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SIN GAFETE Escribe Isabel Arvide
Sin gafete Por Isabel Arvide
Periodista y escritora Twitter: @isabelarvide Blog: EstadoMayor.mx
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UNA MEXICANA EN ESTAMBUL...
El sábado me senté a comer en un restaurante que no conocía, en la calle Navizade, a pocas cuadras de Istiklal, la larguísima avenida cerrada plena de tiendas que cruza un antiguo ferrocarril, centro comercial de Istanbul. Iba sola, tarde para los horarios de comida, temprano para cena. El dueño se me acercó, en su medio inglés me dijo que me conocía... que me había visto tres veces, señalando al lugar enfrente, sentarme ahí, acompañada por varias personas, pero sin pedir de comer. Y que una noche había cenado en el restaurante contiguo... pero que era la primera vez con ellos.
Típica conversación, realidad de Estambul. Donde el dependiente de la tienda donde compras agua mineral igual te pide un taxi, o te ayuda a entenderte por teléfono, sin hablar ningún otro idioma que turco. Es la disposición que ayuda a borrar la barrera frontal del idioma. Y que ayuda a que termines de entender que Estambul sigue siendo una ciudad de provincia, pese a su apariencia cosmopolita.
Por eso compras pan, unas roscas duras con ajonjolí, en un puesto callejero, o toronjas, o castañas asadas, incluso mejillones que no me he atrevido a comer.
La primera vez que crucé a la zona oriental, porque Estambul está situado en dos continentes, buscaba el mercado de Kadikoy, la orilla de esa parte. Había leído crónicas al respecto. Caminé por más de media hora, y lo único que veía eran restaurantes, cafés, tiendas, en sucesión, sobre la banqueta de calles cerradas al tránsito. Después me explicaron que el “mercado” está ahí, entre todos esos establecimientos, puestos de venta de pescado, de verduras y de fruta.
A partir de esta experiencia aprendí a ver estos “mercados” que encuentras a la vuelta de donde vives. Justo en la calle que hace esquina con Navizade, con sus mesas de mantel blanco, venden pescado sobre hielo, pasteles turcos, pan, fruta y flores. Y temprano, cuando salgo rumbo al Consulado, en la calle donde vivo, se estaciona un pequeño camión para vender fruta y verdura.
Por eso encuentras tan pocos productos frescos en los supermercados.
Esta manera de ofrecer alimentos entre restaurantes y tiendas, muchas de ellas vendiendo bolsas de imitación, es parte de la cultura turca. De la forma de vida en Estambul que es, definitiva, en la calle. Sobre la calle, alrededor de la calle, cruzando la calle. En las entradas de los parques hay pequeñas, chaparritas mesas con bancos, donde se sientan señores a tomar té por largas horas. En una cuadra te encuentras tres o cuatro establecimientos que venden café, tipo antes de que se inventase Starbucks; tiendas donde venden pan, detergente, refrescos, queso, los indispensables, galerías de arte y restaurantes.
Esto en toda la parte europea, alrededor de Gálata, la parte de la ciudad más turca, más auténtica, con sus calles empedradas que tienen cientos de años, o en Sulthanamet que es la zona más turística con sus mezquitas. Siempre cerca, alrededor del mar, que es la constante que define a Estambul, casi hasta parecer una isla.
La ciudad se define por distritos, lo que nosotros conocemos por barrios o colonias, por zonas totalmente distintas entre sí. En la parte moderna, de rascacielos y grandes centros comerciales, oficinas, manda el automóvil. En la parte más antigua tienes que aprender a viajar en Metro, Túnel y Tren. Sobre todo, aprender a caminar en cuestas empinadas y bajadas muy prolongadas, caminar es la única forma de transporte.
La ciudad no tiene horario. Igual puedes desayunar a las doce del día, o más tarde en fines de semana, que comer a la una de la mañana. El menú es el mismo, interrumpido por intervalos para tomar un café turco o un té, comer pasteles, y volver a tomar café turco o té, comer pasteles entre comidas.
Formalmente la hora de comer es entre 12 del medio día y una o una y media de la tarde. Al menos en las oficinas que, todas, cierran poco antes de las cinco de la tarde. Sin embargo, a cualquier hora, en los modernos centros comerciales o en las calles antiguas, la gente llena las cafeterías.
Tomar café es un ritual muy distinto al de otros países europeos, lleva tiempo, desde que lo pides, hasta que terminas; en todos los lugares está permitido fumar, y lo raro es que no fumes.
Es muy fácil volverse adicto al café turco, a tomar pequeños sorbos de una todavía más pequeña taza, siempre de porcelana, acompañada de una pequeñísima copa de agua, guardando el dulzor amargo en un punto exacto difícil de describir.
Te vuelves adicto al café turco, y también al silencio. A decirte en voz alta o en silencio lo que piensas, lo que sientes, a vivir acompañada de tu sombra, a quedarte con tus agobios muda de toda palabra. Muda escuchando el canto que parece lamento, tristísimo, con que llaman cada cuando, varias veces al día, a rezar desde las mezquitas. Muda, mirando, siempre mirando las piedras que sabes que fueron imperios, la historia bajo tus pies, el cielo despejado, el mar, siempre el mar, el mar que lleva barcos a destinos impronunciables, el mar sin fin..