Cuaderno 45 - Life´s Good

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Cuaderno 45 / Junio - julio de 2022

:Life´s Good Mariel Turrent Eggleton


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:Life´s Good Mariel Turrent Eggleton


CUADERNO 45 / Life´s Good DIRECTORA

Zita Finol COORDINADOR EDITORIAL

Nicolás Durán de la Sierra EDITOR

Agustín Labrada Aguilera DISEÑO

Arnaldo Blanco Leal RELACIONES PÚBLICAS

Flor Tapia Pastrana CONSEJO EDITORIAL

Jorge Polanco Zapata Juan Carlos Arriaga-Rodríguez Juan José Morales Agustín Labrada Aguilera Pricila Sosa Ferreira ISBN: www.gacetadelpensamiento.com

Gaceta del pensamiento es una revista de carácter cultural que aparece los primeros días de cada mes con un tiraje de 3000 ejemplares. Editor responsable: Nicolás Durán González. Se distribuye en todos los municipios del estado de Quintana Roo y la Ciudad de México Certificado de Licitud y Contenido de la Comisión de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación en trámite. Certificado de reserva de derechos de uso exclusivo del título expedido por el Instituto Nacional de Derechos de Autor en trámite.


ÍNDICE LIFE’S GOOD Pág. 9 LA CAJA Pág. 17 MI RITUAL COTIDIANO Pág. 19 LOCA POR HEMINGWAY Pág. 25 PRIVATE PARTY Pág. 27 HACER EL AMOR CON ELLA Pág. 29 ¿RECUERDAS TAJIMARA? Pág. 31 VANIDADES Pág. 33 CUARENTA Y CINCO MINUTOS

Pág. 37

EN LAS NUBES Pág. 39 EL ACUERDO Pág. 41 AMOR COLOIDE Pág. 43



NOTA DEL EDITOR Si algo destaca en la antología de cuentos Life’s Good, de Mariel Turrent Eggleton, número 45 de la serie Cuadernos de la Gaceta, es su elegancia, y no sólo en lo que toca a su redacción, sino también en los temas que se abordan en los propios textos, iniciando por el que da título a la propia colección: “La vida es buena”, lo que viene a ser como un augurio para el lector. En los cuentos y relatos de esta entrega, el lector atento podrá escuchar el eco lejano de un antiguo carrillón, como se esboza en “La caja”; no en vano la autora ha incursionado con éxito en la poesía con el título Desnudeces de agua (2000) y ganó, en 2002, el Premio Rey Ocho Venado en el X Encuentro de Mujeres Poetas de México. Los escarceos eróticos de algunos de sus textos, sus juegos entre lo real y lo irreal, como en “Hacer el amor con ella” —cuento corto de gran hechura— evocan la prosa de la gala Sidonie Gabrielle Colette, la autora de Gigi, la gran novela del París de fin de siècle. “Hay algo más en las palabras, algo que me estremece: su sensualidad”, dice ella. Laureada también, en 1999, con el premio del Concurso Estatal de Cuentos Juan Domingo Argüelles, estudió Literatura Hispanoamericana Contemporánea en la Universidad de Ginebra, Suiza; es maestra en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca, España, y maestra en Comunicación Corporativa por la Universidad Anáhuac, México; y cofundadora de Malix Editores, casa especializada en ediciones de autor. Hasta el último vuelo y Oveja negra, sus novelas más recientes, con amplias reseñas en la Gaceta del pensamiento, dan pauta de la solidez literaria de esta autora originaria de la Ciudad de México, y los textos aquí reunidos son muestrario de su oficio. Life’s Good es una invitación para viajar por la sensibilidad y el talento de Mariel Turrent.

Nicolás Durán de la Sierra 7



LIFE’S GOOD A Emilia, al doctor Ignacio Cervantes y al escritor Luis F. Redondo por las historias compartidas y los días felices del otoño de 2021.

NACHO No, Nacho, jamás te has sentido un tipo exitoso. Exitoso el Guayabo, que empezó a los diecisiete años llenando las guías en carga de Mexicana de Aviación, estudiaba Topografía porque alguien le había dicho que tenía el mal del pinto y él, crédulo, pensó en una profesión que lo mantuviera escondido, lejos de la civilización, quería irse a la montaña. Pero claro, luego conoció a una chica simpática y bailadora —de esas que tanto te gustan, Nacho, de las que traen la música tatuada en el alma y les gusta cantar— y se le olvidó lo del mal del pinto, encarrilado se quedó en la compañía aeronáutica y hasta llegó a ser director. Pero tú no, Nacho, después de que te rehusaste a seguir aplicando los electroshocks y condenaste las lobotomías en el hospital “Dr. Rafael Lavista”, después de que decidiste ir con los padres de aquella paciente inglesa a rogarles que impidieran que le vaciaran el cerebro, a decirles que de nada servían esas prácticas, ellos fueron a quejarse de ti y de los otros a los que alebrestaste y no tuviste otro remedio que renunciar a las grandes ligas. No es lo mismo volar que estar volado; una línea aérea, que un psiquiátrico. Los riesgos son otros, y tú, Nacho, después de haber estado ahí tantos años, sabiendo que entre la cordura y la locura puede solo existir un diagnóstico malintencionado, no querrías quedarte ahí para siempre. No, nunca te has sentido un hombre exitoso, pero el éxito vale para nada. Ahora que han pasado los años y sabes que el Guayabo a sus sesenta y pocos —después de que vendieron la aerolínea y liquidaron a todos los señorones que llevaban trabajando ahí más de cincuenta años— murió enfermo de cáncer. Te miras al espejo y te dices “Life´s Good.” Te reconoces como un triunfador, un sobreviviente. Aún te das el lujo de levantarte tarde, comer fuera todos los días y gozar cuando esa joven mesera, con la que tanto te gusta bromear, te atiende. Te das el lujo

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de pasearte por las librerías, linterna en mano —la iluminación de las librerías no te ayuda— dispuesto a concederte cualquier capricho, pues tu pensión da para que sigas comprando libros. Por si fuera poco, aún tienes propósitos y el próximo es viajar. Ahora tienes la certeza, Nacho, de que el día en que te toque llegar a la meta lo harás triunfante, porque los electroshocks y las lobotomías son cosa del pasado y tú estabas en lo cierto. La llegada de los antipsicóticos te dio la razón, te hizo descansar. Tienes la conciencia tranquila, duermes bien, y tienes tus placeres de hombre retirado. Cada vez que entras en tu cocina, miras en tu refrigerador las siglas “LG” y sonriente asientes. También cuando prendes el televisor. A tus setenta y muchos, has sabido mantener tu mente al tiro y hasta te has iniciado en el Facebook. ¡Quién te iba a decir que Teresa te contactaría! Y ahora, no piensas en otra cosa que ir a Montiel. Sí. Ya sabes que de esas lides estás también retirado, pero vale la pena ir tan lejos por la ilusión que te hace verla bailar. Ahora sí, Nacho, no solo estás volado, estás en el aeropuerto a punto de volar. ¡Si te viera el Guayabo! Ya cruzaste el Atlántico. Estás en Madrid. Desde el andén, en Atocha, la ves subir al tren sin más equipaje que una bolsa al hombro. ¡Ay, Nacho!, la viste porque es joven y bonita, y aunque el doctor te dijo después de tu cáncer de próstata que ya no, que ahora sí estabas por completo jubilado, a ti te gusta la belleza. Y ¿qué te impide verla? Te llena de vida. Uno nunca deja de soñar, ¿verdad? Y, para tu suerte, la chica, que debe andar por los treinta y pocos y podría ser tu hija — más bien tu nieta—, se sube al mismo vagón y se sienta frente a ti. No te ve. No te ve porque va inmersa en otro espacio, en otro momento. Revisa su celular constantemente y se pierde mirando por la ventana, pensativa, llorosa. “¿Vas a Valdepeñas?”, le preguntas. Dulce, amable, casi contenta —aunque eso sería imposible en este momento— te dice que no sabe, que tomó ese tren porque era el que estaba por salir y tenía que alejarse: huir. Tú sabes muy bien que no ha robado nada, que no huye de la justicia sino del amor, pero, aun así, se lo preguntas para que expulse sus pensamientos; tienes experiencia en eso y lo logras: la ves sonreír. ¡Ay, Nacho!, ¡cómo te gusta lo hermoso! “Yo voy a Montiel”, le dices, “a ver a una chica”. Ella te regala otra sonrisa. Te confiesa que ella se aleja de un hombre y quiere saber a qué más puede ir alguien a Montiel, como queriendo ir allá a buscar su destino. “A comer bien”, le dices, “porque Teresa, esa chica a la que voy a buscar, trabaja en un restaurante llamado Kurrirri y dice que no hay mejor lugar para comer en toda La Mancha”. Ella voltea nuevamente a la ventana constatando la velocidad a la que se aleja. “Si no tomaba este tren, iba a volver con él”, te dice. “¿De dónde eres? ¿Te puedo tutear?” Y tú le dices que of course, que te llamas Nacho y eres mexicano.

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Ella es Consuelo y no tarda en decirte que Dios te ha puesto en su camino para que vea cómo alguien que tiene interés es capaz de cruzar el océano. El hombre que ha dejado atrás no puede ni devolverle un “te quiero” y cuando ella se lo hizo notar y, apelando a su honestidad, le dijo que si no sentía por ella lo mismo dejara de buscarla, él optó por decirle que justo estaba a punto de ir a buscarla, pero que su mensaje le cayó como un balde de agua y que, si esa era su decisión, le deseaba que fuera feliz. “Mándalo a la chingada”, le dices sin filtros. “Yo solo quería que me confirmara que me quería, jamás pensé que optaría por no buscarme”, dice entre llorona y risueña por tu comentario. Entras en confianza y le pides que te acompañe. Se lo dices sin maldad, sabiendo que estás jubilado, apreciando lo hermoso y queriendo procurarle otra sonrisa. Ella, sabiéndose incapaz de tomar mejores decisiones, acepta cuando le aclaras: “No pienses mal, si te lo pido es porque no hay transporte que llegue de Valdepeñas a Montiel y yo con esta vista que tengo ya no puedo manejar. La verdad que me caes del cielo. Llegando, podemos rentar un auto si tú sabes manejar.”

CONSUELO Y ahí vas, Consuelo, con un desconocido que te duplica la edad a un lugar de cuyo nombre alguien, en algún momento, no quiso acordarse. Ahí vas para alejarte de tus propias intenciones, de tus ganas de buscar a Eduardo, de llamarlo, de decirle que está bien, que lo aceptas así, tal como es, con sus limitados horarios, con sus inexistentes muestras de afecto, con sus depresiones y sus culpas, con sus conflictos existenciales y sus complejos. Que lo aceptas así porque… no sabes en realidad por qué. Hiciste bien en subirte en ese tren, en aceptar conducir hasta Montiel. Este hombre te hace reír. A sus setenta y algo —eso le calculas— está tan lleno de vida que te parece ya distante ese sitio oscuro del que acabas de salir. Te gusta conducir en línea recta, entre esa llanura y su paisaje plano sembrado de olivos, pistachos, trigo y cebada. El viejo va mirando por la ventana, entusiasmado, con gestos de niño. Y hasta sientes que te contagia su alegría. “Si el Quijote no hubiera tenido esa imaginación desmedida, andar por estas tierras habría sido aburridísimo”, te dice riendo, y luego hace un ademán soñador y alude a Dulcinea: “¡Ah! Dulcinea.”

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Aunque él no es de ahí, sabe que esos edificios que se ven a lo lejos son silos y los construyeron en la época de Franco. Sabe que los viñedos, a diferencia de los que él ha visto antes, ahí crecen tendidos en el suelo y recogen las uvas a mano. Llegando a Montiel, te dice que parece un pueblo fantasma. No hay un alma en la calle y él, que vive en Cancún, se asombra de su pulcritud, de la perfección de sus calles bien asfaltadas, de las casas tan bien pintadas. Dice que ahí sí que vale la pena pagar impuestos. Aparcas frente al Kurriri. No tiene un letrero que indique que ahí es tu destino, pero el navegador de tu móvil asegura que lo es. Se bajan y entran por un portón abierto a un patio. Ahí conoces a Luis, quien deja unas cajas de vino en el suelo y se acerca a ustedes. —Tú debes ser Nacho, ¿verdad? —Of course —dice el jovenzuelo septuagenario en un abrazo festivo. —Bienvenidos, vaya viaje que habéis hecho para venir. Luis te abraza a ti también. Con todo esto de la pandemia, ya habías olvidado, Consuelo, que la gente se abraza. —¡Teresa, que han llegado! —grita Luis. Y una mujer muy blanca de cara sonriente y ojos un poco avergonzados se acerca para darles otro abrazo. —Ella es Consuelo, nos hemos conocido en el tren y se ha ofrecido a traerme. No sé qué hubiera hecho sin su ayuda. La cena transcurre de modo casi surrealista, te sirven una sepia y a Nacho una ensalada de tomate con ventresca. Como si fueran conocidos de toda la vida, se miran e intercambian los platos, tú prefieres la ensalada y él se entusiasma con la sepia. Ambos meten su tenedor en el plato de Luis para probar el tataki de atún que está para chuparse los dedos. Luego llega Teresa. Luis le ofrece su silla y dice que tiene que trabajar. Teresa parece nerviosa, no para de hablar, cuenta que Luis, su hermano, acaba de terminar una novela titulada La mujer violonchelo y que ese y todos sus libros son una especie de memoria que se ha dado a la tarea de implantar sobre los habitantes de Montiel y las futuras generaciones: “Escribe esas cosas que nadie recuerda, aprovecha nuestra débil memoria, nuestras lagunas e incertidumbre para construir algo mucho más emocionante. Aunque él asegura que solo cuenta los hechos tal cual.” Escuchas hablar a Teresa y observas a Nacho. Te parece ligero, como un Quijote con su Dulcinea. Al frente, en el bar, un grupo grande de jóvenes (más jóvenes que tú) intercambian banalidades y alcohol. Solo hay otra mesa ocupada, en ella un español y otro con pinta de teutón hablan de vino y convierten su copa en el Universo entero. No era necesario que

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Luis, siendo el dueño, se pusiera a atender a los comensales, pero Teresa dice que eso lo hace porque así escucha sus historias y convierte a todos en personajes de esa ficción tan verosímil que escribe sobre el Kurrirri. “¿Ven a esa que está ahí?”, dice apuntando a una mujer que entra. “Es la chica violonchelo, se llama Sonia” y Nacho entonces comenta: “Dicen por ahí entre escritores: ‘Escribimos lo que no podemos vivir’, y esos dos intercambian la mirada de los que se pertenecen, a pesar del tiempo y las circunstancias.” Y tú piensas en Eduardo, que por más que buscas su mirada no la encuentras. Nunca has sentido esa energía recíproca; tú has sido un surtidor, alguien que provee, que ofrece, que entrega sin recibir nada a cambio. A pesar del tiempo y las circunstancias, ustedes no se pertenecen.

TERESA Si bien es cierto que Nacho nunca te ha gustado, el tiempo a su lado pasa volando, te hace sentir bien, y hasta pareces recordar lo que es ser una adolescente. —¿Sigues hipnotizando? —le preguntas. Consuelo está distraída y nostálgica mirando a Luis y a Sonia, pero te escucha y se incorpora interesada. —Pero ¿tú sabes hipnotizar? —le pregunta. —Of course —contesta orgulloso—, pero hace años que estoy retirado. Ya la psiquiatría ha quedado en el pasado. —¿Puedes intentarlo conmigo? —Niña, pero ¿para qué quieres que te hipnoticen? —intervienes. —No sé. ¿Se puede hacer que alguien deje de querer a otra persona? —Bueno, pues esto de la hipnosis es algo…—intenta argumentar Nacho. —Olvídalo, hija —interrumpes—, que a mí cuando lo conocí me prometió que, tras la hipnosis, dejaría de fumar; de pronto no sé cuánta cosa me hizo revivir, me vinieron unas visiones profundas de mi pasado y cuando volví en mí, tuve unas ganas incontrolables de bailar. Yo, que siempre había sido tímida, que jamás había logrado dar un paso en público de pronto quería bailar, me había quitado la vergüenza, como quien se deshace de un abrigo en pleno mes de agosto —recuerdas divertida. —Life is Good —dice Nacho y alza los brazos al cielo como agradeciendo aquel recuerdo maravilloso de ese viaje.

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Cómo podrías haber olvidado aquel viaje a Israel en el que conociste a Nacho, el doctor mexicano simpático, y tú sola, llena de vida, halagada con sus ocurrencias y sus comentarios, ebria de la alegría que se destilaba en aquel tour de hispanohablantes, en el que la música derrochó felicidad. Después de la hipnosis, seguiste fumando, Teresa, pero esa noche, por primera vez en tu vida no sentiste vergüenza de bailar, durante la cena, mientras la música jasídica animaba a la concurrencia y unos bailarines invitaban a los comensales a unirse a su danza, tú te animaste sin pensar, y durante todo el viaje seguiste bailando. Hiciste a Nacho responsable y lo convertiste en tu pareja, aprendieron juntos esas danzas folclóricas que hacían en círculos después de las cenas, con giros, con pequeños saltos, yendo a un lado y luego al otro. Bailaron juntos en el bus, en las plazas que visitaron y por la calle cuando escuchaban la música israelí sonar. Tú y Nacho divertidos, hasta el último momento en el aeropuerto, cuando su destino se bifurcaba, no pararon de bailar. —¿Me puedes hipnotizar? —suplica Consuelo. De pronto, la música te da la pauta, te diriges al equipo de sonido, subes el volumen y, ante la mirada incómoda del teutón, con los aplausos de los jóvenes del bar, le haces a Nacho un ademán para que se sume contigo a bailar. —Of course!

LUIS Con tal de que tu hermana y Nacho pasen un rato a solas, llevas a Consuelo a Villahermosa, a casa de tu amiga Anabel. Hay un montón de niños que corren por la sala y les ofrecen un pan de plátano sin azúcar y sin gluten. Consuelo te comenta en voz baja que sabe a la amargura de su querido Eduardo, al que no se ha sacado de la cabeza ni un segundo, a pesar de la hipnosis que le realizó Nacho. Y la ves que empieza a reír, a carcajearse hasta las lágrimas. Entonces tú ríes también, porque le has tenido que decir a las niñas y a la misma Anabel que su pan de plátano es muy bueno, pero en complicidad con Consuelo no puedes parar de reír. Cuando salen de ahí prometes compensarla en la cena, compensar la amargura de Eduardo y del pan de plátano con el mejor platillo del Kurrirri: el queso frito. “¿A qué viene la gente a Montiel?”, te pregunta. Y tú le dices que a nada, que no hay mucho que hacer en Montiel, y vuelven a reír. Pero tú sabes, Luis, van a verte a ti, por eso has montado las Suites Trastámara (ese pequeño hotelito encima del restaurante), porque a Montiel van para convertirse en personajes de tu ficción, para salir de su realidad y

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entrar en otra dimensión, en ese espacio donde todo es posible. “Yo te puedo enseñar algo mejor que la hipnosis, algo que puede ayudarte a sentirte mejor”, le dices, y ella vuelve a reír. Lo único que le ha producido la hipnosis es una risa imparable. Y modificando alguna frase de algún libro le dices que, en un mundo caótico, construir historias paralelas es un acto de equilibrio al filo del abismo. Y ya en tu mente, empiezas a pensar en esa historia paralela que vas a escribir sobre esta chica y el tal Eduardo, un futuro en el que Eduardo reconocerá cuánto la quiere y su incapacidad para hacerla feliz y, como el mayor acto de amor, la dejará marchar.

CONSUELO Ahora te das cuenta, ese tren que tomaste te ha transportado a una historia paralela, un mundo en el que las personas se abrazan, ríen, comparten la comida, disfrutan la música y bailan. Tenías que verlo con tus propios ojos, tomar distancia para mirar de lejos aquel abismo en el que sueles estar sumergida, ese que Eduardo suele llamar su agujero oscuro, y darte cuenta de que no es una realidad definitiva. En tu vida existen Nacho y Teresa, Luis y Sonia, los jóvenes sonrientes del bar, el teutón del vino. No, la hipnosis no ha logrado que lo dejes de querer, pero sí te ha hecho reír. Te ha ayudado a ver que hay diferentes planos a los que puedes viajar si abordas un tren.

NACHO “Te voy a contar una historia”, le dices a Consuelo antes de despedirte en la estación de Atocha. “Hace muchos años, conocí a un hombre que me marcó, me parecía exitoso porque viajaba por todo el mundo y tenía una familia ejemplar, pero en algún momento constaté que fuera de su trabajo, no sabía disfrutar. Yo, en cambio, viví una realidad tan asoladora dentro de los hospitales psiquiátricos que, para sobrevivir, tuve que desdoblar mi vida en muchas. Cuando salía del trabajo, me hacía feliz la libertad, saberme lúcido por la calle sin horario y sin rumbo, no tener un plan, poder decidir. Solo así podía volver al día siguiente a trabajar.” Consuelo te agradece y te dice que ha sido gracias a ti que en este viaje se ha dado cuenta de que ella también puede desdoblar su vida. Saca su celular y te pide que le des tu número. En él ves las siglas “LG”.

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Entonces, los ojos se te llenan de lágrimas, porque viene a tu mente aquel día, el más desolador de todos, cuando entraste a trabajar en la casa de medio camino, años después de haber perdido tu batalla en el hospital “Lavista” y reconociste en ese cuerpo autómata, que deambulaba por los pasillos, a esa paciente por la que habías abogado, ya vacía de pensamientos, quien —desprovista de espíritu y en un único atisbo luminoso— al verte dijo una única vez: “Life’s Good.” “Consuelo”, le dices, “¿sabes por qué mi teléfono, mi refrigerador, mi televisor, mi computadora son LG? Porque me repiten un mensaje que grabó en mi corazón alguien: “Life’s Good.”

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LA CAJA Cuando la tía Felícitas murió, recibí más de cincuenta paquetes que contenían lo que ella llamaba las joyas de su biblioteca. En mi departamento, aquello se convirtió en un problema. Estaban por todos lados y me tomó años ir abriendo, uno a uno, y decidiendo con qué me quedaba y qué dejaba ir. Tuve que regalar muchos libros, vender otros más y con el resto fui poblando los libreros que mandé a hacer y recubrían todas las paredes de mi pequeño hogar. Uno de esos días en el que abría uno de los paquetes, entre los libros, casi al fondo, encontré la caja. Ya casi la había olvidado. Verla me devolvió las tardes fantásticas a lado de mi tía Felícitas. Cuando yo era niña, hurgando en su vestidor descubrí la caja entre su ropa. Inmediatamente llamó mi atención, la examiné detenidamente buscando la forma de abrirla, pero parecía ser solo un cubo sólido de siricote, una madera oscura y pesadísima, con un escorzo claro y oscuro que naturalmente la decoraba. Cuando intentaba abrirla, mi tía Felícitas me sorprendió por detrás, yo di un salto y después me hice la longuis. Mesándome el cabello, fingí estar buscando mi pizarrón magnético, pero ella, que se las sabía todas, todas, me dijo en confidencia que aquella caja era mágica y que, si le guardaba el secreto, algún día me la regalaría. ¿Cómo mágica?, quise saber. Y ella me dijo que esa caja podía darme todo lo que yo deseara, siempre y cuando fuera algo adecuado para mí, coherente con mi persona y que cupiera dentro. No podía pedir dinero, ni un auto último modelo, tampoco una casa. Entonces, tomó la caja y la acercó a la ventana de su cuarto abierta de par en par. “Mira —me dijo—, ¿qué te parece si pedimos una paloma?”, y, colocando las manos sobre el cubo, cerró los ojos. Acto seguido, una de las caras se desbloqueó y se escuchó un zureo. La tía Felícitas la abrió y con ambas manos sacó de su interior una paloma blanquísima que dejó escapar por la ventana. Aquella noche no pude dormir, quedé realmente impresionada y juré guardar el secreto de la tía para siempre. Las siguientes visitas no me decepcionaron, desde muchos días antes yo ya tenía muy claro qué le pediría a la caja y vivía intensamente el gozo anticipado de tenerlo. Era común que, en plena reunión familiar, la tía y yo aprovecháramos la algazara para desaparecer sin ser notadas.

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Ansiosa, la seguía a su habitación donde ella, sigilosa, cerraba la puerta y sacaba de su vestidor el cubo mágico. Yo me acercaba excitadísima, y en un acto ceremonial, ponía las manos sobre la madera, cerraba los ojos y le pedía a la caja eso que tanto había deseado. La caja crujía, desbloqueaba la puerta e, invariablemente, me complacía. “No olvides que esto es nuestro secreto”, me decía mi tía. Y yo me sentía especial por ser su cómplice y feliz de saber que algún día la caja sería mía. Gracias a la caja, fui la envidia de todas mis amigas por tener esa batería de acero inoxidable en miniatura completa, la Juanita Pérez y su colección de atuendos, una plancha de juguete —sin el burro, claro, porque ese no cabía en la caja—, un estuche con ciento veinte lápices de colores. A medida que fui creciendo, mis obligaciones aumentaron, mis visitas a la tía Felícitas fueron cada vez menos frecuentes y la historia de la caja se fue quedado como un recuerdo más de mis fantasías infantiles. Ver nuevamente la caja me conmovió. La tomé con ambas manos, la llevé a la barra de la cocina y con una franela pulí su hermosa madera. La coloqué sobre una mesa baja frente al sillón de la sala y me senté a observarla. Recordé entonces cuántos regalos la tía me había procurado para alimentar aquella ilusión y lloré con amargura su muerte, pensé en la delicuescencia de la vida, en la fugacidad del tiempo y me quedé sumergida en un estado caliginoso que me invadió por días. No sé cuánto tiempo pasó antes de que se me ocurriera abrir la caja; me senté en el sillón y busqué entre sus caras idénticas la que era abatible, pero no di con ella. Pensé si no habría sido una ilusión también aquello y en realidad era un cubo, no una caja. Y más como una repetición de aquellos momentos infantiles que con la seria intención de abrirla, puse mis manos sobre esta, y pensé en un collar que había visto en un bazar unos días antes y que me había arrepentido de no comprar. Me quedé helada al reconocer el crujir de los engranajes que desbloqueaban la tapa abatible; nerviosa, la abrí y lo vi ahí. Un bochorno de atardecer azul y rosa me invadió inmediatamente, sentí una onda de gratitud expandirse desde mi centro; ver el collar ahí no solo renovó mi ilusión por la materialización de mis pequeños deseos, también me regaló la certeza de que mi tía, aunque yo no pudiera verla, estaba ahí.

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MI RITUAL COTIDIANO Me desperté, como todos los días, a las cinco y cincuenta y cinco. Como todos los días, me aseguré de pisar primero con el pie derecho y de levantarme una vez que he apoyado ambas extremidades. Me dirigí al baño a lavarme los dientes. Veinte cepilladas de cada lado, y veinte buches en total para enjuagar. A pesar de que ese día no tenía que levantarme porque no iba a trabajar, continué con mi rutina. Hacía ocho meses que me habían despedido, seguía sin entender por qué. Como en el medio era yo bastante conocido y tenía buena reputación, había pensado que me sería fácil colocarme nuevamente, pero después de ocho meses empezaba a darme cuenta de lo que significaba la palabra discriminación y tercera edad. A los viejos nadie nos quiere, y eso que en aquel entonces apenas tenía sesenta años. En esos ocho meses me habían ofrecido algunos puestos menores, sí, pero no estaba dispuesto a aceptar cualquier trabajo, debía cumplir por completo con mis expectativas, estar a mi altura. Mientras eso sucedía, me había entretenido en poner un poco de orden en mi vida. Clasifiqué todos los discos de mi extensa discoteca por estricto orden alfabético, por género, por año. Mi ropa la separé dependiendo del uso que le daba, por color y por horas de uso. Me sentía contento al pensar que ya empezaba a llevar el kilometraje de cada par de zapatos que usaba. Después, empecé a ordenar todos los documentos que tenía y noté en la escritura de mi casa asentado un total de metros cuadrados que me pareció excesivo. Como tenía que cuidar el dinero, no estaba dispuesto a regalarle ni un peso a nadie, y menos al gobierno, que seguramente había estado cobrando de más el predial durante varios años, debido a un descuido mío causado por las largas jornadas de trabajo. Entonces, me puse a medir con una vieja cinta métrica la casa de esquina a esquina. Haciendo cálculos, había llegado a la conclusión de que el fisco llevaba veinte años cobrándome un predial por una propiedad siete metros más grande de lo que en realidad era, así que empecé a hacer los trámites de regularización. Esa mañana me dirigí por enésima vez al Catastro para preguntar cómo iba mi asunto y cuándo estaría lista la corrección del dato. El edificio donde se encontraban las oficinas era un estacionamiento de una construcción abandonada. Había que entrar por otro edificio de locales que estaba a un costado y llegar hasta una especie de jardín interior que separaba a 19


ambos y cruzar por una escalera que descendía uniéndolos a manera de puente. Accedí por ahí al viejo estacionamiento sumergido varios metros bajo el nivel del piso hasta topar de frente con la puerta de entrada a la oficina municipal, encajada en un medio vuelo. Cada vez que llegaba a ese sitio, pensaba en el absurdo, mientras mi vista gozaba de la exuberancia verde que cubría las ruinas mohosas y los efectos que producían en estas los rayos de luz que se colaban entre los desniveles. Mis oídos se deleitaban con el trino de los pájaros que ahí anidaban, incluso la temperatura bajaba porque el viento hacía chiflón entre los muros, y todo aquello me parecía una experiencia surrealista, similar a la que había yo vivido alguna vez en el jardín de Edward James en Xilitla. Dentro, vi la inequívoca figura del doctor Fonti, su espalda recta impulsando su cuello erecto. Su pelo —me desanimó verlo tan canoso—, meticulosamente engomado, su bigote delineado, su camisa y sus pantalones recién planchados. Me dio muchísimo gusto ver a mi amigo, así que no tardé en estrecharle la mano y entablar con él una conversación para ponerlo al día de mi situación y consultarle un remedio para mitigar el estrés que me estaba causando. Fonti, sin efusividad, sonrió y me dio una palmada en la espalda: “No hay nada que no solucione un Tafil, Urquiza.” Me dijo con parsimonia. “Pero ¿por qué no pasas a verme al hospital mañana?”, alcanzó a agregar antes de que la funcionaria lo amenazara con perder su turno si no se acercaba de inmediato. Aun bajo aquella presión coercitiva, Fonti se despidió tranquilamente de mí, revisó sus papeles sin urgencia, asegurándose de no haber olvidado nada, y caminó lentamente hacia el mostrador. Al día siguiente me desperté a las cinco y cincuenta y cinco. Me levanté apoyando primero el pie derecho y luego realicé mis estiramientos de rutina. Me dirigí al baño a lavarme los dientes. Tendí la cama asegurándome de marcar con las palmas de las manos los pliegues de las sábanas, me quité el pijama y lo doblé marcándolo de la misma manera y lo coloqué debajo de la almohada. Me enfundé mi ropa deportiva, desenrollé mi tapete de esponja y realicé mis siete minutos de ejercicios cardiovasculares, siete de estiramientos y otros más de relajación, repitiendo algunos mantras. A las nueve y treinta en punto, crucé la puerta del hospital. La recepcionista, que en ese momento reconocí, me pidió que me sentara junto a otros pacientes, mientras llamaba al doctor Fonti, pero inmediatamente después terminó la llamada y me indicó que pasara al consultorio de mi amigo, que ya me estaba esperando. Caminé por el pasillo descubierto, tratando de recordar el nombre de aquella mujer, mirando los muros de tirol tan fuera de tiempo, los techos bajos y los pisos con sus pequeños rectángulos de mármol travertino con ese aroma aséptico a recién trapeados.

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Lo primero que vi al entrar en el consultorio fue la cama vestida con almohada y sábanas de hospital, pero destendida; incluso pude oler que alguien acababa de pasar la noche en ella. Fonti salió del baño acicalándose y me dio un abrazo. Sacó de un cajón de su escritorio una botella de colonia, se puso un poco en la palma y, tras frotarse las manos, se perfumó la barba y el cuello, mientras me hacía las preguntas de rutina. Aunque el doctor lucía pulcro y muy acicalado, me percaté de lo percudido que lo tenían los años. Un percance del tiempo, esa pátina particular que me hizo sentir incómodo. Sin embargo, no pretendía irme. Me parecía adecuado estar ahí y sentía un genuino interés de Fonti hacia mi persona y aquello que me preocupaba. Me repitió que el Tafil era la solución a todo mientras, ya sentado en su escritorio, se amarraba el cordón de los zapatos. Después me colocó una banda en el brazo, la que infló con una bombita y procedió a escuchar mis pulsaciones introduciendo entre mi brazo y la banda el estetoscopio, mirando el cronómetro de su reloj. “Tu presión está perfecta, nada de qué preocuparte”, me dijo haciendo énfasis en la “p”. Y con una letra ilegible escribió una receta con las indicaciones de cómo tomar el famoso Tafil. “¿Ya desayunaste?”, preguntó encaminándose a la puerta. “¡Vamos, te invito!” En la cafetería del hospital ya lo esperaban otros doctores, entre los que reconocí a Ibis, el oftalmólogo y a Malo, el gastroenterólogo. Aquello me pareció un ritual cotidiano, y eso me produjo cierto ánimo. El desayuno fluyó con ritmo; la cocinera, quien debía tener también varios años trabajando en la cocina del hospital, le sirvió a cada uno su dieta establecida. Y a mí, lo que había pedido, cumpliendo con todas mis especificaciones: un solo huevo estrellado con la clara bien cocida y la yema tierna, frijolitos, pero bien molidos con un poco de queso fresco rallado (no panela), y un café bien cargado con un chorrito de leche de coco y una cucharadita de azúcar morena. Nos alcanzó la hora de la comida sin que me percatara del flujo del tiempo. Uno de los pacientes, el licenciado Calles, que estaba en aquella tertulia, le pidió a su chofer que fuera ahí cerca y trajera cecina de Yecapixtla para todos. Aquello me pareció excelente, no solo porque me ahorraría la comida, sino porque pensé que no podía hacerle el feo a aquel personaje. Se veía a leguas que estaba muy bien relacionado y podía conectarme en algún trabajo. Así que devoré aquel manjar y, encantado, me quedé a tomar el café y a jugar una partida de dominó. En algún momento, el doctor Ibis le pidió a Josefita —entonces recordé el nombre de la recepcionista— que le preparara su medicina al licenciado Calles. A los pocos minutos, ella entró en la cafetería con una charolita que contenía unas pequeñas hojas de papel de arroz y unas dosis de marihuana, previamente espulgadas de ramas y cocos, con las que Ibis y Calles se forjaron un pequeño cigarro

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cuyos efluvios perfumaron los pulmones de los asistentes, haciéndonos flotar en un ambiente de paz y camaradería, que yo jamás había experimentado. Al llegar a mi casa por la noche, recordé que no había sentido durante todo el día las palpitaciones en el pecho, mi corazón no me había golpeado de esa forma que me exasperaba, pero, por si las dudas, guardé la receta cuidadosamente en el cajón de la mesa de noche. El día había sido muy productivo, era bueno relacionarme: la mejor manera de encontrar pronto un nuevo empleo. Como un oso que ha cumplido una jornada exhaustiva, me acosté con cierta emoción en el pecho, pensando que al día siguiente tenía que estar a las nueve y media en punto en el hospital. Así me convertí en otro tertuliano asiduo. Cada día comentábamos la sorpresa que había dado el presidente en su conferencia matutina y los efectos devastadores que esto traería al país. También, en aquellas tertulias, vimos en la televisión cómo se prendían los cuerpos de los más de cien huachicoleros de Hidalgo, que en un éxtasis colectivo se bañaban eufóricos con gasolina mientras la robaban, como si fuera oro molido. Y recuerdo que lo veíamos como algo aún ajeno a nosotros, que seguíamos degustando la cecina de Yecapixtla que mandaba a traer Calles, y yo pensando en el surrealismo de James cada vez que iba al Catastro. Después de quince años, como todos los días, me sigo despertando a las cinco y cincuenta y cinco. Como todos los días, me aseguro de pisar primero con el pie derecho y levantarme apoyando ambas extremidades. Realizo mis estiramientos, me lavo los dientes y tiendo la cama marcando bien los pliegues de las sábanas. Hace quince años que repito esta rutina, pero la del ejercicio he tenido que irla modificando. Los siete minutos de cardio ya no incluyen saltos ni escaladas en sillas, tampoco soy tan flexible, así que los estiramientos duran ahora cinco minutos, y los siete minutos de relajación, repitiendo unos mantras, terminaban con una pequeña siesta que involuntariamente se alarga a diez o quince. A las nueve y treinta en punto, sigo cruzando la puerta del hospital. Saludo a Josefita. Aún hay pacientes en la sala de espera; algunos están en verdad enfermos y los atienden los paramédicos jóvenes o los practicantes de medicina. Otros solo vienen porque tienen hambre. En esta dictadura el surrealismo nos ha invadido; ya no nos extraña ver cosas como las oficinas del Catastro, ni los que se bañaron en gasolina en Hidalgo; todo eso se queda pálido frente a lo que vemos ahora. Pero tenemos la suerte de estar en un hospital y, por esa razón, al menos no nos faltan arroz, gelatina ni caldo de pollo. ¡Cómo extraño esos días en que Calles nos convidaba la cecina de Yecapixtla!

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Josefita ya no me anuncia con Fonti; apenas me ve entrar, me da los buenos días y me dice que pase directo al consultorio. Camino por el pasillo descubierto, pasando por alto los muros de tirol, los pisos asépticos de mármol travertino, cuyo olor ha cambiado por vinagre, porque ya no se surte aquel producto aromático. Entro al consultorio y Fonti sale del baño acicalándose y me da un abrazo. La pátina que hace evidente el paso del tiempo ha aumentado, se me ha impregnado a mí también, no sé si se debe a mi proximidad con Fonti, o a la dictadura, pero eso no impide que él saque de un cajón de su escritorio una botella de colonia —nunca le he preguntado dónde la consigue—, se pone un poco en la palma y, tras frotarse las manos, se perfuma la barba y el cuello mientras me repite las preguntas de costumbre. Pero ya no bajamos a desayunar, porque Fonti sufre un fuerte dolor en el pecho y yo me altero porque no sé cómo lidiar con eso; me apresuro a buscar a Josefita, quien, además de recepcionista es enfermera, y ella a su vez corre y grita llamando a su nieto, que es paramédico, pero cuando regresamos al consultorio ya no puede hacer nada. El funeral se realiza en el hospital y todos los tertulianos acudimos como de costumbre, pero esta vez a despedirnos de nuestro entrañable compañero. Mientras hago guardia a un costado del féretro, junto con Calles, recuerdo que estoy ahí porque busco un trabajo. Y me doy cuenta de que en quince años he aprendido a la perfección la rutina de mi amigo Fonti. Si no fuera por la austeridad en que vivimos, podría recetar Tafil a diestra y siniestra, pero apenas llegamos a té de manzanilla. Me entristece su partida, pero una luz me alienta, pues comprendo que lo más lógico es que ahora yo ocupe su puesto y desempeñe con puntual disciplina sus labores, como digno sucesor suyo, honrando así su memoria.

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LOCA POR HEMINGWAY Yo estaba en París, sentada en Le Récamier tomando un café y leyendo un libro, alucinando con que Milan Kundera entrara, pensando en qué le diría si el destino me regalara cinco minutos de su vida. No llegó. Pero ahí, se me ocurrió la idea de darle el ultimátum a Braulio, hacerle realidad su sueño de ir a la casa de Hemingway y acorralarlo. Lo que quería era que él, finalmente, se saliera de la ecuación, obligarlo a decirme que no, y así centrarme en José, mi dulce José, tan paciente con mis dudas, con mis ya insostenibles aplazamientos. ¡Conocía tan bien a Braulio! Era tan predecible que pude escribir el guion perfecto; él repetiría su parte a la perfección, como en un reality show, mi pluma lo llevaría a tomar la decisión. Contacté a una agencia en Cuba, me dijeron que ellos no hacían ese tipo de trabajo, pero me dieron el nombre de otra persona que, a su vez, me dio el teléfono de Yosiel. Por supuesto, a Yosiel no le hablé de mis intenciones, le dije que era escritora y que rodaría un cortometraje; él se encargaría de conseguir la locación, de montar el atrezo y lo que hiciera falta. Yosiel captó la idea de inmediato, se entusiasmó con el proyecto, se involucró en la historia. Cuando se acercó el momento, viajé a Cuba para ultimar detalles. Recorrí con Yosiel las calles de la Habana Vieja y trepé en un viejo ascensor hasta el ático del edificio Bacardí, donde nuestra vista se perdió en el tiempo de una fotografía panorámica. Lo mejor fueron el paseo por el malecón y la puesta de sol, que culminó en un paladar donde la atmósfera me fue enredando, incitándome a desnudar mi alma. Afortunadamente, me di cuenta y me contuve. Me hacía tanta gracia su acento cubano; me sorprendió su desplante y esos gestos suyos tan alegres, tan llenos de música. Como pensaba que yo era quien estaba loca por Hemingway —lo que menos quería yo era involucrarlo en mi relación con Braulio o contarle lo de José— se sintió inmediatamente identificado, me contó anécdotas de cuando su abuelo le había alquilado la Finca Vigía al escritor y de cómo luego este se la había comprado. Hasta llegué a sentir que todo ese circo empezaba a provocarme una fascinación por el autor, por su vida y su obra. No me daba cuenta de que mi corazón latía con la música de Yosiel, de que cuando citaba a Hemingway no suspiraba ni siquiera reparaba en el contenido de sus palabras, sino que vibraba con su tono de voz. De eso no me di cuenta hasta que regresé con Braulio. Cuando mi guion empezó a rodarse y Braulio —tal como lo anticipé— repetía su parte como si la hubiera leído. ¡Conocía tan bien a Braulio! Todas mis predicciones se cumplían, estaba a punto de deshacerme de Braulio, cuando 25


caí en cuenta de que eliminar mi posible futuro a su lado, no garantizaba mi futuro con José. Ahora estaba Yosiel —mis sueños volaban hacia él y me obligaban otra vez a querer escapar de José, mi dulce José—. Los buenos finales siempre son sorpresivos. Deben pillar desprevenido incluso al autor. Y esta no sería una excepción. Como había planeado, llevé a Braulio a la Finca Vigía. Él no había soltado el teléfono en todo el día. “Es trabajo”, me dijo, como de costumbre, y yo —aunque ya lo había previsto— me sentí ignorada, dolida. Tuve ganas de reclamarle el poco interés que mostraba en lo nuestro, en el esfuerzo que había yo puesto por halagarlo. Lo hice. Se lo reclamé. Él, sin soltar el teléfono, hizo un gesto de impotencia; me dijo, sin palabras, con ese gesto que ya me sabía de memoria, que no podía hacer nada, que aquello era importante, inaplazable. Mi ánimo se fue calentando. Cuando llegamos a la Finca Vigía, yo estaba a punto de desertar, pero él se entusiasmó caminando por la periferia, asomándose por las ventanas, imaginando en el escenario a su héroe concentrado, con las manos en aquella máquina de escribir, consultando los libros apilados. Finalmente, soltó el teléfono y extasiado me dijo que lo sentía mucho, que yo era “La mejor” —siempre me lo decía—, me abrazó. Ahí, yo debía soltar mi frase final, ponerlo en la encrucijada: “Braulio, ya estoy cansada, aquí y ahora, o dejas ese trabajo y te conviertes en mi esposo, o esto se termina. ¿Estás dispuesto a dejar todo y a convertirte en mi esposo?” Pero en ese instante vino a mi mente Yosiel, su pelo rizado volando en el aire, su sonrisa y esa chispa con la que sus ojos encendían los míos. Quise desaparecer a Braulio en ese instante, y pensé que realmente nunca había deseado la vida estable que me ofrecía José. Mi pasión, atizada por aquel cubano, se reinventaba, resurgía como el ave fénix. Braulio debió adivinarlo, ver algo extraño en mi rostro, leer mis pensamientos. Tal vez sintió mi ausencia porque su rostro cambió, vi un gesto nuevo, desencajado que nunca había visto en él y, antes de que pronunciara palabra, me adelanté cambiando mi diálogo y terminé con él. Sobra decir que aquello fue un drama. Justo lo que yo había estado evitando, pero mis fantasías con Yosiel me impulsaron como nunca logró hacerlo la idea de ser la esposa de José. Después de varios trámites, logré que Yosiel saliera de Cuba, nuestra relación apasionada duró poco: el tiempo que tardaron en salir su esposa y su hija. Yo, finalmente, me casé con José. Pero a menudo, cuando ya no soporto el peso de su mansedumbre, pienso en Braulio y salgo a la calle a buscar cualquier cosa sobre Hemingway para tropezarme con él.

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PRIVATE PARTY Cudberto era poeta de esos que riman flores con resplandores, cerezas con fresas; de los que le cantan al amor y hablan de los sentimientos y el alma y comparan los ojos de su amada con luceros y el llanto con la lluvia. Yesaida lo conoció cuando su ex la cortó y ella, desesperada por recuperarlo, fue a dar al sitio recuperatuparejaenhoras.com, que dirigía Cudberto. El flechazo fue fulminante y Cudberto lo selló escribiéndole un hermoso poema que Yesaida imprimió y, bien doblado, guardó entre sus generosos senos, pegado al corazón: “Mujer de mil colores como el cielo y sus albores, / lléname de tus besos, / yo solo quiero embelesos / y cuando ríes a carcajadas / montarte quiero a horcajadas.” A lado de Cudberto, Yesaida se convirtió en una exploradora de hoteles de paso y aprendió, en cada encuentro, que el éxtasis puede prologarse e ir en aumento. Jamás Yesaida se había sentido tan ardiente, jamás había sentido que su cuerpo era capaz de provocar a un hombre de la manera en la que excitaba a su amante. Para cuando Cudberto le confesó su apego por estos nidos de amor clandestinos, Yesaida ya había experimentado en el Play la habitación Pop, Lounge, Rock y Tropical y habían cogido, las tres horas que siempre pagaban, al ritmo de cada una; le encantaba eso de coger con tema. En el Sensaciones, prefería la suite de la cama redonda, esa que tenía el espejo en el techo más grande y la luz en tonos rojos, porque las de neón, como azules, le parecían tétricas. Además, tenían siempre la promoción de dos horas, dos cervezas, dos condones por doscientos pesos. Entre sus favoritos estaba el Private Party, porque tenía su pequeña tarima con un tubo y le encantaba hacerle a la stripper y bailar. La noche de la confesión, estaban en las Cerezas que, por ser clientes VIP, les daba tres horas extras por sus trescientos pesos. Como Cudberto andaba medio bajoneado —no le quiso explicar por qué—, después de hacer el amor, se quedaron ahí tendidos platicando. Ella quiso saber desde cuándo su ardiente amante tenía esa fascinación por los moteles y Cudberto le confesó, sin recato, que desde su infancia: su madre había sido camarista en el motel de un tío suyo allá en la carretera Toluca-Morelia, cuando vivían en un pueblo cercano llamado El Pitorreal. Cudberto

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apenas caminaba, pero ya andaba agarrado de la falda de su madre mientras esta lavaba baños y cambiaba sábanas. “Cada vez que entro a un motel, regreso al seno materno, a los brazos de mi madre, a su pecho, a mi infancia”, le confesó, “mi madre, entre cuarto y cuarto, se tumbaba en la cama a darme chichi y yo mamaba viendo nuestro reflejo en el espejo del techo.” Yesaida sintió que algo dentro de ella se esfumaba; se quedó yerta, desnuda, tendida al lado de Cudberto, quien después de aquella confesión se quedó dormido, recargado en sus maternales senos, bajo el gran espejo. Sigilosa, con la libido aniquilada, la amante descolocada tomó sus cosas y desapareció. Cudberto siguió siendo poeta de esos que riman melancolía con todavía, de los que creen que un clavo saca a otro clavo y que no hay mal que por bien no venga; de esos enamoradizos que convierten a las chicas en exploradoras de motelitos de amor.

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HACER EL AMOR CON ELLA Sí, Alva quería tener hijos. Pero eso fue hace años, cuando tenía una relación estable con un hombre bueno, trabajador y honrado. Eso me dijo: que era bueno, trabajador y honrado. Él también quería ser padre, pero su estatura tan baja, su lechoso tono de piel, sus músculos de flan casero, aniquilaban las ganas que Alva tenía de engendrar un hijo suyo. Pero sí, alguna vez pensó en tener hijos. Un día me dijo: “Tengo que confesarte que por alguna extraña razón y, a pesar de su físico, me excita de sobremanera, nunca un hombre me ha excitado tanto.” Eso me dijo del hombrecito. Yo le empecé a llamar Copitodenieve (nunca lo supo Alva). Luego me dijo que cuando pensaba en su descendencia, los genes del chaparrito inhibían sus ganas de procrear. Fue entonces, cuando de tanto darle vueltas al asunto, se acordó de mí. En su mente construía, planeaba, elucubraba constantemente las estrategias para conseguir la preciada leche con los genes perfectos sin lastimar el ego de aquel pequeño amor suyo. Sin embargo, siempre llegaba al mismo callejón sin salida: si pretendía tener un hijo que no se pareciera a su amado, tendría que hacerlo a escondidas. Ella me contó estas historias. No sé por qué me tenía tanta confianza, pero me acuerdo muy bien de esa vez, me acuerdo muy bien. Me acuerdo siempre. Siempre pienso en aquella vez cuando me llamó y me explicó que asistir a un banco de esperma no era opción, pues nada garantizaba qué clase de hombre era el donante. “Me ha costado mucho llamarte y pedirte esto”, me dijo —creo que le daba pena—. Y me dijo que me conocía de toda la vida —así dijo “toda la vida”—, le gustaba que yo era un hombre sano —y sí, sano sí soy, no me emborracho, ni fumo—. Dijo también, sí, me acuerdo que me lo dijo, que yo era inteligente —tal vez lo dijo porque me gustaba leer, todavía me gusta leer, sí, leo mucho, me gustan las palabras—. Pero sobre todo le gustaba mi cuerpo de deportista, mis músculos bien desarrollados, mis piernas largas bien marcadas, mi estómago plano, férreo —férreo, esa palabra me gusta, férreo, así tengo todavía el estómago—. Yo aún tenía ganas de hacer el amor con ella. Siempre me ha gustado Alva, desde que se sentaba en el pupitre de enfrente en la secundaria y yo aspiraba el olor de su pelo recién lavado, de la goma de peinar con que se restiraba su cola de caballo. Pero ella, entonces, estaba enamorada del profesor, un hombre mayor moreno y de gestos graves que jamás la hizo en el mundo. Alva, al verlo se enar-

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decía, sí, se enardecía —esa palabra también me gusta, la voy a anotar en mi libreta. Creo que no he anotado férreo. Voy a anotarla también: férreo y enardece—. Porque a mí Alva me enardecía. Bueno, me enardece. Todavía me enardece —tengo una libreta donde apunto las palabras que me gustan—. Cuando Copitodenieve se enteró —así le decía yo secretamente: Copitodenieve—, se indignó tanto que jamás quiso volver a ver a Alva. Por más que ella le rogó y le dijo que tendría un hijo suyo y que no, que nunca hicimos el amor, Copitodenieve no volvió con ella. Yo le dije que de todas maneras podíamos hacer el amor. Yo todavía quiero hacer el amor con ella. Pero ella creo que ya no quiso, o no pudo porque me trajeron aquí. Ya sé que no puedo salir de aquí, pero tal vez ella podría venir, aunque me dicen que ahora, afuera, tampoco sale la gente. Me dicen que yo soy afortunado porque en esta clínica no estoy solo, afuera la gente está sola, encerrada en sus casas, y otros, los que tienen que salir, a veces se contagian y se mueren porque hay una pandemia —pandemia, esa palabra me gusta, la voy a anotar en mi libreta—. Yo ahora que estoy aquí. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?, no me acuerdo, siempre pienso en Alva, en su cuerpo, en el olor de su cola de caballo. No, no quiero contagiarme, pero todavía tengo ganas de hacer el amor con ella.

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¿RECUERDAS TAJIMARA*? Cecilia, por encima de cualquier cosa, adoraba la confusión y el misterio, por eso cuando llegó a casa de mis padres a buscarme, aun sabiendo que yo me había ido para alejarme de ella, aun sabiendo que ella lo había provocado al confesarme que se casaría con Guillermo, no le molestó que con furia yo la tomara por la fuerza y la subiera al auto. No dijo nada, parecía encantada de que mi mano apretara su cuello y la obligara a entrar mientras le decía: “Yo voy a conducir esta vez.” Y es que antes, siempre, ella me había guiado a su antojo. Estaba lloviendo y el paisaje, como tantas veces antes, era gris, lluvioso, pero entonces, yo no me había dado el tiempo de pensar lo que sentía, aceptaba simplemente sin saber si la quería o la odiaba. O, tal vez, me lo escondía a mí mismo para darme otra oportunidad de ser feliz a su lado. Rodeé el auto y me subí. Arranqué y fui acelerando mientras recordaba el incondicionalmente estúpido amor que le había profesado, la vez que me dijo que se había casado o, cuando tiempo después, me buscó y me dijo que se había divorciado; el odio me sacudió al recordar cómo tras esa declaración yo le confesé mi amor y ella me dijo que siempre me había tenido en cuenta —tenido en cuenta, como si eso fuera algo—, pero que siempre había estado enamorada de Guillermo. Enfurecido, pisé el acelerador. Ella, aunque estaba perturbada, parecía divertirse. “¿A dónde me llevas?”, me dijo con esa misma voz con la que antes me había hecho creer que ambos lamentábamos no haber sido el primero. Como no le contesté, soltó una carcajada y volteó a mirar por la ventana, casi divertida. ¡Cómo me había hecho sufrir llevándome aquella vez a Tajimara para darle celos a Guillermo! Herví con la furia desatada de un reprimido maníaco masoquista que había aceptado ese eterno juego estúpido. Cecilia a mi lado, sin mirarme, y yo por segunda vez al volante. La primera había sido una vez, de regreso de Tajimara estando ella borracha, cuando después de cuidarla y llamarle a su madre, ella se había ido y esa misma noche salió con Guillermo. De pronto, ella soltó una carcajada, me dijo que era la primera vez que me veía enojado, que cuánto tiempo había tenido que pasar para que pudiera verme así, que la exasperaba cuando me hablaba de sus historias con otros y yo permanecía impasible, siempre cándido, mendigando sus caricias. No pude más, aceleré al máximo y

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en un rellano de la carretera apreté el freno haciendo girar el auto y detenerse. Me bajé y la saqué asiéndola con fuerza del brazo. “Me estás lastimando”, gritó riéndose nerviosa, y yo recordaba aquellas tardes de intimidad y sexo, coronadas por su eterna frase: “No voy a regresar contigo.” La tortura de entonces era la tortura de ahora que finalmente se acumulaba, y ella diciéndome que con Guillermo le gustaba porque se venía en él directamente, y yo con mi urgencia, ya sin plazos, de resarcir el vacío de tantos años, de recuperarme, de ser el que nunca había sido, le apreté el cuello y con todas mis fuerzas la estrellé contra un árbol grande, fuerte, enorme, que la hizo de cómplice y la sostuvo para que yo pudiera gritarle a la cara que no me humillaría más, que estaba harto de ser su juguete y de que se burlara de mí. Ella empezó a toser, y yo pensé que ya no había marcha atrás, que si la soltaba volvería a reírse de mí, volvería a restregarme lo bueno que era Guillermo en la cama, y las veces que se había acostado con él, y yo no quería ya escucharla, no podía escuchar ni una sola de sus palabras, me lastimaba su risa y quise extinguirla, apretándola contra aquel tronco enorme, robusto, que me llenaba de energía hasta que ella ya lívida dejó de luchar y, como un pájaro exangüe que cae del nido, la dejé escurrirse en la tierra y pensé algo que había pensado antes: “Cualquier cosa es mejor que una necesidad que nunca es satisfecha.”

*Secuela del cuento “Tajimara”, de Juan García Ponce.

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VANIDADES Esta vez trataste de mitigar tu vacío con un nuevo look. En el salón de belleza, sobre el sillón de espera, encontraste la Vanidades de siempre —aunque más maltratada—, torciste la boca tras un suspiro y te tocaste el pecho casi adolorido al recordar la receta y lo que había resultado de esta. Habías estado pensando en él varios días, recordando las tardes en las que te pintaba desnuda, añorando ese rincón oscuro que habían compartido, e imaginándote desinhibida, como nunca antes ni después, mostrando provocativa tu desnudez, ofreciéndole (con cierta maldad) un ángulo distinto de tu cuerpo ardiente. Llevabas días pensando en cómo los ojos hambrientos de él te miraban, en el éxtasis de aquellas tardes, y en la oscuridad que los alcanzaba ya sin poses, enredados en su complicidad, sonrientes, gozosos. Cuando piensas en él, para evitar caer en la tentación de llamarlo, sueles ponerte a escribir. Inventas una historia o viajas con la imaginación siguiendo el mapa de tus recuerdos, pero eres débil, con frecuencia fracasas y aquel día caíste. Tal vez porque también estabas ahí, en el salón de belleza, en ese sillón, esperando, entretenida entre las hojas verdes de esa revista donde se ventila la ropa sucia de la farándula, se tienden al sol las supersticiones y los mitos urbanos, y se seca para siempre la reflexión. Por eso caíste. Justo al salir de ahí, no pudiste evitarlo y le escribiste: “Mi querido maestro —así te gustaba llamarlo solo cuando le escribías, con esa manía tuya de buscarle un título a tus amantes—, ayer, mientras paseaba la vista entre los títulos exóticos de una librería cerca de L’Odeon, descubrí un libro que reunía la colección de dibujos secretos de varios pintores, entre ellos Picasso y Rodin. La portada, roja, intensa, no tenía más que una sola línea que formaba la silueta de unas piernas sostenidas en alto mostrando con descaro el sexo censurado por el título en francés: Museo secreto: 300 dibujos ocultos. El volumen en cuestión me cautivó, pues me hizo pensar en ti, en nosotros, en las tardes en las que tú, con un esbozo, plasmabas mi sonrisa vertical justo en el momento en el que yo…” Desempolvaste ese pasado secreto que ambos habían decidido guardar bajo llave, como lo más oscuro de sus nostalgias. “Pensando en ti —seguiste escribiendo—, tomé algunas fotografías

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y, deseosa de volver a esos días nuestros, te las envío.” Entonces, buscaste en Internet los dibujos más provocativos para añadirlos. No recibiste una respuesta inmediata, pero por la noche, te escribió: “Mi siempre deseada O, qué sorpresa tan grata tu mensaje, pero no recibí ninguna fotografía. No olvides enviármelas o, mejor aún, ¿por qué no nos encontramos donde antes y las veamos juntos?” Asustada, con la certeza de haberlas enviado, revisaste tu celular. Entonces, te diste cuenta de que no había sido él, sino tu abuela quien las había recibido. No es la primera vez que te pasa. En vano intentaste borrarlas. Ya era demasiado tarde y lo sabías. Te tranquilizó saber que tu abuela ve poco su teléfono y que tu madre no iría a verla porque estaba de viaje. Las recuperarías al día siguiente, saliendo del trabajo. Acto seguido, le escribiste a él nuevamente —no debiste hacerlo— para contarle lo sucedido y terminaste tu mensaje con: “apenas salga de ahí te aviso, mientras tanto, aquí te mando un adelanto”, y copiaste la fotografía de uno de los dibujos que habías enviado previamente: dos cuerpos trenzados mostrando con descaro la incandescencia del momento. Apagaste tu teléfono. Al día siguiente, al encenderlo, tenías un nuevo mensaje: “Tenemos que vernos.” Pero hiciste caso omiso y escribiste: “Mi querido maestro, ya estoy en México, pero antes de verte, tengo que ir a borrar las fotografías.” Al entrar, te registraste y te dijeron que tu abuela dormía. Además, te recordaron que no podías visitarla sin previa cita y con una prueba PCR negativa de no más de cuarenta y ocho horas. Le explicaste a la enfermera que necesitabas entrar al cuarto de tu abuela, que tenías que cambiar su teléfono celular porque estaba fallando y no habías podido comunicarte bien con ella. La enfermera volvió a empezar de nuevo con la lista de requerimientos para entrar, insistió con detalle sobre las medidas de seguridad que era preciso tomar con los ancianos, su vulnerabilidad, la responsabilidad de la institución y te dijo que los familiares de los otros internos eran muy exigentes y cuestionaban todo. Tú, que habías dormido poco —te emocionaba estar nuevamente en contacto con él y tu cabeza atormentada rumiaba historias del futuro que modificabas una y otra vez— solo afirmabas con la cabeza, tratando de interrumpir, pero la enfermera no te dio oportunidad, ni se veía dispuesta a cooperar. “Sí, sí, entiendo todo eso, pero ¿no puede usted traer el teléfono y así resolvemos el problema?”, dijiste aumentando el tono y la velocidad de tu voz sin darte cuenta. Aun así, la enfermera retomó su discurso diciendo que no podía tomar nada de las habitaciones, lo tenía prohibido y te contó cómo un día… bla, bla, bla. No podías más. Con una mueca de desagrado, te diste la media vuelta —sabes muy bien cómo ser grosera— dispuesta a entrar por los jardines directo a la habitación, aunque tuvieras que trepar por el pequeño barandal del balcón.

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“Mi querido maestro, me salió caro borrar las fotos del teléfono de mi abuela. No voy a poder ir a nuestro lugar.” “¿Qué te pasó?” Le dijiste que habías resbalado del balcón y te habías luxado el tobillo —pensaste en decir que había sido una fractura, pero no querías invocar desgracias, mucho menos alargar tanto el encuentro que ya dabas por hecho y anticipabas— y cuando esperabas que él te dijera que iría a verte, la receta falló. El pintor te dijo que deseaba tu rápida recuperación, que ya no podría verte pues estaba por irse a Groenlandia, que en ese momento no te podía explicar por qué, que había estado algo enfermo pero que allá se recuperaría y que siempre pensaba en ti, en esa cara tuya de niña perversa que solo él podía provocarte. Anexa, viste su selfie con el pelo cortísimo y bata de barbero frente a un espejo donde se asomaba una revista que te hizo dudar. Esta vez no te hicieron esperar. Aun así, tomaste la Vanidades y buscaste la página que la vez pasada habías fotografiado: Receta para reconquistar a un viejo amor: Finge estar en un país exótico. Envía un mensaje sobre un recuerdo pasado inquietante. Sé misteriosa, no especifiques. Evita verlo en el lugar de antes. Inventa algo nuevo. Pon cualquier pretexto para mostrarte débil, necesitada. Sin que te vieran, la arrancaste furiosa, como si al destruirla pudieras dejar todo eso atrás, te acomodaste en el sillón y quisiste creer que ese nuevo look te haría cambiar.

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CUARENTA Y CINCO MINUTOS A Luis Miguel por sus historias hoteleras. Durante el día, solía dormitar entre los matorrales que estaban frente a la alberca. El edificio hacía sombra y la brisa marina corría acariciando su peludo cuerpo. El día que Bart sufrió el infarto, el sereque lo había estado observando; desde su guarida en los matorrales, entre sueño y sueño, lo veía. El sereque no podía saber, y tal vez no le interesaba, que la vida de aquel hombre dependería de que una ambulancia llegara a tiempo. Lo sé yo y ahora lo sabes tú también, lector: Bart está por sufrir un ataque cardiaco. Si lo trasladan del hotel al hospital en menos de cuarenta y cinco minutos, Bart puede salvarse. Está de vacaciones con su esposa. Llegaron el sábado pasado, y en el sistema aparece su check out para el sábado próximo. Una semana destinada a relajarse. Aunque en realidad, solo serán cuatro días porque es martes y Bart ha aprovechado que su esposa está dormida en un camastro, bajo una palapa en la playa, sintiendo la misma brisa que arrulla al sereque, para ir al bar y pedir un tequila doble. Sabe que no debe hacerlo, pero supone que por una copita no le pasará nada. Desde su operación a corazón abierto, no ha probado una gota de alcohol, de eso ya pasaron cinco meses y Bart empieza a sentirse bien. Sobre todo ahora que él y su esposa decidieron tomar unas vacaciones en la playa, Bart se siente de maravilla. El sereque lo observa y Bart observa a su esposa. Mientras saborea su copa, se asegura de que siga dormida. Cuando su copa se vacía, su esposa aún está inmóvil y se atreve a pedir el refill. Ya ha bebido varios tragos cuando la ve moverse. Decide no arriesgarse; apura el último trago y regresa a su camastro en la playa. Su esposa se despereza y le pregunta si se levantó. “Fui al baño”, miente. El sereque aprovecha que Bart se ha ido para aventurarse a llegar sin ser visto a un plato que está en el suelo, al borde de la alberca, con los restos de unos nachos, pero no alcanza a terminarlos porque Bart empieza a sobarse el brazo, se siente mal y su esposa se da cuenta. Es enfermera, pero no sabe qué hacer. Se acerca a su esposo, percibe el olor en su aliento y entra en pánico. Ambos saben lo que está por ocurrir. Empieza a correr el tiempo. El sereque regresa a su escondite, pero ya no dormita, ahora está alerta porque escucha

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los gritos y ve al salvavidas vestido de rojo aproximarse apresurado, unos tenis blancos pasan cerca de él, varios pies descalzos, Bart está ahora tendido en el suelo rodeado de mirones. No podían faltar los mirones. Han pasado diez minutos. Su esposa grita y llora, el guardia de seguridad ya puso en marcha el protocolo y ya le avisaron a la ambulancia. ¡Te quedan treinta cinco minutos, Bart! La ambulancia sale de su base, con la sirena encendida rebasando a todos los autos, zigzaguea, cambia de carril. Veinticinco minutos. El sereque sigue alerta, casi aterrado. El desfibrilador llega, está listo por si Bart sufre un paro. El doctor que estaba en el hotel vecino ya está a su lado, controla la situación, saca una jeringa, lo inyecta. Quince minutos, Bart. La ambulancia llega a la entrada del área hotelera, los guardias de seguridad salen de la caseta y le solicitan al conductor algunos datos: ¿a qué hotel van?, ¿quién los llamó? ¿cuál es el nombre del huésped? Diez minutos. Por protocolo, los guardias de seguridad hacen una llamada; deben cotejar los datos. ¡Bart, tienes ocho minutos! Abren la pluma. El conductor acelera por la línea recta que conduce a las construcciones frente a la playa, llega a una encrucijada y duda: izquierda o derecha. Cinco minutos. Llegan al motor lobby. El bellboy los recibe y les dice que ellos no solicitaron el servicio, que debe ser el hotel del otro lado. Tres minutos. Llegan al otro lado, bajan la camilla y sus maletines, corren a través del lobby, entre las albercas, llegan al bar de la playa. Se acabó el tiempo. Pero no te preocupes, lector, es una regla general que está en los manuales de procedimientos: en los hoteles no se muere nadie. Así que sale vivo; conectado e inconsciente, sí, pero vivo. Aún respira. El infarto cerebral llegará en el hospital, ahí le realizarán después las pruebas y entonces su esposa sabrá que ya no hay nada que hacer. Pero eso ya será de noche cuando, en el hotel, el área de la alberca esté vacía; cuando los otros huéspedes se estén preparando para ir a cenar, y su esposa llame a su hijo y le diga que tiene que tomar el siguiente vuelo, que no quiere estar sola. Y el sereque, ya seguro de que nadie lo observa, salga a ver qué más se come.

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EN LAS NUBES OJOS DESPISTADOS Tenía que haber sido alguien despistado para creer que aquello era premeditado, que él era un maestro de la palabra, de esos que van tejiendo con frases elocuentes su red en silencio con sus patas de araña acariciando la mente de su presa. Ella, tan despistada, así lo imaginó y fue atrapando un piropo imperceptible por aquí, un elogio oculto por allá, asumiéndose la víctima que no se da cuenta de que realmente es una trampa. Creyendo su propia ficción: todo lo que hacía él era para que ella lo notara a distancia, con curiosidad, pensando que era una casualidad (serendipia), para que creyera que estaba descubriendo algo maravilloso que nadie había visto y, por si fuera poco, la reflejaba. No era a él a quien ella descubría. No. Él no había dicho nada de sí mismo; solo hablaba, y ella se fue enamorado sin saber que aquello era un espejito brillante por el cual, llegado el momento, estaría dispuesta a intercambiar todo el oro de sus arcas. II UN VIAJERO Él era precisamente eso: un viajero. Un viajero de esos que buscan conocer el Universo a través de otros ojos. Se repetía a sí mismo que estaba dispuesto a saltar al vacío para adentrarse en el mundo recién descubierto, se lo decía a los demás. Era un loco, un trotamundos alimentado de euforia, de todo aquello que incita. Sus propias palabras lo hacían vibrar y las impregnaba con esmero en seres lejanos, ajenos. Ese día le tocó a ella, como podría haberle tocado a alguien más, sin importar quién fuera; para un viajero tolerante y flexible, siempre habría un escucha inteligente, alguien que quisiera soñar con sus mil historias, alguien que le reafirmara que todo lo vivido, cada paso recorrido, había valido la pena porque podía narrarlo.

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III EL TROPIEZO Cuando se conocieron, ella pensó que él se refería a su encuentro, pensó que, al hablarle de algo novedoso, describía el amor. Él no se dio por enterado. Le habló de las diferentes geografías y ella, tan despistada, creyó que él narraba su cuerpo: que esas regiones ignotas en las que reinan el misterio y la fantasía no eran otra cosa que el valle que se escondía entre sus muslos, que la cuenca oculta en las montañas eran sus axilas; sus hombros y la punta inflamada de esos volcanes, sus pezones. Tan despistada, quiso mostrarle su geografía humana y le habló de las mil especies exóticas que en ella se encontraban, porque quienes viajan con la imaginación caminando siempre por la misma acera conocida, a veces, no alzan los pies y tropiezan. Así ella, por no estar ahí sino en otra dimensión etérea conversando con los ausentes, como si no existiera otra cosa que la intangible travesía en la que se sumergía, tropezó. IV SIN BRÚJULA Tendrían que haberse espabilado, darse cuenta de lo grandes que son las alas de las palabras: la terneza dosificada, el halago sigiloso. Tendrían que saber que se estaban preparando para su primer vuelo, para lanzarse al vacío; que esa red tejida, tal vez sin querer, cuando su propio hálito dejara de impulsarlos, no los sostendría. Ella tan dispuesta a elevarse hasta descubrir el sino ignoto. Él preparado para abrazar su cuerpo como si viajara a través del mundo y recorrer sus mares sin sospechar que quedaría anclado en todos los puertos de sus peripecias. Ella, una lunática perdida entre el espacio y el tiempo. Él un viajero de otros universos. Él cometa, ella áncora; unidos por un finísimo hilo que eternamente amenaza con romperse. Sin registro, reuniendo momentos de expectativas, confiando en la puntualidad de lo impredecible: cuitas, tortuosas edificaciones, las emociones implícitas de los atardeceres. Él no era despistado, pero lo hizo sin darse cuenta. Como el alacrán que pica por naturaleza, por instinto, imprimió en ella para siempre su cartografía y ella, como la rana, aferrada a su cuerpo, lo anegó.

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EL ACUERDO A Rubí por el Tong Shu y otras conversaciones. Linares consultó su calendario chino, acostumbraba a revisar el Tong Shu que cada año le entregaba su consultora René Ampudia y se basaba en este para tomar decisiones importantes. Después de año y medio de acuerdos con sus altas y bajas, finalmente, llegaba el día de concretar el negocio. Carlinhos sería oficialmente su socio y eso le confería cierto aire de importancia, algo así como un título nobiliario empresarial. La internacionalidad. Traspasar las fronteras gracias a la globalización; las redes sociales ahora lo permitían todo. Solo bastaba llegar a un acuerdo y ahora lo habían conseguido. Carlinhos era un verdadero hombre de negocios que sabía disfrutar de la vida, lo que Linares llamaba un bon vivant, sus historias en Instagram eran testimonio de ello, siempre en restaurantes tres estrellas Michelin, ¡qué manjares comía! Además, era un hombre disciplinado que todo el mundo amaba: testimonio de ello su cuenta de Facebook. Entrenaba como atleta olímpico a sus casi sesenta años y era admirado por sus más de tres mil seguidores, por supuesto, todos ellos amigos entrañables que había cosechado durante su vida. Era todo un dandi, bueno así lo etiquetaba Linares, quien admiraba a los hombres bien vestidos que se hacían acompañar de hermosas mujeres; él trataba siempre de seguir su ejemplo. Ser socio de Carlinhos lo hacía sentirse bien. Le insuflaba ese aire sofisticado que él tanto necesitaba. Llegó puntual al encuentro. Eligió la mejor mesa para que, cuando su socio llegara con los otros accionistas que había prometido presentarle, pudieran disfrutar de la vista y él pudiera sentarse en la orientación que René le había dicho que era la adecuada, justo donde la energía sería favorable. Pasados los quince minutos con los que llegó anticipado, sus manos empezaron a sudar. No tardarían en aparecer Carlinhos y los accionistas por la puerta. Había ensayado mil veces ese encuentro. Dicen que solo hay una oportunidad de dar una primera impresión y Linares quería estrechar la mano de su socio y darle ese abrazo apretado y fraternal que solo se dan quienes están destinados a hermanarse para cambiar el mundo y hacer la diferencia. Miraba su reloj impaciente. Y la manecilla que primero parecía no moverse, poco a poco se fue deslizando hacia la hora acordada y después a

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pasar de ella. Superados los diez minutos de tolerancia acostumbrados, Linares se aflojó la corbata que empezaba a asfixiarlo. Tomó un poco de agua. Le pidió al mesero que esperara, que no pediría aún porque estaban por llegar los demás. Diez minutos más y le mandó un mensaje. Con la vista fija en él, esperando respuesta, sintió que fueron siglos los que tardó en aparecer el color azul en las dos palomitas. Pero no hubo respuesta. Tomó de la mesa la servilleta y la pasó por su frente húmeda. Se limpió también el sudor de las manos. Volvió a ajustarse la corbata. Pensó en el depósito que Carlinhos le había pedido como adelanto de la negociación, un acto de buena fe ante los accionistas, algo que, dijo Carlinhos, diera fe de su liquidez. Entró en su aplicación al banco para revisar los movimientos. La transferencia había sido deducida de su cuenta. No era la suma lo que realmente le importaba. Para Linares, esa cantidad no significaba nada. Lo que le hacía latir aprisa el corazón, lo que provocaba su taquicardia era la sospecha del engaño. Pero bueno, Carlinhos era un hombre importante, tal vez algo se le había atravesado y pronto se disculparía. Linares esperó más de una hora tratando de llamar por teléfono, encontrando justificaciones para la ausencia del que pretendía ser su futuro socio. Después, salió de ahí derrotado. No hubo más señales de Carlinhos. Incluso bloqueó a Linares de sus redes sociales. No contestó jamás el teléfono. Linares se sintió despechado, hecho a un lado, como si le hubieran roto el corazón. Y es que, aunque no quisiera reconocerlo, Linares se había hecho demasiadas expectativas alrededor de Carlinhos. Había construido sendos castillos imaginarios —uno de su propia persona como socio de aquel dandi y otro del propio Carlinhos— que le impidieron ver la realidad. Le habló a René para reclamarle. El Tong Shu que auguraba “Éxito” —día más auspicioso y positivo, día de logros, con las energías positivas en todos los aspectos y día propicio para iniciar un negocio— no había sido más que una profunda desilusión. Linares empezaba a pensar que todo aquello era un fraude. René lo escuchó paciente, con esa mirada compasiva con la que se ve a un niño al que le han negado un caramelo. Cuando Linares terminó de desahogar su frustración, con esa voz pausada que la caracterizaba, sin afán de convencerlo de nada le dijo una sola frase: “El éxito no siempre está donde tú crees; no todo lo que es bueno para ti, a la larga, te hará feliz en el momento.” Pero Linares pareció no escuchar o no entender aquel escueto mensaje. Sumergido en su dolor, siguió hablando de Carlinhos regodeándose en el daño que le hacían todas esas mentiras y en el dolor que le causaban esas pústulas que supuraban en su ego. Fue entonces cuando volvió a saber de Carlinhos. Le llamó y afligido le contó que había sido víctima de un secuestro, que había perdido todo y ahora necesitaba una cantidad más grande para poder seguir adelante con el acuerdo.

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AMOR COLOIDE Después de un malentendido más con Alejandra, entré a dar mi clase abatido. Trataba de no pensar más en ello, de no atormentarme recordando sus abruptos cambios de parecer, sus desconcertantes estados de ánimo, sus contradictorios acercamientos y rechazos. Yo la quería. No solo eso, le profesaba gran admiración pues, además de presidir el consejo al que yo pertenecía, era un ser humano sensible y brillante que siempre provocaba un latido dentro de mí. Pero ya no quería pensar en ello, porque había algo que me lastimaba, se me escapaba eso que no lograba entender y me dejaba así, como en ese momento, vacío, inánime. Asenté mi portafolios sobre el escritorio y encendí el proyector con la clase que tenía programada. Mi discurso avanzaba aburrido, con displicencia. Lo que menos me apetecía en ese momento era repetir eso que sabía de memoria: “¿Qué es una mezcla?… la unión de dos sustancias puras: la de menor cantidad es el soluto y la de mayor cantidad el disolvente.” Alejandra era una adulta firme, recia, pero yo la veía frágil. Aunque tenía mi edad, la condición que la había marcado desde la infancia me hacía verla —de eso apenas me daba cuenta— disminuida. O al menos eso se me vino a la mente mientras hablaba. Se me figuró que en esa mezcla yo era el disolvente. Y asumí el defecto de Alejandra como una escasez que la convertía en el soluto. “Diferenciamos una mezcla homogénea de una heterogénea dependiendo de las fases que se logran visualizar a simple vista: una sola zona uniforme nos da una mezcla homogénea porque homo significa igual: es decir una mezcla que se ve igual tiene una sola fase, como el agua y el azúcar.” Había algo que me atraía de ella, algo con lo que resonaba; cada una de sus palabras parecía mía, habíamos crecido en el mismo lugar, frecuentado los mismos espacios y nuestros referentes eran los de dos hermanos, las coincidencias constantes. Pero algo doloroso en el pecho me decía que no éramos iguales. “Si logramos diferenciar dos o más fases en la mezcla, entonces es heterogénea, porque hetero significa desigual, diferente: como el aceite y el agua.”

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Mientras daba la clase, fui imaginando qué habría sucedido si yo y Alejandra nos hubiéramos cruzado de niños; si en lugar de ir a escuelas vecinas, hubiéramos compartido el mismo patio de juegos, si hubiéramos sido compañeros de banca. Si ella hubiera querido mezclarse entre mis amigos. ¿Qué le habríamos dicho a aquella niña que en lugar de hablar balbuceaba? ¿Con qué sentimiento repulsivo habría visto mi yo adolescente a esa joven de cara escindida? ¿Habría callado o me habría unido a las risas de mis amigos burlándose de aquella falla geológica que rompía la geografía de su paladar y su labio? Cuando vi por primera vez a Alejandra, su rostro adulto (ligeramente desfigurado) me causó un breve estremecimiento. Entonces, ya era yo un hombre maduro, de ciencia. Y ella, a pesar de eso, me pareció hermosa, interesante, misteriosa. Su vergüenza parecía haber quedado atrás. Sabía disimular muy bien la cicatriz de la cirugía. No, la vida no era justa y, aunque sentía algo profundo por ella, el rencor que tenía Alejandra por sus vivencias pasadas era denso y aun me tocaba. Por más amor que yo le profesaba no lograba diluirse. “Hay un punto intermedio y muy interesante donde el soluto no es tan pequeño como en una solución, ni tan grande como en una suspensión y se quedan suspendidos, a eso se le llama coloide”, predicaba más bien pensando cómo hacer de nuestro amor un coloide. Yo nunca había lastimado a Alejandra, sin embargo, ella sabía que, si en el pasado nuestras vidas se hubieran cruzado, si hubiéramos coincidido en el mismo salón, en el mismo parque, yo no me habría atrevido a jugar con ella, no hubiéramos sido amigos. A lo más que hubiera podido aspirar hubiera sido a que mis ojos no quisieran detenerse en ella y la borraran; a ser invisible. Dentro de ella, sepultado tal vez en las profundidades, su resentimiento lo sabía y me amenazaba. En nuestra unión, estaban mezclados de manera inexorable la inseguridad y el encono de la niña que Alejandra había sido con mi vergüenza y mi culpa por lo que pudo haber sido. Suspendidos en la mezcla de nuestros sentimientos, lo nuestro era un amor coloide que nos hacía cómplices, indisolubles. Al salir de clase, me importó muy poco si mis alumnos me habían entendido. Creo que esa vez mi discurso no fue más que una confusa reflexión introspectiva, pero de pronto, a mí me quedó todo muy claro, tanto, que hasta sentí un impulso de correr hacia Alejandra; de abrazarla, de acariciar su rostro y besar la cicatriz de su labio, de pedirle que me perdonara. Pero me quedé ahí, escondido en la soledad de mi auto, evadido. No podía hablar de esto con ella, habría tenido que hacer una confesión absurda, pues no se puede pedir perdón a alguien por algo que no hiciste.

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Impresión Grupo Editorial Estosdías SA de CV. Avenida Maxuxac, No. 471, entre Nizuc y Sacxán, manzana 377, lote 06, fraccionamiento Proterritorio, Chetumal, Quintana Roo, México. Código postal 77086. (983) 118-4114, 118-4115.


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Este cuaderno apuesta al futuro y no tan sólo como proyecto editorial, sino también como vehículo para la expansión de las ideas que se generan en Quintana Roo; la única manera de que podamos alcanzar un porvenir luminoso como comunidad depende de lo que sembremos ahora.

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