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Latitud21 No 214 Enero 2021

Sin gafete

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Por Isabel Arvide

TOQUE DE QUEDA, VIVIR CON EL PELIGRO

El silencio, ese ejercicio colectivo de bajar la cortina, de cerrar la puerta, de encerrarte en tu espacio, llega puntual.

Cada día de la semana, entre lunes y viernes, las ocho de la noche equivalen a la clausura de toda vida en la ciudad, en el país. A esa hora, por disposición oficial, no debe haber persona alguna en la calle.

Y se cumple. Por eso el silencio que todo lo llena. Así es un “toque de queda” de verdad. Que agobia, que te produce angustia, que limita tu voluntad. Ni siquiera para acudir a un hospital puedes salir si no existe una autorización previa.

Los sábados y los domingos este encierro, tremendo, abarca todas las horas del día y de la noche. Con la interrupción de algunos mensajeros que pueden llevarte comida, a ciertas horas.

El gran enemigo, ese virus que ha transformado nuestras vidas, va ganando la batalla, va venciendo tus rutinas.

Cuando esto sucede en una ciudad que no es la tuya, la sensación de vulnerabilidad es inmensa. Porque el encierro obligado se da entre cuatro paredes ajenas, que son eso, literalmente, cuatro paredes.

En la paradoja inmensa de esta nueva realidad, que desfasa todas las rutinas conocidas, uno sale a trabajar. Porque las oficinas privadas y públicas no se han cerrado, como tampoco los comercios. Puedes comprarte cosméticos, camisas, zapatos, lo que se te ocurra, pero no puedes comer un sándwich porque todos los establecimientos, restaurantes, cafés, bares, están cerrados. Este ejercicio de acudir a centros comerciales se hace previo registro por celular.

De tal manera que, si estuviste junto a una persona que se contagió de Covid-19, en este cruce inevitable en los espacios públicos, de inmediato la autoridad te localiza; en Turquía el tiempo que transcurre para que lleguen a ti es menor a 10 horas, y te encierra en una cuarentena obligada, supervisada. Los contagiados, previa prueba correspondiente, tienen prohibido salir a la calle y esa misma autoridad lo vigila. El Estado omnipresente, protector, pendiente, enterado. Así son, así serán las libertades individuales limitadas en un futuro. Estambul es una ciudad sin fronteras, que tiene al mar por testigo de la vida cotidiana, cuya normalidad es vivir en la calle, incluso para platicar, para ver pasar la gente. La costumbre de tomar ese fresco, haga calor o haga frío, que la brisa marina trae. Se toma té, café, en compañía, con lentitud. Y se fuma, se fuma mucho. Esa vida en las calles está detenida.

Al mismo tiempo, como si estuviésemos en una película lenta, se abren las puertas de las oficinas, se extreman las precauciones; todos utilizan cubrebocas, todos se lavan las manos, se las desinfectan veinte, treinta veces al día. Se guardan distancias, se teme a la enfermedad. Y se hacen pruebas, muy baratas, con resultados en cuestión de horas, más de veinte millones de pruebas en un país de ochenta millones de habitantes.

El reto, doble para algunos, es vivir esta realidad de encierros obligados, de limitantes estrictas, en soledad. Lejos de tu país, en la incertidumbre de si esta semana habrá nuevas medidas, de si el “toque de queda” se extenderá a mayor número de días, de noches. A la vez que cada mañana te levantas, te bañas, te vistes, llegas a la oficina y te haces un café, después de abrir la ventana para que el aire ayude con la esperanza... .

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