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La última verbena


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Estaes lacrónicade laterceraescapadaanual estival del equipodirectivodel IES Joaquín Rodrigo,esteaño con destino al norte de Cantabria y queademás sirvióde despedida de uno de los miembros originales.
Nos habían dicho que por la noche refrescaría. Durante todo el día
los efectos de la ola de calor (que también había llegado a Oruña de Piélagos, Cantabria) se habían dejado sentir en el pueblecito que nos había acogido en el tradicional retiro estival que los miembros de este equipo directivo llevábamos practicando ya dos veranos consecutivos. En el primero había sido Juanchu quien nos había llevado a Monfragüe, descubriendo por el camino los placeres del viaje en autocaravana. El segundo año fui yo quien me encargué de que conocieran mi ciudad natal, la del paraíso y el mar que describió Vicente Aleixandre. Y este verano
le llegó el turno a nuestro otro jefe de estudios, que decidió compartir con nosotros uno de sus destinos de vacaciones
predilectos. Incluso aunque no refrescara por la noche.
Este viaje era además especial por otra razón: sería el último que haríamos, como equipo, los cinco miembros originales de este, ya que, llegado septiembre, Mili comenzaría una nueva etapa lejos del Joaquín Rodrigo. Así, sería entre olas, campo, pinchos y verbenas que le daríamos adiós.
Sobre el escenario una chica
cantaba versiones de
archiconocidos temas del pop español de todas las épocas, al son de los cuales bailaban
Juanchu, Justo y Mili. En la caseta de tiro, Socorro y yo probábamos suerte con el tiro de la escopeta, que nos permitiría ganar algunos de los llaveros o peluches de todos los tamaños y colores que colgaban del techo de la caseta de feria. Las cervezas y los gin and tonics pasaban desde la improvisada barra instalada en el descampado hasta las manos de los vecinos de Oruña, dispuestos a disfrutar del sábado noche. Por
su parte, los niños correteaban, sus caras pintadas y toda la ropa manchada de unos polvos de colores que se lanzaban los unos a los otros en una suerte de pilla pilla sin demasiadas reglas. Como el verano, que es ese periodo del año en que parece que todo es posible, que todo se pone en pausa pero a la vez avanza más rápido que nunca. Terminada una canción, el público no perdía tiempo en pedir otra, y luego otra más, en un bucle infinito de peticiones que tenía por objetivo que aquella noche no perdiese su banda sonora. Una a la que contribuían los cantos de los
grillos y el chisporroteo del fuego de la barbacoa dando color y ternura a pinchitos y hamburguesas. Esa noche aún no lo sabíamos, pero al día siguiente el viaje terminaría con Mili regalándonos un libro a cada uno, sin dedicatoria de ningún tipo, pues, nos dijo, no podía concentrar en unas pocas palabras todo lo que nos querría decir. Quien sí nos dedicó toda una historia fue
Justo, haciendo honores a su posición como anfitrión de esta escapada al norte de Cantabria. El suyo fue un discurso que, nos había adelantado, revelaría el origen de su relación con esta tierra. Una ballena en el Sardinero , era el título que le había dado a la historia, que involucraba a uno de estos
cetáceos gigantes varado en una playa de Santander, un suceso acaecido el 3 de junio de 1898 y que propició que de entre toda la gente que se acercó a verlo coincidieran una joven de Noja y un militar de Zamora destinado
en Cantabria, que acabaron enamorándose y teniendo varios hijos, el pequeño de los cuales terminaría siendo el padre de Justo.
Todo esto, sin embargo, no lo podíamos adivinar mientras posábamos para la foto de equipo que yo luego publicaría con el título La última verbena , una que ya iba acabando, cerrando así una noche de julio para el recuerdo.

