Garzón

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comunidad de cocineros

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Por JEANNETTE SAUKSTELISKIS Fotografías de CAMILA G. JETTAR

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Como para todos, tener reuniones laborales durante enero de 2013 en Montevideo, no fue una cosa fácil. Sabemos muy bien el verano que tuvimos; francamente caluroso y, aunque nuestra ciudad es pequeña y durante aquellos días estaba bastante vacía, el sopor cotidiano nos transformó en seres algo desérticos, un poco lentos y por qué no, un touch más pacíficos. Bajo la influencia del aire acondicionado tiramos algunas ideas para nuestra edición de marzo. La imagen de Pueblo Garzón con los cocineros deambulando por las calles se actualizó en mi cabeza y lo comenté. “Hacé esa nota. Me encanta. La crónica de un pueblo lleno de cocineros”, dice la editora. El 28 de enero, a las 10 de la mañana, estoy retirando el auto de alquiler que abollé media hora más tarde cuando fui a estacionar en doble fila para comprar pilas y un bloc de notas. El coche era un poco más grande de los que suelo manejar; “tengo un esquema corporal automotriz de utilitario” pensé, mientras revisaba una y otra vez la abolladura distorsionando mi mirada y queriendo que fuera más leve de lo que era. Entiendo que poco

puedo hacer para remediar la situación más que avisar a las personas pertinentes y paso a buscar mi compañera, la fotógrafa, por el bar Tinkal. Media hora después estamos en la ruta rumbo a Pueblo Garzón para pasar dos días entre cocineros y manjares, bajo un cielo enorme y una temperatura cercana al fuego.

Lo primero que hacemos cuando llegamos es ir a Lucifer, el restaurante de Lucía Soria que funciona desde 2010 en el patio de su casa; un restaurante que está prácticamente a la intemperie, camino a la vieja estación de tren, y que sencillamente es un encanto. Compartimos un carpaccio de remolachas y unas costillitas de cordero con puré de papas. Tomamos vino blanco y agua mineral. La luz natural es maravillosa, el servicio es joven y vital, el punto de la comida es óptimo y naturalmente todo comienza a transformarse en una fiesta discreta pero perfecta. Hoy día, Agustina Gagliardi es algo así como la mano derecha de Soria. Es quien queda a cargo del restaurante, la que hace el pan y la que comanda al personal. Está por salir a buscar provisiones a José Ignacio, así que le pido para conversar un rato en algún lugar que ella elija. Se decide por la vieja estación de tren. La estación está abandonada pero limpia y los escombros mantienen cierto orden. Comentamos algunas cosas al azar. Nos sentamos en un banco de piedra en el que, seguramente, 60 años atrás hubo otras personas sentadas conversando como nosotras en ese momento: “Sería genial que pasara el tren. El tren es uno de los medios de transporte que más me gustan”, dice Agustina. Ella es de Buenos Aires y hace un año se vino a vivir a Uruguay habiendo pasado el invierno entero en La Juanita: “Hace 15 o 16 años que quiero vivir en Uruguay. Quería venir a terminar el secundario acá y mi madre no me dejó. Siempre sentí que Uruguay es mi lugar, que me abrazó desde el día cero que puse un pie acá, tiene una energía especial que me conecta con la naturaleza, el mar, el bosque, el campo. Reúne las condiciones de mi búsqueda en la vida”. Para Agustina, la llegada a Garzón no fue fácil porque nunca es demasiado fácil dejar el mar. Venía de vivir en una casa en el bosque cerca de la costa y pasó a vivir en un cuarto sin ventana, en una casa rústica, típica de pueblo. Pero hoy se siente satisfecha: “Estoy en un lugar con aire puro, rodeada de linda gente, trabajo de lo que amo hacer que es la cocina, me gusta haber dado con Lucía y tener proyectos en común, me gusta estar acá amasando, haciendo la pasta, trabajando en el horno de barro, cada vez que amaso y saco los panes del horno siento

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Volviendo de las vacaciones, de una vez por todas decido entrar a Pueblo Garzón. Pido permiso a mi copiloto para hacer el desvío y, una vez concedido, a la altura del kilómetro 175 torcemos hacia la derecha para recorrer, a velocidad moderada, los 15 kilómetros que separan a la ruta 9 del pueblo, derrapando mínimamente cada tanto. Llegamos a la plaza y paramos en la puerta del Hotel Garzón, el archiconocido proyecto de Francis Mallmann. Pedimos permiso para entrar y mirar, recorremos con discreción –una pareja almuerza en el fondo–, y volvemos a salir. Es 13 de enero, el calor es intenso y nos disponemos a mirar en lontananza. Una de las chicas que trabaja en el salón sale a saludarnos: “Tú conocés a mi hermana”, le dice a mi compañera de ruta, y comienzan una charla. Ambas son muy conversadoras. Mientras, miro hacia la plaza, hacia las calles y hacia el silencio. El pueblo está vacío. Deben ser como las cuatro de la tarde y las únicas personas que se mueven visten casacas blancas; son cocineros. El paisaje es magnético. De a poco voy reconociendo a algunos de ellos; aunque Garzón es un sitio bastante exclusivo, el mundo gastronómico no nos es ajeno y Roberto Piattoni –el Negro– es de esas caras conocidas; alto, flaco y de pelo largo, lo veo atravesar una de las calles tocando unos acordes en una guitarra criolla. Parecería que el sol está a punto de rajar el pavimento. Imprimo esa imagen. Saludamos, conversamos un rato y seguimos nuestro camino.


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Norberto Andrés Piattoni, el Negro, es el jefe de la cocina del hotel. La temporada alta en Garzón va aproximadamente desde el 20 de diciembre hasta el 10 de enero. Entre el estrés y la cantidad de trabajo, pasan como unos 20 días en los que el Negro come muy poco “de vez en cuando alguna fruta a la tarde”. Durante esa época duerme tres horas por día y suele adelgazar entre cinco y siete kilos: “Son tantas cosas y tanta corrida que no tenés tiempo para relajarte. Además, trabajar con tanta comida, a veces te quita el apetito”. Uno de los lugares que más le gusta de Garzón para conversar es la plaza: “Cuando tengo que hacer reuniones o tengo que hablar algo con alguien en particular, le digo para ir a sentarnos a la plaza un ratito para charlar tranquilos. Me gusta porque es un lugar público que acá se usa bastante poco. A veces hacemos la media tarde ahí y cuando baja la temporada nos sentamos a comer pizza. Hay unos ligustros que generan unos rincones muy interesantes con las mesas y las sillas y te sentís como en el patio de tu casa”. Cuando la temporada es baja, las rutinas cambian. Los días son tranquilos y si no hay reservas ni gente en el hotel, es posible cerrar a las siete de la tarde: “Cerramos temprano, nos vamos a descansar, organizamos juntadas, o me voy a mi casa, me regalaron una Technics MK2, así que me estoy comprando vinilos todo el tiempo y mi pasatiempo es salir de acá e irme a mi casa, tomarme un té de jengibre y tirarme patas para arriba a escuchar música y a relajarme”. –¿Es solitario vivir en Garzón? –Es solitario sí. He pasado bastantes estados. Alegrías, depresiones, bajones. He vivido en la casa del personal al principio de la temporada solo. No tenés muchas distracciones. Todo lo que te está sucediendo por dentro, lo ves; no hay muchas posibilidades de escapar a la realidad de lo que te pasa. Aprendés mucho de vos mismo. Eso te puede llegar a hacer bien o hacer mal. El lugar es hermoso, pero es como cualquier lado: si no estás bien, podés pasarla muy mal. !%#!"#$#%&'(

El Negro no tiene celular, ni tarjetas de crédito, ni cuenta en el banco, “ni mujer, ni hijos, ni facebook, y no participo de las elecciones políticas. Trato de no estar atado ni de tener ningún tipo

de relación con el sistema”. El año pasado abrió el club Sideral, un espacio de intercambio pensado para los trabajadores gastronómicos del pueblo: “El club Sideral ya lo tuve en Entre Ríos, en Federación –lugar en el que nació– en una vinoteca que teníamos con mi padre, en el jardín de la casa de mi abuelo. El concepto era el mismo: la cantina de un club para juntarse con amigos para pasar el rato, disfrutar e intercambiar. A todos nos gustan los bares, la música, la cultura, muchos de los chicos que vienen acá son músicos, entonces organizamos toques o lecturas de poesía”. El 23 de febrero, el Negro logró concretar un festival de música en la estación de tren en el que participaron ocho bandas que vinieron desde Montevideo. “Me gusta mucho el pueblo y hay cosas para hacer, aunque la idea es tratar de mantener el pueblo en este estado y respetar la armonía. Además es muy lindo para estar en pareja, para disfrutar del amor. Hay unas noches zarpadas, dormís con unas lunas increíbles, es muy romántico. Sobre todo cuando llueve. Y es muy lindo para trabajar”. La hora del servicio se acerca y hay algunas reservas para esa noche. Decidimos seguir conversando en otro momento: “Las esperamos a almorzar mañana al mediodía”.

Paso por la casa de Lucía Soria. Para no estar todo el tiempo en Lucifer, este año la joven cocinera alquiló la casa a una pareja de franceses. Él es director de documentales y ella es parecida a Amélie. La casa es muy agradable. Tiene espacios amplios, predomina el color blanco y el estilo rústico. Tomamos agua bajo una parra y divagamos un rato. Decido ir hacia el hotel. Antes paro un rato en la plaza, la temperatura es muy alta y busco un poco de sombra. Me quedo un rato ahí, recuperando calma, juntando fuerzas, buscando nubes. Finalmente cruzo al hotel. Me encuentro con Sanjo –Martín Sanjinés– y nos sentamos en el fondo, cerca de la barra de bebidas. Tomamos un par de cervezas bien frías que saben muy bien: “Salú-salute”. Uno de los lugares favoritos de Sanjo en Garzón es el puente abandonado, pero decidimos conversar donde estamos y dejar el puente para las fotos. Sanjo es músico. La banda con la que tocó más tiempo y grabó más discos es Boomerang, pero hoy participa de otros proyectos. Toca la guitarra y el ukelele y hace diez años que viene dividiendo su tiempo entre la música y el trabajo en gastronomía como cocinero: “En los últimos años agarré una modalidad más ordenada, me vengo a laburar en verano y el resto del año trato de tocar y salir de gira”. Llegó a Garzón a través del Negro. El primer año que vino se trajo todos sus instrumentos, su bicicleta y hasta un set de pesas. Este año achicó el equipaje aunque no dejó de cargar con lectura: “Traje una pila de libros, uno de Woody Allen, una serie de escritos de Levrero, La invención de Morel, de Bioy Casares –hace años que lo quería leer–. Leo mucho, estoy muy conectado con los libros, y si no, leo blogs en la compu o revistas de música. Acá en el hotel hay internet y, si no, yo tengo un módem móvil en casa; si no, me vuelvo loco. La vida acá es muy linda, es súper relajada, siendo extremistas te diría que estamos encerrados, porque no hay ómnibus que pasen todo el tiempo. Hay uno a la mañana pero yo, que hace dos años que estoy acá, no lo vi nunca. Nosotros hablamos de sacar a la ruta a la gente. Tratamos de pasarla bien, nos vemos todos los días todos, es como un reality show bastante particular. Por otro lado es relajado. Si estás muy loquito y muy sacado te vas a enloquecer en el pueblo porque lo que hay es trabajar, ir al Sideral o al arroyo a darse un chapuzón, andar en bici o ir a jugar al pool. No hay mucha cosa para hacer”. Sanjo es de los que se despiertan sobre el pucho y es de los últimos en dormirse. Sobre las nueve llega a la cocina del hotel: “Empiezo a ver como un psicópata todo lo que falta, a revisar heladeras, a ver qué tenemos, qué no, y empiezo a hacer listas de tareas; en base a eso empezamos a hacer la puesta a punto que significa ponernos listos para el

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como si estuviera pariendo un niño, no sé lo que es parir, pero lo sé a través de la cocina; el amasar, ver que la masa crece, leuda, se moldea, se vuelve a elevar, entra al horno y sale el pan liviano, dorado y con sonido hueco”. Me quedo pensando. Hablamos sobre otros lugares. Me cuenta que durante 2011 estuvo en Beirut, la París del Medio Oriente: “Es una de las ciudades más caras del mundo. Un alquiler en Beirut cuesta US$ 3.000 por mes. Digamos que en un punto no está valorada la independencia del ser humano y el privilegio de poder elegir y salir de ciertos lugares. Como si el pasado ocupara un lugar muy fuerte: ‘Mi madre es sagrada, pero yo no levanto lo que se me cae al piso’.” Un enjambre de avispas se acerca cada vez más pero no nos movemos. –¿Qué utensilios de cocina te trajiste de Buenos Aires? –Mi olla de barro, mis cuchillas, mi sartén, mi rallador –que alguien lo tomó prestado y se lo llevó, tristemente–, mi pimentero –sin el que no puedo ir a ninguna parte–, sales marinas, mi palo de amasar, unas espátulas, abrelatas y pelapapas, mi cuchillito tomatero, un destapador, una fuente de horno, y dos cacerolas. ¡Y mi Volturno! que viene conmigo a todas partes. El tiempo es algo más lento fuera de la ciudad, pero las tareas a cumplir son muchas. Para ambas. Emprendemos la retirada. Mientras hablamos sobre Lucifer y lo curioso de que sea un restaurante que prácticamente no tiene áreas cubiertas: “He trabajado bajo lluvia, empapada sacando cosas del horno de barro, pero no paré de reír, como si hubiera estado en el cuento más lindo. Dándole la bienvenida a los comensales y diciéndoles: esto es Garzón, esta es la naturaleza, no hay nada más puro y más simple que esto; no hay manera de dibujarla”.


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Las cocinas suelen estar tan unidas al mundo artístico como a los tatuajes. Además de Sanjo, hay algunos otros cocineros y mozos que tienen bandas. Tal es el caso de Miguel Canevari, que lleva dos temporadas trabajando en el hotel y es integrante de Julio & agosto, una banda argentina que gana cada vez más repercusión. Canevari se juntó con Guido Castro –quien viene de Junín y es la tercera temporada que pasa en Garzón trabajando en el salón del hotel–, y empezaron a tocar. Con el tiempo se sumó Sanjo y esta temporada fue la primera vez que surgieron canciones propias. Fundaron una banda que se llama Cocina Comedor y tocaron en Mutate en José Igancio, en la casa de Martin Summers, el famoso galerista inglés que pasa algunas temporadas en su casa de Garzón y que a esta altura ya es una figura casi legendaria dentro del pueblo, como el propio Mallmann, y también tocaron en el club Sideral y en Lucifer. Quieren grabar esas canciones en Buenos Aires en algún momento del año.

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Ya es de noche. Me siento un rato en el salón interior del hotel con Pilar Soria. Me ofrece una copa de vino pero elijo un café. Al día siguiente Pilar viaja a Montevideo para tramitar la visa a Canadá porque en febrero viajará con Francis a un festival gastronómico. Pilar, o Pili como la nombran todos, es hermana de Lucía Soria, y es la asistente general de Mallmann, además de ser la gerente del Hotel Garzón. Es la persona que se encarga de que las ideas que Mallmann tiene en su cabeza puedan transformarse en actos concretos. Parece seria, pero en realidad es sobria, tranquila y agradable. Su trabajo es permanente, pero está satisfecha con la posibilidad de viajar y conocer el mundo. Toma una copa de vino. El Negro nos acerca una mini focaccia recién salida del horno; un manjar. Pilar llegó a Garzón a mediados de octubre y se encargó de la apertura: “El hotel es pequeño pero requiere un montón de cuidados. No es un lugar para que la gente se muestre, es un lugar calmo, para comer bien, leer, no hay demasiado para hacer”. Pilar fue la encargada de elegir el personal del salón para esta temporada y hablamos un poco de eso, del dinero y de los atributos que deben tener quienes trabajan. “La plata no es lo más importante para quienes vienen a trabajar a Garzón. Vienen por el lugar, es divertido en algún punto, a veces no, pero en general se pasa bien. Las personas se juntan de noche, van al Sideral, yo participo algunas veces, pero no me quedo mucho porque prefiero cuidarme y estar bien al otro día. Para este restaurante busqué mozos que sean guerreros. Aquí todo es más complicado de lo que en cualquier lugar del mundo, tenés que resolver problemas y tener la cabeza abierta. Hay eventos que son en el medio del campo y se puede romper algo, o quedarte sin agua, por ejemplo. A veces hay que trabajar muchas horas y además armar eventos. Trabajar en el medio del campo no es lo mismo que trabajar en una ciudad, tenés que tener cierta conexión con lo que te rodea. Por otra parte, tenés que querer convivir con 20 personas en una casa. En general, yo les tiro el peor panorama siempre: vas a tener que trabajar 15 horas por día, vas a tener que vivir en una casa con 20 personas más… entonces el que quiere venir, realmente lo quiso”. Le encantaría aprender a cocinar y espera poder hacerlo pronto. Tiene tatuado un cardenal (“Está cada vez más lindo. Al principio no era tan lindo”).

–¿Sos la persona que apagará la luz del hotel esta temporada? ¿Te llevás la llave? –Se supone que sí. Quedan las locales de Garzón, chicas de la lavandería y de la bacha y, algunas veces por semana, ellas vienen a chequear que está todo bien y hacen mantenimiento y limpieza. Es a ellas a quienes les voy a entregar las llaves. Llegan clientes. Un señora rubia le da un beso y Pilar le da la bienvenida: “Te traje un delantal divino para vos, después mostráselo a Francis”. Agradezco todo y me despido. Quedamos en cenar en Lucifer. El calor continúa. Los chicos me comentaron que han llegado a soportar 37 °C de temperatura. Pero la noche es ideal para un lugar como Lucifer. Elegimos los chipirones, los ravioles y cerramos con una isla flotante y té. El día fue largo. El personal de Lucifer es joven, casi todos tienen rastas y sienten que son una familia. Viven juntos en una casa de fachada rosada muy cerca del restaurante. Chocamos copas y hablamos sobre temas trascendentes como los caminos espirituales, la naturaleza y, probablemente, el amor. Al fin nos vamos a dormir. A mí me toca en la casa de los franceses, en lo de Lucía Soria.

Es la mañana del día siguiente y ya se sabe que el calor será infernal. Quiero hablar con Tovah, una neoyorquina que hace una pasantía en la cocina del hotel. Me preocupo porque Tovah no habla español y mi inglés está tan escondido dentro de mi cerebro como un trauma de infancia. Le pido que hable lento y le agradezco por no tener acento irlandés. Tovah significa buena en hebreo. Vive en Brooklyn pero creció en Manhattan, como sus padres y los padres de sus padres. Me impresiona su alcurnia. Sus padres están retirados, su madre era psicoanalista y su padre trabajaba en el rubro de fábricas de plásticos. Le digo que me parecen auténticos personajes de una película de Woody Allen. “La gente en Nueva York es más parecida al show de Bill Cosby que a una película de Woody Allen”, me responde. Hace unos años, Tovah Shanok cambió de vida. Era fotógrafa publicitaria, trabajaba en producciones y un día se cansó y probó suerte en la cocina del café de unos amigos. Le fue bien, así que decidió tomar clases en una escuela de arte culinario y comenzó su carrera gastronómica. Trabaja en Roman’s, uno de los únicos restaurantes que utiliza el horno a leña en toda Nueva York. A través del chef uruguayo Ignacio Mattos hizo contacto con Mallmann, porque estaba muy interesada en profundizar su aprendizaje en la cocción con fuego. Con todo lo bien que suena, es posible afirmar que lo que trajo a Tovah a Garzón fue el fuego. Me interesa su rutina en el pueblo, pero también me interesa su modo de pensar el trabajo, los cambios y el futuro: “En las cocinas en Nueva York hay mucha gente como yo, que trabajó en arquitectura o que son abogados, y que ya no quieren más pasar las horas dentro de una oficina y quieren trabajar con comida porque les parece más divertido. Pasamos muchas horas en el trabajo y es bueno preguntarnos si estamos bien con eso. Yo puedo pasar 12 horas en una cocina y no lo pienso dos veces. En el futuro tendré que pensar. Hay un día en que esto expira, porque hay un límite físico para este trabajo. Puedo ser cocinera particular, o puedo ser vendedora de proveedores de hongos o vegetales. En ese caso todavía estaría trabajando con comida. Por ahora estoy pasando bien y cada día es como un día de clase”. Le pregunto por lo que ha traído para su estadía: “No me dijeron que iba a hacer tanto calor. Traje ropa, mi computadora y dos libros; uno que ojalá no lo hubiera leído, Cincuenta sombras de Grey, un libro que todas las mujeres están leyendo en las playas y también un libro de Bob Mould, el guitarrista de la banda punk Hüsker Dü. La mayor parte del tiempo estoy en la cocina, pero me gusta leer antologías del

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servicio”. Le pregunto a Sanjo por unos chicos estadounidenses que había visto la primera vez que estuve y que volví a ver hacía un rato. “Vos decís Johnny Jr, el hijo de John, un americano que tiene una casa en el campo a la salida del pueblo. No se sabe muy bien a qué se dedican, pero andan por acá. El otro es Philip, un amigo de Johnny Jr. Trabajan en la granja, son fanáticos de las plantas, investigan. Creo que Philip laburaba en la marina. Están hace varios meses, laburaron en el Sideral los dos”.


comunidad de cocineros rock y sobre música en general”. Cerramos la conversación hablando de la imposibilidad de la paz en Medio Oriente, la idea que la gente tiene de los estadounidenses y las intenciones oscuras de los políticos. Hora de almorzar. Nos sentamos en el salón del hotel. El Negro nos propone varios platos para que probemos y disfrutemos. Asentimos con ilusión. Esperamos tomando cerveza y agua. Llegan los platos y sufrimos una especie de éxtasis estético: langostinos con azúcar rubia quemada con pomelo y naranja caramelizados, vinagreta de cítricos y avellanas tostadas; empanadas mendocinas, de carne de lomo cortada a cuchillo, con cebolla, manteca, grasa, ají, pimentón, huevo duro, aceitunas verdes y algún otro condimento más; una ensalada de zucchini cortado muy finito condimentado con ralladura de limón, sal, pimienta, jugo de limón, hojas de menta fresca, almendras tostadas y parmesano; y una ensalada de sopa paraguaya, de harina de maíz, queso, cebolla, leche, sal, pimienta y huevo. Un festín que atacamos con cuidado y que nos deja felices y algo cansadas.

El personal almuerza en la parte exterior del hotel. Están terminando. La imagen es preciosa. Me siento a hablar con Fiorella da Silva y Nadia Navarro. Ambas son muy jóvenes. Comparten la casa del personal y dicen que están tratando de ponerle más amor. Al principio eran muchos y no fue fácil. Nadia llegó el 6 de noviembre y se irá a principios de marzo: “Pilar vio que hablaba bastante bien en inglés y que me comunicaba bien con la gente angloparlante, así que me mandó a trabajar a la casa de Martin Summers. Sobre todo estoy allá. Ahora Martin está en Nueva York, después se va a Trancoso y el 7 de febrero vuelve. En realidad soy como de ellos, cuando estoy ahí es como estar en Inglaterra, hablo todo el tiempo en inglés, es hermoso”. –¿En qué consiste tu trabajo? –Hago el servicio de la comida pero también hago los desayunos, así que algo de cocina hago. En ese caso preparo café, jugos, a veces huevos duros o poche, a veces huevos fritos y cuando están los hijos de Martin, estoy como una hora haciendo el desayuno. –¿Te propusieron llevarte para Londres? –Me tantearon, sí. Pero yo tengo que estudiar acá todavía, así que no les di mucho pie. Fio interviene: –Yo me iría. Ambas trajeron muchísimo equipaje: “Tenemos como 34 perfumes” dice Nadia, y Fio comenta lo difícil que fue para ella armar las valijas: “Mi equipaje para venir fue un dilema. Ropa para trabajar, championes Nike a full, Crocs, pila de cremas, maquillaje, cositas, vestidos. Me fui a Montevideo y me llevé cosas que no iba a usar pero también me traje otras, porque me fui de compras (se ríe). Ahora tenemos como una tiendita en el cuarto. Además la música; yo sin música no puedo vivir, lo que más me gusta son Los Ramones, Motörhead, Black Sabbath y Los Doors, pero escucho mucho Dub, me gusta mucho Lee Perry”. –Acá se escucha mucho Dub –agrega Nadia –nos hace mucho bien. –Me encanta la cumbia, pero no me dejan poner mucha cumbia. –Somos todos rockeros. !)#!"#$#%&'(

Hablamos de otras cosas. Me parecen muy divertidas. Nadia toma la palabra: “Acá hay un lenguaje y una forma de poner la mesa que está bueno y además está bueno aprenderlo, vas quedando con mañas. Ahora, hasta cuando me pongo la mesa para

mí me la armo, y si estoy con gente también, como que me vino el ataque. Antes me hacía un plato de fideos y me lo comía así nomás. Ahora me contagié de ese protocolo porque está bueno, te da más tranquilidad a la hora de comer”. Fio reflexiona sobre Garzón: “Hay unos viajes con la naturaleza muy buenos acá, el cielo es divino, la brisa, me gusta salir y cocinar afuera. Me gusta cuando me levanto de mañana y vas caminando y ves a una gallina con sus pollitos cruzando la calle”. Quedamos en que más tarde voy a conocer la casa del personal y terminamos hablando de las expresiones que se escuchan en las calles del pueblo: “Cállate tú, no tú; ni tanto ni cuanto; ni que tal vez”. Más tarde voy a refrescarme al arroyo. A la vuelta paso a conversar y saludar al personal de Lucifer. Están Matías di Genaro, Santiago Martinez y Florencia Arismendi. Me gustan los collages que tienen en las paredes –hay uno muy divertido que incluye a Mallmann–. A veces se sienten parte de un videojuego, como si fueran avatares, que cada día se levantan, trabajan, duermen unas horas y al otro día hacen lo mismo y así todos los días, pero que cada vez lo van jugando mejor: “Es una rutina, pero es una rutina hermosa. El lugar es precioso y la mayoría de la gente que atendemos tiene terrible onda”. Otras veces sienten que están en algún tipo de rehabilitación, porque todas las cosas que se pueden llegar a desear no son posibles. Les pregunto cuáles son esas cosas. “Un poco de asfalto para andar en skate, o saludar al mar de vez en cuando. Saber que no vas a ver el mar en verano es toda una elección.Y saber que vas a ver a la misma gente todo el tiempo es como participar de un Gran Hermano”. Se acerca la hora de irnos. Decidimos comprar un poco de nafta en el almacén de Johnnatan. Agradecemos, saludamos y hasta abrazamos. Sin darnos demasiada cuenta empezamos a recorrer los 15 kilómetros hasta la ruta 9. Al día siguiente voy a tener que ir a devolver el auto abollado. Nos avisan que en Montevideo llueve. No estoy segura de haber logrado una crónica. Creo que no.


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