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Urgencia

Si los resultados de los exámenes de mañana viernes son favorables, el sábado entraría a quirófano a primera hora, le explicó la doctora. Micaela confirmó así sus temores. Hace casi un año sintió por primera vez un pellizco en el costado derecho del estómago después de comer grasoso. Buscó en Google algo de paz. No la encontró: gastritis, colitis, apendicitis, y demás itis se desplegaban una y otra vez. Algo andaba mal. Los pellizcos empeoraron y con ellos se oscureció su ánimo. Se empeñó en encontrar la solución a sus malestares en Internet y la angustia de padecer algo grave la invadió sin apenas notarlo. Si tuviera una Alexa, le habría gritado hace unos tres meses: “¡Vaya al doctor!”.

El sábado pasado, su cuerpo lanzó la estocada definitiva, un dolor espantoso la despertó a las tres de la mañana y no cedió hasta doce horas después, cuando un coctel de medicamentos entró a su torrente sanguíneo en el área de urgencias. Tiene dos piedras en la vesícula, le informó el radiólogo, están adheridas y encuentro algunos signos de necrosis. Espere la llamada de la doctora.

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La llamada había llegado. Avisó a su jefe y telefoneó a su hija Gaby, quien estaba trabajando fuera de la ciudad, para explicarle. Micaela hizo una lista de pendientes por si la operación procedía. Sacar la basura, dejar comida para Yuna, su gatita, pagar la luz, cambiar las sábanas, limpiar la casa. Consideró que hacía falta lavar la estufa y dar una buena tallada al baño, pero no tenía tiempo para eso.

La noche pasó larga y pastosa, su cama se convirtió en un hueco inhóspito, ajeno. Se despertó cada dos horas con el miedo recorriéndole de la cabeza a los pies, de los pies a la cabeza; sentía en el pecho un pájaro asustado y bajo el esternón una piedra. Trató de calmarse, pero no pudo. Si no la operaban, su vesícula estallaría en cualquier momento y si la operaban, también había un riesgo de morir; con cada hora que pasaba se ponía más nerviosa, podrían ser mis últimas veinticuatro horas de vida, se decía. Quiso escribir cartas de despedida; no se atrevió siquiera a tomar una pluma. Estaba paralizada. No me queda tiempo. Acudió puntual al laboratorio. Luz verde, le comunicó la doctora. Durante el día Micaela se empeñó en observar a su alrededor, descubrir cada detalle, recordar cada sensación de estar viva. Pasó la mano por sus fotos, su ropa, sus cosas. No quiero morirme, suspiraba. Hizo acopio de optimismo para hablar con Gaby por la tarde. Voy para allá, le anunció. Micaela trató de convencerla de que no era necesario, que era urgente pero no una emergencia y además es cirugía laparoscópica, casi una rutina extirpar la vesícula, nada de qué preocuparse, todo estará bien, alcanzó a decirle antes de sentir la garganta inundada. Paso por ti a las cinco, así nos aseguramos estar antes de las seis, replicó su hija.

La noche hundió a Micaela en desamparo, desesperación, remordimientos. Sentía el pecho pegado en la espalda, su vientre a punto de devorarla, quería desaparecer. Ayúdame, por favor, ayúdame con esto, suplicó hasta quedarse dormida. Soñó con una cama de hospital donde se vio pequeña, desvalida, vulnerable, expuesta. A su lado estaba su padre. Se abrazaron envueltos en luz. Despertó llorando, sólo así se había permitido llorar la muerte de su padre, en la madrugada, después de soñar con él. Gracias papá, fue fantástico, repetía con una tristeza dulce. Pensó entonces agradecer a su vesícula. Acarició su abdomen y le sorprendió el tacto suave de su piel, le sorprendió sentirlo blando, indefenso. Gracias, vesícula, susurró, gracias por el bienestar que me diste, pero ha llegado el momento de despedirnos. Somos fuertes, le aseguró al resto de su cuerpo, pasaremos por un trance, pero estaremos bien, estaremos mejor.

Se levantó para tomar un baño. Dio gracias por el agua tibia, el olor del jabón, la toalla limpia. Acarició a Yuna, dejó las luces apagadas, la cama tendida, musitó una oración. Gaby llegó puntual, se abrazaron y sonrieron para darse ánimos.

En el hospital, ya con la bata puesta, preocupada por disimular el temblor de sus manos, miró a su hija, parecía tranquila, abrazaba su ropa como si fuera un recién nacido; hubiera querido de- cirle tantas cosas… ya no les dio tiempo. La llamaron. Entró al quirófano. La anestesióloga recapituló para ella el procedimiento. Micaela convirtió las ganas de gritar en una pregunta: ¿todo estará bien, verdad? …Aquí la cuidaremos, un piquetito más, ¿es hipertensa?, ¿es alérgica?... Ya vamos a empezar. Cuente del diez a uno, respire normal. Micaela cerró los ojos, lo último que vio fue la luz blanca de la lámpara, comenzó a flotar entre la sonrisa de su padre, el olor de su madre, Gaby rodeada de mirasoles en octubre, el mar al amanecer, Y una ronroneando en su pecho, la luz a través de las nubes, la luz brillando en los árboles, la luz…

Cuento escrito en el Taller de SOGEM Guadalajara “Los Géneros del Cuento” coordinado por Carolina Aranda Araiza.

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