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Letras y pasiones: las musas del Duque Job

Bertha Hernández historiaenvivomx@gmail.com

Son muchos los mexicanos que conocen al menos un poema de Manuel Gutiérrez Nájera, estrella de las letras mexicanas de fines del siglo XIX. Agudo, ágil, musical, pero, sobre todo, muy moderno, el talento de aquel escritor, muerto en plena juventud, nutrió su talento en el amor. Varias mujeres fueron las que, en sus treinta y cinco años de vida, le robaron el corazón. Sus grandes pasiones siempre encontraron obsequio y elogio en forma de poemas. Pero, ¿Quiénes fueron ellas?

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Las musas acompañaron a Manuel Gutiérrez Nájera desde muy temprana edad, y no lo soltaron de la mano hasta que murió, en 1895, en plenitud de su talento. Pocos hijos mimados de la Fortuna como aquel que eligió ser, para la posteridad, el Duque Job.

Y con ese sobrenombre caminó las calles de la ciudad de México, y con ese título convirtió en personaje literario a una de las mujeres que amó. Si en la imaginería literaria del salto de un siglo a otro hay una mujer bella, coqueta y delicada, es l Duquesita Job.

Pero, ¿Gutiérrez Nájera solamente amó a aquella mujer? ¿Quiénes fueron sus pasiones? ¿Están reflejadas en su escritura?

LA PRIMA LOLA

Como se ha dicho, Manuel Gutiérrez Nájera solamente vivió treinta y cinco años. Padecía una enfermedad que, en las últimas décadas del sig lo XIX era mortal por necesidad: era hemofílico. El talento literario le afloró a muy temprana edad; a los 16 años era ya un poeta competente, y parte de lo que escribió en aquellos días estaba dirigido a una joven prima suya llamada Lola, el primero de sus grandes amores.

Lola era hija de su tío José Nájera, hermano menor de su madre. El tío José era el dueño de la hacienda de San Miguel, en San Martín Texmelucan, y tenía varias hijas, todas, cuenta la tradición familiar, eran hermosas jovencitas. El amor adolescente nació casi sin darse cuenta. A Lola, el jovencito Manuel le escribió poesía romántica dulce y emocionada de sus dieciséis años:

Niña de ardientes ojos, Fúlgida estrella

Pura como el capullo

De la azucena;

Oye benigna

Los lastimeros ayes

Del que te admira.

Pero aquel amor adolescente no pudo ser. A los hermanos Nájera, es decir, la madre de Manuel y el padre de Lola, les pareció escandaloso pensar en que ambos primos se convirtieran en pareja, y, acaso, algún día, en marido y mujer. Eran tan jóvenes los enamorados que la autoridad familiar logró ahogar aquel cariño, pero Manuel ya había puesto al primero de sus grandes amores en la poesía que escribió hacia 1875.

Pasaron un par de años, y en el corazón y la mente de Manuel, Lola seguía presente. Pero la familia, decidida a impedir que aquel sentimiento echara raíces sólidas, se apresuró a buscarle a Lola un pretendiente “adecuado”, con el que finalmente la casaron. Los últimos poemas que su primo Manuel le dedicó, con toda la pasión de sus 18 años, eran tristes y dolidos, quejándose de “Él”, del rival que le había quitado a su primera musa.

Pasó el tiempo, y se sabe, esa es la mejor medicina para el que sufre de mal de amores, y eso fue lo que ocurrió con el joven poeta, que se enamoraría, otra vez, otras veces, muchas veces. Se sabe que, en algún momento, Manuel Gutiérrez Nájera encontró a otra musa en la persona de Herminia Pavón, hija de un abogado prominente, don José María Pavón.

Pero aquellos amores, de los que se sabe poquísimo, y por las declaraciones que, a mediados del siglo XX, y siendo ya muy ancianas, hicieron las hermanas Ana y Elena Padilla, unas muchachas de Guadalajara que tuvieron buena amistad con Manuel Gutiérrez Nájera. Por ellas sabemos que el amor por Herminia Pavón no tuvo buen fin, porque la muchacha murió de fiebre escarlatina, precisamente por aquellos días en que su joven enamorado se apasionaba de ella.

LA DUQUESITA, NATURALMENTE, Y LA ETERNA CECILIA Pasaron los años, y el talento del joven Gutiérrez Nájera floreció. Tuvo muchos seudónimos, pero el que de verdad le gustaba, el que de verdad le parecía un corte hecho a medida, era el que ha trascendido para muchos mexicanos: “El Duque Job”, tomado, según él mismo explicó, hacia 1880, de una comedia de la autoría de un señor León Laya.

Había pasado el tiempo, y el talento periodístico y literario de Manuel florecía. Entonces se encontró con la más famosa de sus musas, una francesita, Marie

Rose Alphonsine Rémy, a la que en años posteriores muchos conocerían como “La Duquesa Job”, que había arrebatado el corazón del joven escritor.

Aquella joven era rubia, de ojos azules. La anécdota cuenta que era diseñadora de sombreros en el establecimiento, muy prestigiado, de Madame Ancieux. Y un día, un 14 de julio, para ser exactos, el Duque Job entró a la muy elegante tienda, vestido de chaqué, con una gardenia en el ojal. Se quedó petrificado en la entrada, acababa de ver a aquella delicada muchacha y, en unos instantes, le había entregado su corazón. Pero nada pasó en aquel momento. Habrían de transcurrir otros dos años, hasta que Gutiérrez Nájera volvió a aquel elegante comercio que fascinaba a todas las damas emperifolladas de la época, a las que gustaba engalanarse con los sombreros de Madame Ancieux. Volvió a ver a la encantadora Marie, y entonces la historia comenzó de verdad, pues allí mismo el joven escritor decidió “amarla mucho”. Se dio a la tarea de averiguar todo acerca de ella, y en gesto audaz, le escribió una carta:

“…usted sabe muy bien que llevo largo tiempo de adorarla. He querido huir inútilmente. Siempre siente mi espíritu una sed inmensa de usted; la sed de sus rubios cabellos que son como hilos de champagne frappé; la sed de esos ojos que saben hablar todos los idiomas, la sed de esas sonrisas que saben muchas cosas y no quieren decirlas. Para mí, usted lo es todo: la gracia que pasa, la dicha que me hace un delicioso mohín con sus labios escarlata…”

Marie, que llevaba dos años en México, a donde había llegado acompañada de su madre, no respondió la carta. Pero el Duque no cejó. Escribió otra carta, y luego otra. Habría escrito cuanto fuese necesario para enamorar a la francesita: “…usted, más divina cada día, me tiene atado a su carro de victoria. Yo no pienso más que en mi blonda reina, en duquesita, y hubiera dado el alma por ser la camelia que llevaba usted en la cintura. Allí querría yo morir…”

Pero la madre de la muchacha no veía con buenos ojos a un hombre que se ganaba el pan con los poco recomendables oficios de escribir en periódicos prosas y poesías. La buena mujer quería para su hija “un hombre que le conviniera”. Ese pretendiente existía, era alto empleado de los prestigiados almacenes de Monsieur Guéran, y se llamaba Guillermo Morales. El Duque lo odiaba, lo llamaba, despectivamente, “vendedor de tamales”.

Durante algún tiempo, la bella Marie se vio con Manuel Gutiérrez Nájera, y parecía que gustaba de ser la musa, la Duquesa Job. Pero pudieron más los regaños y la presión maternos, y cuando la muchacha puso fin a la relación con Manuel, y luego volvió a Francia, dejó al escritor con el corazón destrozado. Se sabe que el

Todos los grandes amores de uno de los mayores talentos literarios del México decimonónico, Manuel Gutiérrez Nájera, recibieron el regalo de fina poesía, aunque la pieza más famosa sea la que dedicó a la francesa Marie Remy, inmortalizada como la Duquesa Job.

“vendedor de tamales” se fue a Francia siguiendo a la muchacha, y acabaría casándose con ella. Pero Marie conservó toda la vida las apasionadas cartas que la habían convertido en la Duquesa Job.

Pero el Duque Job no se convirtió en un ser doliente que llorara hasta el fin de la vida. Era un hombre moderno y apasionado. Ya no eran los tiempos de don José María Lafragua, que se quedó solterón, llorándole a su Lola, ante la monumental tumba en el Panteón de San Fernando. No. Era 1886 cuando la vida de Manuel Gutiérrez Nájera entró en la estación del amor apacible, que le daría paz en los últimos años de su vida: Cecilia Maillefert. Aquella joven tocó el corazón del escritor cuando éste tenía ya 27 años. La vio en un baile en el Palacio de Minería, la noche del 15 de septiembre. Iba vestida de raso azul, y tenía 21 años. Era medio hermana de un amigo suyo, Francisco de Garay, e hija del editor francés Eugéne Maillefert. Empezó una historia que solamente terminó con la muerte prematura del talentoso escritor. Aquella noche, en el Palacio de Minería, Cecilia Maillefert bailó con el señor Gutiérrez Najera, y le reservó dos polkas y una mazurka. Dos días después, en su crónica de aquel baile, era claro, clarísimo que el Duque Job estaba enamorado otra vez.

Aquella pasión fructificó: Cecilia y Manuel se casaron dos años después, después de un cortejo delicado y feliz. Un amigo del Duque, otro escritor, Federico Gamboa, lo retrató para siempre, enamorado de su Cecilia, que le daría dos hijas: “¡Cuántas noches lo encontré, en la calle de la Independencia, en romántica contemplación de su novia! Allí sí que, bueno y todo, no toleraba bromas, ni alusiones ni nada; si acaso, saludaba…” Y es que el Duque Job, que no llegaría a viejo, intuía que había encontrado ese amor que es para siempre 

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