Yo soy I C - Steve Tasane

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Hoy el barro está seco y resquebrajado, y el viento me llena de polvo los ojos. También es mi cumpleaños, creo. He preguntado a uno de los adultos qué fecha era hoy: –¿Hoy es 3 de julio? –Más o menos –me han dicho. El 3 de julio es la fecha de mi cumpleaños; eso creo. No, estoy seguro: cumpliré diez. De hecho, ya tengo diez años. Seguro. Son tantas las cosas que he tenido que memorizar, y resulta tan difícil medir el tiempo… Pero ¿la fecha de mi cumpleaños? No, eso no lo olvidaría. No consigo acordarme de la de mi madre ni de la de mi padre, pero sí que recuerdo sus nombres; me acuerdo de sus nombres y de sus apellidos. Recuerdo los nombres de mis hermanas y estoy casi seguro de que me sé las fechas de sus cumpleaños. Me acuerdo de mis hermanas.

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Y de nuestra casa, de nuestra propia casa. Me acuerdo del dinero que mi tío me metió en el bolsillo antes de subirme a aquel barco repleto de desconocidos. Cuando me dormí, el dinero estaba en mi bolsillo; cuando desperté, ya no estaba. Tampoco están mis hermanas ni mi madre ni mi padre tampoco. Pero no quiero pensar en eso. Ni en eso ni en cuando el hombre aquel me amenazó con una navaja y me robó la mochila; mi mochila, con el teléfono…; mi teléfono y mis papeles. Mi teléfono, lleno de fotos de mis hermanas y de mamá y papá, y de mis hermanos, sus números de teléfono…; vídeos, listas de reproducción, todas las cosas chulas de mi vida. Y mis papeles; papeles que harían posible que todo el mundo supiera, con certeza, que hoy es mi cumpleaños, y los nombres y apellidos de mamá y papá, el nombre de nuestra aldea y todos mis datos, mi historia; todas esas cosas que ahora empiezo a olvidar. Esa es la razón por la que aquí nadie sabe que hoy es mi cumpleaños, y por la que nadie me hace regalos. Si alguien me regalase una tarjeta de felicitación, se la enseñaría a los guardas y les diría: «¡Eh, mirad! ¿Ahora me creéis? ¡Es mi nombre! ¡Mi edad! ¡Mirad, aquí, en mi tarjeta de cumpleaños! ¡Aquí tenéis la prueba!».

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Este es el motivo por el que os quiero contar mi historia, porque los guardas dicen que todo lo que acontece tiene que estar documentado. Pero no voy a hablar del pasado. Voy a contar la historia de mi vida aquí y ahora, en el campamento, a partir de hoy mismo. El día de mi décimo cumpleaños. Y mi historia comienza así: Mis amigos A y D están de cuclillas sobre el barro, recogiendo migas de pan. A las va amasando en bolitas a las que va añadiendo más migas según avanza por el suelo; añade y amasa, y, luego, introduce cuidadosamente las albondiguillas de pan en una bolsa de plástico que lleva colgada de la muñeca. D también tiene una bolsa colgada de la muñeca para recolectar, pero, con disimulo, va echándose casi todas las migas a la boca; así las recoge del suelo, y las bolitas que amasa no tienen ninguna consistencia, la verdad. ¡Menudo desastre! D lleva uno de esos pantalones que dona la gente, y le van demasiado grandes; los lleva con los bajos vueltos, para no arrastrarlos por el barro, y le bailan y se le abolsan en la cintura. Hacen que parezca más menudo de lo que es en realidad, ¡y mira que es canijo! A su hermana A la ropa se le ha quedado pequeña y las mangas del jersey no le llegan ni a las muñecas. Tienen una pinta graciosa, A y D, ahí aga-

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chados en el barro, demasiado grande la una y demasiado menudo el otro. En un primer momento, me parece que están recogiendo migas de pan negro, pero, cuando me acerco, caigo en la cuenta de que el pan ha estado empapándose en el agua embarrada, como si fuera salsa de carne. –¿Quién quiere jugar? –digo. D se pone de pie de un salto. –¡Yooo! –Estamos comiendo –dice A–. ¡Mira! –me dice–. ¡Mira cuánta comida! –¡Venga ya! ¿Lo dices en serio? –respondo yo. –Cuando ha llegado el camión de ayuda humanitaria –dice A–, la gente se ha echado encima en tromba y se ha llevado todo el pan. Antes de que D y yo consiguiéramos acercarnos, ya no quedaba nada. Pero, mira –extiende las manos y, con un gesto, abarca la extensión de barro que tiene delante–, han echado a perder todo esto. Han dejado caer un trillón de migas y ni se han molestado en recogerlas. ¡Menudo tesoro! –¿A qué jugamos? –me pregunta D, que habla a la vez que se echa migas a la boca. –No te las comas todas ahora –le dice A, chasqueando la lengua, a su hermanito–. ¡No te va a quedar ni una para después! –Pues yo sé dónde hay manzanas –digo yo. Ella levanta la cabeza de golpe.

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–¿Qué? –¡Manzanas! –repito–. ¡Manzanas jugosas! Pero solo son para agentes secretos. –O sea, que, para los niños, nada de nada –dice A, que vuelve a bajar la mirada. Hoy está gruñona. –¡Es broma! –le digo–. Pero sí que hay manzanas. –Yo soy agente secreto –dice D–. ¿Me toca una manzana? –Yo soy agente secreto jefe –digo yo. –Yo soy agente secreto jefe –dice D. –Los dos no podéis ser agente secreto jefe –dice A–. Además, aquí solo hay una agente secreto, y esa soy yo. –¡Chorradas! –dice D–. Tú no puedes ser agente secreto, porque los agentes secretos son hombres. –Y vosotros dos sois unos renacuajos –dice A–. Yo soy la mayor, así que la única agente secreto que hay aquí soy yo. Además, mando yo. «Pero aún eres una niña –pienso–. No eres mucho mayor que yo. Y yo solo tengo diez años…» –Pero tú no sabes dónde están las manzanas –digo. –Enséñamelo –dice ella–, y me ocuparé de mantenernos a salvo. «¿A se va a ocupar de mantenernos a salvo?» D coge un palo del suelo. –Pues yo tengo un arma –dice–. Es un rifle. Recojo la bolsa de D, que está en el suelo, y me engancho las asas a las orejas, de tal forma que la bolsa me cuelga por la parte de atrás del cuello.

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–Pues yo tengo una capa de invisibilidad. Venga, ¡vamos! Y allá que nos vamos en busca de las manzanas D, I y A. –Los agentes secretos no llevan capa de invisibilidad –dice A–. Son los brujos. –Este brujo acaba de unirse al servicio secreto –respondo–. ¿Y tú? ¿Eres una bruja? Ella no responde. Coge a D del cuello de la camiseta y, al mismo tiempo, me da un empujón tan fuerte que aterrizo sobre un arbusto y me araño el brazo. –¿Y eso a qué ha venido? –pregunto. –¡Chitón! Me asomo entre el follaje del arbusto y veo a un guarda. Tiene un rifle de los de verdad y se ha parado en el sendero que queda un poco más adelante. A tiene cogido a D, lo mantiene pegado al suelo y se ha llevado un dedo a los labios, para indicarle que no haga ningún ruido. Nos encontramos a un paso de la zona de administración. Solo los guardas pueden entrar en esta área. D levanta su palo. –¿Le disparo? –susurra. Lo que yo me pregunto es si el guarda nos dispararía a nosotros. No sé de ningún guarda que haya disparado jamás a ninguno de los niños, pero sí que llevan porra. En una ocasión que nos juntamos todos para pedir mantas cuando llegaron las nieves, un guarda me dio un porrazo en el brazo y el moratón me estuvo cambiando de color

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cada día durante una semana entera. Era como un arco iris a cámara lenta. La porra del guarda es cien veces más gruesa que el palo de D. –¿Por qué no nos has dicho que las manzanas estaban en la zona de administración? –sisea A. –¿Qué te has creído? ¿Que iban a estar colgando de un árbol? –pregunto. Ella no responde. El guarda pasa de largo y no nos ve escondidos detrás del arbusto. Todavía llevo la bolsa de D prendida de las orejas. –¡La capa de invisibilidad ha funcionado! Miro a D y A con el pulgar levantado. –Y, ahora, ¿por dónde? –pregunta A. –Vamos al rincón de fumar. El rincón de fumar queda en el exterior del bloque de administración y es el sitio donde los guardas se fuman sus cigarrillos. Aquí, en el campamento, casi nadie fuma, ni siquiera los adultos. Lo que necesitamos es comida y protegernos del frío. Fumar no sirve para nada. Pero los guardas deben de tener comida de sobra, porque nunca se los ve con cara de hambre ni están flacuchos, y pierden el tiempo encajándose cigarrillos en la boca y echando bocanadas de humo. Y desperdician la comida. Si se pueden permitir ese lujo, será porque la consiguen en cantidad, así que no entiendo por qué se la quedan toda para ellos ni tampoco por qué no

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nos dejan salir del campamento para que intentemos conseguir comida por nuestra cuenta. Es algo que no consigo entender y que no dejo de preguntarme. –¿Cavamos un túnel? –pregunta D. –No –dice A–, pero sí que iremos arrastrándonos. Nos arrastraremos entre la hierba alta, con la tripa pegada al suelo, como agentes secretos en un ataque sorpresa, ¿vale? –Como espías –dice D–. ¡A vida o muerte! La hierba me hace cosquillas en la nariz. Avanzamos a rastras hasta el rincón de fumar sin que nadie nos vea. Es más fácil que no te vean cuando eres un niño. –Mira, soy un gato acechando a un pájaro –digo. –Y yo un tigre cazando un mono –dice D. –¡Chitón! –dice A. Vemos a un guarda un poco más adelante, de pie, dando caladas a su cigarrillo. A teme que puedan pillarnos. Pero yo no. Cuando a un niño del campamento lo pillan saltándose alguna de las normas, le ponen una sanción a su familia. «Sanción» es otra forma que tienen de llamar a un castigo como, por ejemplo, que te envíen al final de la cola. Y yo no temo que puedan castigar a mi familia porque la perdí. O ella me perdió a mí. A y D tampoco tienen familia; a la suya la hicieron volar por los aires. Además, ni siquiera estamos en la cola, ¿no?, así que ¿cómo iban a mandarnos al final? Si nos pusieran al final de la cola, sería genial, casi como un premio.

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De forma que, cuando veo al guarda, me quedo callado como me pide A, pero solo porque me acuerdo del hematoma arco iris de mi brazo. El hombre está plantado junto a una papelera, pero arroja la colilla al suelo. Hay montones de colillas desperdigadas por el suelo. –Yo no veo ninguna manzana –dice A. –Tú espera –digo yo. El guarda inspecciona los alrededores con la mirada. Me pregunto si nos habrá oído. Pero, entonces, me doy cuenta de que no inspecciona; solo mira. Su trabajo consiste en fumar cigarrillos e inspeccionar los alrededores. Ahora que se ha fumado su cigarrillo, cumple con la parte de inspeccionar los alrededores. «Misión cumplida», me imagino que se dice a sí mismo. El hombre da media vuelta y dirige sus pasos de regreso al edificio. –¡Pum! –dice D, disparando al guarda por la espalda con su palo. –¡Chitón! –dice A. Pero el guarda ya está cruzando el umbral. –Has fallado –le digo a D, que está soplando el humo del cañón de su palo rifle. Me pongo de pie. –¡¿Qué haces?! –sisea A. –Observa.

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Camino hasta la papelera. A mi espalda, oigo a D soltar un grito ahogado. A D le gusta jugar a hacerse el valiente, pero es muy pequeño y nunca ha visto que A se haga la valiente, porque la labor de A es ser cauta. Su labor es cuidar de su hermano pequeño. Si por jugar a hacerse la valiente se metiera en problemas y la separaran de él, entonces D ya no tendría a nadie. Se quedaría totalmente solo. Y, cuando los niños pequeños como D se quedan totalmente solos, desaparecen. Se los llevan. Por eso tenemos que mantenernos siempre juntos: para cuidar los unos de los otros. Estoy plantado sobre el suelo de cemento, al lado de la papelera. Saludo a D y A con la mano. Ella se agacha todavía más detrás del arbusto y arrastra consigo a D. Es como jugar al escondite. Meto el brazo en la papelera y escarbo a tientas en el interior. Mis dedos rozan algo pegajoso; supongo que un envoltorio usado. Luego, rozan algo suave y cálido; supongo que un trapo viejo que habrá usado alguno de los guardas para limpiarse el barro de las botas. Luego rozan el palito que sobresale de la parte de arriba de una manzana: el tallo. Lo pellizco entre los dedos índice y pulgar y tiro de él. Ahí dentro hay dos manzanas más; antes, mientras espiaba, he visto cómo los guardas las tiraban a la papelera. Saco las tres manzanas y vuelvo corriendo al arbusto. A y D tienden las manos, ansiosos. A pone una mueca.

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–Pues, vaya, no es que quede mucho, ¿eh? –dice. D, sin embargo, exclama: –¡Qué pasada! –Y empieza a mordisquear su manzana con avidez. Ambos tienen razón. He dado el corazón de manzana más grande a D, porque es el más pequeño, y el más pequeño es para A, porque ella es la mayor. Yo me he quedado con el mediano. Es bastante gordo. A no se equivoca cuando dice que la gente echa a perder la comida. Los guardas no se comen el corazón de la manzana porque tiene semillas y no es tan jugoso, pero aquí estoy yo devorando media manzana. Ni me molesto en escupir las semillas, porque también alimentan. Puede que no sea la parte más suculenta de la manzana, pero está bastante rica. –¡Esto es un festín! –dice D, sonriendo de oreja a oreja y masticando a la vez. –No hables con la boca llena –le dice A. Pero ella también sonríe, y sé que he hecho bien. Esto es un millón de veces mejor que unas migas de pan llenas de barro. «Feliz cumpleaños», pienso.

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