De la Palabra al Hecho

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De la Palabra al Hecho


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DeLaPalabra reúne desde hace casi treinta años a poetas, narradores y dramaturgos marplatenses. Con el paso del tiempo se han sumado escri­tores de localidades vecinas como Maipú, Miramar, Madariaga, Mar del Sud, Olavarría y Necochea. Este año agradecemos la participación de Graciela Bruschetti de Balcarce y damos la bienvenida a Ana Laura Tiscornia de Santa Clara. Colección DeLaPalabra e-mail: delapalabra@hotmail.com Dirección: Marcela Predieri Diseño de Tapa: Verónica García e-mail: lvgrivero@yahoo.com.ar Ilustración de tapa: Mercedes Gattino “En tríada” Óleo sobre tela e-mail: mercedesgattino55@yahoo.com.ar Diagramación: Gustavo Olaiz Permitida la reproducción —ya sea electrónica, radial, televisiva, mecánica, fotocopiado, grabado, xerografiado o cualquier otro medio— siempre que se cite el nombre del autor y la fuente.


Narradores Marplatenses

De la Palabra al Hecho

Colecciรณn DelaPalabra



“Del dicho al hecho hay mucho trecho�... hasta que aparece un editor.



EL CHANGUITO DEL TIEMPO Gustavo Olaiz

M

e habían aconsejado que no subiera a la montaña. Algunos ofrecieron su casa o una cama para dormir un rato. Igual quise volver manejando esa misma noche. Uno es joven y se siente dueño del mundo y que todo lo puede. Trepé la montaña como si fuera un veterano. Lo que hubiera hecho un experto es verificar si el tanque tenía nafta suficiente. El motor empezó a ratear, en cada curva el problema mejoraba y volvía a empeorar. Luego no lo pude arrancar. Intenté volver por el camino ayudado por la pendiente nomás, un silencioso desplazamiento del vehículo iluminado, freno de mano… no hubo caso debí dejar el auto contra el cerro, perdido el envión y la pendiente. En vez de dormir un poco en el auto hasta que amaneciera, otra vez me eché a caminar montaña abajo con un bidón. No alcanzaba a ver auto alguno ni subiendo ni bajando. La ladera era como un enorme balcón a la noche. Las estrellas y la luna se exhibían diferente, como más cercanas. En realidad en la ciudad nos despiertan poco interés. Abajo, en el valle, la ciudad dormía. En alguna parte de esas luces estaba el salón de la fiesta de casamiento de un amigo que minutos antes había abandonado, hechos que no vienen al caso contar. Me centraré en los acontecimientos ocurridos en el cerro. Un pensamiento me acompañó varias curvas. Imaginé que el tiempo no transcurría en la montaña, la ladera estaba fuera del tiempo. El tiempo era lo que sucedía abajo, en la ciudad, en los campos del valle. Me sacó del clima metafísico un insecto. Fue todo tan rápido. El zumbido, sus patas y el aguijón en el cuello apenas un instante y luego el manotazo, mi mano velozmente lo arranca y lo arroja lejos. Todo antes de que tuviera real consciencia del asunto. Una sensación extraña noté con el tacto, no era materia 9


viva, de patas peludas y alas blandas lo que sintieron mis dedos sino la textura del metal y del plástico. O al menos eso me había parecido. Era imposible encontrarlo en la penumbra de la noche. Debía estar por allí en algún lado oscuro, al costado del camino. El incidente me perturbó un poco. Entonces presté más atención a la ladera que a la noche. En los difusos bordes de las rocas y arbustos que subían por la cuesta mi mente fantaseaba con sutiles movimientos, sombras de animales al asecho. Veía sombras horribles, como las gárgolas que adornan las catedrales europeas. Cada vez más paranoico creía distinguir formas que me seguían entre las rocas escasamente iluminadas por la luna. Entonces lo vi. Era pequeño y miraba hacia el valle y la noche. Muy impactado, pude reaccionar y fue disminuyendo mi angustia al notar que era un niño. Un changuito, como dicen acá en el norte. De apenas cinco o seis años. Quise preguntarle qué hacía allí y me habló con una voz extraña, sin emoción, sin matiz: —Veo cómo el espacio crea más espacio... —e hizo unos ampulosos movimientos con los brazos. Por varios segundos no supe qué decir. El changuito miraba la noche que empollaba al valle. Quise seguir hablando del tema que le interesaba: —La luz que salió de esas estrellas hace mucho mucho tiempo acaba de llegar luego de viajar... —… se curva el tiempo —interrumpió el chico. Me quedó la frase incompleta, ridícula, colgando de la ladera. Percibí que la palabra “tiempo” pareció incitar la respuesta del changuito. —¿Qué... qué dijiste? —El tiempo se curva —dijo lacónicamente. Y dibujó una curva con su mano y su brazo, como dando una brazada al nadar. —¿Sí? ¿Desde cuándo? —Quería seguir escuchando al chico. 10


—El tiempo se curva desde que empezó el tiempo —contestó como restándole importancia—. Pasamos de la nada al tiempo —e hizo un gesto de poner las manitos a la izquierda cuando dijo “nada” y las llevó a la derecha cuando dijo “tiempo”, terminando el gesto al abrir los brazos como si mostrara una explosión o algo parecido. —Ey, ¿cómo sabés estas cosas? —le dije en voz baja mientras me alejaba sin darme cuenta. Fue el instinto el que me hizo refugiar a unos metros desde donde podía observar al changuito y tratar de entender lo ocurrido. El changuito no me escuchó o no quiso responderme. ¿Es que acaso me había respondido alguna vez o solo dijo lo que quería decir? Es que ahora lo veía ensayar los mismos movimientos que había actuado en mi presencia, y aunque no podía oírlo estaba convencido de que usaba las mismas palabras. Eso de que el tiempo se curva y que el espacio crea más espacio y demás. El changuito me daba la espalda. Su figura se recortaba contra la noche. Luego lo vi endurecerse y ponerse firme, como un playmobil —pensé—, como un playmobil, con los brazos simétricamente a los lados y las piernas algo separadas formando un triángulo. Algo indefinible, como un humo transparente, que apenas se veía, fluyó desde la espalda del changuito. No atinaba a mover un músculo observando el prodigio. El humo crecía y ganaba altura. Parecía embolsarse con el viento. Hasta que el mismo changuito, inmóvil desde que el humo había empezado a surgir desde su cuerpo, despegó sus pies del piso. Flotaba lento. Se alejó impulsado por la brisa hasta que la noche se lo tragó.

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ESCAPE

C

Diego Giannetti

ansado de lidiar con dibujos absurdos para complacer a clientes que pretenden una casa original, Carlos decide escapar unos días a Mar del Plata. Para evitar todo tipo de contacto, viaja desierto de tecnología. La ciudad es para él un desafío, podría decirse místico. Seguir los pasos de aquellas almas que transitaron por estas calles sin gigantes de ladrillo que nublan el sol, es un verdadero reto. Le apena el presente, no entiende cómo la ambición de algunos da paso a la continua destrucción de su patrimonio histórico. Ver cómo muta la fisonomía arquitectónica de una ciudad en desmedro de su pasado, lo fastidia mucho. Empieza a caminar por su sinuosa costa, para observar con ojos pioneros y así lograr una empatía con aquellos aventureros que forjaron la ciudad. Logra una deserción controlada de su espacio y tiempo, aunque su evasión es interrumpida en forma continua por usurpadores que denigran el paisaje urbanístico amparado por un brillante mar. La invasión de automóviles, carteles luminosos, y los artistas callejeros lo ultrajan. Intenta con vehemencia volver a su estado predilecto, a su huida temporal, lejos de pavimentos que apagan el verde. La lluvia lo atrapa en Luro y la costa, el aguacero es tan intenso que no duda en correr hacia algún refugio. La ciudad se oculta a simple vista tras la tormenta, aunque puede divisar una luz tenue y allí se dirige. En vano acelera la marcha para evitar mojarse, deja huellas en el agua que no pueden atestiguar su presencia, ya pertenecen al pasado. En cada movimiento tiene la sensación que los zapatos se hunden en el asfalto, logra llegar al farol cruzando la avenida de la costa, el cual le sirve de guía. 12


La lluvia cesa en forma instantánea, delante de sus ojos, se encuentra con un edificio afrancesado de varios pisos en un lugar donde no tendría que haber edificación alguna. Se le presenta una galería con arcos muy altos, ventanales enormes en los pisos superiores, con una cintura de balcones en su segundo piso, donde también nace en la ochava una construcción semicircular, su fachada está muy bien distribuida en tres partes muy diferenciadas con hermosos copones sobre la cornisa, una verdadera edificación parisina. El pánico se esconde tras la curiosidad. Carlos entra al edificio, quiere saber qué está ocurriendo. Queda atónito con los salones interiores, sus muros tallados, sus pisos de madera y sus techos cóncavos. La exploración es interrumpida por la presencia de un sujeto que viste de forma extraña, decide acercarse y con nervios balbucea. —Buenas tardes, ¿Me puede explicar dónde me encuentro? Acariciando su fino y largo bigote, y luego de repasarlo varias veces con su vista. Contesta con autoridad. —En el Club Mar del Plata. Un escalofrío recorre su columna, y le flaquean las piernas. Mira a su alrededor y parece que se encuentra en una postal de época, en un lugar olvidado. En un rincón del salón halla sobre una mesa un ejemplar de la revista Caras y Caretas, el Número 722 del 03 de agosto de 1912. En la tapa una especie de inspector de hacienda con una caja fuerte que aspira dinero sobre un mapa de Argentina, la arrebata del mueble y se la guarda. Con manos temblorosas vuelve hacia el sujeto. Con una mirada perdida le consulta. —¿Qué día es hoy? —Pues, 10 de Agosto. —Perdón ¿Y de qué año? Lo mira con muy mala cara y moviendo la cabeza, le contesta con voz fuerte. 13


—1912. El hombre da media vuelta, lleva su mano a la cabeza y se retira ofuscado. Carlos no entra en razón. Cómo es posible esta vivencia, como ha llegado a este edificio que fue en su época un icono de la ciudad y en la actualidad no existe. Por sus estudios de arquitectura puede reconocer que se encuentra en la obra del ingeniero y arquitecto Carlos Agote. Alterado vuelve sus pasos hacia atrás dirigiéndose a la puerta por la que entró, en el trayecto, mayor es su sorpresa cuando pasa frente a un gran espejo y se descubre. —¡Ese no soy yo! ¡Qué hago con esta ropa, este bastón, este sombrero! Camina desconcertado hacia la calle y se encuentra con otra ciudad. No se ve el casino ni edificación alguna, están construyendo una nueva rambla, se puede observar su estilo francés. Decide acercarse a la playa para ver la obra, pero la tormenta puede más, el viento y el agua le nublan la vista, camina a ciegas en esa dirección. Logra abrazar una columna de hierro para resguardarse y espera que pase la furia del vendaval. Cuando amaina el temporal, se encuentra abrazado a un semáforo descompuesto que enardece al tránsito. El bienvenido bullicio de la ciudad lo saca de este trance. Coloca su mano en su abrigo y encuentra la revista Caras y Caretas número 722. Nadie lo sabrá, le susurra su voz interior. El hombre de sombrero y bastón entra al club, pálido, asustado, no dirige palabra alguna. Se sienta en una mesa y medita. Es lo más extraño que le sucedió en su vida. Por minutos había visto una ciudad que no hubiera imaginado jamás.

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UN VIAJE

V

Claudia Alvarez

arios autos y a distintas velocidades. Un viaje tiene varios viajes. Disfrutás historias. Proyectás, recordás. Realidad e ilusión. Tanto deseo por llegar que no vemos el transcurso. El que quiera seguirme que me siga. Mi nombre es Carlos y había pasado por esos pueblos y ciudades millones de veces. Solo conocía de ellos los nombres, a cuántos kilómetros quedaban de mi destino y alguna estación de servicio. Un día decidí entrar a algunos de ellos. Me enteré y conocí. Tardé tres días cuando siempre tardaba cuatro horas. Salí de mi ciudad, Mar del Plata, por la ruta 2 y entré en Vidal ya que me acordé de que allí vivía un compañero del secundario, Marcos. Pregunté por él y me mandaron a un galpón en la calle Arbolito. Gente muy cordial me dirigió a la casa familiar, en las calles Alvear y Beltrami. Dudé en seguir preguntando, pero mi tiempo era holgado y mientras decidía y preparaba el GPS, personas que caminan y miran en los pueblos me contaron que Marcos Trejo estaba ido, que había volado hace un par de años. Voló. A la par que había trabajado en el campo, también había tenido tiempo y dinero para fabricar unas alas mecánicas, no para él, sino para su caballo y lo había logrado. Un día de marzo, todo el pueblo lo vio desde el techo de la Municipalidad, volar arriba de su caballo. Marcos nunca más había vuelto. Seguí mi viaje, gracias a la ruta llegué a Dolores. Siempre tuve la fantasía: que allí conviven una aristocracia burlona con los mejores prostíbulos de la zona. Mezcla de sangres azules y rojas. Fui derecho a la Iglesia para agradecer mi trayecto y purificar estos prejuicios. Justo había misa y supe que el párroco se llamaba Agustín Ocampo. Luego entré a una inmobiliaria para saber el valor de la hectárea en esa zona y el muchacho que me informó se llamaba Agustín Ocampo. Estudio jurídico Agustín 15


Ocampo, Clínica Pediátrica Agustín Ocampo, Escuela de Danza Agustina Ocampo, Verdulería Agustín, panadería Agus, Librería Ocampo. Tomando un café, me entero que un hacendado de la zona, durante diez años, hasta su muerte, había reconocido a todos los hijos e hijas que probaban su filiación, con la condición de que llevaran su nombre Agustín Ocampo. Seguí mi viaje, despidiéndome de la dueña del Bar más comentado de Dolores, la Sra. Agustina Ocampo. Seguí en la ruta pensando en herencias, reproches y perdones. Decidí entrar en Chascomús, para degustar una comida casera frente a la laguna. Nunca disfruté de pescar; igualmente luego de almorzar, me acerqué al pequeño muelle y quise hacer algunas preguntas. Parece que molesté en el silencio y la espera. Uno de los que estaban allí, me llamó y me fue sacando del muelle, él sí quería hablar; se llamaba Ramiro Fuentes, un jubilado que pasaba largos días esperando que peces decidieran ser pescados. Ramiro explicó con seguridad que era un trato de dos partes. Vos arrojás el anzuelo y no es casualidad que se pesque. El pez decide cuando ser alimento y así redime sus pecados. En el fondo de las lagunas, mares, ríos, hay un poder y los lenguados y otros peces que no se mueven mucho, son los que mandan. El jubilado contó de noches con peces saltarines, fiestas acuáticas para nosotros, verdaderas guerras para ellos. Y en el final de la conversación, confesó que ellos, los pescadores, sujetos a esas cañas, también redimen pecados. Mi cabeza y corazón necesitaban llegar a destino. No paré más, pero estoy seguro que volveré al transcurso, al trayecto, mucho más divertido que solo llegar a la meta. Nada nuevo.

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DE CARNE CORTADA A CUCHILLO Mario Marchelli

E

l aceite hierve en la sartén. Casi dos docenas de empanadas listas para fritar aguardan a Alberto, que mira distraído por la ventana, demorando el repulgue de la última de carne cortada a cuchillo. Afuera, un motochorro le está robando el celular a una chica que rueda por el piso muerta de un certero puntazo. Sin inmutarse, termina el repulgue y mete las empanadas en el aceite, se saca el delantal, lava minucioso sus manos y enciende el TV, sabe que tendrá que esperar un rato hasta que empiece el noticiero. Se sirve una copa de vino. Las empanadas se deshacen en el aceite crepitante y un tufo acre invade la cocina. Afuera se agolpa la gente, llegan una ambulancia y la policía, el timbre y el teléfono no dejan de sonar. Alberto saborea el vino y sonríe con las andanzas del Gordo y el Flaco. Un ACV y el Alzheimer han hecho estragos en su cerebro, que de tanto en tanto tiene momentos de lucidez y vuelve al mundo real. Es entonces cuando recuerda vagamente a Laura, que un par de años atrás había aparecido en el escritorio que dejó vacío el insoportable Segovia, tipo jodido si los hay, gritón, prepotente y de aliento fétido por el alcohol y otras yerbas. Laura fue como un soplo de aire primaveral. La conexión con la salteña, de Salta venía, fue inmediata: 25 años, piel color aceitunada, ojos verdes, pelo renegrido y largo, simpática y seductora. Un minón, pensó Alberto, como para casarse. Esa reflexión hizo sonreír al solterón empedernido y fanático de su condición. La hora libre para comer los encontraba en el bodegón de la esquina, seguía después un corto y conversado paseo por la plaza y vuelta al trabajo. Al tiempo, cambiaron el bodegón por el departamento prestado por un amigo. Sexo intenso. Sanguchitos y gaseosa comidos de apuro rompieron la rutina. Después del amor, a Alberto 17


lo seducía el cuerpo de Laura sobre la cama revuelta, desnuda, despreocupada, como ausente. Un cuerpo desnudo conmueve o excita pero nunca es inocente. A veces mientras trabajaban Alberto se calentaba de solo mirarla, ponía cara de yo no fui, por el involuntario movimiento del pantalón, que a la altura de la bragueta lo delataba; a ella la situación le divertía, sonreía pícara, hasta que él interponía una carpeta salvadora. Alberto poco sabía de ella, porque la relación era de lunes a viernes de ocho de la mañana a seis de la tarde. A las 6 en punto, un beso de despedida y Laura se esfumaba, con rumbo desconocido y sin explicaciones. Al principio las pidió pero notó que si seguía insistiendo la perdía. Esa posibilidad lo hizo desistir. 42 años, solterón empedernido, amiguero, hincha fanático de San Lorenzo, de los que no se perdían un partido de local. A partir de Laura, Alberto se alejó de todo. Era como un castigo que se imponía por no saber, no poder llegar más allá. Cenaba y dormía invariablemente solo y los fines de semana leía. No era particularmente lector, compraba un libro por el autor o por una portada atractiva, la más de las veces ambas elecciones lo defraudaban, no podía concentrarse más de quince minutos. Laura aparecía una y otra vez. ¿Qué estará haciendo, dónde vivirá, será casada, tendrá hijos? Estas y otras preguntas martillaban en su cabeza. La noche de un sábado cualquiera, Alberto caminaba por Rivadavia pensando en su cena: pata y muslo con papas fritas o pizza y empanadas. De pronto se detuvo, honrado hasta la médula, miró en derredor para tratar de ver a quién se le habían caído los 500 pesos que levantó del suelo, los agitó en alto unos segundos, temeroso de que alguien pensara que se los quería apropiar. Nadie reparó en el gesto. Plata en mano sintió como si la hubiera robado. Bajó la vista ante la mirada curiosa de un chico ¿lo habría visto levantar el billete? Se sintió manchado con plata ajena en el bolsillo. Se lo regalo al primer pobre tipo que se me cruce. Quinien18


tos mangos es un día largo de laburo. Ese pensamiento terminó de convencerlo. Llegó a la rotisería. Había gente esperando, sacó chapa de cliente, y acompañado con un guiño cómplice soltó: —Cacho, vengo a buscar la pata y muslo con papas que te encargué esta mañana. —¡Uh me olvidé Albertito! Se me terminó. Disculpame. A la señora rubia que lo precedía, algo mayor, atractiva, pulposa y con intenso maquillaje, en ese momento le envolvían una comida apetitosa, en realidad la que estaba apetitosa era la rubia —para comérsela estaba— se dijo y rápido, con intención y canchero. —Entonces voy a acompañar el pedido de la señorita. La veterana lo miró de arriba abajo, con interés y como al pasar soltó: —No se va arrepentir joven. A Alberto le brillaron los ojitos, a ésta le bajo la caña. Salió a la calle tras de su presa. La vio justo cuando subía a un auto que la esperaba. Hija de puta cómo me hizo entrar la guacha. Volvió por el paquete y rumbeó para la casa, sorprendido. Por unos minutos Laura se había esfumado. Eso lo puso contento, pero duró poco, el seductor está muerto, se permite cada tanto lo que él llama: “un control de calidad”, como para testear la atracción que todavía despierta en el sexo opuesto. Algunos fines de semana rumiando teorías varias, merodeaba sitios de diversión, cines, shoppings, tratando de encontrarla, saber algo de ella. Nada. Los lunes evitaba hablar de esta situación que ya era penosa. Un día Laura lo sorprende: —¿Querés que me vaya a vivir con vos? —preguntó como al pasar, mientras le envolvía la cara con el humo de su cigarrillo. Él tose, no fuma, le parece estar soñando. Sin pensar dice: —¡Claro!... ¡Claro que quiero Laurita! El sábado siguiente apareció Laura en su casa con módico equipaje: dos valijas y un paquete con comida. Alberto no lo podía creer, no se animó a preguntar, conocía la respuesta. Se suce19


dieron días muy intensos, muy felices, pero por momentos él la notaba inquieta, ausente y refractaria a comentar qué le pasaba. Una madrugada, por teléfono, Alberto se enteró de la muerte de su madre, en Junín, y allá partió. —Arreglo unos papeles y en una semana vuelvo —dijo al irse... Laura quedó en la casa sola y preocupada, no precisamente por la muerte de la suegra. El día que tomó la decisión de abandonar el infierno que era su hogar, huyó casi con lo puesto, cansada del destrato y las agresiones verbales que ya insinuaban las otras. Refugiada en la casa de Alberto pero sin enterarlo de la situación, presentía que la buscaban, que él estaba cerca. Y no se equivocaba. Una mañana tocaron la puerta, abrió desprevenida y ahí estaba él, que sin darle tiempo a nada trabó la puerta con un pie y se metió con rapidez. —Así que ésta es la casa del chabón que te mantiene, no está mal eh. —Laura se paralizó, no atinó a nada, muda en el medio de la sala. Él cerró con llave y se la guardó, sonriendo. Ella conocía esa sonrisa, era el anticipo del maltrato—. Che Laurita, vine de buena onda —dice mientras se respatinga en un sillón— ¿no me vas a convidar una copa? —Andate por favor —suplica Laura— Alberto está por llegar. —Minga está por llegar, tenemos dos días para recordar los viejos tiempos, ¿qué te parece? —Andate Damián por favor —repite Laura. —¡Nooo! Tenemos tiempo, sabés qué, me quedo a almorzar, ¿qué te parece? Un bifecito y una ensalada, nada complicado ¿eh? Y después vemos. Laura se desespera. Sabe que nadie vendrá en su ayuda. Con el resto de valor que le queda decide ir por las buenas: — Está bien, comés algo y te vas. ¿Sí? —Puede ser —dice Damián—, tenemos tanto para hablar, 20


tres meses sin vernos… La noche es oscura. Las luces de la casa están apagadas. Junto a la ventana, Laura mira a través de los postigos. Aunque hace calor, tiembla. Sabe que si no lo frena, esta paliza será la última. —¿Sos boluda vos? ¿no ves que este bife está crudo? — le dijo después de dos brutales trompadas que acompañaron la queja. Al irse escupió—. Cuando vuelva me esperás con las valijas listas y te venís para casa, si no te mato, ¿entendés? te mato. No digas que no te avisé. La cuchilla ya no está en el cajón de la cocina. Laura sabe que lo único que la puede salvar es que venga borracho y le dé la chance. Pegada a la ventana. muerta de miedo, tiembla. La muerte de Laura y sobre todo el modo brutal en que la encontró enloquecieron a Alberto. Un ACV lo tumbó y ya no se pudo recuperar... El aceite hierve en la sartén. Casi dos docenas de empanadas listas para fritar aguardan a Alberto, que mira distraído por la ventana, demorando el repulgue de la última, la de carne cortada a cuchillo.

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VIDA ENTRE VÍAS María Graciela Bruschetti

C

amina sola por las vías del tren, un descampado las rodea. El cielo diáfano ilumina la tarde. El sol marca el reloj del mediodía. Ni un alma se ve en el pueblo que desemboca en la estación del ferrocarril. Los durmientes de quebracho se alinean hasta desaparecer en el horizonte. Un letrero de chapa ruinoso está olvidado entre las pajas: “Sala de espera de mujeres” y más lejos, colgando de la otra puerta de la estación lee “Sala de espera de hombres”. Los párpados de la mujer se cierran. Una lágrima desciende en el pliegue de su rostro. Avanza por las vías sin advertir que las agujas enmohecidas del reloj retroceden. La piel va recuperando la lozanía, los ojos tristes ahora son vivaces y la niña corre entre brazales de acero junto con otros pequeños. ¡Salgan de ahí, vayan a jugar a otra parte! Se escuchan los gritos. ¡Niños, obedezcan! Pero ella no lo hace. Se queda sola. Salta con un pie de viga en viga. El convoy se aproxima y pasa rápido, una vez, y otra vez, muchas veces, hasta descubrirla joven, graciosa de rizos largos, negros. Los muchachos sacan la cabeza afuera de las ventanillas y le gritan cosas, una tarde, todas. Las ramas están florecidas cuando el grupo de conscriptos con ropa de fajina baja del tren. Todos la admiran y murmuran. —Eh, quedémonos aquí esta noche y sigamos viaje mañana. —¿Nos darás asilo en tu pueblo, Cuervo? El viento sopla y las chapas oxidadas golpean el techo de la estación. La vieja marcha despacio por el andén solitario. Se detiene y mira hacia atrás espiando la lejanía. La muchacha del cabello rizado regresa a su casa al anochecer con una rosa en el pelo. La reja de hierro se agita con la ventisca del norte. —¿Dónde estuviste, loca? Te dije que no quiero que 22


camines por las vías. Mugrienta. ¿Estás buscando tipos para fugarte como tu madre? La joven lo empuja y lo maldice. El hombre cae hacia atrás. La cabeza suena contra la punta de la mesada de la cocina y luego rebota en el piso junto con la botella de ginebra que estrecha en su mano. El viejo no se levanta. Ella lo llama, lo sacude, lo abofetea, pero no responde. El pueblo entero escucha los gritos de la muchacha. Huye hacia la salida, al atardecer de las vías. Los jóvenes conscriptos están reunidos en el bar “Camelot” y salen a la vereda de tierra. Las luces del tren alumbran el paso de la chica. Camina entre los árboles que custodian la trocha. Los muchachos cruzan la calle empinando botellas y le cortan el paso. Están alegres. Hay lujuria en el aire. La joven anda sola, con los rulos brillantes que le rozan la cintura pequeña. Cuatro y la oscuridad la toman de sorpresa. Le tapan la boca y la arrinconan entre los sauces. Luego llegan tres más. Uno de ellos se opone, grita que no, que la suelten que es una pobre chica tonta. —Callate Cuervo. Si no querés participar, desaparecé. —Andá a cazar ratas, Cuervo —dice otro. —¡Es mi hermana! ¡Es mi hermana! Suéltenla. —No lo escuchan. El Rubio lo corre con un cuchillo. El Cuervo se escabulle en el bosque. Se sienta debajo de un árbol y llora desconsolado hasta que el sueño lo vence. Cuando el sol aparece en el horizonte, el muchacho atraviesa la corta espesura y luego toma el camino de asfalto. Las agujas del reloj se detienen. La mujer entrada en años, en la soledad de su habitación, noche tras noche, contempla el techo. Un día, ella, oye el ruido oxidado de la verja del jardín. Algunas flores silvestres asoman colores. 23


Un viejo se acerca titubeante y franquea la puerta de calle. No posee cerradura. Echa un vistazo a su alrededor. La vivienda está limpia, desolada. Entra despacio. La luz de una vela parpadea entre las sombras. La mujer de los rizos blancos se incorpora en la cama y lo ve. —¿Sos vos Cuervo? Volviste, después de tantos años. Un silencio largo despeja la brecha.

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DESTINO

D

Diego Giannetti

esperté con el cuerpo sudado, inmóvil, la vista fija en el techo y los dientes apretados; traté de controlar las palpitaciones. Busqué un lápiz y garabateé las pocas palabras que tenía en la cabeza. Me precipité al baño con la esperanza que una ducha fría arrancase este extraño trance. En forma automática tomé la ropa acomodada la noche anterior y junto al café desplegué el papel con lo que había escrito: Matías pidió ayuda porque se divorció y el suegro lo va a matar antes de la medianoche. Considero que soy un tipo desconfiado, pero esta vez el pánico sacudió al escepticismo. Solo fue una pesadilla, repetía en forma continua, Carlos es incapaz de semejante locura. Permanecí en casa un poco más de lo habitual, guardé el escrito en el bolsillo y marché a mi oficina. El mensaje onírico se anteponía a la realidad, perdí toda concentración, decidí llamar a Laura o a Matías para desterrar cualquier indicio. Mi incoherente nerviosismo se acrecentó al no lograr hablar con alguno de ellos. La paranoia acechaba en forma persistente Cuando cerré la oficina fui directo a lo de Carlos. Lo encontré en su casa, muy amable como siempre. Ocultando la ansiedad pregunté entre otras cosas por su hija Laura, con una sonrisa me contestó: —¡Ella está muy bien! Recién vengo de su casa, estaba esperando a Matías porque hoy llega a la medianoche. Sus palabras fueron por demás tranquilizadoras, me sentí un perfecto estúpido que se había dejado llevar por un mal sueño. La expresión de mi cara fue evidente, Carlos me miraba sorprendido, no entendía tanta alegría. Cambié de tema en forma abrupta para evitar su curiosidad 25


a tanta satisfacción y pregunté por su colección de cuchillos hechos a mano. Carlos no disimuló su entusiasmo. Con orgullo, empezó a mostrarme sus últimas artesanías, que eran imitaciones de cuchillos de época. La conversación siguió su curso entre quesos y copas de vino. El tiempo transcurría distendido y en forma amena. Vi cómo Carlos se quedaba dormido en su sillón y suspiré, no puedo creer que mi cordura sea tan débil, que fuera derrotada por una alucinación. Empecé a limpiar y ordenar la vajilla a modo de agradecimiento, el aseo fue interrumpido cuando se escuchó el timbre en forma insistente. En la puerta dos uniformados. —Tenemos una mala noticia, apareció el cuerpo de Matías Paz con un cuchillo en el pecho, cuya marca grabada corresponde a este domicilio. Los dejé en la puerta y corrí a ver a Carlos, seguía dormido, lo sacudí, y antes que pudiera decir una palabra me miró asustado y me agarró de los hombros: —¡No sabés lo que soñé! Mi hija se divorciaba y yo mataba a Matías con un cuchillo.

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SICARIO

L

Juan Carlos Ganem

levaba más de dos horas esperando. Recostado en un oscuro portal y casi sin moverse, había mantenido una vigilancia constante sobre la vivienda con frente de granito que destacaba en la cuadra. Escasos transeúntes habían llamado su atención, ninguno era el esperado. Cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna sofocando el deseo de un cigarrillo mientras repasaba una vez más los datos que le habían suministrado: edad, nombre, fotografías. No podía permitirse ningún error. En el silencio de la madrugada repitequearon pasos rápidos. Una silueta furtiva se detuvo frente a la puerta de la casa en cuestión, e introdujo una llave en la cerradura. Sin dejar un instante de mirarla, cruzó la calle veloz y silencioso, y antes de que su objetivo pudiera darse vuelta, de un fuerte empujón lo introdujo a través de la puerta abierta a medias. El atacado trastabilló y, tropezando con sus propios pies, cayó de costado. Una linterna arrojó un pequeño haz de luz sobre un rostro ensangrentado. El sicario sonrió con pena. Apuntó al centro de la frente y mientras el caído iniciaba una súplica, disparó. Solo una vez. El cuerpo cayó hacia atrás con ruido sordo. Mientras lo miraba, guardó la Beretta 7,65 con silenciador en la sobaquera. Asomado a la puerta examinó la calle hacia ambos lados. Cerró con cuidado, y comenzó a caminar. Nadie a la vista. Ninguna ventana o puerta entreabierta. Guardó los guantes en el bolsillo de su campera oscura y buscó el celular. “Está hecho”. Arrojó el teléfono en una alcantarilla, dobló en la esquina, y se perdió en las sombras. 27


MATICES VERBALES

R

Armando Fuselli

icardo siente la obligación de acudir al llamado de su amigo. Hace tiempo que están distanciados pero su voz en el teléfono le sonó afligida y decide ir. Carlos abre la puerta, lo saluda con apenas una mueca y lo invita a pasar al living. Está solo. —¿Qué problema tenés Carlos? El amigo, sin apurar la respuesta, se encamina a un armario, saca una botella de cognac, dos copas, se sienta y sirve lentamente. —Te hice una pregunta. —Sí, ya la escuché —contesta el otro cortante apurando el primer sorbo. Antes que Ricardo insista, su amigo se anticipa: —¿Cuánto hace que nos conocemos, che? —pregunta mirando el copón. Ricardo extrañado responde: —Y a ver… Fue en la primaria, es mucho tiempo. ¿Te acordás cuando jugábamos con los soldaditos? Armábamos una fortaleza, los escondíamos y les tirábamos con una gomita. El que volteaba más del otro era el ganador. —Sí —dice Ricardo, apenas sonriendo. —Recuerdo que vos te ibas a tu casa furioso. Te daba bronca perder. Ricardo no responde. Entrecierra los ojos y evoca aquellos días: Los soldaditos de plomo, la pelota, la plaza, el secundario y una amistad más allá del bien y el mal. Por lo menos ese tiempo fue así. La facultad dividió sus comportamientos. Ricardo integró grupos reformistas, en tanto Carlos siempre fue profundamente oficialista. Aplaudía al de arriba y trataba de acercarse al poder de turno de cualquier manera. Arrancó su fortuna con usureros 28


de poca monta, luego armó una banca con otros y de ahí surgió la Cooperativa Municipal, que de solidario no tenía absolutamente nada. Ricardo se quedó en el discurso de barricada. Abandonó los estudios y pudo ingresar a instancias de su amigo a dicho banco. En poco tiempo sus compañeros lo eligieron delegado, pero insistió tanto con los derechos del trabajador que cierto día Carlos lo llamó a su despacho y le advirtió: “Te dí una mano y me la estás mordiendo. ¡Dejate de joder con tus ideas reformistas o lo que puta sea! Me aconsejaron rajarte, pero los convencí. Me arriesgué en una jugada y aceptaron. Es lo último que hago por vos: El lunes asumís como jefe de personal.” De hecho, el cargo convirtió a Ricardo en uno más del sistema. Lejos quedaron los versos de Neruda, los tangos de Manzi y las ideas de Palacios. Las circunstancias lo obligaron a callar y cumplir con su nuevo rol. De pronto Ricardo disipa los recuerdos y vuelve a la realidad. Le cuesta comprender el llamado perentorio de su amigo. —¿Estás enfermo? —No, quedate tranquilo. Es solo una sensación que a veces percibo como real y me perturba. —Tras esta frase, Carlos se pone de pie y comienza a caminar en derredor moviendo la copa—: A ver, a ver. Cómo te puedo explicar. Tras unos minutos en silencio y sin dejar de caminar alrededor del sillón, cosa que al otro lo impacienta, Carlos empieza a hablar midiendo cada palabra: A veces mis pensamientos me superan. Imagino demasiadas cosas que luego no puedo comprender. De joven te querés tragar el mundo, luego en los años de mucho trabajo apenas tenés tiempo para mirar a tu mujer y decirle algo. Baja la cabeza se dirige al bargueño, se sirve otro trago y de espaldas continua: Se va rápido la vida. Sin darte cuenta te acercás al retiro. Ahí empieza la etapa del balance. En esos momentos que estás 29


solo con vos mismo te das cuenta de muchas cosas que antes no podías percibir, que descartabas de plano. Ricardo escucha el parlamento sin entender el sentido de aquellas palabras. Entonces lo interrumpe —Pará Carlos. No entiendo un carajo lo que me estás queriendo decir ¿Por qué no sos más conciso? —¿Conciso o preciso? —Bueno, como sea… —¡No amigo reformista, como sea no! —aclara Carlos. Bebe un trago y agrega con énfasis—: Hay marcadas diferencias en ambas palabras. La Real Academia en su célebre obra llamada diccionario, define que conciso quiere decir breve, y preciso significa entre otras acepciones, puntual, exacto. Si querés te puedo explicar lo que siento con ambos términos. Ricardo nota cierta ironía en las palabras de su amigo y levantando los hombros responde: —Bueno no sé. Elegí la que más te guste o usa las dos. En verdad no sé lo que me querés explicar. —Ahí usaste otro lindo verbo: Explicar —interrumpe Carlos, para continuar alzando la copa y el tono de voz—: ¡Manifestar lo que uno piensa! Eso quiere decir el verbo que tan bien aplicaste. A esa altura Ricardo considera que su amigo se ha vuelto rematadamente loco. Tiene la intención de retirarse. Está harto de escuchar pelotudeces de quién sabe cuántas copas se tomó antes de que él llegara. Sin embargo vacila y se acomoda de nuevo en el sillón por respeto al que lo había sacado del trance de no tener trabajo. “¡Si te animás a la caja confío en vos!” habían sido las palabras de Carlos en el ofrecimiento. Por entonces Ricardo tenía amores fugaces y vivía solo en un pequeño departamento. Su amigo poseía mucho más y se había casado con una rubia que impactaba por su tez marfil, sus ojos celestes y las trenzas que caían sobre sus hombros desnudos. Susana Kosovsky lu30


cía como una diosa vikinga. Recuerda que en esa fiesta cruzaron unas pocas palabras. Las suficientes. De pronto la voz de su amigo lo saca del trance. —¿Te acordás tu primer día como jefe de personal? Te plantaste en la entrada a controlar el ingreso y yo te espiaba desde la oficina. ¡Cómo te puteaban los que te habían elegido! ¡Te transformé amigo! Te convertí de la noche a la mañana en funcionario ¡Ricardo viejo nomás! ¿Dónde estábamos? —No sé, hice silencio para escucharte, hablaste de la diferencia entre conciso y breve, y qué significa la palabra explicar. No sé adónde querés ir Carlos. —Por el momento al baño. Aguantame que ya vengo. Ricardo conocía el lugar. Algunas veces llegó acompañado, otras solo. En todas, la presencia de Susana lo aturdía. Se levantó para ver algunas fotos, hasta que la potente voz de Carlos lo volvió a la realidad: —Bueno acá estoy. Sirve otra vuelta de cognac que Ricardo acepta pero apenas prueba y sigue divagando: —Así se presentan las cosas en la vida. De pronto llega el momento de confesar y sus sinónimos: declarar, manifestar, revelar. Ahora bien, la explicación puede ser concisa y precisa. ¡Jamás concisa y breve! Y dicho esto fue en busca de la botella, se sentó a la mesa del comedor, apoyó la copa e invitó a su amigo: —Vení, sentate y contame. Ricardo obedece de mala gana y quedan ambos frente a frente. —¿Qué querés que te cuente Carlos, que vos no sepas de mí? —dijo Ricardo confuso. —¡Eso es! Diste en el clavo. Bueno, contame cosas que yo no sepa. ¡Una revelación Ricardo! ¿Sabés lo que es una revelación? Es quitarle el velo a algo. Es proporcionar información de algo oculto o secreto. —No sé qué querés saber. Vivo solo, no tengo vicios. Gra31


cias a vos tengo un buen trabajo… No sé. Carlos se levanta con la copa en la mano y vuelve al bargueño. Abre un pequeño cajón, se da vuelta con un arma en la mano y camina lentamente hacia la mesa al tiempo que pregunta con un dejo irónico: —¿Qué pasó con vos Ricardo? ¡Cómo vas a elegir un hotelucho de la calle Paraguay, que los puede ver cualquiera! —Y blandiendo el arma lo apura—: Ahora explicame en forma concisa y precisa desde cuando te encamás con Susana. El rostro de Ricardo se transfoma y su mente acelera en procura de una respuesta Hace muchos años que son amantes. Carlos estaba en otra cosa. Negocios, viajes, mujeres, una vida mundana sin la injerencia de su esposa. Apenas un par de viajes a Europa para sacarla a pasear. Ricardo la había seducido primero y la relación fue muy bien protegida por ambos. No hubo sobresaltos, hasta que alguien los delató. Carlos se sienta frente a Ricardo y empieza a jugar con el arma. —A ver Ricardito, hacela fácil. Imaginate que este cañito es un micrófono. ¿Te acordás cuando hablabas en las asambleas de la Facu? ¡Qué bien lo hacías! Cuantas pendejas se meaban por vos al escuchar eso de la explotación del hombre por el hombre. Lo repetiste tanto que al final se te cayó el muro de Berlín encima y yo te saqué de los escombros. —Carlos acerca el caño cerca de la boca de su amigo y como poseído por un juego maquiavélico anuncia: —A ver, atención, vamos a escuchar la explicación de Ricardo. ¿Cómo fue la cosa? ¿Te la chupó? ¡Porque a mí nunca! ¿Te ofreció la colita? ¡Porque a mí jamás se me dio vuelta! ¡Contame cómo fue, hijo de puta, en cualquier momento voy a ser preciso y breve! Ricardo, exhausto, fija la mirada en un objeto lejano y empieza a hablar tratando de que el miedo no lo traicione: 32


—La conocí en la Facultad antes que vos. Era de Franja Morada. Nos enamoramos y lo que hicimos en la cama no te incumbe, pero no era para perdérselo. Luego ingresó al banco como cajera, te conoció y vos hiciste el resto. Renunció al cargo y no tuviste mejor idea que recomendar a su amante para ocupar la vacante. Le diste la seguridad que yo no podía. Yo le brindé otra cosa. Vos te sentías superior a los demás. Siempre fuiste un soberbio… ¡Un soberbio cornudo! —tras decir esto Ricardo presintió que se le había ido la mano. Que era el final. Carlos se paró, apretó la culata del revólver y alzó su brazo. Ricardo posó sus manos sobre la nuca, se agachó, cerró los ojos y el estampido lo sacudió. Tras recuperar la conciencia, vio a Susana aterrada junto al cuerpo de Carlos que exhibía un orificio morado en su ojo derecho.

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BODEGÓN “EL 55”

N

Jorge Nieva

o daba más. Había pateado adoquines todo el día tratando de cobrar algún mango. El frigorífico para el que trabajo lo necesita. Yo lo necesito. ¿Quién no necesita un par de sopes? El caso es que no se los ve por ningún lado. Ya lo escribió Discepolín: Nadie invita a morfar/todo el mundo en el riel. No hay caso, la calle está dura. La certeza la tienen mis pies, torturados por los tarros recién sacados de lo del remendón. Los tamangos no representan mi único martirio: disconforme con el café y la tostada del desayuno tempranero mi estómago emite un runrún en clara señal de protesta. Pero hay una solución que matará tres pájaros de un tiro: dejé para el final una cobranza que nunca falla: la del bodegón “El 55”, de los hermanos Rafael y Serafín García, dos nobles productos de La Coruña. Pienso cobrar, desatarle los cordones a los timbos y proporcionarle alivio al buche. ¡Lotería! Así que bajo del tranway donde Montes de Oca se pierde contra la ribera. Debo caminar dos cuadras por Pedro de Mendoza, y el empujón final me lo da la visión de uno de esos especiales de crudo y queso capaces de levantarle el ánimo a un moribundo. Mi lugar habitual en el boliche es junto a una de las ventanas impregnadas con eterna niebla del Riachuelo que los dueños porfían en eternizar por no dignarse a darles una simple pasada de agua y jabón. Allí suelo posponer mis preocupaciones distrayéndome con el ir y venir de las chatas cargueras. Hoy no, hoy quiero desatarles los cordones a los botines, o tal vez me los saque, y manducar como un caníbal. Sin apuro. Total, en casa no me esperan temprano, y menos un jueves. Así que me ubico en el rincón más apartado y, de paso, relojeo el ambiente. Me siento y enseguida aparece el Rafa, con su infaltable y trajinado repasador sobre el hombro. 34


—¿Qué pasa, hombre, que no te sientas donde siempre? —Por tus vidrios no se ve nada, gallego. Pero no te molestes, si le vas a pasar el mismo trapo rejilla que le pasás a las mesas, dejalos como están. No se le movió un pelo de las boscosas cejas. —Decime, ¿tenés algún jamón como la gente? —Pues si no lo sabes tú, que me lo vendes… —¡Grande, gallego! Preparate un especial bien cargado, con “mi crudo” y el queso que quieras, en francés sin miga y un vaso grande de Ferro Quina con soda. —Sale —dice—, y se va para atrás del mostrador. Aprovecho para aflojarme los zapatos (todavía no me los saco), y me pongo a curiosear a los parroquianos: nada nuevo, trabajadores de los astilleros, estibadores y changarines. En un rincón del que tengo una visión sin obstáculos se ubica un tipo que llama mi atención. No sólo por su vestimenta, que nada tiene que ver con la de un operario: saco, chaleco y lienzos oscuros, lo mismo que el funyi apoyado sobre la mesa, y anudado al cuello un lengue tan blanco que parece leche en la mosca. Se lo ve nervioso. Tenso, al menos, dele y dele mirar la puerta y el reloj. El Rafa interrumpe mis observaciones con el precioso pedido. Me entretengo echándole soda al espeso brebaje antes de encajarle un feroz mordiscón al superespecial. Acallada la protesta estomacal retomo el campaneo, enfocado en el fulano bien empilchado. Veo que se envara y miro a la puerta: entra un tipo joven, con pinta de laburante. Va al encuentro del otro, cruzan un par de palabras y se dan la mano. Un saludo de compromiso, creo, rápido y leve. El trajeado le hace al Rafa el característico gesto del café y el gallego se pone a preparar dos. Arranca la charla. Un monólogo, más bien. La voz cantante la lleva esa especie de compadrito atildado que mueve las manos sin despegar los brazos de la mesa. El otro se limita a movimientos de cabeza, todos traducidos a no, mientras escarba con la cucharita en el pocillo. Calculo que la escena no lleva 35


más de cuatro o cinco minutos. Es repetida: uno intensifica el movimiento de manos y el otro esa negativa articulada por el cogote. Uno, tozudo; el otro, enculado. De repente el parlanchín se echa hacia atrás y le apunta con el índice al otro, que baja la cabeza. Y la cosa toma color: el muchacho mira para todos lados (yo me hago el gil), corre un poco el raído saco gris y deja ver, sobresaliendo de la faja negra, una culata nacarada. ¡A la pucha! Gallego, prepará balde y trapo para limpiar la sangre. ¿Qué hago? ¿Le aviso al yoyega para que llame a la cana? Mejor espero, total, si se pudre todo no estoy en la línea de tiro. Pero, previsor, de todos modos llamo al gaita, saco del portafolios la boleta a cobrar y le digo que me descuente el especial y el aperitivo. Listo. Si salta la banca me zambullo debajo de la mesa y chau pinela. Más allá del entripado que junta o separa a ambos imagino que el chumbo, por el detalle de alguna manera suntuoso de la culata de nácar, es una pieza valiosa. Su dueño o portador no lo saca a relucir. Lo oculta bajo la falda del saco y espera. El otro parece refunfuñar, hasta que asiente y saca un fajo de billetes. Cuenta, dobla y extiende algunos al muchacho. Éste vuelve a mirar en derredor, extrae con rapidez el fierro y lo pone bajo el sombrero oscuro. El dueño del funyi, tanto o más rápido, lo agarra y se lo mete en la cintura. El muchacho se levanta, se calza la bataraza, saluda y se toma el piro. Listo: operación comercial concretada vaya a saberse con qué fin ulterior en el pintoresco entorno del bodegón “El 55”. Fin de la función. Estoy tan fundido que desisto por decisión propia del “entretenimiento” de los jueves. Viene el gallego con la boleta de la cuenta pendiente y la mosca que la salda descontada la consumición. La pongo en el portafolio y me agacho para abrocharme los timbos. —¿Vas para casa? —me pregunta el gallego. —Sí. ¿Por qué? 36


—No —me dice con una sonrisa picarona—, pensé que tendrías algo que hacer por Parque Lezama… ¡Me vio! ¡Me vio! Me embrocó el gallego ladino ese día en que lo vi pasar en su Forcito. Bajaba por Brasil justo cuando salíamos del bar Británico con mi “entretenimiento” de los jueves, esa potranquita de buena alzada a punto para correr en Palermo o San Isidro. Y porta una seña particular visible, como diría un prontuario, o como un pura sangre en el pelaje: una manchita, una especie de roseta en su delicado cuello. Aunque me parece que ella me embalurdó con la edad, seguro que la del documento no concuerda con la que baten las ancas y los cuartos. —No, gallego —digo con seriedad—, a veces me entretengo un rato por ahí, hoy no. —Bueno. Ya está se está poniendo oscuro; ten cuidado al cruzar el puente. Nunca lo cruzo de punta a punta, camino costeando el Riachuelo, subo por la escalera que da al medio del puente y voy en bajada a tomar el bondi en Avellaneda. No llego a la escalera: una sombra aparece desde la base de cemento y me corta el camino apuntándome con un bufoso. —Dame la guita. —No hay mucha, apenas te… —Ya lo sé —me frena—. No vengo por la guita, pero ya que estoy me la llevo. —¿Entonces…? —Entonces vas a aprender a meterte con pendejas. Se acerca dos pasos y la luz de un farol lo ilumina de pies a cabeza. El fierro tiene culata de nácar, y el tipo se había sacado el pañuelo, seguro para que su blancura no lo deschavara. En el cuello, a un costado de la nuez, se le ve una mancha, una especie de roseta.

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EL ÚLTIMO TREN María Graciela Bruschetti

Q

uería verme y era urgente. Le prometí que iría y esa mañana hice un viaje relámpago a Leningrado. Caminé presuroso entre la multitud, indiferente a la música, las marchas y los festejos de la ciudad que renacía. La recuperación de San Petersburgo había transcurrido como un acontecimiento ajeno en mi pequeño mundo. No comprendí las señales de ese inédito comienzo para Rusia, no vislumbré la oportunidad de cambiar mi vida para siempre. Verla de nuevo era una locura irresistible que me llenaba de culpa. La recordé aquella tarde, envuelta en la bruma del río Nevá como si tuviera un hechizo, inundada de una tristeza profunda que la hacía más vulnerable aún. Parecía una gacela perseguida por los lobos. Desde ese día, ya no pude dejar de regresar a verla. Se volvió una droga, un elixir de vida que evitó, durante varios meses, calmar el tormento de una existencia vacía, sin ideales. Era la mujer de un soviético corrupto y hermana de un revolucionario anticomunista. Decidí que esa relación turbulenta tenía que terminar antes que empeorara la enfermedad de mi esposa. Por aquella época trabajaba como profesor universitario y apenas podía comprar los medicamentos. Katrina era una tabla en un mar peligroso. Tiempo después me llamó por teléfono, la sentí cálida y feliz. Subí al décimo piso y toqué la puerta. Había perdido la llave del departamento secreto que teníamos para nuestros encuentros periódicos. Me recibió como si nunca la hubiese abandonado. Nos amamos como antes, con la misma fuerza, con esa pasión intensa con la que solo se acaricia la inmortalidad, hasta que recordé que debía escapar de ese sentimiento antes que volviera a echar raíz. 38


—Voy a tener un hijo —susurró. La estreché temblando de miedo. No sentía felicidad, la cobardía me derrumbaba. —Escapemos juntos —dijo. —No tengo dinero. No nos apresuremos. Voy a pensarlo. Pasé unas horas con ella con la promesa de regresar pronto. La dejé en el cuarto y bajé. Al llegar al hall había un hombre que creí reconocer. Recibí un golpe en la espalda y dos puñetazos en la mandíbula. —¡Dejala en paz! ¿Entendiste? No regresarás aquí —dijo en voz baja. Quedé tirado contra la puerta y siguió pateándome los hombros y el pecho hasta que se fue. Como pude salí a la calle. Tenía sangre en el piloto blanco. Era Dimitri, el hermano de Katrina. Lo nuestro, era imposible y resignaría el amor por segunda vez. Crucé la calle y escuché los gritos. La gente corría y se amontonaba. —¡Se tiró! —gritó alguien—. ¡Se tiró! Regresé sobre mis pasos. Era ella sobre el asfalto. —Tiene cortada la garganta. —Seguro que la asesinaron —exclamó un desconocido. La portera del edificio, una alemana escuálida, me clavó los ojos. Examinó de arriba abajo mi apariencia y reparó en las manchas de sangre. Me señaló con el dedo. —Él era su amante. No lo dejen ir —chilló. La muchedumbre desconcertada comenzó a rodearme. Corrí como un loco para abrirme paso y alcancé el último tren a Pushkin. Lloré durante cuarenta minutos eternos. Llegué a casa en busca de protección. Había caído en una trampa. Alguien deseaba incriminarme. Procuré estar tranquilo. Tomé una ducha caliente y me acosté. Lena llegó un rato después. Vino a la cama y apoyó mi cabeza sobre su corazón. Dormité unas horas y desperté nervioso. Tuve una pesadi39


lla; sombras negras venían por mí. Atravesé la oscuridad de la habitación y fui hasta la cocina. Calenté un poco de leche. Triz, la gata, subió a la barra. Estaba hambrienta y paseaba nerviosa. Quiso tomar de mi taza y la tiró al suelo. Busqué un trapo y diarios en un cajón para juntar los vidrios. Adiviné que algo venía sobre mí y me torcí hacia un lado. Sentí un dolor punzante en el hombro. La hoja de la cuchilla relampagueaba y otra vez venía con impetuosa fuerza hacia mi cuello. Traté de parar la estampida criminal. Logré interceptar uno de sus brazos mientras me revolcaba en la demencia de gritos y sangre. Cuando logré detenerla ya era tarde. Lena yacía atragantada con su propia arma debajo de mí. Llevaba un collar; la llave del departamento secreto.

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UNA TARDE DIFERENTE

A

Carlos Lartigue

delina había llegado del trabajo cerca de las cinco y media de la tarde. Después de darse una ducha se dispuso a tomar unos mates. Mientras mateaba, en un block anotó lo necesario para la cena: cuatro o cinco cosas. Victoria y Emanuel, sus hijos adolescentes, llegaron en ese momento de la escuela. Enseguida prepararon la merienda para acompañar a su madre. Al terminar, Adelina descolgó de un perchero de la cocina una vieja bolsa para los mandados. En la billetera guardó quinientos pesos; pensó que tenía que alcanzarle «¡Bah! hoy en día nunca se sabe» —Cuando terminen laven las tazas, las secan y las guardan —recomendó Adelina con tono monótono. —Sí, má —casi a coro. Caminó, como era habitual, las tres cuadras hasta el supermercado chino de la avenida. Estaba tranquilo el barrio. Avanzado el otoño, la temperatura era primaveral. Hizo las compras sin apuro. Luego se dirigió a la caja. Había un par de clientes delante de ella que rápidamente abandonaron el local. —Buenas tardes —saludó Adelina al llegar a la caja. —Buenas taldes —dijo el señor Chang sonriendo. A Adelina le intrigaba esa sonrisa. Por momentos le parecía simpática y en otros le daba la impresión que el hombrecito oriental se estaba burlando. Cuando salió el aire estaba más fresco. Le dio un súbito escalofrío. Era casi de noche. El alumbrado público comenzaba a encenderse en la avenida. Antes de llegar a la esquina observó un auto estacionado con las luces de posición encendidas y el motor en marcha. Por los vidrios polarizados no pudo ver el interior. Cruzó la avenida y dobló en la calle que conducía a su casa. Aún no había luz artificial en esa cuadra. No se veía nadie. Sintió otro escalofrío. Apuró el paso. Lentamente pasó un coche en la misma dirección. Miró de reojo; a pesar de 41


la incipiente oscuridad era, sin dudas, el mismo que había visto un momento antes. No tuvo tiempo de pensar en nada: el auto se detuvo bruscamente. Bajaron dos hombres con armas de fuego. Quiso gritar, pero de su garganta no salió sonido alguno. Trató de correr, en vano: entre los dos sujetos, mientras la amenazaban con las armas, la sujetaron de los brazos con violencia. La bolsa de los mandados, que había estado aferrada a su mano derecha, se le deslizó entre los dedos. —¡Subí, subí o te mato! —le dijo uno mientras le apoyaba el revólver debajo del mentón. Subieron los tres en el asiento de atrás. Adelina quedó en el medio. El auto arrancó raudamente. —¡Agachá la cabeza, no me mirés! —vociferó el cabecilla, mientras le apoyaba el caño en las costillas—. ¡Dame la guita, dame la guita! —Adelina sollozaba, como pudo metió la mano en el bolsillo del pantalón. Antes de que terminara el tipo le arrebató la billetera y sacó lo que había: veinte pesos y cincuenta centavos—. ¿Me estás jodiendo, hija de puta? —al mismo tiempo le dio un culatazo en la cabeza; ahogó un grito de dolor y los sollozos se tornaron más intensos—.¡Callate, la reputa madre que te parió! ¿Dónde tenés la guita y las tarjetas? —insistió el delincuente, mientras le revisaba uno a uno los bolsillos. —Acá no … acá no tengo nada. —¡Ah, no, entonces vamos a tu casa y allá me das todo! ¡Vamos! le ordenó al que manejaba, —No por favor, no. —¡Te dije que te calles, la concha de tu madre! ¿O querés que te meta un tiro? —mientras decía esto le iba apoyando el caño del arma en diferentes partes del cuerpo y la cabeza, Estaba aterrada. Con la cabeza entre las piernas, dolorida por el culatazo, había entrelazado las manos, como en un rezo. —¿Quién está en tu casa? —Nadie. —Así que nadie ¿qué, no tenés marido, hijos? —Mi esposo llega tarde y los chicos salieron. 42


—Está bien, si llega a ser mentira te mato a vos y a los que encuentre allá. Victoria chateaba por Skype con una amiga y Emanuel estaba enfrascado con el celular. No oyeron cuando se abrió la puerta de entrada. De repente apareció Adelina y los hombres armados. —Así que los pibes no estaban ¿no? —Este... recién llegamos —balbuceó Victoria. —Callate nenita ¿o querés que te meta un chumbo a vos y otro a tu vieja? Y vos, pendejo del orto, decime dónde está tu papito. —Mi papá llega como a las once. —Bueno, vamos a ver: revisamos la casa, si el cornudo de tu viejo está, lo hago cagar de un tiro y a vos también te hago mierda. Enseguida buscaron por toda la casa. No había nadie. Los intrusos, más calmados, obligaron a Adelina a entregar el dinero, tarjetas de crédito y joyas. No conformes con la “recaudación” revolvieron los placares, arrojaron los cajones de la cómoda al piso y descolgaron los cuadros en busca de una caja fuerte. Por último, ataron de pies y manos a los tres y los encerraron en una habitación. Apenas cruzaron el umbral de la casa una potente luz los encandiló. —¡Alto, policía, tiren las armas! Sorprendidos no atinaron a defenderse. Varios agentes les apuntaban con armas cortas y largas; sin escapatoria, arrojaron las suyas. Cuando la policía entró a la casa la cámara de la computadora aún permanecía encendida.

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LAURA Y LA CIERVO HEMBRA

L

Jorge Necco

aura, camino a la escuela, solía cruzar el pueblo por la calle de adoquines con casas de piedra que desembocaba en el puente viejo. Allí se paraba siempre a mirar el agua clara del canal donde los peces hacían sus pasadas entre las piedras, revisaba las orillas mirando si estaba la ciervo hembra que según su abuela bajaba de la montaña para beber. El sol destellaba su brillo en las gotas del rocío pegado en las cortaderas. Un sendero hecho por el trajinar diario. Las caminatas para ir y venir a la escuela no dejaban crecer las lavandas. Catorce años, blancos y rosados, aun con eses en los labios. Esa mañana, quiso ver si su ciervo hembra estaba por ahí, pasó el puente, no vio venir a ninguno de sus compañeros, apuró el paso. Las lavandas al costado se peinaban altas con el viento, sintió un fuerte golpe en sus piernas y cayó de bruces. Intentó levantarse, pero una mano le tapó la boca y otra la tomaba por debajo del delantal. No podía gritar. No respiraba, la humedecían las cortaderas, su cuerpo sin ropa. No respiraba, ya no. Cuando un parroquiano después de buscarla todo el día la encontró, vio en su mano derecha un ramo muy florido de lavandas frescas, sus ojos cerrados y aun húmedos de lágrimas. Cubrió su cuerpo con una manta y la levantó. Cuando pasaron por el puente, la mano de Laura dejó caer el ramo. Se ve una cierva hembra cada tanto bajar de la montaña a tomar agua del canal. La madre de Laura asegura que en su paleta derecha tiene una figura igual a un ramo de lavandas frescas.

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TESTAMENTO

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Juan Carlos Ganem

quí estoy, esperando impaciente el final a mis casi cien años. Solo, como lo he querido y decidí. El invierno añade frío al frío de mis huesos, y el mero hecho de moverme para cambiar de posición requiere de un esfuerzo intolerable. He desechado todo lo superfluo y sólo conservo lo indispensable. ¿Recuerdos? Infinitos. Todos los objetos relacionados con ellos han sido destruidos, quemados, arrojados a la basura. Y lo que aún a mi pesar subsiste, lo hace solamente en mi memoria. Reflejos de un pasado del que ni siquiera puedo dar fe, ya que las nieblas del tiempo los han deformado creando recuerdos de los recuerdos. ¿Si tengo miedo? ¿Si en realidad me importa? Vivir, morir, partir. No existen diferencias. Aún después de tanta vida vivida no tengo en claro quién soy ni adonde iré. El tiempo ha convertido mi corazón en un artefacto metálico que funciona mal, y mi boca se ha oxidado por no emitir palabras. Ni de amor, ni de odio, ni de interés. He comprendido lo trágico de la palabra. Su enorme fuerza y también su gran vulnerabilidad. El olvido de lo dicho y afirmado una y mil veces, el incumplimiento de lo prometido, lo engañoso del hecho de ser impulsadas las más de las veces por las emociones y no por la razón. Es por ello que he adoptado la escritura como medio de expresión. Ella es apasionada pero también complaciente. Nos permite volver sobre lo escrito una y otra vez, corregir aquello que juzguemos erróneo o mal expresado, y en el acto de corrección llevar a cabo una nueva reflexión que nos asegure haber dicho lo que realmente queríamos decir. De esta forma todo lo escrito desde el principio de los tiempos resulta ser el testamento que dejamos a los que nos suceden. Hechos, pensamientos, conocimiento, fantasías… 45


Somos polvo de estrellas. Estamos hechos de la materia del Universo, y éste es a su vez nuestra matriz. Es la mirada de nuestros antecesores la que ha fabricado el mundo en que vivimos. Así, de una u otra manera, el proceso continúa hasta el infinito. Nada podemos oponer a esta secuencia secular. Con el tiempo comprendemos que es inútil gritar. Nadie escucha. Adentro, afuera, arriba, abajo, antes, después. Todas son construcciones humanas, destinadas a erigir un sistema que nos permita a su vez inventar una realidad en la que existir. Camino hacia mi propio yo, y sigo esperando. Ya falta poco. Busco cansado y con esfuerzo una posición más cómoda. No lo logro. Cierro los ojos, dejo escapar mi aliento lentamente, y espero, espero.

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DESPEDIDA

N

Emilia Pepa

o sé qué me habrán inyectado ayer, pero hoy estoy más lúcida. Siento necesidad de hablar o escribir, aunque no puedo mover las manos. Me gustaría que viniera alguna de las chicas a visitarme. A lo mejor aparece Mónica, no sé si podrá entender todo lo que quiero decir porque mi lengua también se traba, pero ella siempre me mira como si fuera una charla normal… ¿Por qué Luis no abrió la puerta? Estoy segura de que era mi médico. Es la única hora que tiene libre, la de su descanso y este estúpido no lo atendió por dormir la siesta. Cree que yo no oigo el timbre, pero si suena fuerte como recién, lo percibo. Él y Florencia piensan que estoy sorda. Cerca de mí hablan muy poco y se tratan con cariño; cuando se alejan, continúan gritándose como antes de mi enfermedad, desde que ella es adolescente y los celos de él le impiden salidas con amigas y/ o posibles novios. Es tan linda ¿Qué va a hacer sin mi protección? Ojalá el tumor me borrara la memoria, ¿por qué no podré olvidarme de la persecución que soporté desde que nos casamos, de sus ¿cómo te pusiste ese vestido?, ¿no ves que la pollera es muy corta? Sacate esa pintura, parecés una mascarita. ¡Y ahora repite esas mismas preguntas y opiniones con ella, pobre hija! ¿Por qué él no saldrá a caminar como le indicaron por su diabetes? Pero no, se pasa el día viendo fútbol o durmiendo. Mis hermanos me advirtieron que no les gustaba para mí apenas lo conocieron ¿por qué no los escuché? Sólo pensé que ellos o sus mujeres temían que me casara y no me hiciera más cargo de mamá. Nadie sospechó que yo ya estaba embarazada. Cierto que habérselos dicho hubiera sido sumar más disgustos a los que ella padecía porque los dos estaban en la FUBA, participaban en cuanta protesta estudiantil había y desaparecían a cada rato. 47


Ya debe ser tarde. Tengo hambre y Florencia no volvió. ¿por qué mi maridito en vez de acariciarme, como si siempre hubiera sido tan cariñoso, no me trae algo de comer? ¡Ahora ya ni soporto que se acerque, encima dice te quiero y me besa! ¡Me dan unas ganas de mandarlo a la mierda…! ¿Vendrá alguien a visitarme hoy? ¡Las chicas del hospital están lejos! Me gusta que vengan, aunque no me entienden cuando hablo ¿se me trabará la lengua?¡Pobres! ponen cara de sentirse cómodas. Al menos podrían entretenerme con los últimos chismes. Me parece que vino Mónica. ¡Al fin! Hace tanto que no me visitaba nadie. Pensar que ella me acompañó en el 73 cuando los muchachos se tuvieron que escapar de La Plata y juntas vinimos para acá en el fitito, con las armas de ellos escondidas entre mis ropas. ¡Qué locas éramos nosotras también! El miedo convirtió aquello en una inolvidable aventura… —Hola Mary, ¿cómo estás? Se te ve mejor que el otro día. ¿Me oís? —le pregunta Mónica acercándose al oído. María trata de contestarle pero no emite sonido. Sólo por el movimiento de los labios parece decir sí. —¿Sabés que hoy recibí un mail del centro de exalumnas invitándonos a la celebración porque hace cuarenta años que nos recibimos? Yo iría sólo para ver si el tiempo hizo tantos estragos en nuestras compañeras como en mí y si las monjas siguen siendo tan retrógradas como en nuestra época, pero justo para esa fecha no puedo —comenta Mónica. Uy, a mí me encantaría ir. Viajar a Buenos Aires, ver a mis hermanos, mi barrio, el colegio, a las chicas y a las monjas que deben estar tan viejas. ¿Te acordás cuándo nos pescaron a nosotras y a otras dos, no me acuerdo cómo se llamaban, leyendo en uno de los baños nada menos que una página de “Las memorias de una princesa rusa” sorprendidas y riéndonos por la frase “la enmarañada 48


pelambre debajo del ombligo”, en la descripción del amante? ¡Qué bien me hace escucharte, Moni! Me estoy riendo, aunque algo me dice que ni siquiera abro la boca lo suficiente para que descubras mi risa. Quisiera contarte que mis compañeras de sala me regalaron un libro. No veo suficiente como para leerlo. Por suerte a Florencia también la entusiasma porque le encanta Galeano y entonces lo disfrutamos las dos. Aunque muchas veces tenemos que cortar la lectura por mis dolores de cabeza. ¡Ay amiga, no sé cuánto voy a soportar esto! Me hace muy bien que estés aquí. Ojalá la presión de mis dedos te lo demuestre. Temo perder la poca fuerza que tengo todavía en las manos, porque ya no puedo siquiera agarrar una lapicera. Si no fuera por mi hija, no aceptaría más tratamientos, total ¿para qué? Ya me resigné a no haber logrado cumplir hasta ahora, que me siento tan cerca de la muerte, algunos deseos profundos, quería ser abuela y también soñaba con conocer París. Me acuerdo que cuando empecé a estudiar francés en La Alianza, en Buenos Aires, lo hice casi obligada por mamá, que hablaba maravillas de la capital de Francia y decía que juntas deberíamos visitarla. No pudo ser mientras ella vivió. Después Luis me prometió tantas veces que iríamos. Yo insistía con mi interés por ver el Louvre, el Arco de Triunfo, pasear a orillas del Sena, ir al barrio Latino… Me cansé de oírle decir “el año que viene”, “ya vamos a ir”. ¡Bah!, no sé por qué revuelvo recuerdos si ni siquiera a Miramar íbamos para evitar que el 0Km. se ensuciara! Sí, y siempre ahorrando para tener una casa grande, con cuartos de vestir y pileta y más… Nos pasamos diez años trabajando, viviendo entre escombros, en un barrio alejado que a mí nunca me gustó, pero él insistió, había que aprovechar este terreno heredado, y ahora estoy aquí, acostada en una camita colocada en el living grande, lindo, con la ventana frente al jardín, la pileta y el quincho, porque él no puede o tal vez no quiere subir y bajar tantas veces como mi estado lo requeriría si permaneciera 49


arriba en el dormitorio, con el “tan importante” cuarto de vestir. Ay ¿por qué no perderé la memoria? ¿Qué pensará Mónica? ¡pobre!, seguramente le doy lástima… Y a mí su presencia me provoca tantos recuerdos. Algunos muy felices como su compañía cuando nació mi nena, disfrutando de sus primeros pasos y palabras, de sus éxitos como estudiante y el buen carácter a pesar de la difícil convivencia en casa. También trabajar como enfermera me hizo feliz. Conocí personas valiosísimas. Tuve gratificaciones. Era tan satisfactorio sentirme útil. Me gustaría poder contarle secretos y momentos felices de mi vida en el hospital ¡Tantas veces me sirvió de refugio! —Mary, tengo que irme, en un ratito nomás sale mi nieto de la escuela, hoy voy yo a buscarlo. Mañana vengo con más tiempo. Chau, adiós amiga. Sospecho que ya no te voy a ver ¿Podrás consolar y aconsejar a mi Florencia cuando yo no esté? ¡Lamento tanto que no puedas escuchar lo que pienso!

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TENEBROSO

Y

Juan Carlos Ganem

de pronto estoy aquí, en este lugar desconocido, totalmente a oscuras. Por más que esfuerzo la vista, es imposible distinguir algo. Percibo humedad, suciedad y un olor indefinible que se mezcla con lo anterior y forma una miasma fétida. Busco afanosamente el encendedor en mis bolsillos. No está. Puteo entre dientes. Debo haberlo perdido en mi carrera desesperada. Respiro hondo. Trato de calmarme mientras reprimo una náusea repentina. Algo debo hacer. Siempre he sido el vencedor. Atrás quedó el tendal y siempre yo de pie. Tal vez fui un hijo de puta, pero qué importa. El que triunfaba era yo. No sé por qué dejo que me atraviesen estos pensamientos. Trato de serenarme y pensar racionalmente. ¿Dónde estoy? ¿Qué habitación, pasillo o ambiente es éste? Estiro los brazos buscando algo que me sirva de referencia. No lo encuentro. Ok, me digo. Empecemos a caminar. Lentamente doy un par de pasos. Nada. Me detengo y escucho. Sólo el sonido del silencio. Dos pasos más y doy de bruces contra una pared. Por fin encuentro algo que sirve al menos para una mínima orientación. Sin despegar los dedos del muro comienzo lentamente a avanzar. La oscuridad es impenetrable. El silencio, sólo es alterado por el deslizar de mis pies y el jadeo de mi respiración. Siento las manos pegajosas y húmedas sobre la superficie irregular que me sirve de apoyo y guía. Tengo sed. No recuerdo cuándo fue la última vez que bebí y comí algo. El tiempo y los sucesos se mezclan en imágenes confusas. De pronto, la nada. No hay más apoyo. Tanteo en varias direcciones. Avanzo un pie con cuidado y… sólo el vacío. Len51


tamente retrocedo un poco ¿Y ahora? Trato de decidir. ¿Vuelvo sobre mis pasos? ¿Abandono la relativa guía de la pared y me aventuro en otra dirección? Una súbita sensación de impotencia y desánimo me invade. Trato de luchar e imponerme. ¡No te rindas, no te entregues! Una suave corriente de aire proveniente de mi izquierda me decide. ¡Hacia allí vamos! Tal vez encuentre una salida. No sé cuánto tiempo llevo en esta situación surrealista. No sé dónde estoy, ni cómo llegué aquí. Sólo quiero encontrar una salida y que todo termine. Avanzo a tientas. El ligero soplo de aire es ahora más fuerte. Sigo adelante con una extraña confianza. Esta vez sí, estoy en el camino correcto. De pronto desaparece el piso. Caigo desmadejado hasta dar de espaldas en el suelo. Al incorporarme dolorido, noto inmediatamente el repugnante olor que había en el sitio donde comencé mi exploración. Extiendo los brazos, y sí. Otra vez la pared húmeda y pegajosa. ¡Mierda, mierda, mierda! Mi grito retumba en la oscuridad. Bruscamente entiendo: ¡Estoy en el infierno! Y el recorrido circular… la eternidad.

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FRACTALES

A

Emilia Pepa

l amanecer, el suelo estaba aún cubierto de escarcha. Apenas iniciamos el viaje la luz de un relámpago nos estremeció. La travesía me resultó larga; los truenos nos siguieron hasta el mar, donde el viento y la furia de las olas quebraron mi ánimo. Sin embargo sé que sufría por la distancia. Nada es igual desde que salí de mi ciudad. He viajado largas horas y siento que soy y no soy el mismo que partió de allí. Imagino mi casa y me muevo cómodamente en ella, al mismo tiempo que estoy aquí, en este lugar desconocido. Trato de congeniar con quienes me rodean, tan distintos a aquéllos a quienes salí a buscar, junto a la casa paterna, el zaguán fresco de los veranos intensos y la sala cálida de los inviernos. Pero no encontré la casa ni la niñez. Sólo recuerdos. Empecé a escribir. Y la casa, sus ambientes, sus moradores, los juegos y los cuentos, volvieron como reflejados en un espejo fantástico. Ahora contemplo el mar; el vaivén de las olas me cautiva. El azul, el gris y el blanco de su espuma se funden y entonces me pregunto: ¿no será que también en nuestra vida todo comienza y se fusiona en un más allá, a veces gris, azul brillante o blanco y diáfano y que nosotros simples animales que razonan no logramos percibir y disfrutar? La respuesta surgió simple e involuntaria: La persona es lo que es y lo que fue. Es lo que fue y lo que es hoy para lo que será. Y no será ni lo que fue, ni lo que es hoy. No será, cuando sea nada.

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SANTIFICARÁS LAS FIESTAS Marcela Predieri

D

icen que si los deseos se cuentan no se cumplen, pero en el catecismo le habían enseñado que la Virgen intercede por nosotros y que hay que pedirle a Dios y a todos los santitos. Por eso se los contó al Padre Francisco. —No, Blanca… Eso es pecado, pecado grande. El noveno mandamiento dice: “No consentirás pensamientos ni deseos impuros”. —Es que no puedo evitarlo, padrecito. Además recién vamos por el de no robar y yo no robo. Y el de no mentir, que creo es el octavo… Sí, a los demás me los sé a todos de memoria. —Tenés que ser fuerte, rezá tres Avemarías y cinco Padrenuestros. —Sucede que Blanca ya no es tan chica, juega cada vez más seguido para pintarse las uñas de rojo y cada vez menos a treparse a los árboles o a buscar huevos tibios en el gallinero del fondo cuando va a la casa de la abuela, por eso Padre Francisco la comprende—. A ver, chiquita, ¿qué más? —Y… al cuarto me parece que no lo cumplo, pero porque no puedo. O lo cumplo a medias. No puedo honrar a mi madre. La odio. Y a papá cómo voy a honrarlo si no lo vi más. Además qué me importa. ¿Sigo con los deseos o los mandamientos? Lo que pasa es que… —¡Por Dios! La muerte no se le desea a nadie. Mucho menos a uno mismo. —Es que es lo que quiero. Y lo quiero de verdad. Con toda mi alma lo quiero. —No, no. Nada de eso. Eso también es faltar al quinto mandamiento. Ay, mi querida —le dice el cura, pero ella sabe que no la quiere, y que no le van a alcanzar ni diez rosarios enteritos el día de los misterios dolorosos. —Yo sí sé lo es dolor —lo interrumpe ahora ella por primera vez—, lo sé porque me duele. Aunque no sangre como Jesús. 54


Me duele y mucho. Por eso lloro. Mamá dice que yo nunca lloro y que si lloro es dormida. Que a lo mejor es porque lo extraño, pero que no va a volver, ni Dios permita, dice. Por eso quiero morirme, y quiero morirme ahora. Antes quería morirme cuando me sacaba las trenzas, cuando me acariciaba el pelo y me bañaba… Yo lloraba, usted lo sabe, pero eso era antes, cuando no había aprendido el sexto todavía. —Pero ahora lo sabés… —Sí, y apenas lo supe se lo conté a mamá. ¡Entonces mamá lo echó! Por eso la odio. Usted es mediador entre Dios y los hombres, ¿no? entonces haga que vuelva. Yo necesito que vuelva… Y si no que se muera también. Y me importa un pito que sea mi padre. O que sea pecado querer morirme si él no va a volver a decirme mi chiquita… —Hija, volvamos a los mandamientos, por Dios… —Primero: Yo no soy su hija. Dios es mi padre. O sea que “mi” padre es Dios. ¿A ver? ¿Cómo era el primer mandamiento? Amarás a Dios sobre todas las cosas,¿no? ¿Ve cómo aprendí? ¿Ve cómo entiendo? ¿Ve como cumplo? Yo amo a mi padre sobre todas las cosas porque papá es Dios... —Levantate, Blanca, estás blasfemando. O pedile perdón a Dios. La torta de cumpleaños resplandece. Pero apenas acabado el canto, mientras todos están todavía gritando: ¡Pedí tres deseos! Che, déjenla pensar. A ver… qué pediste, Blanquita se arranca los moños de las trenzas. Enseguida la madre la zarandea del brazo. “Vos siempre dando disgustos” ... Los invitados, perplejos pero tratando de suavizar la situación, comentan: “No entiendo por qué te pones tan mal, es cosa de chicos. Blanquita, tenés que entender que mamá está enferma de los nervios, dale, que no se haga mala sangre. Pedile perdón, vamos, pedile perdón a mamita”. ¿Pedir perdón? Ella sólo le pide perdón a Dios. Y Dios está 55


en las alturas. Blanca se suelta del apretón de la madre y sale corriendo hacia el ascensor. Marca el noveno piso. Blanca sube la última escalera hasta la terraza y mira el cielo también por última vez. Perdoname papá… Abajo, la sangre. Mala sangre. Muy mala.

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MI ÚLTIMO GOLPE

M

Jorge Necco

iré a los dos empleados del Cementerio Parque. Sus manos enlazaban habilidosamente la soga de yute por sus muñecas. Piernas abiertas y afirmadas al suelo, tenían la mirada baja, y serios, esperaban la orden. Busqué la cara de mis cuatro hijos. Busqué sus ojos. No vi a nadie más. Alguien dijo: —Tu paz está con nosotros. Las sogas comenzaron a deslizarse por las muñecas de los sepultureros. Miré a mis hijos. Se abrazaron con las caras enfrentadas, tenían los ojos mojados y sus brazos entrecruzados por los hombros. El olor a tierra húmeda, la pequeña llovizna, el silencio. De noche se hizo la tarde y de a poco me quedé sin sol. No pude ver a mis hijos irse. Me hubiera gustado decirles lo que realmente pasó. Fui un buen padre. A pesar de haber estado en un lugar que no debía. No todos somos perfectos. A mi edad los viejos están en un sillón mirando televisión tapados con una manta y tomando un té, con los anteojos sucios, la barba algo crecida, con pantuflas de lana marrón. La boca abierta, chorreada de puré, a la espera de que alguien se digne a ponerte algo de tomar. Sordos. Balbuceando alguna historia ya contada mil veces. No, Yo no, Yo estaba en Luro y Salta, simulando esperar el colectivo. Dando muestras de no ser nadie importante, que nadie se ocupara de mí. Buena esquina para mirar mujeres, buena esquina para que alguien distraído se deje robar. Así pasó. Vi al hombre maduro guardar la billetera después de pagar un ramo de margaritas. No la puso como debería haberlo hecho, le quedó casi fuera del bolsillo. En la jerga decimos: “me la dejó picando”. Apliqué el sistema correcto, me fui por el costado ha57


ciéndole sentir mi brazo izquierdo y con la derecha concreté. La billetera estaba conmigo. No había hecho dos pasos, cuando un desubicado me atacó y sentí: “¿Qué hiciste hijo de puta?”. Vi venir un brazo enorme cargando una mano más enorme aún. Todo fue muy rápido. Supe que me despedía de este mundo. Muy lentamente los autos pasaban y la gente se movía aún más lento. Silencio, todo fue silencio. Ahora recapacito que fue un mal día. Me lo había dicho aquella gitana hace muchos años. “El dulce de leche es lo más rico, pero te pica los dientes”.

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SENTIDOS

O

Carlos Lartigue

tro día más en este hueco frío y oscuro. ¿Cuántos días, meses, años en esta soledad? Y ahora ¿a qué viene esta pregunta? Si nunca me importaron esas cuestiones. Cuando abandoné la “civilización”, o ella me abandonó a mí, y vine a mi guarida rocosa, a pasos del mar, me prometí no llevar esas cuentas. De hecho, no sé si tengo cincuenta, cincuenta y cinco o sesenta años. Digo “civilización” con comillas porque todo lo que veo me ha llevado a no creer en ella. Muchas veces siento que el mundo, es decir las personas que lo habitan, lejos están de ser “civilizadas”: son seres abominables. ¿Cómo se puede llamar civilizada a una sociedad que permite año tras año que miles de personas mueran de hambre? Que gasta miles de millones en armas, que crea guerra donde no la hay para utilizar ese armamento y volver a gastar lo mismo o más creando nuevas y así una y otra vez. Del mismo modo podría enumerar una serie de calamidades creadas por la “civilización” y que ahora no me viene en gana detallar porque tengo otras preocupaciones. Hace días que Sara no viene a traer comida para mis gatitos. A pesar de eso, no los oigo maullando alrededor mío. Los veo pero no los escucho. ¿Me estaré quedando sordo? Tal vez les esté pasando lo mismo que a mí. No tengo hambre, tampoco sed. Creo que nos estamos acostumbrando a vivir sin comer. Trepo por las rocas hasta el nivel de la vereda. Miro pasar la gente. Unos caminan, algunos trotan y otros corren desesperados como si fueran a perder el último Rápido del Sud. Qué raro: no huelo su transpiración cuando pasan. Es evidente que me están fallando los sentidos. Al menos la vista me funciona, por lo menos hasta ahora. De golpe se me ha venido la vejez encima. Después, si el apetito retorna, probaré con el gusto. De a poco, los que corrían y los que no, empiezan a pararse y a mirar para abajo. La curiosidad me puede y hago lo mismo. Hay un pobre 59


tipo tirado entre las rocas. La espuma del mar lo alcanza y le rocía todo el cuerpo. No llego a verlo bien. No se mueve, espero que no le haya pasado nada. Bajan los bomberos con bastante dificultad. Se ve que no están acostumbrados a andar por las rocas. Llegan hasta él. Lo examinan. Los socorristas mueven la cabeza hacia ambos lados. Levantan el cuerpo y lo colocan dentro de una bolsa negra. Quién sabe qué vida habrá llevado ese pobre diablo. Tal vez no estuvo peleado con la sociedad, como yo. En fin, ya no tendrá que preocuparse si tiene para comer, para pagar los impuestos o ir al médico para que le revise los oídos. La gente empieza a dispersarse, hacen gestos y hablan, pero tampoco los escucho. Llamo a un muchacho, pero no me oye o no me quiere oír. Le toco el brazo a un hombre, pero no se detiene ni me mira. ¡Cuánta razón tuve al venir aquí! La gente está cada día más insensible.

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¡CORTEN!

Martha Conti

ina queda un momento junto a la ventana, escucha las gotas, picotean el cristal. Es lluvia de verdad. Se desnuda, siente en los pies el frío de la escalera de mármol, de las baldosas blancas y negras, de las lajas del jardín, de la vereda. Se zambulle en la lluvia y siente correr por el cuerpo el agua purificadora, verdadera, blanda. Grita, baila, quiere encontrar a alguien para un abrazo de verdad. Flota en la lluvia un paraguas negro que se acerca, y abajo las pisadas torpes de un hombre rumbo a… —Espere no se vaya. —El hombre es viejo y tal vez algo sordo—. Señora, está loca, por Dios, qué hace desnuda en la calle, se va a enfermar, dónde vive, hay que llamar a una ambulancia, de dónde salió. —Sienta Señor, sienta, es lluvia de verdad, cae de esas nubes ¿ve? Sale de la casa profesionalmente parquizada, otro paraguas enorme, pollera a cuadritos y delantal blanco. Los zapatos de goma corren por el sendero del jardín, en la mano, una manta. —Nina, por favor, qué hace, vuelva aquí, venga, se va a morir, cómo se le ocurre, gracias señor, gracias. El hombre trae a Nina de la mano, ella va a la rastra como el chico que no quiere caminar. La mujer cubre a Nina con la manta y la mete en la casa. El hombre queda boquiabierto bajo su propio paraguas. Se parece a Nina Rocha, nadie me va a creer cuando lo cuente en casa o en el club. Nina llora un llanto manso, copioso como la lluvia que ha quedado afuera. Lluvia verdadera que caía del cielo. Se deja meter en el jacuzzi, se deja secar, se deja conducir a la cama enorme, metida en un camisón de raso blanco. Blanca también toda ella, era un fantasma de otro siglo.

N

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Después la mujer le trae una bandeja. Humea el té en la taza de porcelana casi transparente. —Vamos Nina, tómese el té, le puse brandy, qué le pasa mujer, tómeselo todito enseguida vuelvo. Sube el vapor del té. Nina se pierde en él. Revive lo que ha pasado unas horas antes. La cortada de adoquines, las tipas añosas, la barahúnda y el cablerío que supone el rodaje de una película. Ella juega su escena. Debe correr y bailar desnuda bajo la lluvia. En realidad, lleva una malla adherida al cuerpo. Lo intenta muchas veces. No recuerda el texto, tropieza, resbala, se cansa, el maquillaje se corre en huellones ocre. El ¡corten! feroz conmueve hasta los adoquines. El camarógrafo es el primero en obedecer. Con un golpe de llave en el tablero del camión de luces, mueren los spots. La máquina de lluvia para el chaparrón, pero los vecinos que siguen el rodaje desde alguna ventana huelen la tormenta… la otra tormenta. El director sube a su coche y arranca dejando las marcas de las gomas. En otro auto el productor se toma la cabeza entre las manos. Ella corre a su camarín rodante. Cierra la puerta con un golpe. La asistente la ayuda a desprenderse de la malla mojada., tan fría, tan final. Entonces es cuando Nina se mira toda entera en el espejo rodeado de lamparitas asesinas, crueles, burlonas; cuatro pelos pegados al cráneo, surcos en la frente, en las mejillas, sin luz los ojos claros, los hombros vencidos, los pechos como bolsas muertas. No quiere mirarse de perfil, siente pánico de encontrar la promesa de una joroba. Humea el té en la taza de porcelana casi transparente. Destapa la azucarera, toma la cuchara, echa azúcar en el té. Revuelve. El té está caliente. Sopla. Llora un llanto manso y copioso, verdadero. Se lleva la taza a los labios, bebe.

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EL HOMBRE QUE NUNCA ENTENDIÓ LOS EUFEMISMOS Fernando Echave

E

stábamos frente a una ventana que dejaba ver una multitud de lápidas de cemento. —Ya estoy muy viejo y cansado hijo, explicale algunas cosas a tu ignorante y caprichoso padre. Así comenzó nuestra última charla. Fueron testigos: un sachet desde el que caía solución fisiológica mezclada con morfina hacia el brazo de mi padre desde un arcaico trípode; aquel hombre con una corona de espinas que sufría en una cruz, clavado en una pared carente de tonalidad o luminosidad; fotos familiares con pretéritas sonrisas, felices reuniones y optimistas juventudes. Una camilla de material innoble, estático y ordinario. Y mi madre sentada en el dolor, próximo a… y dentro de él. También estaba yo, estoico y espartano en apariencia. Teníamos en suerte, o tal vez no, ser testigos de un desenlace o quizás una resolución. La muerte, hacía semanas, no se movía de su lado. En fin… la habitación estaba poblada de innumerables facultades: la honradez, la integridad, la valentía, el honor, la hombría. En cambio la maldad, la vesania, la cobardía y el temor se hallaban ausentes. Su simple coartada “ad hoc” era estúpida, solo esgrimieron desconocer al afectado, y huyeron al exilio velozmente de ahí. A la muerte se la percibía mayestática, poderosa, empírica y con extrema nitidez en la atmósfera de aquella habitación. —¿Qué querés que te explique viejo? ¡Si sos un erudito! —contesté. La morfina, apenas le dejaba una mínima dosis de lenguaje cognoscible. Me acerqué a su boca y le escuché susurrar: —Ya sabés, soy científico, matemático, resuelvo operaciones binarias, te puedo explicar las leyes de la termodinámica, 63


conozco el origen de nuestro universo, no coincido con el Big Crunch, sí con el Big Bang y su continua expansión y más, mucho más. —¿Y qué querés que yo te esclarezca viejo? —lo interrumpí. —¿Por qué los chorros y los asesinos ahora están privados de su libertad, y no en cana? ¿Por qué decirle un hermoso piropo a una bella mujer es acoso sexual? ¿Cómo mierda de un tubo de dentífrico salen dos líneas paralelas y simétricas de diferente color? ¿Quién carajo fue Murphy para decir que es ley que la tostada con mermelada siempre que cae al piso cae del lado de la jalea? ¿Por qué estos imbéciles vestidos de blanco que no imaginan el dolor que siento, no respetan mi decisión y me liberan de esta vida sin sufrimiento físico? —Papá, por la moral, la ética y porque el mundo se va aggior… —Callate hijo, callate. A Agustín de Hipona le preguntaron: ¿Cuál es el sentido de la vida? Éste contestó: “Si me lo preguntas no lo sé, ahora si no me lo preguntas tal vez lo sepa”. Sé que no tiene nada que ver, pero quedate con esto y reflexionalo. — Luego nos llamó a su lado—. Mi vida, acércate más… dame tu mano. Vos también, hijo. Esta tal vez, sea la última oportunidad que tengo de decirles estas palabras sinceras sobre lo que siento: Mi temor más grande es estar en el paraíso sin ustedes, preferiría estar en el infierno, pero junto a ustedes. Me pregunté: ¿La espera de mi muerte será así de valiente y honorable? No me lo he podido responder aún hoy. Mi viejo tenía las dos manos sujetándonos a ambos cuando su corazón dejó de latir. El ruido de una máquina advirtió a un doctor y a dos enfermeras que corrieron a practicarle RCP. —Déjenlo en paz —ordenó mi madre. Luego me miró y me dijo—: Hijo, esta fue la última enseñanza de tu padre. Si el 64


olvido nos espera, sé como él, que luchó hasta no merecerlo. Del estúpido suero seguían cayendo gotas de incredulidad. Sólo el “no olvido” abandonó la habitación y siguió a nuestro lado mientras nos marchábamos de allí.

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DOÑA ELENA

A

Lilián Orlandi

fuera las estrellas iban desapareciendo respetando a la madrugada. Sobre el caballete la figura de un potro sin sus patas delanteras reclamaba al cajón de las témperas secas. Una sombra oscureció la habitación trayendo un recuerdo que tardé muchos años en comprender, pero nunca he olvidado. Doña Elena se sentaba entre las plantas de su jardín, como vigilando al barrio, mimetizada con el verde desordenado, sin una flor. No le tenía miedo, siempre levantaba mi mano cuando pasaba frente a ella y ella repetía el gesto. Desde que comencé a volver sola de la escuela, la recuerdo allí. No era bella, tenía una gran boca y sus ojos muy atentos demasiado cerca del entrecejo. Para mí vivió cien años, por eso participó en muchos momentos de nuestras vidas. Un día yo volvía llorando, había peleado con mi eterno enemigo, para mi sorpresa se levantó de su sillón hamaca y se acercó. “¿Quién te hizo daño?” Entonces secándome las lágrimas con sus manos callosas, me dijo: “Sé inteligente, cuando sientas que te acosa la oscuridad aprieta el estómago y comienza a caminar, abre las ventanas y si aun así permanece la penumbra de la angustia o la impotencia, trata de no quedarte en ellas. Sal al sol y verás cómo tu espíritu genera esa voluntad que ahuyentará las lágrimas”. Entonces abrí la ventana, el sol había ganado. Tomé las acuarelas, pinté las patas del potro y sin limpiar los pinceles, arrastrando el bolso armado días atrás, dejé todo y salí.

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MARÍA

M

Victoria Sanchez

aría se fue una mañana sin saber si regresaría a su casa, caminó y caminó. Mientras pedía flores a quien la desconocía para sentir su dulce perfume, narraba sus vivencias. Su madre sabía que ella se había marchado para perseguir sus ideales, que era amada por los suyos, que ayudaba al prójimo, y que aunque la tristeza mojara el suelo, su entereza la levantaría una y otra vez, por eso la esperaba. Pero el silencio de la casa no traía tranquilidad sino incertidumbre. Porque María era del mar y del río, de las montañas y los bosques, de la soledad de la noche y del abrazo. María vivió para amar hasta que sus pasos se volvieron lentos y el viento enfrió sus manos. María vivió para ser libre.

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CAMBIA TODO CAMBIA

Lilian Orlandi ambia todo cambia. Desde el viejo ventanal de tía Eugenia, me llega una canción. Quiero convencerme: Si cierro los ojos, aparecerá la silla de Don Ángel en la vereda, ese niño con la mochila al borde de la calle se transformará en Miguel arrastrando el portafolio, o quizás en Gustavo, siempre escondido tras la puerta del conventillo con sus libros atados por una cinta negra, esperando ver las trenzas rubias de Nilda con sus impecables moños blancos, exageradamente prolijos. Sé que si los cierro con fuerza, la calle volverá a ser ancha vestida de naranjas amargas y no este pasaje angosto sin árboles que la custodien, que desaparecerán los autos para dar paso a los caballos del sodero perseguido por cientos de mariposas multicolores. La canción se va perdiendo en el silencio de una siesta de verano robada a mamá. Detrás de la ventana, la tía nos vigila con mirada cómplice y guardiana. Mientras arrastro la muñeca, mi hermano carga su pelota bajo el brazo y la gomera en la otra mano. Juntos corremos hacia el baldío, donde las fantasías se harán realidad. Ahora el silbido del heladero reemplaza esta triste canción que hoy no quiero escuchar: “Cambia todo cambia”.

C

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TEMPORAL

M

Ernestina Echaide

ientras pongo a calentar agua en la hornalla, miro a través del vidrio empañado de la ventana. Es un piso ocho, y puedo ver la plaza, el barrio y el cielo. Nubes negras acuden al llamado de los truenos que comenzaron su sonoro concierto. En su marcha amenazante deshilachan los haces de luz, los constriñen, los asfixian, artificiando un ocaso anticipado. Algunos pájaros rezagados intentan escapar, pero el viento los empuja como barriletes y quedan inmóviles, suspendidos en el aire. La hojarasca se arremolina con el viento y dibuja caprichosa formas imposibles. Algunas bolsas plásticas se suman a la danza desquiciada que anticipa la tormenta. El agua hierve hace rato cuando me repongo del ensimismamiento. Ahora llueve con furia, y los rayos despliegan su espectáculo de flashes blancos. Debo salir, pero me siento acobardada y no quiero abandonar mi tibia taza de café. La tormenta me mira con sorna, sabe que debo cruzar la ciudad, y como si pudiera leerme el alma me obliga a estar adentro. Me siento segura en casa, pero no parece que los cristales puedan soportar los embates del agua mucho tiempo más. Ahora parece anochecer. En la calle no queda nadie. El reloj me avisa que debo partir. Lo miro enojada, aunque sé que romperlo de nuevo no detendrá el tiempo. Mi gran enemigo. El destino a veces juega malas pasadas y el tiempo se apresura a dejarlas fuera del alcance, como un hábil pintor impresionista plasma en el lienzo del pasado aquello que ya no se puede cambiar. Y aunque lo vaya a deformar y cubrir de velos hasta convertirlo en un evento más, hasta que no sea más que un recuerdo inocuo, se queda allí… llamándote… sin que puedas alcanzarlo, aunque quieras tirarte al vacío se escapa, cae… se estrella contra las rocas del abismo… 69


Otro trueno. Ya estoy atrasada. La correa roja sin dueño resalta contra la pared de la puerta de salida. Mi taza vacía me deja sin excusas. Podrá salir el sol, pero la tormenta continúa. Ahora por la ventana veo a los que vuelven de trabajar. No miro el reloj, pero sé muy bien qué hora es. Hora de sacarme la campera y poner el agua. Tengo muchas tazas de café que dejar atrás.

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AGUA Y PIEDRAS, LA VIDA

L

Lilian Orlandi

as primeras gotas de lluvia estallaron contra las piedras como los recuerdos contra la nostalgia de una tarde de

otoño. Me gustaba la lluvia, tenía su propia música sobre las chapas de los galpones; a veces las gotas convertidas en furioso aguacero se perdían en la llanura, otras solo quedaban formando charquitos donde más tarde jugaríamos. Pero también recuerdo otras gotas, saladas, como las del día que escuché: “Hasta siempre, que vuelvas pronto”, cosa que nunca sucedió. O aquellas que cayeron sobre el mar en insignificante aporte hasta hacerme sentir su proximidad y llevarse mi tristeza. Hubo gotas dulces cuando fui logrando objetivos y más dulces todavía cuando nacieron mis hijos y después mis nietos. Pero hubo gotas furiosas que usé como quien lava y pule un fracaso, una ausencia o una traición. Fueron gotas tenaces como para tallar una piedra. Ahora acá estoy parada junto a la ventana una vez más, mirando la lluvia. La piedra resiste.

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UNA PENA QUE NO FUE MÍA Verónica García

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e me dan los cactus, el clavel del aire. Los pajonales. Los dientes de león solean mis canteros. En su inocencia, por qué no, mi madre me pregunta (como un dato más), por la orquídea misionera que me regaló hace un mes. Una raíz me cerró la garganta. Ya volviendo en mí pude abrazarla y abrasarla con mi corazón recién brotado. Muy suave le conté al oído que la había dejado partir, para que se llevara en sus hojas, también, su desgano de existencia.

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ESPIRAL

C

Diego Giannetti

uando una idea difusa gobierna tu mente y no podés plasmarla en el papel, cualquier motivo de distracción es válido. Estudio cada rincón de mi escritorio, repasando con la vista libros viejos que se apoyan unos a otros para que alguien resucite su historia oculta. Mapas antiguos colgados en la pared me abren la puerta a viajes heroicos que parten hacia lo desconocido. Estatuillas, espadas y adornos arcaicos que despiertan la fantasía. Todo parece estar a mi favor menos mi concentración. De cualquier manera lo intento. El barco ubicado en la repisa me sirve de muleta. La ira del mar domina la travesía, la tormenta sacude y golpea la embarcación contra las olas. Sé que perdí el rumbo. Solo pretendo conservar mi vida. El golpe seco de la botavara contra mi cabeza es lo último que puedo recordar. Despierto en una habitación de lo que parece ser un hospital. Me doy cuenta de que no puedo expresarme. Me dan una libreta para poder comunicarme y contar lo sucedido en el mar. Desde mi habitación lo único que alcanzo a ver es otra ventana donde una mujer escribe sobre un cuaderno en lo que parece ser una cocina. No entiendo por qué, pero empiezo a describir dicho escenario, elaborando una ficción para entretenerme. La olla de presión siempre juega en mi contra. Cada vez que logro hilar una idea, el silbido tortuoso me descarrila. Ya es tarde y todavía no preparé la cena, busco las palabras adecuadas para continuar mi relato, me dirijo al balcón desde donde puedo observar a un hombre sentado en un escritorio escribiendo. Analizo la situación y decido crear una historia en base a la postal que se me presenta. La de un hombre sentado en un escritorio plagado de ornamentos antiguos y mapas, escribiendo sobre un naufragio. 73


RECREO

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Victoria Sanchez

aminaba sobre un terreno baldío de grandes dimensiones, cuando vio un sofá color bordó. Sobre él, libros que alguna vez habían reclamado su atención. Tomó varios al azar y leyó renglones sueltos; mirando el sol, encontró uno de Jorge Luis Borges. Se identificó con unas líneas de La Biblioteca de Babel: “Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto”. Luego siguió leyendo: “Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado pero que, en un instante en un ser, tu enorme biblioteca se justifique”. Calladas, frágiles, las palabras retenidas en cada hoja, y la música que se oía desde lejos eran el incentivo para imaginarlas volando hasta tocar el cielo. Allí permaneció toda la noche, recostada sobre el poco espacio que le dejaban los libros amontonados desordenadamente, hasta que supo el porqué de ese retiro espiritual. Regresó a su casa con un caminar veloz pero sin prisa, deteniéndose a contemplar el sol que la iluminaba ahora de otra manera.

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EL ESPEJO

L

Lilian Orlandi

a lámpara encendida hace brillar el espejo que, como una postal, refleja la habitación de paredes amarillentas cubiertas por cuadros y fotos de paisajes que alguna vez fueron familiares. Los muebles todavía lucen con dignidad su resplandor del pasado. Sobre la cómoda, donde se encajonan los manteles de hilo con veinticuatro servilletas que ya nadie usará, reluce la platería de los abuelos, la biblioteca con los libros ordenados como diciendo “así fue la vida”. Y allí, en el rincón, una silueta desnuda que observa todo entre las sombras, sólo ve su propia soledad.

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UN HELICÓPTERO

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Jorge Nieva

primera vista da la sensación de muerto pero no. Está como fulminado en el área chica a dos pasos de uno de los arcos, y en un insólito rejunte los médicos y ayudantes de los dos equipos se desviven por reanimarlo. Después de un rato de hacerle olfatear sales, masajearlo y aplicarle hielo hasta en los huevos, el tipo muestra algún signo de recuperación. Por lo menos uno de sus párpados tiende a abrirse. El otro forma parte de esa mitad de la cara que parece haber sido pisada sin querer por el bueno de Dumbo. ¿Qué irá a pensar este hombre en cuanto pueda volver a pensar? Lo que pasó es increíble, y él no debe tener la más puta idea de que es el protagonista exclusivo del fútbol de cualquier categoría de la AFA. La cuestión es que el personaje resultó ser el autor de un gol a favor del visitante en un viejo clásico de barrio donde las hinchadas compiten por ver quién la tiene más larga. El tiempo pasa y en espera de una definición el ambiente se va cargando de puteadas y gestos nada ambiguos. De tribuna a tribuna se exhiben inquietos índices penetrando circulitos armados con otras falanges, contundentes sopesamientos de genitales, cantos de manos que simulan cortar gargantas y otras linduras propias de la creatividad de los barras. Si el gol se convalida nos matan los de este lado, y si no, los del otro. Y me juego el sueldo a que en no pocos cinturones de esos perros de tribuna se esconden facas dispuestas al tajo. Habrá choque de planetas. Yo ya sé que el gol se dará por válido, lo que no sé ni por las tapas es cómo mierda vamos a hacer para rajar de acá… Un patrullero aparece levantando polvareda por la calle del frente de la cancha, esa misma calle de tierra que se pierde algo más adelante, contra el basural. ¡Bien! Llegan refuerzos. Bajan dos uniformados. ¡Vaya refuerzo! Me hacen acordar de una peli con Stan Laurel y Oliver Hardy que vestidos de canas patrulla76


ban el Bronx a pata. Hay un relincho: pareciera que al malacara atado al alambre no le causa ninguna gracia la gorra, con seguridad influenciado por el pensamiento de su dueño. Veo que el dúo se dirige al puesto de choripán. Adivino que pretenden sumar su autoridad a la de los otros dos que hace rato la afirman con algunos aperitivos. Alguien debe haber corrido la bola de lo que pasa, porque además de las fuerzas del orden empiezan a aparecer desde los confines otras fuerzas, no uniformadas pero claramente identificables. ¡Se acabó el revoltijo en el basural! Nadie se quiere perder el guiso espeso que se cocina en el complejo deportivo del suburbio. El autor del único gol amaga con volver en sí, parpadea, supongo que se le estarán acomodando las fichas. Lo sientan; calculo que de esa manera podrá ver a los once locales en su propio campo mientras esperan a puro nervio la decisión arbitral. Ahora ve bien, estoy seguro: el único ojo en condiciones permanece abierto, muy abierto, como asombrado por lo que ve. ¿Qué hacen los locales deliberando alrededor del capitán? ¿Y los visitantes? Ah, están en aquél rincón, todos juntos también. ¿Quién los mandó? ¿Y qué hago sentado acá, apoyado en el arco? El otro juez de línea dice que algo similar ocurrió en Holanda, en un partido de la tercera categoría y que no pasó nada, apenas los comentarios periodísticos por lo insólito de la noticia. Ah… ¡qué reconfortante! Papá, ¿te diste cuenta de dónde estamos? Si largás a la cancha una piara de chanchos en lugar de veintidós cretinos corriendo una pelota se verán más a tono con el escenario. Esto es la “D”, macho; el que desciende no tiene adonde ir, no hay más categorías, te desafilian y andá a cantarle al Chiqui Tapia al espíritu de don Julio Grondona o al gato number one. El camarada parece volver a sus cabales. Me mira, nos mira… A ver… sí sí creo que era un ataque a fondo de los visitantes, un centro, un cabezazo que el arquero sacó de puro ojete, rebotes varios, una volea que reventó el travesaño, un tiro pi77


fiado que pegó en el poste, empujones, jugadores por el suelo y al final el gorila número dos del local que la revienta salvando sobre la línea. ¿Y la pelota? Me reventó la cara, de eso no hay duda, pero no me digas que… Me mira suplicando una negativa y lo mato asintiendo con la cabeza. Se oyen sirenas. Dios quiera que sea la Guardia de Infantería, los SWAT o el ejército del General Patton, cualquiera. Sin el menor disimulo le saco el trapo a mi banderín y quedo armado con el palo desnudo. Me siento uno de los espartanos dispuestos al sacrificio en el paso de las Termópilas, uno de los vascos cabezaduras que pararon a Carlomagno en los Pirineos, un mísero Ulises frente a una multitud de Polifemos que zarandean el alambrado… Las sirenas se oyen mucho más. Mi colega, vuelto en sí, da la impresión de entender lo que pasa. Me le arrimo y le digo: —Te pegó en la jeta y entró ¡qué puta leche! El reglamento es claro: hay que dar el gol; el drama es que los energúmenos que nos rodean no saben un sorete del reglamento. Ni les interesa. Y hay que pitar el final, porque el tiempo se acabó. Hacelo ya y recemos… ¡Un helicóptero, por Dios…!

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SOMBRÍA

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Ana Laura Tiscornia

aula me cargó en brazos para tirarme en la bañadera que apestaba a vinagre. Deshecha y sin fuerzas le dije ¿qué hacés? El agua estaba fría, mi cuerpo ardiendo. Vamos a ir enfrente a la casa de Anunciada. Sin darme la oportunidad de respuesta me sacó del agua, me puso una túnica blanca y me roció con un spray que olía a rosas. No podía resistirme, había perdido las fuerzas y la capacidad de discernir entre lo que está bien o mal. Cruzamos la calle. El lugar era embriagador. El salón iluminado por más de cien velones de colores, tambores que sonaban, pétalos de rosas en el piso, gente en trance haciendo sonidos extraños. Todo se fue acelerando. Mi cabeza latía con cada golpe de tambor y más me atontaba. El calor se hacía evidente. El lugar era de temer, luz de velas, gallinas corriendo por entre las personas, bullicio, tambores. De pronto silencio y él, todo vestido de blanco con muchos collares, se acercó a mí, yo me desplomé de rodillas al piso. Anunciada llegó con unas jarras, apenas podía ver de qué se trataba. El cansancio, la pesadez, todo me confundía y la claridad era escasa. En ese momento dos chicas me tomaron por los brazos, me incorporaron. Anunciada pegó un grito y dijo unas palabras inentendibles, después me bañó con un líquido blanco y frío. Mi cabeza colgaba hacia adelante apoyando la pera en mi pecho y toda la nuca quedó empapada, los párpados pesaban cada vez más. Acto seguido me bañó con un líquido espeso. Sentí como se deslizaba lentamente por mi nuca y mi espalda, en ese instante advertí que ya no llevaba puesta la túnica. 79


Lo último que recuerdo es a él parado frente a mí, sus manos en mis hombros, chillidos de gallina a mi alrededor y toda la sangre del cuerpo en mis pies. Perdí la conciencia. No sé cuánto tiempo pasó. Soñé con mi infancia mi adolescencia y mi vida entera. Que estaba en el útero antes de nacer en el calor de una cama. Desperté en el garaje de la vecina en un lecho de pétalos de rosa, maíz y plumas. Desnuda, con la ropa a mis pies, mi cabeza bañada en leche miel y sangre, abrumada pero eufórica, me puse la túnica y salí corriendo para mi casa. Había pasado días sin ir a trabajar; sin dormir ni comer. Sentía como si mi cabeza hubiera estado en una prensa continua durante semanas, como si tuviese un rayo clavado en la coronilla. Recuerdo que apenas abría los ojos, la luz era veneno, que había tomado migral, ibuprofeno, té de yuyos, clonazepam.Y que nada resultaba... Recién cuando entré en la ducha para sacarme todo el mejunje de la cabeza, me dí cuenta: aquel dolor de cabeza había desaparecido. Desde entonces escucho a mi santo, soy hija de religión.

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LA LIBÉLULA Y EL CABALLERO Mario Marchelli

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lla es etérea…Cuando camina parece flotar en el aire. Bella hasta el cansancio, lo sabe y con eso presume. Va camino a una cita amorosa con Matías, pero… las bellas también orinan y ese simple ruego de la naturaleza es inevitable e imperioso. No sabe qué hacer. Busca un bar, un cine o algo así. No cualquier bar, su cola merece lo mejor, no la sienta a tontas y a locas… bueno, a veces sí. Desespera, todos boliches de cuarta. Descubre uno potable, al menos por el nombre: “Restó-Bar Windsor”. Entra como una tromba, una yegua desbocada. Alcanza a leer: “sanitarios disponibles sólo para clientes”. Rápida de reflejos y sin parar: —¡Un café negro en jarrita! —le ladra al primer mozo que se le cruza y la relojea lindo. Se precipita tras la flecha roja luminosa ¡mierda, es en el sótano! Baja los escalones apretando inútilmente las piernas. Jolcito agradable, hasta dos silloncitos y plantas tiene, pero el baño es mixto como se usa ahora, y la puerta está horriblemente cerrada. Manotea el picaporte pero sigue cerrada. Una voz musita “ocupado”. Putea en rumano, su lengua materna, total nadie entiende. Aprieta las piernas y hace las clásicas contorsiones para evitar lo inevitable. Para colmo ahora alguien espera detrás suyo. Es un hombre ¿sabrá rumano? Naufraga su idea de orinar en la maceta del filodendro. El que está atrás ¿será un libélulo? Qué horror, son insectos carnívoros de ojos saltones y como cuatro alas, ¿por qué Matías me dice “mi libélula”? ¡Como si fuera un piropo! Me contó Marcela que después de copular el macho le come la cabeza a la hembra ¿o era al revés? Pienso ¿por qué pienso lo que pienso en estos momentos tan críticos? ¿Me quiere comer la cabeza el que está atrás o tendrá otras intenciones? No está mal el guacho y cómo me mira. Disimula las contorsiones y lo suyo ya parece una danza tribal. Sonríe, simpática. Él la mira con intención. En ese momento le 81


gustaría ser una libélula y volar rápido de ahí. Los pensamientos la distraen de la fisiología pero no sirven. Veloz lo resuelve y en un segundo no es más que una linda muñeca, tirada en el piso, convenientemente desmayada y mojada hasta las medias. El hombre, presuroso la socorre, la levanta en vilo, mientras ella, sigue convenientemente desmayada. Fuerte el guacho… me levantó de una. Él ignora la pollera mojada que empapa su ropa… no le importa, aun así, está para comérsela. La deposita en uno de los silloncitos y pone su mano científicamente sobre un pecho para saber si el corazón late. El izquierdo, boludo, piensa ella, que sigue convenientemente desmayada. Él algo intuye e intenta el RCP que le enseñaron en la colimba y parece dar resultado. Ella abre primero un ojo, comprueba que sí, el guacho está rebueno. Ahora abre los dos ojos sorprendida: —¿Qué pasó? —Nada serio, creo —dice él suspendiendo el RCP justo cuando iba a comenzar el eficaz boca a boca. Se contuvo, es un caballero. En ese momento se desocupa el baño, una señora paquetísima observa la escena: una chica semidesnuda, desparramada en el sillón y un tipo manoseándola vergonzosamente. Sin detenerse murmura como para que se oiga “juventud depravada” y sube. Él cree que lo mejor es entrar al baño y acomodar un poco la situación. En realidad, ambos creen lo mismo. Sin cruzar palabra, sólo miradas ansiosas, se meten. No se perciben los clásicos ruidos del agua rebotando en el lavatorio o los más turbios, evacuando los inodoros. Eso que parecen jadeos y quejidos deben ser los ruidos de la calle, el chillido de los colectivos al frenar o alguna puerta necesitada de aceite. ¡Qué preocupado estará Matías! piensa “la libélula” mientras dice: —¡Ay querido, más despacito! ¿Sí?... ¿cómo era que te llamabas? 82


ENTRE GATOS Y GORILAS José Luis Figueroa

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quella noche mientras un anciano de ciento veinte años caminaba lento, muy lento, apoyado sobre su bastón de madera en pleno centro porteño, un gorila escapó del zoológico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Sin duda es propio de gorilas atacar a las personas, y así lo estaba haciendo, pero no mostraba sus dientes porque sabía que morder es diabólico, o endemoniado; sólo intentaba hablar y rugir como un león o un tigre, pero como la gente no lo entendió, pronto se vio en problemas. Cuando se enojó, escupió una víbora mala y súper venenosa, y empezaron el papelón y la pelea. Mientras tanto la municipalidad de la ciudad de Buenos Aires y el jefe de gobierno porteño se comunicaban por Whatsapp; querían saber el paradero del gorila y la forma de acorralarlo. Como no sabían qué hacer, finalmente decidieron llamar al Hombre Gato quien llegó desde Nueva York, Estados Unidos. Como todos sabían que estaba acostumbrado a espantar personas, se sentían nerviosos. Cuando un adolescente de diecisiete años vio sus uñas y dientes filosos, se asustó y empezó a pedir ayuda. Pronto estuvo rodeado de gente en una plaza en las cercanías al hotel más lujoso y prolijo de toda la ciudad. El Hombre Gato intentaba explicarles que lo habían contratado para pelear contra el gorila, y que no quería mostrar venganza ni odio ni maldad diciendo todo lo que se siente, pero no lo entendieron, creyeron que no quería vida sino muerte. Y comenzó la lucha. Uno contra dos, dos contra tres; el Hombre Gato atacaba duro a todos y con todo; dicen que rasguñó a unas ochenta personas hasta que la ciudad volvió a oscurecer. ¿Y el gorila? Parece que se deleitaba comiendo sándwiches y tomando fernet en una azotea. Dicen que veinticuatro vasos de fernet ha83


bía tomado esa noche cuando se volvió a sentir su furia. Entonces hubo gritos y llantos y rechinar de dientes, preguntaban: ¿cuál de los dos es el bueno? Ya nadie lo sabía. De todas formas, para vencerlos tenían que actuar con mano de acero, llamaron a toda una legión de robots computarizados y junto a los hombres que andaban por ahí, mataron a golpes, duros golpes al Hombre Gato y al gorila. Como siempre todo salió bien, leyeron los ciudadanos en el diario al día siguiente, realmente muy bien, y pudieron festejar la amistad a pleno día con morfi, chupi y joda. Todo esto —no está en Google pero lo escribí yo, el más memorioso de los memoriosos— ocurrió en julio de 1987 y nunca más volvió a suceder nada semejante.

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SI NO BRILLA NO ES GUCCI Fernando Echave

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a mujer aguardaba en aquel fastuoso bar. Es anacrónico estar ahí, pensó. Salvo su cartera marca “Gucci”, ella estaba fuera de lugar en ese local de excesivo y extremo lujo. Este tenía semejanza con el salón de los espejos en Versalles. Al lado del salón principal se encontraban dos alas de ladrillos pintados en color carmesí. Estas dependencias habían sido creadas para dar preponderancia visual a un jardín adornado con esculturas, fuentes, arcos de coloridas flores, estatuas del medioevo, jarrones y un pequeño lago de agua cristalina donde singulares y abúlicos peces se movían con desinterés. El jardín ordenaba su circulación como un decreto. Dentro del local, el mármol, los óleos, el roble y las decoraciones en metal pulido eran los amos. La modestia había sido deportada, ignorada. Escuchaba siseos, murmullos apenas perceptibles sobre la estética barroca de algunos cuadros o candiles de exuberantes y finos cristales, que dentro ornamentaban la atmósfera pseudo monárquica. Quiso mimetizarse con el entorno y se decidió a tomar algo. —¡Garçon! Me traería un té, s’il vous plaît! —¡Oui Madame! Sintió las miradas del gentío, tomó con firmeza y en forma de amparo su cartera, y la abrió. Miró los cuidadosos puntos de costura, estos eran uniformes y prolijos. La casa italiana no dejaría un hilo salido o una costura desigual. Reconoció la marca grabada a mano en la etiqueta “Gucci”, la vocal “u” tenía la parte derecha de la misma menos marcada que la de la izquierda. Percibió que las letras y los logos no estaban divididos, su alineación era perfecta, original. Sintió el cuero, éste no era duro sino suave y flexible. Tuvo temor que el metal que se encontraba unido al cuero estuviese oxidado; al corroborar que no había señales de herrumbre, sonrió con perversidad mirando su entorno. 85


Inclinó el bolso hacia la luz, éste le respondió dando señales de brillantez (como la firma aconsejaba). Dio cuenta de la ubicación de los bolsillos, el color del forro; buscó en vano errores de escritura; sintió la sensación de pertenecer, pero al mismo tiempo de aislamiento y de rechazo. Reflexionó para sí “La naturaleza intrínseca de una persona franca, libera nuestra alma”. Un hombre se encaminó hacia la puerta de roble de la entrada del local con ágil parsimonia. Tenía un mandamiento que hacer cumplir. Omitió, no le interesaba, ver las luces, la sofisticación, la desmedida exuberancia en los muebles del bar, la burguesía ahí reunida. Alguien notó que el viento en el jardín se transformaba en furia. La mujer, percibió que el espacio- tiempo se desvanecía. El hombre era un halcón, avizoraba deteriorados y benevolentes. Muchos advirtieron que este individuo era un profeta que protegía al desvalido, la cura a las almas esclavizadas, al dolor de “ser”. Mientras caminaba hasta la mujer, iba transformando los metales, vasos, pocillos, tazas y maderas en auroras boreales, llevando en sus ojos un sosiego de llamas que iluminaba las vidas de los que lo miraban. Ella caviló: “Ahí viene mi futuro en minutos presente, y si no me equivoco mi pasado ya pasado. Fue él quien administró la fuerza, salvando mi detestable y oprimida alma…” El hombre para todos ahí, era lo que necesitaban y también lo que despreciaban. Ya sentado a su lado, la mujer escuchó su férrea voz mientras cada célula de su cuerpo se estremecía. Tuvo que escuchar, mientras su corazón latía con fuerza. No tenía ni anhelaba otra opción. —Hija, deja el bolso, tu vestido y tus joyas acá. Pronto oscurecerá para algunos. Alguien será desacertadamente feliz por exiguos momentos. Ella guardó silencio, mientras él transformaba su agua gasificada “Evian” en vino. —Las alhajas del imperio pronto se oxidarán, no son auténticas —afirmó el hombre sin nombre. 86


La mujer sabía qué enlace debía cortar. Salir enseguida de esa infame maquinaria sería independizarse. Volver a su “ser” como “ser”. El hombre sin nombre, le repitió: —¡Hija!, he venido a emanciparte. ¡Despierta! Fue entonces cuando una estruendosa, patética y vulgar carcajada se adueñó del ambiente, al mismo tiempo que con una pierna tiraba la taza de té al piso. La mujer, observada por siluetas grisáceas y vacías, sacó del bolso, un austero vestido y unos zapatos comunes. Mientras se desnudaba de su fina ropa y sus extravagantes joyas y las depositaba sobre la mesa, quiso explicarles a todos el sentido de su risa o de la vida. El hombre la detuvo. Entonces, ella colocó junto a sus demás pertenencias el bolso “Gucci” sobre la mesa y prendiéndole fuego, vociferó: —Pueden quedarse con todo, han venido a liberarme. El hombre tomó suavemente la mano de la mujer y salieron caminando juntos, dejando atrás adeptos y desalmados.

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LA EXTRAÑA HISTORIA DEL HIPOCAMPO Juan Carlos Ganem

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ario cometió un error grosero, comenzando ese lunes la recomendada dieta líquida: cuatro litros de agua por día y nada de sal. Durante la tarde, su urgencia miccional había sido sofocada por lo importante de la reunión en la que se jugaba su futuro en la empresa. Si todo iba bien, derecho a la gerencia de Capital. De modo que, en los últimos minutos, mientras el Presidente de la compañía hablaba, toda su energía estaba dirigida a cruzar las piernas con fuerza intentando concentrarse en el discurso. Su atildada figura, extremadamente cuidadoso en el vestir, grácil en sus movimientos, era su carta de presentación. Se enorgullecía de haber cumplido rigurosamente a lo largo de los años con el ritual de pesarse, medir la circunferencia de su cintura y dedicar veinte minutos de la mañana a ejercicios de flexibilidad. Algunos colegas lo comparaban con un hipocampo (o caballito de mar), por su forma de desplazarse silenciosa y fluidamente, como si en vez de caminar se deslizase. Respiró con cuidado testeándose para comprobar cuánto más podía sostener su angustiosa situación. En cualquier momento, su desesperado intento de convertirse en amo y señor de su vejiga habría llegado a su fin y también su carrera en la empresa, ya que nunca nadie había osado interrumpir al Presidente cuando estaba inmerso en uno de sus medulosos discursos. Y menos, con la vergonzosa excusa de ir al baño. Por otro lado, si sufría un accidente miccional frente al directorio, la situación sería imposible de remontar, sobre todo para la imagen que tan laboriosamente había construido a lo largo de su carrera. Pálido como un cadáver, se levantó trastabillando mientras musitaba una disculpa “Un segundo por favor, recordé algo 88


importante”. Casi corriendo, alcanzó la puerta mientras todos lo miraban extrañados. En una carrera desesperada, notando ya humedad en sus piernas, llegó hasta el baño, que para su desgracia se hallaba al final del largo pasillo. Intento abrir la puerta. Cerrada. Fue el final del camino. Como un torrente incontenible, su sufrido vientre se descargó. Empapó su ropa interior, los pantalones del traje estrenados en la ocasión; luego, por simple efecto de la gravedad, sus zapatos y, sobre el piso de cerámicos artesanales, se formó un charco en el centro del cual se hallaba Mario casi llorando de vergüenza y alivio. Sin saber muy bien qué actitud tomar, comenzó a caminar torpemente hacia el ascensor. No podía regresar a la reunión, pero tampoco dejarse ver por nadie. Si intentaba salir del edificio no podría evitar cruzarse con algún empleado y, en su estado actual, con pantalones y calzado empapados en orina, no habría explicación ni súplica de complicidad que evitase el desastre. El edificio entero reiría durante días. De pronto una idea. Dos pisos por encima de donde se encontraba, se hallaba la terraza. Era verano, y la temperatura, aún de noche, agradable. Al costado del ascensor, una pequeña puerta daba paso a la escalera que llegaba hasta el lugar. Allí habían construido un quincho donde se realizaban las reuniones de directivos en ocasiones. Se dirigió al mismo encontrando la puerta sin llave. Entró, cerró rápidamente y se desplomó agotado en uno de los rústicos bancos. Por un buen rato no pudo pensar en nada. Se sacó los zapatos, luego las medias que estrujó y colgó del respaldo de una silla para que se secaran. Por fin se desprendió del pantalón y su ropa interior. Suspiró profundo, se sacó el saco, se cubrió las piernas y acomodándose en un par de bancos que había aproximado, se adormeció. 89


Las últimas imágenes mentales antes de perder la conciencia lo imaginaron hambriento, descuidado, y con el directorio en coro riendo mientras señalaban su entrepierna empapada. La fuerte luz del sol mañanero lo despertó. Se desperezó mientras una sensación de confianza lo embargaba. Sabía qué hacer. Durante la noche había tenido un extraño sueño y estaba decidido a llevarlo a la práctica, aunque pareciera una locura. Revisó su ropa, la cual estaba ya seca, aunque algo arrugada. Lavó su cara en la pileta tratando de peinarse lo mejor posible al no contar con espejo. Luego se vistió, y respirando hondo, salió a la terraza. Eran las ocho y diez de una mañana luminosa y el Presidente del directorio ya debía estar en su despacho. Por un momento pensó en abandonar todo y huir sin presentar batalla, pero la duda murió tan rápido como había nacido. ¿Cuánto más podía empeorar su situación? Estaba a todo o nada, y trataría con todas sus fuerzas que fuera el todo. Se dirigió a la escalera. Bajó los dos pisos que lo separaban del fatídico pasillo, y con paso decidido se dirigió al mismo lugar dónde había comenzado su odisea. Golpeó la puerta. Una voz lo invitó a pasar, y se encontró con el gran hombre reunido con los mismos colaboradores del día anterior. —Mario… ¡Usted! ¿Puede decirnos adónde fue ayer? Estuvimos esperándolo casi una hora. ¡Esto no tiene perdón! ¿Qué puede decir en su descargo antes de darse por despedido? Ante la mirada expectante de todos los presentes, Mario se acercó a la enorme mesa. Apoyó sus manos, se inclinó hacia adelante, y mirando fijamente al gran empresario respondió: —¿Cree usted en extraterrestres…? Yo, hasta ayer, tampoco.

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LA SIXTA

H

Armando Fuselli

acía varios meses que a Raúl lo habían incorporado a un cuartel de la Patagonia cercado de álamos y rodeado de una estepa infinita. Le habían llenado tanto la cabeza con la colimba pero no parecía tan complicada. Eso sí, tuvo la ligereza de declarar que era periodista, por lo menos para no pasar tanto frío y zafar de algunas cosas poco gratas. Lo suyo era levantarse y escapar hacia la Jefatura, tomar café recién hecho y ponerse a limpiar con otros compañeros, antes que llegaran los superiores. Ya era una ventaja. Lo asignaron a una oficina, con escritorio, máquina de escribir, un ropero de madera rústica lleno de expedientes y una estufa de kerosene a velas que otorgaba algo de calidez al rigor cuartelero. En casi medio año Raúl fue conociendo compañeros de sitios impensados, como Ramón, un correntino de escasa instrucción que fue en su busca para que le hiciera un gran favor. Se había quedado quieto ante la puerta abierta sin animarse a entrar. —Pasá negro. ¿Qué te pasa? —Se sorprendió ante la inesperada visita. —Mirá te vengo a molestar porque quiero pedirte un favor. ¿Me podés escribir una carta? Yo apenas leo y escribo y pienso mucho en ella. —¡Pero sí viejo! Mirá, la hacemos en la máquina así queda más prolija —contestó Raúl mientras colocaba una hoja en blanco en el rodillo de la Remington. —Bueno, pero prometeme que no le vas a decir a nadie. — dijo el correntino en voz baja. —¡No, negro, olvidate! Yo te voy a ayudar. Decime como se llama y donde vive. —Se llama Sixta y trabaja con mamá en un hotel de Goya, sobre la ruta. Mamá plancha y ella limpia los cuartos —explicó 91


Ramón con timidez. —¿Sabe leer? —No, se la tendrá que leer mi mamá, que tiene hasta tercer grado. —Dale te escucho —dijo Raúl. Casi con vergüenza y frases entrecortadas, Peralta inició el relato. Al comienzo Raúl trató de ayudar preguntándole cómo la llamaba en la intimidad y al saberlo arrancó la carta sin consultar: “Querida petisa”. Peralta dictaba con esfuerzo y palabras reiteradas y a Raúl le valía como un buen ejercicio de redacción. La carta le estaba saliendo redonda: “Pienso en vos a toda hora y recuerdo cuando íbamos a tomar mate a la laguna o en carnavales bailar con la comparsa. Ahora un compañero me está ayudando con la carta. Él es muy bueno y sabe escribir con la máquina. Hace meses que estoy acá, con frío y viento y me cuesta acostumbrarme, más si te tengo tan lejos. Te imagino con el pelo renegrido y las trenzas largas bailando y riéndote. Es lo que más extraño, tu risa”. Cada tanto Raúl hacía una pausa y le daba forma al mensaje de un pibe que le costaba demostrar sus sentimientos, aunque deducía que estaba loco por la chica. Sobre el final Raúl le pidió permiso para ponerle su impronta de periodista. —Negro, déjame a mí la despedida y después te la leo. Si está todo bien, mañana se la doy al soldado estafeta para que la envíe. Y escribió: “Te dejo petisa, me voy a comer y luego a dormir pensando en vos, contando los días que me restan para volver. Apurate a contestar, esperando tu carta se me pasa más rápido el tiempo. Te quiere mucho, Ramón”. El correntino quedó contento, le brillaban los ojos, en tanto Raúl le explicaba: —De remitente pongo mi nombre, cuando responda, el que 92


trae la correspondencia me la entrega a mí y yo te aviso. Pasaron varias semanas de aquella carta y el correntino día por medio iba hasta la oficina y Raúl lo aplacaba explicando el extenso trayecto de la misiva desde el cuartel hasta Goya. —Tranquilo, calculá como mínimo quince días para que haya llegado a destino y después tiene que contestar y para colmo dictarle a tu madre, que no es poco. Creo que en un par de semanas habrá novedades Negro. No seas impaciente —lo conformaba. Había transcurrido casi un mes cuando el encargado de la estafeta abrió la puerta de la oficina: —Carta para vos Raúl. —Y le entregó el sobre. El remitente era de Goya y la enviaba Dora Peralta. Debe ser su madre, pensó. La dejó sobre el escritorio y se fue a buscar al correntino. Lo encontró cavando una zanja, transpirado y lleno de polvo, y le dio la buena nueva. Ambos llegaron a la oficina con la ansiedad dibujada en sus caras. Raúl le entregó el sobre para que lo abriera y el correntino lo hizo como un chico el día de Reyes. Miró el papel escrito y se lo devolvió para que lo leyera. La letra de la madre era bastante prolija, pero apenas había escrito media carilla. Arrancó en voz alta y con cuidado ante la ansiedad del correntino. “Quién diría que al Ramoncito me lo han mandao lejos”. Decía el primer renglón. Raúl se dio cuenta que no era Sixta quien le estaba dictando, pero no dijo nada y continuó. “La Sixta lo extrañó desde el primer día que se fue al frío, imagino que no lo estará pasando bien”. Raúl, inquieto, le echó un rápido vistazo a los renglones que seguían al tiempo que le decía al impaciente Ramón: —Pará un cachito que no entiendo muy bien la letra. —Y en silencio sus ojos repasaron el texto siguiente: “El mes pasado Sixta fue a hacerse unos estudios de la vista a Corrientes y cuando volvió hace unos días, me confesó que había conocido un muchacho y se había enamorado perdidamente y que se iba 93


a vivir con él. Me pidió que la comprendas. A Raúl se le hizo un nudo en la garganta, pero logró salir del paso hábilmente: —Esperá que la letra tan chiquita me hacer arder la vista — dijo secándose los ojos con el pañuelo para disimular. Ramón lo miraba desesperado: —¡Dale seguí, que más me cuenta! —Que ella fue hasta Corrientes para hacerse ver la vista y que te dejó un beso, y que te cuides mucho. Nada más —mintió Raúl —¡Ah, los ojos, pobre petisa! Si la vieras, los tiene chiquitos y cuando se ríe se le achican más todavía. Le voy a pedir que mande una foto así la conoces. Bueno, ya estoy tranquilo, gracias por todo hermanito, en cualquier momento hacemos la otra. — Ramón Peralta agradeció y se fue corriendo lleno de felicidad. Al quedarse solo, el bueno de Raúl comenzó a castigar las teclas con bronca contenida para que nadie lo escuche maldecir y se derrumbó sobre la Remington preguntándose cómo decirle la verdad sin herirlo. Salió de la oficina dispuesto a caminar y tomar aire. Cuando retornó ya tenía todo decidido. Fabularía una respuesta, un artificio piadoso, imitando la letra de la madre y usaría estampillas viejas. El asunto era restarle todo matiz cariñoso al contenido. Un texto inexpresivo que no demuestre nada, para ver la reacción del pobre correntino. Ante otro requerimiento de Peralta, actuó de acuerdo a lo planeado, no despachó la carta y pasado un tiempo lógico lo convocó a la oficina para leerle la contestación inventada. El otro escuchó atento como siempre y ni siquiera parpadeó cuando Raúl leyó: “No sé qué me pasa últimamente es como si hubiera dejado de extrañarte un poco”. Al terminar la lectura Peralta se fue sonriendo como si nada. Raúl pensó que tendría que terminar el jueguito. Que estaba yendo muy lejos y le daba lástima. El dilema era cómo finalizar 94


con la mentira. Cualquier indicio del fin de la relación podría ocasionar un tremendo daño. Ni hablar si Peralta le tocaba guardia con el fusil cargado, viviría eternamente con la culpa. Decidió invitarlo a ir al pueblo de franco. Él se haría cargo del alojamiento y las comidas y después del duro testimonio, una buena borrachera aliviaría la situación y el tiempo haría el resto. En los francos, salían los viernes a la tarde y regresaban los domingos a medianoche. El correntino no había salido nunca. No tenía plata. Se quedaba en el cuartel lavando ropa o tirado en la cama. Cuando le hizo la propuesta los ojos de Ramón se iluminaron: —¡Qué bueno, voy a tener algo para contarle a la Sixta! — Raúl se incomodó. En el hotel tomaron una ducha y salieron a caminar por el pueblo hasta que se hiciera la hora de cenar. La milanesa a caballo fue una bendición para el Ramón, cuyos ojos brillosos indicaban que le estaba haciendo efecto la de tinto a punto de vaciarse. Raúl consideró que había llegado el momento y se largó: —Escuchá atentamente lo que te voy a decir. Tenés veinte años, una vida por delante y todas las mujeres esperándote. Pensá bien lo que vas a hacer. Y con un tono más severo, le preguntó: —¿Vos estás muy seguro de querer casarte con la Sixta? El correntino lo miró con la vista turbada, pero con algo de lucidez, y esbozando una sonrisa contestó: —¡Sos loco vos! ¿Casarme con mi hermana? Raúl cerró sus puños, contó hasta diez. Luego los abrió y pidió otra de tinto.

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QUERIDOS VIEJOS

Q

Mario Marchelli

ueridos viejos, espero que estén bien, quiero que sepan que los quiero y extraño mucho, también a Nina, por supuesto… Así empieza la carta que acabo de enviarles a mis viejos, después de un tiempo sin vernos, ni comunicarnos, por algo que sucedió en mi último viaje. Te lo cuento a vos que sos mi amigo. A los diecisiete años yo cursaba el último año de secundaria en un colegio religioso de Mar del Plata, vivía con mis viejos, que por lo general se llevaban para la mierda. Mamá siempre con depre y ataques de pánico, nos volvía locos. El viejo, era un adicto al trabajo, por lo menos eso parecía y con cualquier pretexto se rajaba de casa. Alrededor de la una llegaba de la consultora, almorzaba a los piques y siempre tenía algo que hacer en el centro o surgía una llamada salvadora requiriendo su urgente presencia. Mamá sospechaba que el viejo tenía una mina y ese era el motivo casi constante de discusión. Mi viejo, en realidad no era viejo. Cuarenta y ocho recién cumplidos, pintón y de buen chamuyo, tenía su historia. Según papá, cuando discutían, mamá arrancaba desde los griegos, hasta nuestros días, recordándole una por una cada “pirateada” ocurrida de veinte años atrás a la fecha. Por el tema de mamá, que casi no salía, papá decidió buscar una persona para ayudar en la casa. Recomendación mediante, apareció en nuestras vidas Nina, una misionera treintañera de sangre gringa. Rubia de ojos verdes y ¡Muy buena presencia! Nos compró de entrada. En dos horas dejaba la casa brillando, cocinaba como los dioses, era simpática, amable y discreta. Al poco tiempo era como de la familia. Los sábados, yo desayunaba en la cama. Nina daba unos golpecitos en la puerta, entraba, descorría la cortina, dejaba el desayuno en la mesita de luz, me tiraba un beso y se iba. Un sá96


bado caluroso de noviembre, Nina golpeó, dejó la bandeja sobre la mesita de luz y se sentó en la cama. —Te traje vainillas y la leche está bien fría como te gusta a vos —dijo y se quedó mirándome con una sonrisa. Me acomodó, amorosa, el cuello del pijama, me levantó un mechón sobre la frente y sin mediar palabra metió una mano debajo de la sábana. Sin dejar de sonreír la deslizó despacio hasta mi “chizito”, que atento a las circunstancias ya era un obelisco. Lo acarició con suavidad unos segundos, retiró la mano y se fue. Ese día comenzó mi larga etapa pajera, que me dejaba agotado, ojeroso y sin hacer otra cosa que pensar en ella y las mil formas de partirla al medio. Por suerte, lo de que te crecían pelos en la mano eran bolazos del cura, mi mano derecha sería un peluche. Pasaron algunos sábados de ansiosa espera, sin novedad. Nina se limitaba a traer el desayuno, abrir la cortina y tirame un beso, como antes. Un día llegué antes del cole y sorprendí a mamá gimoteando sobre el hombro de Nina que le acariciaba el pelo mientras le daba unas palmaditas en el pecho, como consolándola y diciéndole algo que no entendí. Sonamos —me dije— el viejo se mandó alguna cagada y volvió el pánico. Cuando me vio, mamá ensayó una excusa y se metió en el baño, Nina sin decir palabra entró en la cocina y no se habló del tema. En el almuerzo, sentados los cuatro a la mesa, comentamos las boludeces de siempre, el viejo comió el postre a las apuradas y para variar salió carpiendo a una cita con el ignoto doctor Martínez. Pasado un tiempo comenzaron lentos pero perceptibles cambios en mamá. Un día, Nina la convenció de traer a casa una peluquera, que cambió radicalmente su aspecto. Nina misma la maquilló, le hizo poner un vestido, ya que ella siempre andaba en bata, y se fueron al cine. Todo un acontecimiento. Merendaron en el centro y la vieja volvió radiante, hermosa como no la recordaba antes. Me encantó el cambio. A la hora de la cena, 97


sentados a la mesa los tres estábamos expectantes. Llegó papá, apurado como siempre, colgó el saco en el perchero, desde ahí saludó, se arrimó a la mesa, manoteó su silla y a punto de sentarse reparó en la vieja que lo miraba amorosamente. Quedó congelado en el aire. —¿Qué pasó María?… ¡Estás hermosa! —No supo qué más decir y se sentó deslumbrado. Mamá era una mujer atractiva, pero el abandono la había vuelto fea, desagradable y de mal carácter. —Nina es la culpable, ella se encargó de todo. Fuimos al cine y a una confitería —dijo mamá riendo y de corrido. —Sos otra María, no lo puedo creer. Te amo —musitó el viejo. —Felicitala a ella —contestó mamá re contenta. Todos reímos cómplices y la comida transcurrió en esos términos y animada como nunca. El sábado siguiente, los viejos fueron a Miramar a visitar a la abuela Estela que estaba en cama. Nina me trajo el desayuno, como de costumbre pero…se sentó en la cama apoyó en la mesita la bandeja con las vainillas y la leche fría. Con su lengua humedeció provocativamente una mano y como aquel día, la metió debajo de la sábana. La deslizó lenta hasta encontrar “el obelisco” y a continuación… literalmente ¡me destapó! Ese sábado inolvidable, fui su tibio y abundante desayuno, situación que se repitió cuantas veces fue posible. En marzo se me cortó, me vine a La Plata a estudiar ingeniería. Hacía casi un año que estaba acá y extrañaba. Había aprobado mi primer final y se me ocurrió darle una sorpresa a los viejos, adelantando unos días mi regreso para las fiestas. Además, no veía la hora de transarme a Nina. Tomé el primer colectivo que encontré. Llegué a casa y me pareció que no había nadie, entré sin hacer ruido y la vi a Nina de espaldas, subida a un banquito, armando el árbol de Navidad. Me acerqué sin ruido, humedecí mi mano, la puse en su tobillo y la fui subiendo por la entrepierna. Ahí sucedió algo inesperado. —¡Viniste temprano 98


Luis! —dijo Nina sin darse vuelta, y ocupada en lo suyo. Justo en el preciso momento en que la voz de mamá desde el dormitorio la llamaba: —Ninita vení un ratito, hasta que llegue Luis —dicho lo cual se asomó a la puerta casi en bolas. Me miró espantada—. ¡Qué haces acá Pablo! —fue lo único que atinó a decir y desapareció. Me fui rápido, confundido, sin decir nada. En la puerta encontré a Papá. —Enseguida vengo viejo —mentí. Me miró sin entender y preocupado por los gritos que venían de adentro. En la esquina paré un taxi—. A la terminal por favor. —Me acomodé en el asiento, todavía sorprendido e increíblemente sonreí, por todo y por nada, sonreí, eran felices.

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LA TORTUGA Y EL TIGRE

H

Pablo Codias

ay veces que no sé qué contestarle a los demonios que se asoman desconcertados y me preguntan qué estoy haciendo. Miro esta tortuga de cuero, del tamaño de una ciruela, como si alguna de las respuestas pudiera estar ahí, y todo me vuelve a la cabeza. El lomo es de un color indefinido, entre verde y arena, con un relieve en los contornos del caparazón que se va aclarando hasta los pliegues de la cola. La cara tiene una rara expresión de libertad y los ojos un brillo como los que una vez tuvieron los míos. Sobre las costuras claras que dibujan los cuadros de la panza y antes de las patas de cuero crudo, hay un anillo niquelado donde están enganchadas las llaves de la casa de la playa. Estoy parada en la terraza del cuarto que da al mar y el viento filoso de la noche de agosto ni me inmuta. A unos metros, dentro de la habitación y al lado de la cama en la que Ernesto se va durmiendo, junto al bolsito en el que traje mis cosas dejé una manta que compré antes de venir. La compré entusiasmada, porque cuando me llamó para encontrarnos acá, me dijo que deberíamos vernos. Por un momento nos imaginé otra vez en esta terraza, sentados bajo la manta, jugando con las manos inquietas y riéndonos con olor a malbec. Se veía abrigada, aunque se notaba ordinaria con ese pelo sintético y brilloso. La miro y aprieto las muelas. Me maldigo por no haberlo dejado hace unos años, cuando supe que no íbamos a ser felices acá ni en otra parte. Aunque es verdad que a esta altura no esperaba que él hiciera lo que hace tiempo supe que no iba a hacer, porque en estos casi cuatro años me lo dijo mil veces y justamente por eso, tenía la certeza de que no la iba a dejar. Había decidido no volver, pero acá estoy, con el alma finita y rodeada de las sombras que me sobrevuelan cada vez que piso esta casa, donde cada mueble y cada cuadro se 100


ocupan de hacerme sentir una intrusa. Una extraña que merodea en la oscuridad como un pistolero en la noche. Cierro los ojos y escucho cómo el frío me agrieta los labios. El crujido de los pinos me despabila, alejándome por un instante de mí abismo personal. Enciendo un cigarrillo mientras junto valor. No sabía hasta hace un rato que esto iba a terminar así, pero ahora me parece tan natural como inevitable. Los estruendos de las olas en la playa me sobresaltan por última vez y sé que no voy a extrañar nada de esta casa, ni de todo lo demás. La desolación se adueña de mi cabeza cuando te veo en esta cama, tan distante. Intento no echar sal sobre las heridas. O sí, no sé. Pero no puedo dejar de pensar en que nos alcanzaba con estar juntos para que no importara el futuro. En cambio ahora, mientras el viento me arranca las lágrimas, el futuro es solamente un recuerdo lejano ante estos pensamientos horribles. Porque llega una noche como la de anoche, tu lado feroz es el que habla y dice cosas brutales. Sabés bien que no había reclamos en mis llantos y que fueron mis angustias las que desbordaron, inundándolo todo. No hacían falta tus insultos cuando busco respuestas, ni tus manos firmes sacudiendo mis muñecas cuando quiero entender. No hacía falta que me digas todo lo que me dijiste, y como si fuera un juego que se juega con crueldad, decidís dejarme. Así sin más, sin advertir que a medida que movías los labios, la piel se me impregnaba de odio y de un dolor penetrante que ni siquiera notaste, cuando dijiste —como si dijeras cualquier cosa— que no me querías. Muchas veces tus silencios fueron tan hirientes como tus palabras, aunque nunca tuvieron la violencia que mostraron anoche. Porque aunque no me lo digas, no podías hacérmelo notar de forma más clara. Lo presentí cuando llegamos y te miré a los ojos, por más que lo niegues, como todo. Claro que más tarde con esa mueca infame que tenías en el gesto mientras gritabas, me hiciste saber que era descartable. Supe que me reemplazabas 101


por otra, a la que quizás traerías también a esta playa para decirle mientras el agua del mar les moja los pies, que vas a dejar todo por ella. Y tal vez, si es tan permeable a tus encantos como a tus engaños, le dirás que te vas a ir de tu casa en cuanto termines de ordenar unas cosas, sin que ella pueda sospechar que tres años, diez meses y veintidós días después, la vas a abandonar en medio de una noche de invierno al lado de la playa. Pero ahora Ernesto, sin darte cuenta te fuiste yendo a ese lugar extraño donde ya no puedo protegerte de mí. De la otra parte mía, la que laceran tus prioridades, la que aborrece tu mezquindad y tus disfraces, la que no te perdona ni te va a perdonar el rencor que oscurece mis ojos, que esperan el momento de ajustar las cuentas. Justo ahí, cuando dijiste lo que dijiste, supe que no íbamos a sentirnos inmortales nunca más. Lo supe porque escuché con nitidez el ruido de la jaula que se abría liberándolos, y dejándonos desarmados, a su merced. Y ahora que salen salvajes y hambrientos, ninguno de nosotros está a salvo. Soy invisible, me siento incorpórea frente al viento que me atraviesa en la madrugada. Meto la mano en el bolsillo, y miro el blister vacío. Recalculo el tiempo y el efecto de las píldoras y me adentro unos momentos en mis convicciones. Respiro hondo mientras observo desde la terraza los baldosones colorados del jardín. Estoy estática, inmersa en un universo detenido que espera una orden para moverse y hasta tanto, solo puedo asistir perpleja al espectáculo feroz de los demonios que aúllan y corretean entre los muebles de la casa destrozándolo todo. Todo de una puta vez. La puerta corrediza apenas abierta alcanza para que el invierno se meta en la habitación. Miro a Ernesto que pese al frío, parece definitivamente dormido. Me acerco despacio, levanto la manta del piso y lo cubro con prolijidad. Con movimientos precisos, automatizados, como subordinada a instrucciones impartidas con anterioridad, extiendo sobre la cama la manta que ahora 102


desplegada bajo la luz del velador brilla cobriza y atornasolada. En el medio, tiene un dibujo de un felino extraño caminando por un bosque de la China. Parece un tigre medio contrahecho. Es raro, tiene un cuerpo corto, la cola muy larga, la cabeza grande y la mirada vagamente trágica. Miro los rasgos desesperados de ese bicho flaco y oscuro, y le encuentro una deformidad cautivante. Mantengo el cigarrillo entre los labios, y con unos golpes suaves tanteo el efecto de las pastillas que fui dosificando en el vaso de whisky que Ernesto dejó casi vacío, sobre la mesa de luz. Tres golpes leves y después sin perder del todo el control, una andanada de cachetazos virulentos y merecidos. Aunque ciertamente pérfida, me agrada la satisfacción liberadora que me sorprende ante esta nueva omnipotencia. Sin atender a la certeza que ponía sobre mi espalda una carga de la que no me iba a liberar, le doy una última pitada al cigarrillo. Una pitada intensa, interminable, buscando que todo el viento de la playa encienda la brasa. Después, pongo el cigarrillo entre los dedos de Ernesto y con un movimiento preciso lo apoyo sobre la nariz del tigre, que con su boca deforme parece rugir entre bambúes inflamables. Miro con ojos detenidos cómo los pelos apretados de la manta rápidamente se achicharran bajo la brasa. Un anillo incandescente se extiende debajo de las llamas tímidas y amarillas que florecen cuando avanzan sobre los rasgos imperfectos del animal. Me detengo unos segundos al lado de Ernesto, cautivada por el reflejo del fuego que ilumina la armonía y la belleza de su quietud. Pienso en las llamas lamiendo las paredes y en el tiempo que les llevará encontrarse con en el gas que dejé abierto en la cocina. Alejándome de todo vuelvo a la terraza y contemplo cómo el fuego envuelve la manta, la cama y las cortinas. Me quedo unos instantes parada en el viento, subyugada por el crepitar de la casa hasta que la espesura de las llamas ya no me 103


permite ver los rasgos serenos de Ernesto. Pienso en la fragilidad de nuestros cuerpos cuando vuelvo a mirar la tortuga, aunque la miro ahora con una sonrisa luminosa que de a poco se va escurriendo de mis labios para volver a brillar desde el fondo de mis ojos, como antes. DespuĂŠs sin poder apartar mi mirada de la suya, me siento de espaldas sobre la baranda de la terraza y me dejo ir.

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TORMENTA

U

Carlos Lartigue

n bar en Boedo, casi al filo de la medianoche. El olor rancio, mezcla de humedad y café quemado, adormece a los pocos parroquianos que aún quedan en el local. Alguna mesa ocupada por aquí, otra por allá. Contra una de las ventanas que da sobre la vereda, un hombre de unos cincuenta años, morocho y morrudo, bebe a pequeños sorbos una medida de whisky nacional. Afuera la noche discurre lentamente. Los adoquines de la calle relucen a la luz de los faroles mojados por una pertinaz llovizna. Los colectivos dan las últimas vueltas de la jornada. Los taxistas bostezan dentro de su monotonía negra y amarilla. La soporífera atmósfera del bar se reanima cuando entra una pareja escapando de la garúa. Al hombre se le nota agitado, como si hubiera llegado corriendo. Ella se seca la cara con la palma de la mano: lo único que consigue es correrse el maquillaje. Se sientan al fondo del local. El mozo se acerca y les toma el pedido. Con lentitud vuelve sobre sus pasos, al llegar al mostrador susurra «dos cafés». Se percibe tensión en la pareja. El rostro del hombre se contractura en un rictus nervioso, las manos entrelazadas y húmedas sobre la mesa, El semblante de ella no augura nada bueno. Está compungida, a punto de llorar, las manos a ambos lados del pocillo que el mozo acaba de traer. En súbito impulso, él separa sus manos e intenta tomar las de ella. Rápida de reflejos, la mujer retira los brazos y los deja caer sobre la falda. —Por favor Carla. —Basta Ricardo, ya hablamos. —Te lo ruego, te prometo que … —No mientas más —interrumpe ella elevando la voz. —Te juro que esta vez estoy decidido, ya vas a ver. —No sé cómo te lo tengo que decir —cada vez más exaltada— esto no tiene vuelta atrás. —Mañana sin falta se lo digo. 105


—Estoy harta de mentiras, esto se terminó Ricardo —insistió Carla. —Pero yo te amo. —Si me quisieras, ya hace rato que estaríamos viviendo juntos —le reprochó ella, los ojos hinchados por el llanto. De pie junto al mostrador el mozo escucha la conversación, mirando de reojo la escena. A una seña del encargado se acerca a la mesa de la discordia. —Disculpen señores, les traje la cuenta, estamos por cerrar —les dice con parsimonia. Ricardo levanta la vista, azorado. —Está bien ya nos vamos, quédese con el vuelto —respondió extendiendo dos billetes. En tanto, Carla se levanta, recoge el saco del respaldo de la silla poniéndoselo mientras camina hacia la salida del bar. Aferra el largo picaporte de bronce de la antigua puerta y la abre con furia. A paso firme, refugiándose de la llovizna bajo los toldos de los comercios vecinos, se dirige a la parada de taxis de la esquina. La noche se ha tornado aún más inclemente. Un viento arrachado y frío cruza la ciudad desde el sudeste. En la calle ni un alma. La puerta del bar, azotada por Carla, pero también por la ventisca, se mantiene aún abierta. Ricardo la atraviesa presuroso tras los pasos de su amante. Corre unos pocos metros y la toma por detrás de un brazo. —Carla esperá por favor —dice agitado más por los nervios que por la corta carrera. —Soltame, soltame, no quiero verte más, ya te lo dije — brama la mujer con la voz ronca por la rabia y el llanto. —Si me dejás, te juro que me mato —amenaza Ricardo fuera de sí. Carla forcejea y se desprende del agarrón. En vista de que en la parada no hay taxi alguno, cruza corriendo la avenida. Ricardo se queda unos segundos como alelado y no la sigue. —Carla, Carlita —con voz extenuada. 106


La mira cruzar la calzada. Con lentitud se desprende el piloto y el saco. Mete la mano derecha a la altura de la cintura y extrae un revólver. —Alto, policía. —exclama el hombre que bebía whisky en el bar, desenfundando una pistola nueve milímetros. Ricardo, con los sentidos obnubilados, no escucha el grito a sus espaldas. Comienza a levantar el arma hacia su cabeza. En este instante los gritos del policía y los de Carla se mezclan. —Policía, baje el arma. —¡No Ricardo, no! —grita ella al mismo tiempo desde la vereda de enfrente.. Ricardo continúa con su propósito. Apoya con lentitud el caño de la pistola en su sien derecha y dispara. Se desploma al instante. —La puta que lo parió —se lamenta el policía. —Qué hiciste Ricardo. El policía se interpone entre el cuerpo inerte de Ricardo y Carla. —Tranquila señorita, ya no puede hacer nada por él. Ella forcejea unos instantes tratando de acercarse, pero es en vano. El policía la tiene sujetada firmemente. Al fin, Carla ceja en su empeño y se cobija en el pecho del federal. Mientras el vendaval arrecia, la intensa lluvia diluye el charco de sangre formado alrededor del cuerpo sin vida de Ricardo. En el aire, el estrepitoso ulular de las sirenas termina de despertar al barrio.

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DESENCUENTRO

S

Juan Carlos Ganem

e habían conocido a través de amigos comunes. Desde el primer momento una conexión sutil había surgido entre ellos. Se interesaban por los mismos temas: música, literatura, cine. Sus charlas eran estimulantes y los divertían. Una tarde cualquiera mientras caminaban, él se decidió: —Estoy enamorado... de vos. Ella lo miró con un asombro triste —Yo también te quiero… muchísimo. Sos mi amigo del alma... pero nunca pensé así de vos... en esta forma. Una oleada de desesperanzada soledad enlenteció su paso, y con sus manos en los bolsillos: —Creí que vos... Otra sonrisa triste tiñendo de gris la tarde —Lo siento. Él se detuvo sin saber qué decir o hacer —Yo también lo siento. Las palabras se estrangulaban. Tragó con esfuerzo, miró sin ver a ningún lado —Bueno, se me hace tarde... Ella mintió con ojos húmedos: —Sí, yo también. Transcurrió un instante eterno que ninguno se atrevió a romper, hasta que ella se estiró en un beso rápido en la mejilla que él recibió rígido e inmóvil: —Chau, te llamo. Él asintió sin decir palabra y dándose vuelta para ocultar sus ojos, sin saber adónde, comenzó a caminar.

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ME MIRÁS

Verónica García

I

magino que pertenecemos al mismo cauce. ¿Cuál? decís. No sé. A uno con numerosos afluentes, con lecho de piedras, de mosto seco y dulce. Con pozones provocativos en el primer tramo, que luego se abre con la misma naturalidad con la que se despiden los niños después de una tarde de juego. Me río. ¿De qué? De que estemos acá. De que aún no sea suficiente. De que yo tampoco, de que adivines mis pezones atreverse. De que me indagues con las comisuras de tus ojos. De que hace tanto tiempo. De que necesitamos unos tragos más. De que elegí esta camisa de algodón indio. ¿Le has sido infiel? No. Yo tampoco. En la pesadez de los párpados maduran estas vides. Tomo de una mano y tu copa me roza. Volvemos a encontrarnos en pupilas. Tu pelo está en silencio. No respiro. Siento que la extensión de tu caricia me desnuda. Preguntaste algo. Duelo suspendida. Sí. Lo quiero. ¿Y vos? También lo quiero. Quedamos en la orilla. Pausadas, buscando más de lo que ya tenemos pero nos resulta inevitable. Me molestan la ropa, mesa, copas, la botella. Tus dedos oprimen mi brazo, me arrancan. Queda a un abismo el bar. “me muero” susurrás. Muerdo tu labio, el jean es un infierno. Me descalzo. Nos arrastramos hasta el auto. Abrís la puerta, nos hundimos. Sostenés mi cabeza. Te pellizco. 109


Huelo un bajo marcando un pulso de sosiego. Es cuĂąa lenta el abrazo. Me detengo en las heridas. Me cautiva esa, tu muerte. ÂżLlorĂĄs? Las mujeres lloramos.

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VOLVERÁ, LO SÉ

S

Jorge Necco

u esposo cerró desde afuera y al bajar los escalones, en el anteúltimo, puso una maceta con un malvón, que tiene una flor blanca, siempre abierta.

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DESERTAR. CASTIGAR. AMAR Patricia González

A

gotado, jadeante, sudoroso, corría tratando de huir “Mierda, ahora sí que estoy bien jodido” pensó cuando el comandante lo enlazó y cayó. Como conocía lo que le esperaba, continuó intentando zafar, sabía que esta vez no iba a dejarlo salirse con la suya. El milico hijo ‘e perra lo arrastró hasta llegar al fortín, se apeó del caballo y a patadas lo hizo rodar hasta que quedó boca abajo. Con movimientos precisos ató sus pies y sus manos a las estacas. En su cuerpo se podían ver los rasguños de la tierra y las agujas de los cardos impresas durante el preludio de la sentencia. Una y otra vez sintió el azote áspero y amargo que hacía brotar la sangre y aparecer tiras de su carne al desnudo. La tierra crujiente penetró en sus ojos y por su boca llegó a la garganta ahogando sus quejidos. Al principio se contorsionó, después sus movimientos resistentes y espásticos se aquietaron hasta quedar allí, inmóvil, en medio del desierto. El viento y el frío de la noche no pudieron apaciguar el ardor, el sudor frío, los profundos dolores, el temblor de su cuerpo despojado, la soledad que lo penetraba. Tampoco sosegar su mente que se perdía en un errante divagar. Con el sol abrasador, sus músculos se agarrotaron, su piel se quebró, los coágulos se secaron y las pústulas lo invadieron. El aleteo agudo, los graznidos hambrientos y los punzantes picoteos lo llevaban del vagabundeo a la quietud. En su ir y venir percibió una sombra que se acercaba, crecía, lo cubría y unas gotas cayeron sobre su hombro ajado. Sacó su lengua hinchada para poder capturarlas y sintió el sabor sombrío de la tristeza. Para que la muerte no lo atrapara, desafiando toda orden, su china lo abrazó intentando calmar el castigo.

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N

o le sacó la mirada desde que lo descubrió por la ventana de la comandancia mientras manoteaba el caballo y avanzaba hasta la defensa. Intuyó que esta vuelta no regresaría. Una nube espesa lo envolvió, ese sotreta no iba a salirse con la suya por lo menos esta vez, no. Podía perdonarle su caminar beodo, que se robara algunas reses, las noches en que se escapaba con una china que no era la suya, hasta que lo llamara milico hijo ‘e perra. Nada que no se pudiera arreglar con unos azotes. Pero desertar era distinto, ¿qué sucedería si no lo castigaba? El fortín entero iba a querer irse y era su obligación mantener el orden. Arrancó las boleadoras, el lazo de la pared y se precipitó a buscar su montura. Lo persiguió hasta enredar con el laque las patas del caballo y derribarlo. Pero el muy cretino continuó a pie hasta que lo pudo volver a enlazar y tumbar. Arrastró su cuerpo por la tierra resquebrajada, por encima de los cardos incisivos que dejaban surcos acentuados en su piel. Al llegar al fortín lo estaqueó y seducido por el resentimiento lo azotó de manera incesante. La sangre que chorreaba y la carne agrietada no lo detuvieron, sólo paró cuando sus brazos cayeron vencidos y a gritos ordenó que nadie se acercara al condenado. Durante la noche los quejidos agudos y los rasguños susurrantes sobre la tierra no lo apaciguaron, ni siquiera el amanecer sofocó su agitación. El desierto había devorado su cuerpo y su alma. Hacía unos días que su rencor había aumentado, desde que recibió aquel despacho. Le aguardaba un año más en el desarraigo.

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C

uando el gaucho le acarició la trenza y siguió su camino, la china dejó caer los yuyos que tenía entre las manos. Inmóvil lo vio llegar al palenque, tomar un caballo y seguir hasta la empalizada como si nada. Se estremeció con el portazo que el “milico hijo ‘e perra” dio al salir de la comandancia. En medio de la polvareda pudo ver al soldado persiguiendo a su hombre y supo que la suerte lo había abandonado. Aguardó inquieta en la entrada del fortín. Al ver el caballo que arrastraba a su compañero por el desierto empezó a correr. Trató de impedir que el comandante lo estaqueara, pero con un puntapié la apartó del camino y los ojos desorbitados le anunciaron que esta vez el castigo era ineludible. Desgarrada vio cómo lo hacía rodar a patadas y lo ataba de pies y manos. Sentía los latigazos que le propinaba en su cuerpo y en su alma. “Ay, se te puso fiera. Te dije, gaucho ladino que no te mandaras alguna de las tuyas, que un aura furiosa rodeaba al hijo ‘e perra y que te iba salir cara cualquier macana. Pero se te ocurrió desertar y ahora te está destripando”. Aturdida vio el último azote y con su llanto apretado inundó el aire. Desde lejos escuchaba la voz que advertía que nadie debía acercarse al condenado y se desmoronó. Durante la noche, la china intentó aplacar los dolores y la soledad de su amado, pero el milico rondaba esperando cazarla. No podía arriesgarse a que el despiadado descargara su odio sobre ella. Tenía que soportar la desazón para alejar la muerte que merodeaba. Aun sabiendo que iba a perder la vida, cuando llegó la mitad del día no pudo soportar más la desesperación que la socavaba y se arrojó sobre el cuerpo despellejado. Con su abrazo alejó el sol.

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MALICIA María Graciela Bruschetti

C

uando lo vi perderse en el monte con aquella mocita, juré que pagaría por la humillación. Aproveché una noche sin luna, y cuando intentó arrancarme el vestido contra el sauce en la orilla del Yiruá, saqué el puñal que tenía en la cintura y lo maté como a un perro porque se lo merecía, luego lo empujé al agua para que lo llevara lejos. Corrí hasta la balsa y crucé a la tierra de los guaraníes. Los soldados españoles me iban a perseguir hasta abrirme la panza. Seguí la huella que el hombre blanco había abierto a machetazos y escapé por la selva. Esa noche no dormí; para eso iba a haber tiempo. Algunos indios me dieron algo de pescado a cambio de la pulsera de plata que le había robado a la madre de un coronel años atrás, y al final me quedé con ellos un tiempo, un tiempito casi. El chamán me echó el ojo enseguida. —Tenés el alma de un jaguar. Estás maldita por Añá —y me escupió la cara. Salí de ahí antes que ensartaran mi cabeza y la pusieran como adorno en los postes de la entrada a la tekoa. Un indio me mostró el camino al asentamiento en el que había una iglesia. Anduve de aquí para allá pidiendo trabajo, vivía de la limosna. Hasta que un día, mientras dormitaba con los mosquitos, apoyada en la columna del templo, pasó ese jesuita sonso que creyó en mi mirada de tristeza joven. Me dejé arriar como al ganado para que ayudara en la cocina en la que unos pocos gurises muertos de hambre iban a llenarse el buche. Pronto me acomodé de la flacura y fui ganando la confianza de ese monje cuyas intenciones eran domesticarme como a las gallinas, y tal vez después, quién sabe: las personas nunca muestran su verdadera cara hasta que se les presenta la oportunidad de adueñarse de tu alma. 115


No podía estar mucho tiempo en ese lugar, así que escapé con el cáliz y varios mendrugos de pan. No todo salió bien porque una de esas indias gordas como vacas, fieles al fraile sospechaba de mí y me atajó a la salida del patio enladrillado. Rápida, la ensarté de abajo hacia arriba en un corte limpito. Ahora sí se ponía bravo, el comandante de la otra orilla saldría a mi encuentro. Busqué un sendero en la enramada que solo un baqueano conocía, y que me mostró a cambio de cierto servicio que tuve que brindarle, pero la necesidad es más fuerte que el asco. El bosque parecía endemoniado y más peligroso que la espada del rey. La suerte estaba echada. Llegué casi a la rastra al riacho y ahí me arrinconé hasta la salida del sol. El sueño me traía los demonios del pasado. Mi madre, una arpía española. “Tienes los ojos de ese roñoso guaraní que me ultrajó” — decía siempre echándomelo en cara, hasta que un día empecé a volcar de a poco jugo de mandioca amarga dentro de la comida, tal como me enseñó aquella vieja de la laguna. Y una de esas noches fieras que da miedo asomarse se hinchó como un sapo y se murió de fiebre y dolor de tripas. Nadie pudo salvarla… Parirme fue su peor error. El agua reflejó el enredo de mechas y la piel llena de arañazos. Lavé despacio las lastimaduras aguantando el ardor hasta que sentí que la selva se había vuelto muda. Me escondí boca abajo en el matorral. El tirón en el pelo por detrás casi me arranca el cuero. Sentí el filo helado del cuchillo resbalar en la garganta. —Revienta perra —dijo el español— mientras sostenía mi cabeza. El cuchillo se hundió hasta que el surco de sangre y voluntad se fundió en la tierra colorada.

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EL MANDATO

A

Patricia González

manecía. Gopala abrazó con ternura a su hijo, le dio un beso y lo dejó junto a la madre antes de salir en búsqueda de los antílopes. Era el inicio de un día turbulento. El cazador llevaba más de una hora mimetizado con la tierra roja. Con el ritmo enlentecido de la respiración, el único movimiento de su cuerpo era el de los ojos que observaban la sabana esperando que el león se alejara. Había tenido la rapidez suficiente para guarecerse antes que el animal se diera cuenta de que estaba a unos escasos metros y se encontraba allí detenido, en la mitad del camino hacia el río. “La diosa me reveló que hoy es el día indicado, nos proveerá el alimento”. Las palabras que el brujo le había dirigido luego del conjuro ensordecían su mente. Tenía poco tiempo para cumplir con el mandato así que volvió a recitar la oración que lo resguardaba ante cualquier amenaza. Inmóvil, bajo el calor que encendía su espalda, pudo advertir que el león se paraba hurgando con su nariz el aire, acentuaba la mirada y renunciaba al escondite debajo de un arbusto. La pequeña cría de un impala atravesaba perdida la llanura. El joven esperó unos instantes y al ver que ya no era una posible presa, sacudió el cuerpo esquelético, tomó la lanza y continúo la búsqueda del animal que alejaría la inanición del pueblo. No había rastros. No encontró a la manada en el lugar acostumbrado. El hilo de agua seco la había desterrado. Gopala permitió que su instinto de cazador experto comenzara a guiarlo en una dirección desconocida. Siguió corriendo, los pies se elevaban sutiles sobre el suelo con una resonancia apagada. Cuando parecía que sus pasos iban a debilitarse asomaron frente a él unos pastizales altos y, entre el verde surgió la cornamenta. Era un antílope imponente, que apenas pudo levantar la cabeza y abrir sus pupilas horizontales tratando de ubicar de dónde pro117


venía ese silbido mudo. No alcanzó a percibir el peligro ni logró oler la muerte. La sequía se había extendido más de lo habitual. Las mujeres tenían que caminar una larga distancia para traer dos o tres cántaros con agua. Las hierbas y los granos escaseaban. Se oía el chirriar de los abdómenes. El antílope calmaría el hambre. Pero el cazador no se deleitaba con su triunfo. Sentía un dolor lacerante en el corazón por haber cumplido con el precepto que le imponía su casta. La noche apenas comenzaba a ennegrecer el horizonte cuando Gopala entregó el animal y se alejó sin escuchar las alabanzas que entonaba su pueblo. Abatido se dirigió hacia su cobijo y esperó hasta que las luces de los fuegos tibios le indicaran el momento. Entonces, el cazador se ubicó a un costado, por fuera de las mujeres y hombres que estaban sentados sobre la tierra desértica, dispuestos a celebrar el agradecimiento. Las marcas blancas sobre su piel y las escarificaciones eran los símbolos de su fuerza. Sin embargo, la mirada suplicante de una mujer que apretaba fuertemente a un niño contra su cuerpo, le hizo sentir su debilidad. Los ojos de Gopala se clavaron en un punto fijo sobre el suelo. El hechicero, detenido en el centro del espacio consagrado, aguardaba el intervalo preciso para iniciar la retribución. En el instante en que el primer haz de la Luna lo envolvió, alargó sus brazos hacia el cielo y comenzó a girar extasiado retorciendo su cuerpo. Cuando la diosa llegó a su esplendor, se detuvo, buscó a la criatura elegida, la tomó por debajo de la nuca y los pies, la alzó por encima de su cabeza y exhibió la ofrenda al semicírculo sagrado. La inquietud se apoderó del pequeño que con su llanto quebró el silencio y el nigromante inició el ritual. El grito salido de las entrañas profundas de una mujer fragmentó el tiempo y el brujo sin inquietarse continuó con su parloteo incomprensible. La Luna le exigía la dádiva, debía completar el ritual. Al 118


terminar limpió el puñal sagrado, apoyó el cuerpo en el suelo y retomó la danza mientras las voces se elevaban en cánticos. La mujer del cazador sabía que cisuras tan intensas llamarían a la muerte. Embebida por las lágrimas tomó a su pequeño y lo arropó. Mientras Gopala, extenuado, se disipaba en el desierto.

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POR LA MEMORIA DEL PATRÓN Martha Conti

C

osa ‘el destino ha de ser, no sé, digo yo, siempre me toca encontrar al muerto —dijo el viejo Los porotos y las barajas quedan a un costado de la mesa. Afuera llueve. Sube del piso y de las mesas esa mixtura rancia de madera saturada: aceite, tabaco y tinto. —No va y lo encuentro colgado de la encina grande, mire, para no creer, la lengua afuera, los ojos saltones, y yo que lo supe tener en brazos y que le enseñé a montar, aunque mucho no le gustaba. Varios días tendría de estar allí porque ya jedia. Cada tanto me daba una vuelta por la chacra. Bah, chacra era antes cuando vivía el patrón. Ahora da miedo, tapera y puro cardal alto, dos metros. Pero yo cada tanto me daba una vuelta, ya ve, por la memoria del patrón. Ahí estaba, colgado, era el mayor. Agregan dos sillas. Llenan los vasos de vidrio. Tintinean contra el cuello de la botella. —Había un hermano menor del que nunca se supo más nada —dijo uno. El silencio se los traga. La lluvia bate sobre el techo de chapa, miran al viejo pidiendo con los ojos que siga el relato. Saben que él sabe. —El patrón sí que llevaba bien la chacra, pero ¿vio? era de que nadie se metiera en sus cosas, en su trabajo, en sus papeles. La mujer era buenísima pero la casa y nada más, de chacra no sabía nada. —Claro, si era la hija del boticario. Dos hijos tuvo, dos, estoy seguro. Otra vez el silencio. Hasta la lluvia calla. Miran al viejo. —Tarambanas los muchachos. La madre los apañaba. Pupilos en el pueblo, con los curas, ¿vio? A ver si servían p’algo, de campo nada, y bueno cuando murió la… —Usté también lo encontró muerto al patrón si no me equivoco. 120


—No se equivoca, lo que decía, siempre me tocó encontrar al muerto. Desde las casas vi el tractor clavado en el barbecho, mucho rato, algo malicié, me fui en el overito y el hombre estaba muerto. De repentina murió. Quién iba a decir. Fuerte como un toro. Ahí empezó la cosa y cuando murió la madre… —¿También encontró a la madre? —No, en el hospital estaba. —Bueno, al menos se le ocurrió llevar a las casas a una chinita que servía en el pueblo. Los dos tarambanas se trenzaban a cada rato. Un día vino la patrona de la chica y se la llevó de los pelos, la metió en el auto y no la vimos más. Al tiempo yo agarré mis cositas y me vine. Sobre la mesa, botellas vacías. Es la última ronda. El viejo se toma su tiempo para contar. Las ojos, dos charquitos en un día nublado. La mirada se le pierde, boca sellada, más allá del vidrio sucio, calle abajo, hacia aquella noche en el galpón de la chacra. Se van a las manos, después un pico y una pala. Él mismo saca cuchillo. Se persiguen alrededor del tractor. El mayor esquiva, le sujeta la mano, en un relámpago le saca el cuchillo y lo clava en la garganta. No pude separarlos, le ayuda a cavar la fosa. Allí está bajo el tractor. Van sacando los billetes arrugados para pagar el vino. Nadie tocó las barajas. Uno insiste: —¿Y del menor nunca se supo nada? El viejo no contesta. Todos saben que de ahí no lo van a sacar.

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ESPEJISMOS

E

Ernestina Echaide

l Señor Martínez dejó la servilleta en la mesa y se levantó lentamente. Su atención no estaba puesta en el frugal contenido de su plato, sino más bien en el contenido de la carta que acababa de recibir con el correo. La compañía que lo empleaba lo trasladaría en breve. Y no precisamente al destino de sus sueños ¿Qué haría alguien como él, citadino nato, en un pueblo perdido en medio de la mismísima nada? Decididamente la idea le desagradaba. Pero ¿qué otra opción tenía? Durante años había deseado aquel puesto gerencial. Pero se lo había imaginado en alguna de las capitales del mundo, o por lo menos en alguna ciudad grande y moderna, esas en las que se puede encontrar todo lo que uno pudiera imaginar. Sin embargo, renunciar era impensable; no podía empezar de cero en otro lado. Las compañías petroleras son celosas de sus empleados y reservan los mejores puestos a personas de confianza, lo que equivale a decir de trayectoria dentro de las mismas. Iba a tener que ir. Sólo esperaba que fuese por un tiempo breve. Aunque en el fondo el señor Martínez sabía que no lo sería. Tomó el mapa que guardaba en su escritorio y buscó el lugar. Fitz Roy. Tierra de nadie. Ni el ferrocarril llegaba hasta el fin del mundo, y allí tendría que pasar los siguientes años de su vida. Encendió un cigarro corona tripa larga, su preferido. Se imaginó por un instante instalado en el minúsculo pueblo, con un batallón de gente a cargo, probablemente todos los habitantes del lugar, y se sintió profundamente solo. El sonido del reloj del comedor lo sacó de su cabildeo. Eran las cuatro. De un minuto a otro llegarían su madre y su hermana, y debía guardar silencio sobre el traslado. Aún no había decidido qué hacer. Aunque no veía muchas alternativas. No quería pensar en eso ahora. El mundo entero 122


estaba celebrando una gran noticia: la Gran Guerra había terminado. El verano porteño pasó sin novedades, en medio de preparativos y despedidas. Para el otoño ya tenía todo listo. No dejó nada librado al azar. Saldó deudas, alquiló la casa y se encargó de que su madre quedara al cuidado de dos mujeres que se instalaron con ella en el piso de la calle Cerrito. Finalmente partió hacia la Patagonia, un perfecto día otoñal, ventoso soleado y fresco. La travesía fue larga y tediosa. No había líneas de ferrocarril más allá de Bahía Blanca que lo llevaran hacia el sur, por lo que la mayor parte del camino viajó en un convoy, junto con algunos comerciantes que transportaban mercancías de todo tipo y un par de militares contratados para garantizar la seguridad durante el viaje. Casi un mes le llevó recorrer los 2000 km que lo separaban de su destino. Tuvo tiempo de sobra para pensar en las decisiones que lo habían puesto en esa senda, y no estaba muy seguro de que hubiesen sido las correctas. Encendió un cigarro mientras observaba el árido paisaje a través de su ventanilla. Pensó que al menos no era invierno; por lo general no le molestaba el frío pero se decía que en el fin del mundo se congelaba hasta el aliento en época invernal. Mientras avanzaba por los rudimentarios caminos, cruzando territorios sólo recientemente pacificados, recordaba lo que le había dicho su jefe. Las condiciones de la vida que le esperaban en Fitz Roy serían precarias. Se trataba de uno más de una cadena de pequeños poblados que se habían formado espontáneamente siguiendo la ruta de la lana que salía por el Puerto Deseado. Esperaba que el descubrimiento accidental de petróleo en la zona, ocho años antes fuera un motor para sacar a los asentamientos de su letanía. Se estaba adelantando. Tenía mucho por hacer antes de que los beneficios del petróleo se derramaran sobre la región. Su 123


trabajo era justamente organizar la producción para llegar a los mercados. Y esto incluía asegurarse de que el trabajo fluyera sin interferencias. Veía algunos nubarrones en este horizonte; el anarcosindicalismo se había instalado en el sur aún antes que la civilización misma, y seguramente afiliaría a los mineros igual que habían hecho con los rurales. Con un poco de suerte los estancieros se encargarían de mantener el orden, como las veces anteriores. Su llegada a Fitz Roy se produjo en mayo, para la fecha patria. Del convoy solo quedaban dos comerciantes, que habían abordado el tren de Pico Truncado hasta Fitz Roy. La pequeña estación ferroviaria destacaba en medio de un paisaje árido y vacío. Allí en el andén lo esperaba una pequeña comitiva de representantes de la empresa, que lo acompañó a la casa que iba a ocupar. En el camino lo pusieron al día con algunas novedades del pueblo, y de la compañía. Lo más destacado era que dos días más tarde habría una reunión con estancieros de la zona que querían darle la bienvenida. La vivienda que le destinaron era en extremo sencilla, de madera pintada de blanco con marcos de las ventanas en verde oscuro al igual que la puerta de entrada. Un pequeño jardín prolijo con algunas pocas plantas y aún menos flores adornaba la casita de dos pisos. Adentro lo esperaba un almuerzo abundante, y un vino mediocre. El resto del día y el día siguiente descansó. Había sido el viaje más largo e intrascendente de su vida. Los meses siguientes se desarrollaron con cierta tranquilidad. El señor Martínez organizó la producción y transporte del petróleo hacia el Puerto Deseado mientras fracasaba estrepitosamente en adaptarse a su nueva vida en ese lugar marginado. Pero las cosas cambiaron de cariz en poco tiempo. La Liga Patriótica comenzó a incluirlo en sus reuniones, y pudo ser testigo de cómo los extranjeros se alineaban con el gobierno de Yrigoyen. Algunos obreros de la compañía también se habían afilia124


do a la FORA. A pesar de sentir presiones para pasar a la acción, por un tiempo se mantuvo al margen tanto de las conversaciones como de las decisiones, tratando de sostener una precaria neutralidad. Así las cosas, se produjo el primer fusilamiento en el sur de Santa Cruz. Fue un reguero de pólvora. Los levantamientos se multiplicaron, y la violencia escaló a niveles impensados. El señor Martínez, como todo el mundo, estaba al tanto de los sucesos ocurridos en Rusia. La revolución, la violencia y finalmente la toma del poder por los bolcheviques. Siempre se había visto a salvo de todo esto alejado de una realidad que parecía salida de un libro de fantasía. O de un panfleto comunista. Pero ahora se encontró atrapado. No sentía particular simpatía por los obreros. Pero le desagradaba el tono de los discursos de los patrióticos. Orden y progreso era la fórmula correcta, pero en tanto fuera superación del estado anterior. Aquí se volvía a un estado primigenio en el cual ley y costumbre pugnaban por prevalecer, y la autoridad se tornaba difusa, mimetizándose aquí y allá con individuos particulares, nacionales o extranjeros. El tejido social era extremadamente precario, y flotaba en el aire una constante sensación de que cada cual era responsable de su propio pellejo. El señor Martínez no quería ser parte de nada de esto. Hubiera preferido leerlo en un periódico tomando un café en alguna avenida tranquila de Buenos Aires. No tenía indicación alguna de los dueños de la compañía. Para los que estaban lejos el caos de la Patagonia parecía ser una nota de color. Y entonces una mañana, el señor Martínez, que no toleraba los vaivenes del mar, subió a un buque en Puerto Deseado y volvió a su ciudad. Renunció a todo, dejó su puesto en manos de uno de los capataces, y más tarde envió una carta de renuncia a la compañía. En los meses que siguieron leyó en los periódicos el desenlace de los eventos; en los periódicos rojos, que conseguía a escondidas. Supo de los fusilamientos, los encarcelamientos, y 125


de los disturbios que provocaron desmanes en las casas de estancieros y chacareros. De la victoria de aquellos extranjeros, con la asistencia de gendarmería. Supo finalmente de la derrota de los rebeldes. Lo supo sentado en un coqueto café de Buenos Aires al que concurría cada mañana, vestido de traje claro, acompañado casi siempre por su madre, y donde ocupaba siempre la misma mesa y fumaba el mismo tipo de cigarro. Y cuando todo aquello terminó, agradeció que el orden y el progreso lo mantuvieran a salvo de la miserias humanas, suspiró como si acabara de leer una buena novela dramática y dio vuelta la página.

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LO QUE CONTÓ EL NÁUFRAGO Gustavo Olaiz

E

l náufrago delira, el gobernador permanece a su lado. Hace días que ha llegado a las islas Madeira de la corona del reino de Portugal. No se sabe lo que padece, la medicina no es gran cosa en esta época, desconoce los misterios de las enfermedades. En la isla de Porto Santo no hay ningún médico, la población es escasa y reciente, llegada pocas décadas atrás. El gobernador ha dedicado muchas horas a acompañar al desgraciado que el mar arrojó a las costas. Está muy atento a sus medias frases, a sus relatos entrecortados. Y anota lo poco que aporta el enfermo desde su lecho de moribundo. Uno a uno obtiene nuevos indicios arrancados a la muerte que como un buitre atenaza al náufrago hora a hora. Ha ordenado varios cuidados hacia el enfermo. Nadie en la isla parece prestar atención al interés del gobernador por el desdichado marino. La fiebre. El náufrago tose, está cada vez más débil. Las encías hinchadas, la boca babeante. Habló y habló incoherentemente de una tormenta de días que los desvió hacia el oeste, de los vientos alisios que empujaban siempre en la misma dirección. Que por el norte se puede volver y si no fuera por esa otra tormenta que los hizo naufragar… El gobernador escucha, acerca su oído a los labios resecos del moribundo. Y anota, de vez en cuando escribe algo. Asiste día y noche al desgraciado, que huele a mar, a sal, a muerte. El gobernador lo entiende perfectamente. Tan marino como el moribundo, que es piloto portugués. Sabe del interés de la corona portuguesa en sus viajes al sur, por la mar océano bordeando África, sabe del secretismo que acompaña dichos viajes y puede entrever en los decires del enfermo que se trataba de 127


algo diferente. Cada vez está más seguro de su intuición primaria. De lo importante que tiene para decir el enfermo, y que tanto le cuesta hacerlo. Por eso deduce que hasta la tormenta, el viaje del náufrago trataba de bordear las costas africanas como había determinado la política del reino del príncipe infante Enrique décadas atrás. A causa de la guerra con la corona de Castilla se adentraron en la mar océano muy al oeste de Canarias, para evitar a los barcos castellanos. Luego la tormenta, el gran desvío hacia el oeste que dejaba entrever el moribundo en sus desvaríos. El enfermo sigue delirando. Habla de un promontorio apenas separado de la costa, de una colina sin cima. Valiosísimos puntos de referencia para encontrar el oro. Esa palabra es un faro para el gobernador, cuando la pronuncia el moribundo renueva en el acto sus esfuerzos para entender sus dichos. Cuenta de las gentes del lugar, desnudos e inocentes. El buen salvaje, ideales para sirvientes. Parece nombrarlos como taninos y cadives, así debían llamarse esos nativos. Habla con otros términos pero le resultaba difícil al gobernador saber si eran islas, lugares, ríos, lagos, montañas, jefes locales… Habla del naufragio final, el que no les había permitido llegar triunfantes de vuelta. Los privó del festejo en la corte, de la gloria. Como un rompecabezas, el gobernador con mucho esfuerzo trataba de entender los delirios que iban acompañados de breves momentos de alguna lucidez. Busca entre las pertenencias del desdichado, oculta entre sus ropas malolientes una caña encerada forrada en cuero, un tapón de corcho, dentro… ¡el mapa! El asombro, las longitudes eran enormes, mil leguas al oeste de las Madeira recostadas sobre el África al sur de Europa. Los contornos de las islas, cree ver el dibujo de la colina sin cima y el islote cercano a la costa. El hermano del gobernador era dibujante de cartas de navegación en Lisboa y le había enseñado parte de ese oficio. 128


Los datos del mapa informan de latitudes y longitudes jamás alcanzadas antes donde el náufrago cuenta de islas que eran un paraíso tropical. Aves y plantas jamás vistas, gentes desconocidas. El gobernador pregunta: ¿Territorio del Preste Juan? ¿Isla de San Brandán? Eran las historias favoritas de los marinos. El moribundo no responde. Cada vez habla menos. Cada visita averigua con las criadas los decires del náufrago en su ausencia. Poco y nada le cuentan. Una de esas noches en que el gobernador vuelve del lecho del náufrago a su residencia contempla el mar hacia el occidente desconocido. Imagina mil leguas de viento constante hacia allí, las islas que describió el náufrago, los sueños de oro y riquezas, la gloria y además lo tranquilizaba la prueba de que aquel desgraciado sus hombres y su navío habían podido volver hasta que esa tormenta cerca de las islas Madeira les arruinó sus planes. Inmóvil, la postura firme, los brazos cruzados, sus cabellos al viento marino, en sus ojos el brillo de la codicia. Siente en su espalda el viento porfiado, persistente que empuja siempre al oeste. Su espíritu se inunda de la sensación de viento favorable por miles de millas. El náufrago muere, ni ha dicho su nombre, su hazaña nunca se conocerá. Corría el Año del Señor 1480. El gobernador de Porto Santo, una de las islas Madeira, es genovés, se llama Cristóforo Colombo y aprovechará muy bien la información que involuntariamente le brindó el piloto muerto.

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CONTACTO CON LOS AUTORES Gustavo Olaiz: gsolaiz@gmail.com Armando Fuselli: arfuselli04@gmail.com Jorge Nieva: jorgenieva@msn.com Pablo Codias: pabcod@gmail.com Mario Marchelli: mariomarchelli@hotmail.com Verónica García: caminveromdq@gmail.com Diego Giannetti: dfgtano@gmail.com Fernando Echave: fernando_echave1967@yahoo.com Carlos Lartigue: lartiguelanus@hotmail.com Juan Carlos Ganem: juancgsr@hotmail.com Patricia González: patriciamdq@yahoo.com.ar Ana Laura Tiscornia: anatiscornia1979@gmail.com Victoria Sanchez: sanchezvictoria425@gmail.com Graciela Bruschetti: mgracielabruschetti@gmail.com Emilia Pepa: pepaemiliabeatriz@gmail.com Jorge Necco: jorge.necco@gmail.com Lilián Orlandi: leila50mdp@hotmail.com Ernestina Echaide: ernestinaechaide@gmail.com Martha Conti: victorialohola@yahoo.com.ar Claudia Alvarez: cece57ar@yahoo.com.ar José Luis Figueroa: isabelanzellotti@gmail.com Marcela Predieri: marcela.predieri@gmail.com


ÍNDICE EL CHANGUITO DEL TIEMPO

Gustavo Olaiz ���������������������������������������������������������������������������������������  Página  9

ESCAPE

Diego Giannetti ����������������������������������������������������������������������������������  Página  12

UN VIAJE

Claudia Alvarez ����������������������������������������������������������������������������������  Página  15

DE CARNE CORTADA A CUCHILLO

Mario Marchelli ���������������������������������������������������������������������������������  Página  17

VIDA ENTRE VÍAS

María Graciela Bruschetti ������������������������������������������������������������������  Página  22

DESTINO

Diego Giannetti ����������������������������������������������������������������������������������  Página  25

SICARIO

Juan Carlos Ganem ����������������������������������������������������������������������������  Página  27

MATICES VERBALES

Armando Fuselli ���������������������������������������������������������������������������������  Página  28

BODEGÓN “EL 55”

Jorge Nieva ���������������������������������������������������������������������������������������  Página  34

EL ÚLTIMO TREN

María Graciela Bruschetti ������������������������������������������������������������������  Página  38

UNA TARDE DIFERENTE

Carlos Lartigue �����������������������������������������������������������������������������������  Página  41

LAURA Y LA CIERVO HEMBRA

Jorge Necco ����������������������������������������������������������������������������������������  Página  44

TESTAMENTO

Juan Carlos Ganem ����������������������������������������������������������������������������  Página  45

DESPEDIDA

Emilia Pepa ����������������������������������������������������������������������������������������  Página  47

TENEBROSO

Juan Carlos Ganem ����������������������������������������������������������������������������  Página  51

FRACTALES

Emilia Pepa ����������������������������������������������������������������������������������������  Página  53

SANTIFICARÁS LAS FIESTAS

Marcela Predieri ���������������������������������������������������������������������������������  Página  54

MI ÚLTIMO GOLPE

Jorge Necco ����������������������������������������������������������������������������������������  Página  57


SENTIDOS

Carlos Lartigue �����������������������������������������������������������������������������������  Página  59

¡CORTEN!

Martha Conti ��������������������������������������������������������������������������������������  Página  61

EL HOMBRE QUE NUNCA ENTENDIÓ LOS EUFEMISMOS

Fernando Echave �������������������������������������������������������������������������������  Página  63

DOÑA ELENA

Lilián Orlandi �������������������������������������������������������������������������������������  Página  66

MARÍA

Victoria Sanchez ��������������������������������������������������������������������������������  Página  67

CAMBIA TODO CAMBIA

Lilian Orlandi �������������������������������������������������������������������������������������  Página  68

TEMPORAL

Ernestina Echaide �������������������������������������������������������������������������������  Página  69

AGUA Y PIEDRAS, LA VIDA

Lilian Orlandi �������������������������������������������������������������������������������������  Página  71

UNA PENA QUE NO FUE MÍA

Verónica García ����������������������������������������������������������������������������������  Página  72

ESPIRAL

Diego Giannetti ����������������������������������������������������������������������������������  Página  73

RECREO

Victoria Sanchez ��������������������������������������������������������������������������������  Página  74

EL ESPEJO

Lilian Orlandi �������������������������������������������������������������������������������������  Página  75

UN HELICÓPTERO

Jorge Nieva ���������������������������������������������������������������������������������������  Página  76

SOMBRÍA

Ana Laura Tiscornia ���������������������������������������������������������������������������  Página  79

LA LIBÉLULA Y EL CABALLERO

Mario Marchelli ���������������������������������������������������������������������������������  Página  81

ENTRE GATOS Y GORILAS

José Luis Figueroa �����������������������������������������������������������������������������  Página  83

SI NO BRILLA NO ES GUCCI

Fernando Echave �������������������������������������������������������������������������������  Página  85

LA EXTRAÑA HISTORIA DEL HIPOCAMPO

Juan Carlos Ganem ����������������������������������������������������������������������������  Página  88

LA SIXTA

Armando Fuselli ��������������������������������������������������������������������������������  Página  91

QUERIDOS VIEJOS

Mario Marchelli ���������������������������������������������������������������������������������  Página  96


LA TORTUGA Y EL TIGRE

Pablo Codias ������������������������������������������������������������������������������������  Página  100

TORMENTA

Carlos Lartigue ��������������������������������������������������������������������������������  Página  105

DESENCUENTRO

Juan Carlos Ganem ��������������������������������������������������������������������������  Página  108

ME MIRÁS

Verónica García ��������������������������������������������������������������������������������  Página  109

VOLVERÁ, LO SÉ

Jorge Necco ��������������������������������������������������������������������������������������   Página  111

DESERTAR. CASTIGAR. AMAR

Patricia González �����������������������������������������������������������������������������   Página  112

MALICIA

María Graciela Bruschetti ����������������������������������������������������������������   Página  115

EL MANDATO

Patricia González �����������������������������������������������������������������������������   Página  117

POR LA MEMORIA DEL PATRÓN

Martha Conti ������������������������������������������������������������������������������������  Página  120

ESPEJISMOS

Ernestina Echaide �����������������������������������������������������������������������������  Página  122

LO QUE CONTÓ EL NÁUFRAGO

Gustavo Olaiz �����������������������������������������������������������������������������������  Página  127



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