El náufrago

Page 1

El náufrago.

Andrés se despierta sobresaltado, está todo transpirado. Con la mano temblorosa agarra los papeles que guarda bajo su cama y se pone a escribir, frenéticamente, compulsivamente. Es casi mediodía cuando su madre lo llama a comer. Andrés se niega con una excusa torpe y se encierra en su cuarto otra vez. Su madre insiste, tiene que almorzar. Sin más escapatoria, Andrés se sienta a comer en la mesa de living de sus padres. Ese pequeño cuarto rodeado de muebles antiguos y olor a historia. La mesa familiar tiene un mantel de plástico duro, que al calor del verano hace que se resbalen los codos y se pegoteen las manos. Andrés mira su plato, un plato de fideos a la boloñesa que una vez más su madre ha preparado con esas manos cuarteadas por el tiempo. Lo estudia minuciosamente, revuelve los fideos a uno y otro lado del plato como tratando de descifrar un mensaje en una botella tirada al mar. Lo huele, lo mira fijamente y mira a sus padres sentados juntos frente a él. Trata de adivinar algún gesto en ellos que los delate. Un sudor frío le corre en la espalda cuando su madre le advierte que se enfría la comida. Andrés se devora el contenido del plato en segundos, casi sin respirar, pensando que puede ser el último. Se levanta de la mesa y sale al jardín a respirar un poco de aire, un aire que lo desintoxique. De repente siente un fuerte calambre en el estómago, unos segundos más tarde se repite, con el terror reflejado en el rostro, Andrés entra corriendo de nuevo a la casa y se dirige al baño, una vez allí se mete los dedos en la boca y vomita todo lo que recién comió. Su madre que lava los platos en la cocina, mira la puerta del baño y piensa con resignación, tal vez, que hoy es otro de los días malos de Andrés. Andrés tiene 30 años, es hijo único de Jorge y Mónica, un matrimonio que esperó muchos años para tener un hijo. Los tres viven en una pequeña casa con jardín en un pequeño pueblo llamado Irazusta, o Villa Elenora, al sur de la provincia de Entre Ríos, donde durante muchos años pasó el tren que le dio nombre el pueblo, pero que sólo dejó miseria y abandono cuando se interrumpió su servicio. En Irazusta se conocen todos, y como todo pueblo chico, puede ser un gran infierno, o eso pensó Andrés cuando decidió partir rumbo a Buenos Aires, la ciudad de la furia, para estudiar Filosofía. Volvió a su casa a los dos años, frustrado con él mismo y con esa inmensa ciudad que prometía ser el fin de su eterno aburrimiento pueblerino. La primera vez que Andrés se escapó de su casa tenía 15 años, dijo que sus padres lo golpeaban, pero las asistentes sociales no le creyeron y tuvo que quedarse en Irazusta bajo la custodia de unos padres que comenzaban a no entender qué sucedía con ese único y tantas veces proyectado hijo. Tenía 20 el día que fue corriendo a la comisaría del barrio a denunciarlos porque creía que lo querían envenenar. El comisario del pueblo, lo escucho y tomó acta de su testimonio, pero no hizo nada, conocía a los padres de Andrés desde la infancia. A los 23 volvió a escaparse diciendo que el pueblo entero conspiraba en su contra, y que nadie quería aceptar que sus padres planeaban matarlo. Con 24 se fue a estudiar a la gran ciudad para volver dos años después medicado. La última vez que se escapó fue el año pasado y terminó internado en la Sala 6 del Hospital


Centenario en la ciudad de Gualeguaychú, allí comenzó a escribir sus memorias, para que alguien algún día sepa su verdadera historia. La madre de Andrés dice que lo que tiene su hijo, son ataques de pánico, pero todos en el pueblo saben que es algo más. Cada tanto escuchan los gritos y las acusaciones de Andrés, o lo ven salir corriendo desaforado, queriendo escapar sin saber a dónde o de quien. Pero ya nadie hace nada, todos saben que Andrés es así. “Tiene problemas” dicen algunos, “está loco” dicen otros. Villa Eleonora se ha convertido en estos últimos años en un atractivo turístico de lo que se denomina Turismo Rural. Esta iniciativa de los lugareños, sin embargo, acrecentó los “problemas” de Andrés, que ve en cada turista que llega, el pasaje a su salvación. No duda en pedirles que lo saquen de ahí, que tengan piedad de él, y en contar que ese pueblo que parece tan pacífico, guarda en su interior una historia de horror y locura. A muchos les pide que cuenten su historia en alguna comisaría cercana para que vengan a rescatarlo. Sus palabras son tan creíbles, que en la comisaria del pueblo ya saben qué decirles a aquellos que se acercan preocupados, para poner al tanto de lo sucedido al comisario. La mente de Andrés es un acertijo complicado de descifrar, sus palabras y sus gestos son tan vehementes que es muy difícil pensar que su problema es simplemente que está loco. Su juventud y su vigorosidad le juegan en contra. Esa juventud en la que todos creen ser impunes, es lo que más impacta del estado de Andrés, eso y su mirada. Esa mirada de quien nunca se da por vencido. No es el viejo loco del pueblo, al menos no todavía. Cae la tarde de un día Domingo, Andrés ve cómo se aleja un auto levantando el polvo por ese camino sinuoso que separa al pueblo de la ciudad. Sobre el vidrio trasero del auto se recorta la figura de una chica que lo saluda con una expresión en la que se mezclan la tristeza y la compasión. Andrés está parado y mira, simplemente mira, mira el auto que se aleja, mira el polvo del camino, mira la chica que se va. Mira, como un náufrago en medio de una tempestad.

ROTHBERG, MARIA LAURA


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.