CUENTOS DUROS

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NARRADORES MARPLATENSES

COLECCIÓN DELAPALABRA Editorial

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DeLaPalabra reúne desde hace más de 20 años a poetas, narradores y dramaturgos marplatenses. Con el paso del tiempo se han sumado escritores de localidades vecinas como Maipú, Miramar, Madariaga y Mar del Sud. Este año damos la bienvenida a Balcarce y Olavarría.

Colección DelaPalabra E-mail: delapalabra@hotmail.com Foto de tapa: Julia Fischer E-mail: mjfischerr@gmail.com Diseño de tapa: J.M.G. E-mail: marceloma3x@yahoo.com.ar

Permitida la reproducción -ya sea electrónica, radial, televisiva, mecánica, fotocopiado, grabado, xerografiado o cualquier otro medio- siempre y cuando se cite el nombre del autor y la fuente. LIBRO DE EDICION ARGENTINA Tirada de esta edición: 100 ejemplares Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723 Impreso en Argentina por Editorial Grafikart E-mail: imprentagrafikart@gmail.com

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El todo es más que la suma de sus partes Aristóteles

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ESTACIÓN OLLEROS Leonel Migliacci leonelmigliacci@gmail.com

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steban baja la escalera para entrar a la estación Lacroze, ésa que siempre se le antojó depresiva. La larga caminata desde el ingreso hasta alcanzar el subte lo carga de realidad. Basura por la escalera, un olor fuerte a sudor poco ventilado, carteles de publicidad que enmascaran un linyera borracho desparramado en el piso. La mañana siempre le robó el optimismo y no se lo devuelve hasta muy entrada la tarde. Llegando al andén suena la chicharra y entra en un coche a medio llenar y consigue sentarse. Pequeñas limosnas que te da la vida para que no la odies tanto, piensa y se acomoda en el asiento. Se encuentra flanqueado por un adolescente con gorra de beisbolista (que ni siquiera debe saber cómo se juega) y por una señora maquillada en exceso, ambos absorbidos por la luminiscencia de los celulares. El subte se mueve un poco y el ruido casi rítmico lo adormece. Estación a estación gente entra y sale, con ojos incapaces de conectarse, con bocas y oídos sellados, con rostros apesadumbrados. La escena adquiere un flujo suave, siente que lo tolera, incluso que lo disfruta. –Señoras y señores, antes que nada sepan disculpar las molestias. Quería ofrecerles un CD con la música más escuchada, todos los éxitos en un sólo CD, por sólo quince pesos –grita un gordo de tez oscura que ingresa al coche cargando un cajón con parlantes adheridos. El estruendo inunda el ambiente y por sutiles cambios en las facciones de los pasajeros, Esteban deduce que les molesta. Ha visto más expresividad en las estatuas de la plaza San Martín que en los usuarios de este subte. Las estaciones pasan y el ambiente rutinario y estable que lo reconfortaba en un principio empieza a aburrirlo y hasta –9–


fastidiarlo. Sus nervios se irritan y sus músculos se tensan revolviéndose en el asiento, como una marioneta manipulada por un titiritero exaltado. Por el tiempo de viaje ya debe estar cerca de Olleros. El subte va frenando hasta detenerse unos segundos después. La chicharra suena fuerte, con un pitido largo primero seguido de uno corto. Las puertas se abren y todos bajan, empujándose pero suavemente, como acostumbrados a moverse en lugares de alta densidad humana. Un hombre de traje gris, extinto reservorio de una caballerosidad anacrónica, es el último en descender. Esteban se para y baja antes de que se cierren las puertas. Lo recibe un fuerte olor a sudor poco ventilado. Camina unos metros y un linyera debajo de un cartel de publicidad le pide una moneda. Dejavu, piensa. Llega al final del pasillo y no hay salida. Hubiese jurado que había una escalera mecánica por acá. Mira el cartel y la flecha de salida señala hacia el otro lado. Emprende el retorno. Una chica rubia de unos veinte años le llama la atención. No le interesan de esa edad pero hay cosas a las que sus ojos no pueden escapar, aunque la mente trate de disciplinarlos. Elude el magnetismo de la sensualidad pero cae en un letrero en rojo que dice “Estación Lacroze”. ¿Cómo Lacroze?, debe haber un error. Busca el próximo cartel que no hace más que copiar al primero. Busca otros y solo halla una sucesión de “Estación Lacroze”. Frota su rostro con la palma de la mano. Qué bien le vendría ahora otro café. Las manos, axilas y espalda reciben un leve sudor frío. ––Disculpe señor, pero ¿qué estación es ésta?–. –Lacroze, papá, mirá los cartelitos. Acá arranca el recorrido –le contesta un hombre de mameluco sucio al tiempo que sube al coche. La chicharra suena nuevamente y como un autómata sube también. Se sienta tratando de ordenar sus pensamientos. El chico de la gorra de béisbol y la mujer maquillada en exceso lo miran y luego vuelven a sus celulares. Es probable que no esté durmiendo bien y me esté pasando con el café, piensa. La entrada del gordo con los parlantes empuja

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su cerebro al abismo. Apoya los ojos en las concavidades de la palma al tiempo que los dedos temblorosos oprimen el cráneo intentando contener el flujo de angustia que desciende a irritar cada nervio de su cuerpo. La respiración se hace rápida y profunda. La pierna taladra el piso como martillo neumático. Mucha gente, mucha gente, no corre aire, por qué hace tanto calor, otra vez acá, otra vez lo mismo, mucha gente y no alcanza el aire para todos, una y otra vez en la misma situación, nada cambia y cada vez más gente y menos aire, este calor no nos deja pensar y por eso todos seguimos en la misma, qué es esto que se repite y por qué me repito y me repito. Un pitido largo seguido de uno corto lo arranca del trance. Toda la gente desciende y un señor de traje gris apoya amablemente la mano en el hombro y lo invita a bajar. Las uñas de la mano derecha sufren ahora los embates de su ansiedad. Hay algo que teme y sabe que va a suceder, algo que va a derrumbarlo y no vislumbra escapatoria. Pisa el andén y el cartel “Estación Lacroze” lo recibe como una sentencia de muerte. Una chispa de empatía lo vincula a ese condenado que luego de tanta congoja recibe la pena capital como un alivio a ese océano de tormentos en el que buceó durante la espera. Es como una pesadilla circular, piensa y el intentar ser lógico lo tranquiliza. Pasa por al lado de una joven rubia que le sonríe. Camina unos metros por el andén y antes de que suene la chicharra ya está sentado. El chico de la gorra y la maquillada lo saludan con un cabeceo mínimo. Le devuelve el saludo y ya se siente más a gusto. Los ambientes familiares lo reconfortan. Recuerda la frase que su abuelo le repitió innumerables veces: “La rutina amansa locos”. Se recuesta tranquilo para adormecerse con el golpeteo de las ruedas sobre las vías, antes de que el gordo arruine el clima con sus reguetones de oferta.

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SILENCIOS DE FAMILIA Lilian Orlandi leila50mdp@hotmail.com

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l último golpe del martillo sobre el poste detuvo la tarde. El cartel anunciaba: “Se Vende. 50 Hectáreas

Sembradas. Casa Habitable.”

Pasos vacíos de emoción, se fueron alejando hacia los campos de girasoles, campos amarillos, campos sin trenzas, ni zapatos de goma, sin coloridos delantales. Sin coros ni rondas, ni risas, campos que custodian el silencio. Pegado al ventanal en una siesta eterna, el viejo y descolorido trompo yace inclinado hacia un costado; espera la magia que lo haga ponerse de pie y seguir girando. Perfume de agua de azahar y café negro, invade la cocina. La abuela y el abuelo en blanco y negro me miran, mientras salen de la otra pared las risas del cumpleaños del tío Atilio, ponen sonido a la casa muda. Una pelota entra por el ventanal abierto y rompe la sonrisa de papá y sus hermanos sobre la chimenea. Gritos y corridas de pasos chicos se pierden detrás de los galpones. ¡No vayan por ahí, hay gente extraña trabajando! La advertencia suena como un presagio. La sangre vuelve a manchar el pasto, lava la inocencia perdida de Clara. El cuchillo se desprende de las manos temblorosas del abuelo. El coro de grillos en la noche que recién empieza, la hace suponer más oscura y silenciosa que cualquier noche de invierno e insomnio. Silencio que amaneció y se quedó en todos nosotros.

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Allá afuera permanecen erguidos alrededor de la tierra removida, cómplice. Campos amarillos, campos sin trenzas, ni zapatos de goma, sin coloridos delantales. Sin coros ni rondas, ni risas. Campos con el precio de un secreto.

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AMOR PARA LAVAR Amalia Tesler amalia.tesler@gmail.com

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a sucita. Así la llamábamos en el barrio. La piba andaba siempre con un vestido diferente, y la explicación estaba en la palma de su mano. Siempre agarrada a un tipo distinto. Roñosa y rapidita. Porque no era puta, eh, era… enamoradiza. La vivían dejando, aunque ella siempre con algo se quedaba. Sospecho que tiene un placard lleno de recuerdos olorosos, vestidos que representan a todos aquellos con los que se paseó. Es como si midiera su amor en mugre. Su ley es: mismo hombre, mismo olor, misma ropa. Una enfermita. La cantidad de remeras que le sobran es la misma cantidad de jugadores que le faltan. Terminó de deschavetarse cuando el que más le había durado, el que pensó que sería el último, la dejó. La verdad es que ninguno se queda con ella porque es insoportable. Pero ella, como buena minita, no pensaba que esa había sido la razón por la que la había pateado. Era porque él tenía una familia de plata y ella no, porque él era deportista y ella no. O por tener los ojos muy celestes, por no tener los dientes más blancos, porque no era tan graciosa, capaz porque no le gustaba cómo cocinaba, por no ser del mismo equipo de fútbol, porque era independiente y no quería ser una mantenida; porque tenía un grano, porque lloraba cuando menstruaba, porque le parecería que se depilaba demasiado las cejas, porque le respondía muy rápido los mensajes de texto, porque se reía demasiado fuerte, porque no tenía el pelo tan largo. O no, ya sé: seguramente su novio la había dejado porque estaba doscientos gramos más gorda y a él le daban asco las gordas.

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No, claro, era su culpa. Tenía que adelgazar, tenía que tener el pelo largo, porque el pelo es una herramienta de seducción, a los hombres les gustan las mujeres de pelo largo, sí, sí. Y que sean atletas, y que coman poco, y que no hablen mucho, y que sean tímidas, boluditas. Y que no cuenten de parejas anteriores, y que tengan amigas simpáticas, y que sean buenas en la cama pero no tanto: experiencia de más significa que estuvieron con varios, y una atorranta nunca es buena para presentarle a mamá. Pero una mosquita muerta tampoco. Además, por supuesto, tiene que vestirse bien sin mostrar demasiado, estar buenísima, y hacerse la difícil, pero no tanto. Con todos estos mambos dándole vueltas por la cabeza, se transformó en un ente que vagaba sin ropa, obsesionada por volver a gustarle a un hombre que la había dejado de un día para el otro, así sin más, sin darle motivos, sin poder entenderlo. Pero si ella ya había planeado su luna de miel, y ya sabía el nombre que le iba a poner a sus hijos, y hasta había hecho la lista de regalos del casamiento, y le había hablado maravillas a su madre de él, y se presentaba con sus amigos como su cuñada, y ya había elegido el color de las cortinas de su cuarto. Por qué, por qué la había dejado después de una semana y dos días y medio de tanto amor y compañía fiel. O no tan fiel. Pero bueno, él le había perdonado un par de deslices que había tenido con unos hombres, algún que otro ex que “la acosaba”, en realidad no había sido su intención, él lo sabía, qué necesidad tenía de dejarla… Lo que la piba no entendía, creo que todavía tampoco entiende, es que cuando te mandás varias cagaditas, éstas se acumulan y entre tanta mierda, se hace difícil caminar. Ella está tapada de mierda. Aparece ahora ante su público, que le decía “la sucita”, trotando desnuda por la plaza, con el pelo pajoso que le llega por abajo del culo, esquelética, con la piel grasosa, obviamente mugrienta y fumando un cigarrillo pero sin fumárselo. Hace

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ejercicio al aire libre porque la echaron del gimnasio. No le permitían entrar desnuda y un trapo atado con una goma para cerrar galletitas no cuenta como ropa. Qué desalmado el entrenador, ¿acaso no se da cuenta que un trapo de piso es lo único que puede usar sin que se le vuelva a quedar impregnado el olor de alguien? Esquelética está porque, claro, no come, no puede comer, cómo va a volver a quererla si está obesa. Y fuma sin fumar (es decir, se prende un cigarrillo y lo sostiene en la mano hasta que se consuma solo) porque le queda sexy. Además, él fumaba, y no hay que descartar la posibilidad de que la haya dejado porque ella no compartía su vicio. Y el pelo, bue… Se le fue un poco la mano, pero por lo menos le sirve para cubrirse el pecho. Ahora la veo manejando, está por llegar a la esquina, el semáforo está en verde y ella está una calle más atrás. Pero es ese tipo de gente que aunque vea que la luz verde está por cambiar a amarillo, acelera. Acelera y son esas personas a las que le gritan cornudo, cornuda, que a dónde van tan rápido, que a dónde tienen que llegar. Porque el semáforo está en amarillo, por ponerse en rojo y, si no tienen suerte, se pueden llevar algo puesto. Viene entonces en su escarabajo gris, esquivando pozos llenos de mierda, con el vidrio bajo tirando la cenizas de quince puchos que se está fumando sin fumarlos, con el pelo larguísimo y sucio que le roza el torso por completo. Tiene el parabrisas al mango, y la gente la ve porque no está lloviendo. Pero su realidad sí se está lloviendo, y no le permite ver claro. Viene agachada, aferrada al volante, tratando de ver algo a través del tormento. Viene apurada la cornuda que no sé a dónde tiene que llegar tan rápido. Y ella tampoco sabe, porque no tiene una lista de regalos que hacer, ni cortinas que elegir, ni destino de mielera que pensar; ni tiene hijos ni tampoco los va a tener, si lo único que le queda son treinta y nueve años y un placard abarrotado de vestidos putrefactos que vino acumulando sin sentido.

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Porque los hombres son todos unos desagradecidos, piensa mientras aprieta el acelerador. Pasa el semáforo en rojo y se lleva puesto los cuernos, porque los hombres son todos mujeriegos. Con el vidrio rayado, se lleva puesta la vajilla que nadie le regaló ni le va a regalar porque los hombres son todos unos lerdos. Aprieta el acelerador y también se lleva puesto el color de las cortinas, porque los hombres son todos unos pelotudos; y los pasajes a México porque son todos una manga de mentirosos chamuyeros. Se lleva puesta la menopausia porque los hombres son todos unos pajeros. Y se lleva puestos los quince puchos que se fumó, que no se estaba fumando, en el camino a acantilados. Porque los hombres son todos iguales, unos imbéciles, ignorantes, que dicen que el mar se chupa la tormenta. Y el mar, según la sucita, también es hombre y le importa un carajo una más. Se lleva puestos entonces esos quince puchos que se fumó, que no se estaba fumando, cuyas cenizas se apagan en la ola que se la lleva puesta.

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LA VENTANA RASGADA Juan Marcelo Gonzalez marceloma3x@gmail.com

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a ventana, rasgada, deja entrar el viento del sur que resuena en las cortinas, con acordes en sol menor y luna sostenida. Un leve ondular se mezcla entre las sombras de carbón y plata corrugada. Desangrada sobre la alfombra, gritando libertad, la luna recorre el camino desde el antepecho hasta la mesa, y la besa, y la violenta, harta de ser testigo durante años de abusos y soledad, y la humedad de los eslabones, hastiada de esconderse en los rincones, descansa en el respaldo de una silla, prolijamente alineada con la mesa, con la ventana, con la luz de la luna que llega desde el sur. Acerco los dedos a la cadena pero no la toco. La descarga sería un disparo a quema ropa sobre mi pecho que ya saborea la culpa. Y todo es un cuadro, el techo, la sombra sobre la alfombra, la luna y la mesa, la cadena y la llave ahora inútil oxidando el bolsillo. Una abstracción que refleja la verdad que me niego a ver. Me detengo los ojos cerrados, queriendo perderme en las notas que el viento toca para mí a través del aire, a través de la ventana rasgada. Mi mano cambia llave por cuchilla al descubrir el sobre, y en la mano la cuchilla es un trozo de hielo que corta en el filo y en el mango. Pulido y brillante lo hago girar con gesto maquinal e inquieto, y a cada giro la luz de la luna cortada a tajadas salpica las paredes de la habitación, suplicando, husmeando en los rincones vacíos, que esconden vergüenza y billetes, y sus grilletes. Pero el filo de la cuchilla en la mano que cierra candados y abre gargantas revolotea sobre el sobre incapaz de tocarlo. Pero la sombra sí, la sombra es libre, la sombra no soy yo sosteniendo la hoja. A la sombra le sobra hambre de ver en las tinieblas cargadas de culpa. Palabras que asomaban a sus ojos – 18 –


sorprendidos, suplicantes, resignados, pero que nunca salieron de su boca. La mirada de la luna y la mía se juntan en el sobre opaco a la vista, las palabras que encierran claustrofobia golpean de adentro y la cuchilla gira. La cuchilla en la mano gira inquieta sin decidirse a hundirse en el vientre del sobre y desangrarlo de palabras. El equilibrio de la escena es sólo alterado por una taza que jamás quedaba sobre la mesa, porque el orden era el único entretenimiento que le permitía la cadena (de la cama a la cocina y a la cama y al baño y a la cama y a la ventana y a la luna y a la cama), condena de dar vueltas en la casa como una cuchara en la taza, como esa que ahora, ahí proyectando una sombra más negra que el café que contenía, espera en vano la mano cansada de acariciar sombras, y estirar las sábanas, y llenar copas, y que en la soledad revolvía el café, con esa cuchara que ahora queda ahí como una señal, un mensaje encriptado en los pasos de la rutina. Cansada de girar en la taza la cuchara quedó apuntando al sur como una brújula rota, señalando el sitio por el que saltó.

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FIESTA Graciela Bruschetti gracielabruschetti@hotmail.com

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odo se paga en la vida –decía su madre como un disco rayado. ¿Qué te dije yo? ¡Cuántas veces te lo advertí, José! Pasaba mucho tiempo imaginando esas manos como broches; las había cuidado tanto. Con ellas podía apropiarse del mundo, eran rápidas y gráciles. Se suponía que ahora tendría que buscar un empleo, algo honesto. No estaba acostumbrado, ¿Cómo lo haría? Su visión no era la misma de antes, había perdido nitidez, sería difícil identificar al adversario o realizar trabajos de precisión como a los que estaba acostumbrado. Nunca se involucraba, jamás; de lo contrario hubiera sido inútil hacer un trabajo impecable. El médico había dicho que no perdiera las esperanzas. Por ahora, el mundo se veía borroso casi letal. Tenía amigos lo suficientemente cándidos como para ignorar su profesión y el laberinto en el que estaba perdido. Esa noche insistieron en que los acompañase. No toleraban verlo así, tan malhumorado y venido a menos. Después de aquél accidente sentía que la vida ya no valía la pena. Llegó a la fiesta. Los hijos de la gente más acaudalada de la ciudad estaban allí. La luz era tenue y eso dificultaba aún más el problema. Todos saltaban, se movían al ritmo de una música loca y pegadiza, el piso vibraba, las copas estallaban de luz cuando los reflectores los enfrentaban. La audacia bañaba sus cuerpos impredecibles. Como una sombra amarga en un costado de la pista sonrió.

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–¿No bailas? –dijo una voz mareada. Sin esperar respuesta, un hombre muy alto se acercó por detrás y la escoltó fuera de su alcance. Optó por sumergirse en la celebración y dejarse llevar. Subió a la pista de baile. El destello de un diamante provocado por las luces del salón llamó su atención. Raudo como en las mejores épocas estaba a su lado. Era una mujer de cabello suelto que agitando los brazos, se meneaba en sinfonía con el giro de la bola de espejos. Aunque veía la cara borrosa, los aros eran nítidos. Sus manos rápidas y seguras volvieron al ruedo y un instante después los pendientes estaban en el bolsillo interior de la chaqueta. Un sentimiento de felicidad y danza contagiosa se apropió de él, salió caminando en la oscuridad despacio apretado entre la multitud infatigable. Había ganado unos meses más de vida acomodada. Llegó a la barra y pidió un trago. Sintió una muralla en la espalda. –¿A quién tenemos aquí? –El vozarrón y esa risa sarcástica podría reconocerla en cualquier parte–. Era él, Ramón, el vigilante: –La vida se desquitó. Estás maltrecho y arruinado. Claro, olvidaba que no te ves. El brazo ardía de dolor e impotencia cuando lo llevó de tiro a la terraza. El sol rompía el poniente y como sangre se desparramaba en el cielo. José sintió que algo malo estaba por venir. Quedó incrustado en la baranda del balcón, el temblor sonaba en los huesos. Miró hacia abajo y vio las tinieblas del abismo. Se tomó fuerte de los barrotes. La cara crispada rozaba la de José y el alcohol lo poseía: –¿Tenés miedo cobarde? La espalda ya no lograba sostenerlo, estaba inclinado hacia atrás, casi en el aire. Ramón lanzó una carcajada y lo soltó. Ahora sos inofensivo –profirió. Dio la vuelta y regresó al salón sin mirar atrás.

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Estuvo un largo rato tratando de despejar la conmoción mientras fumaba intensamente. –¿Me invita un cigarrillo, por favor? Era una voz apacible. –Sí, por supuesto. Acercó la cara a la llama y la sintió aspirar con deleite. El perfume envolvente era un narcótico excitante para sus sentidos. –Muchas gracias, señor… –Soy José. –Yo María. El tiempo levantó vuelo y el corazón descansó junto al murmullo de un arroyo. Necesitaba atrapar la esperanza. –Tengo que volver al salón –dijo ella. Se escuchaban risas y cantos tapando la música. El desborde estaba consumado. A esa altura de la noche los invitados habían malgastado todas sus simulaciones. Le demarcó el rostro con un dedo y luego, sin una palabra lo besó dulcemente. Lo tomó de sorpresa, pero José no tenía intención de dejarla ir. Capturó su cuerpo y la sintió vibrar y desesperarse al manifestarse su virilidad. Resuelta desabrochó algunos botones de la camisa. No logró continuar. Ramón, ese tipejo, con una botella de vodka en sus manos, totalmente ebrio se interpuso. – ¿Interrumpo el romance del buitre y la gaviota? Se le fue encima con la fuerza de un alud, ella gritaba mientras el muchacho se removía entre sus brazos. El joven intentó derribar esa muralla de barro golpeándolo a puño cerrado pero fue inútil. María tropezó con la botella llena y sin dudar se la partió en la cabeza. José aprovechó su confusión y lo empujó por encima de la baranda. Se asomaron a la noche, treinta pisos eran una bendición. Ella tomó los restos de la botella y los lanzó delicadamente al abismo para que lo acompañaran. Aliñó su vestido, se ordenó el cabello y le apretó la mano. –Regresaré a la fiesta. –Quédate conmigo. –Había perdido algo muy importante ahí dentro y tenía que recuperarlo. Tengo miedo –respondió inquieta.

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–¿Puedo ayudarte? –Tal vez. Es difícil… Fueron a la pista de baile. La música se había serenado, apresó su cintura y se aferró a él. La melodía los acariciaba. Nuevamente ese perfume lo poseía, tenía miedo de soñar. Despejó el cabello de su frente para tocarla una vez más, caminaba en las estrellas cuando besó el rostro cálido y apoyó los labios en la sien. Un presentimiento feroz lo apartó, quedó paralizado. Escuchó el silencio encubierto de una realidad que desafiaba cuerpo a cuerpo. Estaban allí, puros, de un acabado perfecto, sus dedos rápidos los palparon. Los pendientes de diamantes habían vuelto a su lugar.

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FINAL María Eugenia Millares mariaeugeniamillares@yahoo.com.ar

A

l fin arranco las dalias del jardín. Una a una quemo las hojas de tu diario. Mancho con tu sangre las paredes del cuarto. Soy más fuerte, te doblego. En la penumbra te acecho con el filo de mi alma. Tu cara pálida de espanto. Ya pagué el sepelio de tus lágrimas. No implores, no insistas. Arrastro tu cuerpo por el barro del ayer. Nadie escucha. Golpeo tu pecho contra el suelo y el gato se asusta de tus ojos aún abiertos. Me duelen las manos. Me tortura el tiempo que tardas en dejarme solo con mi ira. Cabalgo la escalera y siento que sueltas tu mano de mi pierna. Desprendes un olor nauseabundo. Tus gemidos son débiles y se mezclan con el silencio de la ciudad oscura. Retornan a mi mente las palabras que tu odio engendró contra mí. Sacudo la cabeza y se vuelven sombras contra el muro. En la bañera con agua teñida de rojo, te sumerjo y te bautizo. Ahí tendida boca arriba, las burbujas se reproducen en los bordes y hacia el piso rebalsa tu infierno. Contemplo tu boca, tu cabello flotando libre del encierro de redecillas. La serenidad molesta ahora. Extraño tu grito, tu insomnio, tu desprecio. Abarrotada de voces, mi juventud quedó en tu puño. Las dagas que atraviesan mi vida guardarás en tu tumba. Me habré librado de la dulzura fingida, del ruido de la puerta como sentencia anticipada cada vez que entrabas en la casa. Aquí estaré a tu lado cuando ellos vengan y nadie podrá culparme. Prepararé el vestido de novia para tu entierro.

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TRAGO CÉLEBRE Mónica Alicia Hernandez Lahiza2558@gmail.com

A

noche te encontré en la biblioteca, conversamos y bebimos juntos. Brindé por tu verdad y mis ganas

de olvidar. Vos, tan virtuoso y certero, tomaste sólo un trago. Yo, agobiada con mis dudas bebí mucho. Tus palabras se mezclaron con mis dichos. Mi vestido blanco, se enredó en tu túnica. Qué absurdo y dispar juego el de lo humano. Hoy cuando desperté habías creado la Mayéutica. Yo seguía vacía, insegura, desolada.

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2014 Ana María Rodriguez Arbizu anamr2001@hotmail.com

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oce horas. Paradas de colectivos. Cruce de calle y avenida. Semáforo. Grupos de chicos vienen de alguna escuela cercana. Se llena la vereda de buzos, mochilas, risas, gritos, se entienden sólo entre ellos, todos parecen iguales. La mujer está sobre el cordón, mirando si viene el 41, tarda. El grupo se hace más grande, ahí, en la parada del colectivo. Los autos circulan, en la verdulería de la esquina se atiende a los clientes. Mira si viene el colectivo, mira a los chicos que van pasando, van viniendo más, y un cierto silencio mientras algunos se detienen. Un grupo se extiende como un círculo inquieto, sin bordes definidos y deja un vacío en el centro. De pronto, alguien salta la frontera del montón, y de un zarpazo se sube a la espalda de otro que va unos pasos adelante. Lo abraza de atrás, riendo ferozmente con la boca bien abierta, la cabeza rapada en un costado. Una broma, piensa la mujer. Y del envión lo tira al suelo. Y lo agarra del pelo, de la colita, es una chica, la que está abajo es una chica, y le pega. Los ve enroscarse como lombrices agónicas. La masa humana la deja en primera fila de esa locura. Están peleando en el suelo, puños, cabezas, no paran. Ruedan sin soltarse, inseparables. Uno ataca, riendo, el otro se defiende Ahí, en la vereda. Se están pegando con brutalidad, sin reglas, sin fin. Los demás chicos con ojos bien abiertos, se mueven al compás de ese ovillo esquivando la pelea, y comparten la fiesta. La mujer empieza a los gritos: Paren, basta, llamen a la policía. Le grita a los autos detenidos por el semáforo. Mirá como grita esa loca. ¿Qué le pasa? le dice la señora al señor que maneja su lindo auto.

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Paren, basta, llamen a la policía, paren. La mujer siente una violencia imparable, quiere hacer algo, no podría sin ayuda, y nadie hace nada. Déjelas, le dice alguien del grupo. Entonces las dos son chicas. Dos chicas peleando como fieras y los del grupo son casi todos varones. Sonrientes, empujan para ver bien cómo se golpean, quién sabe por qué, no importa el por qué. No vale el por qué. De los autos nadie hace caso, en la verdulería siguen con su rutina. Baja un hombre de un colectivo. Señor, por favor, se están pegando, se están matando le grita la mujer a los gritos, el hombre no entiende y se pierde entre los pibes, no lo ve más. No sabe si las separó. No sabe si pudo, la pelea rodó para la otra vereda, ya no las ve. Llega el 41, la mujer tiene que irse, aunque no sepa que hacer. Unas chicas también suben. Desde el vidrio ve pasar un grupito, abrazando a la chica de la colita ahora con el pelo desordenado, la que recibía los golpes. Y también escucha a las chicas que subieron en esa parada: Mirá, pobre, tiene la cara rayada, con sangre. Y está llorando. ¿Quién ganó? No sé.

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MIRADAS Vivi Mazzeo vivimazzeo2012@gmail.com

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on andar sinuoso silencia los tacos aguja. Los ojos fijos en ninguna parte. La boca sellada con una mueca de felicidad, el pelo confundido con la oscuridad de la noche. No duerme cuando los demás dormimos o fingimos dormir como Gustavo y yo que la espiamos. Presencia amenazante y seductora para mujeres y hombres del barrio. La imagino reina, comiendo lentamente a su presa atrapada en la ruta, respirando profundo. Por la mañana, cuando nos levantamos para ir a la escuela vuelve con paso cansado y una máscara triste que le desdibuja el rostro Hoy cruzamos la mirada y me sonrió.

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COLECCIONISTA DE MIRADAS Amalia Tesler amalia.tesler@gmail.com

C

oncentrate en ese señor. Miralo: camisa manga larga, jean gastado, zapatillas, cinturón. Veinte pesos a que se está cagando de calor. Por supuesto que nadie se dio cuenta. Va caminando tranquilo, se sienta en un banco. Mira con asombro a una chica, que no tiene ni veinticinco años. Ésta le pidió fuego a un flaco y se prendió un pucho, pero todavía no le ha dado ni una sola pitada. Mirá al viejo, cómo la sigue con la vista. Está por pasar cerca de él. Le camina por al lado y le tira las cenizas sobre las zapatos. Lo ignora. Qué cosa que no termino de entender a la gente. Me imagino que se despertó, se sacó su pijama cuadrillé marrón, levantó las persianas, desayunó un té verde, tres galletitas de agua con manteca, y se le ocurrió que la mejor idea era ir a sentarse en un banco de la plaza. La cantidad de documentales que se estará perdiendo. Qué carajo estará esperando. Dudo que alguien vaya a encontrarse con él. Nadie querría compartir su domingo con semejante plomo aburrido. Sigue ahí sentado. Se sacude las cenizas que la pendeja maleducada se limpió en él y vuelve a fijar su mirada en algún sitio. Pasan dos horas y no se mueve. Hasta podrían pasar días, semanas; podría estar famélico, con la barba hasta el piso, desprolija y nadie se daría cuenta. Ni siquiera su propio hijo. Aplaudamos que se está levantando. De seguro tiene el culo chato, va a necesitar un fibrón para dibujárselo nuevamente, pero más bien lo suyo no es dibujar, sino pintar… Y se levanta precisamente por ello, ya juntó el material que necesitaba, ya se inspiró. Por eso habrá permanecido tanto tiempo en ese banco. Se va, se está yendo, se fue.

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Seguro irá a tocarle el timbre a Germán. Pero Germán no lo va a atender. Quizás hoy es el día, pensará. Pero seguirá ahí, frente a la puerta, esperando. Le abrirá su nieta, la que no sabrá quién es ese viejo ridículo. Apartará Germán a la niña. Cerrará la puerta. Se equivocó. Hoy tampoco sería el día. Nuestro personaje insistirá e insistirá, sin darse por vencido. Germán le abrirá, con la cabeza gacha. Andate, le dirá. Le fijará la mirada a su hijo, lo tomará por el brazo, le implorará que lo mire. Le cerrará la puerta. Volverá entonces abatido a su casa, continuará con su rutina dominical: se pondrá las pantuflas, almorzará, pensará que no debería haberse jubilado, que aún los días preparando cuerpos en la morgue se le pasaban más rápido que en su casa. Dejará los platos limpios y en su lugar. Se servirá un licor fuerte y añejo, se alejará de la mesada. Volverá arrepentido. Agarrará la botella. Bajará a su estudio, al sótano. Pintará lo que recolectó. Colocará el lienzo todavía húmedo en algún hueco que le haya quedado libre. Ya casi no le quedan, ni siquiera el techo, o incluso el piso. Supongo que ya hasta camina sobre sus retratos. Se sentará en el sillón Luis XV, donde también se sentaba ella. Cerrará los ojos, intentará recordarla, su mirada al menos, pero no podrá. El día ya se habrá terminado para él. Beberá. Y beberá. Y beberá. Girará la cabeza, verá las maderas que tapan la ventana, la luz, desde el día en que decidieron no mirarlo más. Ni Germán, ni el mundo, ni él mismo. La extrañará. La extraña siempre. Ella sí lo miraría. Prenderá el velador, ya no querrá estar más a oscuras. Querrá que lo miren. Quiere que lo miren. Y ya no es suposición, ahora es certeza. Lo veo. Bebe. Ve. Miradas. Ojos. Sus cuadros. Sus retratos. Su colección. Las miradas que juntó. Que viene juntando desde aquel día. El día del accidente. Bebe. Adora su colección. Vive por su colección. Bebe. Desea que llegue el lunes. Ahora la vida ya se habría terminado para él, incluso antes que el día.

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Desea que llegue el momento del perdón. O de su muerte. Bebe. Desea verla. O que lo mire. O que lo miren. Alguien, quien sea. Bebe.

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LA TÍA CARLOTA Mercedes Rozas mercedes.rozas07@gmail.com

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n el comedor diario, la familia se reunía a mirar televisión e informarse de las novedades habidas en el noticiero de la noche. Se suscitaban comentarios breves sin restar atención a los cambios que se sucedían en la pantalla. Alguien en el grupo, sin embargo, no participaba del mismo interés: Carlota, la tía viuda cuya sobrina, casada y con hijos, la trajo a su hogar a vivir con ellos. Sin poder resistirse, frente al televisor, se apoderaba de su voluntad un pasatiempo no buscado: concentrarse en las leyendas al pie de cada imagen e ir descubriendo cuáles eran las letras que se repetían; luego proclamar vencedora (o vencedoras si eran más) a aquélla que apareciera una vez sola. Si al terminar el examen, la leyenda seguía expuesta a los ojos del espectador, habría una variante, el texto debería fragmentarse en tramos de extensión similar. A veces, la operación era sencilla y Carlota la ejecutaba con éxito a simple vista. En otras ocasiones, debía recurrir al conteo de letras e incluir también los espacios de separación entre las palabras. La tía no comentaba esto, que ella reconocía como algo inocente y que los demás podrían censurar, considerándolo –al menos– una manía, si no una compulsión. Pero, el secreto de tía Carlota se fue develando a medida que su vista se acortaba, pues ella comenzó a leer los textos en voz alta y a pedir ayuda, porque ya no se bastaba para distinguirlos con claridad. Pronto la seguidilla de preguntas se tornó inoportuna para los más intolerantes y se produjeron situaciones ríspidas aún con los que se mostraban calmos. La tía, entonces, desistió de mirar el noticiero y adelantaba la hora para ir a dormir. Volvió así la tranquilidad y reinó la paz en la familia. – 32 –


Una noche, en que la TV difundía secuencias de un crimen feroz, la sobrina de Carlota, con el fin de evitar a su hija la vista de tamaña atrocidad, la envió al dormitorio de Carlota a preguntarle si necesitaba algo. La niña volvió pronto, en puntas de pie: dijo que la tía se había dormido con la ropa puesta y con la luz encendida. La madre, algo alarmada, fue a la habitación y la encontró como había dicho la nena, pero notó algo más: un pie descalzo y el zapato caído sobre la alfombra; en la mesa de luz, junto al velador, había una petaca de whisky, destapada y llena hasta la mitad. Se dirigió al placard y, en un estante alto, divisó entre frazadas y sábanas apiladas, otras dos petacas de la misma bebida, sin abrir. Sigilosa, salió de la habitación, buscó a su marido y le habló en voz baja. Éste, con menos reserva, exclamó: –¡Mirá la tía, era preferible la compulsión léxica a la adicción etílica! Convinieron en invitarla al día siguiente a que se quedara con ellos a ver el noticiero y a tomar una copa juntos, para observar cómo se comportaba. Después de cenar, Carlota aceptó la invitación y cuando el sobrino le acercó un vaso con whisky, le dijo: –No, dame sólo una medida, como tomábamos con tu tío Jorge antes de acostarnos. Así resulta más saludable y digestivo. Sorbió un trago corto y agregó: –No sabía que te gustaba beberlo. Voy a traerte dos botellitas que compré. Jorge siempre me decía que beber acompañado, es más placentero. La sobrina se acercó a abrazarla y besarla. La sintió tan próxima, que hasta le pareció que podía palpar su soledad.

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LOS MUROS DE SU CÁRCEL Martha Conti victorialohola@yahoo.com.ar

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is manos tiemblan. Preparo milhojas almibaradas porque sé que le gustan. Doblo la masa y vuelvo a doblar. Siento la negrura de su mirada penetrando el escapulario – armadura. En círculos remuevo el almíbar. Imagino su aliento tibio y dulce. La priora adelante. Atrás nosotras con las fuentes de peltre y losa aromando a clavo, a vainilla, a canela. Al otro lado de la reja esperan las visitas sentadas en sillas fraileras. Hermanos, padres, amigos, señoras y señores principales que gustan de nuestros dulces, de nuestras charlas amenas. Allí están ellos… mi hermana y él. Cuando se casaron busqué refugio en el convento. Trabajo, silencio y oración pero ni eso bastó. Trato de no mirarlo a los ojos. Tiemblan mis manos cuando le ofrezco pasteles. Siento la negrura de su mirada penetrando el escapulario – armadura, buscando con su imaginación el valle de mi pecho. Mi hermana queda atrás difusa por la bruma salada que brota de mi cuerpo y empaña mis ojos. Los pensamientos deseosos de muerte, hacen amarga mi voz. Él busca otro dulce. Deshace el pastel con su boca, morosamente, mientras la hermana Cándida lee su último cándido poema al niño; se acerca la Navidad. Con el pañuelo de holanda limpia la punta de sus dedos para aplaudir. Sé que busca mis ojos. No puedo dejar que los encuentre. Hablo con mi hermana: la salud de mi madre, los negocios de mi padre, el ama de los niños. Él estira la mano por otro dulce que molerá con sus labios morosamente. Entonces siento que “crecen los muros de su cárcel como en un sueño atroz”i. Y sé que ya no podré vivir fuera de – 34 –


esa cárcel. Suena la campañilla de la sacristana llamando a vísperas. Las visitas se levantan, saludan, se van. Dejo que encuentre mis ojos y una llamarada enciende bajo el velo hasta el último de mis cabellos.

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ES DEMASIADO Amalia Tesler amalia.tesler@gmail.com

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a está, flaca, colgá los guantes. Asumilo. Dejá de portarte como una pendeja. Dejá de hacerles perder tiempo a hombres que no están al pedo. Obstinada y terca, como buena profesora de física, no se cansa. Da pena. De todas maneras, me hace reír. Todos los meses la misma historia, el mismo acting, el mismo quilombo. Por suerte, la víctima del día de la fecha es un buen tipo. Yo ya la hubiera mandado a cagar. Gran cocinero el kinesiólogo, simpático, adulador, respetuoso. Que sí, que no, que sí, que no, hasta que decidió ir. Llegó hace un rato y ahora están en la habitación, pero ella se la va a mandar, ya la tengo calada. Sin malas intenciones se le acerca y le da un beso. Y mientras está con los ojos cerrados, lo toma por la nuca y le acaricia el pelo, piensa que ojalá fuera el otro. Entonces se levanta, le pide disculpas y, atolondrada, se va. Es casi una rutina. Miren cómo lo deja ahí sentado en la cama, pagando por algo que él no ha hecho. Entonces llovizna y camina apurada las cinco cuadras que la separan de su dirección. Le pica la cara, se rasca a dos manos. Tiene los pómulos secos y resquebrajados, pero aunque le eche la culpa al frío, su alergia tiene nombre y apellido. Llega a su casa mientras cuenta cada paso que hace y mide cada baldosa que pisa. Se ve en el espejo del ascensor, es un solo de irritación. Abre las rejas oxidadas, las empuja, entra a su casa. Empieza a olerse y no le gusta. No es él. Corre. Su departamento de sesenta metros cuadrados se transforma en un laberinto, y el pasillo que va del comedor al cuarto, en un camino interminable. Hasta que llega, se cambia esa ropa roñosa y apestada. Se encierra en el baño. Se huele, se repugna. Se lava los dientes, se muerde los – 36 –


labios. Entonces se lava la boca con jabón, con alcohol, con ácido. Gira la canilla. Corre el agua de la ducha. Se le moja el camisón. Restriega su cuerpo con una esponja, mejor con una lija. Se lava el pelo. Se pone shampoo, acondicionador, vinagre, kerosén. Y se depila. Se depila las piernas, las axilas, los hombros, se depila la baranda del otro, de aquél, del que no es él. Se depila los brazos y las palmas de las manos. Se depila la piel. Se depila las venas. Se depila la nostalgia. Y se ríe. Y llora. Sigue con olor. Grita un poco. Abre el placard. No la ve. No ve la remera. Se desespera. Comienza a revolver mientras chorrea la alfombra con agua, y con sangre. Tira todo. Prende la radio. Suena Phil Collins. Se tapa los oídos. Ríe. Espera que pase un tornado que apague el sonido de la música. Llora. Vuelan camisas, jeans, carteras, zapatos, vestidos, estantes, puertas, promesas. Todo arrugado, hecho un bollo y revuelto; como su cabeza. Entonces la ve. Ríe a carcajadas. La agarra, no siente sus manos en carne viva pero sí siente el olor. El de su perfume. Todavía le queda algo de él. Se acuesta en la cama, la cama sucia, la cama cuyas sábanas siguen manchadas. Manchadas desde la última vez que habían estado ahí. Y cierra los ojos. Se abraza fuerte a la remera. Escucha la música, esa canción. Otro día en el paraíso. Y lo ve, le estira la mano. A esa sombra, al rostro distorsionado por el paso del tiempo. A aquél que de vez en cuando se sienta junto a ella en el sillón a discutir, la misma discusión, en la que siempre gana él. Y de repente se desvanece antes de que ella pueda pedirle que se quede. Entonces se enoja y grita. Hunde su cabeza en la remera sucia y aspira su olor. Lo aspira con fuerza. Sonríe. Apenas llora. Y lo extraña pero no sabe cuánto. Incluso decir poco ya es mucho, pero decir mucho, es poco. Se ríe en decibelios. Llora litros. Y lo extraña. A kilómetros, a radianes, a años luz… ¿En qué lo mide? ¿Cómo lo mide? Lo extraña

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desmesuradamente. Quisiera mudarse del mundo pero no lo hace porque querría contárselo a él y no puede. Entonces se asfixia. La está metiendo en una bolsa, lo siente. La mete junto con las otras. Patea el nylon. No ve nada pero le arden las manos. Y la cara. Está húmeda. Grita. Le implora. Quiere salir y no entiende por qué él disfruta tanto su sepulcro. Pero se tranquiliza. Para ella también es motivo de celebración el evento porque lo va a volver a ver. Porque cree que irá a su velorio, aunque no la extrañe. Otra vez le gana de mano, porque no la vela, la entierra. Y entonces se desespera. Siente cómo la tapa. Pero no es un sentimiento, es una sensación: cómo la pala apelmaza la tierra unos metros por encima de ella. Y sigue escuchando la música que se va atenuando. Ahora yace. Yace mojada entre sangre, secreciones y ropa sucia. Entonces se vela por su cuenta. Vela aferrada a ese olor mientras se duerme. Vela por él y por ella. Vela por lo que ya está muerto. Por su consuelo. Vela por esa silueta que todavía imagina creyendo que es él y le habla.

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LAS ESTRELLAS TELEGRAFÍAN PARA HABLAR CON LOS ÁNGELES Vivi Mazzeo vivimazzeo2012@gmail.com

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na mañana se despertó como siempre para ir al trabajo. En el desayuno le contó a Ana que lo seguía el F.B.I. Dos horas más tarde, se encontraban sentados frente a un guardapolvo blanco que sonriente y con mirada encendida le dijo: Es una demencia ruidosa, sin duda La esposa asintió algo extrañada. La puerta del consultorio permanecía abierta y el parloteo del pasillo llegaba como un murmullo desarmado. Vamos a tener que internarlo unos días para seguir su evolución. Ella volvió a asentir. Imagínese, continuó guardapolvo blanco, e inició un monólogo crujiente poblado de adjetivos y colores. Al finalizar, se paró y antes de retirarse con toda solemnidad anunció: “Las estrellas telegrafían para hablar con los ángeles”. Ambos se miraron. Entró otro guardapolvo blanco Buenas tardes, Soy el Dr. Ibáñez ¿Cómo puedo ayudarlo?

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MUNDO PARADOR Martha Conti victorialohola@yahoo.com.ar

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s la última en llegar al Parador. Hombres y mujeres más jóvenes, más fuertes, buscan refugio, escapan del frío, del viento, de la lluvia, antes que ella. Es la última en llegar a veces mojada, azul de frío. También es la primera en irse por la mañana. Allí donde todos roban y se maltratan, sienten respeto por ella y por sus cosas. ¿Serán las conas? ¿Su afán por el aseo? Usa esas duchas heladas donde el agua empieza tibia y después cae como alfilerazos de hielo. Lava alguna ropita que tiende en la cabecera de hierro de la cama y, cosa increíble, nadie las toca. Un aire digno la envuelve en todo momento. No es antipática, no, sólo que habla poco. Dice llamarse María, seguro nombre falso como todos en el Parador. Los otros hablan mucho. Cuentan la historia de sus vidas pasadas, y las desgracias que han caído sobre ellos. Siempre distintas, versiones corregidas en cada ocasión. Todos saben que todos mienten, pero es la forma de pasar el tiempo. Ella, no quiere aislarse, por sentido de supervivencia, así que soporta callada los relatos, compartiendo de tanto en tanto un mate que sorbe pensando en otra cosa para no hacer arcadas. Claro que le preguntan dónde pasa el día, qué comió, por qué está en el parador. Ella no altera una coma de su historia: que va hasta Liniers (la otra punta) y que allí cose en un taller de Cáritas donde come y pasa el día. Supo tener una casa de modas y que la socia la había dejado en la calle. No…no tenía familia…todos muertos.

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No falta quien dice “la vi pidiendo en la puerta de la Iglesia de San Telmo”. Pero otro asegura que en ese mismo momento estaba vendiendo flores en Rivadavia y Acoyte. Lo que más le gusta a la tribu del Parador es la sarta de refranes que María tiene siempre a mano, para rematar las historias que oye: “Lo que pasó es que quise agrandar el boliche y a la final me quedé sin nada”. Más vale pájaro en mano… “Mi hijo salía de la cancha con los quemeros y lo mataron los de la Buteler”. Quien mal anda mal acaba. Y aunque muchas veces el refrán suena como una dura amonestación, le aceptan esa manera de intervenir en las charlas del fin del día. Las luces se apagan, queda sólo una pequeña que satura de sombras indefinidas el inmenso galpón. Hombres y mujeres se retiran a sus espacios arrastrando los pies. Se meten en las camas. Estiran las cobijas para abrigarse hasta las orejas. Sobre la manta, camperas, gabanes, algún tapado. Bajo la almohada, las últimas pertenencias: unos pesos, una fotografía, la estampita de San Cayetano o de San La Muerte; tal vez un documento. Las ropas en una bolsa junto al cuerpo cansado de intemperie, de caminatas, de mala comida, de indiferencia. El aire espeso y frío se puebla de callados monólogos, de arrepentimientos oxidados, de odios o de amores sin destino. Dolores de huesos, gargantas resecas, pulmones carbonizados. La pesadilla de otro día, el de mañana igual al de hoy, al de ayer. Por eso hay que dormir… dormir… dormir… con suerte hasta se puede tener un lindo sueño. María sabe que hoy es noche de San Juan. Sus nietos estarán haciendo la fogata en una esquina del pueblo. Y habrá fiesta porque San Juan Bautista es el Patrono. Y que la familia se reunirá alrededor del cordero asado y de las naranjas en almíbar. Y que nadie querrá acordarse de ella. Se cuelan los ruidos de la calle: bocinas, frenos, una ambulancia, alguien pelea. Un olor duro a orines metálicos,

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a humo en la ropa, a manos sin agua, empapa el aire del galpón. Ella va entrando en el sueño, quiere su sueño, su único sueño: volver al pueblo, ver al hijo, conocer a los nietos… Algún día… tal vez… volver al pueblo y gritarles la verdad con esa boca sin dientes, sí señor, la verdad…Porque el que las hace, las paga…

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LA CENA Y LA PAZ Ana María Rodriguez Arbizu anamr2001@hotmail.com

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o es que sea malo, o que no me quiera, está estresado, hay que comprenderlo. De alguna forma tiene que descargar la bronca del tránsito, las colas, los pagos. Prefiero que lo haga acá y no tenga otra mina. Después de todo son unos cuantos gritos. No es para tanto, mi familia exagera, nunca lo quisieron. Otras están peor y se lo bancan bien calladitas, las muy zorras. Me quiere, lo sé y lo perdono, yo tengo la culpa. Nunca hago las cosas bien, siempre me lo dijo mamá. No le plancho las camisas bien, no cocino bien, soy un desastre. Y es una excusa que vengo muerta de la oficina. Tampoco ando bien en el sexo, él me lo dice a cada rato y sí, a veces pone ojos de odio, filosos y amarillos. En el colegio de monjas me enseñaron historia, geografía pero no sexo del que él necesita, ni el Kamasutra me enseñaron, pero él me tiene paciencia, me quiere igual aunque me grite que soy una boluda Esa noche comen en silencio, la mesa atenta a las manos que mueven el tenedor. El cuchillo raspa el plato, el vaso a la boca, la servilleta descansa; en la pantalla Marcelo Hugo muestra la cola de la bailarina, el vino se mete en la garganta. Una lija este vino, eso es por comprar del barato, te lo dije. Y el pollo está soso, cada día cocinas peor, tiene razón tu vieja no hacés nada bien. Más vino y la voz más fuerte. Cada vez más fuerte. Estás muy linda hoy, decime con quién andás de tu oficina, mientas yo me mato trabajando. La voz cada vez más fuerte, y más vino. En la pantalla muestran las lolas de la bailarina y más vino. El hombre se para, corre con fuerza la silla, el mantel, acercándose a la mujer quieta y sin pedir permiso empieza a empujarla de a poco, la espalda apoyada en la pared, la furia va y viene, castiga al cuerpo que está abrazando, con fuerza invade al objeto. Deseo – 43 –


de ir más allá, alterar el recorrido de la sangre de la mujer. No siente nada, sólo la calentura del vino. Ni amor, ni culpa. Quiere que ella lo bese. El beso mensaje de dolor. El beso rojo sangre recorriendo las heridas, cada vez más heridas. Dolor de beso herido. Y no quiero más, no lo hagas. Estás loco, vos y tu locura. Yo no tengo la culpa, yo y mi dolor. Ya no la escucha, ya no le importa, no puede parar. Se siente poderoso. El jefe no lo puede joder, su padre no lo puede joder. Tendría que haberlo matado cuando me pegaba con el cinturón. Ocho, diez años, tendría que haberlo matado ahí. Y si yo inventé todo, y no fue cierto. Se va deslizando al suelo, mareado, se sienta contra la pared. Toca a la mujer en el suelo, los ojos cerrados, la toca, che, qué te pasa. La mujer no se mueve. Siempre tan vaga vos.

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LA VOZ DE MAMÁ Vivi Mazzeo vivimazzeo2012@gmail.com

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amina con paso lento porque sabe que es temprano. Por momentos se apura por la ansiedad. Los nenes con los nenes y las nenas con las nenas… La voz de su madre vuelve desde la infancia. Último año del colegio de monjas. Universo femenino. Al igual que su casa, con mamá sola y la abuela Juanita. El primer baile para recaudar fondos destinados al viaje de egresadas. Después de mucho insistir mamá le da permiso. –Llegás a lo de Lupe y me avisás. Se pregunta cómo se verá con su vestido verde ajustado. El pelo cuidadosamente planchado, poco maquillaje. Lupe le abre la puerta sonriente –Qué bueno que vengas temprano así me ayudás a elegir qué vestido me pongo. La habitación es un desorden. Ropa sobre la cama, pinturas y la música… Lupe comenzó a mecerse al ritmo de la misma mientras le muestra los vestidos. Se quita la remera, tiene un corpiño de encaje blanco y a ella se le acelera la respiración. Los nenes con los nenes y las nenas con las nenas –Ayudame con el cierre. Mientras lo sube se agita más, se desliza por su espalda, llega a la nuca blanca y Lupe suelta el manojo de pelo y se da vuelta de golpe. Frente a frente su cuerpo se estremece. Lupe le toma una mano y la pasa por sus pechos. La desliza hacia abajo y la mete en su bikini. Ella mueve los dedos presurosa y Lupe da un grito. Se besan. Llegan tarde al baile. No se separan en toda la noche. Nunca desobedecería a mamá – 45 –


DECISIÓN Graciela Bruschetti gracielabruschetti@hotmail.com

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arajar y dar de nuevo. Escoger entre el ayer y el mañana. Eso sentí aquella noche mientras limpiaba las mesas del bar atestado de copas que guardaban la felicidad de los brindis entre amigos, naufragio de amores y tantas veces la soledad del insomnio. Una maraña que corría junto al agua con la que limpiaba los pisos cada jornada. Tanto tiempo levantando sillas, escuchando historias y compaginando la vida que no me animé a vivir. Hoy lo comprendí. Llegó de la mano del hijo del dueño. Era idéntica a la mujer que nunca he olvidado. El frío y la miseria de Irlanda de la posguerra, había hecho que emigrara junto a su familia. No quise acompañarlos. Preferí la protección de estas colinas y el trabajo en la taberna más importante de la ciudad. Aquí es donde sepulté los años. En el puerto de Dublín cuando embarcó rumbo a New York, le había regalado un rosario de plata para que regresara a mí. Cuatro décadas después, seguía acorralado y supe, por primera vez, que debía dejar de esperar, La mirada afable y sincera de la recién llegada me alentó a preguntarle por aquella mujer del pasado. –Mi tía nunca olvidó sus raíces señor Mac O´Nell. Está aquí en Dublín. Vino conmigo porque se cansó de New York. Soy la única familia que tiene. Salió temprano esta mañana a los acantilados de Moher –dijo sonriendo. Un vendaval desnudó la coraza y quedé indefenso. En ese lugar, un verano hicimos el amor. Supe que había llegado la hora y decidí no esperar más. Escapé del refugio oscuro en el que estaba sumergido y corrí hacia el amanecer. – 46 –


NOVIEMBRE HUELE A TILOS María Belén Vignolo belenvignolo@gmail.com

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a mata formada por el farolito chino no dudó en invadir la vista de por lo menos media ventana. Había llovido y los colibríes revoloteaban metiendo el pico en los copetones colorados. Nené siempre se preguntaba qué los atraía, si el néctar de las flores o el agua de la lluvia. Nené se preguntaba. Saco la pava del fuego, no hay nada peor que el mate quemado, pensó y enseguida sonrió irónica ¿no hay nada peor? La lluvia había levantado el olor a tierra, pero lo que más se esparcía y penetraba, penetraba y esparcía, era el aroma de los tilos. El olor a tilo era Juan y Juan no estaba. ¿Por qué lo había plantado si ella sabía? Le echó un poco de agua al mate, de costadito, para no lavarlo. No, Juan no estaba. Pero sí estaba su ausencia. No es posible olvidar cuando la ausencia anda con uno, tomando el mate, haciendo las compras, cortando el pasto. Es una compañera invisible y tibia. O más bien, pensaba Nené, es como una sombra. Pero no es la sombra del ausente, es más bien algo nuevo, que nace con la falta del ausente. Pero, a diferencia del ausente, la ausencia no te abandona. Se transforma en una sombra fiel y doliente. Sí, el dolor tampoco te abandona. Con los años se diluye un poco, pero siempre está ahí. Y es lógico, sin el dolor la ausencia se iría: la felicidad no es tan perseverante. Cambió la yerba. Le puso unas hojitas de cedrón, una costumbre que había adquirido cuando Juan tenía que rendir y le agarraba dolor de panza con los nervios. No sabía porque lo calmaba, para ella era solo una ñaña, pero una madre siempre cumple con los rituales necesarios. Después de que se lo

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llevaron ya no pudo tomar el mate de otra forma. Nieves dice que le ponga limón, que le meta a la vitamina C, que a esta edad no conviene agarrarse ninguna peste, que mejor prevenir que curar. Así y todo, ella se lo pasa en cama y yo nada, fuerte como un toro. Ni sé para qué quiero tanta salud, bien me vendría pescarme algo, por lo menos podría dormir. Pero nada, ni un resfrío, fuerte como un toro viejo y cansado. No sé para qué la gente se pone a dar consejos. Como con lo del tilo, le hice caso y así estoy: sufriendo cada noviembre, siempre pensando que no, que esta vez no me va a afectar, que pasaron tantos años, que cuál es la diferencia entre verlo todos los días en la puerta de mi casa que olerlo. Y sí, es distinto. No sé por qué, pero el olor es distinto. Y eso que yo no quería. El recuerdo de Juan lo llevo yo, y Nieves dale, plantalo, plantalo que es un símbolo de la vida, ¿de qué vida? ¿Qué me importa a mí la vida de un tilo? Todo fue para sufrir un poco más, mirá que un árbol va a aliviar el recuerdo y no sé cuánta cosa. Qué iba a hacer, si ella plantó uno para Laurita “así siguen juntos”. El mate estaba lavado. Nené oyó unos pasos entre la hojarasca de la vereda y se asomó a ver: era Nieves. No, no tenía ganas de escuchar la lata de siempre, de los días de humedad, de cómo le hacían doler las rodillas. Se escondió en su habitación. El timbre sonó un par de veces, hasta que se cansó y se volvió a su casa. Nené sabía que Nieves sabía que ella estaba en su casa, pero por alguna razón le tenía paciencia. A decir verdad, mucha paciencia. Era su única amiga, vecina, confidente, en algún momento consuegras. Las dos habían perdido sus hijos. Los habían perdido juntos, el mismo día, con la misma violencia y el mismo terror. Pero Nieves lloraba y se enfermaba, y Nené no. La lluvia estaba de vuelta. Una garúa debilucha, melancólica. El gato de Nieves, que había estado vagando con

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ese aire de emperador linyera por entre sus rosales, ahora le rascaba la puerta buscando refugio. Nené le abrió compasiva: estaba segura de que el felino tampoco se aguantaba a su dueña los días de humedad. Se tiraron los dos en el sillón, ella apoltronada en sus vastos almohadones y el ronroneante emperador sobre su falda. Y la ausencia, porque ella también estaba. La lluvia, poco a poco dejó de coquetear tímidamente, y se tomó en serio su trabajo. En eso Nené, el gato y la ausencia se durmieron. La noche que se los llevaron, Laurita se había quedado a estudiar. Antropólogo ¿te acordás? Antropólogo querías ser. Hacía mucho frío. Les prendí la estufa y les prepare café, para despabilarse. Después me fui a acostar. Cuando escuché el portazo pensé que se había caído una rama, porque el viento soplaba fuerte. Ojalá hubiera sido una rama. Escuchaba los ruidos y las voces, pero no entendía nada. Me levanté, me puse la bata y las pantuflas. Cuando llegué al living estaban revolviendo la biblioteca, y ustedes tirados en el piso. Se me doblaron las rodillas y me caí, la sangre me recorría helada. No pude decir nada, no se me cayó siquiera una lágrima. Quedé de rodillas, congelada, mis ojos en los tuyos, tus dos gotas de café. Vos me sonreíste. El tiempo se aletargó un instante, como una película vieja. Luego les cubrieron la cabeza y se los llevaron. Y yo quedé de rodillas, en el suelo, gritando. Paró de llover. Apenas un par de gotas se desprenden, como lágrimas, de las hojas de los tilos. Hace calor. Nené se saca los zapatos, abre la puerta y sale. Camina lento, los pies descalzos sobre el pasto mojado. Mira los tilos que están juntos, como dos noviecitos ilusionados, la copa de ambos que parece una sola. Respira. Respira el olor a tilo.

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DISPAROS Vivi Mazzeo vivimazzeo2012@gmail.com

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staba en la cocina tomando mate cuando escuché los disparos, le dije a la Policía, creo que fueron tres, venían de la casa de enfrente, de lo de Don Ramón. Corrí hasta la puerta En la vereda, unos pibes se reían. Los llamé para preguntarles si habían escuchado algo. Se reían. Había varias botellas en el piso. Me di cuenta de que esos borrachos no me servirían para nada. Pasó una moto a toda velocidad. Me volví. ¿Lo conocía? me preguntó el más alto A Don Ramón, sí. Estaba mal el hombre, hablaba de la guerra. Creo que recibía una pensión. ¿Pudo ver la patente de la moto? No. Pasó muy rápido. Eran dos, sin casco. Los pibes de la esquina, dicen… Los pibes de la esquina, siempre están borrachos. ¿Cree que fueron ellos? dijo el otro bostezando Mire señor oficial, y empecé otra vez: Yo estaba en la cocina... Al rato llegó la ambulancia y se lo llevaron. La gente del barrio se agolpaba para ver. Gritos, reclamos. Perros ladrando, los pibes de la esquina. Desde la ventana, escuché que la Policía los interrogaba. Saqué el tacho de basura y quemé todo. El arma también. Don Ramón, siempre decía que debía haber muerto en la guerra, con su familia. Yo, sólo lo ayudé. Metí el dinero en el bolso y salí. – 50 –


EJECUCIÓN Leonel Migliacci leonelmigliacci@gmail.com

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na tímida llovizna Una tímida llovizna llena el espacio que nos separa y el viento frío agrede sin razón rostros y manos. La tierra húmeda cede ante nuestros pies y el fango emana espesos olores a desesperación. Un sudor frío recorre la espalda y axilas. Froto mis párpados para aliviar el peso de su mirada. El ceño fruncido de gruesas cejas enmarca ojos amarillentos surcados por vasos sanguíneos que confluyen en pupilas profundas. Desvío la vista y no consigo librarme de ellos. Siguen ahí empujándome, aplastándome. Buscan algún resquicio por donde inyectarme su ponzoña. La barba negra y soberbia completa el semblante oscuro de una noche de angustia. Erguido y desafiante frente a mí intenta mostrar indiferencia ante la cercanía del ajusticiamiento. Tantos años cumpliendo esta tarea me permiten detectar aquellas víctimas excepcionales, con personalidades tan poderosas que son capaces de transmutar en victimarios. La mayoría de los pobres diablos sentenciados se ahogan en miedo. Lo expresan de formas tan disímiles que cada fusilamiento es una sádica y fluctuante obra de teatro. Temblores, sudores y palideces configuran los atavíos de estos actores condenados. Muchos vociferan insultos o balbucean palabras inentendibles. Algunos ensayan movimientos azarosos. Otros caen bramando ante la injusticia. Todos vanos intentos para forzarme a fallar. Ninguno ha funcionado, salvo uno. Recuerdo esa mancha en mi legajo, el día más funesto en mi historia de ejecutor. De su rostro ahusado e inexpresivo brotaba un silencio pesado que no tardó en inundar el lugar. Sin ruidos que las acallen, las voces internas gritaban sus dudas. La estocada final la esgrimieron sus ojos anclados a los míos, – 51 –


avivando mis vacilaciones como fuelle de fragua. Sin poder contener el desasosiego perdí el control sobre los nervios, destino fatal para profesionales de la precisión como yo. Muchas noches reprochándome el yerro. No parece justo tener que atravesar por ese sufrimiento otra vez. Soy sólo el último eslabón de esta cadena que comienza con la sentencia. Aquel envestido con el poder absoluto dictamina un fallo siempre inapelable. Si la pena es la máxima, mi presencia es requerida. Entro en escena para torcer irreversiblemente el curso del tiempo. Nada vuelve a ser igual luego de un disparo certero. Pero la gloria de ser el elegido se paga con pesadas culpas que van doblegando mis espaldas. Ahora estoy nuevamente parado entre esta víctima peligrosa y mis fantasmas. Me lastima con su mirada de estatua. Miedos enquistados agigantan su imagen. Decidido a no claudicar ensayo una medida desesperada. Cierro los ojos. Voy a fiarme de los otros sentidos, sobre todo el de la experiencia. Las retinas intoxicadas se empecinan en proyectar su figura en un negativo borroso. Poco a poco los detalles se desdibujan y liberan mi atención que ya se focaliza en las coyunturas doloridas. El cuello sufre los embates del corazón decidido a hacerse sentir. El pasto fresco libera aromas sedativos que me regresan a la realidad. Afirmo ambos pies en el terreno. La respiración se enlentece. Visualizo la escena completa en la pantalla oscura de la mente. Sigue parado frente a mí, pero sin los ojos letales, sólo una triste silueta predestinada al fracaso. Mi convicción renace y el disparo surge desde el centro del pecho. El silencio denso es quebrado como el cristal por el áspero sonido de la pelota enmarañada en la red. La tribuna se desgarra en un grito grueso de alivio y de festejo. Este penal voy a festejarlo por un largo tiempo.

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LLORAR A MARES Vivi Mazzeo vivimazzeo2012@gmail.com

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erró la puerta y entró a la casa. Se miró al espejo, se alisó el pelo y estiró la falda. Sabía que esto sucedería en algún momento. Tenía un nudo en la garganta. Sentada en el sillón lloró, lloró, lloró Las lágrimas caían por sus manos, ropa, zapatos. Pronto, todo el living se llenó de lágrimas. Sillas, mesas, portarretratos, la cajita china y todos los muebles se desplazaban como peces. Cuando la puerta se abrió y entró Santiago, todavía conservaba la llave, iba a decirle que estaba arrepentido, que se dieran otra oportunidad, trastabilló entre las olas. La llamó una y otra vez mirando a su alrededor Pero ella no respondió. Se había ahogado en su propio mar de lágrimas.

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DOS MUNDOS EN EL ESPEJO María Herminia Antelo maruantelo@yahoo.com.ar

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o puedo, me falta confianza hasta para decir en voz baja mis propias palabras. Sé que atrás de ti, hay escondidos fantasmas que me escuchan. ¿Qué pensarán de mis locas ideas sobre este lado y el otro? Ellos ya saben sobre ambos. Pueden ir y venir. Es la ventaja de ser fantasmas, pero no tienen voz para expresarse. Están en silencio. ¿O también les faltan las palabras? Yo puedo hablar sobre el aquí y lo que creo sobre el más allá, pero no me atrevo; la desconfianza me juega sucio, no me deja ser el yo carnal real Yooooo. La verdad, temo que si las digo en voz alta, la irrealidad se haga realidad. Ellas, las imaginadas figuras fantasmales, a veces, puedo escucharlas dentro de mí. Me asustan. Veo una informe mancha oscura sobre el cristal en lugar de mi rostro, creada por mis ideas y las posibles verdades de esas criaturas. Es el vacío del silencio, la tumba que guardará mi cuerpo. ¿Y de mi otro yo, el doble, que será? Seguiré imaginando posibles e imposibles. ¿Qué pasa? ¡Desde tu cara plateada salen largos brazos! Desean asirme. ¡Puedo verlos, son mis ancestros!, me quieren con ellos. Siento frío, mucho frío. Me están llevando. Ahora sabré la verdad de ese lugar misterioso a dónde voy. Me pregunto ¿será como los sueño o yo, el soñado por ellos?

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SECRETOS DETRÁS DEL PICAPORTE Miguel Ángel Santacroce miguelangelsantacroce@gmail.com

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us lenguas se detienen en labios cruzados frente al espejo. Miran verse. Se acarician en delirio mutilando lo esperado. Su olfato interrumpe el coito trivial. Él bebe pesadas anclas. Ella disfruta de su anhelo en migas. Escuchan detener el tiempo. Respira su sudor en celo y se llena de antojo. Camina en el aliento cuando se revuelve bajo las brasas de las sábanas. Como peces de dos colas entrelazan los pies. Se penetran. Ella endereza el aire. Él se relaja en juramento. –¡Está la comida! –grita la madre de ambos. El picaporte revela su secreto. Ahora, la comida está sucia.

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ATARDECER EN MI DESVÁN María Herminia Antelo maruantelo@ yahoo.com.ar

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os últimos rayos del sol iluminan apenas el desván. Como siempre recorro con la mirada este mágico sitio. ¿Qué descubriré o creará hoy mi fantasía? El viejo sillón me invita. Me acomodo. Es mullido. Cierro los ojos. Siento un agradable adormecimiento. ¿Sueño o sucedió en una vida anterior? Es el instante especial previo al dormir que está fuera del tiempo. (Muy jóvenes, nos amamos.) Nuestro único deseo es estar juntos. Mi padre, rico estanciero. Él, hijo de capataz, cuida las caballerizas. Cuando nos podemos ocultar de su mirada vigilante vamos al río, silencioso testigo de nuestros cuerpos desnudos. Una tarde nos descubre. Sordos a los gritos de mi padre, no salimos del agua. Al contrario, nos internamos hasta desaparecer. Dejamos que la corriente nos llevara, más unidos que nunca, transformados en espuma, en juncos, en canto rodado. La claridad de la luna me despierta. Un encaje de luces y de sombras viste al desván. El sillón está húmedo.

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AQUEL VERANO Martha Conti victorialohola@yahoo.com.ar

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os veranos en la quinta de San Isidro eran vacaciones de verdad. Las niñeras se ocupaban de nuestras comidas, de nuestra ropa, de nuestros juegos; en Buenos Aires quedaban, gracias a Dios, los preceptores. Menos aquel año… Había terminado la primaria en el Colegio San José y debía preparar el ingreso al bachillerato. Sabía lo que me esperaba. Ya no jugaba con mis hermanos, pero disfrutaba el verano sin deberes y sin manuales, el correr de las horas leyendo aventuras bajo la magnolia. Caminar solo entre los juncos con el agua hasta las rodillas, mirando el horizonte pardo del río, me hacía sentir grande y podía inventar extraordinarias vidas futuras. El único horario que se respetaba era el de las comidas; después, yo era dueño del tiempo. Todo eso iba a acabar con la llegada de Julio Lizardi, el profesor. Mi padre fue a buscarlo a la estación en el breck. Llegó un domingo al atardecer. Yo aguardaba el momento espiando desde mi dormitorio en la planta alta, protegido por los pliegues del visillo. Bajó ágil, con elegancia. La sombra era mucho más larga y angosta que la de mi padre: apenas una pincelada oscura sobre la granza. Un criado tomó su equipaje y lo llevó al dormitorio que le habían asignado; él fue acompañado por mi padre hasta la habitación. Dios mío, todo el verano en las garras de este personaje… No pude menos que pensar en las historias de Dickens que leía con pasión. Y recordar los relatos de Charlote Bronte, que yo no leía, pero sí mis hermanas, ellas luego me comentaban con detalle las desventuras de aquella gente.

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El rito de presentación se hizo en la galería donde estaba reunida la familia. Tibia la noche, apenas vientito del río. Jazmines y magnolias dulcificaban el aire. Todavía alguna chicharra y el asomo del primer grillo. Por las cenefas de latón recortado de la galería asomó una luna enorme. Llegó papá con el profesor. Se me pararon los pelos. Ahora se transforma en lobo… Sultán aúlla en el patio trasero… ¡nadie se da cuenta!... Primero fue presentado a mi madre; después a mi abuela; siguieron mis hermanas y mis hermanos. Yo fui entregado al final con recomendaciones especiales por parte de mi padre. Oigo lo que piensa el profesor, ahora sí eres mío tarambana, badulaque, alfeñique insignificante. Sabía que en otras familias los preceptores y las institutrices comían aparte en un raro limbo entre la servidumbre y los patrones. En casa siempre fueron sentados a la mesa familiar, así que pasamos todos al comedor. Cerrando la marcha papá y Julio Lizardi, el plomo de la luna en la nuca, en las orejas. Ahora sí… ahora sí… abre las alas y clava sus horrendos colmillos en nuestros cuellos. Presté mucha atención al momento en que tendría que cruzar frente al espejo del perchero. Nuestras miradas se cruzaron sobre el cristal y fue la primera vez que lo miré a los ojos. Cata servía la mesa. Él aceptó el vino que le ofrecía papá. Mi abuela lo miraba con esa sonrisa beatífica que le descubríamos cuando rezaba a San Miguel Arcángel. Me llamó la atención que mamá se arreglara más que de costumbre; nuestras comidas en la quinta eran muy informales. Los chicos lo observaban boquiabiertos, los ojos chispeantes; no acertaban a embocar la cuchara que perdía en el camino la mitad de la sopa. Rosarito, la mayor de mis hermanas, estiraba la pollera para hacerla más larga. En lugar de trenzas sueltas lucía dos roscas sobre las orejas que milagrosamente le agregaban algunos años. Comía con la mirada baja, pero aprovechaba los

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momentos en que el profesor conversaba con mi padre para espiarlo. Después de la cena Lizardi pidió permiso para tocar la guitarra; siempre había una sobre el pianito vertical de la quinta. Arrancó con unas vidalas muy sentidas, hermosas las manos, voz de cántaro. Mi padre le hacía una segunda. Mamá cerrando los ojos se daba aire con la pantalla de paja. Mi abuela movía los labios, seguía los versos en silencio. Es peor de lo que creía. El diablo está en la sala, el mismo que venció a Santos Vega… El aplauso me arrancó del sortilegio. Esa noche no dormí. Me levantaba a espiar el corredor. La luz filtrándose bajo la puerta de la habitación de Lizardi quedó prendida hasta muy tarde. Sudaba al pensar que al día siguiente tendría que permanecer encerrado a solas con el monstruo durante varias horas. En la quinta no había sala de estudio, nos destinaron el escritorio de mi padre. En aquel lugar oscuro me esperaba el profesor el lunes a las 9 de la mañana. Gracias a Dios se había sentado junto a la ventana. De esa manera yo veía a Nicasio en el jardín, había que cortar el pasto. Cualquier cosa grito y él viene en mi auxilio con la guadaña. El profesor se puso de pie para recibirme. Preguntó cómo había pasado la noche. Me cuidé muy bien de decirle la verdad. Después, señalando la silla para que me sentara, ¿con qué quiere empezar Aguirre? dijo. Aguirre… ni señorito, ni niño… ni joven… ni alumno… ni Carlos María… Aguirre, como se nombraba a mi padre. Yo no supe qué contestar. Nunca me habían pedido opinión. Entonces tomó uno de sus libros. Si le interesa, más adelante lo veremos en inglés. Leí en la tapa: “Cuentos Completos” Edgar Allan Poe. Después vinieron matemática, castellano, historia, geografía. Pero en las tardes calientes íbamos al río. Yo nadaba como perro, la cabeza alta, las cuatro patas pataleando bajo el agua. Él me enseñó la elegancia del crawl, y allá íbamos como

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flechas en medio del agua parda. Con dos pedazos de tacuara finas todavía, me inició en el ABC de la esgrima. Pasé del odiado francés de la institutriz al deslumbramiento del Barco Ebrio de Rimbaud. Hombre Lobo, Drácula, Diablo retrocedían, buscando refugio lejos, tal vez en el galpón de las herramientas, tal vez en el monte de paraísos, tal vez… Aquel verano en la quinta, rito de pasaje, fue uno de mis mejores veranos.

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NOCHE Vivi Mazzeo vivimazzeo2012@gmail.com

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l impulso le viene desde las entrañas. Almas puras que no verán el mañana. Cada paso, renueva su deseo. En el bolsillo, la hoja plateada del puñal. Comienza a caminar por el puente Ellas se lo buscan Fue hace seis meses que se convirtió en lo que es hoy En el parque se ubica en el lugar elegido. En un momento, comenzarían a salir las estudiantes. Se abren las puertas de la Facultad. El pulso acelerado. Los ojos brillantes. Va saboreando el ataque. Las víctimas desfilan casi todas en grupo. Entonces la ve. Rubia, inocente, la mochila le pesa en la espalda, cruza el parque mirando su celular y se sonríe por última vez.

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AROMÁTICAS Martha Conti victorialohola@yahoo.com.ar

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o soy de amores a primera vista. Pero aquellas cuatro hectáreas de suave lomada, la sierra al fondo revestida hasta la cintura de aromos apenas florecidos, y hacia arriba, brillante de mica, reverberando al sol, me flecharon. En el centro una lagunita con totoras y duraznillos chapoteada por patos tornasolados, me hizo exclamar ¡las compro! Harta del departamento, los bocinazos, el ascensor detenido entre dos pisos, los gases de la calle trepando hasta el quinto, quería emprender el cultivo de aromáticas y aquel era el lugar justo: la sierra, pero a veinte minutos del centro. El precio, mucho más que razonable. Mi hijo que es muy desconfiado estuvo averiguando por la zona. ¿Por qué tan barato? ¿Se inunda? ¿Es muy difícil llegar a la napa de agua? ¿Hay poca tierra sobre la roca? La gente no hablaba, pero un chico dijo “está el hombre – sapo”. Y la madre le dio un cachetazo que lo desparramó sobre los cajones de acelga. Por fin había encontrado la razón del precio: supersticiones del lugar que la gente no se atreve a descreer. Pero como mi hijo es muy desconfiado pensó que podía haber por allí alguien, un tipo siniestro que se escondiera en el montecito de aromos. Le pedí que no lo comentara con Rosario porque la muy tonta no iba a querer mudarse conmigo a la sierra. Entonces mi hijo fue al lugar varias veces con Flecha y Tigre, sus perros de caza que olieron muy campantes todos los rincones, husmeando cada árbol, cada piedra, cada mata, pero no señalaron nada en especial.

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En pocos meses una empresa constructora de la ciudad, levantó la casa según mis planos: chica, sencilla, luminosa, con galería y jardín de invierno. Nada de pieza de servicio; a estas alturas Rosario vivía conmigo como un miembro de la familia. Eso sí… un galponcito para el pequeño tractor, las bicicletas y las herramientas necesarias para el cultivo. Mi hijo que es desconfiado me aconsejaba tener un perro, pero yo no quería atarme a nada… ¿Y cuando nos fuéramos de viaje, o se nos ocurriera pasar tres días en la ciudad? No… perros no… ni gato, ni canario… nada. Nos mudamos a fines de la primavera. Las flores de los aromos ya teñían de ocre oscuro el pie de la sierra. Trabajamos como forzadas para instalar la casa y, como Dios descansamos el séptimo día. Ahora había que conseguir peón. Pero no logramos que nadie quisiera venir a trabajar esas cuatro hectáreas. Siempre había una excusa. Entonces me acordé de la historia del hombre–sapo y me dije “estamos arregladas, por aquí no voy a conseguir peón”. No quise comentar mis sospechas con Rosario. Traer un peón de otro lado no era negocio. Me asaltó una enorme tristeza al ver morir mi alhucema, mi tomillo, mi cilantro, antes de haber nacido. Un día espléndido (el sol había puesto corona de diamantes a la sierra) leíamos a la siesta en la penumbra fresca de nuestros dormitorios. Golpearon las manos en la puerta de atrás. Saltamos de la cama, nos chocamos en el pasillo y enfilamos hacia la cocina. La puerta sólo estaba cerrada con la reja, así que lo vimos clarito: un hombre con overol gris, pelado, ojos saltones, boca enorme y casi sin cogote chorreando agua de la cabeza a los pies, nos sonreía del otro lado. Como un relámpago descolgué la escopeta y apunté. Soy buena tiradora y se me nota. No se asuste Doña, soy el hombre–sapo, vivo en la laguna. Era evidente.

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Oí el cocazo de Rosario contra las baldosas, pero ni la miré. No quería apartar mi ojo en la mira, del pecho del intruso. Mire Doña soy buen tipo, se dicen mentiras por acá. No molesto a nadie (y de un lengüetazo se tragó una mosca). Al contrario ¿Usté vio qué limpito está el campito? Ni anque sea un bicho bolita va a encontrar, ni chinche verde, ni oruga, ni vaquita de San Antonio. Ni un caracol tan siquiera, porque no me gustan pero se los llevo a los patos. (Con otro lengüetazo tragó una araña que bajaba pendiente de su hilo). Y era verdad… ni en los asados se juntaban moscas. Rosario se había recuperado. La oí levantarse resoplando. Se sentó muda al otro lado de la mesa. Yo fui bajando la escopeta, poco a poco, hasta que la boca del caño tocó el piso. Vea Doña, estoy harto de vivir todo el día escondido en la laguna. Salgo sólo a la noche. Y hace un sol tan lindo que me dieron ganas de saltar un poco por el pasto. Si no se ofende le cultivo el campo. Se lo digo de corazón. No le cobro. Y yo confié. Aquel año vendimos las mejores aromáticas del país. Mi hijo que es muy desconfiado siempre pensó que el hombre–sapo era un linyera vivísimo explotador de la leyenda, que ahora gozaba de un lindo galpón donde dormir y de comida de primer nivel, vino incluido. Claro, él nunca lo ha visto tragar bichos a lengüetazos.

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OLOR A TABACO Claudia Gabriela Morro claudiagabrielamorro@outlook.com

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uena el despertador. Pausa. Qué suene en cinco minutos. Ocho cuarenta. Me tiro de la cama. Con una mano me cepillo los dientes, con la otra me paso la planchita en el pelo, con la otra rimmel en las pestañas, con la otra zapatos, con la otra busco la ropa. Inconcebible, nada preparado, la camisa arrugada. Cinco meses y veintidós días esperando el momento y ahí estoy yo, llegando tarde. El sumario administrativo me deja en la calle y yo tarde. Sí, sí. Tarde. El secretario había dicho: “el director de sumarios internos, tendrá la deferencia de atenderla personalmente solo por diez minutos, en honor a la vieja amistad que lo ha unido a su tía, tiempo atrás”. Mejor en taxi, no estaciono ni loca en la Plaza Moreno. Diez y cuarto de la mañana. Logro pasarme en la cola del ascensor que me llevará al piso doce de la torre dos. Demasiada gente en el rectángulo que pende de sogas para subir y bajar. Calor. La Plata siempre húmeda. Trato de relajarme, recurro a lo que aprendí en yoga, respiro profundo. Veo un rostro impreciso en el acero espejado del ascensor, que me busca con sus ojos. Doy un paso atrás y quedo pegada a alguien que no se mueve e incluso parece disfrutar de mi cercanía. Ése es el alguien del acero espejado. Un aroma a tabaco negro francés aunque parecido a la tierra mojada, me inunda sugestivamente. Me agacho para alcanzarle la chalina que se le cayó a la señora de anteojos anchos. Al mismo tiempo lo hace el dueño del rostro desdibujado en el acero. Me roza con la mano que me parece exquisita. Alguien había jugado con la botonera del ascensor, subimos y bajamos. Otra vez doy un paso atrás, esta – 65 –


vez la mano exquisita me contiene a la altura de la cintura. No me muevo, espero la siguiente parada del ascensor. Me quedo sola. Sola con la persona que está atrás mío de la que me separo un poco. El aire apretado contra la fantasía. Piso diez, falta poco para el doce. Volvimos a bajar. El silencio como misterio se me condensa en los sentidos. En el piso uno, hacia arriba, se me precipitan los latidos cuando me invade cerca del cuello, una respiración cargada de tabaco negro francés. Entonces cierro los ojos. Dejo fluir mi instinto caliente mientras él resbala su mano izquierda sobre mis hombros hasta alcanzar mis pezones. No me atrevo a girar la cabeza, es más, deseo nunca conocer el rostro dueño de esa mano sabia. La tormenta de su respiración humedece mi piel, a esta altura, alborotada. Antes de llegar al piso diez, el olor a tabaco como tierra en celo, está adentro mío. Un baile cadencioso festeja el encuentro que cesa en mi último gemido. Detengo el ascensor en el piso once. Me quedan unos cinco o seis minutos para la entrevista, corro al baño para arreglarme el cabello y subo el último piso por la escalera. El despacho del director es sobrio, formal, aburrido. Temerosa, me acerco al escritorio ordenado, pulcro. Me inunda un aroma a tabaco negro francés. Había resuelto mi sumario administrativo.

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DE LA FURIA LAS PERSONAS Y LAS COSAS Mónica Alicia Hernandez lahiza2558@gmail.com

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aúl necesitaba presentar el lunes, el proyecto anual para la empresa. Era el último día para elaborarlo. Estaba sentado en la mesa de trabajo, frente a su Notebook. Y nada… Un ruido rítmico y agudo lo dispersó. Cuando pudo identificarlo, estiró el brazo y lo detuvo. Intentó retomar la concentración, pero su pensamiento era poco claro, casi viciado de una humedad caliente y penetrante. Volvió a perder el eje de sus ideas y se molestó Fue allí cuando lo vio, pequeño, pálido y expectante, apoyado sobre su escritorio, aguardando por él. Eso lo enfureció más. Un instinto violento se apoderó de él y lo empujó sobre el agua. Lo vio golpearse contra los bordes. Disfrutó al verlo hundirse, hincharse levemente y luego flotar. Su crueldad no tuvo límites. No hizo nada. No lo ayudó. Sólo lo miró Vio cómo el agua dibujaba un círculo envolvente y se teñía a su alrededor. Un olor penetrante le llegó rápido. Te lo buscaste, pensó Saúl. Lo estaba provocando en un día de pocas ideas y en el que sentía la furia a flor de piel El preámbulo de aquella corta e insignificante existencia, lo había perturbado. Y quiso hacerle saber cuánto. Bajo aquella piel fina y blanda había aún un tenue estertor. – 67 –


Saúl lo arrastró hasta la orilla, lo levantó y lo estranguló con el cordel hasta acabarlo. Con premeditación ocultó toda la evidencia Secó con cuidado los rastros sobre el piso. Nadie lo reclamaría. Nadie notaría su ausencia. Nadie sabría siquiera que había estado ahí. Nadie sabría en realidad cuán útil o inútil había sido. Después, como si nada, volvió a tomar su té a la mesa de trabajo.

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SUMISIÓN Rocío Gregoracci rocio.gregoracci@gmail.com

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uándo va a volver papá? –Las palabras del niño rompieron con el silencio que llevaba un largo rato. La mujer que miraba por la ventana, se dio vuelta. El hijo la observaba con esperanza y lágrimas. Enterró sus manos en los bolsillos del pantalón. –No sé –su voz sonó áspera–. En algún momento… tal vez –caminó a la ventana y quedó estática –… o nunca –fue un susurro inaudible que no llegó a escuchar. –¿Y mi hermano? –la mujer no se volteó. Apoyó la mano sobre el cristal y dejó que una lágrima resbalara juguetona vengativa–. ¿Mamá? –se asustó al sentir las manos congeladas del chico sobre sus piernas… estaba tan pálido, frío… muerto. Se sobresaltó. Sudaba. Palpó a su lado: nada. Miró el reloj; era de madrugada, bostezó pero no se volvió a acostar. Hacía varios días que no dormía el tiempo necesario. Apoyó los pies desnudos en el suelo y salió de entre las sábanas. La noche estaba silenciosa, más oscura que lo habitual. Un resplandor iluminó el cielo… un rayo. Ojalá hubiera sido un rayo. El sonido de una explosión hizo vibrar cada vidrio y parte de la casa. La mujer no se inmutó: estaba acostumbrada. Esas cosas sucedían todos los días. Con el puño apretado caminó hasta una puerta. Ingresó a la habitación de decorados infantiles. Sobre la cama reposaba el niño. Se aproximó sin cuidado y lo abrazó. Helado. Era lo único que le quedaba. Un franco tirador. De los otros dos siquiera había podido conservar sus cuerpos. Las bombas. Un brazo por un lado, las piernas por otro, la cabeza al aire. Al menos conservaba al pequeño. Muerto. De todos modos, todo eso acabaría pronto. Las tropas estaban cerca. – 69 –


EL TIEMPO DE OLIVIA Mónica Alicia Hernandez lahiza2558@gmail.com

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ntre horas dedicadas y mil sonrisas de prueba frente al espejo ocupaba los claros de los días. Con oídos amorosos esperaba aquella voz que nunca había pronunciado su nombre. Cuando los ocres de la luz crecieron, ella se hundió en una tristeza cenagosa e irremediable. El viento le trajo otras voces, pero con compulsa obsesión, las descartó. En un devaneo insensato y trágico consintió pensamientos impregnados de imposible. Poco a poco, la realidad discreta y silenciosa le bebió la savia y dejó al descubierto sólo un cuerpo seco. Él se retrasó tanto, pero tanto, que Olivia envejeció de abandono

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PORCA MISERIA Fernando Ramos Lunaramos999@gmail.com

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orca miseria, que manera de perder tiempo. Salir del agua para meterme al agua otra vez, parece un chiste. Cómo me cargaron, me decían “Tano ¿te volvés a Italia que venís con el equipaje al barco”? saben bien que el prefecto no me dejaba subir si no empezaba a venir a la pileta. Después de cinchar como una bestia con las redes tengo que meterme acá. Cuarenta años en el agua, y nunca se me ocurrió nadar. Veía a los que se metían en el mar nadando, pensaba, son locos y yo podía caerme en cualquier momento. Menos mal que la Angelina me ayudo a anotarme con la foto y todas esas cosas. La mujer que atiende es simpática, me ve como pez fuera del agua, justo a mí. Me cuesta llegar hasta acá, pero es entretenido venir al centro para meterme en la pileta. Pensar que afuera hace un frío y esto es como un globo inflado con aire caliente. Las mujeres que bailan con la música, parecen un cardumen de anchoítas saltando en el agua. Algunas están buenas, pero las que más se divierten son las viejas, las jóvenes ponen cara de merluza, compiten para ver cuál salta más alto, para mí que la profesora llega a la casa y no para de reírse. Yo al principio no me reía nada, parecía un pedazo de fierro, me iba al fondo, ahora floto como un pescado muerto. De nado, nada.

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MIS DRAGONES Marcela Predieri marcela.predieri@gmail.com

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oy voy a hablarte de mis dragones. Si digo dragón seguro vas a pensar en castillos, montañas, fuego, tormenta de cuatro brazos, pero no. Mis dragones se aprietan en el universo minúsculo de una lágrima. Me acompañan desde la niñez, como el miedo que los brazos de un padre no pueden calmar… No me atrevo a decirlo. Decirlo sería una cachetada, tanto como llorar al ver encendida mi torta de cumpleaños, o arrancarme los moños de las trenzas ante la mirada rigurosa de mi madre. Digo dragones, digo… a esos miedos que crecían en la oscuridad, tuve que encerrarlos en una caja. Sí, en una caja de fósforos Ranchera. Ahí atesoraba uno con cabeza roja, otro blanco, uno azul; tres con cuerpo de cera, cinco quemados, y el largo para la pipa… partido en dos como la muerte que no cabe en esta vida, ni en una caja. Y ahí estaban ellos, al fondo del cajón de las medias tres cuarto hasta que mamá los descubrió y fue preciso gritar, arrancárselos de la mano y salir corriendo hasta el campo para no volver hasta que el sol perdiera su fuerza y se acallaran los ruidos de la tarde. O hasta que se cansase la palma alzada de tanto esperar para el chirlo y sus ojos perdieron ese frunce severo de “ahí viene, la mocosa malcriada” al verme llegar. Hasta que el reto y el “dónde te habías metido” se trocara en aquel lento bajar los párpados y el típico giro de cabeza hacia el lado contrario del que yo venía con las rodillas raspadas y las manos sucias… sin la caja, con mis dragones a salvo envueltos en papel y tres bolsas de nylon y otra caja más grande aún, de madera con cerrojo. A salvo. Enterrados junto al ciruelo, a salvo porque nadie los descubriría allí. A salvo de mi madre y el “qué significa esto”. A salvo del miedo a mis miedos. Porque ahora podría ir a – 72 –


buscarlos, a jugar; podría ir hacia ellos cuando quisiera y dejarlos entrar en mí. Yo soy la dueña de mis miedos. Ellos pueden poseerme desnuda cuando quieran. Mis dragones no tienen sexo. Y yo no soy de nadie. Pero dejarse poseer y no tener dueño es lujuria. Por eso subo, subí y siempre subiré a mi cuarto a lavarme las manos, las rodillas, la cara, los besos después de haber desenterrado alguno. Y eso es así, hasta ahora, cada vez que vuelvo al ciruelo o a la infancia. Esta mañana, después de siete años −que es el número bíblico de las infinitas noches− he tomado la lapicera. Sí, escuchaste bien: lapicera, no lápiz no birome ni ordenador; mi vieja lapicera de pluma. Que es dorada. Y sé que hay un dragón dorado esperando para saltar sobre mí desde el fondo del cuaderno. El cuaderno tiene olor a muerte. A muerte y a tabaco Príncipe Albert con su afrenta de Edipo y chocolate. El dragón y la muerte se agazapan. Veo sus ojos inyectados de fuego. En los míos el llanto. Cada gota es un cristal de tiempo a punto de estallar. Entonces me quedo quieta, no vaya a ser cosa que resucite eso que no quiero recordar. O que mis dragones salgan de la bastilla y recorran mis senos, mis muñecas, mis manos abiertas. Que mi boca se abra y los deje reptar sobre mi lengua. Tienen tanta sed… Pobrecitos ellos con su aliento a fuego, con su grito de fuego con su soledad de fuego. Yo puedo arroparlos con la frescura del lodo a los pies del ciruelo, o arrodillarlos en un rezo al costado de mi cama, y con el olvido desgajarle las alas… para después lamernos juntos las heridas. Por eso nuestro abrazo es una llaga de silencio. Aunque mamá crea que estoy llorando dormida.

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LA HORA DE LA FRAGILIDAD Ana María Rodriguez Arbizu anamr2001@hotmail.com

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iene que pensar bien lo que va a hacer, sobre todo cómo lo va a hacer. No puede improvisar y que falle algo. No dejar testigos que lo reconozcan. Si no, después, la vieja le va a decir: Maricón, ni eso sabés hacer. Y la cara se le transforma de pensarlo, una vena le cruza el costado de la frente, la línea de la boca se tensa para abajo, los párpados son apenas dos rayas de fuego. Sí, lo tiene que hacer bien, para eso se le paga, y alcanza para el alquiler de la pieza y los pibes bajo techo. Qué mierda, vieja, si estuviera todavía laburando no lo hago, le juro. La vieja no lo escucha, es sorda o se hace y va metiendo las pocas verduras en la olla. De carne ni hablar, siempre estuvo cara y siempre lo estará. La vieja repite la oración de los pobres. Amén. El hombre apoya los brazos en la mesa apolillada, la cabeza entre los hombros. ¿Y si no lo hago? Y se lo repite cuando se acuesta tapado con la manta escasa, los ojos abiertos. No hay opción y se ve siguiendo a la mujer sin que lo descubra. Encontrar el momento del descuido, la hora de la debilidad, el minuto exacto que abra la puerta. Se levanta de la cama, camina de un lado a otro, patea una silla, desde el televisor Tinelli sonríe. Mañana, tiene que ser mañana. No aguanto más. Espero en la puerta del edificio, entro con alguien. ¿Cuánto hace que no tengo laburo, vieja? ¿Y bueno, qué otra cosa puedo hacer? Pobre mina, encima está buena. El tipo debe estar loco pero me da buena guita, que jodido. Seguro que es problema de dinero, tiene pinta de guerrera la mina, qué sé yo. Agarra el cuchillo y se lo guarda entre la ropa. Esa mañana la sigue. – 74 –


El pelo largo, rubio se detiene en una vidriera, sonrisa de imaginarse con esas botas negras y caras. Qué bien me quedaría ese sacón, y no tengo ni plata ni tarjeta, me sacó todo. Desaparece la sonrisa, casi llora. Observa en el reflejo del vidrio una sombra, que parece seguirla. Estoy paranoica: Eduardo no es tan jodido. Casi me descubre, qué boludo. La sigue siguiendo. Lindas piernas, le quedarían bien esas botas, La sigue de cerca, en los brazos tiene algunos moretones. La espero que vuelva del gimnasio, a las siete. Ya es de noche. La está esperando desde las seis y media. Nadie entró ni salió. Ahí llega. El hombre la busca y la encuentra. Cumple su trabajo. Por eso me va a pagar. Y no la tiene que seguir más, ya le estaba gustando. Basta. La puerta del departamento se abre. Qué suerte, me viene a pagar acá. ¿Y por qué tiene esa pistola? ¿Para qué? Sin testigos, se acuerda. Desde el piso, con los ojos rojos, abiertos, escucha la voz de la vieja: Ni para eso servís, maricón.

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ENCUENTRO Rocío Gregoracci rocio.gregoracci@gmail.com

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yer me encontré con el diablo. Me esperaba en la habitación. Sonreía cínico. El silencio hablaba mientras mi mirada danzaba por su cuerpo. No era como lo planteaba la Biblia, no se veía como un demonio, era más bien humano. O tal vez era más demonio de lo que creía. Su piel parecía de porcelana pero estaba sucia; sus manos completamente manchadas de tierra, había estado jugando con los muertos. Su figura: empresarial. Elegancia y carmesí, sadismo y azul; eso completaba su vestimenta. Lo cortaba esa camisa tan pura perturbada por la sangre. Seguí inspeccionando cada pequeño gesto que hacía e ignoraba, mi mente buscaba el motivo de su visita, ése que conocía. Me lo confirmó el olor a pólvora. Busqué con desesperación el arma que estaba en una de sus manos. No llevaba tridente sino un simple revólver.. Su humanidad me aturdía pero la realidad era más fuerte. Él era un maldito asesino y se había encargado de la persona que más amaba en este mundo. Cuando nuestras miradas se encontraron, una carcajada resonó en cada rincón del departamento inundado en desespero. El contacto del arma en mi cabeza no me inmutó; por un momento creí que iba a disparar pero el sonido que dio contra el suelo me trajo a la realidad. Había dejado caer la pistola. Muy cobarde para matarme o para que me dejara vivir en una agonía interminable. No quería dejar que se saliese con la suya. Toda la ira se concentró en una de mis manos, apreté el puño, levanté el brazo y, casi sin darme cuenta, dejé que todo el odio se esparciera a cada célula de mi

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cuerpo y le pegué… le pegué justo en el medio de la cara, esa maldita y asquerosa cara. La sangre se escurría por mi mano. Él se había esfumado pero seguía presente. Sólo había destrozado el espejo.

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REALISMO TRÁGICO Marcela Predieri marcela.predieri@gmail.com

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uando el Bobby murió, aunque tendría que llamarlo Zahir y darle rostro de caballo − eso sería mucho más apropiado para la literatura−, los cimarrones del barrio y más allá del barrio, y tanto más allá de los límites de la ciudad o la provincia, callaron por dieciocho semanas. El silencio de la luna fue y sigue siendo tan atroz que el murmullo de las aguas se siente todavía a kilómetros de distancia; también el aleteo de los colibríes, las libélulas, las moscas y el respirar aletargado de las cigarras en invierno. Para acallar la desmesura de tanta mudez recuerdo que quise enterrarlo en el patio del fondo, entre las madreselvas y los helechos, a un costado del siempreverde porque allí viviría por siempre joven… pero no. Llovía. Entonces presumí que lo mejor sería esperar al día siguiente. Pero una docena de pájaros, horneros para ser exacta o gorriones porque no lo soy tanto, se había dispuesto sobre ese pedazo de pasto amarillento que él usaba para dejar pasar la siesta, y un gato blanco y gris con una mota atigrada en el lomo montaba guardia como si fuera de porcelana sobra su casilla de madera blanca y verde. Cuando el Bobby cayó tendido sobre las lajas del patio, rasguñaba las piedras como queriendo llegar hasta mí para mostrarme las correas rasgadas pero entre un estertor y el otro y el mío, no fui capaz de alzarlo; así que solo me recosté a su lado hasta que dejó de respirar. Y no lloré. Fueron las tres comadrejas tuertas las que se dedicaron a hacer guardia de lloronas esa noche y la siguiente y también los tres días posteriores. Mientras, las gatas refregaban su lujuria sobre los techos pero los gatos las dejaban hacer, las ignoraban. – 78 –


Dieciséis calandrias se habían montado a su lomo, le picoteaban el cuello y “danos caza” gorjeaban… pero no, el Bobby no se movía. No, no se movió. Yo tampoco me moví. Ni los otros pájaros ni las perras las muy perras con su olor a celo, ni los ratones inescrupulosos ni las lauchas que sólo por ese mes interminable dejaron de visitar mi alacena repleta de arroz y de polenta. Y desde que el Bobby murió, he vuelto a dormir sola. Debo admitir que extraño sus patadas tanto como aquel aliento a carne cruda contra el respaldo del camastro. Y que lo extraño. Y que lo extraña todo el suburbio todavía… Como los gorriones, el chimango del tacho de la basura, el benteveo del ala rota y cada uno de los zorzales que me infectan de tango las mañanas. Porque aquella noche no hubo gritos ni riñas ni gruñidos Y no los habrá nunca más en la cuadra, ni en la pampa inmensa ni bajo la luna salvaje ni en mis ojos; los suyos se cerraron para siempre. Como el recuerdo de las sábanas desde donde asomó su primer permiso a las caricias, la manta sobre la que dormía, o la mortaja que desgarró cuando la muerte de mi padre. Hoy ni la lluvia, el sol de la siesta o su bigote pueden barrer mi cansancio. Quiero quitarme las botas de la fábrica pero no hay Bobby. La jornada termina descalza. Y el frío de los mosaicos es tan frío… Cuando el Bobby murió, yo quedé ahí, entre la lluvia y la imposibilidad de sepultarlo o hacer que volviera a florecer en mis naranjos. Porque cuando murió el Bobby, todos callaron en la villa mientras los pájaros recostados sobre su pastito de dormir hacían guardia, y los seis gatos lamían sus tobillos para que despertase. Igual que el chimango, el aguilucho, las comadrejas y las ratas que tironeaban de su pellejo para pedirle por Dios levantate, hacenos frente.

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Y yo tan en llanto, tan ajena, tan sin el Bobby, tan cachorro tan machísimo, tan sin nadie para acariciar… lo eché afuera de mis recuerdos. Ahora no sé si ladro, si gimo si aúllo si podré sin él besar la luna en los meses de junio. Porque cuando el Bobby murió, esa luna se alzó veinticuatro noches −roja y lúbrica− al recordarnos, las estrellas se abrocharon como nuestros dientes al cuero de la noche; a nuestros cuerpos el olor a pelo; y entre nuestros muslos, todas las constelaciones que se habían espigado para vernos. Y fue así aquella noche única, con mi boca abierta al dolor y el suyo anclado a los colmillos de mi alma. Sólo hizo falta un hueso en la garganta de Bobby para que yo quedara con hambre para siempre… como antes había quedado, tan quietita, entre sus garras y su lengua. Porque cuando el Bobby murió y porque estoy hablando de otra cosa, las bandadas, la fila de los cimarrones, las putas y las fieles esposas desgarradas… cubrió 17 Km. −que es el número de la cábala y la ruleta−; los gatos, hartos de esperar la mordida feroz, clavaron sus uñas en mis ojos, los pájaros quebrantaron mi garganta hasta degollarme al grito. Lo primero que corté fueron sus orejas para que nunca más me escuchasen llamarlo como en aquellas madrugadas pendencieras; después esos ojos marrones, enormes y dulces… y falsos, con los que me apuraba a la caricia. Después le despellejé el lomo que tantas veces había acariciado con furia, con necesidad con avidez con llanto… mientras rogaba por esa lengua caliente en mis muñecas. Y después cada hueso, cada entraña, cada dedo que hubiera rozado mis mejillas. Que ya no. Que ya nunca. Que jamás. Por eso los embolsé. Porque cuando Bobby murió, los días pasaban sin dejar de pasar nunca. Hasta que sentí que era un recuerdo demasiado doloroso, lo metí en esas bolsas de residuos negra y lo saqué a la calle para que el camión de la 9 de Julio lo hiciese nada.

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Si después los gusanos volvieron al capullo, y yo al trabajo de los lunes por la mañana; si los amantes dejaron sus capotes y los obreros de la recolección se llevaron cada pedacito de ese cuerpo que yo había amado… Si ya no queda nada de su ropa, ni de sus cartas; ni fotos, ni poemas, nada de esa parte de mi vida junto a Roberto Santoro ¿por qué la lluvia huele a perro todavía?

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SEGUNDO PREMIO: LA HIGUERA Lilian Orlandi leila50mdp@hotmail.com

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apel en blanco, mente en blanco, hace dos días repaso y repaso frente a la computadora la lista de posibilidades. De pronto, ahí en ese rincón donde se guardan los secretos, aparece “Mi Higuera”. Cursaba 4to grado y se aproximaba el día del árbol. Como todos los años, el concurso era una composición sobre el tema. La busqué entre mis viejos papeles para transcribirla, lamentablemente no la encontré, pero era buena, merecía ganar. El premio de ese año era una planta de granada, el segundo una higuera. Me gustaban las granadas, a pesar que ya habíamos tenido una en casa. Era difícil de comer, todo un desafío sacar los granitos rojos, protegidos por una membrana blanca y amarga. Creo que es una fruta que ha desaparecido, ya nadie tiene tiempo para desmenuzar nada. Saqué el segundo premio. La higuera. Y allá fui con ella, a mi casa. Le pedí a papá que me la trasplantara, y comenzó la acostumbrada discusión ¿Dónde? Cerca del jardín de mamá no, cuando creciera daría mucha sombra a sus flores. Entre los frutales de papá tampoco, los ciruelos no le darían lugar para desarrollarse. Después de varios días ya casi marchita, papá encontró un lugar, al fondo del terreno en una esquina. Y ahí quedó. En ese momento pensé qué destino de segunda. Segundo premio y viviría en el fondo seguramente olvidada. En esa época yo solía estar muchas horas en penitencia recorriendo sola el jardín. Una tarde de ésas, murmurando mi enojo por la comparación entre las calificaciones de mi – 82 –


hermana, la niña 10, y mis insuficientes en matemática, la fui a ver. Estaba alta y llena de brotes. Yo me sentí más alta, y comencé a brotar. En marzo antes de que empezara 6to grado vi sus primeros frutos, sólo dos o tres. Las cotorras la acechaban y ella cubría desesperadamente con las hojas los pequeños higos. A partir de ese día al regresar de la escuela corría a ver si lo había logrado o si estaban maduros. Creo que los ablandaba de tanto tocarlos. Tome uno con culpa y me lo comí. Eran extraordinariamente dulces. En diciembre estaba nuevamente cargada de pequeños botones. Otra vez comenzó su lucha contra las cotorras. Igual que yo peleando contra los fantasmas de la inseguridad. Todos se habían olvidado de ella, para mí se convirtió en sombra cuando no quería dormir la siesta, paño de lágrimas para mis rabietas, confidente de todas mis aventuras e incertidumbres de adolescente. Cuando le hablaba ella desprendía un higo .Eso me bastaba. Era mi secreto. Recuerdo que un verano una tormenta de viento rompió los ciruelos de papá, y fue tan fuerte que destruyó lo poco que quedaba de la vieja granada, pero ella sólo perdió las hojas, que recuperó rápidamente. Era fuerte mi higuera, muy fuerte. Yo me fui primero… Después mis padres. Ella quedó allí, peleando contra las cotorras y las tormentas. Seguro que me extraña, yo también la extraño. Hace poco en una visita a mis viejos vecinos, me asomé por el tapial y la vi. Una niña leía un cuento bajo su sombra. Está grande, su tronco grueso, como el mío, es todo un árbol. De su rama más poderosa cuelga una hamaca. Con mi pensamiento le grité que yo también lo logré... que somos el primer premio.

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LA COBARDÍA EN SUS OJOS Leonel Migliacci leonelmigliacci@gmail.com

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engo entendido que usted fue el primero en llegar a la escena del crimen. Quisiera que me contara con detalles lo que vio –dijo el hombre de sobretodo marrón. –¿Lo que vi, oficial? ¿Cómo podría? Pequeños inconvenientes de ser ciego. –Discúlpeme usted. En verdad no sabía de su condición. ¿Podría darme algún detalle que recuerde? –Le voy a contar lo que vi a pesar de la ceguera. Este cuento que acabo de terminar puede servirle. Tome –le dijo el ciego extendiendo un papel sobre el escritorio que los separaba. “El ruido retumbó insolente dentro de su cabeza y detuvo su marcha como si el palillo del tambor hubiese golpeado directamente sobre su rostro de cuero. Lo inesperado genera siempre una detención. Tuvo un mal presagio y recién ahí el cuerpo reaccionó, inundándose de ese fuego que devora bosques secos y las manos, en alas de colibrí, parecían querer desprenderse de los brazos. Inmóvil esperó ese otro ruido que le diera razón de ser al primero. No se equivocó. El pasillo amplificó el sonido a caída de costal de harina proveniente de la habitación próxima. Supo que había llegado demasiado tarde y sintió dentro del pecho una garra de oso cerrándose con fuerza. Estiró la mano y la pared fría y dura como su realidad logró contener el peso muerto del cuerpo. Sin ella no era más que eso, un ser vivo sin vida. La mano izquierda sostenía la cabeza abandonada por el cuello, tomándola por la frente y recibiendo en cáliz el agua bendita de sus ojos impotentes. El estrépito de una ventana de aluminio le anunció que aquél que le había arrebatado todo ya se había marchado sin la necesidad de ser silencioso. Nadando sobre la pared avanzó hasta encontrar la – 84 –


puerta del cuarto entreabierta. El aire espeso y ceroso detuvo su ímpetu. Al palpar el empapelado maldijo la idea de encontrarse con ella en este hotel de mala muerte. Avanzó dos pasos y el tercero fue detenido por un tope elástico. Se agachó y los pulpejos de las manos se posaron sobre una superficie tersa que los recibió sin sorpresa. Exhaló una desesperación fría. Los dedos avanzaron con la lentitud y seguridad de quien ya conoce el camino, remedando las pinceladas que van definiendo los contornos de una obra ya finalizada en la cabeza del artista. Un grito de alma arrancada detonó su garganta al tiempo que la otra mano se adelantaba para reconocer ese rostro que una vez fuera su luz. Las palmas electrificadas se toparon con el líquido pastoso y tibio que emanaba del abdomen. Comprimió, gritó, empujó, golpeó y luego comprendió. Tarde, muy tarde ya. El viento helado de la resignación secó las lágrimas y activó los sentidos para crear la fotografía con la que intentaría mantenerla viva en la memoria. Acarició su rostro desde abajo hacia arriba como le gustaba hacerlo mientras le hacía el amor, enredó los nudillos en sus rulos para escuchar el roce sutil del cabello, bajó la cara hasta la mejilla y dejó que el aire dibujara el perfume erotizante de su piel en la nariz. Por último la besó hasta sentir que el calor huía para siempre de sus labios. Como la neblina al amanecer, el miedo a morir se fue disipando, haciéndolo más liviano, tanto que pensó que flotaría, que podría elevarse con ella. Se recostó sobre la pared a esperar, sabiendo que aquél que le había arrebatado todo volvería pronto a terminar el asunto”. –Entonces ya sabe que no soy policía, que sólo viene a matarlo –dijo mientras abría el sobretodo marrón para sacar la pistola. –Obviamente. Ha saturado el ambiente con el olor a venganza que brota de su sudor. Quedó impregnado en mi memoria desde aquella tarde en el hotel. –¿Y por qué no escribió eso en el final del cuento?

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–Siempre fui cobarde. Mi última y más humillante cobardía va a ser implorarle que no me mate. Quiero que mis lectores imaginen algún final más valiente para mí. La muerte del escritor es más cautivadora que la de un pobre ciego. Le suplico: no me mate, por favor. –Le pido mil disculpas. No voy a poder complacerlo.

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EL SECRETO Lilian Orlandi leila50mdp@hotmail.com

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lueve, el viento golpea la ventana, solo la voz lejana de un televisor atraviesa las paredes y acompaña la paz. El teléfono cómplice permanece mudo. Las sombras de la tarde acercan el final del día. Permanezco esperando su última llegada. Sé que vendrá oliendo a perfume extraño, con gesto fabricado y de preocupación, Puedo imaginar sus palabras de consuelo, o sus consejos “No te quedes sola, busca alguna amiga”. Después recogerá sus cosas y se irá. Tendría que explicarle que no necesito más que esta soledad, que yo me fui antes, hace mucho tiempo sin que lo notara. Mi silencio es la mejor manera de respetar su dignidad y su falsa hombría. Necesito salvar para mí el recuerdo de lo que alguna vez fuimos. Se fue. Afuera la lluvia y el viento sigue lavando todo a su paso. Prendo un cigarrillo sin culpas ni reproches. El libro abandonado me invita a un viaje sin mochila. Me pierdo en sus hojas.

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EL COLISEO Graciela Bruschetti gracielabruschetti@hotmail.com

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l trajín de la caminata los empujaba en un desierto interminable. Ráfagas de silencio repetían el eco de cadenas que chirriaban con el roce de la piel de los esclavos. El esfuerzo provocaba un cansancio humillante. Uno tras otro implorando agua. Esa noche habían dormido bajo las estrellas atrapados en la incertidumbre del mañana. La llegada a Roma implicaba la muerte segura, peor aún que permanecer en el desierto. Serían llevados al Coliseo como piezas de calidad. Ubicaron a los tres sobrevivientes en uno de los calabozos subterráneos. La fetidez alumbraba las antorchas. Una voz proveniente de un cantar a la deriva los distrajo. Era una melodía extraña que hablaba de perdón y de paz. Allí estaba, de allí provenía, muy cerca un viejo acurrucado en un rincón. Los recién llegados observaron al anciano. Había algo en él, inexplicable. El paso de las horas los acercó. Les contó la historia de un hombre, un maestro distinto a los demás. Alguien que sabía todas las lenguas y curaba a los enfermos con sus manos. Dos pretorianos reían a carcajadas al escuchar esos relatos llenos de milagros. Una mañana los soldados los llevaron a todos a la arena para enfrentar a los leones. El griterío y la algarabía del populacho los recibió a pleno sol. Caminaban hacia el infierno. No supieron cuándo dejaron de resistirse; sintieron que algo los había transformado. Abrigaban coraje y fortaleza. Miraron el firmamento, algunas aves cruzaban el espacio. Una ráfaga de silencio los traspasó, el cielo retrocedía – 88 –


y el sol volvía al este una y otra vez. Las gradas quedaron vacías. El Coliseo se desvaneció hasta la última piedra, como si el mundo saliera en retirada. Vieron el puente que se abría en la bruma y hacia él se dirigieron.

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EL CÓNDOR María Herminia Antelo maruantelo@yahoo.com.ar

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stoy en el desván. No abro la ventana. Me gusta esta penumbra. Innumerables objetos acumulados me rodean. Trato de verlos. Poco a poco los distingo, avanzan hacia mí. Una caja de terciopelo rojo es la más intrépida. Se agranda y me encierra. Estoy en una solitaria ciudad de altos edificios a los costados de una calle empinada. Un diluvio resbala castigador sobre mi cuerpo. Me diluyo, soy agua. En minutos, como ante un mandato divino deja de llover. Soy materia otra vez. Tengo los dedos ensangrentados de asirme al piso desparejo para no resbalar. Una gran mancha oscura aparece en lo alto. Escucho el sonido de un motor. ¿Será un avión? Tiene un cóndor pintado. El avión se transforma en un cóndor. La sombra de sus alas cubre todo amenazante. (Es negro, plumas blancas en el cuello y cresta sangrante) Luego otros. Se paran en los techos de las casas que ahora son irregulares picos montañosos. Un miedo punzante penetra en mis entrañas y las devora. La sangre se desborda y transforma en el terciopelo rojo que tapiza a la caja que se achica y libera. Abro la ventana. Respiro profundo. Un sol radiante ilumina todo. Viejas cartas amarillas me sonríen.

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DESCUBRIMIENTO Lilian Orlandi leila50mdp@hotmail.com

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apá, ¿qué paso en la casa de Mario? –Nada que puedas entender. A Mario lo acostaron a los pies de mi hermano, ¡Era tan pequeño! Cuando salía el sol sentí cuchicheos en la cocina, la curiosidad hizo que cruzara la calle tras de mis padres. Llantos desgarradores me recordaron a los cuervos negros graznando sobre las vacas muertas que había visto en el campo, Un olor nauseabundo de crisantemos y claveles me espantó, un murmullo de rezos me aturdió. Todo lo demás lo vi a través de la ventana. Una caja marrón brillante colgaba de las manos de los hombres, luego la cargaron sobre un carro tirado por imponentes caballos negros. Las vecinas vestidas de negro, que miraban al piso rodeando a la mama de Mario, subieron a los coches y lo siguieron. Algunos crisantemos se desparramaron en la calle y fueron pisoteados por los cascos de la caravana. No dormí esa noche, algo me apretaba el estómago. El silencio invadió la calle por muchos días, Tantos días como tardé en darme cuenta de que ya no volvería el papá de Mario. Comencé a temer que mi papá también se fuera en el carro de los caballos negros. Entonces intenté quedarme despierto para levantarme todas las noches a controlar su sueño, mientras se hacía más intensa la presión. Tardé mucho tiempo en ponerle nombre, se llamaba miedo a la muerte. – 91 –


VENCIDA AL FINAL PASEARÉ MI PERRO Lilian Orlandi leila50mdp@hotmail.com

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upongo que debo cambiar para poder seguir viviendo cuerda. No seré más testigo de corrupción justificada, “Si roban los de arriba…” No confrontaré con nadie, no me vestiré adecuadamente para ir a trabajar, no pagaré impuesto que sirvan para solventar mala comida a niños analfabetos. No, cerraré los ojos, apagaré mi lengua y bajaré el volumen, hasta que quede a mi alrededor sólo el silencio, la oscuridad de la indiferencia y la negación. Me dedicaré a las plantas que no reclaman agua, sólo se dejan morir, además las que puedo trasplantar adonde yo quiero. O a los perros, que no se les pregunta si quieren ser castrados, o seguir en la calle, o aprenden lo que quiere su amo. Sí, eso haré, ellos no roban o matan por hambre o rencores. Salvaré mi familia, me llevaré esos dólares malditos que ofrecen los evasores en una esquina. Sí, los sacaré por alguna frontera descuidada a un país que los usará para hacer armas que luego venderá a otro, para poder acusarlos de armamentista, justificando hacerles la guerra y después de destruirlos les impondrán su dinero, como gran yugo para salvarlos en nombre de su inigualable democracia. Mis hijos se salvarán, me conseguirán una acompañante, la más barata, tosca y mal paga, mis nietos tendrán auto en doble fila en la puerta de una escuela para que no se mojen, o serán testigo de cómo se puede comprar un policía para que no les haga la multa por cruzar un semáforo en rojo. Irán a la mejor universidad, aprenderán historia europea y admirarán lo que quedó de las invasiones, guerras, las matanzas – 92 –


cristianas y judías, amarán esa cultura que según ellos es la primera en nacer, ignorando la historia de la otra mitad del mundo, escucharán música extrajera, desconociendo, ignorando la cumbia villera que nos dice quiénes somos, qué generamos… Esto sólo si tenemos suerte de no morir en las calles cuando nos ataque la ignorancia, la soledad, el resentimiento. Serán testigo de la súplica y de cómo golpearemos la puerta de los cuarteles para que regrese el orden: “Maten a esos negros de mierda”, que ignoramos cuando eran niños, sacándole la dignidad con dádivas para calmar nuestra conciencia, dejándolos que los envenenen en aras del poder económico de otros. Después nos sentaremos juntos a esperar que, desde algún meteorito o milagro de algún Dios, aparezca el hombre honesto que nos salve. Y yo seguiré sorda y muda, acompañada por mi muchacha que aprendió a sonreírme con la cabeza baja, mientras paseo a mi perro, que por supuesto también aprendió a moverme la cola.

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CONFIDENCIAS Mercedes Rozas mercedes.rozas07@gmail.com

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laudia la vio venir, traía la bolsa rayada con una botella y varios paquetes. La notó seria, sin la sonrisa y el gesto bonachón de siempre. “¿Estás bien, Nélida?”. “Sí, pero necesito que me ayudes con un problema que tengo”. “¿De plata, che?”. “No. Sentimental”. “¿Qué…? ¿Me lo decís en serio?” “Sí, en serio. Vení a casa y charlamos. Te espero, ¿eh?” Por la tarde, con la tetera preparada y servidas las galletitas de naranja que tanto le gustan a Claudia, Nélida comienza la conversación y, con acento algo tenso, aborda el tema acuciante que las reúne: –Vos te acordás que tengo dos cuartos alquilados, uno a Blanca y el otro al señor Rusconi. –Sí, me acuerdo y también que el susodicho empezó a arrastrarle el ala a Blanca, que es una señora muy formal. –Sí, pero te falta saber lo que siguió. Un día Blanca me pidió que yo hablara con Rusconi y le hiciera comprender que no insistiera, que era completamente inútil. Ella no quería encararlo por temor a extralimitarse, realmente se sentía molesta con una situación que nunca alentó. Eso es cierto, vos viste que vive dedicada a sus hijos y a los nietos, y recordando siempre al marido, aunque hace ya cuatro años que enviudó. –¿Le hablaste a ese hombre? –Sí y me entendió perfectamente. Pero, ahora, es mi pretendiente. –¡Nooo! ¡Pero, Nélida, qué sex appeal! – No seas así, yo te iba a pedir que le hables vos. –Ni loca, si decís que va de flor en flor. ¡Pedile la pieza!

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–Pero, ¿con qué motivo? –Y qué sé yo. Que viene tu hijo de Estados Unidos. –¿Qué hijo? Si soy soltera y él lo sabe. –Bueno, hay solteras que tienen hijos. –Hablemos en serio, estoy realmente angustiada. Además, hasta julio, por lo menos, necesito que se quede, todavía estoy pagando el arreglo del techo y de la cocina. –¿Y qué tal está el tipo? – Es un señor muy correcto, educado, un buen hombre. Se ve que está solo. –¿Y vos cuándo lo ves? –Él se va temprano por la mañana, y vuelve recién a las ocho de la noche, cansado. A veces me da lástima y lo convido con un té. Está muy solo, te digo. Otras veces me voy a mi pieza antes de que vuelva y miro los noticieros o la telenovela. El otro día me agradeció que lo recibiera y me tomó la mano. –¿Y vos que hiciste? –Por un rato se la dejé. –Huy, huy, algo está pasando… –No, vos sabés lo que yo digo… “…del amor a destiempo –la interrumpe Claudia– que sólo causa dolor o al menos desvelo” –Yo pienso así y se lo dije. Que soy una mujer con mi vida hecha. ¿Sabés que me contestó: “Para el amor no hay tiempo ni edad”. –Bueno, bueno, acá va a haber confites, o si no, vas a tener que echarle llave a la puerta. ¿Qué más te dice? –Que le gusta cómo hablo, que le doy paz, que sé expresar bien lo que siento y cómo veo las cosas. –Ahí le doy la razón, vos te acordás que en aquella carta que te escribí y que empezó nuestra amistad, yo te decía que tenías una manera muy cálida de expresar tu interioridad. Me está simpatizando el señor Rusconi. ¿Cuándo me lo vas a presentar?

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–¿Y vos cuando lo vas a traer al famoso…? –¡Ay, él es divino!, pero hay que ir despacio. Por ahora somos amigos, dos o tres veces por semana salimos o nos hablamos. –Bueno, ahora andate, son las ocho menos diez. –Ay, sí. Y vos arreglate un poco, pintate los labios. –Andá, andá… Se besan. Claudia sale a la disparada y Nélida se dirige a la cocina. Al pasar por el espejo del corredor, se mira y, sin detenerse, se acomoda el cabello a los lados de las sienes y se alisa la falda. Luego saca del armario dos coquetas tazas de té, mide el agua, enciende la cocina al mínimo y pone la pavita a calentar.

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VACÍO Rocío Gregoracci rocio.gregoracci@gmail.com

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se olor, aquella risa tétrica que no cesaba, la barba, sus labios, esos ojos que penetraban mis curvas, se apoderaban de mí. Son mis únicos recuerdos. Ni mi nombre o familia, oscuridad. Soy un vacío lleno de desesperanza. No me importa. Mi única meta es encontrarlo. ¿Para qué? No lo sé. Si lo tuviera delante de mis ojos helados no podría hacer nada. Aún así quiero saber su nombre, el motivo. No puedo pensar en otra cosa. Cuando creo que todas las imágenes se unifican haciendo clara mi visión… desaparecen, se transforman en mí. Caigo al infinito con el pasado, soy eternidad. Mi mente se aleja y siempre llega al mismo punto: a ese día confuso, ese momento. A veces me pregunto quién fui y vuelvo a mi lugar. A la risa, los ojos. Todo se repite. ¿Quién es? ¿Quién fue? No sé cuál es la pregunta que debo plantearme, sólo busco la respuesta. ¿Qué voy a hacer cuando la tenga? Tal vez cuando las palabras que me dijeron en el último instante, cuando me transformé en cenizas y la tierra se adueñó de mi ser, se vuelvan realidad, dejaré de regresar.

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DNI 39.337.699 Miguel Ángel Santacroce miguelangelsantacroce@gmail.com “yo no tengo una personalidad, soy un coctel” Oliverio Girondo

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odos ven la explosión por la ventana. Tiembla el marco pero ninguna rajadura. Ven el mar levantarse en una sola ola circular, enderezarse y jamás caer. Ellos sucumben a los sonidos. Yo no. Yo los hago míos. Los expropio junto a la bomba. Es el zumbido lo que no sienten. Pero todos sienten al reloj titiritero. Al goteo deslizado de la aguja. Al espacio apelmazado entre segundos o minutos. La sensación de ahogado en la que se respira bajo el agua y se inhala la vida de la muerte. Otro segundo más, para ver el agua convertirse en plomo, para ver la incertidumbre del pecho, o los desaires de la condena: para escuchar el átomo arder sobre la piel, o para sentir las caricias sobre las deformidades y el correr en muletas. Pero a mí no me pasa sólo eso. Porque escucho. Escucho el zumbido. Escucho las partículas reírse una vez más. Así que cierro las persianas y continúo dando mi clase. Miro mi propio iris en el iris de mi alumna y sigo con la clase. De pronto tiemblo. Parpadeo un segundo y tiemblo. He cerrado la persiana. ¿Por qué el susto? Ahora una pesada capa grasienta toca mis mejillas. Los labios aún se contienen salivados y la lengua se excita con el paladar. Una caricia produce deseo. El profesor está dando una clase romántica. Donde “a” significa “sin”. Los dedos se entrecruzan. Me masturban. “Mor”, proviene de la palabra “mortem”, que significa “muerte”. Pronto acabo. Es decir, sin muerte. Miro al profesor y ahora estoy dando la clase. Infiel viene del latín infidelis y significa “que no tiene lealtad”. Entonces amor infiel, en otras palabras es “sin muerte – 98 –


no tiene lealtad”. Toco la puerta. Deben evacuar el salón urgente. Nadie me escucha como conserje. El iris de la alumna se aferra más a mi retina que a la suya. Pero sigo siendo profesor. Miro la ventana otra vez. La bomba jamás ha explotado. Corro el mundo y lo veo. Es él. Soy yo. Atado a unos cables que están unidos a una cámara que proyecta el mundo que he corrido a un costado. ¿Qué opina doctor? – pregunto desesperado Tome estas pastillitas y el mundo lo correrá a usted –me respondí.

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EL RITUAL DE LA LUNA María Belén Vignolo belenvignolo@gmail.com Yo no estoy loca, no. A ver: todos tenemos alguna manía, eso es seguro. Por lo tanto ¿quién puede juzgar a alguien si todos, como digo, tenemos alguna manía? De todas formas, para aquéllos que en ocasiones me miran de reojo, quiero decirles que mi ¿cómo llamarla?...“obsesión”, está empíricamente fundamentada. Claro que eso ha sido comprobado sólo por quien les habla, pero no por esto es menos cierto. La cosa es que tengo una relación especial con la luna. No estoy hablando de observarla embobada en miel, ni tampoco de la costumbre absurda de cortarse el pelo en cuarto creciente. Este asunto es distinto. De todas formas es ella, por alguna razón que desconozco, la que siempre me quiso. Desde aquel atardecer cuando yo era pequeña y le encomendé la primera tarea; la dama del cielo comenzaba a asomar tímida por entre las últimas nubes rosadas. Era la época en la que mi padre se dejaba ir abandonando cadáveres de botellas por todos los rincones. La violencia no se hacía esperar y brotaba de mis profundidades un urgente deseo de que se fuera, que nos dejara en paz. Apenas recuerdo cómo llegue esa tarde a ese lugar en el parque. Creo que huía por un rato, casi sin darme cuenta. Lo que sí recuerdo es que observé fijamente aquella luna todavía borrosa y agarré las ramitas caídas del tilo. Eran siete. Las partí a la mitad, una por una, mientras repetía “que se vaya, que se vaya”. Ella cumplió. Desde entonces el ritual es el mismo: la miro sin esquivos y rompo las siete ramitas de tilo mientras le repito algún encargo. Casi siempre obedece. Cuando no, mi castigo es ignorarla durante un buen tiempo. A veces pasan dos o tres semanas que ni siquiera la miro. Entonces desespera: se me aparece por rincones

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inusuales, se muestra imponente, brilla endemoniada. En esos momentos no hay nube capaz de ocultarla. Por eso me enojé tanto, cuando desoyó aquel anhelo que no me dejaba dormir. Viéndolo ahora, a lo lejos, aquello no tenía la menor importancia, pero no podía tolerar que ella, que se había hecho presente cuando más la necesitaba, me fallara. Estaba decepcionada. Decidí ignorarla durante un mes. Podía notar en mi amiga una leve impaciencia, pero persistí pese a sus intentos por doblegarme. Así fue, hasta la última semana, cuando se puso en verdad insistente. No encontraba manera de esquivarla. Era viernes y yo volvía a casa después de un largo día de trabajo. Ya había anochecido y comenzaban a reflejarse las luces de los autos y la avenida: siempre me ha gustado esa sinfonía urbana. Apagué la radio y encendí la calefacción, los vidrios se esmerilaron un poco. Comencé a relajarme y, como si tal cosa, solté una mirada al cielo: ya no pude con ella. Parecía un niño perdonado por sus travesuras, entre arrepentido y feliz. Mi enojo no había menguado, por lo que ofuscada doblé a la izquierda, ya iba a retomar la avenida, pensé. Pero a la izquierda se reflejaba en la ventana: tenía el brillo propio de su obstinación. Entonces doblé otra vez: contramano. No me importó, esquivé los autos que me lanzaban sus bocinazos, y estuve por chocar un par de veces. Dos o tres cuadras más y no tuve otro remedio que volver a doblar: estaba de frente. No, no quería verla. Volví a doblar, esta vez a la derecha. Anduve un buen rato, ingresé a la ruta. No me importó, seguí, el silencio me acompañaba. La noche estaba tibia y serena. Entonces recordé cómo mi madre me acariciaba el pelo cuando no lograba dormir. Tenía las manos ásperas de mujer trabajadora. Me destejía las trenzas con lentitud y las pasaba despacio por mi cabeza, como quien amansa a un animal. No sé bien por qué, pero ese recuerdo me acunó un rato. Bajé la ventanilla, dejando que ingresaran las breves ráfagas de olor a campo. Algún animal pequeño atravesó el

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camino. El auto comenzó a detenerse: me había quedado sin combustible. Procuré llegar con el envión a la banquina, y me bajé. Miré el cielo, la noche regalaba estrellas. Me inundé de paz, y ahí me quedé. No estaba sola. La luna me acompañaba.

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EL NEGOCIO DE HANK Gastón Tulia Medina power-gn@hotmail.com

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omo todas las mañanas, Méndez camina por la jefatura en su pintoresco traje gris y su corbata bien ajustada, llega hasta una de las salas y al entrar se sienta frente al testigo. —Muy bien Hank, dígame ¿Qué pasó? —No me llame así. Mi nombre es Hernán Argüello. —Está bien señor Argüello, sólo verificaba, ¿Por qué no me dice que pasó ese día? —Porque no tengo nada que decir detective, sólo lo que le mencioné al oficial. —Actualíceme… hoy llegué tarde. —Estábamos en esa calle, tratando de poner resistencia a lo que pasaba en ese momento, era una multitud y no podíamos hacer nada. Después un disparo se escuchó muy fuerte, luego ese joven cayó encima de mí sangrando mucho, tanto que olvidé mi lugar en ese entonces, y me detuve a ayudarlo, pero ya era tarde. —¿De dónde escuchó ese disparo? —El sonido fue muy fuerte… supongo que provino de mi derecha. —Muchas gracias por cooperar. El detective se levanta, observa con su mirada fría al oficial y se retira de la sala. En el camino llama a su ayudante que se encuentra en un bar. —Dante, tengo fuertes sospechas de ambos, del oficial y de su amigo que estuvo a su lado, creo saber quién es. —Detective, tiene que venir al bar un momento, hay que relajarse de vez en cuando, despejarse un poco, olvide el caso un rato. – 103 –


—¡Dante, no puedo descansar! Cuando se inicia una investigación y yo estoy a cargo… —… “no puede parar hasta resolverlo”, ya sé, ya sé… bueno entonces venga un rato, y hablemos del caso. —Buen punto —dice Méndez. Esa noche el detective, angustiado por todo, piensa continuamente en la declaración de ambos testigos. —Detective, lo veo muy mal… —No te preocupes, siempre me recupero con mi botella de Bourbon colega. Además… no puedo dejar de pensar en lo que dijeron. —¿Qué piensa? —¿Te acordás de lo que dijo el amigo de Argüello? “…escuché un estruendo y casi al mismo tiempo la sangre me tapó la cara.” —¿No será…? —Puede ser… pero lo descarto, Que ambos sean inocentes. —Entonces, ¿de dónde salió el disparo? —Buena pregunta. Suena el teléfono y el detective atiende. —Méndez. ¿Qué pasó jefe? —Domínguez está muerto. Lo asesinaron después del interrogatorio. —Hijo de… está bien, vamos para allá. Dante asombrado por la exaltación de Méndez le pregunta. —¿Qué pasó? —El amigo de Argüello está muerto, ahora todo tiene sentido, él es. —¿Por qué está firme en que es Argüello? Si ambos fueron citados al interrogatorio.

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—Es muy simple amigo, el disparo… dice que escuchó un ruido fuerte y que luego se desplomó el manifestante sobre él, tengo mis teorías. —Pero pudo haber sido un disparo de otra parte… lo dijo muy bien, escuchó el ruido por la derecha, hay un tercero. Se hacen las dos de la madrugada, Méndez y Dante caminan por las frías calles de Buenos Aires, yendo hacia la escena del crimen en esa plaza. El detective se posa en el mismo lugar donde estuvo Argüello, analiza cada rastro del suelo, el área, los edificios de alrededor y encuentra algo notable, uno de los departamentos de un edificio, está sin luces y con todos los vidrios rotos. Entonces su mente empieza a planificar aquel fatídico día. Hace unos pasos al frente con su escudo, recibía los cascotazos de los manifestantes que exigían aumento de sueldo, se sentía el estruendo, el manifestante que moribundo caía encima de él, entre toda la conmoción y los efectivos que disparaban balas de goma, el hombre finalmente moría en sus manos. Se levanta y lo mira a Dante, con su voz fría le dice: —Se le dio la orden de disparar balas de goma. ¿Verdad? —Sí, detective, hasta tiraron gases lacrimógenos. —Vamos al departamento. Suben las escaleras hasta llegar al piso, pueden ver que la puerta del departamento está apoyada y claramente adentro estaba todo oscuro y sin nadie que la ocupe. Con linternas buscan alguna pista, Méndez se acerca al tacho de basura y ahí ve todos los papeles triturados. —Perfecto Hank, vamos a ver que dice esta prueba. Esa mañana todos llegan a trabajar excepto el detective, que veló buscando entre el papel picado. Su compañero especializado en evidencia forense se acerca lentamente y le palmea la espalda.

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—Detective, ¿Qué hace? —Ahí sobre tu escritorio, tenés una bolsa, es un regalo de mi parte. Busca ansioso y al ver la bolsa, decepcionado le responde: —Yo pensé que eran facturas, y me das papel picado. —Es una foto tonto, ¿es tu especialidad no? —Sí, pero… —Si me pasé la noche entera buscando los trozos, no creo que lleve tiempo unir las piezas. —Está bien. Espera en la sala forense, junto con Dante, sin importarle nada, saca un cigarrillo y lo fuma con suma ansiedad, caminando de un lado a otro, su compañero, sólo lo sigue con la mirada. Abre su botella de Bourbon, toma y le ofrece a su compañero, Dante recibe la botella y dice. —Déjeme adivinar… le calma la angustia. —Sí. El joven llega y le entrega los resultados. Méndez revisa la fotografía armada nuevamente, se encuentra con algo muy interesante. —Es el manifestante, alguien lo abraza pero esa parte está cortada, los rasgos del brazo son un buen dato, y no deja de llamarme la atención, el anillo que lleva puesto. Dante vamos a la casa de los padres de la víctima, tal vez ellos sepan quién es. —Es cierto, ¡vamos! Estacionan frente a la casa, cuando llegan a la puerta observan que está entreabierta, rápido sacan sus armas y entran sigilosamente sin hacer ruido, al fondo en la cocina encuentran dos ancianos, la esposa se encuentra muerta y el hombre con sus últimos alientos toma fuerte la mano del detective. —¿Quién lo hizo? ¡¿Lo reconoció?! —Le dijo, “venció el contrato, fin del negocio.” —¿Quién? ¡Dígame!

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—Él… lo llamó, Hank. El de traje a rayas. El hombre muere en sus manos, asimismo como su hijo, la furia de Méndez ya se está dando a conocer. Sale apurando el paso y Dante asustado pregunta. —¿A dónde vamos? —Necesitamos ver urgente a Argüello. —La tiene con él, hay que buscar al hombre de traje a rayas, ese es Hank no hay duda. Un auto llega por detrás y golpea el parachoques de Méndez, hace que lentamente pierda el control, pero aún se mantiene firme sin ceder a los golpes. —Ahí lo tenés, Dante. El hombre de traje a rayas. Hace girar su auto debido a uno de los golpes y junto con su ayudante disparan al vehículo enemigo. Haciéndolo salir de la calle y estrellarse contra un negocio. Ambos bajan heridos miran a alrededor, se encentran con los policías apuntándoles. —Buen intento sicario, asesinar con cautela parece que ya no va con usted. Nuevamente en el interrogatorio, Méndez entra furioso y aún con su mirada fría, lo observa al sicario detenidamente y le hace las preguntas. —¿Para quién trabajaba Hank? —Ése no es mi nombre, soy sólo el que cierra el contrato. —Sólo verificaba… a propósito, veo que su trabajo es limpio y sencillo, y debo suponer que no querrá decirme nada acerca de ese contrato. —No lo voy a hacer, imbécil. Lo golpea de forma directa al rostro y Méndez dice. —Pierdo la paciencia, como no va a hablar, le voy a decir lo que averigüé… el manifestante tenía una deuda que no podía pagar, por eso exigía aumento de sueldo, así podía quitarse ese peso de encima, pero por alguna razón ese contrato

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que dice, venció y por eso lo mataron, ahora dígame, ¿Qué acuerdo hubo entre Hank y la victima? —Sólo miles, no hablo más. —Sus manos siempre con guantes… de ese modo no hay huellas, si tuviese anillos puestos no podría sostener el gatillo. —Nunca uso anillos, los guantes… no podría ponérmelos. —Última pregunta: ¿Quién es Hank? —No hablo de los que piden mis servicios. —Estupendo, muchas gracias… Imbécil. Sale de la sala y junto con Dante caminan hacia fuera. —Dante ahora te voy a interrogar a vos. —Está bien, ¿pero a dónde vamos? —¿Traés el Bourbon? —Sí. —Excelente, vamos a dar un paseo. Se suben a un patrullero y aceleran. El teléfono suena y Méndez atiende. —¿A dónde va Detective? —Jefe, Argüello es el asesino. —Insiste en que es él, déjese de jodas y venga de nuevo a la Jefatura, tenemos pistas. —¡Es Hank! —No lo es, ¿Cómo puede ser? Si Argüello estuvo con el manifestante al momento de su muerte, hasta le daba ánimos en sus últimos alientos. Méndez se queda perplejo, suelta el teléfono y acelera a fondo. —¡¿Qué pasa detective?! —Prepará tu arma y confiá en mí. Llegan a la casa de Argüello, para su sorpresa la puerta está abierta… Méndez y su colega preparan sus armas e

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ingresan. Una vez dentro de la enorme casa buscan por todos los rincones dónde se encuentra el oficial. Un disparo sorpresivo hace que se separen cada uno para un lado de la casa. Se escuchan gritos que provienen de arriba diciendo. —¡¿Cómo supo detective?! ¡Tengo que saberlo! —Simple, amigo mío, ¿Cuál fue tu respuesta cuando yo te dije “Muy bien Hank dígame que paso”? —¡No lo sé! —”No me llame así” —Astuto detective. Susurrando a Dante que estaba del otro lado de la pared le dice. —Última pregunta, ¿de dónde vino el disparo del francotirador? —De… la derecha. Ambos salen y le disparan a la pierna de Argüello, que no estaba oculta tras la pared. Suben las escaleras y le quitan el arma. —¿Por qué no me mataste si tenías la oportunidad? —Es simple Hank… no soy un asesino. Lo levantan y lo arrestan, mientras lo llevan continúa hablando. —Por cierto Argüello… lindo anillo, es igual al de la foto. Última pregunta: ¿Qué le dijo al manifestante, antes de morir? –dijo Méndez. — “Venció el contrato, fin del negocio” ¿Por qué? —Sólo verificaba…

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LA CUEVA DEL PERDÓN Edgardo Salaverría edgardosalaverria@yahoo.com.ar

Observo a través de los barrotes cómo practica el pelotón de fusilamiento. Con la proximidad de la muerte mi cuerpo siente escalofríos. Sentado en un banco, espero. Sostengo entre mis manos la medalla. Miro la hora y me pregunto si habrá tiempo para mi perdón. Avisaron que llegó el momento. Salgo con el alma destrozada. El sol no quema tanto como mi vergüenza y dolor. ¿Recordás, hermano, cuando de niños descubrimos esa cueva en la montaña cerca del pueblo en el cual crecimos juntos? La convertimos en nuestro secreto, en nuestro refugio mágico. Ahí cantábamos y reíamos, nos confiamos alegrías, miedos… y jugábamos. ¿Recordás a Carmen, la mujer que nos untó con la miel de su experiencia? Con ella fuimos hombres en la penumbra de nuestro lugar sagrado. Y después la despedida en el andén. Tu abrazo de hermano. Yo viajé hacia el cuartel y vos quedaste entre las montañas, las cabras y el pueblo. Pero gobernando el tirano, el rebelde caudillaje puso precio a tu cabeza. El escondite era prioridad. Por hambre de gloria traicioné nuestro secreto. Y golpeé la puerta del general. Ahora los fusileros te conducen hacia el paredón. LLevás la cabeza en alto. Orgulloso. Lentamente levanto la vista hacia vos, hermano, esperando. Busco en tu mirada el perdón que permita salvarme. Rechazás la venda en tus ojos. Sonreís al verme. Comprendés. El pelotón espera mi orden. No los distingo, por las lágrimas. Grito: ¡Preparen! Te veo asentir y siento que me estás perdonando. Grito: ¡Apunten!

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Vamos, hermano, a la cueva. Seamos niños otra vez en su oscuridad. Juguemos y bailemos bajo sus rocas. A la luz de una fogata contemos buenas historias. Por toda la eternidad hagamos el amor con Carmen… Escupo la medalla. Grito la orden: ¡Fuego! Y disparo la pistola en mi sien.

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ÍNDICE Estación Olleros – Pág. 9 Leonel Migliacci Silencios De Familia – Pág. 12 Lilian Orlandi Amor Para Lavar – Pág. 14 Amalia Tesler La Ventana Rasgada – Pág. 18 Juan Marcelo Gonzalez Fiesta – Pág. 20 Graciela Bruschetti Final – Pág. 24 María Eugenia Millares Trago Célebre – Pág. 25 Mónica Alicia Hernandez 2014 – Pág. 26 Ana María Rodríguez Arbizu Miradas – Pág. 28 Vivi Mazzeo Coleccionista De Miradas – Pág. 29 Amalia Tesler La Tía Carlota – Pág. 32 Mercedes Rozas Los Muros De Su Cárcel – Pág. 34 Martha Conti Es Demasiado – Pág. 36 Amalia Tesler Las Estrellas Telegrafían Para Hablar Con Los Ángeles – Pág.39 Vivi Mazzeo Mundo Parador – Pág. 40 Martha Conti La Cena Y La Paz – Pág. 43 Ana María Rodriguez Arbizu

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La Voz De Mamá – Pág. 45 Vivi Mazzeo Decisión – Pág. 46 Graciela Bruschetti Noviembre Huele A Tilos – Pág. 47 María Belén Vignolo Disparos – Pág. 50 Vivi Mazzeo Ejecución – Pág. 51 Leonel Migliacci Llorar A Mares – Pág. 53 Vivi Mazzeo Dos Mundos En El Espejo – Pág. 54 María Herminia Antelo Secretos Detrás Del Picaporte – Pág. 55 Miguel Ángel Santacroce Atardecer En Mi Desván – Pág. 56 María Herminia Antelo Aquel Verano – Pág. 57 Martha Conti Noche – Pág. 61 Vivi Mazzeo Aromáticas – Pág. 62 Martha Conti Olor A Tabaco – Pág. 65 Claudia Gabriela Morro De La Furia, Las Personas Y Las Cosas – Pág. 67 Mónica Alicia Hernández Sumisión – Pág. 69 Rocío Gregoracci El Tiempo De Olivia – Pág. 70 Mónica Alicia Hernandez Porca Miseria – Pág. 71 Fernando Ramos

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Mis Dragones – Pág. 72 Marcela Predieri La Hora De La Fragilidad – Pág. 74 Ana María Rodriguez Arbizu Encuentro – Pág. 76 Rocío Gregoracci Realismo Trágico – Pág. 78 Marcela Predieri Segundo Premio: La Higuera – Pág. 82 Lilian Orlandi La Cobardía En Sus Ojos – Pág. 84 Leonel Migliacci El Secreto – Pág. 87 Lilian Orlandi El Coliseo – Pág. 88 Graciela Bruschetti El Cóndor – Pág. 90 María Herminia Antelo Descubrimiento – Pág. 91 Lilian Orlandi Vencida Al Final Pasearé Mi Perro – Pág. 92 Lilian Orlandi Confidencias – Pág. 94 Mercedes Rozas Vacío – Pág. 97 Rocío Gregoracci DNI 39.337.699 – Pág. 98 Miguel Ángel Santacroce El Ritual De La Luna – Pág. 100 María Belén Vignolo El Negocio De Hank – Pág. 103 Gastón Tulia Medina La Cueva Del Perdón – Pág. 110 Edgardo Salaverría

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Este libro se terminĂł de imprimir durante el mes de Diciembre de 2015 en Editorial

Tirada 200 Ejemplares imprentagrafikart@gmail.com

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