rápidamente, si no les cansa la enumeración casi aburrida de hechos fatídicos. Ni bien ella se fue, él se quedó sin trabajo en el exterior, le robaron un Fiat 128 modelo 75 prestado, y desaparecieron sus documentos. ¿Creen que es imposible tanta mala suerte? Es lo que pasó. Sobre el pucho, no vio más salida que recurrir a la fe, y se involucró en una secta que le sacó los últimos pesos que le quedaban. Intentó suicidarse 26


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con un revólver demasiado viejo. Ató cabos. Nada le salía bien desde que ella lo había abandonado. Para que les quede claro: si Antonio hubiese visto las señales no le habría pasado lo que le pasó. Ingenuo, pensó que con una carta sin rostro pondría la relación en un si te he visto no me acuerdo y a otra cosa. Pero, Tony… ¿qué te costaba salir a dar una vuelta?

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Naufragio La tempestad se desplomó opresiva. Todas las brújulas olvidaron, incongruentes, las manos que las acariciaban buscando un norte. El golpe rebelde ejecutó sin remordimiento el castigo final y victimizó a las aguas, poco antes serenas. Las olas trepaban siniestras ocultando la proa y el ruido ensordecía la música del salón. Ambos tuvimos de pronto la misma revelación: nuestro amor no alcanzaría para salvarnos. Y sin el escudo de tus brazos tuve miedo de todo. El mar, como prestidigitador no contratado, nos cubrió de soledad profunda y húmeda. El sinsentido rompió el orden curvado del horizonte, que desapareció junto con los botes salvavidas. Luego, los peces me recibieron con caricias. Te llamé. Te busqué. No te encontré. Mi biografía dolorosa se ofreció en falanges azules y aliento ausente, y supe que en lo oscuro ya no habría grito posible. Entonces aluciné que te habías convertido en coral.

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Elasticidad del tiempo –Tengo que sacarlas otra vez –dijo la radióloga. Sumisa de ojos líquidos se deja hacer, soportando el dolor que permanece en sus senos desde hace quince minutos. La médica los moldea dentro del aparato como una escultora improvisada. Más dolor y miedo. –Esperame y no te vistas, ya vuelvo. Silencioso pánico por toda respuesta. Sabe que aquellos minutos van a rondar la eternidad. Después del temblor, la calma aprendida tras años incontables de la misma vieja historia. Mira el reloj. Se concentra un instante en las palabras de un relato que tiene en sus manos y que habla de una mordida de perro. ¿Sabés? Todo tu interior puede estar transformándose ahora mismo en hocicos hambrientos que se creen inmortales y no saben que van a morir con lo comido. Su pensamiento le produce un escalofrío. Mira el reloj. En la tragicomedia humana suele haber un perdedor que llora y un victorioso que ríe. Sin embargo, ese dolor y esa risa van a terminar cuando el pulso de sus biografías se detenga, más tarde o más temprano. Se masajea los brazos para entrar en calor. La sala y ella están casi desnudas. Si ves a la muerte como un ser, siempre va a ser la última en reír. Absurda costumbre considerar la exhalación final como un enemigo. En algunas ocasiones te ofrece tan sólo una sonrisa acogedora; otras, una carcajada vengativa y feroz por lo absurdo de la vida. Mira el reloj. En tu laberinto interior, donde tus miradas no llegan, hay pérdidas otoñales y reparaciones de verano, y aunque partes minúsculas se exilien y pierdan el rumbo, todas van a llegar a no ser… Todo está bien. No hay error en la naturaleza. Siente que el tiempo pasa demasiado lentamente en manos de la incertidumbre. Mira el reloj. 29


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Tus huellas en el mundo fueron contadas desde el primer grito. Piadosos, nunca se atrevieron a decírtelo y te alimentaron con una falsa idea de eternidad. Pero siempre supiste que era mentira. Esa pequeña sala blanca ya le parece una celda. Salvo el reloj en la pared y el ritmo de su respiración, todo es silencio. Mira el reloj. Aquellos barriletes que hiciste volar, esas metas que lograste, las aguas que te llevaron lejos, unas pocas piedras que casi te hacen caer, y los grillos que parecían cantar tu nombre…todo cambia de estado… nunca es idéntico a sí mismo. ¿Por qué ibas a ser vos la excepción? Paradójicamente la pregunta la tranquiliza y, casi con dulzura, toca el antes temible aparato de rayos X. Mira el reloj. No te vas a llevar los febriles jadeos del amor, ni el rostro húmedo de llantos en soledad. No te vas a llevar nada porque al fin, de nada sos propietaria. No te vas a llevar nada porque no vas a ningún lado… Suspirando, da vida a otras imágenes para que la sostengan. Sos un viento holgazán que se va a ausentar sin ecos y con suerte, sin sufrimiento. Mira el reloj. Algún racimo de recuerdos de los que sos parte va a colgar cierto tiempo del corazón y los pensamientos de quienes fueron compañeros de ruta. Lo más cercano a la inmortalidad, y luego el universo. Mira el reloj. Pasaron tres minutos. –Podés vestirte. Vení mañana a retirar las radiografías y se las llevás a tu médico. Te adelanto que todo está bien. Mira el reloj. Las agujas giran enloquecidas. –No sabés cómo te agradezco. Hasta el año que viene.

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El duelo Son temerarios y arrogantes, los más rápidos en el manejo de la Colt 45; solitarios, valientes y temidos en toda la comarca; rivales históricos en la conquista de mujeres del Far West y ladrones de banco por toda profesión conocida. Por esas cosas imprevistas del destino, ambos coincidirán en Lone Star City una mañana de verano. Las gargantas de los hombres del pueblo se van humedeciendo con whisky y cerveza desde las primeras horas para evitar que el calor del sol las seque. Aunque no salen de sus casas ni del ‘saloon’, los chismosos observan los trámites de la carreta especial de la Wells Fargo, la empresa que recoge el dinero de los bancos de Texas, estacionada frente al único de Lone Star, y custodiada por dos uniformados con armas largas. Alguien ha traído la noticia de que Baby Face aparecerá antes de que logren llevarse lo recaudado. El suspenso acompaña la escena. Como ante una orden recibida que nadie ha dado, las caras tras las ventanas se vuelven hacia la salida norte del poblado. Jimmy “the Swift” hace su entrada sin previo aviso, en el caballo árabe. Vestido de negro desde el sombrero a las botas y su rostro cubierto con un pañuelo que una vez fue blanco, apuesto pero polvoriento por el viaje, se dirige con la mano derecha apoyada en su cartuchera y lentitud premeditada, hacia el carromato de la Wells. No hace falta decir que el sheriff y los comisarios se preparan para una balacera. Por la salida sur de Lone Star se acerca despacioso, Baby Face, desaliñado y recio, a cara descubierta, en una rara combinación de adolescente y matón. Su mano izquierda se apoya en la pistola de caño largo. Todo presagia violencia sin límites. Los rostros pueblerinos, aburridos por la rutina, delatan una actitud morbosa, deseosa de sangre. La distancia entre los pistoleros se acorta lentamente por la calle polvorienta, mientras los guardias, temblorosos, se aprestan a descargar sus Smith & Wesson. Parecen anticipar que todo esfuerzo será inútil ante la famosa velocidad de disparo de los ladrones. 31


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El incidente se desata con celeridad. Caen los custodios heridos de muerte. El sheriff y los comisarios desorientados por el fuego cruzado, ni siquiera llegan a sacar las armas. La carreta de la Wells Fargo ha quedado solitaria y rebosante de dólares. Ni un alma se atrevió a salir a la calle principal. Un silencio expectante marca el ritmo de los minutos. Ahora les falta saber quién se llevará el botín. Los bandidos se encuentran separados por escasos cincuenta metros. Desmontan. Enfrentados, sus miradas amenazantes, serpientes hipnotizadoras, se clavan en el cerebro del rival. El ambiente es denso. El viento, hasta hace minutos caliente y pesado, se detuvo. Los ojos del pueblo recorren la distancia entre los bandoleros, deseosos de captar el gesto que preanuncia el momento de desenfundar. Hombres y mujeres parecen tener la certeza de que no habrá heridos: sólo un muerto. Ese minuto les resulta una eternidad. En el velocísimo instante de las Colt, las respiraciones se suspenden. Jimmy está muriendo. Mientras, la bala de su pistola roza el hombro de Baby Face y termina alojada en el corazón del cameraman de la Metro.

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Espejos Ambas se miraron como no queriendo. Pero la atracción era sostenida por el asombro y la melancolía. Marie alucinó estar viéndose en un espejo antiguo, y todo su pasado escondido en un rincón polvoriento del cerebro reapareció, indeseado pero vigoroso. Sentada ahí, en el escalón de la catedral, anónima y callada, su mano siempre abierta esperando unas monedas, creyó que iba a morirse. Le habían dicho que en el instante final, toda la vida pasaba como en un flash. Y aceleradamente recordó sus días de belleza seductora, feliz e irresponsable, su cuerpo y su rostro luminosos, su risa fácil, sus ropas caras pagadas por los hombres más codiciados y ricos de París que creían poseer su corazón; su decisión de no ser nunca pobre, a costa de lo que fuera, de no importarle el juicio de la sociedad parisina; su piso amueblado con lo mejor; el progresivo cansancio de camas sin amor, el ajenjo, el alcohol y el opio; la pérdida inexorable de su carne firme y la paulatina necesidad de dinero; el llevar día tras día sus joyas al banco de empeño; su desesperación frente al rechazo y el abandono; las fiestas a las que dejó de ser invitada; la censura en la boca de otras mujeres; los hombres que la olvidaron; su mudanza a un prostíbulo; las arrugas que iban apareciendo con rapidez; la pérdida irremediable de algunos dientes; su voz ronca, las uñas rotas y su poca ropa gastada; su vejez con sólo cuarenta años. No habría querido recordar, pero fue una tormenta no esperada e inevitable. Cabizbaja, sintiéndose fea y mala, lloró, aún con la mano extendida, mientras esa otra mujer, sosías de la primera juventud, entraba elegante y hermosa al Sacrée Coeur, dispuesta a implorar que se cumpliera su deseo de vida alegre y afortunada. Marguerite había mirado a la vieja a los ojos y por detrás de esos rasgos oscuros, deformes por la edad y el sufrimiento, vio a alguien íntimamente cercano, y esa visión le provocó un escalofrío. Sus veinte años eran ligeros e inteligentes. Había dejado el hogar familiar hacía ya cuatro, dispuesta a no acabar de lavandera como su madre. Conoció a 33


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un hombre que la protegió, le compró un apartamento en la mejor zona de la ciudad, le prodigó alhajas y vestimenta cara. Sin embargo no se mostraba con ella. Decía quererla sólo para sí; y ella pagaba dándole placer y fidelidad. Pero a Margot, como él la llamaba, le faltaba alegría, amistad y admiración de parte de otras mujeres. Él, dadivoso aunque posesivo, no le permitía una vida propia. Arrodillada, rezó por un cambio, una valentía que aún no tenía, tal vez una muerte accidental para ese hombre a quien no amaba y que ya era su carcelero. Esa absurda mendiga con tocado, pluma, y cuello de piel iguales a los suyos, pero deslucidos y anacrónicos, le espejó un futuro posible. Rechazó la imagen como quien rechaza un golpe en la cara, y decidió que lo posible debía ser improbable. Al salir de la iglesia ya había elegido: fuera como fuese iba a casarse con un noble; no permitiría que la vida la sentara nunca con la mano extendida en una fría escalinata. Pasó rozando con su falda impecable el cuerpo de Marie, dejó caer unas monedas en su mano y dirigió su mirada hacia otro lado, negando la presencia. Marie sólo dijo gracias y deseó, compasiva, que el destino no fuera circular.

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Saldando cuentas Al pasar, vi que ponías el agua sobre la hornalla prendida al máximo. Parada al lado de la cocina, en camisón, seguro que la mente se te disparó en recuerdos muy usados. No habría sido tu deseo, lo sé. Escuchaste la revolución de burbujas y, todavía allá por los treinta y pico, tus dedos encerraron con descuido las manijas ardientes; el dolor mandó al instinto y abriste las manos con la olla de fideos ya en el aire; todo se desplomó humeante sobre tu casi desnudez, mientras el recipiente rodaba por la cocina anunciando un infierno. No escuché ni un grito. Un estupor indiscutible debe haberte paralizado. ¿Cómo era eso de que cuando uno cocina sólo debe cocinar, y cuando recuerda sólo debe recordar? Un segundo de ausencia. Los que no te conocen, con simpleza, habrían dicho que fue una distracción. Yo sé que no. Te encontré tirada en el piso, temblando; cubrí con una manta tu cuerpo que ya escupía hilos de sangre, y llamé a emergencias. Mientras tanto, como pude, reconstruí mentalmente lo que había pasado. La ambulancia llegó -milagro- de inmediato. Ahora en el hospital, vendada como una momia, repleta de morfina hasta la inconsciencia y con un futuro improbable, percibo el movimiento de tus ojos bajo los párpados. Y sé que imaginás que al fin pagaste por haberte defendido. Tenías miedo, y un revólver, y yo me quedé sin padre, todo en un momento. Nunca te mostraste arrepentida. Me decías, eso sí, que mejor habría sido escapar. Pero no había vuelta atrás. Ahora ni el pasado ni el presente existen. A fuerza de compasión y de horas, mi resentimiento por lo hecho y por lo no hecho se diluye. Cada respiración me asegura que estoy viva. Por vos. La culpa prescribió con llagas.Te simulo al oído: “Elvira…soy Néstor…te perdono”. ¿Me habrás escuchado? Me acerco otra vez: “Mamá…soy Ana…te perdono y…gracias”. Sigo al lado de la cama, en esta habitación inútilmente aséptica, y 35


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por toda seĂąal, percibo un lento suspiro de alivio que te lleva de viaje para siempre.

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Tras la máscara De repente esa imagen me resulta extraña. Círculos verde claro como los de ciertos dibujos animados japoneses. Sin las pestañas postizas impresionan como cuadros futuristas, incomprensibles, enmarcados por unos finos arcos dibujados con lápiz negro que no acusan movimiento alguno. Viejas persianas, ahora abiertas con desmesura, sorprendidas. Nunca antes las vi llorando y ahora desprenden gotas densas, pegajosas y negras. Sobre el mentón distingo un rojo corazón de rouge, menos ancho que el dedo meñique, ahora manchado de negro y deformado. No sonríe, en cambio percibo el pavor. A simple vista, nadie puede saber si tras esa forma ridícula hay humedades o un vacío interminable y seco. Esa grieta cerrada se abre y estalla en monosílabos agudos tratando de ahuyentar el miedo. Arriba, y en esa imagen que dolorosamente se va transformando de a poco, un apéndice inmenso y carnoso con dos agujeros, de los que sobresalen descuidadamente unos finos pelos aún ardiendo de clorhidrato. Dos óvalos heridos de plata 900 sobresalen a los lados de una forma casi calva sobre la que hace instantes descansaba una peluca pelirroja. El resto, blanco pálido, talcoso. Esa cara en dos dimensiones, hace apenas unos minutos la de un travesti, va a desaparecer en el momento en el que yo, mujer atrapada en cuerpo masculino, apague la luz del baño y deje de mirarme en el espejo.

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Cuestiones privadas El golpeteo en el dormitorio de arriba es horrendo. Esa gente parece no tener hora. Durante el día se opaca detrás del ruido de las bocinas, las frenadas de los colectivos, los silbidos, los gritos de la gente, el viento y alguna música que viene de otros departamentos. Supongo que al menos aprovecharán los días de playa. Pero a la noche es insufrible. Las tormentas parecen excitarlos más. Me acuesto y cuando apago el televisor, el ritmo anuncia “DE NUEVO INSOMNIO”. Prendo la radio y me pongo los auriculares. Me quedo dormida pero sólo por unos minutos. Los golpes sobre mi cabeza me despiertan asustada y enojada. Me escondo debajo de la almohada y suenan, lejanos pero suenan. Es indecente. Yo nunca fui una pacata, pero esto es demasiado. La intimidad debe ser privada, no pública. Además mis nervios ya son alambres electrificados y las ojeras me llegan hasta los pies. Mañana mismo me voy a quejar al encargado. Ya pasaron dos meses y creo que es suficiente. Se acabó la fiesta, tórtolos. El encargado toca el timbre en el departamento que queda justo encima de Soledad. Nadie contesta. Usa la llave que los dueños le dejaron al terminar la temporada y entra. La ventana del dormitorio había quedado abierta. El viento está haciendo el amor con las cortinas.

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Destino: Bosnia Los pasos secos y rígidos de los soldados me gritaban el odio concentrado en las suelas. Esa tarde, que en otros tiempos habría sido de sol festivo, se convirtió bajo el ruido monótono y grave, en una puerta iluminada al infierno. Los jóvenes marcharon resueltos e hipnotizados de inútil nacionalismo, al barco que los dejaría en tierras extrañas de las que apenas conocían el nombre. Sus bayonetas se clavarían en rostros parecidos, sin identidad, y sólo algunos volverían, con su inocencia perdida entre las balas.

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Inquisición Sabe que algo malo va a pasarle. Lo presiente. Con esa clarividencia animal que la acompaña desde que nació. Afortunadamente, su madre no la censura cuando le advierte que se prepare para una calamidad, cuando sueña que se avecina una catástrofe, cuando no quiere salir porque sabe que la tormenta eléctrica será devastadora. No sólo no se lo recrimina sino que siempre la escucha con atención. Un día, cuando era chica, estando ella presente, le dijo a una amiga que su hija parecía un radar, y notó cierto orgullo en su voz. Ahora, una vez más, ese sexto sentido no le indica nada bueno. Intuye peligro y tiene la sensación de que será condenada por algo de lo que ni siquiera la acusaron. Que la van a castigar sin remedio. Se concentra y cerrando los ojos, trata de recordar aquellas acciones que terminaron en desastres -pequeños- pero por los que siente alguna culpa; a decir verdad, no demasiada: una tarde cortó una flor para su madre y sin querer rompió el tallo; otro día estaba jugando en el jardín y entró a la casa ensuciando el piso con barro, cierta noche probó unas frutillas que estaban preparadas para adornar una torta…ese tipo de cosas. Nada muy importante. No recuerda ningún otro hecho que merezca un castigo y, sin embargo, el temor se apodera de ella, cada vez más. Abre los ojos. El cielo empieza a cubrírsele. Ésa es la señal. Estrépitos. El piso tiembla. Piensa en su papá y sus hermanos que están trabajando en las minas, agradece a todos el amor que le dieron y los cierra nuevamente, con total entrega. Se concentra. Está preparada. Llegó la hora. El zapato de Margarita, la señora de la limpieza, baja como un tornado sobre la pequeña hormiga clarividente que entró, por última vez, a la cocina.

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Murallas Leo en el cuento de Marco Denevi: “En el ángulo que forman la avenida General Paz y las vías del Ferrocarril Urquiza hay un gran espacio abierto con todo el aire de una zona fronteriza” y me acuerdo. Ahí jugábamos a la pelota (de trapo cuando otra no había) los chicos del barrio obrero de la provincia, consentidos por su santa de rodete enamorada del balcón rosado, y los del barrio Devoto, tradicional caserío fifí con jardines y techos rojos. Puteábamos como los mejores olvidando las maneras educadas de colegios privados, y ellos ligaban sanguches y botellas de Trinaranjus con burbujas de soda. Durante tres horas la guita no nos separaba. Hasta el 55. Los aviones negros que sobrevolaron la Plaza nos separaron. El espacio abierto quedó sin gritos, insultos y comidas compartidas. La frontera se hizo infranqueable como una muralla china al ras de la tierra. Ese ángulo vacío pero repleto de historia infantil, se repitió por décadas en cada rincón argentino, y lo dividió. Eran alpargatas contra libros, era mate contra champagne, era La Salada contra Punta del Este. Ahora estoy justo en el vértice del ángulo, mi alma vestida de traje, corbata y attaché profesional, pero durmiendo adentro de una carpa de cartón y chapas, improvisada y permanente. Hoy, en el 2002, he logrado la alquimia de los bandos.

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67 bis Ella no sabe que él se acerca sigiloso. Permanece en silencio esperando a su madre que le prometió el almuerzo. Unos ojos verdes se asoman súbitamente y la zarpa se detiene en el aire. Los colores dulces del ave suspenden el instinto del gato que se enamora por primera vez. Ella lo mira desconcertada, Julieta con plumas. Mientras le habla en su pequeño y tímido lenguaje, él abre sus patas delanteras para abrazarla. Está confundido. Cree que como ella, tiene alas. Cae Romeo. Ella piensa que ha volado. Efímero amor roto por la incompatibilidad.

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Corsos eran los de antes Disfrazado de silla Luis XV, comienzo a recorrer las calles iluminadas. Sin haberla buscado, me encuentro con la chica de mis sueños rojo buzón, aguardando que le regalen una carta. Ella se acurruca entre mis brazos de gobelino y caminamos entre las otras máscaras. La serpentina y el agua de los pomos se cruzan por el aire y enlazan a Superman con el Corsario Negro, a cierta Caperucita con uno de los tantos Patito Feo, al cowboy con una gitana. Nadie se preocupa por la hora: siempre es temprano. Las matracas compiten con los globos que revientan porque sí. La calle y las veredas ruegan un espacio de libertad, y los perros vagabundos se esconden, con miedo, bajo las maderas quejosas del escenario donde pasearán las mascaritas, aspirando al premio. Algunas madres llaman a sus hijos perdidos voluntariamente entre los vendedores de estrellitas y petardos, y los heladeros. Desapercibidos, paseamos nuestro recién estrenado amor a primer antifaz bajo las lamparitas de colores buscando una vereda arbolada y sin luna. Su boca rectangular me susurra un deseo: recorrer mi disfraz hasta escuchar el latido del corazón. Yo, encontrar el cierre relámpago que descubra su verdadero yo. Somos mascaritas sin sosías. A seis cuadras del corso, contra un paredón roído por la lluvia y el tiempo, consigo deshacerme de las maderas que me dan forma y de la tela que me cubre. Haciendo malabarismos, deslizo con cuidado el cierre casi interminable del papel maché, hasta que cae y forra las baldosas. Nos asombramos al conocernos hombre y mujer. Sorbo de su boca verdadera y la encierro con dulzura entre mis brazos de carne. Ella pega su oreja contra mi pecho y ríe con el galope interno. La luz de la madrugada nos encuentra contándonos nuestros recuerdos y sueños. Mientras, se dispersan las otras mascaritas con cabezas de cartón bajo los brazos, cientos de globos se quedan enlazados en las ramas de los árboles, y otros personajes bailan borrachos mientras guardan los martillos de plástico y los pomos vacíos para el año próximo. 43


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Cegado por la confianza Leés el horóscopo para la semana y el alivio relaja tus músculos. Hasta este momento el desconcierto sobre el futuro de tu pareja te mantuvo insomne. Eras consciente de las miradas y cuchicheos de los amigos en común y de las sonrisas de compromiso. Los vaivenes en la relación se habían convertido en tema telefónico entre ustedes, y entre los demás. Pero ahora las letras impresas son claras: “la suerte está echada, sepa que va por buen camino; desentiéndase de la aprobación ajena”. Por primera vez en tu vida no te importa el juicio de los otros. Estás seguro, muy seguro de lo que sentís, de lo que querés. Claro, este Kirón pronosticador lo vino a confirmar, pero si no lo hubieses leído, igual sabrías que todo va bien. Seguís leyendo: “por atareado o cansado que esté no descuide su apariencia”. Esto sí que no lo entendés. Siempre te bañás y afeitás, siempre con la camisa limpia, siempre los zapatos lustrados, siempre el peluquín ubicado en su lugar. Nunca te olvidás de colocarte el ojo de vidrio ni de aceitar las articulaciones de tu pierna ortopédica. Te preguntás entonces el porqué de la recomendación. ¿Tendrás mal aliento? Hace días que notás que ella está un poco distante y no te ayuda a cruzar la calle…pero pensás que si fuera eso, Kirón habría sido más claro: cuide su dentadura, cuide su aliento. No, no es eso, te decís. Tratás de recordar los últimos encuentros. Solamente una cachetada que ella se merecía y nada más. Seguís tomando el café y descartás cualquier preocupación. Te aferrás a las primeras palabras: “va por buen camino…” Confiás en Kirón. Sabe de qué habla.

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Grotesco Hacía días que, estancada en la frase final de un cuento, buscaba una palabra. La palabra. La única y exacta que acompañara a ese verbo solitario: ‘MORÍ’… Hoy, sostenía mi lapicera cerca de la hoja plagada de significados, pero esa ausencia la mantenía a un centímetro de la línea del renglón. Un zumbido negro rondaba por mi pelo. El ruido se colaba molesto entre sustantivos y adjetivos remanidos. Traté de concentrarme en la técnica acostumbrada: recorrer un diccionario mental en que por orden alfabético aparecieran como carteles luminosos, palabras poco utilizadas por mí. No podía pasar de la A: ‘azúcar’ fue la última. El sonido grave y persistente, cambiaba de lugar con un ritmo monótono que se me pegaba al cuero cabelludo. No quería levantar la mano, por si esa palabra aparecía, sorpresiva y justa. Con la izquierda me toqué la coronilla y sentí un leve cimbronazo, una pequeña descarga que me hizo tragar la saliva amarga de un cigarrillo terminado hacía una hora. Me di cuenta de que en ese instante el miedo y la bronca me asaltaron: no podía dejar que nada me distrajera de la tarea. Miré el cenicero que estaba frente a mí, ya limpio, y deslicé la mano libre hacia él en cámara lenta. Abrí los dedos y cerré la mano apretando fuertemente la forma circular; y a dieciséis cuadros por segundo para no asustar al intruso, levanté el brazo y de un golpe certero contra mi nuca, lo callé para siempre. Ya en calma por el silencio recuperado, aunque mareada, apoyé el cenicero y junto al verbo solitario, mi mano derecha escribió el gerundio preciso. Como en una película de Fellini, la imagen grotesca del moscardón incrustado en el vidrio roto y rodeada de mi sangre, se congeló en la palabra MATANDO.

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Nacido en Capital Federal a mediados de los ’60, se estableció definitivamente en Mar del Plata en 1985. Se abocó a la narrativa, la poesía y el ensayo desde el año 1993. Integró diversos talleres de escritura, entre ellos el de Mirta Constanzi, Vicente Zito Lema, Ana Ferragine, Daniel Boggio, Pex Frito y Marcela Predieri, y coordinó además su propio grupo. Publicó en distintos medios gráficos (revistas La Avispa, Utopía Azul y otras, y diario La Capital) de la ciudad de Mar del Plata, y en el periódico estadounidense En Miami. Obtuvo la Mención Mejor Poesía Universal, Premio “ERATO” en el 1° Certamen Provincial de Escritores, 1999. Participó en las siguientes Antologías: “Marathónica Poesía” 2004, “Metamorfosis Urbana” 2004, “No hay que matar a la madre” 2005, “Sucedió en Mar del Plata” 2005. Colaboró en talleres del Programa Solidario “Cultura en Zapatillas” 2004. Actualmente se dedica a la corrección de textos, y prepara su novela “El árbol más oscuro”.

e-mail: elorni65@hotmail.com

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La perro Se preguntaba por qué no le decía nada. Él tenía la misma actitud de los que en lugar de cáncer dicen eso, “tiene eso”. Buenos Aires, como toda gran señora, ejerce muy bien la indiferencia a lo frágil, hace que resulte obvia la vieja tapada con cartones en la 9 de Julio, obvio el adolescente atlético que aún no sabe correr el cuerpo, obvia la neurosis, cosmopolita por excelencia. Buenos Aires también hace un magnífico uso del eso. Por qué no le decía nada. Ni en el ascensor al 14 f, ni por la vereda en un penoso trayecto entre Agüero y Montevideo, ni suspendidos hora u hora y media en esos bares modernos con backlight de multinacional. La técnica del tirabuzón era algo obsoleto, probadamente infructuoso: yo sé lo que te pasa, falta poco para el aniversario de tu papá, no? / a mí tampoco me gustó lo que te dijo Cristina en el asado, hace rato que la tengo acá / vos estás pasado de vueltas papi, ¿por qué no le decís a Fito que te de una mano? Él hacía comentarios sobre los apenas audibles ruidos del auto, aunque ella ni entendía ni le interesaban los ruidos del auto. Pero tampoco iban dirigidos a ella; era un pensar en voz alta al manejar, una obviedad de sexagenaria en el suelo esperando a que aclare, y después a que anochezca. Por otro lado, ella pensaba en qué ganas de ir al teatro, qué ganas de pasar por San Telmo, qué ganas de pintarme y que me lleve por ahí a dar la vuelta al perro. Ojalá un perro y su correspondiente vuelta. Ojalá el felpudo en el living y el bol de agua junto a la heladera. Ojalá la película de las diez, y la mano que cuelga del sofá hasta el pelaje cepillado y tibio del perro. Ojalá la propia correa y de nadie más que del perro. La otra técnica, la de mejor pensar en los hijos y los nietos, la de no amargarse tanto y los hombres son así, de a ratos servía; sin embargo funcionaba como un ansiolítico que trabaja con el síntoma y no con la raíz. La perro se sacaba sola a rumiar un té con limón a lo de la hermana, la perro se rascaba pulgas y que nunca se fueran, porque sino qué otra 51


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cosa iba a hacer la perro, la perro agarraba la cartera, hacía escala en un kiosco y les llevaba golosinas a Marquitos y Juan Manuel, y pasaba coloridas tardes de perro. De a poco aprendió el silencio. Dejó la técnica del tirabuzón como deja el chupete quien ya está grande para andar con chupete. Aprendió a pasarlo por la garganta con poquísima saliva, hasta podía sentirlo bajar al estómago hecho un bolo alimenticio de la nada y sus derivados. Aprendió carburador, pastillas de freno, paneles de puertas, burro de arranque. Y esa opaca maravilla de ver sólo la mitad llena del vaso, ignorando la otra mitad, para saberse tan afortunada de tener un hombre así. Aprendió por fin a obviar, tal como Buenos Aires. A dar por hecho y a incluir. Y como toda gran señora, aprendió a usar el eso.

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El detalle Consiguió un herrero y le mandó hacer una reja para el frente de la casa. Pero no bastaba; podían saltar por la medianera. Mandó hacer otra para tener cubierto el lateral. Pero podían violar la cerradura de la puerta de calle. Compró una alarma con sensor de movimiento. Pero se podía olvidar de activarla al salir. Consiguió dos rottweiler que salpicaban de baba al que pasara por ahí. Pero los podían envenenar. Instaló un cerrojo electrónico en la puerta de entrada, más un portero eléctrico con visor. Pero podían esperarlo en la esquina y meterse con él a punta de pistola cuando bajara del auto. Instaló un sistema de mando a control remoto para el portón del garage. Pero podían haberse metido en el auto antes que él. Cambió la alarma del vehículo por otra más sofisticada. Pero podrían ser los mismos que se la vendieron, o conocidos de ellos. Se compró un treinta y ocho y lo guardó en el cajón de los cubiertos. Pero si entraban, entrarían por el living. Lo escondió debajo de uno de los almohadones del sofá. Pero también estaba la ventana del baño en la planta alta. Lo dejó adentro del vanitory, al lado de la espuma de afeitar. Pero quedaban el quincho y la pileta desprotegidos. Lo puso sobre la mesa de tablones y caballetes. Pero se podía trabar el mecanismo al gatillar. No, porque compró lo mejor que hay en plaza. Era lo mejor pero tal vez las balas no. Las balas también eran de excelente calidad. Cómo sabía si jamás disparó un solo tiro. Gatilló, la bala recorrió impecable todo el cañón del treinta y ocho y le rompió el cráneo. Ahora sí.

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Wrong boy Esto es una locura, tenés razón. Yo soy muy analítico. Vos sos más práctica. Yo soy un clavel del aire. Vos sos un ombú de raíces profundas. Yo no te convengo, no sirvo a tus intereses, ando mayormente solo. Vos en cambio sos bien familiera. Tenemos gustos distintos, reacciones distintas, pensamos distinto. Sobreabunda la incompatibilidad por donde mires. A vos, nada de lo que te rodea te es indiferente. Yo soy más selectivo, así me ahorro energía al pedo. Vos, cocina italiana y un rico vinito. Yo, minutas y gaseosa. Vos decís que sabés bien lo que querés a esta altura del partido. A mí me falta llenar algunos casilleros. Vos sos más de hablar. Yo soy más intro. Vos tenés inclinaciones socialistas. Yo prefiero un entero a un partido. Vos sos antitabaco. Yo también, pero fumo. Vos tendés a engordar. Yo, a quedarme pelado, y voy muy bien. Y así podría seguir enumerando interminablemente por qué esto es una locura. No a vos, porque ya lo sabés, y yo lo mismo. Entonces qué hago en esta cama, qué hago con mi brazo abajo de tu cuello, qué hago tirando el humo de este cigarro al techo, qué hago en esta oscuridad de medianoche que me encandila. Y qué hacés vos, qué hacés con un éste-no-es-para-mí, qué hacés acariciándome los dedos de los pies con los tuyos, qué hacés estirándome los vellos del pecho. Deberías estar con tus hijos, o repasando los apuntes de tu próximo examen, cualquier otra actividad que justifique el estilo de vida que elegís. Y yo debería, no, porque éste es uno de los casilleros que no llené. Por ahí sí debería decirte esto que estoy diciéndome a labios pegados, y echar por tierra todo ese discurso de mujer segura de sí. ¿Debería? No tengo fama de gran cumplidor; apenas si cumplo años. Además, como dejaste de jugar con mis pies y mis vellos sé que te quedaste dormida, y no me escucharías una sola palabra.

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La celda ¿Podemos ver a papá? No. ¿Por qué? Porque no… ¿tienen plata? No. ¿Qué tenés en la mano? ¿Esto? una nave, le hacés así, ay, pará, ¿ves? y le sale un cañón láser. A ver. Así, para atrás. Dámela y pasen. Bueno. Qué largo que es este pasillo. Sí, dame la mano que si te perdés… Señor, señor. Qué. Venimos a ver a mi papá. ¿Cómo entraron? El señor de la puerta nos dejó pasar. Vengan por acá. ¿Por qué está oscuro? No sé, preguntale. Señor, ¿por qué está todo oscuro acá? Agárrense que ya llegamos. Uy, me mareé en ese coso. Yo también. Allá está su papá, no caminen por los costados. Hola pa. Hola chicos. ¿Por qué estás acá? ¿Cómo hicieron para entrar? El señor de la puerta nos dejó, ¿por qué hay tantas rejas? Para que no me escape. ¿Qué hizo papá? ¿Qué sé yo? preguntale. No, preguntale vos. No. ¿Y cuándo vas a salir? No sé. ¿Y si no salís más? ¿Cómo andan en la escuela? Yo bien. Yo también, ayer tuvimos prueba. ¿Prueba de qué? De matemática. Vos andás bien en matemática. Sí. Mamá me compró un perrito. No, a mí me lo compró. No, vos tenés el conejo que no le das nunca de comer. No es cierto. Bueno, ¿y cómo se llama el perrito? No sé, todavía no tiene nombre. Che pa, ¿y qué hacés acá? Nada, ¿qué voy a hacer? ¿No mirás televisión? Acá no hay televisión. Ah, ¿y qué te dan de comer? Qué largo tenés el pelo. Si, ¿viste? mamá me lo quiere cortar pero yo le voy a decir que no, que a mí me gusta así. Le voy a decir si me presta las herramientas así me armo un barco. No, se va a enojar. ¿Y para qué las quiere ahora? total… che pa. Pará, decile a mamá que en el último cajón de la cómoda hay plata por las dudas. Bueno. Te vas a acordar no? Sí, en el último cajón de la cómoda. Sí, donde tengo las medias. Che pa, ¿no me prestás las herramientas unos días? quiero hacerme un barco. ¿Y vos sabés hacer barcos? Sí, yo sé hacer de todo. Bueno, agarrá las que quieras. Gracias pa, ¿viste que no se enojó nena? Bueno chicos, vayan nomás que se les hace tarde, sabe mamá que vinieron no? No, le dijimos que íbamos a la plaza un rato. Por hoy pasa pero no le mientan más eh? Sí, chau pa. Chau mi amor. 55


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Chau pa. Chau hijo, decile a mamá que no te corte el pelo que así te queda bien. Bueno. ¿Por acá era? Creo que sí, acá está el miocardio, ¿ves? Sí. Ahora vamos derecho hasta el ventrículo izquierdo y doblamos. Señor. Qué. Ya nos vamos. Vengan por acá. Cómo se mueve el coso éste. No se dice coso, se dice tejido cardiovascular. Bueno, eso. Señor. ¿Ya vieron a su papá? Sí, ya nos vamos a casa, tenemos que hacer los deberes, chau. Pará, tomá tu nave. No, es para usted porque nos dejó pasar. Quería saber cómo era nada más, tomá, yo también estuve allá adentro hace mucho. Bueno chau. Chau. Chau señor. Chau, pórtense bien. Sí.

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Paula sonríe Paula (siempre con su mochila de corderoy marrón claro vaya para donde vaya, sea a la biblioteca a tomarse un cafecito y avanzar algunas páginas de un libro antes de ir a trabajar, o al gimnasio donde ya se hizo amiga de dos chicas, a ejercitar brazos y piernas después de esos meses en cama a causa de la depresión por haber tragado y juntado, tragado y callado hasta perder el sentido de la realidad en la que, sin duda, había cosas positivas que poner en la balanza y tener así un panorama más razonable, no sólo de ella sino también del mundo todo; sin embargo persistió durante años preciosos en negar cualquier cualidad, incluido el verde de sus ojos y la rapidez con que lograba sentar a un pibito en la falda para contarle un cuento, hacerle cosquillas o averiguar qué había hecho en el jardín esa mañana; ella se veía como el clásico payaso que arranca aplausos de todos y que una vez en su camarín destapa la botella y se va, y se va, y se pierde allá lejos donde no llega la mano de ningún otro ser humano, ni siquiera Diego, carilindo, con trabajo estable y comprensivo pudo contra la obstinación de esa mujercita de veintitrés; pasado el año y medio de lucha decidió que el precio por ese cuerpo bien formado, esos ojos como uvas y su dulzura era demasiado alto, y así Paula tuvo un motivo más para confirmar que dos son multitud y que aún uno sobraba, de modo que las noches empezaron a alargarse y no se dormía antes de las tres escuchando baladas de amores imposibles y escribiéndoles cartas a amigos virtuales que no veían los envoltorios de golosinas que se iban juntando en el piso de su dormitorio, cada vez más desordenado, de ventanas cerradas, de cama sin hacer, no, ni sus amigos virtuales veían esto, ni los que la cruzaban por la vereda y le decían cosas fascinados por sus rulos y su metro setenta y dos, después de todo, tampoco les interesaba saber más; era un aviso publicitario que no dura sino unos segundos y desaparece en la otra cuadra con sus evidencias y sus misterios, y luego de varias cuadras más llega al trabajo, deja su campera y su mochila, hace lo que tiene que hacer, habla lo necesario, se toma un té con cuatro de azúcar y a las ocho saluda 57


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amable, casi en voz baja y se vuelve a su casa, le hace unos mimos a la perra y prende urgentemente la radio a fin de no padecer el silencio bajo ninguna circunstancia; así, cercana a las viejas que se llenan de gatos y recuerdos, Paula guardó sus pechos firmes y las cosas que había jurado hacer en el tercer cajón de la cómoda junto con las bombachas y las medias, y sin remordimientos se despidió de su juventud; si algo deseaba ya lo tenía: cuatro patas de madera, una almohada y un par de frazadas en un viaje sin escalas; sólo las paradas necesarias para cargar combustible y continuar sin un destino final; la verdad es que lo estaba haciendo bien, esto de pasar del verde al amarillo para volverse un ocre rojizo que termina en el marrón seco de una hoja al completar su ciclo, lo venía haciendo realmente bien, es más, de no haber sido por una serie de molestias todavía estaría viajando, pero no pensó en el sobrino que iba a nacer, ni en el asco que un día iba a sentir por estar tan mal, no pensó en que una película ingenua de la televisión podría abrirle un tajo en esa cabeza petrificada, ni pensó que existía en algún lugar un Marcelo que no perdona a nadie faltarse el respeto, no pensó que lo eterno a veces termina, ni pensó en un sinfín de cosas que acabaron por suceder; su descuido para planear viajes sin final la llevó a sacar sus pechos y sus proyectos de la cómoda, pasarles un trapo húmedo y volver a ponérselos todas las mañanas, como la mochila de corderoy marrón claro, vaya para donde vaya) sonríe.

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Boceto para una novela Se trata de un hombre que está por cruzar la calle. Doscientas ochenta y cinco páginas distribuidas en esos dos minutos desde que lo detiene la luz roja del semáforo y lo libera la verde. Ciertamente una fracción de tiempo muy pequeña en el día, más pequeña en una vida. Hasta se podría decir que cruzar una calle no figura entre las actividades cotidianas, una acción que no existe en definitiva. Se corta la vida del protagonista obviando sus vivencias de niño, adolescente y joven. El hombre nace en el cordón de la vereda y muere antes de alcanzar la vereda de enfrente (literariamente, por supuesto). En esos dos minutos el narrador describe minucioso la postura, el semblante y la geografía de sus facciones, hace un paneo detallado sobre su ropa y su estilo de vestir, realiza un trabajo de forense sobre sus ojos desde la atalaya del cuerpo, indaga cómo se formó la temperatura de su mirada, a qué se hizo inmune, a qué permanece vulnerable, a qué dedica los primeros planos y qué cosas escapan de su atención. Con estos datos el foco narrativo se sumerge dentro de él. El tamborileo de los dedos y el movimiento de los labios representan balizas de un vehículo demorado temporalmente mientras se desarrolla otra realidad sino atemporal, de medidas de tiempo diferentes a las que se usan afuera. El protagonista entonces, se vuelve un agujero negro y el alambrado cronológico del semáforo desaparece. Y el porqué de estar parado en esa esquina. Y adónde tiene que ir después de la cíclica luz verde. A partir de aquí se revela la sucesión desordenada de pensamientos, desde una sensación parecida al hambre -en realidad son los estímulos publicitarios que impactan en su cerebro transformándose en imperativos enunciados en primera persona- pasando por un registro de culpa de un hecho vivido hace más de tres o cuatro semanas, hasta un rápido cálculo de lo que le va a costar la comida y el champú al ir a su casa, y lo que le va a quedar en el bolsillo cuando apoye la cabeza en la almohada. Con estas cuestiones de supervivencia física y emocional, el foco baja a la cadena de circunstancias relacionadas entre sí por un 59


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hilo de carencias: el hoy del hombre es un resultado de ayeres que no se completaron, entre otros resultados. Además de estas planteos se describe en detalle cómo percibe y da significado a las situaciones, clasificándolas en amenazas, beneficios y en vías de clasificación. Cada cinco o seis segundos baja un pie a la calle y lo vuelve a subir al acercarse un auto o un colectivo. Está apurado porque vive en un estado de ansiedad desde hace bastante, ansía no sabe qué porque ya se olvidó de qué es lo que ansía, si lo logró o si ya no le importa obtenerlo. Así como quiere cruzar antes de tiempo la calle quiere terminar antes de tiempo los procesos que él mismo genera. Racionalmente sabe respetar la relación entre los deseos y los relojes, pero en lo emocional todavía concibe una vida de gratificaciones instantáneas. Muchas cosas no le llegaron a tiempo. Muchas otras, ni siquiera le llegaron. El hombre tiene hambre atrasada, su sistema nervioso indica que ya esperó demasiado, indica basta de esperar, y piensa que los semáforos, las filas en el supermercado y los plazos de una semana para un sí o un no están demás, no son prácticos; son nocivos. Esta ansiedad permanente es también producto del ritmo vertiginoso en las ciudades. Cada artefacto, curso o actividad se diseñan para ganar un tiempo valioso que nunca vuelve porque es utilizado en otro artefacto, curso o actividad. En el edificio de ventanas polarizadas de la esquina trabajan cientos de personas con su cenicero al lado, su taza de café o té y su silencioso vaivén de piernas, su golpeteo de talón contra el piso, su tic de ojo o labio o ceño, su presión alta o baja, su ritmo cardíaco equivalente al de una cacería o un combate cuerpo a cuerpo, siendo que están bajo el suave zumbido de los tubos fluorescentes y sobre el picoteo mecánico del teclado de una computadora. Y esta es la puerta que da al hombre genérico, al quehacer de una humanidad una vez puesta en el mundo, esta es la puerta por donde se conjetura si la flecha que indica el rumbo a seguir tiene una o varias o infinitas puntas. Esta es la puerta por la que, partiendo de un hombre cualquiera se tiene acceso a las razas venidas de todos los continentes, de todas las ascendencias y de todas las épocas. Esto en dos minutos de semáforo. Porque este hombre que consulta su reloj, da otra pitada, mira cuál es el último auto del tropel 60


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para poder cruzar a pesar de la luz roja y busca la razonable esferidad de unas nalgas en jean de calce profundo, es una parte insustituible del entramado complejo de la historia. Sin él, casi todo seguiría siendo igual. Con él, casi todo sigue siendo igual. Este casi es el casi del semáforo y sus discutibles dos minutos, y su prácticamente nula existencia dentro de lo cotidiano, o directamente nula dentro de una vida. El foco narrativo vuelve a él y su chaleco beige de lana, aunque en forma engañosa, porque de lo que en verdad habla -y en esto se explaya lúdico- es de unas manos de mujer que podrían ser de su esposa o una obrera textil; no lo especifica para que sea el lector quien lo infiera y, además, porque no es relevante saber de quién son las manos que hicieron ese chaleco, ni quién es el protagonista de esta novela, ni cuántos años duran los dos minutos de un semáforo puesto en una esquina, en el fondo del mar, en una colina de Irlanda del siglo XVII, o debajo del sucio y húmedo almohadón donde un perro se echa a reivindicar su solitario reino. Precisamente plantea una tensión de relevancias y banalidades, por eso un hombre equis y una espera de semáforo. El final de la novela queda guardado en secreto en los metros y los años de enfrente, justo después de la señal amarilla y los codos y bolsas que vienen detrás, cada uno con su cuenta regresiva sobre la espalda. Y ya van dos minutos menos.

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El rebelde Lo amordazaron con sus propias certezas y lo soltaron al desierto atado a un caballo. Siguió habiendo guerras y amores y cunas y féretros para esa gente con un hombre menos entre ellos. La primera noche fue noche de terrores sobre aquel montón de huesos cansados. Las certezas y el sol le habían agrietado los labios; ahora era el turno del frío y la sequedad de garganta. Allá, alguien hacía danzar su lengua con otra, alguien ponía sobre el fuego un caldero, alguien jugaba con rizos de niño antes de dormirlo en los brazos. Tras los dirigentes fantasmas de la muerte aparecieron toda clase de recuerdos: del adolescente que precedió a ese hombre, del hombre envejecido a errores, del hombre hecho hombre por propia voluntad y también sin intención, del feliz, del desgraciado. El caballo apenas levantaba las patas, desparramando arena y pequeñas piedras al azar. Cientos de millas atrás, nada era demasiado diferente a como siempre había sido: risas sombra de la exaltación, espadas abogadas del temor, y lágrimas tributo a toda inevitable pérdida. Había llevado generaciones estructurar tan eficazmente los días y las noches del clan. Del hambre, la sed y los dolores ya no tenía conciencia, tal como con la inquietud respecto al futuro y tantas otras inquietudes. La puerta fue atravesada, y una vez caído el caballo y sin referencias más que dunas y débiles montañas, algo comenzó a transformarse en él. Sólo lo recordaron, y esto durante poco tiempo, quienes habían conocido retazos de aquel hombre. Luego, gradualmente, una situación cubrió a otra y ya nada parecía indicar que alguna vez hubiera existido. Y atención: Esta historia, cuyos elementos la sitúan en una época remota, o en todo caso actual pero alejada en posibilidad de ser vivida por otras personas, es una advertencia atemporal que no está limitada a ninguna región del planeta en particular. Advierte a todo aquel que atesore certezas, que en un momento indeterminado han de ser puestas a prueba, y de que cuanto más fuertes sean, tanto más duras serán tales pruebas. 62


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Advierte sobre el peligro de desafiar los espacios seguros que han sido creados para protección de todo nacido. Advierte sobre la dudosa dignidad del rebelde, quien cambia los ciclos naturales del amor y la muerte por una expulsión hacia regiones nunca antes exploradas, y si lo fueron, jamás ha regresado nadie a relatar su suerte allí. Advierte que atado a un caballo, dentro de un auto o a pie, siendo hombre o mujer, quien ignore esta advertencia deberá sufrir las mismas penalidades que sufrió el protagonista de esos hechos y, que tanto en el desierto, como en un pueblo o una ciudad, encontrará las mismas necesidades no satisfechas de la primera etapa del destierro. Advierte que recordará todas sus vivencias cuando era parte del clan y sus seguridades, y que nunca más tendrá acceso a las mismas. Advierte que aquellos que amó y quienes lo amaron sentirán su ausencia, sí, pero será un sentimiento pasajero y se esfumará, porque así está establecido que sea, porque los clanes se limpian de lo ido para no mancharse de memorias inútiles. Advierte que si el rebelde no sucumbe a causa de tanta nostalgia por lo perdido, quedará expuesto a la locura y otros peligros de la mente humana. Advierte que será entonces, demasiado tarde para pensar siquiera en la posibilidad de volver y ser recibido como a un inocente extraviado en un instante de distracción. Después de precisas advertencias se habla de la existencia de una puerta, sólo factible de ser atravesada una vez perdida toda conciencia de necesidad, dolor e inquietud, y también se hace referencia a la transformación de algo en el rebelde. No da detalles de ese algo; simplemente dice: algo. Quien tenga la desgracia o la fortuna de haber sobrevivido hasta atravesar aquella puerta, ése sabrá en qué lo transformaron sus certezas. Mientras tanto, los más osados del clan seguirán murmurando como durante siglos lo han estado haciendo, que si nadie ha vuelto del destierro se deberá seguramente a dos posibilidades: una muerte lenta o, no, imposible.

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Caro, la de los pájaros Se pintaba los labios frente al espejo del botiquín y el remisse iba a llegar en cualquier momento. Siempre la misma costumbre de llamar un coche y recién después arreglarse. Pero a esta altura estaba más predispuesta a reírse de sí misma, y ahí estrenó una sonrisa Revlon que rebotó en el vidrio y se le iba evaporando mientras bajaba la escalera caracol. El vestido era quizás demasiado corto, por eso estiraba los bordes de la falda hacia abajo, pero si no quería mostrar tanto las piernas por qué justo se fue a poner ése, Porque si no muestro ahora entonces cuándo, pero nena, si es así no te lo andés estirando a cada rato como pidiendo perdón, y bueno, capaz que me gusta ser mala y pedir perdón a la vez. Dos bocinazos de Peugeot 505 bastaron para acelerarle los latidos, y de los latidos saltó a cómo iba a estar él, Divino, ¿cómo va a estar? todos son divinos en la primera cena y todas estamos espléndidas cuando desvirgamos nuestro primer vinito con él. Mientras se subía al auto ya estaba descreyendo de lo que hacía veinte minutos atrás era una noche que se debía desde hacía bastante. Faltando quince cuadras para llegar al restaurant se le llenó la cabeza de seguro que. Seguro que lo que menos le importa es cómo soy por dentro, seguro que esto dura menos que el duelo que va a venir después, seguro que termina siendo lo contrario de lo que me vendió, bueno nena, vos tampoco nunca un plomero ni un albañil, ni un gordo ni un boliviano, pero un boliviano capitalista ya es menos boliviano y se puede negociar, no? a vos te cagan hasta en tus sueños, ni para soñar servís, dejate de joder, comé, disfrutá y pasala bien, ¿para qué querés un tipo sino? Llegó, pagó el remisse y se bajó estirándose el vestido como si fuera un tic nervioso, sólo que el tic le llegaba hasta el borde de las medias. Y entró y quería que no la mirara nadie pero que la miraran todos; así por consiguiente era su caminar: entre Carolina de Mónaco y Teresa de Calcuta, entre una pendeja que no se acostumbra a los pájaros en el vientre y una vieja que se agarra de las cornisas para no caer de jeta en la realidad. Buscó desde arriba de su cuello la mesa donde tenía que 64


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estar él esperándola ansioso. O tal vez sin ninguna ansiedad porque ya era la enésima primera vez para él y una cita formaba parte de un oficio que se practica con los ojos cerrados. O probablemente no había nadie esperándola en ninguna mesa porque se creyó que lo del restaurant iba en serio, Qué boluda, pero qué boluda que soy. Una mano se alzó allá entre las mesas un poco tímida, y ella avanzó simulando conocer el lugar nada más, y de repente ¡Oh! mirá quién está acá, pero qué casualidad. Otra estiradita de vestido y a escuchar qué decía él de ese asunto. Y él le dijo estás hermosa, sentate. Así que ella tachó lo de Teresa y vieja acornisada y se quedó con Caro, la de los pájaros. Lo primero, por supuesto, desvirgar un vinito. Después de un chin chin “por este momento” siguió un desfile con cuatro o cinco milicos mentales para que no se escapara lo que no debía saberse. Él le contaba cosas del trabajo y aficiones, y para lo último quedarían experiencias amorosas y perfil requerido para la próxima aspirante. Ella escuchaba con un oído, y con el otro, la tristeza virtual de sus pobres hijos abandonados un sábado a la noche, encima por estar con alguien que ni conocía. ¿Y si se cortó la luz y no saben dónde están las velas?¿y si sueñan pesadillas y van a la pieza de mamá a contarle que había un monstruo gigante que… “¿Mamá? acá no está mamá Darío ¿Cómo que no está? ¡ahh! Pero está la abuela”, Qué abuela ni ocho cuartos, yo sé consolar a los chicos; la vieja es re bruta y más cagona que ellos. ¿Y vos? Le preguntó él, habiendo terminado la primera parte de su casting afectivo, ¿qué me podés decir de vos? ¿De mí? sonrió ella mirando hacia un costado. Pensó qué estaba haciendo ahí en lugar de… de… Bueno, yo hice la primaria en… Y Caro se vino abajo como un árbol mal hachado, y los pájaros quedaron boqueando bajo una lluvia ácida. Disculpame. ¿Por? Quería decirle porque Mariano y Darío no estaban ahí con ella para pedir papas fritas e ir a cada rato al baño por semejante embole, donde lo más divertido es cuando traen la comida, la coca y el postre, pero después, qué embole, Sí, pero aburridos y todo son mis hijos, pará un poco nena, te estás yendo al carajo, ¿te parece? y claro, no podés tenerlos con una correa todo el tiempo, sino estás criando mascotas en vez de hijos, bueno sí, tenés razón. Después de 65


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este insight, corrigió su historia clínica y se metió de lleno en lo que era como mujer, en lo que pensaba de ella como mujer sin importarle mucho qué pasaría entonces. Y ahí fue mejor la cosa. Siguió la carta, un plato que ni por casualidad se pondría a hacer en su casa y, de postre, un obsceno don Pedro y dos ensaladas de frutas para llevar, ¿No te enojás? ¿Cómo me voy a enojar? al contrario, eso te hace más divina, Ay nena, no cambiás más, vos no cambiás más.

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Querido Héctor Querido Héctor: Vos sabés que las cartas no son mi fuerte, tampoco la caligrafía, así que espero que rescates sobre todo el contenido hasta que, si Dios quiere, algún día nos sea posible vernos y contarnos nuestras cosas café de por medio. ¿Cómo estás? Sé por amigos tuyos que andás con mucho trabajo y que abriste otra sucursal en Belgrano. Siempre tuviste buen ojo para los negocios, es algo que desde que te conocí admiré, esa rapidez para ver oportunidades donde otros ven puras fantasías. Desde luego no fue lo único, sino no me habría casado con vos, pero reconozco que en medio de semejante inestabilidad social ése era un punto muy fuerte para tener en cuenta a la hora de decidir un matrimonio. Tan fuerte como el disfrute, ¿te acordás? Comer a cualquier hora, tomarnos un micro a Mar Del Plata un día cualquiera, conocer gente en conferencias sobre cosas raras, hacer el amor usando a veces la cama…(nos estoy viendo al contarte esto). Qué distintos éramos, no? Y yo tan enamorada que no podía concentrarme en la facultad. Pero no te echo la culpa; largué porque me cansé, porque había dejado de ser una pasión, fue un snobismo, la carrera obligada de toda ex hippie. Me pasó lo que critiqué de otras mujeres: sin darme cuenta empecé a olvidarme de mí para concebirme como una pareja, hasta que me resultó imposible pensar en algo personal sin contar con tu opinión. Además de marido eras un excelente amigo. Despacio terminaste siendo el único. También en esto te eximo de toda responsabilidad (pará que doy vuelta el cassette de Sabina). Ya está. Mariano pregunta mucho por vos. Algunos mayores pueden entender el tema del “trabajo”, pero a los chicos se les hace muy difícil. La psicóloga dice que tiende a echarse la culpa de que no estés con él, que siente haberte hecho algo malo. Yo no dejo de hablarle bien de vos, pero sin duda es algo que tendrá que resolver cuando sea un poco más grande. Y eso de hacer de padre y madre no es para mí; yo soy madre nada más. Bueno, ya hemos hablado bastante sobre esto, no? Yo no 67


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puedo cambiarte a vos, ni vos a mí. Llegué a entender tus auriculares y tus whiskies en el living, aunque dificulto que hayas podido entender mis manos llenas de témpera en la pieza de él, tirada en la alfombra, tarareándole canciones del Jardín. Siéndote sincera, extraño el café de la medianoche y las agarradas que a veces teníamos por defender cada uno su forma de ver el mundo. También extraño tus notitas en la heladera con promesas de chanchadas que cumplías religiosamente. Y ya que salió la religión, ¿para qué te voy a mentir? Extraño (debe ser lo que más extraño de vos) la profundidad de un tipo que me enseñó tanto de su corazón como del mío. Si voy a decir cómo cambiaste, voy a ser ecuánime: cómo cambié. Por ahí te cause gracia, pero todavía te espero en el sofá cuando Mariano se duerme. A veces, hasta te sirvo un café con la sensación de estar volviéndome loca. En un momento, el ruido mudo del televisor me despierta, entonces me voy a la cama. ¿Por qué te cuento esto? No quiero descubrirme manipulándote, ni quiero jugar a la víctima, la que le hacen, la estafada. Creo que un momento de distracción, cualquiera lo puede tener, y que ni siquiera eso es gratuito, ya lo sé. Por lo pronto sigo adelante con mi hijo, sigo agarrando la plata que me dejás todos los meses, sigo con la casa más que nada por Mariano (la psicóloga dice que eso es muy importante), y tengo pensado ocuparme también de mí. Lo puse a lo último, lo que confirma mi dejadez como mujer. Hace unos días empecé a maquillarme otra vez, y te confieso que me da pudor cuando me dicen cosas por la calle. No tengo antecedentes de divorcio, pero es un sentimiento ambiguo, ¿conocés las ganas de volar sin tener el adónde? Creo que sí, es más, estoy segura. Por algo volvés y te vas a la pieza de tu hijo a darle un beso antes de dormir un poco y volver al negocio. Ahora son dos negocios. Hace unas noches soñé que me tocabas, bueno, yo también te tocaba. Voy a ver qué hago de cenar. Mariano me pidió milanesas con puré. En el horno te dejo vacío con papas y batatas, tenés que calentarlo nomás. Casi me olvido: esta tarde vino un tipo a verte, dijo que era por una marquesina o algo así, que no te pudo ubicar en el negocio ni en el celular. Si lo vas a dejar apagado un par de horas de espejo en el techo, 68


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por lo menos avisale a la gente cuรกndo te pueden llamar. Un beso, Patricia.

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La fellatio Antes de suicidarse agarra la pavita de aluminio, le echa agua hasta la mitad y la deja en la hornalla de adelante, la que está del lado de la pared. Le pone unas cucharadas de yerba al mate y lo sacude varias veces tapando la boca con la palma de la mano. Estira el brazo hasta la caja de fósforos que Daniel siempre volvía a dejar en la última puerta de la alacena. Ella la usa y suele dejarla en la mesada, por eso se humedece. Prueba cinco fósforos, los tira en el tacho del bajomesada y va a buscar el encendedor a la cartera. Saca también los L&M y vuelve a la cocina pensando “ele eme marca su nivel”, y ve a Claudia Sánchez y al Nono Pugliese con la Torre Eiffel al fondo. “siempre con la boca abierta, habrá sido así de chiquita, pero le daba una personalidad…” Prende la hornalla y se pone a acomodar la ropa que estuvo centrifugando a la mañana. “hoy no la voy a planchar”. Claudia Sánchez tira el humo y la mira fijo en blanco y negro. “y qué bien que estaba el Nono”. Y de ahí salta a cuando se hacía la toca y esos ruleros gigantes, y Los Náufragos, y Quique Villanueva. Si me dice que no, lo mato. ¿Y cómo te va a decir que no, tarúpida?, está re metido con vos, ¿no te das cuenta? La pavita empieza a silbar, pero el agua todavía no está; ella sabe cuándo está: hay un punto en que el silbido se hace más grave, lo tiene registrado en la cabeza; ni siquiera sabe que se vuelve más grave, simplemente apaga la hornalla como haciendo caso a un hipnotizador. Ya va por la mitad de su L&M y tampoco se da cuenta de que lo prendió apenas sacó el atado de la cartera que cuelga del respaldo de una de las sillas del comedor. Va al baño y orina mirando los azulejos amarillos que tiene enfrente. Pasa la yema del índice por la pastina de las juntas, las siente ásperas y tibias. La yema forma cruces siguiendo los recorridos horizontales y verticales. Ahora sí el silbido grave. Se sube la bombacha y el orín desaparece en la tela de algodón. El ruido del agua del inodoro tapa unos ladridos allá abajo. Son las siete y veinticinco de la tarde y Daniel está en un hotel de Comodoro esperando a que le arreglen el barco. Con el primer sorbo traga una saliva adherida al paladar. El mate 70


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Sonia. Pará que estoy tomando. No es un micrófono. Ya sé que no es un micrófono. No, porque capaz que estás probando el volumen. “Y ahora cebo mejor que vos; a vos te quedaban flotando los palos al rato, a mí no, yo le voy echando yerba a medida que se toma, ¿ves cómo siempre está espumoso?” Se acuerda de la arena de la playa y la espuma subiéndole por los tobillos al caminar. Y Daniel y su manaza caliente, unas patillas enormes y los rulos que le tapan las orejas, le habla de las ganas de tener un hijo, y a ella se le erizan los vellos de los brazos, ve un caracol chiquito, nada espectacular, y no sabe que la imagen de ese caracol va a sobrevivirle meses, años y décadas, mucho después que Gustavo termine la secundaria, se case y le de un nieto, y después otro, y después que se vaya a Cuba con unos médicos amigos. “¿Por qué será que a uno le quedan estas cosas en la memoria? Del cura que nos casó ni me acuerdo, pero el limonero del fondo de casa, la pelela enlozada que usábamos de maceta en Lomas Del Mirador…” El agua se está enfriando. Va hasta el dormitorio tratando de no hacer ruido, como si alguien estuviese durmiendo. Llega a la cómoda y abre el cajón con facilidad. La agarra y la levanta hasta la altura del pecho. “No sabía que era tan liviana; pensé que pesaba más, mirá vos, y también pensé que era más fría”. La lleva a la cocina, esta vez camina normalmente, la deja arriba de la mesa plegable, prende otra vez la hornalla, le agrega un poco de agua a la pavita y la deja al fuego. Piensa, mientras se calienta el agua, de qué manera va a ser. La lleva a la boca y se la mete seis centímetros. “Parece una fellatio, parece que estuviera haciendo una fellatio”. Por un momento sonríe y la sonrisa hace que contraiga los labios y abarquen todo el diámetro del cañón. “Tragarse la bala, se traga la bala, ¿por qué les dirán así a los maricas? Acá se la estaría haciendo a un travesti: femenina pero a la vez masculina, y que me acabe en la boca, o que me acabe nomás”. Se la saca y limpia la saliva con el repasador floreado, la lustra despacio y con suavidad. “Un pingüino empetrolado, ¿sabés la de pingüinos empetrolados que hay por todas partes? Estos hijos de puta están haciendo mierda todo el planeta y vos te creés que les importa? ¡qué les va a importar! Lo único que quieren es plata”. Silbido grave y otra vuelta de mate. Ya es de noche. Piensa 71


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otras cuatro formas, pero se queda con la primera. “La boca es para decir, para besar, para callarse, para chupar, comer, putear y bendecir. Sí, así es mejor, los labios me van a quedar intactos, con los labios no se jode. Yo tengo lindos labios, Daniel siempre me lo decía. De tetas más o menos, pero de cola sí, linda colita Sonia. Mejor dejo toda la ropa planchada así mañana no hay tanto despelote, nunca me gustó el desorden en una casa. Y los fósforos van en la última puerta de la alacena, sino mirá, todos húmedos, todos húmedos”. De a ratos se oye el ascensor llevando y trayendo gente por todo el edificio. De a ratos, bocina y frenadas sobre Díaz Vélez. El televisor del departamento de al lado es casi un zumbido monótono de tubo fluorescente. Las cortinas blancas del comedor ondulan por el viento que se filtra entre los marcos de las ventanas. Todavía hay olor a bife del mediodía. En el pasillo que da al dormitorio y al baño, una copia de Miró y otra de Matisse. Sobre la pared de enfrente, un aplique con lamparita de cuarenta watts que queda prendida. La cómoda del dormitorio y sus seis cajones está ubicada a un costado de la cama. Debajo del vidrio que la cubre por completo, algunas fotos de Gustavo y su esposa, Morgan cuando era cachorro, el Santa Rita amarrado al muelle, Sonia tomando la comunión, Sonia con su vestido de ballet a los doce, una estampita de San Jorge y el dragón, y otra del Sagrado Corazón de Jesús. El alhajero y más allá, un florerito de cerámica blanco. Del otro lado de la cama está el espejo. En uno de sus ángulos, un recorte de revista con la foto de Sandro vestido en cuerina negra. El inodoro pierde; el flotante está flojo y no alcanza a cerrar el paso del agua. La banderola de la ducha da a las tres paredes restantes del edificio. Nunca se ve el sol, pero entra luz suficiente durante el día a través del vidrio esmerilado. Caen las primeras gotas de un chaparrón, y no queda ropa tendida en la terraza. Las luces del arbolito se prenden y apagan, las otras se quemaron la semana pasada. María, José y los pastores permanecen de pie aunque torcidos sobre el pasto artificial. Las mismas bochas y adornos de hace veinticuatro años rodean las ramas del árbol plegable. El motor de la heladera vuelve a arrancar y mantiene frescos algunos huevos, la manteca, un sachet de leche y un tupper con 72


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ensalada de arroz, zanahoria y remolacha. En la puerta de entrada del departamento, el manojo de llaves en un llavero con la foto de Gustavo bebĂŠ. Pasando los dos ascensores, la escalera y un matafuegos sobre la pared. En el hall del edificio, un mural en relieve de un carro griego y un espejo enorme donde la gente se mira antes y despuĂŠs de abordar la calle. TambiĂŠn hay diferentes clases de plantas de interior. Casi no hay movimiento en la vereda; todos estĂĄn cenando y esperan las doce a resguardo de una lluvia que ya arrecia.

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Backstage Te rompimos los pies pensando que lo estábamos haciendo sin querer. Hoy no sabríamos decir por dónde serpentean los caminos que el alma crea en su andar de serpiente. Pero también te cuidamos de lo que a nosotros fue nocivo, tuvimos especial cuidado en verter de a poco, en evitar, no repetir, en colmar y deleitar. Tus ojos de abismo parecen interrogarnos perpetuamente. Más que a nosotros, al abismo que nos sostiene; ya se volvió una práctica de oficios a capella, no interrogan por la respuesta; interrogan y así se reivindican abismales. Si dijéramos que ya pasó, que sólo humean restos de escombros allá lejos, no nos creerías, y por eso nosotros tampoco. Ya pasó es una forma de describir al abismo y sus criaturas indescriptibles. Si dijéramos que nada terminó de pasar, qué sería de tus teorías del movimiento danzante del universo, y de este hombre que hiciste con unas pocas ramas que el viento arrancó lo mejor que pudo. Nos parecemos a vos. Antes nos parecíamos más, éramos casi como hermanos, naipes desparramados en la mesa, juguetitos de piñata que revientan por el aire. Esta es nuestra versión de los hechos, el evangelio según la década y la memoria. Vos conocés esta famosa imprecisión, esta justicia arbitraria, la marcada predilección por las causas y los efectos, y cada uno tiene su propia matemática. Te habríamos llevado más veces al zoológico y a la calesita. De haber sido posible, habrías tenido tu primer auto al recibirte. Habríamos malcriado a tus hijos sobre nuestra alfombra. Y no tenemos dudas de que hoy nos comprarías los remedios, y el buen pedazo de asado para los domingos, para esa misa argentina de caballete y tablón. Hoy sopla un viento tranquilo, no hay muchas estrellas pero la noche está linda. Nos gusta mirarte agarrando la sartén y hacerte la comida, o yendo quién sabe adónde con tu paso tranquilo, como haciendo tiempo. Siempre te gustó hacer cosas, hasta tiempo. Al mundo no le importa mucho si uno va o viene; a uno le importa. A nosotros, como a vos, nos importó ir y volver, aunque nunca supimos cuál era ese lugar. ¿Vos lo descubriste? Si no es así, hay tiempo. Y si 74


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es así, en algún sentido nosotros también. Sobra decir que no va a haber más torta con velita y nosotros aplaudiéndote; como los cordones, aprendiste a hacerlo solo. Ahora vos sos la torta, con una velita que no se apaga más. Felicidades por siempre hijo nuestro.

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Anónimo Ramón Me dijo que había estado como cinco días haciendo dedo en la ruta sin que nadie lo levantara, durmiendo en los rincones de las YPF y las ESSO, comiendo pan duro, con los pies hervidos y llenos de ampollas. –¿y adónde iba? qué era, ¿mochilero? No me dio esa impresión, bah, vos sabes qué pienso de los mochileros. Éste se ve que andaba buscando otra cosa. Creo que iba para San Clemente. Sí, me acuerdo porque lo dejé en Mar de Ajó y de ahí le quedaba cerca me dijo. –¿en qué te quedaste pensando? No, nada. ¿Te conté cómo me vine a Mendoza? –no. Bueno, no viene al caso, pero el flaco me hizo acordar a mí en esa época. –¿cómo que no viene al caso boludo? Te viste en ese tipo. Ahora ni en pedo haría esas locuras, pasar tantas necesidades, andar como un paria por todo el país. ¿Sabés la cantidad de pendejos que veo por la ruta todos los días, con el bolso y el pulgar como banderita? –vos porque ya estás grande. No, no estoy grande; estoy viejo. –¿qué te falta Ramón? Nada, por ahí es el perfil típico del argentino, por algo tenemos el récord de psicoanalizados. –decime qué te falta. Me estoy por separar Daniel, no va más. ¿Sabés lo que me dijo el flaco ése en el viaje? –¿cómo que te vas a separar? Que la vida es una pyme, eso me dijo. –¿por qué una pyme? ¿Querés otro café? –no, bueno sí. Me dijo que uno es su propio jefe, que uno elige, arriesga y es res76


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ponsable de las pérdidas y las ganancias. –eso está bien. Sí, pero mi vida no es una pyme; es un laburo en relación de dependencia. –bueno, pero tan mal no te va, ¿qué pasa con Graciela? No es con Graciela la cosa; es conmigo. Cuando me casé sabía bien adónde iba. –¿y ahora no? Ahora creo que voy para San Clemente, pero tirame por acá, ya estoy cerca.

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Haz la bomba Y pronto. Pero sin prisa. Lo que cuenta es no perder el tiempo. Empalma el cable amarillo con el amarillo, el rojo con el rojo, la cama que quede sin hacer, eso no es relevante. Y prueba el rico pedacito de papá con las papilas en flor de tu lengua, a ver qué agujero resulta ser el ganador, y entonces ¡boom! Los dedos de una mano esparcidos por el aire, el descuido premeditado y una mancha de sangre que se expande en el piso, ay nena, qué lástima, mañana vas a sonreírle al día nuevo con los dientes rotos. Haz la bomba, make it now, tres vueltas apretadas de cinta de embalaje, vete caminando con esos tacos finitos que me aguan la boca y me endurecen el vientre, vete llevando en la cartera un latido mecánico entre la agenda, los anteojos y un pañuelo italiano, vete a la sombra de los edificios, vete, good bye amorcito, no mires hacia atrás, una buena terrorista dice una sola vez sí, una sola vez no. Acuéstate debajo del auto, y pon una gran bola de macilla abrazando al chasis el bombón que hace tictac con voz de soprano, María Calas duchándose primor. Y cuando la cinta plástica policial rodée la esquina y sus gentes de grandes ojos abiertos, bájale el ala a tu sombrero, tuércele una sonrisa a tu jetita carmín, e imita onomatopéyicamente el descorche de un champagne, y ahí sí, revisa el pasaje, toma el avión, y vuela, rajá, fly away baby. Que yo estaré esperándote sentado a la mesa, revolviendo el azúcar en una taza vacía, con las piernas extendidas, pie sobre pie, y sin preguntar. Porque así estallan las esquinas del mundo, y así estallan los cuerpos en el mundo, acaso todo es un reviente que unos defienden y otros denuncian. No, yo no voy a preguntar. Yo voy a decir haz la bomba mi santa perra puerca, haz la bomba para mí, véndame los labios con tela adhesiva y de la buena, la que arranca los vellos y hace doler. Haz la bomba en corpiño y bombacha. Eso sí, no te quites los zapatos, por el amor de Dios. Y cuando la tengas lista, pon el reloj a una hora de ayer, and leave 78


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it under my chair, y siéntate en mi falda a escuchar un cuento antes de dormir. Así, con esa carita tibia sobre el pecho, comenzaré con el clásico había una vez, y millones de átomos proseguirán el relato liberados por un tac, latido salvaje de los mártires.

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Hombres tristes en un mundo feliz El noticiero del mediodía, la fábrica de pastas, una mujer fumando por la vereda. Pero Osvaldo se apoya contra un poste de luz en la esquina y, mirando el cordón, se muere dos años atrás en la casa que pintó con la mujer que ahora es de otro. Los chicos salen de la escuela y dejan en el aula ese olor que aún no se sabe dónde venden. Una milanesa etérea se va por la ventana de una casa, llevándose por delante la calentura de dos pendejos que no paran de besarse mientras caminan. Pero Jorge se convierte en lustrabotas en el banco de una plaza, tiene sobre el cajoncito mental el zapato enorme de su hijo en Salta, sin saber cómo es su letra, su voz preadolescente, su comida preferida. El peatón sin cara respeta el semáforo y huele el perfume de la mujer de al lado. La aguja de la balanza se clava de a poco en el kilo doscientos que viajará cómodamente las cuadras en el changuito de una vieja que no sabe qué es la New Age. Pero Marcelo se derrite como un pan de manteca en la sartén de su pieza llena de posters. Se le está yendo de las manos la secundaria nocturna, se le está yendo de las manos el laburo en la metalúrgica, su novia de culito parado, el viaje a España. Con una barreta, la cocaína hace palanca contra la puerta y todos los días se le lleva un mueble. Últimamente Marcelo duerme sobre un Fiat Uno a ciento ochenta por la ruta y un camión de frente un día de éstos. Seis carteles móviles se bambolean con gracia al ritmo de la brisa. La planta del macetón de la pizzería La Nieve hoy va a crecer un poco más sin que nadie se dé cuenta. El conductor de f. m. tira buena onda. El gorrión, el jubilado lento y el ascensor digital. Pero José María no se basta. Extraña un lugar en el que nunca estuvo, desea la compañía de alguien que no conoce, y quiere dedicarse de lleno a la vocación que aún no sabe cuál es. Con pasos lentos y respirando por la boca, camina la Nueve de Julio desde San Juan hasta Jara oyendo la bocina del tren que en cinco horas, atrasado como siempre, va a estar otra vez en Plaza Constitución. 80


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Punto de quiebre Me gusta probar la calidad del material rígido que soy. A lo largo de las pruebas, de rígido me vuelvo flexible. Ya no me guardo tu sabor para gritarlo a solas; ahora te respondo te amo. Después de despedirte, cuando la última luz de casa se apaga, todas las muertes que morí antes de que llegaras se reúnen alrededor de la cama tomadas de la mano y me dicen ¿viste que al final no fuimos tan malas?, eso sí, no le comentes esto a ella porque no lo va a entender. Y te veo al otro día con esa expresión de nena con muñeca postergada en las manos, y aunque me acuerdo de la sugerencia me pongo a hablarte de una cadena con eslabones pasados de prenatales en los que ya estabas dibujada, y te nombro cada una de las batallas que libré no para ser ganadas, sino porque jamás iban a ser libres dentro mío; además porque ellas forman la cadena interminable en la que encuentro gratas vivencias como vos, por ejemplo, ahora. Te digo el valor de la desolación, que se da a conocer en toda su magnificencia al momento en que una boca es recibida por un par de oídos, o en que una comida es servida en dos platos, o en que dos ojos que miran al cielo ven al cielo reflejarles sus estrellas. Y me emociono al enumerarte las razones que tengo para vivir, tantas que se hacen todas, y siendo todas ya no necesito razones. Pero me mirás callada, elegís una sonrisa como la respuesta más adecuada y agregás un ¡qué lindo mi amor! Después de un beso me tomás de la mano para llevarme a bailar, a tomar algo, al cine o al enésimo e intachable encuentro amoroso. Yo me acuerdo de la sugerencia; sin embargo te persigo con preguntas al respecto, espero respuestas que no vienen y me culpo por ser tan profundo o por estar tan aislado de la vida de los demás. Entonces descubro mientras pago la cuenta, que no soy flexible como creo, y no sé si ahora me gusta probar la calidad del material que soy. Al tenerte apretada sobre el colchón veo mi vida abrirse como un gigantesco abanico en el que estás en primer plano y a la vez en un sector casi invisible, y me siento inmensamente poderoso, terriblemente vulnerable. Y se me caen las lágrimas de tanto universo en cuatro patas de madera. Y se 81


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me caen las lágrimas al acordarme de la sugerencia. Cuando enciendo el correspondiente cigarrillo del después, te digo te amo a los ojos y en ellos veo esas muertes, más los nacimientos que siguieron. Veo a la humanidad llevar sus dolores en brazos y reírse de su naturaleza. Te veo a vos de chiquita portando milagros acá y allá, saltando de momento en momento, rodeada de tus muertes que te trajeron hasta este minuto de respiración todavía agitada, de cuerpo todavía transpirado. Y con un suspiro me decís ¡cómo me dejaste! Y con una sonrisa de satisfacción y tristeza te contesto sí, vos también. Al despedirte, cuando la última luz de casa se apaga, todas la muertes que morí antes de que llegaras se reúnen alrededor de la cama tomadas de la mano y me dicen queremos presentarte a alguien. Y veo entrar a la habitación una muerte nueva que pide permiso, se hace un lugar en la ronda y, con vergüenza por ser su primera vez me susurra hola, yo soy… No me digas nada le contesto, vos sos mi punto de quiebre. Bienvenida.

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Falsa escuadra , como esa famosa torre en Italia, pero no es para tanto. Ahora según él, nunca nada es para tanto. No aprendió de un pizarrón la simple matemática de que una cajita de preservativos es más barata que un bolsón de pañales, pero tampoco le dolerían hoy los hombros cuando cuelga de ellos un par de zapatillas número veintitrés rojas y verdes. , y también están los que andan derechito, gente buenaza que no sabe lo que significa el Nirvana, ni sabe la pasta fría de los electrodos en la cabeza, ni la ansiedad de los quince minutos antes del horario de visitas, gente de vida pareja dentro de lo razonable, gente a noventa grados. , sobre todo cuando alguien hace comentarios del tipo: “si pudiera tocar como Clapton” sin saber que para poder tocar como Clapton también sería necesario haber vivido como Clapton. Ésta clase de bichos llega a desafiar la ley de la gravedad; se ponen, o bien obtusos o bien agudos; no conocen mucho lo perpendicular, la caída a plomo. Precisamente por esta razón, cuando dicen a, dicen algo más que a. , o porque se pelean con su pareja, o porque una enfermedad o el trabajo. Y aunque él, como muchos, está sujeto a estas mismas cuestiones, está a la vez emancipado de ellas. Tiene su centro de gravedad desplazado unos grados, y escucha perfumes, besa las hojas de los árboles, agradece los defectos ajenos y de él mismo; a veces, hasta llega a vivir su propia vida. Además, en días de mucho frío,

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One more story No sé por qué la vi parada ahí, como ajena a la lluvia, sólo con un piloto impotente a esa violencia de agua y viento. Atiné nada más que a apurar el paso y salir a la vereda pensando que tal vez un poco de aire frío me vendría bien. Pero ella me seguía. En ningún momento miré hacia atrás; sin embargo estaba seguro de que me seguía. Creí estar perdiendo la cabeza, yo, a quien nunca le gustaron los desvíos de la mente y sus tontas estructuras, ahora estaba siendo víctima de mi propio rechazo. Tampoco fui amigo de la paradoja, debo confesarlo. El asunto fue que doblé en la cuarenta y seis y me introduje en una cavidad no de cemento, tampoco de cartón; era una cavidad emocional, más allá de lo conocido, sí, hice frente a aquella perfecta extraña, me permití mirarla a los ojos por un instante, me dejé atravesar por su mirada y, como alguien ha dicho alguna vez: “hace doscientos setenta y cinco años que te estoy esperando. Viniste a mí cuando llevaba media hora de espera, pero no me vas a decir que no es romántico tener el cenicero rebalsado de colillas y una mirada que incendia el horizonte.”

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Índice Introducción.........................................................................................5 Agujeros (cuento a dos voces).............................................................7 LIDIA B. CASTRO HERNANDO......................................................9 Juanito sin plumas..............................................................................13 Despiadado.........................................................................................14 Perros callejeros.................................................................................16 Presencia de Buda..............................................................................19 Rarezas...............................................................................................20 Una familia de cuento........................................................................22 Impermanencia...................................................................................23 Foto de archivo..................................................................................24 Lo que vos te merecés........................................................................25 Naufragio...........................................................................................28 Elasticidad del tiempo........................................................................29 El duelo..............................................................................................31 Espejos...............................................................................................33 Saldando cuentas................................................................................35 Tras la máscara...................................................................................37 Cuestiones privadas...........................................................................38 Destino: Bosnia..................................................................................39 Inquisición..........................................................................................40 Murallas.............................................................................................41 67 bis..................................................................................................42 Corsos eran los de antes.....................................................................43 Cegado por la confianza.....................................................................45 Grotesco.............................................................................................46 GUSTAVO ORTIZ.............................................................................47 La perro..............................................................................................51 El detalle............................................................................................53 85


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Wrong boy..........................................................................................54 La celda..............................................................................................55 Paula sonríe........................................................................................57 Boceto para una novela......................................................................59 El rebelde...........................................................................................62 Caro, la de los pájaros........................................................................64 Querido Héctor...................................................................................67 La fellatio...........................................................................................70 Backstage...........................................................................................74 Anónimo Ramón................................................................................76 Haz la bomba.....................................................................................78 Hombres tristes en un mundo feliz....................................................80 Punto de quiebre................................................................................81 Falsa escuadra....................................................................................83 One more story...................................................................................84

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