Imaginaria14

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La cuarta y última erupción, mucho más terrible que todas las precedentes, la hizo en el 1660. Dio principio el 24 de octubre, con bramidos y estruendos, como avisando a que se preparasen todos. Siguiéronse los globos de fuego o de encendidos peñascos, que se veían subir hasta las nubes; mas con la facilidad, de que abriendo una nueva y muy baja boca, por la parte contraria de la ciudad, hiciese toda su inundación por ella. Participo no obstante de los continuos movimientos de la tierra, desde el día 27 en que fue su mayor erupción, con la cual parecía acabarse el mundo, con tinieblas tan densas que igualaron las noches con los días. Espavoridas aun las fieras de las selvas y montes, se vieron esta ocasión obligadas a buscar refugio entre los hombres, metiéndose como mansos corderos en las casas de los poblados. Cayeron sobre la ciudad tantas piedras, arena y ceniza, que cayeron muchas casas hundidas con el peso; y esperaban todos por momentos el que la ciudad fuese enteramente sepultada. Fue grandísima la consternación, y no se oían, sino lamentos y últimas disposiciones para la muerte, metidas todas las gentes dentro de las iglesias. Trabajaron también gloriosamente los Jesuitas, distribuidos por todas partes, y cogieron un grandísimo fruto con sus exhortaciones y confesiones. Al ir serenando algún poco, se hicieron de todas las iglesias y Comunidades procesiones de penitencia, a que se siguió una gran reforma de costumbres. Oyóse el estruendo de esta erupción espantosa hasta las selvas y reducciones del Marañón; y ocuparon sus cenizas más de 200 leguas de diámetro y más de 800 de circunferencia. Las ocultas venas de los montes y correspondencia que por ellas tienen los volcanes hicieron que el vecino monte nevado de Sincholahua tuviera al mismo tiempo un derrumbe hasta la mitad de su elevación. Despidió por eso tanta piedra, barro y nieve, que deteniendo un río, por largo tiempo, causó horrenda inundación, con grande

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estrago de las campañas, ganados y heredades de aquel distrito. Prosiguieron hasta el año siguiente 1661, los interiores derrumbes del volcán, causando por cada uno de ellos más ligeras ya las convulsiones de la tierra. No obstante, la última de ellas fue tan violenta, que llegó a consternar a todos los habitadores, como ninguna de todas las pasadas. Temiendo por momentos el que la ciudad fuese el común sepulcro de todos, al ver repetido con tanta fuerza aquel terrible azote de la divina Justicia, resolvieron desampararla enteramente y buscar refugio en las distantes campañas. Lo hubieran ejecutado sin duda, si la piedad divina no los hubiera contenido con un claro aviso de su misericordia, por boca de su siervo el Venerable P. Fray Domingo de Brieda. Este Varón ilustre, que florecía a la sazón en santidad, en su Convento de San Francisco de Quito, consoló a todos, con decir solamente que no tendría la ciudad más ruinas, porque la defendía su singular Protector el Vble. P. Juan Pedro Severino, años ha muerto en el Colegio Máximo de los Jesuitas. Obligado por su confesor a que declarase éste su dicho, lo hizo, diciendo que el 24 de octubre del año antecedente, en que hizo su mayor erupción el volcán, había visto y conocido sobre la boca al P. Severino, quien con su manteo divertía otras partes los encendidos peñascos, para que no cayeran sobre la ciudad. Divulgada esta visión, se aquietaron los ánimos extremadamente conturbados, porque les constaba a todos la santidad del que los consolaba, no menos, que la del nuevo Protector que tenían. Fueron efectivamente muy cortos y lentos los posteriores movimientos de la tierra, y quedó con ellos enteramente extinguido el volcán desde entonces.

Nota: Juan de Velasco menciona algunas fechas de erupciones que no han sido verificadas (1539 por ejemplo).

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