

Meditaciones
Marco Aurelio Meditaciones
Título original: Ta eis heautón
© de la traducción, Jacinto Pariente, 2025
© de esta edición, Ediciones Kōan, s.l., 2025
c/ Mar Tirrena, 5, 08912 Badalona www.koanlibros.com • info@koanlibros.com
ISBN: 978-84-10358-31-7 • Depósito legal: B-19449-2025
Ilustración de la cubierta: David de las Heras
Editora: Victoria Riobó
Maquetación: Cuqui Puig
Impresión y encuadernación: Romanyà Valls
Impreso en España / Printed in Spain
Todos los derechos reservados.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
1ª edición, noviembre de 2025
Nota del editor
Hay épocas en que la vida fluye sin resistencias y otras en que todo parece empujarnos hacia la agitación. El mundo de Marco Aurelio perteneció a una de estas últimas: guerras en las fronteras, epidemias, inestabilidad política. El emperador filósofo escribía para recordarse a sí mismo cómo vivir cuando el ruido exterior amenazaba con convertirse en ruido interior. El resultado de ese esfuerzo son estas Meditaciones: apuntes personales, no destinados a la publicación, que conservan intacta la frescura de un diálogo íntimo con su propio ser.
Han pasado siglos y los escenarios han cambiado, pero la agitación que nos acecha es la misma, como también lo es el anhelo de serenidad: una paz interior que no significa huida de la realidad, sino una forma de asumirla con lucidez y entereza. Meditaciones no ofrece atajos ni recetas. Propone una manera de mirar y de actuar que, ejercitada día a día, abre espacio en la conciencia para vivir con dignidad, claridad y bondad.
Hemos querido abrir esta edición con unas palabras de Mónica Cavallé porque iluminan lo que el lector encontrará en Marco Aurelio: no un tratado sistemático de filosofía, sino un cuaderno íntimo, escrito en soledad, con el propósito de mantener clara la mente y sereno el corazón.
En un mundo donde la filosofía suele entenderse como teoría abstracta, estas palabras recuerdan que para los antiguos era, sobre todo, una práctica cotidiana de liberación. Marco Aurelio encarna como pocos esa convicción: un emperador que, en medio de campañas y tribulaciones, halló en la filosofía la fuente de integridad y paz interior.
Este prólogo no es solo una introducción, sino una clave de lectura: acercarse a las Meditaciones como a un manual de vida, un conjunto de indicaciones prácticas para ejercitar la atención, la templanza y la confianza en el orden del cosmos. En este espíritu, la obra de Marco Aurelio sigue siendo una fuente de sabiduría viva, capaz de inspirarnos hoy con la misma fuerza que a tantas generaciones pasadas, hace casi dos milenios.
Un arte de vida*
Parecen quedar lejos de nosotros aquellos tiempos en que la filosofía tenía un profundo impacto en la vida de quienes la cultivaban, cuando era una práctica que conllevaba toda una ejercitación cotidiana y un estilo de vida. La palabra filosofía ha llegado a ser sinónimo de especulación divorciada de nuestra realidad concreta, de pura teoría, de reflexión estéril, y casi hemos olvidado que durante mucho tiempo fue considerada el camino por excelencia hacia la plenitud, y una fuente inagotable de inspiración en el complejo camino del vivir.
Pero el rumbo discutible que con frecuencia ha seguido la filosofía en nuestra cultura no puede hacernos olvidar que esta nació, en torno al 600-400 a. C. en la antigua Grecia —y paralelamente en otros lugares, como India o China—, no solo como un saber acerca de los fundamentos de la realidad, sino también como un arte de vida, como un camino para vivir en armonía y para lograr el pleno autodesarrollo. La filosofía no era únicamente una actividad teórica que podía tener ciertas aplicaciones prácticas; más aún, en ella, esta división entre teoría y práctica,
*. Fragmento tomado de la introducción de La sabiduría recobrada, de Mónica Cavallé, publicado por Editorial Kairós.
entre conocimiento y transformación propia, carecía de sentido. Los filósofos de la antigüedad sabían que una mente clara y lúcida era en sí misma fuente de liberación interior y de transformaciones profundas; y sabían, a su vez, que esta mente lúcida se alimentaba del compromiso cotidiano con el propio perfeccionamiento, es decir, de la integridad del filósofo.
Esta convicción de que sabiduría y vida son indisociables hacía de la filosofía el saber terapéutico por excelencia. El término terapia alude aquí a su función liberadora y sanadora: era «remedio» para las dolencias del alma. Los primeros filósofos sostenían que el conocimiento profundo de la realidad y de nosotros mismos era el cauce por el que el ser humano podía llegar a ser plenamente humano; que el sufrimiento, en todas sus formas, era, en último término, el fruto de la ignorancia. Consideraban que la persona dotada de un conocimiento profundo de la realidad era, al mismo tiempo, la persona liberada, feliz, y el modelo de la plenitud del potencial humano: el sabio.
Pero, como decíamos, la filosofía fue progresivamente abandonando su función terapéutica. Poco a poco, fue dejando de ser arte de vida, para convertirse en una actividad estrictamente teórica o especulativa. Hoy en día se entiende por filosofía, básicamente, una disciplina académica y un tema de análisis y reflexión; rara vez una práctica, un sistema global de vida. Parece que ya no es preciso ningún compromiso activo con la propia integridad para ser filósofo y que el conocimiento filosófico ya poco tiene que ver con una vida plena.
(…)
¿Qué ha pasado para que la filosofía, que fue maestra de vida por antonomasia, a la que acudían aquellos que aspiraban a una vida plena y feliz, haya llegado en buena medida a ser un conocimiento inoperante, vitalmente estéril, y, en
ocasiones, mayor fuente de confusión interior que de claridad, serenidad lúcida, alegría y equilibrio?
La filosofía originaria, la que era sabiduría de vida, ha sido en gran medida desplazada en nuestra cultura por una filosofía bien distinta: la filosofía especulativa que todos conocemos. Pero, aunque relegada y silenciada en nuestra cultura, dicha filosofía originaria no ha muerto; ha seguido activa en Occidente, generalmente al margen de los ámbitos oficiales y académicos, y ha estado profundamente viva, y lo sigue estando, en gran parte de las culturas orientales.
(…)
La filosofía que ha permanecido fiel a su sentido originario es, ante todo, una sabiduría de vida: un conocimiento indisociable de la experiencia cotidiana y que la transforma de raíz, un camino de liberación interior. Más que una doctrina o una serie de doctrinas teóricas autosuficientes, es un conjunto de indicaciones operativas, de instrucciones prácticas para adentrarnos en dicho camino. La filosofía así entendida se propone inspirar más que explicar; no nos invita a poseer conocimientos, sino a acceder a la experiencia de un nuevo estado de saber y de ser, cuyos frutos son la paz y la libertad interior. El modelo de esta filosofía no es un sistema teórico, ni un libro, sino la persona capaz de encarnarla: el «sabio», el «maestro de vida». Se trata de una sabiduría que no es fruto del ingenio ni de las disquisiciones de nadie en particular, que no es «propiedad» de ningún pensador; de hecho, allí donde ha estado presente, nadie se ha sentido su propietario.
(…)
En contraste con el carácter cambiante de la historia de la filosofía especulativa, se trata de una filosofía imperecedera, que no decae con las modas intelectuales, que no es desbancada por otras. Por ello, numerosos pensadores del siglo veinte la han denominado «filosofía perenne».
(…)
Las tradiciones de sabiduría sostienen que el conocimiento de lo más importante, de las verdades más significativas, no es el privilegio de ningún experto o «entendido», sino que está al alcance de quienes lo anhelan con pureza, persistencia y radicalidad.
(…)
Resulta significativo que, mientras desde distintas disciplinas se está favoreciendo el renacer de la sabiduría en Occidente, la filosofía académica parezca ser uno de los ámbitos más ajenos a este resurgir. Ahora bien, también en ella hay quienes comienzan a afirmar que ya es hora de que la filosofía retome su función como maestra de vida. Que ya es hora de que admita que nuestra cultura está sedienta de dicha sabiduría de vida, de un conocimiento que se mida por sus frutos, y cansada de la esterilidad, arbitrariedad y narcisismo de las teorías abstractas. Está tan cansada de estas últimas como de la futilidad de las técnicas que prometen un bienestar inmediato, pasando por alto el camino lento pero seguro del conocimiento. Como está cansada de la pretensión de ciertos grupos religiosos o ideológicos de monopolizar todo lo relativo al conocimiento de los medios que posibilitan el logro de nuestra libertad interior, de su pretensión de erigirse en los intermediarios de nuestra realización.
(…)
La filosofía especulativa está en crisis. Pero quizá esto no sea algo particularmente lamentable, sino, por el contrario, el preámbulo de un renacer en Occidente de la sabiduría.
Mónica Cavallé
MEDITACIONES
LIBRO I
1
Siempre he admirado la amabilidad y la serenidad de mi abuelo Vero.
2
De mi padre, tanto por su fama como por los recuerdos que conservo de él, la discreción y la entereza.
3
De mi madre aprendí el respeto a los dioses y la generosidad, a no obrar ni pensar con maldad, a vivir con sencillez y a evitar los habituales excesos de los adinerados.
4
Mi bisabuelo materno dispuso que no fuera al colegio: me educaron en casa excelentes profesores. De él aprendí que en materia de educación hay que estar dispuestos a invertir sin reparar en gastos.
5
Mi preceptor me enseñó a no perder el tiempo en el hipódromo ni en el circo, a resistir el cansancio, a necesitar poco, a hacer las cosas por mí mismo, a no asumir más tareas de las debidas y a no hacer caso de habladurías.
6
Diogneto me recomendaba no ser superficial, desconfiar de los engaños de charlatanes y embaucadores, no jugar a la codorniz ni a otros pasatiempos y aceptar la franqueza de los demás con buen talante. Siguiendo los principios y prácticas de la educación helénica, me inició desde niño en la filosofía, primero con Baquio y después con Tandasis y con Marciano. Con él escribí diálogos y aprendí a desear
el lecho de un soldado: un simple catre y una piel por toda manta.
7
Con Rústico comprendí que hay que corregir y encauzar el carácter; que no sirve de nada enredarse con sofistas ni andarse con teorías, discursos vanos, retóricas y florituras; que dárselas de filántropo en público y hacer ostentación de religiosidad es pura jactancia, y que al llegar a casa hay que cambiar la toga por ropa más cómoda. Leyendo la carta que le envió a mi madre desde Sinuesa aprendí a expresarme por escrito con claridad. Me enseñó a estar siempre dispuesto a reconciliarme con quien me ofenda en cuanto dé señales de arrepentimiento; a leer los textos en profundidad y a no dejarme influir por las opiniones de esa gente que sabe de todo. Siempre estaré en deuda con él por haberme regalado su ejemplar de las obras de Epicteto.1
8
Apolonio era un espíritu libre, una persona firme que nunca tomaba decisiones al azar y todo lo sometía al arbitrio de la razón. Imperturbable ante el dolor, la enfermedad y la muerte de alguno de sus hijos, fue para mí el vivo ejemplo de que se puede ser estricto y desenfadado a la vez. Nunca me levantó la voz en clase y no se jactaba ni de sus conocimientos ni de su habilidad para transmitirlos. Sabía agradecer los favores de los amigos sin sentirse en deuda por ellos ni rechazarlos con frialdad.
9
Sexto me enseñó a ser amable y a gobernar una casa con afecto paternal; a vivir conforme a la naturaleza;2 a comportarme con formalidad, pero sin afectación; a ser atento con
los amigos; a ser comprensivo con las personas ignorantes y con quien dice lo primero que se le cruza por la mente. Su amabilidad, que resultaba más agradable que cualquier lisonja, le ganaba el profundo respeto de quienes lo trataban. Había descubierto por medio de la reflexión metódica los principios de la vida recta y sabía aplicarlos. Nunca dio rienda suelta a la ira ni a las demás pasiones,3 sino que, al contrario, era sereno y afectuoso, elogiaba sin adular y demostraba su sabiduría sin resultar pedante.
10
Alejandro el gramático me enseñó que no hay que criticar a los demás y que, en lugar de reprender a la persona que comete errores al hablar, no se expresa con exactitud o pronuncia mal alguna palabra, es mejor hacerle ver su error de manera sutil y disimulada deslizando la idea correcta en la conversación como si reflexionáramos con ella.
11
Con Frontón estudié la envidia, la astucia y la hipocresía de los tiranos y llegué a la conclusión de que esos a quienes en Roma llamamos patricios son incapaces de un amor genuino.
12
De Alejandro el platónico aprendí a no quejarme ni por escrito ni cara a cara de lo ocupado que estoy y a no usar mis quehaceres como excusa para no atender a las obligaciones que nos impone la convivencia.
13
De Catulo, a escuchar al amigo que se queja, aunque sea sin razón, para que la amistad no se rompa; a elogiar de buena
gana a los maestros, como hacían Domicio y Atenódoto, y a amar de todo corazón a los hijos.
14
Mi hermano Severo me dio ejemplo de amor a la familia, a la verdad y a la justicia. Gracias a él conocí a Traseas, a Helvidio, a Catón, a Dión y a Bruto.4 Me enseñó que los pilares del Estado son la igualdad ante la ley, la libertad de expresión y el respeto de los gobernantes por la libertad de los ciudadanos. Otras cualidades suyas fueron la constancia en la práctica y el estudio de la filosofía, la generosidad, el optimismo y una inquebrantable confianza en los amigos. Si alguien lo decepcionaba, se lo hacía saber con franqueza. Expresaba sus deseos claramente para que sus amigos no perdieran el tiempo adivinándolos.
15
Admiro de Máximo la templanza y la tenacidad, la alegría serena frente a los contratiempos, en particular las enfermedades; su carácter equilibrado, dulce y digno a la vez. También que llevaba a término lo que se proponía sin protestar; que inspiraba en los demás la confianza de que siempre diría lo que pensaba y obraría de buena fe; que no se desconcertaba ni se acobardaba ante nada; que no era atolondrado ni indeciso; que no mostraba abatimiento ni fingía serenidad; que no estallaba en carcajadas para después dejarse arrastrar por la ira o el recelo; que practicaba el bien y la indulgencia y odiaba la mentira; y, por último, que sus cualidades parecían innatas, no fruto del esfuerzo y la práctica. Nunca se permitió sentirse superior a los demás ni menospreciar a nadie y siempre hizo gala de urbanidad y buenos modales.
Tito Antonino, mi padre adoptivo, de carácter apacible pero firme en sus decisiones, que solo tomaba tras una cuidadosa reflexión, era indiferente a la vanagloria. Trabajaba incansablemente. Sabía escuchar a quienes proponían medidas beneficiosas para la sociedad. Reconocía a cada cual sus méritos con imparcialidad y justicia. Tuvo siempre muy claro cuándo había que trabajar y cuándo descansar. Supo renunciar a las relaciones con adolescentes.5 Le gustaba la compañía, pero nunca obligó a sus amigos a sentarse a su mesa a diario o a acompañarlo cada vez que viajaba, y los que se ausentaban un tiempo para atender algún asunto privado lo encontraban igual que siempre cuando volvían.
En los asuntos importantes se tomaba el tiempo que hiciera falta para sopesarlo todo con detenimiento y escuchaba todos los puntos de vista. Exigía que se investigaran las cosas a fondo y no se daba por satisfecho con generalidades. Era un maestro en el arte de cultivar la verdadera amistad: nunca se aburría de los amigos ni cometió jamás la bajeza de tratarlos con desdén. Superaba los contratiempos por sus propios medios y con buen ánimo.
Era muy previsor y solucionaba de antemano los detalles más nimios con discreción. No permitía ni vítores ni lisonjas en su presencia. Velaba por los intereses del Estado y controlaba el gasto público, con la tolerancia debida hacia quienes son especialmente estrictos en estos asuntos. En lo religioso, rechazaba toda superstición; en lo político, toda demagogia: siempre sobriedad y seguridad en sí mismo. No tenía gustos vulgares ni lo deslumbraba la novedad. Disfrutaba sin ostentación y sin excusas de las comodidades que brinda la riqueza, pero no las echaba de menos cuando le faltaban. Nunca dio pie a que lo acusaran de sofista, de charlatán ni de pedante, muy por el contrario, todo el mundo lo tenía por persona madura, íntegra, enemiga de la
adulación y capaz de gobernarse tanto a sí misma como a sus semejantes.
Además, apreciaba a los filósofos auténticos sin criticar a los demás ni dejarse embaucar por ellos. Su compañía era un placer, ya que era de trato cordial y conversación agradable e interesante. Cuidaba el cuerpo con mesura, es decir, no se consentía, pero tampoco obraba con negligencia. No lo movía el apego a la vida, sino el deseo de cuidar de su salud. Gracias a eso, pocas veces necesitó remedios o fármacos. Una de sus cualidades más sobresalientes era que cuando alguien tenía más conocimientos que él de alguna materia, ya fuera la elocuencia, la jurisprudencia, la ética o cualquier otra, lo reconocía sin envidia y patrocinaba a esa persona y daba a conocer sus méritos. Respetaba escrupulosamente las tradiciones ancestrales de Roma sin hacer alarde de ello. El ajetreo y el ir de acá para allá le causaban fastidio, prefería quedarse en un mismo sitio y dedicarse a los mismos quehaceres. En cuanto se recuperaba de una de sus terribles migrañas, volvía al trabajo con la energía y la vitalidad habituales.
A no ser que fueran de Estado, no le gustaban los secretos. Como corresponde a quien se debe a su cargo y no presta atención a la popularidad, se conducía con mesura y sensatez en la celebración de los espectáculos, en la construcción de obras públicas y en la distribución de mercancías para mantener al pueblo contento. No se bañaba fuera de horas, no mandaba construirse mansiones, no era puntilloso con la comida ni con el corte o la calidad de la ropa ni con el aspecto del servicio doméstico. Ese era su estilo de vida. Nadie lo vio malhumorado, arisco o intransigente. Lo planeaba todo al detalle, con calma, con orden, paso a paso, para que nadie pudiera decir de él: «¡Su trabajo le ha costado!». Como Sócrates, sabía, según conviniera, privarse o disfrutar de los placeres cuya carencia entristece a los hombres y cuya abun-
dancia destruye la moderación. Esa fuerza de voluntad, esa sobriedad y esa resistencia son propias del espíritu sereno e invencible del que hizo gala especialmente durante la enfermedad que acabó con su vida.
17
Doy gracias a los dioses6 por mis abuelos, por mi madre, por mi padre, por mi hermana, por mis maestros, por mis amigos y por mis parientes y conocidos. Por no haberlos ofendido nunca, error en el que, conociendo mi carácter, seguramente habría incurrido. Los dioses, en su infinita bondad, me han evitado cometer una falta de la que me habría arrepentido mucho. Por no haber sido criado más tiempo del debido en la casa de la amante de mi abuelo. Por haberme mantenido casto y no haberme iniciado demasiado pronto en las relaciones sexuales, sino más bien lo contrario. Por haber servido a un emperador, mi padre adoptivo, que me enseñó que el orgullo es inútil y que la vida en la corte no me obliga a rodearme de guardaespaldas, ropa ostentosa, candelabros, estatuas y demás lujos, sino que, por el contrario, puedo vivir casi como un ciudadano de a pie sin faltar por ello a las obligaciones que el título de emperador trae consigo. Por mi hermano, cuya rectitud me inspira y cuyo respeto y afecto nunca me han faltado. Por mis hijos, sanos de cuerpo y mente. Por haber decidido no avanzar en la poética, la retórica y otras disciplinas a las que me habría entregado a fondo de haber creído que se me daban bien. Por reconocer la importancia de conceder a mis maestros los cargos y honores que creían merecer sin demorarme pensando que eran aún demasiado jóvenes y que ya habría tiempo para eso. Por haber conocido a Apolonio, a Rústico y a Máximo. Porque me hicieron comprender con claridad y en varias ocasiones lo que significa vivir en armonía con la naturaleza. Que a pesar de todo aún no viva conforme a ese
ideal es culpa solo mía, por no hacer caso a las advertencias, o mejor dicho, a las enseñanzas de los dioses. Por mi cuerpo, que ha sido capaz de soportar este estilo de vida. Por no haberme enredado ni con Benedicta ni con Teódoto y, más tarde, por haber sanado del mal de amores. Por no haberme propasado nunca con Rústico, de lo cual me habría arrepentido amargamente, a pesar de las muchas veces que me he enfadado con él. Por haber permitido que mi madre viviera a mi lado sus últimos años, aunque no fueron muchos. Por haber tenido dinero para ayudar al pobre o al necesitado y por no haber dependido nunca de la caridad ajena. Por mi esposa, solícita, cariñosa y sencilla. Por haber contado con excelentes maestros para mis hijos. Por haber recibido en sueños remedios para los vómitos de sangre y la migraña. Por lo que sucedió en el oráculo de Gaeta. Por no haber caído en las garras de los sofistas cuando estudiaba filosofía. Por no haber perdido el tiempo estudiando autores, resolviendo silogismos o disertando sobre los fenómenos celestes. Todos estos favores proceden de la voluntad de los dioses y de la Fortuna.
A orillas del río Gran durante la campaña contra los cuados.
LIBRO II
1
Cada día al salir el sol me digo: «Hoy tropezaré con un entrometido, con un desagradecido, con un insolente, con un mentiroso, con un envidioso o con un egoísta». Sus defectos se deben a que no saben distinguir entre el bien y el mal. En cambio yo, que he comprendido que la naturaleza del bien es lo bello y la del mal lo vergonzoso y que la naturaleza de la persona que comete errores y la mía propia son la misma, no porque pertenezcamos a la misma familia, sino porque ambos participamos de la misma inteligencia y de una porción de la divinidad, sé que ella no puede perjudicarme ni conducirme al error ni yo he de ofenderme con ella y odiarla. Hemos venido al mundo para colaborar los unos con los otros como colaboran las manos, los párpados o los dientes superiores y los inferiores. La enemistad con un hermano es contraria a la naturaleza; enemistarse es dejar que la indignación y el desprecio nos separen de otro.
2
Eres solo un trozo de carne dotada de hálito vital y de un guía interior. ¡Abandona los libros! No te distraigas más. En lugar de eso, toma conciencia de tu mortalidad y desprecia la carne, que no es más que sangre, huesos, nervios, venas y arterias. En cuanto al hálito vital, es una brisa variable, pues todo el día la exhalas para volverla a inhalar. Solo te queda el tercer componente: tu guía interior. Repara en lo avanzado de tu edad y procura que nada la esclavice y que no la manipule el egoísmo como a un títere. No te quejes del presente ni temas al futuro.
3
Las acciones de los dioses están regidas por la providencia. Las de la Fortuna participan también de la naturaleza
universal, ese entramado de causas y efectos que la misma providencia gobierna. Ese es el principio del universo del que formas parte. Cuanto sucede en él es necesario y lo mantiene en armonía. Lo que beneficia a la naturaleza beneficia a cada uno de sus componentes. El mundo funciona mediante las transformaciones y combinaciones de los elementos y los seres que lo componen. Con estos cuantos principios básicos te basta y te sobra. Basta ya de libros, no sea que cuando te llegue la muerte la recibas protestando en lugar de hacerlo con serenidad y dando gracias de corazón a los dioses.
4
¿Cuánto hace ya que retrasas la puesta en práctica de esos principios? ¿Cuántas veces has hecho caso omiso de las advertencias de los dioses? Ya es hora de que tomes conciencia de qué universo eres parte y desde qué Gobernante del cosmos fluyes.1 Comprende que tu tiempo tiene un límite bien definido. Si no lo usas para alcanzar la serenidad, ese momento pasará, y tú pasarás con él, y la oportunidad se habrá perdido para siempre.
5
Como buen romano y como persona de bien, procura cumplir con tu deber sin darte aires, movido por el afecto natural,2 guiado por la justicia, por propia voluntad y poniendo en ello tu atención plena y liberándote de cualquier otra distracción. Lograrás lo que te propones si te entregas a cada tarea como si fuera la última: con lucidez, con la razón libre de pasiones, con sinceridad, sin egoísmo y sin disgustarte con lo que te ha tocado en suerte. Ya ves qué poco hace falta para vivir con rectitud y fe en los dioses. A quien cumple estos preceptos no se le exige nada más.
ridad lo que está en nuestras manos de aquello que no lo está.
libro xii
1 Cuando Marco Aurelio invita a «contemplar las causas desnudas», usa el término griego aitía, que significa causa u origen. El ejercicio estoico consiste en despojar cada cosa de su apariencia atractiva o temible y mirarla en lo que realmente la produce: el banquete en su carne y vino fermentado, la gloria en la opinión ajena, la riqueza en metales y telas. Este método no busca un desprecio nihilista, sino liberar a la razón del poder de las ilusiones y ver el mundo tal como es, en su estructura causal.