Esa Obstinada Costumbre de Morir

Page 1



ESA OBSTINADA COSTUMBRE DE MORIR



ESA OBSTINADA COSTUMBRE DE MORIR CUENTOS

Lidia Blanca Castro Hernando

EDITORIAL Paraíso del DiaVlo


Castro, Lidia Blanca Esa obstinada costumbre de morir. - 1 a ed. - Mar del Plata : Paraíso del Diavlo, 201 4. 1 00 p. ; 22x1 4 cm. - (Fuego Fátuo. Cuentos y relatos; 2) ISBN 978-987-45229-3-1 1 . Narrativa Argentina. 2. Cuentos Policiales. I. Título CDD A863 Fecha de catalogación: 1 6/09/201 4

Fotografía de tapa: ®Javiera Miraglia

©Lidia Blanca Castro Hernando ®Editorial Paraíos del Diavlo Hecho el depósito ley 11. 723 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio gráfico o digital sin la autorización de los dueños del Copyright. Todos los derechos reservados.

Impreso en Gráfica Tucuman, Tucuman 3011, Mar del Plata, Argentina.


Para quienes hacen que mi vida sea soportable.

“No hay caso: el mundo es inhóspito y brutal” (Carlos Balmaceda – Plegaria de un vidente)


INDICE 11 13 15 17 19 21 23 25 27 31 33 35 37 41 43 45 47 49 51 53 55 59 61 63

Canción de cuna Acechada Segregado Escondite en Plaza Rodriguez Peña Yo, coleccionista Chiqui a la provenzal Señor Juez Testigo encubierto Mateo 19:24 Luchas por la vida Segundas partes nunca fueron buenas Ganándole al miedo Dreadwood Luna de hiel Atrapado Asesinos ad honorem Brebaje Pabellón de la muerte Paseanderas Dos locos lindos Al fin y al cabo solamente un hombre Fuera de programa El guardian Tánatos y Eros


65 67 69 71 73 75 79 81 83 85 87 91 95 97

Vencimiento Una simple espina Hasta que la muerte nos una Confesiรณn Enterrar las palabras De mentiras y verdades Debut y despedida Soluciรณn de emergencia Mejor no hablar Peculiar agenda Morir con ganas Mano de obra desocupada Memoria celular Muerte en Parque Chas


Esa obstinada costumbre de morir

10


Lidia Castro Hernando

CANCIÓN DE CUNA Muerte súbita. Es lo que dijeron. ¿Cómo puede alguien morir así, de repente, sin razón alguna? No lo entiendo. No lo puedo entender, no lo entenderé jamás.

Fría noche del mes de junio. Amalia es una mujer de cuarenta años, poco sociable; fue abandonada como un paquete en la puerta de una iglesia cuando tenía apenas unos meses y despedida del orfanato a los dieciocho. Trabaja de mesera en un restaurante mediocre. A las once, hora de cierre, regresa a la pensión. No viene cantando; ni siquiera tararea. Está apurada por llegar a su cuarto frío y solitario de todos los días y todas las noches. Cien metros antes de la puerta de entrada, tres muchachotes la sorprenden, la golpean, la violan, uno a uno. Es el momento de mayor intimidad que Amalia ha vivido con hombre alguno. Bañada en sangre y semen, pasa la noche lavando y curando sus heridas. No siente odio. No siente nada. Dos meses después se da cuenta del embarazo. Y contra toda predicción, experimenta el calor de la felicidad. No le importa otra cosa: será madre y nunca renunciará a su hijo. Ella no es esa mujer que la metió en una caja. Los días y las semanas no se detienen. Su panza puntiaguda sobresale del papel que escribe al tomar los pedidos de los clientes. Tiene los ojos brillantes y una sonrisa soldada en su boca. Quienes la conocen creen que es verdad lo que cuenta: se enamoró y él trabaja lejos de la ciudad. Aunque les parece extraño. Amalia: una mujer fría en plena transformación. 11


Esa obstinada costumbre de morir

Arrorró mi niño, arrorró mi amor…

Ocho meses después toma su licencia. Prepara el ajuar y al momento de las esperadas contracciones va sola, como siempre, al hospital. La habitación queda lista para recibir al niño (porque su instinto le dice que lo es): moisés, ropa, juguetes, globos de bienvenida. Sin invitados ni acompañantes ni amigos que no tiene. Regresa con su bebé por las mismas calles en donde la atacaron. Ya no recuerda. Lo ha borrado de su memoria. Arrorró pedazo de mi corazón…

Manuel muere sin razón, sin un llanto de protesta. Cuando los paramédicos que acuden a su llamado se lo arrancan, Amalia se sumerge en dolor. Dos meses se mantiene dentro del departamento sin comer ni dormir, alimentándose sólo de lágrimas. Pero también quiere olvidar esto. Este niño lindo que nació de noche…

Pasada la congoja, de regreso al trabajo carga la mochila del bebé y sus compañeras, alborozadas, se acercan rápidamente para conocer al hijo. Amalia dice: —Se llama Manuel y lo amo. Ríe a carcajadas, mientras levanta un muñeco de trapo de ojos negros con un moño celeste. Lo acuna durante un tiempo que a las chicas se les hace eterno. Estupefactas, sus rostros no solamente son signos de interrogación sino asustadas máscaras frente a lo incomprensible. Ella continúa riendo y dando de mamar al juguete. Quiere que lo lleven a pasear en coche…

Una ambulancia se la llevó al Hospital Neuropsiquiátrico. No hubo forma de separarla de Manuel.

12


Lidia Castro Hernando

ACECHADA La mirada del Cristo que me sigue de un lado al otro de la habitación se clava en mi nuca como un estilete. El cuadro, única herencia de un tío que perteneció a la Acción Católica, llegó a mis manos hace una semana, acompañado de una esquela: CRISTO TE OBSERVA AUNQUE NO CREAS EN ÉL Y TE PERDONA. Lo apoyé en la chimenea del living, demostrando cierto respeto hacia un ser muy querido. Ayer me levanté y, sin vestirme, fui a la cocina a desayunar; todavía estaba con los ojos entrecerrados. Antes de cruzar la puerta vaivén me detuve en seco. Esa mirada había bajado de la nuca hasta mi trasero. No pude soportarlo. Me saqué una chinela y se la tiré. Tambaleó. Hoy al despertar elaboré una estrategia: imitando a un reptil, iba a arrastrarme sobre el plastificado por delante del hogar. A mitad de camino sentí el cansancio del pucho y me recosté boca arriba. Por alguna razón misteriosa el cuadro, que había caído hacia adelante, sobresalía lo suficiente como para que los malditos ojos se clavaran en mis pezones. Me pregunto qué habrá querido decir el tío Raúl. Ese Cristo, de verdad me observa, pero todavía no sé qué debe perdonarme. Tal vez que tengo pensado dibujarle anteojos oscuros con carbonilla. Si no resulta, con todo el pesar de mi alma no creyente, ¡voy a tirarlo, tío! Ya bastante tengo con los ojos de mi marido que están en cloroformo en el frasco de vidrio sobre la mesita de luz. El cuerpo enterrado en el jardín no molesta. 13


Esa obstinada costumbre de morir

14


Lidia Castro Hernando

SEGREGADO “Con un ojo en cada sien, como los centauros, se encaramó a la roca para dejarse caer hacia el acantilado y terminar su inútil vida. Fin”.

Levanté la mirada y vi que Juani ya se había dormido. No sé cómo, pero se había dormido. Me dije: esta es la historia más terrible que he leído en mi vida. De verdad. Y eso que llevo décadas leyendo. No podía concebir que mi hijo me pidiera que le contara este cuento para dormir. Un penoso relato de un animal deforme, segregado por la manada al punto de suicidarse. Dejé la habitación en puntas de pie y, todavía estremecido, me senté en el sillón del living. Algo tenía que hacer y no sabía qué. Él se había adentrado en el sueño con facilidad y yo, un adulto, no podía sacarme de la cabeza la escena final: ese hartazgo irreparable del que es diferente. Me propuse reescribir el cuento. Un padre no podía permitir que un niño de cuatro años disfrutara de aquello. Necesitaba darle un clima de aceptación, un mensaje de esperanza y caridad. Pasé toda la noche en la computadora. Al fin, la historia modificada me agradó: una versión del Patito Feo; pero era lo que yo deseaba contarle a Juani. Busqué papel canson y crayones y dibujé un centauro alado. Un animal que cambia la propia muerte por el vuelo, ese al que su manada admira mientras surca los aires. Pensé: Juani, será tuyo cuando despiertes. Pero no se lo di a la mañana. Decidí que al acostarse, cuando me pidiera que leyera el cuento nuevamente le entregaría el dibujo y el nuevo relato. Más tranquilo, me fui a la oficina. Mi mujer todavía dormía. Juani se iría al jardín y ella a su trabajo. 15


Esa obstinada costumbre de morir

No fue un buen día. Mis compañeros, esos que me dirigen la palabra solamente para saturarme de trabajo, esos que nunca se acuerdan de mi nombre, esos que se burlan de mis orejas grandes, mi calvicie prematura, mis anteojos de miope, mi tartamudeo, mi gordura; esos, no me dieron paz durante nueve horas. Encima, dos horas antes de retirarme, el jefe de sección me llamó a su despacho, dijo que ya no necesitaban más de mis servicios y que en quince días debía desalojar mi escritorio. Pasé mucho tiempo en el baño vomitando, aturdido, lleno de miedo y también de odio hacia mí mismo, por ser así, por no tener amigos, ni vida social. ¿Qué iba a hacer yo de aquí en más? ¿Cómo mantendría a mi familia? Sabía que Estela me quería, pero no me amaba. Yo no era la persona de la que se había enamorado. Salí nauseoso de la oficina y mientras caminaba cargado de culpa y cobardía recordé que una vez, al entrar a casa, le escuché decir a mi hijo: “ahí viene Dumbo, mamá”. “¡Shhhhhhh!” Yo era su vergüenza: no podía soportarlo. El cuento, el original, se me hizo presente y comprendí qué le había pasado a aquel animal. No podía transformarme en un padre aceptable. Ni tampoco en un buen proveedor para mi mujer. También me sentí un inútil. En el andén del subterráneo no dudé ni un instante: volé, centauro con alas.

16


Lidia Castro Hernando

ESCONDITE EN PLAZA RODRIGUEZ PEÑA ¡Estoy harto! Sí. Esa palabra es la que usa papá cuando vuelve del trabajo. También la usa mamá, cuando se sienta a tomar mate viendo la telenovela de las seis de la tarde. Dice estoy harta de planchar ropa, lavar platos, barrer pisos, coser medias y calzoncillos de todos. Esa palabra se escucha un montón en casa. Ahora la entiendo. Es cuando uno está muy cansado de hacer siempre lo mismo o de que le pasen las mismas cosas. Por eso ¡Estoy harto! Pero esta vez no voy a llorar como siempre cuando me encuentran en las escondidas. Basta.

Siempre. Era una palabra muy fea para él. Siempre lo encontraban antes de que pudiera tocar el árbol con la mano. Siempre perdía. Y por eso estaba harto. Pensó con una insólita determinación para siete años que esta vez no lo iban a encontrar. Papá dice que el mundo es para los ganadores… Pero me parece que él pierde como yo, porque mamá le grita ¡perdedor! cuando viene los domingos de las carreras.

Y cuando Matías se apoyó contra el árbol de Charcas y Callao para contar hasta cincuenta, ya tenía planeado lo que iba a hacer. Corrió velozmente por la plaza, levantó la puerta de metal que habían dejado sin traba y se metió. Bajó los cinco escalones que iban al sótano donde antes guardaban la máquina de cortar el césped y otras herramientas. El depósito estaba vacío: hacía mucho que nadie cuidaba bien la plaza. La puerta de metal se cerró despacio detrás de él y quedó a oscuras. No tengo miedo. No tengo miedo. ¡Este es un escondite bárbaro! También es lindo para jugar a los soldados y para guardar la colección de escarabajos. Después decidiría eso. Estaba satisfecho. Los chicos no lo iban a encontrar ahí y por fin iba a ganar.

17


Esa obstinada costumbre de morir

Dos meses después, la policía encontró el cuerpo de Matías -el chico desaparecido mientras jugaba con sus amigos- cuando rastrearon con perros la zona comprendida por las Avenidas Córdoba, Callao, Santa Fe y la calle Montevideo y lograron abrir la puerta de metal que no tenía picaporte por dentro.

18


Lidia Castro Hernando

YO, COLECCIONISTA Llevo al cándido púber a mi cuarto y, traspasando la conversación sobre temas intrascendentes, lo violo. Gozo al verlo aterrorizado y con náuseas, gimiendo de dolor. Soy sanguijuela: bebo los fluidos rojiblancos en desesperado ritual. Al fin, inservible para otra cosa, lo abandono en un pasaje sin luz. Limpio el puñal y guardo, en la caja de madera labrada, otro pañuelo húmedo en semen y sangre. Nunca serán suficientes.

19


Esa obstinada costumbre de morir

20


Lidia Castro Hernando

CHIQUI A LA PROVENZAL Hoy es diferente. Chiqui cumple cuarenta años. Es domingo de noche, cenó un sándwich y una fruta. Está sola y además, hoy se siente sola. Sufre el abrazo ausente, el beso de despedida, la risa por el chiste malo de la tele, un mate compartido. Todas esas cosas que añora sin haberlas tenido nunca y son de otros. Siempre lo fueron. Por eso querría que fuera un día distinto. Pero no hay nada que festejar. Se distrae pensando en sí misma, su timidez, el mal humor, la introversión; todo lo que hizo de ella una solitaria sin remedio, sin familia ni amigos ni pareja. Eso sí, va a un curso de telar. El tiempo restante lo despilfarra como cajera en el supermercado coreano del barrio, su pequeño departamento y un gato de angora, Chear, que tiene seis años y compró con un aguinaldo. Ahora mira sin ver, oye sin escuchar uno de esos programas de juegos frívolos y chillones de la televisión abierta. Quisiera otro tipo de ruido, que sucediera algo, un cambio. Por lo menos hoy. Abre una botella de cognac que tiene desde hace ya ni sabe cuánto y se sirve una copa para acompañar ese café a la turca que aprendió en el canal Gourmet. La combinación la hace sentir otra, extraña a ella misma y no es desagradable. Sus pensamientos vagan inconexos por lo que va a hacer al día siguiente: descolgaría la ropa todavía chorreando en la terraza por la lluvia del sábado que mantiene todo tan húmedo, sacaría la cuenta del dinero que le debe a la profesora del taller, pensaría en ese pantalón nuevo que no se decide a comprar -ya tengo uno y con este me sobra total, no salgo a ningún lado -. Se interrumpe: presiente que hay alguien en la sala aparte del gato que dormita 21


Esa obstinada costumbre de morir

sobre el televisor tibio. Chiqui mira atónita. Mientras escucha el timbal de sus palpitaciones, una de las cuatro sillas estilo provenzal comienza a alejarse de la mesa, hace una rotación sobre sí y enfrenta a Chiqui. Ella se figura que ha entrado un mago y quiere sorprenderla con un truco. Pero no conoce a ninguno. Suspenso. Ni un movimiento humano en el ambiente, ni una voz salvo la del televisor y el vaivén de esas cuatro patas que se deslizan, lentas y amenazantes, cada vez más cerca. En el sillón, ella tiembla y se va encogiendo. El borde del asiento le raspa las rodillas, protegidas por los pantalones. Dobla las piernas y abraza fuerte un almohadón para evitar que la madera la hiera. A medida que aumenta el temor, pierde la noción del tiempo. El miedo dura siglos, mientras el programa de televisión sigue su curso. El respaldo de la silla se inclina hacia adelante y la cabeza de Chiqui queda atrapada en los travesaños. Su “¡ BASTA!” no le sirve. Se hunde en el sillón lastimándose con los resortes; el relleno de fibras duras, sogas y madera termina de apresarla. El asiento sube al sillón de la abuela, coloca respaldo contra respaldo y ocupa el lugar de la mujer. Afirma una pata en el control remoto que aún se encuentra en el apoyabrazos y cambia de canal: Venus. Las otras tres sillas se van ubicando a los costados. Ellas saben bien de los cuerpos que se frotan. Chiqui nunca lo supo, ni lo sabrá. Todo vuelve a estar en calma. Sólo imágenes y un moderado volumen. Chear, que ha estado observando sin inmutarse los movimientos en la sala, medita: “Por fin algo excitante en esta casa en la que nunca hubo jadeos”.

22


Lidia Castro Hernando

SEÑOR JUEZ

Dardo Paz Muñoz se despertó. Otra noche de sueño entrecortado. Habían pasado tres años desde que su mujer aceptara el puesto de ingeniera en la Esso y tan sólo uno, desde que comenzaron sus viajes para supervisar trabajos de extracción. No podía acostumbrarse a dormir solo. Entonó: “…sin ti mi cama es ancha” y agregó: y fría. Pensaba que una mujer profesional requería mucho más que ocuparse del hogar y las reuniones sociales. Por otra parte los hijos ya eran grandes e independientes. Se levantó, se dio una ducha, eligió el traje y la mejor corbata; esa que ella le había regalado en el último cumpleaños. Mientras hacía el nudo se sintió feliz; con veinte años de casados seguía amando a Patricia igual que el primer día. Ya listo, fue al comedor diario donde la mucama le estaba sirviendo el desayuno. El aroma a café y tostadas recién hechas lo reconcilió con la rutina. A las nueve saldría para la Corte. Iba a ser una jornada difícil; nunca es grato sentenciar a cadena perpetua a un joven de veinticinco años. —Señor, llegó un sobre; no tiene remitente. Lo puse con las otras cartas. Attaché en mano, pasó por el escritorio. El magistrado tomó el sobre prolijamente escrito, sin estampilla. Sólo decía: Señor Juez. Lo abrió con cuidado, conjeturando que se trataba de alguna información anónima sobre el juicio, e intrigado por haberlo recibido en su domicilio y no en el despacho. Leyó: Nada es impulsivo en mí. Medito cada palabra, planeo cada acción. Soy el único responsable. A nadie, sino a mí, se debe culpar de esta muerte. Las emociones han arrebatado a veces mi lucidez pero veo todo tan claro que no puedo apelar en este caso a

23


Esa obstinada costumbre de morir

un crimen pasional. No, no lo es. Todo fue meticulosamente llevado a cabo. Es una historia de amor. También es el relato de una traición que no pude soportar. Fui educado como buen creyente y he seguido los mandamientos durante cuarenta y tres años. Me enamoré y creí haber encontrado a la mujer que me iba a acompañar hasta la muerte. De mi parte, fueron dos años de amor incondicional; dos años de felicidad únicos e irrepetibles. Le fui fiel y respeté todos sus deseos, aún aquellos que me eran incomprensibles, como sus desapariciones por varios días, o su negativa a presentarme a la familia. Después de cada noche juntos iba al confesionario a recibir el perdón por haber faltado al sexto mandamiento. La semana pasada me atreví, por fin, a proponerle matrimonio. Ella me pidió unos días para pensarlo y tomar una decisión. Ayer, llorando por primera vez, admitió que estaba casada hacía veinte años y tenía hijos. Me quedé perplejo. Disimulé la ira. Sin decir una palabra, con frialdad, midiendo el tamaño de mi pecado y su terrible infamia, puse raticida en el café de Patricia, su esposa, Sr. Juez. No fue una muerte serena, como comprenderá. Pero murió como merecía. Cuando lea esta carta su cuerpo estará todavía acá en mi departamento junto a la mesa sobre la que escribo. No pido clemencia. Lo espero; venga con la policía. Pagaré mis terribles faltas.

Abajo, como posdata, figuraba el domicilio. Al terminar la carta, el juez recordó, desgarrado, las ocasiones en que su esposa había viajado “por cuestiones laborales”, como ayer por la mañana; y las cenas silenciosas que él atribuía al cansancio. Recorrió tembloroso una vez más el texto; abrió un cajón del escritorio de caoba, sacó el revólver, constató que tuviera balas, lo apoyó firmemente junto a su brazo derecho y en una hoja comenzó a escribir. Señor Juez:

24


Lidia Castro Hernando

TESTIGO ENCUBIERTO Te veo atareada, yendo y viniendo con bolsos. Los dos peones de Mudanzas Los Amigos te siguen, fatigados; y parecen, sumisos, obedecer tus órdenes: lo que va arriba, lo que va en la cocina, lo que va en el lavadero, lo que va, lo que va. Claro, te ayudás con una lista que enarbolás sentenciosa. "Le dije que eso iba en la pieza de abajo, mire, ¿ve? acá lo tengo escrito ". No hay forma. ¿Qué va a haber? Nadie te convence de otra cosa. Cuándo y quién te pudo ganar en una discusión, a vos, que fuiste criada por monjas para caba de enfermería. Yo, nunca pude. Colgué los guantes al año. Pero sabías que yo te amaba y resignabas a regañadientes tu fuerte temperamento. Siempre pensé que me veías como el padre que no tuviste. Pero los demás, ¡pobres! Salís a la puerta. Los tipos hacen gestos de fastidio mientras aprovechan para un descanso sobre las cajas todavía sin ubicar. Yo habría hecho lo mismo, te juro. De alguna forma te agradezco aquella absurda pelea de hace ocho meses por el control remoto que disparó mi presión a las nubes y te convirtió en viuda. Hoy no me veo obligado a correr con las cosas de acá para allá. En cierta forma te admiro. No perdés la compostura. Lo primero que colgaste al entrar en tu nueva casa es el óleo que pinté, con el marco dorado a la hoja. Acá, bajo un cielo huracanado, el barco pirata se sacude indomable entre las olas de un maremoto. El suspenso del después de esa imagen ha logrado retener cualquier mirada. Estoy orgulloso de esa pintura de mi madurez. Acercate. Calmá un poco tu ritmo y observá con detenimiento. Descubrime. Así. Nunca me habías visto ¿no es cierto? Un diminuto hombreci25


Esa obstinada costumbre de morir

to en la cubierta del galeón, usando el traje verde de Peter Pan de nuestros primeros carnavales. Resalto, casi imperceptible, en una escena totalmente trabajada en tonos negros, grises y blancos. Tan pequeño y tan poderoso, desde este lugar de privilegio, te veo atareada, yendo y viniendo con bolsos. Los dos peones te siguen. Asombrados, ahora escuchan tus “por favor”.

26


Lidia Castro Hernando

MATEO 19:24 Nunca había tenido nada. En absoluto. Nació sin padre, su madre lo abandonó en una caja vacía de Criollitas en la puerta de la iglesia con apenas dos días de vida; lo criaron las monjitas de un convento de clausura vecino, a escondidas. No lo iban a dejar ni subir al campanario ni abrir ninguna ventana que violara la penumbra. Cuando cumplió dos años, rompiendo sus votos de silencio y apartamiento total del mundo, de a una (y creyendo cada una que era la única) le fueron enseñando a hablar. Por eso era de muy pocas palabras; pero precisas. Al principio sólo tenía una muda interior, un pantalón, una remera –todo confeccionado por sus madres adoptivas- y unas zapatillas rotosas, prescindibles para sus pies: fuera del convento no pisaba sino la tierra, el pasto, las hojas secas del nogal y el pedregullo de un camino que iba lejos hasta una laguna. A medida que crecía, le alargaban la ropa con trozos de tela negra o blanca. De vez en cuando, venía un hombre en un carromato con víveres y cosas que ellas no sembraban; pero a él no se le permitía verlo. Su existencia era mantenida en absoluto secreto. Como ocultaban su pecado de palabra, la Madre Superiora creía que él hablaba porque no podía dejar de hacerlo. Es la naturaleza, pensaba ella, como crecer, no hacerse más pis en la cama… ; imita todo, la forma de comer, de cosechar, de rezar. . . Entonces sin alentarlo, lo dejaba pasar. Además, es muy parco; no va traer problemas.

Tenía tantos nombres como monjas en la vieja casona de campo hecha casa de Dios. Once nombres susurrados. Y cada uno según el apóstol del que cada monjita era devota. A Simón, Isabel le masajeaba la espalda después de cortar leña; a Tomás, la novi27


Esa obstinada costumbre de morir

cia Mercedes lo bañaba con los ojos fijos en los de él, sin descender ni un milímetro; a Jacobo, Magdalena le enseñaba a leer el libro de las oraciones; a Bartolomé, Mariana lo arropaba, le cantaba y le daba un ligero beso antes de dormir; a Felipe, Verónica le contaba de su niñez y de cómo era una ciudad; a Mateo, Ángeles le hablaba de la creación y el significado de la Trinidad; a Andrés, Catalina le enseñaba a sumar, restar, multiplicar y dividir; a Pablo, Pilar le dejaba ordeñar la vaca, pasear el burro y recoger los huevos recién puestos; a Tadeo, Sor Inés lo instruía en la confección de licores y dulces; a Juan, Teresa le permitía preparar con ella la comida para todas; con Pedro, Sor Elena sembraba y recogía de la huerta. Finalmente aprendió con Sor Margarita a tender la cama y lavar su ropa. Cuando todas se ubicaban en los duros bancos alrededor de la mesa de algarrobo para el desayuno, el almuerzo, la colación y la cena, era posible oír las cucharas golpeando suave en los cuencos de madera y afinando el oído, el sonido de las respiraciones. Los labios apretados del único varón resistían el impulso de decir algo y por ellos se escurría una tenue sonrisa cómplice. Al finalizar, la Madre Superiora, Sor Margarita, leía pasajes de los Evangelios o del Cantar de los Cantares. Era la única voz sin castigo en la clausura. Cuando Simón Tomás Jacobo Bartolomé Felipe Mateo Andrés Pablo Tadeo Juan Pedro cumplió dieciséis años, ya Sor Mariana y Sor Ángeles habían muerto, y Sor Isabel estaba enferma y casi al borde. Ahí fue cuando la Madre Superiora hizo un atado con su escasa ropa, le dio un sobre con algo de dinero y dijo: tenés que irte. Sin ninguna duda, sin rencor alguno, abrazó a todas las madres que le quedaban y sintió por primera vez lo que era la tristeza de dejar a quien se ama. Estuvo de acuerdo en que era hora. Mercedes se fue tras él sin llevar nada propio. El hombre de nombre largo se instaló con esa mujer quince 28


Lidia Castro Hernando

años mayor, a sólo doscientos metros: quería una casa, eso sí con una ventana. Esa que no había en el convento; para ver el horizonte, las nubes, el sol. Con el dinero compró un caballo de tiro, una vaca y un cerdo, semillas, harina y papas; y comenzó a levantar muros de adobe y estiércol. Nadie le había enseñado eso. Tenía el tiempo y la esperanza del mundo. Cavó el pozo del agua y armó una letrina a cincuenta metros. Mientras la huerta crecía iban elevando las paredes, colgando los quesos, haciendo dulces y licores y comiendo los panes de cada día que la Providencia y ellos mismos, dioses terrenos, amasaban con sus manos laboriosas. Aquel hombre del carro, ya mucho más viejo, les cambiaba lo que producían por harina, arroz, azúcar, yerba y aceite. Un año tardó en construir las cuatro paredes y la preciada ventana, un agujero alto y angosto. Faltaba el techo. Entre amargo y amargo, se debatían pensando cómo lo iban a hacer: de ramas, de madera, de juncos arrancados de la laguna cercana… Dormían en el piso de tierra sobre la única manta que la Madre Superiora les había dado y si llovía, se cobijaban bajo un ombú. Al fin decidieron que las estrellas, la luna y el misterioso cielo constituían techo suficiente para ellos. Juntos y abrazados no necesitaban más. A los cuarenta y pico una incontenible inundación tiró el rancho y ahogó a su Mercedes, se llevó la vaca, los terneros y los chanchos al fondo de la laguna. Al caballo se lo habían comido por viejo hacía algún tiempo. El hombre del nombre largo, murió sin nada. Pero había sido rico. Y este rico entró al reino de los cielos, sin que fuera necesario pasar camellos por agujas.

29


Esa obstinada costumbre de morir

30


Lidia Castro Hernando

LUCHAS POR LA VIDA Helena se acerca peligrosamente a la ciudad. La serpiente que ha salido molesta de su cueva comienza a deslizarse, helada y silenciosa, por la ventana abierta de esa casa donde dos niños juegan sobre la alfombra del comedor. Sus fosetas térmicas pasean por los rincones entre los muebles localizando presas. Turba apenas la liviandad del cortinado tocando estremecida las patas del sillón, incursiona en la oscuridad protectora bajo el mueble de cedro y, por fin, disfruta la sensación caliente que le ofrece la carpeta oriental. Percibe la vibración de piernas y brazos en remolino y, con lentitud, adelantando su lengua bífida, se orienta hacia ellos. El gato Garfield, siempre junto al varón, reacciona de improviso al escuchar el sonido casi imperceptible del arrastre, arquea su lomo erizado y, lanzando un maullido, salta sobre el reptil. Garfield no puede con ella: le clava sus colmillos venenosos hasta paralizarlo. Pero su último gemido alerta a los pequeños que corren asustados escaleras arriba. El padre actúa con rapidez. Baja armado con un palo de golf y, después de mirarla fijamente a los ojos, la mata sin piedad de un golpe impecable. Nadie imagina que, esa misma noche, todos morirán aplastados en el auto bajo un árbol arrancado de raíz por el huracán.

31


Esa obstinada costumbre de morir

32


Lidia Castro Hernando

SEGUNDAS PARTES NUNCA FUERON BUENAS A Aníbal se lo notaba muy triste. Él, un tipo siempre de buen humor, que hacía chistes y gozaba de la vida como pocos, le confió a un compañero de bochas que no conseguía recuperarse de la muerte de su mujer. Y ya había pasado un año. Odiaba reconocerlo, le dijo, pero la extrañaba mucho. Su amigo, que practicaba el espiritismo, le sugirió que fuera a una reunión y tratara de conectarse con ella. Con las piernas flojas, tocó el timbre en esa vieja casona de San Telmo. Una mujer, vestida con falda larga y flores en el pelo, abrió y lo hizo pasar a la sala donde se encontraban reunidas cuatro personas. Serían en total seis alrededor de una mesa redonda. Todo marchó bien. Pudo hablar con Catalina, ella también lo extrañaba y quería volver. La reunión terminó con alguno que otro llanto, abrazos y despedidas cordiales. Aníbal se fue a su casa más contento. A la mañana siguiente se despertó cuando Catalina descorrió las cortinas del cuarto, le dio un beso en la mejilla como lo había hecho durante cuarenta años y le dijo que el café estaba listo sobre la mesa de la cocina. Se sentía aturdido pero no dijo nada y le siguió la corriente. Las cosas parecían estar como siempre, antes de la enfermedad. Sus camisas planchadas, las comidas caseras y calientes, la telenovela de la tarde, incluso el gato tenía su alimento. A Catalina se la notaba feliz aunque decía, una y otra vez “la mujer no puede faltar ni un solo día de su hogar porque todo se convierte en un asco”. Había mucho por limpiar y rasquetear, tirar basura acumulada, reparar el techo de la cocina que se había venido abajo, recuperar las plantas muertas por falta de cuidado, comprarse ropa 33


Esa obstinada costumbre de morir

nueva, bla, bla, bla. Al mes, Aníbal estaba exhausto de pintar, clavar, revocar y como había perdido el hábito de la conversación, escuchaba la voz metálica y aguda de Catalina ordenándole hacer algo más, más y más sin contestar. Volvió a San Telmo un viernes de reunión. Si bien nadie logró comprender por qué, dijeron “adiós” al espíritu de Catalina y le desearon buena vida en el masallá, junto a sus familiares muertos. Aníbal, ahora aliviado, empezó a tirar los papeles en donde se le antojaba, sólo prendía la radio para escuchar tangos y regaló el gato.

34


Lidia Castro Hernando

GANÁNDOLE AL MIEDO Un imprevisto relámpago iluminó la habitación y se incorporó. Irene ya se había acostado. Le sacudió el brazo: —¿Oíste eso? ¡Se viene una tormenta de Padre y Señor nuestro! Ella abrió los ojos, de malhumor. —No escuché nada. Volvé a roncar y dejame dormir. Odiaba las tormentas, los rayos, los relámpagos, todo aquello con que el cielo demuestra su furia. El pánico comenzaba a asediarlo. Su esposa también roncaba; el sonido era un plácido ronroneo. —¿Sacaste la ropa que está colgada? ¿Cerraste bien todo? Silencio. La mujer dormía. No aguantó. De un salto dejó el lecho y arrastró toda su fobia hasta la ventana. Afuera, un diluvio anegaba el jardín, descargas plateadas partían las nubes y el cielo color brea; el viento rugía curvando los frutales. Apartó la cortina para aterrarse aún más y, aunque despavorido, resistió las embestidas de la naturaleza. El terapeuta le había recomendado que enfrentara sus miedos. Lo estaba consiguiendo. Un esfuerzo más y pronto amanecería. Abrió los paneles de vidrio y se aferró a las rejas. Atraído por el metal, el rayo entró iracundo al cuarto. Irene se despertó, lo vio caído, la piel desprendida, totalmente negro y con una enigmática sonrisa.

35


Esa obstinada costumbre de morir

36


Lidia Castro Hernando

DREADWOOD Esto se está poniendo feo. Ray, el líder del grupo de trekking decidió a último momento cambiar el trayecto. El plan había sido escalar la colina de Cresthill para regresar al atardecer. Sin embargo, apoya el mapa sobre el capó del Land Rover y anuncia que, ya que hace mucho calor para trepar, atravesaremos el bosque Dreadwood, un lugar poco transitado y bastante virgen. A todos les parece buena idea. A mí no. —Marcia, no vayamos; este bosque tiene mala fama. —¡Dejate de tonterías, son leyendas! —¿No te acordás de los que desaparecieron? —No me hagás reír. No va a pasar nada. Mantengámonos juntos. —¿Y los que regresaron con alucinaciones? —Bueno. Si tenés tanto miedo no deberías haber venido. Quedate a mi lado y listo. Somos veinte. Partimos a las 9 de la mañana. Como de costumbre y por cábala, nosotros caminamos atrás del resto. Al principio vamos por un sendero suave y dibujado por el tránsito de ciervos, linces y algún que otro oso pardo. Pero muy pronto se convierte en un bosque alto hasta donde se pierde la vista. Distingo tsugas, abetos, pinos, cedros, secoyas gigantes, infinitas lianas y tierra cubierta de humus. Imponente. Pero eso no me tranquiliza, al contrario. La luz del sol entra pidiendo permiso: la trama verde y marrón se le opone con tenacidad. Es un bosque sombrío e impenetrable. Ya son las 12 y el día semeja un anochecer. Marcia camina decidida. Me doy cuenta de que, de a poco, quedo rezagado, de37


Esa obstinada costumbre de morir

masiado jadeante para tres horas de caminata y esto no es normal. Desprendo la mochila y me apoyo contra un árbol deslizándome hasta quedar sentado en la tierra húmeda. Parece que mis piernas estuvieran atravesadas por alfileres. Está plagado de ortigas. Será mejor que las evite. Mi abuelo materno era guardabosques en Dreadwood. No sé nada más. Todo es un espacio en blanco, un vacío de conjeturas y ciegas suposiciones sobre mi familia de origen. El porqué me habrá quedado grabado eso, lo del abuelo, no sé, pero ahora lo recuerdo. ¡Maldición! Me quedé dormido. ¿Cómo puede ser que Marcia no haya venido a buscarme? Me atrapó la oscuridad y olvidé la linterna. Error fatal para un senderista. Senderista imbécil. Tanteo y percibo rugosidades, plantas, cuerdas colgantes; una bruma espesa moja mi cara; bajo mis piernas, hojas secas, quebradizas; oigo gritos agudos y lejanos, allá arriba, en la copa de los árboles. Monos. Alguien acecha. ¿Será mi imaginación? Tiemblo; quizás tengo fiebre. Recuerdo otra cosa de mi abuelo: murió en el bosque por un escopetazo. ¿De un cazador furtivo? Por fin oigo la voz de Marcia. Me llama. ¡Pero se distancia en lugar de acercarse! No. En la negrura toma mi mano y me siento a salvo. Y muy estúpido por tener estas ideas locas. Soy un débil. Ella es mucho más fuerte que yo, siempre. —Gracias, mi amor. Ahora estoy bien. —La niebla lo cubrió todo. No es usual pero pasa. Sé por dónde voy. Como a un ciego dócil, me dejo llevar. Parece que olvidó su linterna. Y bueno, también tiene fallas. Pero confío en ella. Sugiere que descansemos un momento y, como un niño, me quedo dormido entre sus brazos. Cuando despierto la nube desapareció totalmente. Y Marcia. 38


Lidia Castro Hernando

Hace mucho, mucho que estoy en Dreadwood: busco senderos, marcas, señales. Nada. Siempre perdido, siempre esperando. Camino todo el día, me alimento de insectos y setas, chupo la humedad de los troncos, mi ropa está rasgada y soy un saco de huesos. No saldré más de acá, estoy seguro. El bosque es voraz, abuelo. He muerto para el mundo, aunque no de un escopetazo.

39


Esa obstinada costumbre de morir

40


Lidia Castro Hernando

LUNA DE HIEL Mi madre no vino a la boda. Ni aunque hubiese podido. En cambio lloré la ausencia de mi padre. A ella no la veía desde el juicio y no la extrañaba. Ese día decidí que tenía que mirar hacia adelante, decirle adiós y ser feliz. Descubrí el egoísmo atroz de Pablo durante la luna de miel. Sin desearlo, me llevó a recordar a aquella mujer a quien no veía desde hacía más de siete años. Por diez meses creí que nos movíamos en la misma sensible línea de afecto. Pero no. Todo en él era frío. Había simulado interesarse por mis tristezas, mis placeres o mi historia dolorosa. Ilusa, yo pensaba que entendía mi tormento: ¡mi padre había sido asesinado! Y él era incapaz de emocionarse o emocionar genuinamente a alguien. A los pocos días de casarnos, en nuestro viaje a Brasil, mostró su verdadera personalidad, esa que había ocultado a la perfección durante meses, ese yo farsante, irritable y violento, enmascarado bajo una fachada de ternura. Lo que creía amor era amor fingido. —¿Me querés? —le pregunté al entrar al hotel. —¿Sos idiota? ¡Qué pregunta más estúpida! —contestó brusco. Le ordenó al Conserje una habitación en el quinto piso, en forma engreída, actitud que nunca había visto antes en un hombre atento como él. Ya se había ganado la antipatía de una persona. —Mis sábanas las quiero sueltas en los pies, ¿entendiste? —le gritó a la mucama cuando entramos en la habitación. Mientras, deshacía la cama con furor. 41


Esa obstinada costumbre de morir

—Sí, señor. Sí… —lloriqueó la joven en un insuficiente español. Había vociferado por una minucia. ¿Vociferar por una minucia? ¿Cómo no es capaz de un gesto de gentileza? Era un desconocido; y empecé a sentir miedo. Vino a mi memoria lo que me había estado ocultando: la cruel escena observada desde el escondite tras el sillón del living. A los dos días de llegar comenzó mi tormento a fuerza de puñetazos y puntapiés. Todo lo que yo expresaba o hacía desataba su ira; y no cesaba hasta dejarme llena de moretones, tirada en el piso, exhausta. Lo que había pasado aquella noche, hacía siete años se me hizo claro. Definitivamente eran ellos, no nosotras. Desde entonces no salí de la habitación. Estaba avergonzada. Por miedo, no pedí ayuda, como no lo hizo ella. De “mi muñeca” pasé a ser un insulto: —¡Callate, imbécil! ¿No ves que sos una inútil? Cautiva en esa trampa de palabras no escuchaba ninguna de cariño. Silencié absolutamente todo lo que pensaba o sentía para evitar represalias. Atrapada en una red invulnerable no tenía escapatoria. Muda, detesté a mi padre, de pronto reencarnado en Pablo. Soporté los diez días con estoicismo. Por fin se acercaba la partida. Estábamos parados en la terraza abierta al océano. Él, con desprecio, miraba hacia la habitación. Apoyé mis manos en su pecho; me miró desconcertado. Sólo necesité ejercer una fuerte presión y cayó como cuervo herido. Permanecí un momento en solitaria calma, extasiada ante la inmensidad azul. Y para siempre mirando hacia delante. Sentenciaron: accidente. Iré a visitar a mi madre a la cárcel; ella no tenía un balcón tan alto, sólo un cuchillo de cocina. 42


Lidia Castro Hernando

ATRAPADO La ola chocó contra la pared. La pucha que esa fue grande, musitó sin despertarse del todo. Siguió inmóvil. Hasta que un ruido descomunal cercenó la historia que soñaba. Entreabrió los ojos. Vio, en forma borrosa, la pared derruida y aunque estaba a cuatro metros de su cama, la distancia no evitó la salpicadura. Incrédulo, se secó la cara. El mar, agitado y sombrío, aparecía perturbadoramente cerca. Se acordó de que el coche había quedado estacionado en la calle. Autómata, tanteó en el cajón de la mesita de luz buscando las llaves. Trató de encender el velador y nada. Mientras se ponía los lentes para ver, tiritó. Al frío se le sumó el espanto: el boquete que la ola acababa de hacer era del tamaño de una puerta ventana doble y el viento del océano entraba rugiendo sin compasión. Se puso de pie y con cuidado dio ocho pasos. Intentó asomarse y mirar hacia abajo. Otra ola furiosa lo hizo caer. Este no va a ser un buen día, resopló. El reloj marcaba las tres. Ya despierto, buscó el celular para pedir ayuda. No lo encontró. Otra vez en la cama deseó: ¡Ojalá sea una pesadilla! Pero las sábanas mojadas le confirmaron que no lo era. Volvió a incorporarse. Las chinelas flotaban: no le servían. Después de chapotear hasta el placard consiguió un buzo y unos pantalones gruesos de gimnasia. Intrigado se asomó al living. El balcón había desaparecido y el agua inundaba el parquet; la mesa ratona, bote a la deriva, surcaba la sala. Trató de abrir la puerta de entrada. Imposible. Recordó un documental de Discovery. Los surfistas pasaban años esperando ‘La Gran Ola’, esa forma gigantesca que represen43


Esa obstinada costumbre de morir

taría el mayor riesgo y pericia dándole sentido a sus vidas. Aquí estaba y se repetía una y otra vez. Pero él no hacía surfing y además nunca había aprendido a nadar. Lamentó no haber escuchado a su padre cuando a los doce años le aconsejaba que tomara clases en el club del barrio. Demasiado tarde para arrepentimientos. El agua le llegaba a las rodillas. Tomó conciencia de que era tarde para todo: no podría terminar la tesis, no podría pedirle a Silvia que se casaran, no podría ganarle la partida de ajedrez al australiano, no podría usar más el coche, ni siquiera tomar el desayuno y leer el diario de la mañana. Tiró las llaves. Siempre había considerado que era un tipo resuelto y optimista frente a los obstáculos. Pero la puta ola lo dominó. Se encontraba en una trampa: ¡Morir ahogado debe ser horrible! Cobarde para enfrentar lo que ocurría, se metió nuevamente en la cama y rezó un Padrenuestro.

44


Lidia Castro Hernando

ASESINOS AD HONOREM Solamente dos personas están serias y calladas en el campo de juego. Saben que el verdadero espectáculo no será, como dice el cartel, la presentación de una plataforma política conservadora más. En tanto los otros entonan pulidos e inofensivos cánticos partidarios, el hombre mastica ansioso un chicle viejo, manteniendo la mirada fija en la entrada al pequeño estadio. La mujer con experiencia en estas misiones sostiene en su mano derecha, dentro del bolsillo y preparada, el arma con la que matará al candidato. El tiempo se alarga para ellos mientras los gritos y cornetas pretenden convertir el asunto en una fiesta. Vestidos con elegante sencillez para no llamar la atención, de vez en cuando lanzan un grito mentiroso que los esconde un poco más. El candidato entra rodeado de guardaespaldas y saluda con los brazos en alto. Sube a la tribuna y, a pocos metros de los sicarios, recibe un ramo de flores de las Damas de Beneficencia, quedando por un momento desprotegido. Es la ocasión. Uno se pone adelante para disimular y cubrir; la otra extrae la pistola y dispara una vez al corazón. Ya está hecho. No importa nada más. Cumplieron el contrato. Sólo resta aprovechar el alboroto, esconderse entre la gente, escapar y recoger el dinero. El ardor vengativo de la multitud no lo consiente: mataron al futuro salvador de la patria. Como animales feroces se lanzan sobre la pareja, pagada nadie sabe por quién. No interesa. En apenas diez minutos cientos de personas acaudaladas y cultas destrozan con salvajismo, a puntapiés, golpes de puño y palos a los dos asesinos. La multitud no solicita pago alguno por las dos muertes. 45


Esa obstinada costumbre de morir

46


Lidia Castro Hernando

BREBAJE Nunca, pero nunca nunca me gustaron las plantas y mucho menos las flores. Más aún, las detesto. Soy un hombre de oscuridad, nocturno y aborrezco cualquier cosa que se interpone en mi camino. Madre tenía un jardín. Lo cuidaba mejor que a mí, eso decía mi padre. Los colores la obsesionaban. Cuando una flor se marchitaba o si veía un limón aplastado a los pies del árbol le caían lagrimones. Lloraba todos los días y prácticamente todo el día. A la mañana me servía el desayuno en el comedor y al bajar a tomarlo, ella ya estaba en el dichoso jardín. Para mí, el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena se servían solos. Madre jamás estaba conmigo. ¿Cuándo me preguntó sobre mis tareas, las maestras, mis compañeros o el colegio? No le interesaba. Aprendí a cuidarme a mí mismo cuando papá murió intoxicado por un té de Hierba Luisa. Estuvo un tiempo detenida por homicidio no premeditado, pero al regresar, siguió con el jardín, regándolo con sus lágrimas y pidiéndoles perdón a las malditas plantas por haberlas abandonado. Levantó una lápida y enterró las flores marchitas, los macizos marrones y una rama partida. Hasta que no terminó el arreglo no entró a la casa. Creo que fueron casi diez días. Eso sí, al entierro de mi padre no pudo ir. Desde entonces, una alergia latente no me dejó en paz: me subía la fiebre, estornudaba y casi no podía respirar. Madre intentaba darme una de sus mezclas de hojas. Yo no accedía, por si acaso. Iba a lo de la vecina y, metido en su cama, me cuidaba hasta sentirme mejor. Madre nunca se enteró. Ella y sus plantas. Ella y sus flores. Ella y sus árboles. 47


Esa obstinada costumbre de morir

Yo creo que estaba loca, qué quieren que les diga. Hablaba con los arbustos como si fuesen personas; todo delicadeza, todo caricias, todo mimos con las flores. Yo ni salía al jardín porque me asfixiaba. Sentía odio, de verdad. No la tuve que internar, por suerte. Se descuidó con el veneno del estramonio que preparé con las flores blancas tan letales. Pobre. Ella no hubiese querido que la separasen de sus plantas. La sepulté debajo de la Santa Rita. Juro que me costó. Lo hice casi con los ojos cerrados, porque los colores me ciegan. Sí. No puedo mentirles: nunca, pero nunca nunca me gustaron las plantas y mucho menos las flores. Más aún, las detesto. Por favor, si alguien se acuerda de mí, no me las traigan al cementerio. Cada vez que ponen una me revuelco en la tumba.

48


Lidia Castro Hernando

PABELLÓN DE LA MUERTE 6 de Agosto de 1890. Prisión de Auburn, New York, Estados Unidos. Acaba de terminar su comida, la última. Pidió costillas de cordero con puré de batatas. Dos botellas de cerveza y un puro. No hubo problemas: todo exquisito. El cura parecía muy ansioso de conversar. No obstante, lo dejó con las ganas; no tiene nada que ver con él y sus creencias. Son las ocho de la noche y le parece que una siesta de una hora le hará bien. Más tarde, cree que es tiempo de pensar en todo lo que no hizo durante siete años en prisión. Quizás le encuentre sentido a su vida, ese sentido que nunca se le manifestó. Imagina qué habría hecho de no haber matado al hombre. Tal vez conocer una mujer y tener algún hijo, terminar sus estudios, comprar una casa con jardín, tener perros, viajar a Louisiana y conocer el lugar donde nacieron sus padres. ¡Tantas cosas podría haber logrado en esos siete años! reflexiona. Él no había querido asesinar a ese viejo. Había entrado en la vivienda a robar, nada más. Pero su víctima, ex policía, sacó un arma y él no tuvo más remedio que usar la suya. Nunca había disparado. No había tenido necesidad. Pero la falta de trabajo y el hambre, lo llevaron de las aulas a la calle y ya estaba cansado de mendigar. Se asustó. Sabía que iría a la cárcel si lo descubrían y en la oscuridad bajó al sótano y encontró un hacha. Desesperado, descuartizó al muerto y lo metió en bolsas de residuos. Con su ropa ensangrentada, cargó los sacos en el coche del viejo y lo empujó al río Mohawk hasta que desapareció bajo el agua. No imaginó que 49


Esa obstinada costumbre de morir

la suave corriente lo arrastraría a la costa dos días después. Tampoco, que había un testigo: una viejita de anteojos que observaba tras las cortinas desde la casa de enfrente. Él no la había visto. De otra manera también hubiese tenido que matarla. El gran evento tendrá lugar a las cero horas un minuto, ni un segundo antes, ni un segundo después. Cintas oscuras como retazos de mortaja negra lo van rodeando. Sabe que las recorren finos hilos metálicos. El sillón de madera es grande, más parecido a un regio trono que a un asiento mortal. Rodeado de cinco personas se siente atendido como si fuera un niño pequeño. ¿Cuándo lo habían tocado con tanta dedicación? Ni siquiera al recibir el puntazo en el patio de la prisión por resistirse a formar parte de una de las camarillas. La verdad es que no comprende por qué son tan delicados para amarrarlo con esas tiras. Que no deseen lastimarlo antes de que la corriente eléctrica circule a través de su cuerpo es irónico. A final, el cuidado que jamás le habían dado sus padres ni tampoco los adoptivos, lo recibe de sus verdugos. Diecisiete pasos desde la celda por el camino final, sus muñecas y sus tobillos encadenados. Muy a su pesar, el cura fue leyéndole los Salmos. Caminaba sereno. Sabía que era culpable. No obstante ahora, sentado en la silla, una débil esperanza lo mantiene atento al aviso de indulto que puede salvarlo. El mensaje no llegó. Al minuto después de la medianoche, el verdugo bajó la palanca y la silla eléctrica funcionó por primera vez en la historia. Su nombre pasaría a la posteridad: William Kemmler, un blanco.

50


Lidia Castro Hernando

PASEANDERAS Desde hace años, ELLA acostumbra sacar a Boopi a la mañana y a la tarde. Boopi fue pisada hace seis meses por una bicicleta -mejor dicho por un ciclista- y quedó paralítica de las patitas traseras. Por eso su ama es la única que camina: la perra va cómoda sentada en un cochecito de bebé. Son las siete de la tarde. ELLA recorre la playa junto al agua, con pasos a veces cortos, a veces largos. Pero siempre lento y descalza. Le gusta concentrarse en las huellas de las ruedas del coche que empuja y que ELLA pisa meticulosamente. Le contaron que eso se llama meditación activa. De verdad le resulta interesante y por alguna suerte de mimetismo, su perra lhasa permanece inmóvil mirando el mar. En ese instante atemporal, para ELLA sólo existen sus manos que toman el carro, los pies, la arena húmeda, el viento en el rostro y por el rabillo del ojo, el tostado de la espuma acercándose. Mira el reloj de oro que le cuelga del cuello, único recuerdo de su madre. Pregunta: ¿Seguimos un poco más? ¡El atardecer es tan lindo! Una mirada de mudo asentimiento de Boopi y decide caminar otros treinta minutos. Ya recorrió varias veces los doscientos metros que separan ambos muelles. Siente el pecho abierto y libre, la cabeza y los hombros relajados y un bienestar absoluto que le recuerda que en ese momento es feliz. Sin embargo, sus huellas son más profundas que las de días atrás y empujar el cochecito le implica gran esfuerzo. La arena está revuelta por el tormentón de anoche y, aunque no le gusta, ELLA se agregó uno o dos kilos en Nochebuena. Todo esto le hace pesado y menos libre el andar. Intrigada, observa que no puede empujar a Boopi porque las 51


Esa obstinada costumbre de morir

ruedas no rotan y tiene arena húmeda en las pantorrillas. Descubre con espanto que cada vez se hunde más y más. A la madrugada siguiente, el joven buscador de metales verá algo brillante sobresaliendo en la arena ahí, justo ahí, en el lugar donde el aparato detector se irá a clavar de repente. El reloj de oro pasará a remate en una casa de antigüedades. De ELLA y de Boopi no se va a saber nunca nada. Sus amigas comentarán que es como si se las hubiera tragado la tierra.

52


Lidia Castro Hernando

DOS LOCOS LINDOS Mi tío Julio era “un loco lindo” ¿vio? Yo quería parecerme a él cuando fuera grande. Mire la foto que nos sacaron una vez a los dos: él con 40 yo de 15… ¿No parecemos hermanos? Resulta que la familia conocía cosas de las que no se hablaba y estaban de acuerdo en que loco era, pero no lindo, más bien peligroso. Para mí fue una especie de justiciero. Decían que había estado en un loquero por un tiempo para evitar la cárcel. Por cuestiones de burros. Quisieron matarlo y él se defendió clavándole a un flaco un puñal en el hígado. Sentenciaron: locura y así zafó ¿vio? Para mí era un tipazo; vagabundo, sin ataduras, de buen humor; ¡dele plata y regalos para los chicos de la familia! ¡Nunca lo vi encerrado! Un día fuimos a visitarlo a su casa; tenía una pared llena de armas de todo tipo: escopetas, revólveres, arcos y flechas, jabalinas, rifles, dagas, cerbatanas. Lo que se le ocurra. Todo traído de sus viajes como explorador y buscador de oro ¿vio? Y nos contaba historias en las que él salía bien parado y los demás, muertos. Otras historias, si las había, se las guardaba bien guardadas. Yo también me llamo Julio. Y ya que me preguntó, estoy en el Borda por equivocación. La familia dice que soy lindo como él, por eso antes de que me metieran acá, hace dos años, me gastaban: ¡Andá… loco lindo! A mí no me hace ni fu ni fa ¿vio? Al contrario. Las cosas de que se acuerda uno ¿no? Cuando el tío murió ¿sabe que lo mató un colectivo que cruzó en rojo?… ¡qué absurdo! en el diario salió “el explorador de la selva cayó en una esquina del Bajo Flores”. ¡Una cargada! Como le decía, cuando el tío murió, yo me encargué de las armas. Deshacete de todo, dijo mi vieja. 53


Esa obstinada costumbre de morir

Pero yo me acordaba de cada aventura y se me estrujaba el corazón ¡qué quiere que le diga! Todos los que él había mandado al otro mundo: los indios del Amazonas, los watusi del África, los jíbaros del Ecuador, el pirata de las Antillas, los dos bandoleros de Turquía, el mafioso siciliano, todos, aparecieron en mi casa a reclamar. Y yo no tuve más remedio que devolverlos uno a uno, matándolos otra vez… ¿Cómo se les ocurría? Mi tío era hombre de una sola palabra, un solo tiro, un solo navajazo ¿vio? ¡Ídolo! Cuando él vuelva, porque yo sé que va a volver ¿eh? me va a sacar de acá. Anduve matando colectiveros, sí. Y al que lo arrolló, también. Tenía que hacer justicia. Por eso me dicen El Zorro. Escúcheme bien. Estoy en el Borda por equivocación. Para mí, yo tendría que estar en la cárcel ¿no le parece, don Robin Hood?

54


Lidia Castro Hernando

AL FIN Y AL CABO, SOLAMENTE UN HOMBRE Ella desliza fácilmente del dedo anular de su padre el anillo con la piedra negra que llevó durante sesenta años. La alianza de oro había sido desechada mucho tiempo atrás. Lleva horas observándolo, hipnotizada. Intenta descubrir un leve movimiento facial, quizás una ceja que se levanta o ese ir y venir lateral de los ojos bajo los párpados cerrados: algo que pueda revelar un sueño. Pero nada. Los brazos de ese hombre descansan extendidos sobre la manta a los costados de un cuerpo oculto que ella imagina bien. Su quietud le resulta exasperante. En las tres semanas que ha pasado en la clínica privada, sentada en una silla incómoda, él ha perdido mucho peso, sus venas azules tienen mayor volumen bajo esa piel marmórea, traslúcida y floja. Las horas pasan lentas y lánguidas. Ese ser no parece el que le diera la vida y al que conoció durante cincuenta años: enérgico, agudo, austero, sofista, obsesivo, violento. Permanece en coma profundo desde que lo trajo del hospital y le resulta un extraño. La enfermedad simplemente ocurrió. Ella trata de recordarlo vivo, aunque aún no ha muerto. Pero le es difícil: un cuerpo amortajado por la ropa de cama, dos brazos inmóviles, una cabeza conectada a un respirador artificial que retrasa su muerte con un gemido neumático; el aparato de líneas en movimiento, con ondas y picos débiles, marca el lento ritmo del corazón con un pip acompasado de fondo; el parante de hierro sostiene las vías de hidratación y morfina con su goteo interminable y 55


Esa obstinada costumbre de morir

una bolsa que recoge las deyecciones, sobresale al otro costado. Siente que este ser humano casi artificial no es su padre. El hombre que fue y que ve descarnado e inerme, le había hecho prometer que antes de que le tuviesen que cambiar pañales, por favor, lo matara como sea. La hija mira en el balconcito de la habitación, tras la ventana, el rosal que le trajo de la casa y que resiste las primeras heladas. Una historia se va diluyendo. El padre había sido su ídolo y su peor pesadilla. Le enseñó todo: lo bueno y lo malo. Y la formó rebelde, ambivalente, partida entre dos mundos –el de la madre y el de él- que sólo se unían para chocar. Recordó también alguna que otra demostración de orgullo sin importancia frente a las tantas humillaciones cotidianas. Lleva tres meses de un cáncer agudo y terminal de huesos. Típico de alcohólicos, dijo la oncóloga. Y eso le produjo alivio: ella no era la culpable a pesar de todo el rencor acumulado. “Maltrataste tanto a mamá que también enfermó: fue su única salida; cincuenta y tres años: tan joven para morir”, lo mira y piensa. Mientras, comienza a llover. Y llueve como si fuese un día cualquiera. “La naturaleza no entiende de emociones”. Se debate entre desconectar el respirador o aumentar el suministro de morfina. Él lo había pedido, sí. Pero también se lo merece: marcó su vida para siempre aquella noche, cuando a los trece años, ese cuerpo en este momento indefenso, se tiró en su cama y le silenció la boca rompiendo su inocencia. Un trueno la trae del pasado. Lo había odiado y lo había amado intensamente. Ahora es una cáscara a merced de médicos, enfermeras, mucamas. A merced de ella. Se asoma al pasillo, ve que el box de enfermería está desierto y regresa. ¡Te quiero, papá! 56


Lidia Castro Hernando

Decidida, su mano trémula desconecta el respirador tan sólo un instante, lo suficiente como para registrar que el soplo de los pulmones, casi imperceptible, desaparece. Le besa la frente y murmura: Te perdono y adiós. Ya no hay latidos en su cuello. Vuelve a conectar el pulmotor y se sienta a llorar. Minutos después, pulsa el timbre de enfermería. Una biografía ha terminado. Cubrirán el rostro y una tarjeta con su nombre colgará de un dedo del pie, la morgue y lo antes posible, cenizas.

57


Esa obstinada costumbre de morir

58


Lidia Castro Hernando

FUERA DE PROGRAMA Indudablemente una pianista magistral. Sus pequeños dedos se posaron en el instrumento por primera vez a los cuatro años y ya nunca se separaron. Los mejores profesores de su Irlanda natal protagonizaban contiendas para ser elegidos como tutores. Era tal su prestigio que pagaban para enseñarle; mejor aún, perfeccionarla. Los padres de Molly, gente sencilla que no entendía nada de música, por esas cosas de la vida, habían guardado como reliquia el piano de la abuela. Estaba ubicado en la estancia principal de la modesta vivienda: casi en la penumbra, bajo una luz indecisa que penetraba por la ventana a través de un cortinado de voile. Es que la oscuridad era su aliada porque Molly sufría de progeria, envejecimiento prematuro y contra todo pronóstico, había sobrepasado los treinta años: tenía el rostro arrugado, el mentón retraído, los ojos saltones y la nariz en forma de pico, había comenzado a caérsele el cabello y estaba perdiendo las pestañas y las cejas; de baja estatura, tenía una cabeza grande para el tamaño del cuerpo, el torso estrecho, el abdomen un poco abultado, la piel seca y delgada. Sufría de artritis pero sus manos, su tesoro y el tesoro de todos los que la seguían, eran largas, estilizadas y hermosas. Casi grotesca físicamente, no obstante, cuando ejecutaba se entraba en un éxtasis de sonidos. En medio del derrumbamiento físico generalizado en que se resumía la vejez, su virtuosismo era testimonio dolorosamente irrecusable de la persistencia del carácter y de la voluntad. Permanecía aislada preservándose de las críticas o cuchicheos. Incluso las salas de concierto donde interpretaba, se man59


Esa obstinada costumbre de morir

tenían en sombras. Sólo un foco cenital alumbraba el teclado y sus manos. La orquesta debía acostumbrarse a acompañar como conjunto de ciegos. Carnegie Hall, 23 de Diciembre de 2010. El programa anuncia las tres obras consideradas particularmente más difíciles: los trece Poemas sinfónicos de Liszt, el Concierto para piano y orquesta Nº 2 de Prokofiev, para finalizar con Gaspar de la Nuit de Ravel. Sala llena, gente de pie en Paraíso. Apabullados y en arrobamiento más de quinientas personas siguen las manos de Molly sintiendo que se encuentran en un verdadero Edén. Todos saben, pero nadie comenta. Los aplausos se mantienen durante más de media hora al finalizar las obras de Liszt. Molly sale y se cambia el vestido mojado de transpiración. Prokofiev le otorga casi cuarenta y cinco minutos de ovación. Ataca "Ondine" y "Le Gibet" de Ravel, con energía y dulzura y antes de comenzar "Scarbo", se escuchan repentinos silencios de espacios huecos. La partitura se deshace como collar de perlas roto. El público, intolerante, comienza a murmurar. La música es reemplazada por el ruido de voces, algunos zapateos impacientes, el sonido extraño de las ropas al rozarse, las palmas de fastidio. Nadie percibió en la oscuridad las lágrimas que brotaron de los ojos de Molly, la grande. Nadie pudo escuchar la queja suave que partió de su corazón mientras iba desplomándose sobre su único amigo, el piano.

60


Lidia Castro Hernando

EL GUARDIÁN La veo entrar, cansada, después del trabajo en su bufete de abogada de la 5º Avenida. Aunque estoy acurrucado bajo el sillón del hall, veo que su maquillaje ya no puede ocultar las ojeras de un día complejo. Mariana va a la cocina, se sirve un jugo y galletitas y luego prepara su acostumbrado café negro. Lynn suele venir minutos más tarde: el tiempo suficiente para que ella descongele alguna comida al terminar el café. Abre la botella de Chablis y la lleva al living; pone música. Apaga el celular y lo abandona sobre el audio; tras el ventanal el puente de Brooklyn que la separa de Manhattan, le asegura unas horas de descanso y tranquilidad. Mira el reloj y pone sin apuro la mesa para dos. Me llama. No me muevo. Tengo miedo. Empieza a buscarme, extrañada. Se encoge de hombros. Sabe que nunca me escapo. Vuelve a la cocina y yo me escondo más, estrechándome todo lo que puedo, que no es mucho. Sigue llamándome. Mudo. El saco de Lynn colgado en el perchero de la entrada la sorprende. Es curiosa. Revisa los bolsillos y descubre el celular. No puede evitarlo. Recorre los últimos mensajes de voz y escucha: “Susan… hoy se lo digo… se terminó, ¡te lo juro! tengo los pasajes… ¡Te amo!” Mariana tira el celular y sube las escaleras. Supone que él estará recogiendo sus cosas. En el rellano patea un bolso. Salgo de mi escondite. La sigo. Él yace destrozado sobre la cama. Soy un rottweiler. No permito que a mi dueña la abandonen. 61


Esa obstinada costumbre de morir

62


Lidia Castro Hernando

TÁNATOS Y EROS El Hospital Interzonal se había convertido, en sólo dos horas, en un verdadero pandemonium . Los heridos llegaban casi arrastrándose o acompañados de amigos y familiares; enseguida, fue claro que las camillas y los insumos iban a ser insuficientes. La bomba estalló en el corazón de un concurrido shopping el sábado a las seis de la tarde. La Dirección del Hospital convocó al personal médico, de apoyo logístico, instrumentistas, sin olvidar al equipo de la morgue. Todo aquel que no estuviera de guardia debía presentarse. Las sirenas no cesaban de sonar, los televisores de las salas de espera transmitían minuto a minuto, vívidamente, lo que estaba sucediendo. Cientos de personas sufrieron el ataque terrorista. Algunas fueron llevadas a clínicas particulares; las que estaban inconscientes o no tenían cobertura, eran transferidas de inmediato al Interzonal. Facundo y Soledad cumplían guardia de cirugía esa tarde. Pero no se enteraron sino hasta media hora después de que comenzaran a llegar los heridos. Encerrados en el cuarto de descanso, los jadeos silenciaban los gritos. Muerte y vida se conjugaban en aquel enorme edificio. Una vez vestidos, dejaron la habitación y se entregaron al fárrago de llanto y sangre. Dos días y sus noches tardó en aplacarse la crisis. Al tercer día, alrededor de las seis de la tarde, ojerosos y agotados, volvieron a encerrarse en el cuarto de descanso. 63


Esa obstinada costumbre de morir

64


Lidia Castro Hernando

VENCIMIENTO Cansino tic-tac del despertador que denuncia sus pilas gastadas. El cuarto está frío. Mis pies también. Hoy no quiero abrir los ojos, este acolchado me amortaja. Ni una pequeña rendija en la persiana permite entrar luz a la habitación. El gato, que siempre salta sobre mí pidiendo el desayuno, ya desinteresado, ronca bajo la cama como un perro. Mi mente persigue los restos de un sueño en el que termino de preparar las valijas. Un aroma ácido impregna la habitación a oscuras y trago lentamente saliva espesa y amarga. Como todos los días, mi mujer entra para correr las cortinas. Todo sería natural si no apareciera. Tal vez un sol a rayas va inundando el dormitorio. Ella, todavía descalza y en camisón, me da un beso prolongado y su buendíamiamor parece llegar desde un grabador defectuoso. Tras mis párpados cerrados percibo su desconcierto, me destapa, apoya el oído sobre mi pecho, la escucho gritar, me sacude, me da cachetadas y me insulta como nunca antes. Resignada se arrodilla y llora. El despertador se detiene a las 7:01hs. Mi corazón también.

65


Esa obstinada costumbre de morir

66


Lidia Castro Hernando

UNA SIMPLE ESPINA Hacía una semana que no lo veía. La separación había sido terrible, como suelen ser todas, pensaba: recriminaciones, insultos, amenazas y pase de factura por años de mala convivencia. Recapacitó que no tenía sentido tener miedo, que era un hombre como cualquiera herido en su machismo. Estaba segura de no querer continuar con esa vida. Ya no más, se repetía. Contaba con el apoyo de Fabián pero a la vez, muy adentro, su corazón le susurraba que aún sentía algo por Darío. Al fin de cuentas, era el padre de sus hijas. Cuando la llamó para tomar un café, trató por todos los medios de negarse. “No quiero verte más… sólo en el juzgado”. Pero siempre había sido seductor, manipulador; como implorando, le dijo que necesitaban terminar bien, por las chicas. Lo esperó en la confitería del centro. Darío apareció quince minutos tarde con su sonrisa impostada y una rosa. Se la ofreció sin sentarse. Ella mostró resistencia: no quería regalos ni promesas. “Lo último, para que no me olvides”, le dijo. La recibió indiferente, quitándole importancia; sin querer se pinchó con una espina húmeda, sangró y se llevó el dedo a la boca. En diez minutos el cianuro hizo su trabajo. “No vas a ser de había gritado cuando ella decidió por fin salir de la casa. Tuvo razón. otro, nunca”,

67


Esa obstinada costumbre de morir

68


Lidia Castro Hernando

HASTA QUE LA MUERTE NOS UNA Sin duda sos vos, selva de canas y arrugas; caminás en tres con tu bastón, como el oráculo de Delfos lo auguró más de veintiséis siglos atrás; con la espalda curva por años sobre un escritorio de oficina. Tus manos, largas y ahora nudosas, aún conservan la alianza. El traje con chaleco, anacrónico, es tu firma y unos pesados anteojos publicitan el umbral a la ceguera. Llueve. Detestabas usar paraguas y, por lo que veo, no hubo ningún cambio en diez años. Te sigo como perro a sulky durante una hora: apenas veinte cuadras. Lento andar. Quiero ver dónde vivís, enterarme qué es hoy del hombre que una vez me perteneció. Pero me es imposible salir del anonimato. Parezco detective de adúlteros. Lo observo cuando entra en la pensión. Espío por la ventana. Guarda mi foto en un bolsillo del chaleco. Mientras se ceba mates, con parsimonia, toma la cuerda, hace un nudo corredizo, la enlaza por una viga del cielorraso, sube al banquito naranja de nuestro hijo y se calza la víbora vegetal alrededor del cuello. Con precisión y sin lágrimas patea su pedestal provisorio. No grita, no le queda la lengua afuera, no se le caen los lentes ni se le desabrocha un solo botón. Impecable como siempre. ¿Siento algo de compasión? A decir verdad, sólo una serena alegría bajo la llovizna espesa que me es ajena. Todo ha sido cuestión de esperar. ¿Sabés? Me sentía muy sola sin vos. 69


Esa obstinada costumbre de morir

70


Lidia Castro Hernando

CONFESIÓN Escuché un golpe seco. Yo estaba en el dormitorio, prendí la luz y salté de la cama; me imaginé cualquier cosa. Agarré el revólver. No se me ocurrió que iba a ver a mi hijo así, al pie de la escalera. Le grité a mi mujer ¡llamá a la ambulancia! y bajé. No sabía si estaba vivo o muerto. ¡Son veinte escalones! Encontré a Lucas caído boca arriba, en una posición ridícula: la pierna izquierda estirada y el pie doblado para atrás. La pierna derecha apuntando a la cabeza, de la que chorreaba sangre. Los brazos desencajados y cruzados en la espalda. No podía creer que ese era él. Pensé: no se me va a morir de esta manera justo ahora que se va a casar. Ahí fue cuando vi que respiraba. La madre, arriba, me aturdía con sus alaridos. Abrió los ojos y me miró. Empezó a quejarse como un loco, se ve que el dolor era insoportable. Me di cuenta de que además de los huesos estaba destrozado por dentro. ¡Pobre hijo mío! La ambulancia apareció recién a la hora. El médico podría haberlo salvado, pero vino muy tarde, comisario. Por eso lo maté.

En lágrimas, bajó la cabeza ofreciendo sus manos para ser esposado.

71


Esa obstinada costumbre de morir

72


Lidia Castro Hernando

ENTERRAR LAS PALABRAS Haciendo un racconto de lo disfrutado desde el almuerzo, concluyó que la tarde había sido apacible. Había leído veinte páginas de una novela de aventuras y cebado unos mates; después simplemente se dedicó a mirar el cielo diáfano, el bosque de eucaliptus, el pasto verde y lozano tras la lluvia. No podía pedir más. Así era como había imaginado siempre su jubilación: un disfrute en el campo de las cosas simples de la vida. Julia había muerto un mes atrás y aunque no quisiera confesarlo, se sentía aliviado. Habladora: no podía parar la lengua ni siquiera dormida. Lo iba siguiendo a todas partes, contándole cosas de su bendito jardín que a él no le interesaban ni entendía. Insoportable. Ahora el silencio, su única y perfecta compañía. La noche de otoño era cálida e invitaba al descanso. Se acostó en la hamaca paraguaya atada entre dos robles y se quedó dormido. La luz del amanecer lo despertó junto con el molesto ruido de los perros escarbando ansiosos en el rectángulo de flores, como si hubiesen escondido huesos e intentaran recuperarlos. Se acabó mi tranquilidad, pensó. El jubileo duró solamente un mes. Aunque no hablara, Julia no lo iba a dejar nunca en paz. Otra vez tendría que plantar él esas detestables flores. Mejor sería deshacerse de los perros; pero son compañeros, guardianes y no hablan.

73


Esa obstinada costumbre de morir

74


Lidia Castro Hernando

DE MENTIRAS Y VERDADES La noticia se divulgó con rapidez. En un pueblo pequeño es difícil ignorar lo que sucede. La señora Sipasky había pasado a mejor vida, como dicen. Mi madre casi no la conocía, a pesar de que nuestras casas distaban pocos metros. Pero cuando me enteré, sentí que se me atascaba la garganta. Tenía que comprobar si era cierto. Marian Sipasky me enseñó todo lo que sabía: sobre la vida, los hombres, los peligros y los goces, lo que valía la pena y lo trivial, la importancia del aseo, la menstruación y esas cosas que mi madre prefería callar; pero especialmente, de lo malo y mentiroso que es el ser humano y el mundo en general. La historia comenzó al ir a pedirle una taza de azúcar a su hija Irina: yo tenía doce años. Me hizo entrar al cuarto de Marian. Desde ese día ni un solo martes y durante cinco años dejé de ir. Era una hora, a la tarde, que atesoraba y mantenía en secreto. Después me enteré de que todos lo sabían. Por alguna extraña razón confiaba plenamente en ella. Su palabra era la única verdad para mí. Nunca se me ocurrió preguntarle algo íntimo. Era rara, para qué lo voy a negar: siempre en su silla de ruedas en una habitación envuelta en tinieblas y una leve capa de polvo en el aire, con el pelo canoso y ralo, ojos semicerrados de los que nunca descubrí el color y un cierto aroma a rancio en la ropa. Su voz desprendía sonidos tibios y cadencias con un acento que bien podía ser polaco o ruso. Todos teníamos luz eléctrica menos ella. Entre su sillón y mi banqueta, alumbraba una vela de siete co75


Esa obstinada costumbre de morir

lores que duraba una semana. La hija entraba en el cuarto solamente para llevarnos el té y unas galletas para mí. Según dijo, hacía ya veinte años que Marian no abandonaba esa habitación. De las paredes colgaban unos marcos antiguos pero la falta de luz me impedía saber qué encerraban. La vieja cama de metal, mi banqueta y una mesita, era todo el mobiliario. Hablar a oscuras le daba a las palabras un clima severo y grave. Viéndola en el cajón, a la luz de dos velones grandes, se me ocurrió que era una mentira, que en realidad estaba durmiendo. No pude evitar tocarle las manos y la boca. Frías. Era mi primer muerto. Irina nos sirvió a mi madre y a mí un licor y dijo: —Se fue tranquila durante la noche. ¡Qué en paz descanse! Y a mí me sonó como si se hubiese ido de paseo. Nadie más estaba en el velorio. —Betty…, te dejó un regalo. Me sobresalté. Todo lo que aquella mujer sabía de la vida me lo había enseñado. ¿Qué más podría darme? Irina fue hasta una puerta doble que siempre había permanecido cerrada con gruesas cortinas: terciopelo y negro. La abrió de par en par y la luz me cegó por un momento. Mamá seguía en silencio y como asombrada, al conocer el lugar donde yo había pasado tantas tardes durante años. —Pasen… salgamos. Otro mundo apareció ante mis ojos. Un jardín increíble, prolífico, una explosión de colores que abrumaba; y una jaula blanca con dos cotorritas azules que parloteaban cosas sin sentido. —Me hizo prometerle que cuando se muriera te entregaría la jaula. Las quería mucho, como a vos, y todas las mañanas se las llevaba al cuarto para que ella les diera de comer. Nunca me lo había dicho. Para mí no existían. ¿Qué otras cosas me habría ocultado? 76


Lidia Castro Hernando

Todavía con el licor en la mano, bajé el escalón para verlas de cerca. Y ahí caí: la extremada belleza del jardín era sólo aparente. Todas las plantas y flores eran de plástico. Un mundo artificial. —Que la perdonaras por mantenerte en la penumbra. Hacía veinte años que estaba ciega, —seguía diciendo Irina. Sentí un mareo y se me cayó la copa. ¿Era posible que nunca me hubiese dado cuenta? Ahora que lo pienso eran demasiadas las cosas que ignoraba. Descubrí dentro de mí una sensación de libertad. Al fin me había librado de un fraude. Me sostuve en los brazos de mamá, que lagrimeaba como se esperaba en un velorio. Hace cinco años que vivo en la ciudad, trabajo y estudio. Aún tengo a Ping y Pong conmigo, lo único verdadero. Me convertí en una escéptica. Todos mienten.

77


Esa obstinada costumbre de morir

78


Lidia Castro Hernando

DEBUT Y DESPEDIDA Mientras César escucha un bolero gris que habla de amores infames, sale de la ducha, se cepilla los dientes y piensa. Hoy formará parte del jurado en un caso de homicidio múltiple. Es su primera vez, su debut. Se juzga importante como cola de pavo real desplegada: la vida de ese hombre depende de él. Y su mujer le dijo que está orgullosa. Anoche ella le preparó su traje, la mejor camisa, su única corbata, las medias; no olvidó lustrar los zapatos. Él piensa que tiene todo bajo control. Si supiera… El caso está impregnado de misterio y locura: el acusado en cuestión (al que considera inocente hasta que le prueben lo contrario) parece haber matado a su esposa, su suegra, sus tres hijas e intentó suicidarse bebiendo una botella de litro de detergente concentrado. Obviamente no lo logró porque hoy estará en el banquillo. César, jurado novel frente a este caso tan complejo, está decidido a ser absolutamente imparcial y objetivo, aunque bien sabe que él mismo ha evadido serias responsabilidades: salvó su pellejo varias veces después de matar las indeseables mascotas de sus vecinos, decidió acelerar la muerte de su padre iracundo con cloruro de potasio y dejó sin vida a la última prostituta con la que estuvo. Antes de vestirse toma la afeitadora… ¡rota! Se pregunta por qué el mundo está en su contra, por qué nada es perfecto, por qué todo es al fin y al cabo una porquería… Se mira en el espejo y la barba crecida le parece sucia, desprolija. No puede concurrir así al Tribunal. La ira lo empantana. Saca el revólver de la cómoda y po79


Esa obstinada costumbre de morir

ne una almohada sobre la cabeza de su mujer dormida, que se agita al tratar de liberarse: no hace a tiempo. Suena el disparo junto con la recriminación: “¡¡¡Te dije que quiero tener siempre mi afeitadora nueva y lista!!!” Minutos después se escucha la sirena policial. Lamenta que hoy no tendrá el honor de juzgar al homicida múltiple. Muy pronto él será el acusado.

80


Lidia Castro Hernando

SOLUCIÓN DE EMERGENCIA Este gordo ocupa mucho lugar. Creo que lo desinflaré: le haré un agujerito en el costado cuando se duerma, me sentaré sobre él y apretaré con todas mis fuerzas. Espero que los demás pasajeros del micro nocturno no se asusten por el ruido. Es la única manera de poder sentarme en forma cómoda para un viaje tan largo. Empezó a roncar. Ya está. Estoy tan cansada que me quedaré sobre él para dormir un rato. ¡Las cosas que una tiene que hacer para convivir con seres hipopotámicos! Me da pena. Le chorrea sangre por el agujerito. ¿Será grave? No respira.

81


Esa obstinada costumbre de morir

82


Lidia Castro Hernando

MEJOR NO HABLAR Las investigaciones fueron llevadas a cabo directamente por Scotland Yard con ayuda de especialistas franceses y norteamericanos. Nadie pudo dar una explicación convincente y verosímil de lo ocurrido. La Casa Taylor fue cerrada por unos parientes lejanos hasta acordar cómo dividirían los bienes. Lo cierto es que antes de la reunión, Kevin Taylor, biólogo marino excéntrico y alejado hacía años de las aulas de Oxford, había enviado a sus principales colegas extranjeros -yo entre ellosinformes detallados de lo que él consideraba un hallazgo, una mutación extraña y enorme de la especie Pagurus Bernhardus. El 23 de septiembre del año 2010 nos citó en su castillo de la campiña inglesa, acompañando a la invitación los pasajes aéreos y el correspondiente recibo de alquiler de dos automóviles para nuestro traslado desde Londres hacia las afueras de Windsor, donde vivía. Acudimos siete de los ocho científicos invitados; sin falsa modestia, todos de renombre internacional. Dejamos constancia de lo que se habló y se hizo en un Libro de Actas. Scotland Yard consignó que las fotografías que saqué en el momento con mi cámara Polaroid 300, faltaban. Los espacios vacíos en el libro daban cuenta, dijeron, de que alguien o “algo” las había robado. Otro interrogante más sin respuesta. A la prensa le informaron lo que constaba en las actas: el Dr. Taylor mostró el espécimen, relatando dónde, cómo y cuándo lo había descubierto en el Mar del Norte. Discutimos su verdadera procedencia, la forma de mutación, propiedades y prospectivas de evolución. El acta terminaba en una frase: “Madison y Lessoine 83


Esa obstinada costumbre de morir

sacan el ejemplar del recipiente de vidrio sellado y lo colocan sobre la mesa de disección. No se observa movimiento alguno aunque pueden percibirse colores cambiantes bajo la epidermis…”. Nada más. Los inspectores a quienes recurrió cada familia luego de cuatro días de no tener noticias nuestras, hallaron lo que habían sido miembros y órganos humanos diseminados por el piso, pegados a las paredes, colgados del techo en la sala principal. El resto de las cosas: maletines, vasos de whisky servidos, pipas, anotadores, lapiceras, abrigos e instrumentos quirúrgicos estaban, al parecer, tal y como los habíamos dejado en ese momento. Del animal no había rastro alguno. Pero comentaron: “se sentía en el aire un olor ácido que nos provocó vómitos compulsivos, ardor en los ojos y mareos persistentes junto a una variación constante de colores en las pupilas que nos obstruyó la visión durante semanas” A mí me encontraron oculto en la bodega del castillo, dentro de un tonel, paralizado y sin habla. Me internaron como “catatónico post-traumático, amnésico e irrecuperable”. Mi esposa, siempre esperanzada de que volviera a la realidad, me mantuvo al tanto de las investigaciones y los artículos periodísticos aún sin obtener ninguna reacción de mi parte. Me contó que los restos fueron llevados a Londres y están en cincuenta y seis cubetas cerradas en el laboratorio principal de la Universidad. Nunca se comprobó nada de lo que dejamos asentado en el acta de esa fecha; ni tampoco fue posible llevar a cabo ninguno de los siete sepelios. Hasta el momento lo consideran caso no resuelto. Yo prefiero no hablar. El miedo me inmoviliza y me impide abrir los ojos. Sé que el Pagurus Bernhardus me observa.

84


Lidia Castro Hernando

PECULIAR AGENDA Como siempre te despertás a las seis, vas al baño y te cepillás los dientes. Como siempre te hacés el desayuno de reyes que aconsejan los que saben y cargás el celular. Como siempre te das una ducha con los tres últimos segundos de agua fría para tonificar, te afeitás, te ponés loción y te vestís con la ropa que preparaste a la noche. Como siempre cortás la llave general de gas, no olvidás apagar todas las luces y desconectás la computadora por si hubiese corte de electricidad. Recogés tu teléfono móvil, el attaché, abrís la puerta, levantás el diario que dejaron en la entrada y cerrás con las cuatro llaves. Como siempre sacás el auto de la cochera, manejás tranquilo por la ruta hasta el centro escuchando tu Mp4. Como siempre pasás tu mañana en la Bolsa comprando y vendiendo acciones para tus clientes, ganando buenas comisiones. Después vas una hora al gimnasio a hacer un poco de pesas y unas piletas. Como siempre te encontrás a almorzar con un amigo en el mejor restaurante de la City porteña, pagás con tu American Express, regresás a la oficina y hacés algunos llamados personales mientras organizás el día de mañana. Como siempre -satisfecho de la jornada- vas a tomar unos tragos a un pub del Bajo con varios colegas, volvés a tu casa un poco entonado pero manejando con prudencia para que no te pare la policía. Como siempre al entrar encendés las luces, preparás un 85


Esa obstinada costumbre de morir

buen café porque no acostumbrás cenar, cambiás el traje por algo más cómodo, te tirás en el sillón del living, decidís que es una buena idea ver un estreno en el DVD y desconectás los dos teléfonos. Terminás la película y, todavía despabilado, salís de tu casa sin nada en las manos a correr por el parque. Como siempre encontrás alguna pareja besándose y les cortás las gargantas con la sevillana que, como siempre, llevás en el bolsillo del jogging. Todo como siempre, pero la navaja la usás sólo el último viernes de cada mes.

86


Lidia Castro Hernando

MORIR CON GANAS —¿Otra vez a bailar? Si saliste anoche… —¡Ufa! Me hartás con preguntas. ¡¡No me persigas, má!! —Pero tenés que estudiar, ir a pasear con amigas, a Palermo, al cine… lo que hace una chica de tu edad, Sisí. Estamos preocupados. —Déjense de pavadas. Las chicas del cole son aburridas, el pasto está lleno de hormigas y el cine no me gusta. —Pero… —Basta de peros. Tengo dieciséis. ¡No sé de qué se quejan! Si soy la única que no traigo problemas. Mirá Martina y su anorexia… —Dije que estamos preocupados, no que nos quejamos. Sábado y domingo te la pasás durmiendo todo el día. Si andás de novia, decilo de una vez… —¡Y dale con eso! No me interesa tener novio. Chau, má. Pico algo y me voy. Beso. Y Sisí se fue después de comer algo liviano. Había aprendido a bailar tango, salsa, danzas folclóricas, merengue, jazz, hip-hop y rap. Además se anotaba en las clases de bailes típicos. En esa familia tan poco comunicativa nadie estaba al tanto. Ya hacía dos años que llevaba una existencia movida y todo en ella revelaba un aire de satisfacción. Por Internet se enteró de un Torneo que se iba a llevar a cabo en Rosario: bailarían ritmos al estilo de los 60’, desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche de un sábado y aquel que no abandonara, resultaría ganador o ganadora: medalla, diploma y 300 pesos. En su casa dijo que iría a un picnic en una quinta y por eso 87


Esa obstinada costumbre de morir

debía salir muy temprano; en realidad iba a tomar el micro de las 5.30 en Retiro, pero de esto no se sabría una palabra. Má y Pá se miraron aliviados. Al fin saldría con chicos de su edad. Eran padres sexagenarios, quedados en el tiempo, chapados a la antigua e ilusionados con tener hijas profesionales. Pero se les hacía difícil manejar a dos adolescentes. Sisí volvió a las dos de la madrugada, cansada pero con sus premios en la mochila. Nadie había podido seguirla y terminó sola en la pista de baile, con una danza del vientre, en jeans y remera de Eminem. Escondió los trofeos en una caja de cartón y le puso una etiqueta: SUPERPRIVADO. Al día siguiente, empezó una dieta estricta de proteínas, cereales, pocas grasas, muchas frutas y verduras. No le gustaba el alcohol y en los concursos le permitían tomar agua sin detenerse. Bebía lo menos posible para no tener que ir al baño: sólo podía dejar la pista diez minutos cada seis horas. Esta vez pesaba tres kilos menos. Cuando cumplió los dieciocho, empezó a trabajar de secretaria en un consultorio, martes y jueves, para hacer ver que se ganaba su dinero como dios manda; los miércoles estudiaba programación, y de viernes a lunes inclusive, sus piernas no paraban un minuto. Tampoco estaba quieta en el escritorio ni en la computadora; se sentía partida en dos: de la cintura para abajo era Sisí la bailarina y sus pies no dejaban de moverse al ritmo de su Mp3; de la cintura para arriba Sisí, una chica como cualquiera. Ni ella misma sabía bien cómo, pero había logrado impulsar la realización de torneos en varios lugares del país. Eran maratones de resistencia. De “aguante” los llamaban. Se tenía mucha confianza. Ella, que siempre se había aburrido, que no había descubierto una vocación, que no compartía intereses. Ella, que había sido una empedernida solitaria, ahora, fuera adonde fuese, era la última en dejar la pista con su medalla colgada al cuello, el diploma enrollado como si terminara un doctorado y el sobre, el bendito 88


Lidia Castro Hernando

sobre con la plata, tan apreciado por su madre si lo hubiera sabido.

Sisí no tenía pareja fija en los concursos ni le interesaba. Cuando el de turno, según el orden de inscripción, abandonaba, ella seguía girando hasta que otra mano masculina rodeaba su cintura. Nunca miró a los ojos a su compañero casual y por eso jamás competía en torneos por parejas. ¿Para qué saber nombres o procedencias? Sin tiempo para eso, su mente pensaba sólo en el presente-presente de las sensaciones en brazos y piernas, los movimientos relajados, la cabeza llevada sin tensión por un torso lleno de vitalidad. El propio. Ya tenía una caja para cada cosa: SUPERPRIVADO I (medallas) SUPERPRIVADO II (diplomas) SUPERPRIVADO III (dinero). Todavía no se animaba a colgar lo colgable en las paredes. Ni siquiera su hermana conocía el secreto. Tampoco se le había ocurrido abrir una cuenta de ahorro y 14.000 pesos eran, lo sabía, mucha plata para tener en una caja de cartón en la casa, con dibujitos de mariposas verdes. En las vacaciones habituales de febrero del año siguiente, avisó que viajaría al Uruguay con unas amigas. Falso de toda falsedad, pensaba, pero no le generó ningún problema de conciencia. Iría a una Maratónica de cuatro días de salsa y hip-hop en Montevideo. Se sentía preparada y ganadora antes de poner en el bolso las zapatillas rojas que ya se habían convertido en amuleto. Era el concurso más largo en el que iba a intervenir hasta el momento. En el ambiente la conocían como “Sisí, La emperatriz del baile”. Sin embargo, en tres años nunca hizo amigas o amigos. Eso no es para mí, reflexionaba, muy poco pero lo hacía; no me interesa tener amistades… sólo bailar. No soy una persona. Soy movimiento.

Y triunfó. Pero ahora los concursos de resistencia se habían convertido en novedad para los noticieros. Cuando sus padres y la hermana se acercaron al televisor no podían creer lo que veían. 89


Esa obstinada costumbre de morir

Cambiaban de Crónica a Canal 9, y de ahí a TN. Observaban atónitos cómo, incluso periodistas extranjeros, trataban inútilmente de entrevistar a Sisí. El teléfono sonaba sin cesar en esa casa en la que la música brillaba por su ausencia: la madre sufría de fuertes migrañas. Todos querían saber cómo, desde cuándo, por qué y ellos permanecían boquiabiertos. Imposible contar lo que ignoraban. Para ellos, Sisí era una desconocida. Antes de que volviera, desesperados, se metieron en su cuarto, revolvieron, desarmaron, encontraron. ¿Cómo una chica de poco mas de veinte años, tenía 25.000 pesos, 35 medallas y otros tantos certificados y ellos nunca se habían enterado? Cuando Sisí entró, el padre le pegó una bofetada: ni se conmovió. Su madre lloraba y entre moco y moco decía: —¿Quién sos, Sisí… ¿Qué es todo esto? —mientras señalaba los tesoros encontrados. —¿Por qué se metieron en mi vida? —¿Qué es esto…qué es? —¿Hice algo malo? Me gané la plata en buena ley. —Pero, ¿para qué, Sisí? —Porque sí. El dinero no me importa, la gente no me importa, la ropa no me importa, la vida no me importa. Lo único que importa es resistir, permanecer, mantenerse, persistir, ser fuerte, aguantar. Sisí paró de bailar a los cuarenta. Cayó muerta una noche en la pista, exhausta tras diez días sin detenerse.

90


Lidia Castro Hernando

MANO DE OBRA DESOCUPADA El vidrio blanco lechoso con detalles de burbujas lo asoma a un mundo extraño que no puede discernir. Bultos móviles, luces pasajeras, colores bizarros de objetos irreconocibles llegan a sus ojos irritados por el desamparo. Hace muchos días que lo mantienen en ese sótano, ignorante del porqué o el para qué. Este sucucho es un depósito; por el olor; seguro guardaban gomas de autos.

Ni lamparita, ni muebles, ni canilla; sólo un plato de lata. El piso de baldosas está lejos de ser el colchón apacible y acogedor de su cama, ese que nunca valoró tanto como hoy. Al principio creyó, ingenuo, en una confusión de víctimas, por eso no se preocupó de contar o marcar en la pared la oscuridad cíclica. Pronto lo liberarían. ¿Habrá pasado una semana o más? ¿Me estarán buscando? ¿Habrán puesto mi foto en los diarios? ¿Cuánto ofrecerán por información sobre mí? ¿Qué pedirán?

Las primeras jornadas se desgañitó y pateó con fuerza la puerta hasta herirse los pies; la sangre que brotó de los dedos y los tobillos lastimados coaguló y, adorno espeluznante, cubrió parcialmente los horrendos moretones. De a poco la desesperanza fue ganando; notó que no escuchaba ruidos ni voces, salvo el deslizamiento por debajo de la puerta de una ración de polenta insulsa, arroz blanco y pan sobre un cartón oscuro y repetido; con el plato de latón lleno de agua durante las horas de esa luz mortecina, se completaba todo su alimento. Comienza a sentir el deterioro. Quiere cantar sus canciones preferidas, "Tears in heaven" de Clapton y "Me gusta todo de ti" de Serrat, pero le cuesta recordar las letras; con el tiempo, hasta las melodías se le van entremezclando. Constipado por naturaleza, la 91


Esa obstinada costumbre de morir

dieta que le imponen los secuestradores no ayuda. Su vientre tiene el peso de una bolsa de papas. El agua, que tomó desesperado el primer y segundo día, se convierte en sorbos que aprende a administrar como náufrago. Duerme enroscado en la oscuridad. Y a veces, mientras está comiendo, pierde la conciencia, la boca llena de arroz. Después de contar cientos de veces hasta mil, evocar el nombre de cuanta persona ha conocido, jugar decenas de enredadas partidas imaginarias de ajedrez, decide que hoy es su cumpleaños. Para cuando lo metieron en el coche con la venda en los ojos, sabía que sólo faltaban quince días para sus treinta. Tiene la barba y el pelo enmarañados de mugre. La familia y los amigos habían pensado darle una sorpresa de la que por supuesto ya estaba enterado. ¿Estaba enterado? Le parece que no. Le es imposible afirmar nada con certeza. Entonces resuelve que hoy es una fecha buena como cualquiera. Con la polenta de ayer, que guardó, hace bolitas y las pasa por el arroz como confites vegetarianos. Lanza una muda carcajada: a mi no me vengan con eso, se acuerda, nunca voy a pasar un día sin comer carne. Ironías de la vida que no permite cumplir los juramentos. Es muy poco para pasar la década pero… con unos tragos de agua hará el festejo antes de la oscuridad total. Es triste una fiesta en soledad rodeado de orina, pero ¡qué tanto… es mía! Todavía tiene algo suyo, además de la inmundicia y la ausen-

cia de fe. En la habitación contigua alguien está cantando el Feliz Cumpleaños. ¡Qué ironía! No puede soportarlo. Su mente es humo blanco. Una imagen se le aparece con cierta nitidez: él metiendo una media en su boca y tragándola despacio hasta que se le quede atorada y ya no pueda respirar. Podría dar resultado. ¿Pero cómo puedo acabar con mi vida si ni me dejaron el cinturón ni las medias?

Mira su miserable plato de festejo y llora. Por primera vez. 92


Lidia Castro Hernando

Siente que está por claudicar. Se acuerda de que en un documental de Discovery ¿o era Natgeo? contaron cómo algunas personas se suicidan mordiéndose la lengua hasta desangrarse. Por ahí mañana. Sin embargo se requiere fuerza y mucho coraje. Ahora sabe lo que es la desesperación del que no encuentra salida. Rodolfo, mi amigo… ¿o es mi primo? pensará que me tomé el avión con el que tanto bromeaba y que estoy en las playas de México, ¿o era Bermudas? Una playa era. La madre conoce sus

ataques de rebeldía, no le extrañará que haya desaparecido para el cumpleaños. Nunca se olvida de aquellos faltazos al colegio o de sus arranques de disconformidad con los jefes: ni siquiera se sentía obligado a renunciar, simplemente desaparecía de los empleos. Con Silvina se habían enojado el día anterior a que se lo llevaran. Mmmm, me parece que era Romina… bueno, cualquiera; como son las mujeres, ya estará apretando con otro. Se acuerda de sus sobrinos. Un nudo de angustia en el medio del pecho y un rayo de esperanza: saben que no me hubiese ido sin avisarles; deben haber preguntado. ¡Sáquenme de acá! ¡Chicos, por favor!

Oye un aleteo de pájaros y el rechinar de sus propios dientes. Al fin algo diferente a su pensamiento. Toca la pared y el moho, resbaladizo y frío, se le pega en las yemas de los dedos. Los pájaros intentan entrar por la única ventana de este sótano en el que lo encerraron. A trasluz, los ve grandes y oscuros, enloquecidos y desesperados como él. Estoy delirando; sí, es eso. Pero esto no lo tranquiliza. Por el contrario, lo sobrecoge un miedo cepo y se sofoca. Del otro lado se escucha Tears in Heaven; Clapton lo aterroriza. Los buitres consiguen romper el vidrio, le sube el espanto corrosivo y glacial hasta la garganta. ¡Son de verdad, son reales! Sabe que tiene los minutos contados. Nadie va a pagar rescate por un muerto.

93


Esa obstinada costumbre de morir

Detrás de la puerta hay un hombre, atento a cada ruido y movimiento proveniente del sótano cerrado. Expectante y gozoso. Sentado en un cómodo sillón, ahora escucha a Hugo del Carril, mientras se dice: Seguro pensaba que iba a pedir rescate. ¡Pobre iluso! Muerte a picotazos: una nueva forma de matar que inventé. Es todo su pasatiempo. No sabe hacer otra cosa desde los 70’.

94


Lidia Castro Hernando

MEMORIA CELULAR Accidente, terapia intensiva, amnesia. Los eventos se encadenaron como grilletes de esclavos. Irrompible sucesión que la llevó al olvido. No tenía documentos; tal vez estaban en la cartera que alguien robó. El taxi con el conductor muerto, incrustado en un paredón, a tres metros de distancia de su cuerpo ensangrentado junto a un árbol. Sin nombre, ni siquiera una historia que le dijera qué había hecho en su vida. Mientras la enfermera Lucy le tomaba el pulso cada seis horas, esta NN de unos treinta años, sonreía plácida. —¿Te acordás de algo? —No, y siento que eso está bien. Muy bien. Pienso que no acordarme es mejor para mí y para todos. No me preguntés por qué; no sabría qué decirte. Pasaron los días, las semanas y las heridas cerraron; Lucy le trajo ropa de su hija menor, decidió llevarla con ella cuando firmaron el alta y, de ahí en más, la enfermera se convirtió en madre sustituta. En esta nueva familia tenía una hermana menor, otra mayor y también una abuela. Por alguna razón, que no hubiese hombres en la casa la tranquilizó. Intuía que se manejaba mejor con las mujeres. —¿Sabés, Lucía? Es como si me hubiesen lavado el cerebro, como renacer. Tengo una vida nueva. Consiguió trabajo de niñera de dos varones tres veces por semana. Aprendía fácilmente. Soy amnésica pero no idiota. Se acordaba de cómo vestirse, cantar, usar el control remoto, pasear al perro de los chicos, cocinar, contar cuentos, jugar a las estatuas y al gallito ciego. Día a día iba agregando recuerdos a la lista. 95


Esa obstinada costumbre de morir

Algo empezó a alarmarla: cada vez que entraba a la cocina, todo lo que tuviese filo le generaba un temblor inquietante; lo soltaba aprensiva y ocultaba la mano. Recién entonces sentía alivio. Un sueño le reveló su nombre. Alguien, muchos, la llamaban Dolores. No se lo dijo a nadie. Para ella, Norma, el que le pusieron en el hospital hasta que recuperara su vida, estaba más que bien; era perfecto. Lo había aceptado porque era sinónimo de fuerza, control, estabilidad. Rechazó aquel sueño casi premonitorio. Pero… Una noche, mientras se desvestía frente al espejo, no se reconoció: vio un gesto rígido y una sonrisa sarcástica. Sin saber cómo se encontró en la cocina empuñando un cuchillo. Convertida en autómata que repite una acción programada, entró en cada cuarto y una a una tomó por sorpresa y mató a las cuatro mujeres dormidas. Todo fue rápido. Las manos pegajosas de Dolores iban dejando caminos de sangre y ninguna sobreviviente. Cuando terminó, puso la pava para un té. Sujetando todavía el cuchillo, miró su reflejo en el metal manchado de sangre y recobró la lucidez. Vino a su memoria una frase que leyera hacía tiempo: "No se puede escapar de la propia historia escrita en cada neurona. "

Sólo con su propia muerte vendría el olvido total. Nunca tomó ese té.

96


Lidia Castro Hernando

MUERTE EN PARQUE CHAS Antes de que suene el reloj, despierto con una fuerte jaqueca y dolor en todo el cuerpo después de pasar una noche de aterradoras pesadillas. Oscilante, salgo de la cama y voy al baño, me ducho y enfilo hacia la cocina. Todavía mareada, preparo el desayuno. Son las ocho y recién tengo sesión a las once. Para despejarme de los feos sueños decido hojear las noticias. Miro el piso junto a la puerta: el canillita todavía no pasó. El diario de ayer aún permanece sobre la mesa sin abrir. Después de pasarle manteca al pan y, café con leche en mano, recorro las páginas: me ahogo al ver uno de los titulares principales. En un acceso de tos escupo la bebida y la tostada. Lo leo nuevamente, con ojos desorbitados. “FUENTES POLICIALES REVELARON QUE LIDIA CASTRO ES EL NOMBRE DE LA MUJER ASESINADA”. Agrega poco más: que la habían encontrado sin vida dos días antes, a las doce del mediodía, en el pasaje Nápoles de Parque Chas; había sido terriblemente golpeada, ahorcada con una gruesa soga y rematada con un balazo en la cabeza. No se sabía si era un crimen pasional o un robo con ensañamiento. Recién hoy, aclaraba el diario, pudieron descubrir la identidad de la muerta de cincuenta años por el ADN; sus huellas dactilares habían sido limadas. No entiendo lo que estoy leyendo. Es inverosímil. Alguien con mi nombre figura en los registros de ADN. Corro al baño y ahí estoy yo en el espejo: son mis ojos, mi boca, mi nariz, soy yo. Viva. No tengo marcas en el cuello ni agujero de bala en la cabeza. Algo anda mal. Muy mal. ¿Tendré una hermana gemela desconocida, de igual nombre y ADN? Decido llamar a la policía de inmediato y aclarar este asunto. 97


Esa obstinada costumbre de morir

Marco el 911. ¿Cómo hablaré en este estado con las manos temblorosas y el corazón que es un tren bala? No lo sé. Espero. Mientras, inhalo y exhalo profundamente para serenarme. Al fin contestan: —¿Cuál es su emergencia? —¡¡¡En el diario de ayer dice que estoy muerta!!! —Dígame su nombre señora, por favor. —Lidia Castro. —¿Está en peligro? —No sé, señorita. En el diario dice que me mataron de un balazo. —Deme más información. ¿Qué diario leyó y cuándo? —Crónica de ayer. —¿UD está en algún tipo de tratamiento? —Sí, pero ¿qué tiene que ver eso? Debe haber un error; dice que la policía ya descubrió de quien era el cadáver de Parque Chas y pusieron mi nombre. ¿Qué tengo que hacer? Estoy muy nerviosa. —Debe ser otra persona. —¡Pero cómo puede ser el mismo nombre y la calle? ¡Si me mudé hace una semana! —Deme su DNI para confirmar; el teléfono ya lo tengo. Enseguida la llamo. Pasan dos horas. La angustia me retuerce el estómago y me bloquea la garganta. No puedo parar de pensar ni tampoco estar sentada: camino como loca por el departamento. ¡Ring! ¡Ring! —Señora, ¿es usted Lidia Castro? —Sí, sí. ¿Averiguó? —Sí. Quédese tranquila. No tenemos ninguna denuncia o informe de hallazgo sobre un cuerpo en su barrio. Debe ser un malentendido. —Pero ¿cómo un malentendido? Mi nombre está en el diario; 98


Lidia Castro Hernando

la gente que me conoce debe pensar que morí. ¡Esto es de no creer! —Cálmese. Llamé también a Crónica y no tienen ningún dato. Pero dígame… ¿Nápoles a qué altura? Cuelgo furiosa. Releo la noticia. Todo es muy claro. ¿Cómo van a decir que no hay nada? Ni en mis peores momentos de alucinación llegué a imaginar esto. Me fijo en la primera página. ¡La fecha está mal! Julio 31 de 2013. Hoy es 29. ¡Si ya compré los ñoquis! ¡Claro que ahora uno puede mandar a imprimir lo que sea! Pero esto no tiene nada de gracioso. ¿Quién estará jugándome una mala pasada? Seguro que es Marcelo, ese imbécil. No se aguanta que lo haya abandonado y con el carácter violento que tiene me quiere volver loca. ¿Qué dijo cuando le devolví el anillo? “A mí nadie me deja y sigue viviendo” ¡Calma, Lidia, calma! estas cosas me sacan de eje, me provocan un acceso a la manía y yo, al psiquiátrico, otra vez no entro. Mejor voy a sesión y después al diario. ¡Esto no va a quedar así! Lidia llama a la oficina y avisa que llegará tarde, busca su cartera y sale del departamento. Se da cuenta de que nadie camina por el Pasaje. Un coche permanece estacionado. Siente aprensión. Un hombre sale del automóvil y se acerca a ella; lo reconoce de inmediato. No tiene ni tiempo de gritar: la golpea con una gruesa soga en las piernas hasta hacerla caer; pasa la horca alrededor de su cuello y aprieta fuerte. Ella se desmaya. Marcelo saca una 9 mm del bolsillo y se la pone contra la nuca. Nadie escucha el disparo con silenciador. De los dedos hace desaparecer todo vestigio de piel.

99



Se termino de imprimir en los talleres de Gráfica Tucumán, tucuman 3011 Mar del Plata en el mes de Octubre del año 2014




Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.