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Cuento de SOGEM Feliciano
from 06-02-2023JAL
Su porte, sus ojos y su cabello claros, aunado a sus conocimientos por encima del promedio le permitían destacar dentro del comisariado ejidal.
blo, es un buen partido.
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La boda se llevó a cabo unas semanas después. En el pueblo todo era sonrisas y buenos deseos para la pareja, quizá con la excepción de las muchachas casaderas del pueblo que veían con cierta envidia y resignación cómo la mejor presa era apresada. Con ayuda de sus padres y sobre todo de su suegro, la nueva pareja se había mudado a una pequeña casa en las afueras y todo parecía que iba bien.
Tenía apenas diecisiete años cuando sus padres le obligaron a casarse.
Feliciano era un muchacho atractivo. Hijo de campesinos de origen europeo, era descendiente de aquellos parias del viejo mundo que, expulsados de la Europa que se moría de hambre a principios del siglo veinte, habían llegado a América en busca de mejores condiciones de vida.
El país había sido una gran oportunidad de negocio para algunos emigrantes europeos. No era el caso de Feliciano. Sus padres, dueños, pero no propietarios, de una parcela ejidal en el estado de Michoacán, en México, no habían tenido la suerte de los Arango o los Servitje. Feliciano apenas había terminado la primaria en la escuela rural a la que atendía, pero gracias a la cultura europea de sus padres, aunque fuera rural, había siempre destacado entre sus pares. Su porte, sus ojos y su cabello claros, aunado a sus conocimientos por encima del promedio, le hacían un buen candidato a marido y también le permitían destacar dentro del comisariado ejidal.
Fue ahí donde conoció a Martina, una chiquilla de escasos quince años, hija del delegado ejidal. Menudita, con un par de enormes ojos negros vivaces y un cuerpo atractivo, todavía en formación debido a su corta edad. El delegado ejidal, en cuanto su hija cumplió los quince, empezó a manifestar su intención de casarla con Feliciano y no dejaba de presumir, ante los padres del novio en prospecto, las ventajas del matrimonio, sobre todo pensando en el futuro político del muchacho.
–Pero mamá. Yo no quiero casarme y mucho menos ahora. Ya tendré tiempo a futuro, –repetía en forma insistente Feliciano, cada vez que sus padres sacaban el tema.
–¡Cuál futuro, ni qué futuro! –contestaba su madre –ya tienes edad y esta oportunidad no puedes perderla. Ponte a pensar. Esta chiquilla esta guapa y es hija de la persona más influyente del pue-
–¡Mamá¡- –gritaba desesperado Feliciano cada vez que iba al hogar materno –ya no aguanto a esta mujer, se comporta como niña mimada de diez años. No me hace caso, no me atiende y cada vez que puede se viste de manera provocativa y se va de casa, ya estoy harto.
A partir de entonces todo fueron especulaciones. En las calles se decía que Martina se había escapado con un hombre mayor y había abandonado a Feliciano. Las sonrisas habían mutado en gestos de desaprobación, con excepción de algunas chicas casaderas que volvían a ver una oportunidad de terminar con su soltería. Feliciano se volvió cada vez más huraño y rara vez se aparecía por el pueblo. Sin embargo, y a pesar de los rumores, los tenderos y farmacéuticos comentaban qué, o Martina no se había ido o Feliciano tenía otra mujer, pues sus patrones de compra se habían mantenido e inclusive seguía, en forma regular, comprando compresas y otros artículos de higiene femenina.
En alguna ocasión, un farmacéutico le preguntó a Feliciano que para qué quería tantas cosas de uso femenino y él, que se encontraba de buen humor, contestó, en son de broma –Es para “la Chole”.
Nunca imaginó el revuelo que esta confesión causaría.
–¿Quién era “la Chole”? –era la pregunta que inmediatamente surgió entre las abuelas y las solteras del pueblo, inclusive alguna vez se llegó a comentar hasta en la cantina. Nadie la conocía o había escuchado de ella.
El misterio no se resolvió. “La Chole” seguía siendo un enigma. Lo que si parecía era que Feliciano, cada día, se veía de mejor talante. Hablaba de ella y se vanagloriaba de que era la mejor acompañante. Ella no discutía, obedecía todas las órdenes, era, según él, una buena esposa.

Con el tiempo las abuelas cambiaron de tema. Las solteras finalmente perdieron las ilusiones y “la Chole” dejó de ser una novedad. Nadie se sorprendía cuando Feliciano pedía dos boletos de autobús, si es que su trabajo le movía a desplazase, aunque “la Chole” nunca apareciera en el autobús, a pesar de que
Feliciano le guardara su lugar, aduciendo que llegaría tarde. Si había alguna fiesta popular él siempre pedía dos boletos, aunque jamás se le vio bailando o departiendo con “la Chole”. Ella se volvió una presencia cotidiana en el imaginario local y la población, a la par de Feliciano, se acostumbró a su existencia, pero nadie pudo atestiguar su presencia. Feliciano, cada vez más, hablaba de ella. Presumía sus paseos por el campo, sus vacaciones en la playa, la felicidad de su vida sexual. “La Chole” era, repetía Feliciano, la mejor esposa que hombre alguno pudiera pedir.
La situación empezó a volverse sospechosa. Feliciano no parecía tener más conversación que su adorada “Chole”. Su suegro, apenado por el comportamiento de su hija y curioso por saber quién era la nueva mujer de su yerno, le pidió conocerla. Feliciano accedió.
La visita se produjo un día cualquiera. Feliciano, quejándose de la ingrata Martina que le había abandonado sin motivo, intentó convencer a su jefe y suegro de lo feliz que vivía ahora con su “Chole”. La visita le mostró al delegado ejidal una casa ordenada, donde la presencia femenina era evidente. Flores en la mesa, un armario repleto de vestidos de mujer, el inodoro con el asiento bajado, artículos de higiene femenina en el baño, algún calzón colgando de la regadera. Todo indicaba la presencia de una mujer en la casa. Todo, menos su existencia. Cuando el delegado preguntó –Feliciano, ¿y dónde está “la Chole”? –obtuvo por respuesta –aquí sentada en el comedor, aunque es muy tímida y callada –mientras Feliciano mostraba una silla vacía.
El delegado ejidal entendió. La “Chole” no parecía ser más que un fantasma inventado por Feliciano. La acompañante que tanta satisfacción le daba a Feliciano no existía.
Feliciano perdió su trabajo en el comisariado ejidal. Con el tiempo las solteras del pueblo dejaron de hablar de él o ella. Las abuelas fueron desapareciendo, pasando a mejores vidas. Feliciano, poco a poco, perdió la atención de los vecinos y hasta la fecha ya nadie cuestiona la existencia de “la Chole”. Hace muchos años que no se ha sabido de Feliciano, ni de Martina. Sin embargo, en este poblado de Michoacán se ha quedado el dicho de que “es mejor compañera la soledad que una mujer traicionera”.